Como en el cielo, así también en la tierra

Capítulo 16

Sobre Almas,
Símbolos y Sacramentos

por Jeffrey R. Holland

El espíritu y el cuerpo constituyen el alma del hombre. Debemos contemplar este cuerpo como algo que perdurará más allá de la tumba, algo que debemos mantener puro y sagrado. No tengan miedo a ensuciarse las manos, ni a las cicatrices que puedan producirles el esfuerzo fervoroso; mas cuídense de aquellas marcas ocasionadas en los lugares a los que no deberían haber ido. Tengan cuidado de las heridas producidas en las batallas peleadas en el bando contrario.


El tema de la intimidad humana es tan sagrado como cualquier otro del que tenga conocimiento, y a la hora de abordarlo, éste puede pasar rápidamente de lo sagrado a lo meramente sensacional. Quizás sería mejor no tratar este asunto en absoluto en vez de dañarlo con la despreocupación o la falta de tacto.

Algunos pueden pensar que este tema es tratado con demasiada frecuencia, pero dado el mundo en el que vivimos, quizás no estamos haciéndolo lo suficiente. Todos los profetas, pasados y presentes, han hablado de él. La mayoría de los miembros de la Iglesia no tienen problema alguno con el asunto de la pureza personal, pero algunos sí lo tienen, y a gran parte del mundo que nos rodea no le va nada bien.

En 1987 la prensa norteamericana destacó lo siguiente: “3.000 adolescentes quedan embarazadas cada día en este país. Un millón al año. Cuatro de cada cinco no están casadas. Más de la mitad aborta. ‘Las niñas tienen niños’. [Las niñas] matan [niños]” (“What’s Gone Wrong with Teen Sex”, People, 13 de abril de 1987, pág-111).

La misma encuesta nacional indicaba que casi el 60 por ciento de los estudiantes de secundaria en la América “moderna” había perdido la virginidad, así como el 80 por ciento de los universitarios. Un columnista del The Wall Street Journal escribió: “El SIDA [parece estar alcanzando] la proporción de una plaga, llegando a reclamar las vidas de víctimas inocentes: Los recién nacidos y los receptores de transfusiones de sangre. Es tan sólo cuestión de tiempo el que se extienda entre la gente heterosexual… El SIDA debiera recordarnos que el nuestro es un mundo hostil… Cuanto más nos movemos por él, mayor es la probabilidad de que se nos pegue algo… Tanto en el aspecto clínico como en el moral, parece claro que la promiscuidad tiene su precio” (21 de mayo de 1987, pág. 28).

Mucho más extendidas en nuestra sociedad que la indulgencia de la actividad sexual personal, lo están las descripciones impresas y las fotografías de aquéllos que tanto la consienten. Un observador contemporáneo dice al respecto de ese ambiente lascivo: “Vivimos en una época en la que ser un “vouyerista” ha dejado de ser la excusa del pervertido solitario, para convertirse ahora en un pasatiempo nacional plenamente institucionalizado y [extendido] en los medios de comunicación” (William R May, citado por Henry Fairlie, The Seven Daily Sins Today [Notre Dame, Indiana: University of Notre Dame Press, 1978], pág. 178).

De hecho, el auge de la civilización parece, de manera bastante irónica, haber hecho de la promiscuidad real o imaginaria un problema mayor y no menor. Edward Gibbon, el distinguido historiador británico del siglo XVIII, escribió: “Aunque el progreso de la civilización ha contribuido de manera indudable a mitigar las pasiones más fuertes de la naturaleza humana, parece haber sido menos favorable a la virtud de la castidad… Los refinamientos de la vida [parecen] corromper las [relaciones] entre los sexos aun cuando les den brillo” (The Decline and Fall of the Román Empire, vol. 40 de Great Books of the Western World, 1952, pág. 92).

Pero de nada vale documentar los problemas sociales ni restregarse las manos ante los peligros que tales influencias externas pueden tener para nosotros. Con lo serias que son tales realidades contemporáneas, deseo abordar este asunto de una manera bastante diferente y tratarlo de manera concreta para los Santos de los Últimos Días. Hago visiblemente a un lado los horrores del SIDA y las estadísticas nacionales sobre los embarazos de jóvenes solteras, y me referiré más a la pureza personal desde el punto de vista del Evangelio.

De hecho, deseo hacer algo un poco más difícil que enumerar lo que se puede y lo que no se puede hacer respecto a la pureza personal. Es mi deseo examinar, al máximo de mi habilidad, por qué debemos ser limpios y por qué la disciplina moral es un asunto tan significativo a los ojos de Dios. Sé que puede sonar presuntuoso, pero un filósofo dijo una vez: “Explicadme suficientemente por qué debo hacer una cosa y removeré el cielo y la tierra para hacerla”. Con la esperanza de que se sientan del mismo modo que él, y con un pleno reconocimiento de mis limitaciones, deseo por lo menos intentar dar una respuesta parcial a la pregunta “¿Por qué ser moralmente limpios?”. Primero necesitaré exponer brevemente lo que considero como la seriedad doctrinal de este asunto antes de ofrecer tres razones para dicha seriedad.

Permítanme comenzar con la mitad de un poema de nueve versos escrito por Robert Frost. (La otra mitad también vale la pena un sermón, pero tendrá que esperar a otro día). Éstas son las primeras cuatro líneas del poema “Hielo y fuego”: “Hay quien dice que el mundo acabará en llamas, / otros dicen que en el hielo. / Pero como tú que el deseo amas / me inclino por los del fuego”.      Una segunda opinión menos poética pero más específica nos la ofrece el autor de Proverbios: “¿Tomará el hombre fuego en su seno sin que sus vestidos ardan? ¿Andará el hombre sobre brasas sin que sus pies se quemen?… Mas el que comete adulterio es falto de entendimiento; corrompe su alma el que tal hace. Heridas y vergüenza hallará, y su afrenta nunca será borrada” (Proverbios 6:27-28,32-33).

En relación a la seriedad doctrinal, ¿por qué es tan riguroso el asunto de las relaciones sexuales, que casi siempre se emplea el fuego como metáfora, con la pasión dibujada de manera vivida en forma de llamas? ¿Qué hay en ese calor potencialmente dañino que destruye el alma de la persona, o quizás todo el mundo, según Frost, si descuidamos esa llama y no refrenamos esas pasiones? ¿Qué hay en todo ello que impulsa a Alma a advertir a su hijo Coriantón que la transgresión sexual es “una abominación a los ojos del Señor; sí, más [abominable] que todos los pecados, salvo el derramar sangre inocente o el negar al Espíritu Santo”? (Alma 39:5. Cursiva agregada).

Dejando a un lado los pecados contra el Espíritu Santo por un momento, como una categoría especial en sí mismos, es la doctrina de los Santos de los Últimos Días que la transgresión sexual está en segundo lugar tras el asesinato en la lista que el Señor tiene de los pecados más serios de la vida. Al asignar dicha posición a un apetito tan claramente notable en todos nosotros, ¿qué está intentando decirnos Dios sobre el lugar que éste ocupa en el plan que Él tiene para todos los hombres y mujeres en la mortalidad? Les digo que está haciendo precisamente eso, hablar sobre el plan mismo de la vida. Para ser claros, las mayores preocupaciones de Dios referentes a la mortalidad son cómo venimos a este mundo y cómo salimos de él. Estos dos puntos importantes de nuestro progreso personal tan cuidadosamente supervisado, son los dos aspectos que Dios, como Creador, Padre y Guía, desea que más reservemos para Él. Éstos son los dos asuntos que en repetidas ocasiones nos ha dicho que nunca quiere que abordemos de manera ilegal, ilícita, infiel o sin aprobación.

En cuanto a tomar la vida de otra persona, generalmente tenemos bastante responsabilidad. Me parece que la mayoría de las personas perciben de manera clara la santidad de la vida, y como norma no corren hasta sus amigos, les apuntan con un revólver a la cabeza y aprietan el gatillo sin miramientos. Es más, cuando se oye el ruido del percutor en vez de una explosión de plomo y parece haberse evitado una posible tragedia, nadie en tal circunstancia sería tan insensato como para musitar: “Vaya, no me salió del todo bien”.

No, “del todo bien” o no, lo insano de tal acción con el polvo y el hierro fatídicos está claramente a la vista. Una persona que va por ahí con todo un arsenal y armamento militar apuntando a los jóvenes, debiera ser detenido, juzgado y encerrado en una institución si de hecho tal lunático no se ha pegado un tiro en todo ese tremendo jaleo. Tras semejante momento ficticio de horror, sin duda alguna nos sentaríamos en nuestras casas o en las aulas con el miedo en la mente durante muchos meses, preguntándonos cómo pudo llegar a pasar semejante cosa, especialmente a miembros de la Iglesia.

Afortunadamente, en el caso de cómo es tomada la vida, creo que somos bastante responsables. La seriedad de ello no tiene que sernos recordada con frecuencia y no hace falta dedicarle muchos sermones. Pero en cuanto a la importancia y a la santidad de dar vida algunos no somos tan responsables, y en el gran mundo que gira a nuestro alrededor solemos encontrar una irresponsabilidad casi criminal. Lo que en el caso de tomar una vida ocasiona un horror absoluto y la exigencia de la justicia más severa, el dar vida genera chistes sucios, canciones con palabras malsonantes y una carnalidad estúpida en la pantalla del televisor o del cine.

¿Es malo todo esto? Ésta es una pregunta que ha sido siempre formulada, especialmente por el culpable. “El proceder de la mujer adúltera es así: Come, y limpia su boca y dice: No he hecho maldad” (Proverbios 30:20). Aquí no hay asesinato alguno. Bueno, quizás no, pero ¿y transgresión sexual? “Corrompe su alma el que tal hace” (Proverbios 6:32). A mí me suena como a algo casi funesto.

Queda dicho suficiente en cuanto a la seriedad doctrinal. Ahora, con el deseo de evitar momentos dolorosos, para evitar lo que Alma llamó el “indecible horror” de permanecer en la presencia de Dios siendo indignos y para permitir que la intimidad que ustedes tienen el derecho, el privilegio y el gozo de disfrutar en el matrimonio no se vea afectada por un remordimiento y una culpa tan apabullantes, deseo dar esas tres razones que mencioné anteriormente en cuanto a porqué creo que éste es un asunto de magnitud y consecuencias tales.

En primer lugar, debemos simplemente entender la doctrina revelada y restaurada de los Santos de los Últimos Días relativa al alma, así como la parte elevada e inseparable que el cuerpo tiene en esa doctrina.

Una de las verdades “claras y de gran valor” restaurada en esta dispensación es la de que “el espíritu y el cuerpo son el alma del hombre” (D&C 88:15; cursiva agregada), y que cuando el espíritu y el cuerpo se separan, los hombres y las mujeres “no [pueden] recibir una plenitud de gozo” (D&C 93:34). Ciertamente, ello sugiere algo de la razón por la cual el tener un cuerpo es tan importante para el plan de salvación, por qué el pecado de cualquier tipo es un asunto tan serio (principalmente, porque su consecuencia automática es la muerte, la separación del espíritu del cuerpo, y la separación del espíritu y del cuerpo con respecto a Dios), y por qué la resurrección del cuerpo es vital para el gran triunfo duradero y eterno de la expiación de Cristo. No tenemos que ser una piara de cerdos endemoniados bajando por las colinas gadarenas hasta el mar para entender que el cuerpo es el gran premio de la vida mortal, y que aun un cerdo bastará para esos espíritus enloquecidos que se rebelaron y que hasta este día permanecen desposeídos, en su estado primero y desincorporado.

Quisiera citar parte de un discurso dado en 1913 por el élder James E. Talmage respecto a este punto de doctrina:

“Se nos ha enseñado… a cuidar de nuestro cuerpo como un don que es de Dios. Nosotros, los Santos de los Últimos Días, no consideramos el cuerpo como algo que tiene que ser condenado o despreciado… lo consideramos como, una señal de nuestra primogenitura real… Reconocemos el hecho de que a aquéllos que no guardaron su primer estado… les fue negada esta bendición inestimable… Creemos que estos cuerpos… pueden ser, realmente, el templo del Espíritu Santo…

“Es característico de la teología de los Santos de los Últimos Días que consideramos el cuerpo como parte esencial del alma. Lean sus diccionarios, sus libros de léxico y enciclopedias, y descubrirán que en ningún sitio, a excepción de en la Iglesia de Jesucristo, se encuentra la verdad solemne y eterna que enseña que el alma del hombre es el resultado de combinar el cuerpo y el espíritu” (Conference Report, octubre de 1913, pág. 117).

Así que, en parte como respuesta a por qué tanta seriedad, respondemos que aquél que juega con el cuerpo de otra persona, el cual Dios le ha dado y Satanás desea, está jugando con el alma misma de ese individuo y con el propósito central y el producto de la vida, “la clave misma” de la vida, como una vez lo llamó el élder Boyd K. Packer. Al tratar de manera trivial el alma de otra persona (por favor, incluyan aquí la palabra cuerpo), minimizamos la expiación que salvó a esa alma y que garantizaba su existencia continua. Y cuando uno juega con el Hijo de Rectitud, la Estrella del Día, juega con fuego y con una llama más caliente y sagrada que el sol del mediodía. No podemos hacer esto sin resultar quemados. No pueden “[crucificar]… de nuevo al Hijo de Dios” (Hebreos 6:6) y quedar impunes. La explotación del cuerpo (por favor, incluyan aquí la palabra alma) es, en definitiva, la explotación de Aquél que es la Luz y la Vida del mundo. Puede que aquí la amonestación de Pablo a los Corintios cobre un nuevo y mayor significado:

“Pero el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo… ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Quitaré, pues, los miembros de Cristo y los haré miembros de una ramera? De ningún modo… Huid de la fornicación… El que fornica, contra su propio cuerpo peca. ¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual ésta en nosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?… Habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1 Corintios 6:13-20. Cursiva agregada).

Lo que está en juego aquí es nuestra alma: nuestro espíritu y nuestro cuerpo. Pablo entendía la doctrina del alma en detalle, tan bien como James E. Talmage, porque es la verdad del Evangelio. El precio pagado por nuestra plenitud de gozo, la unión eterna del cuerpo y del espíritu, es la sangre pura e inocente del Salvador del mundo. No podemos decir en ignorancia o desafiantes: “Bueno, es mi vida”, o peor aún: “Es mi cuerpo”. No lo es. “No sois vuestros”, dijo Pablo. “Habéis sido comprados por precio”. Así que en respuesta a la pregunta “¿por qué Dios se preocupa tanto por la transgresión sexual?”, ello se debe a causa del preciado don ofrecido por Su Hijo Unigénito y mediante Él, para la redención de las almas (los cuerpos y los espíritus) que compartimos y de las que con frecuencia abusamos de maneras tan baratas y vergonzosas. Cristo restauró la simiente misma de las vidas eternas (véase D&C 132:19,24), y nosotros la profanamos por nuestra cuenta y riesgo. ¿Cuál es la primera razón clave para la pureza personal? El que nuestras almas mismas estén implicadas y en juego.

Segundo, la intimidad humana, esa sagrada unión física ordenada por Dios para una pareja casada, está relacionada con un símbolo que requiere una santidad especial.

Tal acto de amor entre un hombre y una mujer es, o por lo menos fue ordenado a ser, un símbolo de unión total: la unión de sus corazones, esperanzas, amor, familia, futuro y su todo. Es un símbolo que intentamos sugerir con una palabra como sellar. El profeta José Smith dijo una vez que quizás debemos representar esta unión sagrada como una soldadura, como si aquéllos unidos en matrimonio y las familias eternas fuesen soldados juntos, de forma inseparable, para hacer frente a las tentaciones del adversario y a las aflicciones de la mortalidad. (Véase D&C 128:18).

Pero una unión virtualmente irrompible y total, un compromiso inflexible entre un hombre y una mujer, sólo puede producirse gracias a la intimidad y permanencia permitidas en un convenio matrimonial, con la unión de todo lo que ellos poseen: Sus corazones y sus almas, todos sus días y todos sus sueños. Ambos trabajan juntos, lloran juntos, disfrutan juntos de Brahms, de Beethoven y del desayuno, se sacrifican, ahorran y viven juntos en favor de toda la abundancia que proporciona una vida completamente íntima a esta pareja. El símbolo externo de esa unión, la manifestación física de ese lazo mucho más espiritual y metafísico, es la unión física, la cual es parte, y de hecho es la expresión más hermosa y gratificante, de esa mayor y más completa unión de propósito y promesa eternos.

Aún cuando sea delicado mencionarlo, no obstante confío en la madurez de los lectores para entender que, psicológicamente, somos creados como hombres y mujeres para poder realizar dicha unión. En esta última y definitiva expresión física de un hombre y de una mujer, ambos llegan a ser uno casi de manera literal, como sólo dos cuerpos físicos individuales pueden llegar a serlo. Es en ese acto definitivo de intimidad física que casi cumplimos por completo el mandamiento del Señor dado a Adán y a Eva, símbolos vivientes para todas las parejas casadas, cuando Él los invitó a allegarse el uno al otro y ser, por tanto, “una carne” (Génesis 2:24).

Obviamente, el mandamiento dado a estos dos, el primer esposo y la primera esposa de la familia humana, tiene implicaciones sociales, culturales, religiosas y físicas de carácter limitado, pero ése es exactamente el punto al que voy. Cuando todas las parejas llegan a ese momento de unión en la mortalidad, se espera que ésta sea una unión completa. Este mandamiento no puede ser cumplido, y ese simbolismo de “una carne” no puede ser preservado, si nosotros compartimos esta intimidad de manera apresurada, culpable y a hurtadillas en una esquina oscura y a una hora oscura, para luego volver a nuestros mundos separados del mismo modo apresurado, culpable y a hurtadillas, no para comer, vivir, llorar o reír juntos, ni para lavar la ropa y los platos o realizar las tareas de la casa, ni tampoco para administrar un presupuesto, pagar las cuentas, cuidar a los niños o planear juntos el futuro. No, no podemos hacerlo hasta que seamos uno de verdad, unidos, enlazados, atados, soldados, sellados, casados.

¿Pueden ver entonces la esquizofrenia moral que resulta de fingir que somos uno, de compartir los símbolos físicos y la intimidad física de nuestra unión, para luego marcharnos, retirarnos, y romper con todos los demás aspectos y símbolos de lo que se esperaba que fuese una obligación total; sólo para volver a unirse de manera furtiva alguna que otra noche o, peor todavía, unirse furtivamente (y pueden darse cuenta de la manera cínica en que empleo esta palabra) con algún otro compañero que tampoco está unido a nosotros, que no es uno con nosotros más de lo que lo fue el último o del que lo será el de la próxima semana, el del próximo mes, el del próximo año, o el de cualquier momento antes de los vinculantes convenios del matrimonio?

Deben esperar hasta que puedan darlo todo, y no pueden darlo hasta que por lo menos legalmente, y en cuanto a los objetivos Santos de los Últimos Días se refiere, sean declarados eternamente como uno. Dar de manera ilícita aquello que no es suyo (recuerden: “No sois vuestros”) y dar sólo parte de aquello que no puede ir seguido del don de todo su corazón, toda su vida y todo su ser, es una manera muy personal de jugar a la ruleta rusa. Si persisten en compartir a medias sin compartir el todo, en perseguir una satisfacción carente de simbolismo, en dar solamente partes, piezas y fragmentos incandescentes, corren el terrible riesgo de sufrir un daño físico y espiritual que pueda minar tanto su intimidad física como el entregar su corazón a un amor más verdadero y tardío. Pueden llegar a ese momento de amor real, de unión total, sólo para descubrir, para su horror, que lo que debían haber reservado ha sido gastado y que sólo la gracia de Dios puede recuperar poco a poco esa disipación de su virtud.                    

Un buen amigo Santo de los Últimos Días, el doctor Victor L. Brown, hijo, escribió al respecto:

“La fragmentación permite a los que la utilizan falsificar la intimidad… Si nos relacionamos el uno con el otro a pedazos, en el mejor de los casos perdemos el disfrutar de una relación plena. En el peor de los casos, manipulamos y explotamos a los demás para satisfacer nuestra propia gratificación. La fragmentación sexual puede ser particularmente perjudicial porque proporciona unas recompensas psicológicas poderosas, las cuales, aunque ilusorias, pueden persuadirnos temporalmente a hacer caso omiso a las serias deficiencias del total de la relación. Dos personas pueden casarse en busca de gratificación física para luego descubrir que la ilusión de la unión se colapsa bajo el peso de las incompatibilidades intelectuales, sociales y espirituales…

“La fragmentación sexual es particularmente perjudicial porque es especialmente engañosa. La intensa intimidad sexual que debiera ser disfrutada y simbolizada en la unión sexual es falsificada por episodios sensuales que sugieren, pero que no pueden dar, aceptación, entendimiento y amor. Tales encuentros confunden el fin con los medios, y las personas solas y desesperadas buscan un denominador común que permita la gratificación más fácil y rápida” (Human Intimacy: Illusion & Reality [Salt Lake City: Parliament Publishers, 1981], págs. 5-6).

Prestemos atención a una observación un tanto más penetrante realizada por una persona que no es de nuestra fe, relativa a tales actos vacíos tanto del alma como del simbolismo del que hemos estado hablando. Ese hombre escribe: “Nuestra sexualidad ha sido animalizada, robada del complejo sentimiento con el que han sido investidos los seres humanos, dejándonos para contemplar únicamente el acto, y temer nuestra impotencia en él. Es la animalización de la que no pueden escapar los manuales de sexualidad, aun cuando intentan hacerlo, porque son reflejos de ella. Podríamos considerarlos como libros de texto para veterinarios” (Fairlie, The Seven Deadly Sins Today,pág. 182).    

Es en cuanto a este asunto de la falsa gratificación y de la gratificación engañosa que expreso mi advertencia a los varones que lean este mensaje. Toda mi vida he oído que es la jovencita la que debe asumir la responsabilidad sobre el control de los límites de la intimidad durante el cortejo, porque el joven no puede. En raras ocasiones he oído comentario alguno respecto al asunto que me haga sentir más decepcionado que éste. ¿Qué tipo de hombre es él? ¿Qué sacerdocio, poder, fuerza o autodominio tiene este hombre, que le permite desarrollarse en la sociedad, crecer hasta la edad de la responsabilidad madura, quizás hasta lograr una educación universitaria y prepararse para influir en futuros colegas, reinos y en el curso del mundo, pero que no tiene la capacidad mental ni moral para decir: “No haré tal cosa”? No, esta psicología farmacéutica del perdón nos hace decir: “No puedo evitarlo. Mis glándulas tienen control completo sobre mi vida, mi mente, mi voluntad y todo mi futuro”.

Decir que una joven en una relación semejante tiene que llevar tanto su responsabilidad como la de un joven es una de las sugerencias más inapropiadas que nadie pueda imaginar. En la mayoría de los casos, si hay una transgresión sexual, yo descanso la carga sobre los hombros del joven —para nuestros propósitos, el poseedor del sacerdocio—, pues es ahí donde creo que Dios considera que debe recaer la responsabilidad. Al decir esto no excuso a las jóvenes que no ejercen moderación alguna o no tienen el carácter ni la convicción para exigir que la intimidad sea reservada únicamente para su papel adecuado. He tenido experiencia suficiente en llamamientos de la Iglesia como para saber que las mujeres, al igual que los hombres, pueden ser agresivas. Pero también me niego a aceptar la inocencia fingida de un joven que quiere pecar y lo llama psicología.

De hecho, y lo que es más trágico, la joven es con mayor frecuencia la víctima; es la joven la que suele sufrir el mayor dolor; es la joven la que en la mayoría de los casos se siente usada, abusada y terriblemente sucia. Y un hombre pagará por esa suciedad impuesta, tan seguro como que el sol se pone y los ríos corren hacia el mar.

Fíjense en el lenguaje directo del profeta Jacob en sus escritos del Libro de Mormón. Tras una osada confrontación sobre el tema de la transgresión sexual entre los nefitas, pasa a citar a Jehová: “Porque yo, el Señor, he visto el dolor y he oído el lamento de las hijas de mi pueblo en la tierra… Y no permitiré, dice el Señor de los Ejércitos, que el clamor de las bellas hijas de este pueblo… ascienda a mí contra los varones de mi pueblo, dice el Señor de los Ejércitos.

“Porque no llevarán cautivas a las hijas de mi pueblo, a causa de su ternura, sin que yo los visite con una terrible maldición, aun hasta la destrucción” (Jacob 2:31-33. Cursiva agregada).

No sean engañados ni destruidos. Amenos que controlen ese fuego, tanto sus ropas como su futuro serán quemados; y su mundo, falto de un arrepentimiento doloroso y perfecto, arderá en llamas. Se lo digo con buenas palabras, con las palabras de Dios.

 Tercero, tras el alma y el símbolo viene la palabra sacramento, un término estrechamente relacionado con los otros dos.

La intimidad sexual no es sólo la unión simbólica entre un hombre y una mujer, la unión de sus mismas almas, sino que es también la unión simbólica entre los mortales y la deidad, la unión entre humanos ordinarios y falibles en un momento excepcional con Dios mismo y todos los poderes mediante los cuales se concede la vida en este gran universo nuestro.

Referente a este último aspecto, la intimidad humana es un sacramento, un tipo muy especial de símbolo. Para nuestro objetivo, un sacramento podría ser cualquiera de un número de gestos, actos u ordenanzas que nos unen con Dios y con Sus ilimitados poderes. Somos imperfectos y mortales, mientas que Él es perfecto e inmortal. Pero de vez en cuando, de hecho, tan pronto como sea posible y apropiado, encontramos maneras, vamos a lugares y creamos circunstancias donde podemos unirnos simbólicamente con Él; y al hacerlo ganamos acceso a Su poder. Esos momentos especiales son momentos sacramentales, como el arrodillarse ante un altar durante la celebración de un matrimonio, la bendición de un recién nacido o el participar de los emblemas de la Cena del Señor. Esta última ordenanza es aquélla que hemos llegado a asociar en la Iglesia con la palabra sacramento, aunque técnicamente es uno de los muchos momentos semejantes en los que tomamos a Dios formalmente de la mano y sentimos Su poder divino.

Éstos son momentos en los que muy literalmente unimos nuestra voluntad a la de Dios, nuestro espíritu al Suyo, donde la comunión a través del velo se torna muy real. En esos momentos no sólo reconocemos Su divinidad, sino que de manera bastante literal tomamos algo de esa divinidad para nosotros. Así son los santos sacramentos.

No conozco a nadie que fuese a irrumpir en un salón sacramental, tomase los manteles de las mesas, arrojase el pan de un extremo al otro del cuarto, derramase el agua de las bandejas por el suelo y se alejase del edificio riéndose y aguardando una nueva oportunidad para hacer lo mismo en otro servicio de adoración al domingo siguiente. Nadie haría eso durante uno de los momentos verdaderamente sagrados de nuestra adoración religiosa, ni nadie se atrevería a violar ninguno de los momentos sacramentales de nuestra vida, esos momentos en los que de manera consciente clamamos por el poder de Dios y por una invitación a estar junto a Él en privilegio y principado.

Pero deseo destacar, como la tercera de mis razones para ser limpio, que la unión sexual es también, en su aspecto más profundo, un sacramento verdadero del orden más elevado, una unión no sólo de un hombre y una mujer, sino la unión de un hombre y de una mujer con Dios. De hecho, si nuestra definición de sacramento es la del acto de reclamar, compartir y ejercer el propio poder inestimable de Dios, no conozco entonces otro privilegio divino que nos sea dado de manera tan rutinaria a todos nosotros, hombres y mujeres, ordenados o no ordenados, Santos de los Últimos Días o no, como el milagroso y majestuoso poder de transmitir la vida, el indecible, el insondable y el continuado poder de la procreación. Hay momentos especiales en nuestra vida cuando las otras ordenanzas más formales del Evangelio, los sacramentos, por así llamarlos, nos permiten sentir la gracia y la grandeza del poder de Dios. Muchas son experiencias únicas, como nuestra confirmación o nuestro matrimonio, y otras se repiten con frecuencia, como la bendición de los enfermos o las ordenanzas que efectuamos por otras personas en el templo. Pero no conozco nada tan trascendental y al mismo tiempo tan universal y generosamente concedido a todos nosotros, como el poder divino del que disponemos en cada uno desde nuestros años de adolescencia para crear un cuerpo humano, la maravilla de todas las maravillas, un ser genética y espiritualmente único, nunca antes visto en la historia del mundo y que nunca será duplicado en todas las épocas de la eternidad: un hijo, nuestro hijo; con ojos, oídos, dedos en las manos y en los pies, y un futuro de grandeza indecible.

Imagínenselo. Jóvenes verdaderos, y todos nosotros durante muchas décadas posteriores, llevando cada día, cada hora, minuto a minuto, prácticamente en cada momento de vigilia y de sueño, el poder, la química y la simiente de la vida, transmitida de manera eterna para garantizar a alguien más su segundo estado, su siguiente nivel de desarrollo en el plan divino de salvación. Les aseguro que no hay poder, del sacerdocio o de cualquier otro tipo, dado por Dios de manera tan universal y a tantas personas con prácticamente ningún control sobre su uso, excepto el dominio propio. Y les aseguro que nunca seremos más semejantes a Dios en ningún momento de esta vida como cuando estemos expresando ese poder en particular. De todos los títulos que ha escogido para Sí mismo, el de Padre es con el que se presenta, y la creación es Su lema, especialmente la creación humana, creación a Su imagen. Su gloria no está en una montaña, aun cuando las montañas son asombrosas. No está en el mar, ni en el cielo, en la nieve, ni en el amanecer, aunque todos ellos son hermosos. No está en el arte, ni en la tecnología, bien sea un concierto o una computadora. No, Su gloria, y Su dolor, está en Sus hijos. Nosotros, ustedes y yo, somos Sus posesiones más valiosas y somos la evidencia terrenal, aunque inadecuada, de lo que Él es en realidad. La vida humana es el mayor de los poderes de Dios, la química más misteriosa y magnífica de todas, y nos ha sido concedida tanto a ustedes como a mí, aunque bajo las más serias y sagradas restricciones. Ustedes y yo, quienes no podemos hacer una montaña, ni un rayo de luz, ni una gota de lluvia ni tan sólo una rosa, disponemos de manera absolutamente ilimitada del mayor de los dones; y el único control impuesto sobre nosotros es el autodominio, un autodominio nacido del respeto por el poder sacramental y divino que es.

De seguro que la confianza que Dios deposita en nosotros respecto a este don para crear es increíblemente asombrosa. Nosotros, quienes probablemente no somos capaces de reparar una bicicleta ni de montar un rompecabezas de nivel medio, podemos sin embargo y con todas nuestras debilidades e imperfecciones, llevar este poder procreador que nos hace tan semejantes a Dios, al menos de esa manera grandiosa y majestuosa.

Almas. Símbolos. Sacramentos. ¿Nos sugieren estas palabras por qué la intimidad humana es un asunto tan serio? ¿Por qué es tan justo, recompensante y asombrosamente hermoso cuando es utilizado en el matrimonio y aprobado por Dios (no sólo con un “bueno”, sino con un “muy bueno”, como les declaró a Adán y Eva), y tan blasfemamente incorrecto, semejante a un crimen, cuando se utiliza fuera de tal convenio? Según yo lo veo, aparcamos el coche, nos besuqueamos, dormimos juntos y ponemos en peligro nuestra vida. El castigo puede no llegar el día exacto de nuestra transgresión, pero de seguro que llega, y de no ser por un Dios misericordioso y el privilegio atesorado del arrepentimiento personal, habría mucha gente en este momento sintiendo ese dolor infernal que, al igual que la pasión de la que hemos estado hablando, también se describe con la metáfora del fuego. Un día, en algún lugar, en algún momento, los moralmente sucios orarán, hasta que se arrepientan, como el hombre rico que deseaba que Lázaro “moje… su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama” (Lucas 16:24).  

 Para concluir, consideremos lo siguiente de dos estudiosos de la instructiva y larga historia de la civilización:

“Ningún hombre [ni mujer], sin importar lo brillante o instruido que sea, puede en toda su vida llegar a tal plenitud de entendimiento como para juzgar con seguridad y hacer a un lado las costumbres o las instituciones de su sociedad, pues en ellas reside la sabiduría de generaciones tras siglos de experimentación en el laboratorio de la historia. Un joven con sus hormonas hirviendo se preguntará por qué no puede dar rienda suelta a sus deseos sexuales; si este joven no está restringido por la costumbre, la moral o las leyes, puede arruinar su vida [o la de ella] antes de madurar lo suficiente como para entender que el sexo es un río de fuego que hay que encauzar y enfriar por medio de un centenar de restricciones antes de que sumerja en el caos tanto al individuo como al grupo” (Will y Ariel Durant, The Lessons of History [Nueva York: Simón & Schuster, 1968], págs. 35-36).

O dicho en las palabras más eclesiásticas de James E. Talmage:

“Ha sido declarado por la solemne palabra de la revelación, que el espíritu y el cuerpo constituyen el alma del hombre; y, por tanto, debemos contemplar este cuerpo como algo que perdurará más allá de la tumba, algo que debemos mantener puro y sagrado. No tengan miedo a ensuciarse las manos ni a las cicatrices causadas por el esfuerzo fervoroso o [ganadas] en luchas honestas, mas cuídense de las marcas que desfiguran, ocasionadas en los lugares a los que no deberían haber ido, que les han acontecido en empresas indignas [producidas en sitios en los que no deberían haber estado]; tengan cuidado de las heridas producidas en las batallas peleadas en el bando contrario” (Conference Report, octubre de 1913, pág. 117).

Si algunos están sintiendo las “cicatrices… ocasionadas en los lugares a los que no deberían haber ido”, a ellos se les extiende la paz especial y la promesa que está a su alcance a través del sacrificio expiatorio del Señor Jesucristo. Su amor, los principios del Evangelio restaurado y las ordenanzas que hacen que ese amor esté a nuestro alcance con todo su poder purificador y sanador, nos son concedidas de manera gratuita. El poder de estos principios y ordenanzas, incluyendo el arrepentimiento pleno y redentor, se lleva solamente a cabo en ésta, la Iglesia verdadera y viviente del Dios verdadero y viviente. Todos debemos “venir a Cristo” por la plenitud del alma, del símbolo y del sacramento que nos ofrece.

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