Como en el cielo, así también en la tierra

Capítulo 11

La Voluntad del Padre
en todas las Cosas

por Jeffrey R. Holland

La obra de la maldad y las tinieblas es más segura de ser .. derrotada cuando los hombres y las mujeres, aun sin hallarlo fácil ni placentero pero con la determinación de cumplir con la voluntad del Padre, contemplan sus vidas como si todo vestigio de ayuda divina pareciera haberse desvanecido y, tras preguntar por qué han sido abandonados de ese modo, inclinan su cabeza y obedecen.


Permítame preparar por un momento el escenario para este capítulo. Utilizo la palabra escenario a propósito pues quiero representar un drama divino. Ralph Waldo Emerson dijo una vez: “Si las estrellas sólo aparecieran una noche cada mil años, ¡cómo podrían los hombres creer, adorar y preservar durante muchas generaciones el recuerdo de la ciudad de Dios que [les] había sido mostrada!” (Nature [1836], sección 1). Bajo el espíritu de ese pensamiento provocador, les invito a considerar otra escena sobrecogedora y mucho más importante, la cual debiera evocar creencia y adoración; una escena que, al igual que las estrellas de la noche, hemos sin duda alguna dado con frecuencia por sentada. Imagínese estar entre el pueblo de Nefi, que vivía en la tierra de Abundancia, en el año 34 de nuestra era. Las tempestades, los terremotos, los huracanes y las tormentas, junto con los truenos y relámpagos sumamente brillantes, asolan toda la faz de la tierra. Algunas ciudades, ciudades enteras, se han incendiado como por combustión espontánea. Unas han desaparecido en el mar para nunca más volver a ser vistas, mientras que otras han quedado completamente cubiertas por montones de tierra o han sido llevadas por el viento.

Toda la faz de la tierra ha sido cambiada; todo el paisaje ha sido deformado. Entonces, mientras usted y sus vecinos se aproximan a las inmediaciones del templo (un lugar que a muchos de pronto les parece un buen sitio para estar), oyen una voz y ven a un hombre vestido con ropas blancas que desciende del cielo. Es una escena deslumbrante. Parece que la esencia misma de la luz emana de él, un esplendor que contrasta bruscamente con los tres días de muerte y de tinieblas que acababan de presenciar.

Él habla y dice simplemente, con una voz que penetra hasta el tuétano de los huesos: “Yo soy Jesucristo, de quien los profetas testificaron que vendría al mundo” (3 Nefi 11:10).

Ahí está, o para ser más correcto, ahí está Él; el centro y la figura principal de cada charla fogonera, de cada reunión espiritual y de cada noche de hogar celebrada por los nefitas durante los últimos seiscientos años, y por sus antepasados israelitas durante miles de años antes.              

 Todos han hablado de Él, han cantado acerca de Él y han soñado o le han orado a Él; ahora Él está ahí de verdad. Éste es el día, y la generación a la que le ha tocado vivirlo es la suya. ¡Qué gran momento! Pero usted descubre que no tiene tantos deseos de comprobar si su cámara tiene filme como de comprobar si hay fe en su corazón.

“Yo soy Jesucristo, de quien los profetas testificaron que vendría al mundo”. De todos los mensajes que puede haber en lo inmenso de la eternidad, ¿cuál nos ha traído a nosotros? Todo el mundo presta atención.

Él prosigue: “Soy la luz y la vida del mundo… He bebido de la amarga copa que el Padre me ha dado, y he glorificado al Padre, tomando sobre mí los pecados del mundo… me he sometido a la voluntad del Padre en todas las cosas desde el principio”. Ahí está, en ocho líneas, cuarenta y siete palabras. “Y… cuando Jesús hubo hablado estas palabras, toda la multitud cayó al suelo” (3 Nefi 11:11-12).

He meditado a menudo sobre ese momento de la historia nefita y se me hace difícil pensar que fuese algo accidental o un mero capricho que el Buen Pastor, en Su estado recién exaltado, se apareciera a una parte bastante representativa de Su rebaño y eligiera hablar primero en cuanto a Su obediencia, a Su deferencia, a Su lealtad y sumisión amorosa a Su Padre. En un momento inicial y profundo de deslumbrante maravilla, cuando de seguro tiene la atención de todo hombre, mujer y niño hasta donde alcanza la vista, Su sumisión al Padre es la cosa principal y más importante que desea que sepamos acerca de Él.   

Francamente, me siento un poco intrigado por la idea de que éste sea el aspecto principal y más importante que Él desee saber acerca de nosotros, cuando un día nos reunamos con Él de forma semejante. ¿Fuimos obedientes aun cuando fue doloroso? ¿Nos sometimos aun cuando la copa fue amarga? ¿Nos sometimos a una visión más elevada y sagrada que la nuestra, aun cuando puede que no hayamos visto propósito alguno en todo ello?

Él nos invita, uno por uno, a palpar las heridas de Sus manos, de Sus pies y de Su costado. Y a medida que pasemos, toquemos y sigamos nuestra marcha, quizás nos susurre: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mateo 16:24).

Si tal negación propia de llevar nuestra cruz fuese, por definición, la cosa más difícil que Cristo o cualquier hombre tuviese que hacer jamás, un acto de sumisión que haría, según las propias palabras del Salvador, que Él, “Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro y padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu”-¡si el someterse, obedecer y aceptar la voluntad divina nos depara únicamente eso, ¡no debe extrañarnos que aún el Hijo Unigénito del Dios verdadero y viviente “deseara no tener que beber la amarga copa y desmayar”! (D&C 18:19).

Aún al recrear el mayor de todos los sacrificios personales, puede estar seguro de que para algunas personas de este mundo no resulta halagüeño hablar de someterse a nadie ni a nada. En el umbral del siglo XXI es de débiles y de flojos hablar de ello.

Tal y como escribió el élder Neal A. Maxwell: “En la sociedad actual, la mera mención de las palabras obediencia y sumisión provocan la cólera y la gente se pone nerviosa… Se apresuran a recuperar ejemplos de la historia secular que ilustran cómo la obediencia a una autoridad imprudente y la servidumbre a líderes malos han ocasionado mucha miseria y sufrimiento humano. Por tanto, resulta difícil prestar atención al verdadero significado de las palabras obediencia y sumisión, aun cuando la aclaración ‘a Dios’ vaya adjunta” (Not My Will, But Thine [Salt Lake City: Bookcraft, 1988], pág. 1).

Después de todo venimos a la tierra, por lo menos en parte, para cultivar la autoconfianza y la independencia, para aprender a pensar y a actuar por nosotros mismos. ¿No fue Cristo mismo el que dijo: “Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”? (Juan 8:32). Entonces, ¿cómo es que el cielo habla a la vez de una libertad espiritual y de la independencia intelectual en un párrafo, sólo para pedirnos que seamos sumisos y muy dependientes en el siguiente?

Lo hace porque ninguna cantidad de educación, ni ningún otro tipo de experiencia deseable y civilizada de este mundo nos ayudará en el momento de nuestra confrontación con Cristo si no hemos sido capaces, y si no somos capaces en ese momento, de someter todo lo que somos, todo lo que tenemos y todo lo que tengamos la esperanza de tener a la voluntad del Padre y del Hijo.

El sendero que conduce a una experiencia cristiana completa pasará muy probablemente por el Jardín de Getsemaní. Allí aprenderemos, si es que no lo hemos aprendido antes, que nuestro Padre no tiene otros dioses ante él, ni siquiera (y particularmente) si ese dios es uno mismo. A cada uno de nosotros se nos requerirá que nos arrodillemos cuando puede que no queramos hacerlo, que nos inclinemos cuando puede que no tengamos el deseo, que nos confesemos cuando puede que no queramos (una confesión fruto de una experiencia dolorosa por la que sabemos que los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos, ni Sus caminos los nuestros, dice el Señor [véase Isaías 55:8]).

Creo que por eso Jacob dice que ser instruido, y nosotros podríamos añadir que ser cualquier otra cosa digna, es bueno si hacemos caso de los consejos de Dios (véase 2 Nefi 9:29). Pero la educación, el servicio público, la responsabilidad social o los logros profesionales de cualquier tipo, son vanos si en esos momentos cruciales de nuestra historia personal no podemos someternos a Dios aún cuando todas nuestras esperanzas y temores puedan estar tentándonos. Debemos estar dispuestos a colocar todo lo que tenemos en el altar de Dios, no solamente nuestras posesiones (éstas pueden ser los cosas más fáciles de sacrificar), sino también nuestra ambición, el orgullo, la terquedad y la vanidad, arrodillarnos allí en sumisión silenciosa y luego alejarnos voluntariamente.

Creo que lo que estoy describiendo aquí es la definición de un santo según las Escrituras, una persona que “se someta al influjo del Espíritu Santo”, y “por la expiación de Cristo… se vuelva como un niño: sumiso, manso, humilde, paciente, lleno de amor y dispuesto a someterse a cuanto el Señor juzgue imponer sobre él, tal como un niño se somete a su padre” (Mosíah 3:19).

Como el Gran Ejemplo y la Estrella del Alba que es de nuestra vida, ¿es de extrañar que Cristo elija antes que nada y en primer lugar definirse en relación a Su Padre diciendo que le amaba, que le obedecía y que se sometía a Él como el Hijo fiel que era? Lo que Él hizo como Hijo de Dios también nosotros debemos esforzarnos por hacer.

La obediencia es la primera ley de los cielos, y en caso de que no nos hayamos dado cuenta, algunos de los mandamientos no son fáciles de cumplir. Parece que, a veces, las cosas salen peor de lo que esperábamos. Al menos, si somos verdaderamente serios al respecto de llegar a ser santos, creo que descubriremos que éste es el caso. Permítame emplear un ejemplo que con frecuencia nuestros enemigos, y hasta algunos amigos, consideran como el momento más desagradable de todo el Libro de Mormón. Lo escojo precisamente porque muchas personas se han ofendido al leerlo, pero si le damos la vuelta veremos que es muy semejante a una copa amarga.

 Me refiero a la obligación de Nefi de matar a Labán para preservar un registro, salvar a un pueblo y, en última instancia, dar pie a la restauración del Evangelio en la dispensación del cumplimiento de los tiempos. No puedo decir cuánto está en juego cuando Nefi estaba al lado del borracho y enemigo Labán, pero se jugaba mucho. La ironía dramática de este pasaje reside en que nosotros sabemos que ése fue un momento crucial, aunque Nefi puede que no lo sepa. Y, a pesar de lo mucho que está en juego, ¿cómo puede hacer algo así? Él es una persona buena, puede que hasta bien educada, a quien desde la cumbre misma del Sinaí le ha sido enseñado: “No matarás”; además, ha entrado en los convenios del Evangelio.

“El Espíritu me compelió a que matara a Labán; pero… me sobrecogí y deseé no tener que matarlo” (1 Nefi 4:10). ¿Una prueba difícil? ¿Deseos de sobrecogerse? ¿Les suena familiar? Desconocemos el porqué esas planchas no podían haber sido obtenidas de ninguna otra manera. Podrían haberlas olvidado accidentalmente una noche en los abrillantadores de planchas, o quizás podían haberse caído del carro de Labán durante el paseo de un día de reposo por la tarde. Más aún, ¿por qué Nefi no dejó este relato fuera del libro? ¿Por qué no dijo algo como: “Y tras mucho esfuerzo y angustia de espíritu, obtuve las planchas de Labán y partí para el desierto hacia la tienda de mi padre”? Como último recurso podría haber enterrado el registro entre los capítulos de Isaías, y de ese modo se garantizaba que nadie los iba a descubrir hasta este día.

Mas aquí está, directamente en el comienzo del libro, en la página nueve, donde hasta el lector más accidental podría verlo y tendría que enfrentarse a ello. No se esperaba que tanto Nefi como nosotros nos librásemos de la lucha de este registro.

Creo que este relato fue colocado en los primeros versículos de un libro de 642 páginas, y que fue contado con detalles dolorosamente específicos para centrar a cada lector del mismo en los principios absolutamente fundamentales del Evangelio como son la obediencia y la sumisión a la voluntad del Señor, la cual conocemos cuando nos es comunicada. Si Nefi no puede someterse a este mandato terriblemente doloroso, ni puede obligarse a obedecer, entonces es muy probable que nunca pueda tener éxito ni sobrevivir las pruebas que se le avecinan.

“Iré y haré lo que el señor ha mandado” (1 Nefi 3:7). Confieso que me estremezco un poco cuando oigo citar esa promesa entre nosotros tan a la ligera. Jesús sabía el tipo de compromiso que ello implicaba, tal como ahora lo sabe Nefi, así como lo sabrán numerosas personas más antes de que todo esto acabe. Ese juramento llevó a Cristo a la cruz del Calvario y reside en el corazón de cada convenio cristiano. ¿”Iré y haré lo que el Señor ha mandado”? Bueno, ya lo veremos.

Al hablar de este asunto no estamos sino explorando el problema de Lucifer, el del ego furioso, el del que siempre había que hacer todo a su manera. Satanás hubiera hecho bien en escuchar al más sabio de los pastores escoceses cuando dijo: “Hay un tipo de religión en el que el hombre más devoto es el que hace menos conversos: La adoración de uno mismo” (C. S. Lewis, ed., George MacDonald: An Anthology [Nueva York: Macmillan, 1947], pág. 110).

Pero la actuación de Satanás puede resultar instructiva. Desde el momento en que tenemos un “yo”, existe la tentación de ponerlo delante, en primer lugar, siendo el centro de todo. Y cuanto mayores seamos, social, intelectual, política o económicamente, más grande será el riesgo de caer en la adoración de uno mismo. Quizás sea éste el motivo por el cual los padres de un recién nacido lo llevaron ante el venerable Robert E. Lee, para pedir consejo a este hombre tan legendario, diciendo: “¿Qué hemos de enseñar a este niño? ¿Cómo debe abrirse camino en el mundo?”. El viejo y sabio general les dijo: “Enseñadle a negarse a sí mismo. Enseñadle a decir no”.

Con frecuencia tal ejercicio de sumisión suele ser tanto solitario como violento. A veces, en esos momentos en los que nos parece que más necesitamos al Señor, quedamos abandonados para obedecer sin ayuda. El salmista exclama, representándonos a todos nosotros cuando nos encontramos en tales momentos: “¿Por qué estás lejos, oh Jehová, y te escondes en el tiempo de la tribulación?”. “¿Por qué éstas tan lejos de mi salvación?… clamo de día, y no respondes; y de noche, y no hay para mí reposo”. “No escondas tu rostro de mí [Señor]… no me dejes ni me desampares, Dios de mi salvación”. “No te desentiendas de mí” (Salmos 10:1; 22:1-2; 27:9; 28:1).

La súplica del salmista suena más dolorosa en la angustia última del Calvario, en el llanto que caracterizó el acto de sumisión suprema: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46. Véase también Salmos 22:1). En un grado mucho menor podemos oír la súplica procedente de la cárcel de Liberty: “Oh Dios, ¿en dónde estás? ¿y dónde está el pabellón que cubre tu morada oculta? ¿Hasta cuándo se detendrá tu mano…? Sí, oh Señor, ¿hasta cuándo?” (D&C 121:1-3).

Sabemos bastante del abuso que José Smith y sus amigos sufrieron a manos de los carceleros. Sabemos, además, del espíritu sumiso del profeta en aquella época, cuando de entre todos los momentos escogió aquéllos para registrar el lenguaje más sublime de las Santas Escrituras, la apelación de mantener la influencia sólo por “persuasión, por longanimidad, benignidad, mansedumbre y por amor sincero” (D&C 121:41). ¡Vaya escenario para hablar de manera tan amable! ¡Qué contexto tan brutal para sacar el tema de la compasión!

Parte de la historia que no recordamos tan bien es la de uno de sus compañeros de prisión, Sidney Rigdon. En realidad, Sidney salió de la cárcel dos meses antes que el profeta José y los demás, pero Sidney salió quejándose de que los sufrimientos de Cristo no eran nada comparados con los suyos.

No nos incumbe a nosotros, que estamos en la seguridad de nuestros hogares, emitir juicio alguno sobre el hermano Rigdon o cualquier otra persona que sufriera tales indignidades en Misuri; pero de ahí a decir que el sacrificio expiatorio de Cristo, el soportar el peso de todos los pecados de la humanidad desde Adán hasta el fin del mundo, no era nada comparado con el confinamiento del hermano Rigdon en la cárcel de Liberty, es como una bofetada de esa desafiante y finalmente fatal arrogancia que con tanta frecuencia vemos en aquéllos que acaban teniendo problemas espirituales.

El profesor Keith Perkins ha escrito que este momento es el punto en el que la vida de Sidney Rigdon cambia para peor (véase “Triáls and Tribulations: The Refiner’s Fire” en The Capstone of Our Religión: Insights into Doctrine and Covenants [Salt Lake City: Bookcraft, 1989], pág. 147). Tras esta experiencia, nunca más volvió a ser el líder distinguido que verdaderamente había sido en los primeros años de esta dispensación. Al poco tiempo, José Smith sintió que Sidney ya no era de gran ayuda en la Primera Presidencia, y tras la muerte del profeta, Rigdon conspiró contra los Doce en un esfuerzo por ganar el control unilateral sobre la Iglesia. Al final murió siendo un hombre insignificante y amargo, un hombre que había perdido la fe, su testimonio, su sacerdocio y sus promesas.

Por otro lado, José perseveraría y sería exaltado cuando todo concluyese. No debe sorprendernos que el señor le dijera con anterioridad en su vida: “Sé paciente en las aflicciones, porque tendrás muchas; pero sopórtalas, pues he aquí, estoy contigo hasta el fin de tus días” (D&C 24:8).

“Éstos que están vestidos de ropas blancas, ¿quiénes son?”, pregunta Juan el Revelador en su poderosa visión. La respuesta dice: “Éstos son los que han salido de la gran tribulación, y han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero?” (Apocalipsis 7:13-14).

A veces parece especialmente difícil someterse a una gran tribulación cuando al mirar a nuestro alrededor vemos a los demás, que parecen mucho menos obedientes y que están teniendo éxito, mientras que nosotros lloramos. Pero el tiempo sólo está medido para el hombre, dice Alma (véase Alma 40:8), y Dios tiene una memoria muy buena.

El élder Dean L. Larsen escribe sobre un granjero que observaba el día de reposo y que estaba preocupado y consternado al ver que su vecino, quien no cumplía con este mandamiento, tenía cosechas mejores con una productividad mucho más alta y beneficiosa. Pero en tales momentos de aparente injusticia, debemos recordar que “las cuentas de Dios no siempre saldrán al fin del verano” (“The peaceable Things of the Kingdom”, en Hope [Salt Lake City: Deseret Book, 1988], pág. 200).

A veces también nosotros sobrestimamos la disposición del Señor para escuchar nuestra súplica, confirmar nuestro deseo, declarar que nuestra voluntad no es contraria a la Suya y recibir Su ayuda tan sólo por haberla pedido. Fíjese en este ejemplo tomado de la biografía que el élder F. Burton Howard escribió del presidente Marion G. Romney. Cito de manera abundante al élder Howard al resumir el relato.

En 1967, la hermana Ida Romney sufrió un ataque grave. Los médicos dijeron al por entonces élder Romney que el daño causado por la hemorragia era de magnitud. Se ofrecieron a mantenerla viva por medios artificiales, aunque no lo recomendaban. La familia se preparó para lo peor. El hermano Romney confesó a sus más allegados que, a pesar de su angustia, de su anhelo personal por la restauración de la salud de Ida y por la continuación de su compañerismo, por encima de todo quería “que se hiciese la voluntad del Señor, que tomase lo que necesitase tomar sin recibir reproche”.

A medida que pasaban los días, la hermana Romney iba empeorando. Le habían dado una bendición, pero el élder Romney “se mostraba reacio a aconsejar al Señor al respecto”. Debido a una experiencia anterior sin éxito relacionada con la súplica para que él y su esposa pudieran tener hijos, sabía que nunca podía pedir en oración algo que no estuviese en armonía con la voluntad del Señor. Ayunó para poder saber cómo mostrarle al Señor que tenía fe y que iba a aceptar Su voluntad en la vida. Quería asegurarse de que había hecho todo lo que podía hacer, pero su esposa continuaba empeorando.

Una noche, bajo un estado particularmente deprimido, con Ida incapaz de hablar y de reconocerle, el hermano Romney se fue a casa y, como siempre había hecho, se volvió a las Escrituras en un esfuerzo por tener comunión con el señor. Tomó el Libro de Mormón y continuó leyendo donde lo había dejado la noche anterior, sobre el profeta Nefi, en los escritos de Helamán, quien había sido falsa e injustamente acusado de sedición. Tras haber sido milagrosamente librado de sus acusadores y mientras regresaba a casa meditando en las cosas que le habían acontecido, Nefi oyó una voz.

Aunque Marión Romney había leído ese relato muchas veces con anterioridad, esa noche le sorprendió en forma de revelación personal. Las palabras del pasaje tocaron de tal modo su corazón que por primera vez en semanas sintió que tenía una paz de verdad. Le parecía como si el Señor le estuviese hablando directamente a él. La escritura dice: “Bienaventurado eres tú… por las cosas que has hecho… [no] te has afanado por tu propia vida, antes bien, has procurado mi voluntad y el cumplimiento de mis mandamientos. Y porque has hecho esto tan infatigablemente, he aquí, te bendeciré para siempre, y te haré poderoso en palabra y en hecho, en fe y en obras; sí, al grado de que todas las cosas te serán hechas según tu palabra, porque tú no pedirás lo que sea contrario a mi voluntad” (Helamán 10:4-5).

Ahí estaba la respuesta. Sólo había buscado conocer y obedecer la voluntad del Señor, y éste le había hablado. Se arrodilló y volcó su corazón, y al concluir su oración con la frase “hágase tu voluntad”, sintió o realmente oyó una voz que decía: “No es contrario a mi voluntad que Ida sea sanada”.  El hermano Romney se puso en pie de inmediato. Eran más de las dos de la mañana, pero sabía lo que tenía que hacer. Se puso rápidamente la corbata y el abrigo, y salió de noche hacia el hospital para visitar a Ida. Llegó poco antes de las tres. La condición de su esposa no había cambiado. No se movió cuando él puso las manos sobre la pálida frente de ella, y con una fe inquebrantable invocó el poder del sacerdocio para el beneficio de su esposa. Pronunció una bendición sencilla y añadió la increíble promesa de que recuperaría la salud y sus poderes mentales, y que todavía llevaría a cabo “una gran misión” sobre la tierra.      

Aunque no lo dudaba, el élder Romney se quedó atónito al ver que Ida tenía los ojos abiertos al fin de la bendición. Un tanto sorprendido por todo lo que había pasado, se sentó en el borde de la cama para escuchar la frágil voz de su esposa por primera vez en meses, diciendo: “¡Madre mía!, Marión, ¿qué estás haciendo aquí?”. Él no sabía si reír o llorar. Le dijo: “Ida, ¿cómo te encuentras?”. Con ese halo de humor tan característico de ambos, ella le contestó: “¿Comparada con qué, Marión? ¿Comparada con qué?”.

Ida Romney comenzó a recuperarse desde ese mismo instante, pronto dejó la cama del hospital y vivió para ver a su esposo ser sostenido como miembro de la Primera Presidencia de la Iglesia, “una gran misión sobre la tierra”, por cierto (F. Burton Howard, Marion G. Romney: His Life and Faith [Salt Lake City: Bookcraft,1988], págs. 137-142).

Debemos tener cuidado de no perder la mano del Señor cuando ésta nos es ofrecida y Su deseo es el de ayudarnos. Mi hija, Mary, llegó a este punto en una conversación que tuvo conmigo no mucho después de que ella volviese de pasar seis meses estudiando en Jerusalén. Ella estaba hablando de la tendencia irónica a temer y evitar la fuente misma de nuestra ayuda y liberación, de retraerse antes que avanzar hacia nuestro refugio; y mencionó el relato de Mateo, cuando se desató una tormenta sobre el mar de Galilea, y la barca que llevaba a los apóstoles fue “azotada por las olas; porque el viento era contrario”. En medio de su ansiedad, los discípulos miraron hacia la costa y vieron a un ser, un espectro, una aparición que caminaba en dirección a ellos, lo cual no hizo sino aumentar su pánico y comenzaron a gritar de temor. Pero se trataba de Cristo caminando hacia ellos sobre el agua. “Tened ánimo” les dijo: “Yo soy, no temáis” (Mateo 14:24-27). Él iba en su ayuda en un momento de necesidad y ellos, equivocadamente, querían escapar.

“[Este] milagro abunda en simbolismo y significado. El hombre no puede declarar por medio de qué ley o principio se suspendió el efecto de la gravedad, a tal grado que un cuerpo humano pudo sostenerse sobre la superficie líquida. El fenómeno es una demostración concreta de la gran verdad de que la fe es un principio de poder mediante el cual se pueden modificar y gobernar las fuerzas naturales. Cada vida humana adulta pasa por trances parecidos a la lucha contra los vientos contrarios y mares amenazantes que sostuvieron los viajeros afectados por la tempestad; a menudo la noche de angustias y peligros está sumamente avanzada para cuando llega el socorro; y además, con demasiada frecuencia se confunde la ayuda salvadora con un terror más grande. Pero tal como fue con Pedro y sus compañeros atemorizados en medio de las aguas agitadas, así también a todos los que se esfuerzan con fe llega la voz del Salvador, diciendo: ‘Yo soy, no temáis’ “ (Jesús el Cristo [Salt Lake City: Deseret Book, 1975], págs. 356-357).

Con esa imagen de Cristo apareciendo nuevamente en grandeza ante nosotros, permítame finalizar esta representación donde comencé. Se nos enseña que cada uno de nosotros estará frente a frente con Cristo para ser juzgado por Él, del mismo modo que el mundo será juzgado en Su dramática Segunda Venida. Finalizo con una adaptación del relato de C. S. Lewis titulado “La última noche del mundo”, del cual me he apropiado y he alterado para los propósitos de mi mensaje. La metáfora y gran parte de las palabras son de Lewis, pero la aplicación es mía. En el acto III, escena vii de El rey Lear aparece un hombre, un personaje secundario, al cual Shakespeare todavía no ha dado nombre; él es simplemente el “Primer Sirviente”. Todos los personajes a su alrededor, Regan, Cornwal y Edmundo, tienen planes buenos y a largo plazo. Creen saber cómo va a terminar la obra, pero están bastante equivocados. Sin embargo, el sirviente no tiene tales ilusiones pues desconoce cómo va a evolucionar la representación, aunque comprende la escena actual. Contempla una aberración, el intento de cegar al viejo Gloucester, y no va a permitirlo. Saca la espada y en un instante la apunta contra el pecho de su señor, pero Regan le clava un puñal por la espalda y lo mata. Ése es todo su papel: ocho líneas. Sin embargo, Lewis dice que, si se tratase de la vida real en vez de una obra de teatro, ése sería el mejor papel a representar.

La doctrina de la Segunda Venida nos enseña que no sabemos ni podemos saber cuándo vendrá Cristo ni cuándo acabará el teatro del mundo. Puede aparecer y el telón podrá caer en cualquier momento, por decirlo así, antes de que usted termine del leer este párrafo. Este tipo de desconocimiento les resulta intolerablemente frustrante a ciertas personas. Muchas cosas quedarían sin concluir. Quizás usted se iba a casar el mes próximo, o quizás iba a comprar una casa nueva el año que viene. Puede que estuviera pensando en servir una misión, pagar el diezmo o negarse alguna indulgencia. Seguro que ningún Dios bueno y sabio sería tan poco razonable como para poner fin a todo tan de repente. De entre todos los momentos, ¿por qué ahora?

Pensamos de este modo porque seguimos dando por sentado que conocemos la obra, aunque en realidad no sabemos mucho sobre ella. Creemos que estamos que el Acto II, pero casi no sabemos cómo terminó el I ni cómo será el III. Ni siquiera estamos seguros de saber quiénes son los personajes principales y secundarios. El autor lo sabe. El público, en el sentido de que hay un público de ángeles que abarrota la sala, tiene una vaga idea. Pero nosotros, que nunca hemos visto una obra de teatro desde fuera y que sólo conocemos a una pequeña minoría de los personajes que están en el escenario en nuestras mismas escenas, nosotros que somos profundamente ignorantes del futuro y que estamos erróneamente informados del pasado, no podemos decir en qué momento vendrá Cristo y nos hará frente. Un día estaremos delante de Él, puede estar seguro de ello; pero perderemos el tiempo al intentar averiguar cuándo será ese día. Esta representación humana tiene un significado del que podemos estar seguros, aunque la mayor parte del mismo todavía no podemos verlo por completo. Cuando la obra se acabe se nos dirá mucho más de lo que sabemos ahora. Se nos indica que debemos aguardar a que el Autor nos diga algo a cada uno de nosotros referente al papel que hemos representado. Entonces, hacer una buena representación es lo que más importa. Ser capaz de decir, cuando el telón caiga por última vez: “He sufrido la voluntad del Padre en todas las cosas”, es nuestro único camino hacia la ovación final (véase “The World’s Last Night”, en Fern-Seed and Elephants and Other Essays on Christianity by C. S. Lewis, ed. Walter Hooper [Gran Bretaña: Fontana/Collins, 1975], págs. 76-77).

La obra de la maldad y las tinieblas es más segura de ser derrotada cuando los hombres y las mujeres, aun sin hallarlo fácil ni placentero pero con la determinación de cumplir con la voluntad del Padre, contemplan sus vidas como si todo vestigio de ayuda divina pareciera haberse desvanecido y, tras preguntar por qué han sido abandonados de ese modo, inclinan su cabeza y obedecen.

Obedecer la voluntad de Dios en “todas las cosas” hasta el final mismo es el único camino certero abierto para los creyentes, es la única manera de ver cómo Su reino desciende y cómo hacer que la vida sea “como en el cielo, así también en la tierra”.

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