Como en el cielo, así también en la tierra

Capítulo 14

En el Calor de tus Brazos

por Jeffrey R. Holland

Si deseamos que a nuestros hijos se les enseñen los principios del Evangelio, si deseamos que amen la verdad y la entiendan, si deseamos que sean obedientes y estén unidos   a   nosotros,   debemos   amarles   y   debemos demostrarles que les amamos a través de cada palabra y de cada acto dirigido a ellos.


Un estudio reciente dirigido por la Iglesia confirmó de manera notable y estadística lo que se nos ha dicho una y otra vez: Si no proveemos a nuestro hogar de un ejemplo y de una instrucción amorosa e inspirada, entonces todos nuestros esfuerzos relativos al éxito de los programas de dentro y fuera de la Iglesia se verán severamente limitados. Resulta obvio que nosotros mismos debemos enseñar el Evangelio a nuestra familia, debemos vivir esas enseñanzas en nuestro hogar, o correremos el riesgo de descubrir demasiado tarde que una maestra de la Primaria o un asesor del sacerdocio no pudo hacer por nuestros hijos aquello que nosotros no hicimos por ellos.

¿Me permiten hacer un mayor hincapié referente a esta responsabilidad tan importante? Lo que aprecio de la relación con mi hijo Matt es que él es, junto con su madre, su hermana y su hermano, mi mejor y más querido amigo. Me encanta estar con él. Hablamos mucho, nos reímos un montón. Jugamos mano a mano al baloncesto, al tenis y al frontón, aunque me niego a jugar con él al golf (éste es un chiste entre él y yo). También comentamos nuestros problemas. Yo soy el rector de una pequeña universidad y él es el presidente de una gran clase de instituto. Comparamos nuestros apuntes, nos damos consejos y compartimos las dificultades el uno del otro. Oro por él, he llorado con él y me siento enormemente orgulloso de él. Algunas noches hemos hablado por largo tiempo sobre su colchón de agua, una aberración del siglo XX que sé que, como parte del castigo de los últimos días, llegará un momento en que reventará y el agua arrastrará a los Holland por las calles de la ciudad.

Puedo hablar con Matt sobre lo mucho que disfruta del seminario porque intento hablar con él acerca de todas las clases de la escuela. A menudo nos imaginamos cómo será su misión, porque es consciente de lo mucho que mi misión significa para mí. Me hace preguntas sobre el sellamiento en el templo, pues sabe que estoy completamente loco por su madre. Quiere que su futura esposa sea como ella, y desea que ambos puedan tener lo que tenemos nosotros.

Sé que hay padres e hijos que perciben que no tienen ni una pequeña parte de lo que he mencionado aquí. Sé que hay padres que darían literalmente la vida misma por volver a estar al lado de un hijo con problemas. Sé que hay hijos que desean que sus padres estén a su lado. Simplemente les digo a todos, jóvenes y mayores: nunca se rindan. Sigan intentándolo, sigan esforzándose, sigan hablando, sigan orando, pero nunca se rindan; y por encima de todo, nunca se alejen el uno del otro.

Permítanme compartir un breve pero doloroso momento de mis propios esfuerzos como padre.

A principios de nuestra vida de casados, mi joven familia y yo estábamos cursando estudios de posgrado en una universidad de Nueva Inglaterra. Pat era la presidenta de la Sociedad de Socorro de nuestro barrio y yo estaba sirviendo en la presidencia de la estaca. Yo iba a la universidad todo el día y daba clases durante algunas horas. Por aquel entonces teníamos dos niños pequeños, poco dinero y muchas presiones.

Una tarde llegué a casa tras muchas horas en la universidad, sintiendo el proverbial peso del mundo sobre mis hombros. Todo parecía ser exigencias, desánimo y tinieblas. Me preguntaba si volvería a ver un nuevo amanecer. Al entrar en nuestro pequeño apartamento de estudiantes había un silencio poco frecuente en la sala.

“¿Hay algún problema?”, pregunté.

“Matthew tiene algo que quiere contarte”, dijo Pat.

“Matt, ¿qué tienes que contarme?”. Matt estaba jugando tranquilamente con sus juguetes en la esquina de la sala, esforzándose por no oírme. “Matt”, dije en un tono de voz un poco más fuerte, “¿tienes algo que decirme?”.

Dejó de jugar, pero por un instante no levantó la mirada. Entonces, dos enormes ojos marrones llenos de lágrimas se volvieron hacia mí, y con el dolor que sólo un niño de cinco años puede conocer, me dijo: “No le hice caso a mamá esta noche y le contesté mal”; y se echó a llorar, con todo su cuerpo estremeciéndose de tristeza. Una indiscreción infantil fue descubierta, se ofreció una dolorosa confesión, el crecimiento de un niño de cinco años continuaba y podría haber habido una amorosa reconciliación.

Todo podría haber sido fantástico, de no haber sido por mí. Imaginen la cosa tan idiota que hice: perdí la paciencia. No es que la perdiera a causa de Matt, es que tenía mil y una cosas en la cabeza; pero él lo desconocía y yo no fui lo suficientemente disciplinado como para admitirlo. Así que me descargué en él.

Le dije lo decepcionado que me sentía y lo mucho más que pensaba que podía esperar de él. Sonaba como el padre patán que estaba siendo. Entonces hice lo que nunca antes había hecho en su vida: le dije que se fuera directamente a la cama y que yo no iría a orar con él ni a contarle un cuento. Se dirigió obedientemente a la cama entre sollozos, se arrodilló él solo para hacer la oración, y luego se secó las lágrimas contra la almohada, unas lágrimas que su padre debería haber estado apaciguando.

Si creen que el silencio que había cuando llegué a casa era grande, el que había ahora no se lo podrían ni imaginar. Pat no dijo ni una palabra. No tenía que hacerlo. ¡Me sentía terriblemente mal!

Más tarde, al arrodillarnos junto a nuestra cama, mi débil súplica por las bendiciones de mi familia se desplomó sobre mis oídos con un sonido horriblemente hueco. En ese momento quería levantarme e ir junto a Matt y pedirle perdón, pero ya hacía tiempo que estaba durmiendo plácidamente.

Mi alivio iba a tardar en llegar, pero al final me quedé dormido y comencé a soñar, lo cual me pasa muy rara vez. Soñé que Matt y yo estábamos metiendo nuestras cosas en dos coches pues nos íbamos a mudar. Por algún motivo su madre y su hermana pequeña no estaban presentes. Al terminar me volví a Matt y le dije: “Muy bien, Matt, tu conduces un coche y yo el otro”.

El pequeño de cinco años se subió obedientemente al asiento para agarrar el enorme volante, yo me fui al otro coche y encendí el motor. Al comenzar a avanzar eché un vistazo para ver cómo le iba a mi hijo. Se estaba esforzando, ¡y de qué manera!, por llegarle a los pedales, pero no podía. Estaba dándole a las palanquitas, apretando los botones e intentando encender el motor. Apenas sí se le veía la parte superior de la cabeza, pero allí volvían a estar mirándome esos dos enormes y hermosos ojos marrones llenos de lágrimas. Al alejarme me gritó: ““Papi, no me dejes. No sé cómo hacerlo, soy demasiado pequeño”. Pero yo me fui.

Al poco rato, al descender por aquella carretera desértica de mi sueño, me di cuenta de inmediato de lo que había hecho. Detuve el coche en seco, abrí la puerta de golpe y comencé a correr con todas mis fuerzas. Dejé el coche, las llaves y las pertenencias, y corrí, corrí y corrí. La calzada estaba tan caliente que me dolían los pies, las lágrimas impedían que, pese a mis esfuerzos, viese a mi hijo en algún lugar del horizonte. Continué corriendo, orando, suplicando ser perdonado y encontrar a mi hijo sano y salvo.

Al girar en una curva, a punto de caerme a causa del cansancio físico y emocional, vi el coche desconocido que había pedido a Matt que condujese. Estaba cuidadosamente aparcado a un lado de la carretera y él estaba riendo y jugando muy cerca. Un hombre mayor estaba con él, jugando y respondiendo a sus juegos. Matt me vio y dijo algo como: “Hola papá. Nos estamos divirtiendo”. Resultaba obvio que ya había perdonado y olvidado mi terrible transgresión contra él.

Sin embargo, yo tenía miedo de la mirada del hombre mayor, la cual seguía cada uno de mis movimientos. Intenté decir “Gracias”, pero los ojos del hombre estaban llenos de tristeza y decepción. Murmullé una disculpa un poco incomprensible y el extraño me dijo simplemente: “No debiera haberle dejado sólo para hacer una cosa tan difícil, la cual no hubiera sido requerida de usted”.

Al decirme eso el sueño terminó y yo me desperté de golpe. Tenía la almohada empapada, bien fuese por el sudor o por las lágrimas, no lo sé. Retiré las sábanas y corrí hacia la camita plegable de Matt donde, de rodillas y en medio de las lágrimas, lo acuné en mis brazos y le hablé mientras él dormía. Le dije que todo padre comete errores, pero que lo hace sin querer. Le dije que no era culpa suya el que yo hubiese tenido un mal día. Le dije que cuando los niños tienen cinco o quince años, los padres suelen olvidar que ellos tienen cincuenta. Le dije también que quería que siguiese siendo un niño pequeño durante mucho más tiempo, porque de repente iba a crecer y sería un hombre que ya no estaría jugando en el suelo con sus juguetes cuando yo regresase a casa. Le dije que le amaba a él, a su madre y a su hermana más que a nada en el mundo, y que cualesquiera que fuesen los problemas que tuviésemos en la vida, les haríamos frente juntos. Le dije que nunca más volvería a esconder de él mi cariño ni mi perdón. Le dije que me sentía honrado de ser su padre y que intentaría de todo corazón ser digno de tan grande responsabilidad.

Bueno, no he podido demostrar ser el padre perfecto que me comprometí a ser aquella noche, así como miles de noches antes y después de ésa. Pero todavía quiero serlo, y creo en este sabio consejo del presidente Joseph F. Smith: “Hermanos… si mantienen a sus [hijos] cerca de su corazón, en el calor de sus brazos; si les hacen sentir que les aman… y los mantienen cerca de ustedes, no se alejarán mucho, ni cometerán ningún pecado grande. Pero cuando ustedes les alejan del hogar y de su cariño de padres… entonces los alejan de ustedes…

“Padres, si desean que a sus hijos les sean enseñados los principios del Evangelio, si desean que amen la verdad y la entiendan, si desean que sean obedientes y estén unidos a ustedes, ¡ámenles! y demuéstrenles que les aman a través de cada palabra y de cada acto dirigido [a] ellos” (Gospel Doctrine, 5a edición, [Salt Lake City: Deseret Book, 1966], págs. 282,316).

Todos sabemos que el ser padres no es una asignación sencilla, pero se encuentra entre las más imperativas jamás concedidas en esta vida y en la eternidad. No debemos alejarnos de nuestros hijos. Sigan intentándolo, sigan esforzándose, sigan orando, sigan escuchando. Debemos tenerlos “en el calor de nuestros brazos”. Para eso somos padres.

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