Como en el cielo, así también en la tierra

Capítulo 17

Asombro Me Da

por Jeffrey R. Holland

Seguramente la razón por la que Cristo dijo en la cruz,  “Padre, perdónalos”, fue porque aun en aquella hora tan difícil,  sabía que ése era el mensaje que había venido a traer a través de toda la eternidad.  Todo el plan de salvación se habría perdido si Él hubiese retirado  Su perdón a toda la familia humana.  Es el momento más puro  de Su ministerio, tan perfecto en ejemplo como doloroso de soportar.


Uno de nuestros himnos favoritos comienza con las palabras “Asombro me da” (Himnos, 1992, número 118). Al considerar cualquier momento de la vida de Cristo, hay razones más que suficientes para estar asombrados en todos los aspectos. Estamos asombrados por Su papel premortal como el gran Jehová, agente del Padre, creador de la tierra, custodio de toda la familia del hombre. Estamos asombrados por Su venida a la tierra y por las circunstancias que rodearon Su nacimiento tras miles de años de liderazgo revelado a Adán, Abraham, Moisés, Lehi y todos los profetas de la antigüedad. Estamos asombrados por Su padrastro bueno y humilde, y por la joven virgen que fue Su madre terrenal. Estamos asombrados por el milagro de Su concepción, por la pobreza y la soledad de Su nacimiento, que sería tan sólo un símbolo de toda la soledad que le aguardaba.

Nos asombra el que con sólo doce años de edad ya estuviera en los asuntos de Su padre, sentado en medio de los doctores de la ley, donde “éstos le oían y le hacían preguntas” (TJS, Lucas 2:46). Nos asombra el comienzo formal de Su ministerio, Su bautismo, los dones espirituales y el llamamiento de hombres por demás comunes para estar a Su lado en la enseñanza de lo que serían doctrinas extraordinarias y con frecuencia muy poco populares. Nos asombra porque a todos lados a donde iba, las fuerzas del mal fueron ante Él, y nos asombra que le conocieran desde el principio, aun cuando los mortales no le reconocieron. A la par que algunos decían: “¿No es éste Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros conocemos?” (Juan 6:42), los demonios le gritaban: “Déjanos; ¿qué tienes con nosotros, Jesús nazareno? ¿Has venido para destruirnos? Yo te conozco quién eres, el Santo de Dios” (Lucas 4:34).

Nos asombra el hecho de que todas estas fuerzas de maldad fuesen expulsadas, retiradas y derrotadas, mientras que los cojos pudieron caminar, los ciegos vieron, los sordos oyeron y los paralíticos se mantuvieron en pie. De hecho, nos asombran todos y cada uno de estos momentos, tal y como debe haberse asombrado cada generación desde Adán hasta el fin del mundo.  Para mí no hay mayor asombro ni desafío personal que cuando, tras la angustia en Getsemaní, tras haber sido ridiculizado, golpeado y azotado, Jesús se tambalea bajo Su carga en la cima del Calvario y dice: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).

Si hay un momento en el que estoy profundamente asombrado, es ése, pues se trata de un asombro diferente. Gran parte del misterio de Su poder y ministerio lucha con mi mente. Las circunstancias de Su nacimiento, la amplitud y variedad de Su ministerio y milagros, el poder de la resurrección que residía en Él, todas estas cosas me asombran y digo: “¿Cómo lo hizo?”. Con discípulos que lo abandonaron en Su momento de mayor necesidad, desmayado bajo el peso de Su cruz y de los pecados de toda la humanidad que habían sido transferidos al madero, traspasado por los clavos en Sus manos, muñecas y pies. Aquí el sufrimiento no desgarra mi mente sino mi corazón, y no me pregunto “como lo hizo”, sino “por qué lo hizo”. Cuando comparo mi vida, no con lo milagroso de la Suya, sino con Su misericordia, descubro lo muy lejos que me encuentro de emular al Maestro.

Para mí, éste es un orden más elevado de asombro. Estoy muy sorprendido por Su habilidad para sanar a los enfermos y levantar a los muertos, aunque he tenido algunas experiencias semejantes pero de forma limitada, al igual que muchos otros. Somos vasos menores y sin duda alguna, indignos de este privilegio, pero hemos visto los milagros del Señor repetidos en nuestras propias vidas, en nuestros propios hogares y con nuestra propia porción del sacerdocio. Pero, ¿y la misericordia, el perdón, la Expiación, la reconciliación? Con demasiada frecuencia ése es un asunto diferente.

 ¿Cómo pudo perdonar a Sus torturadores en ese momento? Con todo ese dolor, con la sangre habiéndole caído de cada poro, seguro que ahora no tenía que estar pensando en los demás, ¿verdad? De seguro que no tiene que pensar en los demás a cada minuto, y mucho menos en esta jauría de chacales que se están riendo, le escupen, y le arrancan las ropas, Sus derechos y Su dignidad. ¿O se trata de una evidencia más sorprendente de que realmente era perfecto y espera que también nosotros lo seamos? ¿Es una mera coincidencia — o algo completamente intencional — que en el Sermón del Monte, y como un último requisito previo al fijar la perfección como nuestra meta, Él nos recuerde: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mateo 5:44).

Prefiero levantar a los muertos, restaurar la vista y curar a un paralítico o cualquier otra cosa, antes que amar a mis enemigos y perdonar a los que me han herido o han herido a los hijos de mis hijos, especialmente a aquéllos que se ríen y se deleitan en la brutalidad de estos hechos.

“Entonces [Pilato] les soltó a Barrabás; y habiendo azotado a Jesús, le entregó para ser crucificado. Entonces los soldados del gobernador llevaron a Jesús al pretorio, y reunieron alrededor de él a toda la compañía; y desnudándole, le echaron encima un manto de escarlata, y pusieron sobre su cabeza una corona tejida de espinas, y una caña en su mano derecha; e hincando la rodilla delante de él, le escarnecían diciendo: ¡Salve, Rey de los judíos! Y escupiéndole, tomaban la caña y le golpeaban en la cabeza. Después de haberle escarnecido, le quitaron el manto, le pusieron sus vestidos, y le llevaron para crucificarle” (Mateo 27:26-31).

“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. ¡A quién le importa si saben o no lo que hacen! Ésta es una injusticia cruel, bárbara e insultante a la vida más pura y perfecta jamás vivida. Aquí está la única persona en todo el mundo, desde Adán hasta este momento, que merece adoración, respeto, admiración y amor. Y lo merece porque “tan sólo Él fue digno de / efectuar la Expiación. / Él nos abrió la puerta / hacia la exaltación” (“En un lejano cerro fue”, Himnos, 1992, número 119). ¿Y esto es lo que recibe a cambio?

¿No hay justicia? ¿No debería gritar: “¡Iros!”, como lo hizo con los otros demonios? ¿No debiera condenarlos y hacer que descendieran las legiones de ángeles que estaban siempre aguardando Sus órdenes?

Toda generación, toda dispensación del mundo, ha tenido sus propias multitudes alrededor de la cruz, riéndose, burlándose, quebrantando los mandamientos y abusando los convenios. Hay más culpables que este puñado de personas en el meridiano de los tiempos. Lo son la mayoría de las personas, en la mayoría de los lugares, la mayoría del tiempo, incluyendo a aquellos de nosotros que debiéramos haber actuado mejor.

¿Qué es lo que le lleva a hacerlo, y qué lección podemos aprender de ello? Debemos acudir al principio mismo.

Tras la experiencia de Adán y Eva en el Jardín de Edén y su consiguiente expulsión de él, “Adán empezó a cultivar la tierra, y a ejercer dominio sobre todas las bestias del campo, y a comer su pan con el sudor de su rostro, como yo, el Señor, le había mandado; y Eva, su esposa, también se afanaba con él…

“Y Adán y Eva, su esposa, invocaron el nombre del Señor, y oyeron la voz del Señor que les hablaba en dirección del Jardín de Edén, y no lo vieron, porque se encontraban excluidos de Su presencia. Y les dio mandamientos de que adorasen al Señor su Dios y ofreciesen las primicias de sus rebaños como ofrenda al Señor. Y Adán fue obediente a los mandamientos del Señor.

“Y después de muchos días, un ángel del Señor se apareció a Adán y le dijo: ¿Por qué ofreces sacrificios al Señor? Y Adán le contestó: No sé, sino que el Señor me lo mandó.

“Entonces el ángel le habló diciendo: Esto es una semejanza del sacrificio del Unigénito del Padre, el cual es lleno de gracia y verdad. Por consiguiente, harás todo cuanto hicieres en el nombre del hijo, y te arrepentirás e invocarás a Dios en el nombre del Hijo para siempre jamás” (Moisés 5:1, 4-8).

¿Invocar a Dios para qué? ¿Cuál es la naturaleza de esta primera instrucción a la familia humana? ¿Por qué tienen que invocar a Dios? ¿Es ésta una visita social? ¿Es una conversación amistosa entre vecinos? No, es una petición de auxilio desde el mundo triste y solitario, desde la antesala de la desesperación. “Te arrepentirás e invocarás a Dios en el nombre del Hijo para siempre jamás”. Es una llamada desde la prisión personal de un corazón pecador. Una llamada al perdón de los pecados.

Y así, el Dios y Padre de todos nosotros estableció con esos primeros padres, en la primera generación del tiempo, ciertos principios y ordenanzas diseñados para expresar cómo se ha de llevar a cabo el perdón de los pecados. Junto con todo lo demás que tiene sentido e importancia en nuestra vida, el perdón vendría mediante el sacrificio y el ejemplo de Su Hijo Unigénito, quien es lleno de gracia y verdad.

A modo de recordatorio constante de la humillación y del sufrimiento que el Hijo pagaría por nuestro rescate, como recordatorio constante de que no abriría Su boca y sería llevado como cordero al matadero (véase Mosíah 14:7), como recordatorio constante de la mansedumbre, misericordia y dulzura, sí, el perdón que iba a marcar toda vida cristiana; por todas esas razones y más, los primeros corderos, limpios y sin mancha, perfectos en todo aspecto, eran ofrecidos sobre esos altares de piedra año tras año y generación tras generación, simbolizando para nosotros al gran Cordero de Dios, Su Hijo Unigénito, Su Primogénito, perfecto y sin mancha.

Al ofrecer nuestro simbólico pero más modesto sacrificio en cualquier dispensación, aquél que refleja nuestro corazón quebrantado y nuestro espíritu contrito (véase D&C 59:8), prometemos “recordarle siempre, y… guardar siempre sus mandamientos… para que siempre [podamos] tener su Espíritu [con nosotros]” (D&C 20:77). Los símbolos de Su sacrificio, tanto en la época de Adán como en la nuestra, tenían el propósito de ayudarnos a recordar que debemos vivir de manera pacífica, obediente y misericordiosa. Y, como resultado de estas ordenanzas, se esperaba que el Evangelio de Jesucristo se viese reflejado en nuestra longanimidad y amabilidad humana los unos por los otros, como Él nos enseñó estando en la cruz.

Pero con el transcurso de los siglos se ha visto que no ha funcionado de esa manera, al menos no con bastante frecuencia. A Caín no le llevó mucho tiempo errar. Tal y como dijo el profeta José Smith: “Dios… preparó un sacrificio en el don de Su propio Hijo, el cual sería enviado a Su debido tiempo, para preparar el camino, o abrir una puerta mediante la cual el hombre pudiera entrar en la presencia del Señor, de donde había sido expulsado a causa de la desobediencia… Mediante la fe en esta expiación o plan de redención, Abel ofreció a Dios un sacrificio que fue aceptado y que consistía de las primicias de sus rebaños. Caín ofreció del fruto de la tierra y no fue aceptado porque… no podía ejercer una fe contraria al plan de redención, y sin el derramamiento de sangre no había remisión; y debido a que el sacrificio fue instituido como un símbolo, mediante el cual el hombre podría discernir el gran Sacrificio que Dios había preparado, ofrecer un sacrificio contrario a ello impediría el ejercicio de la fe, porque la redención no se alcanza de esa manera, ni el poder de la Expiación ha sido instituido tras ese orden… Ciertamente, el derramamiento de sangre de una bestia no puede ser de beneficio para ningún hombre, excepto que se efectúe a modo de imitación, como un símbolo o explicación de lo que iba a ser ofrecido mediante el don de Dios mismo; y todo esto se hizo con la mira puesta en la fe del poder del gran Sacrificio para la remisión de los pecados” (History of the Church 2:15-16).

Algunos de nosotros, en cada época y estación, un poco como Caín, recién llegados a casa tras nuestras ofrendas matutinas, le gritamos a nuestro cónyuge, hundimos en la tristeza a un hijo, le damos un puntapié al perro, o simplemente mentimos y engañamos un poco, y cavamos la tumba de nuestro vecino. El momento de atención que hemos prestado hacia nuestras ordenanzas de salvación a lo largo de las dispensaciones, haría que, en comparación, los preescolares pareciesen graduados de universidad. Con demasiada frecuencia nos olvidamos del porqué antes incluso de que se seque la sangre del altar, de que las bandejas sacramentales regresen a la mesa, o de que hayamos doblado y guardado las ropas del santo sacerdocio hasta la próxima sesión.

Saúl, rey de Israel, fue ejemplo de este problema. En clara contradicción a las instrucciones del Señor, se trajo de la lucha con los amalecitas “lo mejor de las ovejas y de las vacas, para sacrificarlas a Jehová [su] Dios”. Samuel, profundamente angustiado, exclamó: “¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros. Porque como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación. Por cuanto tú desechaste la palabra de Jehová, él también te ha desechado para que no seas rey” (1 Samuel 15:15, 22-23).

¿Por qué es la rebelión (o la obstinación, o la desobediencia a las ordenanzas) semejante a la adivinación? Porque demuestra nuestra lealtad y nuestro entendimiento de cómo es Dios y lo que en realidad quiere. Tanto Saúl, que entendía el método pero no el significado de su sacrificio, como el Santo de los Últimos Días que asiste fielmente a la reunión sacramental, pero que no es más misericordioso, paciente o compasivo como consecuencia de ello, son semejantes a la bruja o al idólatra. Realizan las ordenanzas en su debida forma pero sin la lealtad ni el entendimiento de los motivos por los cuales se establecieron esas ordenanzas: obediencia, mansedumbre y amabilidad amorosa durante la búsqueda del perdón de nuestros pecados.

Las ordenanzas efectuadas erróneamente y con su significado alterado señalan a un sacerdocio apóstata y a una nación idólatra. Tal y como nos enseñó el profeta José Smith, podemos descansar con la certeza de que Dios no está interesado en la muerte de animalitos inocentes, a menos que el significado de esos altares cambie verdaderamente la naturaleza de nuestra vida.

En un momento particularmente bajo de la historia israelita, el Señor exclamó a Sus hijos: “Aborrecí, abominé vuestras solemnidades… Y si me ofreciereis vuestros holocaustos y vuestras ofrendas, no los recibiré, ni miraré las ofrendas de paz de vuestros animales engordados. Quita de mí la multitud de tus cantares, pues no escucharé las salmodias de tus instrumentos. Pero corra el juicio como las aguas y la justicia como impetuoso arroyo” (Amos 5:21-24).

Y así fue durante gran parte del tiempo hasta que llegamos a esta parábola final:

“Hubo un hombre, padre de familia, el cual plantó una viña, la cercó de vallado, cavó en ella un lagar, edificó una torre, y se la arrendó a unos labradores, y se fue lejos. Y cuando se acercó el tiempo de los frutos, envió a sus siervos a los labradores, para que recibiesen los frutos. Mas los labradores, tomando a los siervos, a uno golpearon, a otro mataron, y a otro apedrearon.

“Envió de nuevo otros siervos, más que los primeros; e hicieron con ellos de la misma manera. Finalmente les envió su hijo, diciendo: Tendrán respeto de mi hijo.

“Mas los labradores, cuando vieron al hijo, dijeron entre sí:

Éste es el heredero; venid, matémosle, y apoderémonos de su heredad. Y tomándole, le echaron fuera de la viña, y le mataron” (Mateo 21:33-39).

Ése es el momento en que nos hallamos en la cumbre del Gólgota. No es un relato agradable. A través de una paciencia que parece excesivamente generosa, el Padre y el Hijo han esperado, contemplado y trabajado en esta viña para que la misericordia corra como las aguas y la rectitud como impetuoso arroyo. Pero la misericordia y la rectitud no han corrido. No sólo los profetas y los fieles han sido muertos, sino que ahora también va a serlo el Señor de la viña. Está a punto de pagarse un precio terrible e incalculable, y el corazón humano sufre al contarlo.  En medio del sudor y la saliva, las espinas y las amenazas, el ridículo y el rasgar de Sus ropas, añadido todo ello al aplastante peso de Su propio cuerpo en busca del descanso en los clavos mismos de las manos y los pies; con los amigos huyendo y con enemigos hasta donde alcanza la vista, en ese momento ocurre lo inesperado, se representa la peor escena posible de este drama divino.

Quizás la más breve de las indicaciones respecto a las terribles emociones y fuerzas que están ahora en juego se nos da cuando leemos las líneas que han sido intencionadamente preservadas para nosotros en el arameo original: “Eli, Eli, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46).

Hay solamente una cosa de la que este Hijo Unigénito tiene certeza: el amor, el compañerismo y el apoyo constante de Su Padre. Consideren los siguientes pasajes tomados casi aleatoriamente del Evangelio de Juan, pues evocan un tema que está presente en todo ese libro.

“No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre… Porque el Padre ama al Hijo, y le muestra todas las cosas que él hace” (Juan 5:19-20).

“Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la del que me envió” 0uan 6:38).

“No he venido de mí mismo, pero el que me envió es verdadero, a quien vosotros no conocéis. Pero yo le conozco” (Juan 7:28-29).

“El Padre que me envió da testimonio de mí… Si a mí me conocieseis, también a mi Padre conoceríais” 0uan 8:18-19).

“Él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo que he de hablar” (Juan 12:49).

“He aquí, la hora viene, y ha venido ya, en que seréis esparcidos cada uno por su lado, y me dejaréis solo; mas no estoy solo, porque el Padre está conmigo” 0uan 16:32).

Y luego viene lo que quizás sea la declaración más dolorosa de todas: “Porque no soy yo sólo, sino yo y el que me envió, el Padre… No me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada” (Juan 8:16, 29).

Ése es el hilo constante de doctrina y creencia, la certeza que Él tenía a pesar de lo que pudiera acontecer entre sus amigos y enemigos mortales: “No me ha dejado solo [mi] Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada”.    

Y ahora: “Eli, Eli, ¿lama sabactani?… Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”.

Quisiera compartir algo que el élder Melvin J. Ballard escribió hace muchos años.

“Les pregunto: ¿Qué padre y madre puede escuchar el llanto de sus hijos en peligro… y no prestarles ayuda? He oído de madres que, sin saber nadar, se han arrojado en arroyos impetuosos para salvar a sus hijos de ahogarse, [he oído de padres] que han entrado en casas envueltas en llamas [poniendo en peligro sus propias vidas] para rescatar a aquéllos a quienes amaban.

“No podemos escuchar esos llantos sin que nos lleguen al corazón… Él tenía el poder para salvar, amaba a Su Hijo y podría haberlo salvado. Podría haberlo librado del insulto de las multitudes, de la corona de espinas que le fue puesta en la cabeza, podría haberlo rescatado cuando el Hijo, colgado entre dos ladrones, fue escarnecido al decirle: ‘Sálvate a ti mismo y desciende de la cruz. A otros salvó y a sí mismo no se puede salvar’. Tuvo que escuchar todo esto. Vio a ese Hijo condenado, le vio llevar la cruz por las calles de Jerusalén y desmayar bajo su peso. Vio finalmente al Hijo sobre el Calvario; vio Su cuerpo extendido sobre la cruz de madera; vio los malvados clavos atravesando Sus manos y Sus pies, los golpes que desgarraban su piel, que le arrancaban la carne y que hacían correr la sangre de la vida de Su Hijo [Unigénito]…

“Contempló con gran dolor y agonía cómo le hacían estas cosas a Su [Hijo] Amado, hasta que parece haber llegado un momento en el que nuestro Salvador gritó de desesperación: ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?’.

“Creo que en ese momento puedo ver a nuestro querido Padre tras el velo, contemplando estas mortíferas dificultades… con Su gran corazón casi quebrantado por el amor que tenía hacia Su Hijo. Oh, y en ese momento en que podría haber salvado a Su Hijo, le agradezco y alabo el que no nos fallara… Me regocijo en que no interfiriera, en que Su amor por nosotros hiciera posible que perseverara para contemplar los sufrimientos de Su [Unigénito] y nos entregara finalmente a nuestro Salvador y Redentor. Sin Él, sin Su sacrificio, habríamos permanecido como estamos y nunca seríamos glorificados en Su presencia…

“Esto es, en parte, lo que le costó a nuestro Padre Celestial dar el don de Su Hijo a los hombres…

“Nuestro Dios es un Dios celoso; celoso de que [podamos llegar a] pasar por alto u olvidar ligeramente el mayor de Sus dones para todos nosotros”: la vida de Su hijo Primogénito (Melvin J. Bailará, Crusader for Righteousness [Salt Lake City: Bookcraft, 1966], págs. 136-138).

Entonces, ¿cómo podemos asegurarnos de que nunca llegaremos a “pasar por alto u olvidar ligeramente” el mayor don que nos ha dado?

Lo hacemos al mostrar el deseo de la remisión de nuestros pecados y nuestra gratitud eterna por la más valiente de las oraciones: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”  (Lucas 23:34). Hacemos esto al embarcarnos en la obra de perdonar pecados.

“ ‘Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo’ [nos manda Pablo] (Gálatas 6:2). La ley de Cristo, la cual tenemos el deber de cumplir, consiste en llevar nuestra propia cruz. La carga que debo llevar de mi hermano no es solamente su suerte [o su circunstancia] externa… sino, más literalmente, su pecado. Y la única manera de llevar el pecado es perdonándole mediante el poder de la cruz de Cristo que ahora [nosotros] compartimos. Por tanto, el llamado a seguir a Cristo es siempre un llamado a embarcarse [en] la obra de perdonar a los hombres sus pecados. El perdón es el sufrimiento de Cristo que todo cristiano tiene el deber de llevar” (Dietrich Bonhoeffer, The Cost of Discipleship, segunda edición [Nueva York: Macmillan, 1959], pág. 100).

Seguramente la razón por la que Cristo dijo en la cruz, “Padre, perdónalos”, fue que aun en aquella hora de abandono y terrible dificultad a la que hacía frente, sabía que ése era el mensaje que había venido a traer a través de toda la eternidad. Todo el significado y la majestuosidad de todas las dispensaciones, de hecho todo el plan de salvación, se habría perdido si Él hubiese olvidado que no a yesar de la injusticia, la brutalidad, la aspereza y la desobediencia, sino precisamente a causa de todo ello había venido a conceder el perdón a toda la familia humana. Cualquiera puede ser agradable, paciente y misericordioso en un día bueno. Un cristiano tiene que ser agradable, paciente y misericordioso todos los días. Es el momento más puro de Su ministerio, tan perfecto en ejemplo como doloroso de soportar.

¿Hay alguien que pueda necesitar el perdón? ¿Hay alguien en nuestro hogar, alguien de nuestra familia, de nuestro vecindario que haya hecho algo injusto, despiadado o poco cristiano? Todos somos culpables de tales transgresiones, así que seguro que hay alguien que necesita nuestro perdón.

Y por favor, no pregunten si es justo que el ofendido deba llevar la carga de perdonar al ofensor. No pregunten si la “justicia” no demanda que sea al contrario. No, hagamos lo que hagamos, no debemos pedir justicia. Sabemos que lo que debemos suplicar es la misericordia, y eso es lo que debemos estar dispuestos a dar.

¿Podemos ver la trágica y definitiva ironía de no conceder a los demás aquello que nosotros mismos necesitamos de manera tan desesperada? Quizás el acto de purificación más puro y sagrado sería decirle a la cara a toda esa crueldad e injusticia que amamos aún más a nuestros enemigos y que bendecimos a los que nos maldicen, que hacemos bien a los que nos odian y que oramos por los que nos ultrajan y nos persiguen. Ése es el duro camino de la perfección.

Un maravilloso ministro religioso escocés escribió una vez:

“Ningún hombre que no perdone a su prójimo puede creer que Dios está dispuesto, e incluso que desea, perdonarle a él… Si Dios dijera “te perdono” a un hombre que odie a su hermano y (aunque es imposible) la voz del perdón llegara hasta dicho hombre, ¿qué sentido tendría para él? ¿Significaría para él ‘adelante, puedes seguir odiando, no me importa. Realmente te han provocado y tu odio es justificado’?  “No hay duda de que Dios toma en cuenta las equivocaciones y las provocaciones que hayan existido, pero cuanta más provocación, cuanta más excusa podamos hallar para el odio, mayor razón… para que el que odia [perdone y] sea librado del infierno de su [ira]” (George MacDonald, An Anthology, ed. C. S. Lewis [Nueva York: Macmillan, 1947], págs. 6-7).

Recuerdo hace varios años ser testigo de un drama ocurrido en el aeropuerto de Salt Lake. En aquel día en concreto bajaba yo de un avión y caminaba hacia la terminal, y era muy obvio que había un misionero que regresaba a casa, porque todo el aeropuerto estaba atestado de amigos y familiares del misionero.

Intenté descubrir quién era la familia del misionero. Había un padre que no parecía sentirse muy cómodo dentro un traje de hechura un tanto extraña y ligeramente pasado de moda. Parecía ser un hombre del campo, con la tez quemada por el sol y manos grandes y marcadas por el trabajo. La camisa blanca estaba un poco desgastada y probablemente no se la ponía nunca, excepto los domingos.

Había una madre bastante delgada, que tenía el aspecto de haber trabajado muy duro toda su vida. Llevaba un pañuelo en la mano, el cual parecía que en un tiempo fuese de lino, pero que ahora parecía hecho de papel, el cual estaba completamente deshilachado a causa de los nervios que sólo la madre de un ex misionero puede sentir.

Había una joven hermosa que, bueno, ya saben lo que pasa con las jóvenes y los misioneros que regresan. Parecía que le iba a dar un paro cardíaco. Yo pensé que si el joven no venía pronto, ella no podría aguantar más sin oxígeno.

Había dos o tres hermanas y hermanos pequeños corriendo por allí, sin importarles demasiado la escena que estaba teniendo lugar.

Pasé de largo y me dirigí hacia la terminal y pensé para mí: “Éste es uno de los dramas humanos especiales de nuestra vida. Quédate por aquí y disfrútalo”. Así que me detuve y me deslicé por entre la multitud para esperar y mirar. Los misioneros estaban comenzando a descender del avión.

Empecé a tratar de averiguar quién daría el primer paso. Pensé que probablemente la novia tendría muchas ganas de darlo, pero era indudable que estaba luchando por ser discreta. Dos años es mucho tiempo, y quizás uno no debiera parecer demasiado impaciente. Mas un vistazo al pañuelo me convenció de que seguramente el primer paso lo daría la madre. Era obvio que necesitaba aferrarse a algo, por lo que el hijo al que había llevado consigo y nutrido, y por el cual se había sacrificado tanto, sería lo que realmente necesitaba. Puede que el primer paso lo diese el ruidoso hermanito, si tan sólo levantara la vista durante el tiempo suficiente como para ver que el avión ya había llegado.

Mientras estaba allí sentado sopesando las posibilidades, vi al misionero descender por la escalerilla. Supe que era él por el grito de la gente. Tenía la apariencia del capitán Moroni: aseado, apuesto y firme. Sin duda alguna conocía el sacrificio que esta misión había supuesto para sus padres y ello le había convertido exactamente en el misionero que parecía ser. Se había cortado el cabello para el viaje de regreso a casa, el traje estaba gastado pero limpio y un abrigo ligeramente andrajoso todavía le protegía del frío del que su madre le había advertido con frecuencia.

Llegó al final de los peldaños y comenzó a cruzar la pista hacia el edificio en que nos encontrábamos; y para entonces, seguro que alguien no iba a aguantar más. No fue la madre, ni la novia, ni el alborotado hermanito. Aquel padre grande y algo desgarbado, aquel tranquilo y bronceado gigante de hombre, se llevó por delante a una azafata, se puso a correr hacia la pista y estrechó a su hijo entre los brazos.

El oxígeno que habría necesitado la novia hubiera estado mejor dirigirlo ahora hacia el misionero. Aquel gran oso que era el padre lo levantó del suelo y lo abrazó durante largo tiempo, sin decir nada. El joven soltó su bolsa, echó los brazos alrededor de su padre y se dieron un fuerte abrazo. Parecía como si toda la eternidad se hubiese detenido, y durante ese preciado momento, el aeropuerto de Salt Lake fue el centro del universo. Era como si el mundo se hubiese callado en señal de respeto por un momento tan sagrado.

Entonces pensé en Dios, el Padre Eterno, contemplando cómo Su Hijo salía a servir, a sacrificarse cuando no tenía que hacerlo, a pagar a Su manera, por así decirlo, dando todo lo que había estado ahorrando durante toda su vida. En ese preciado momento no resultó difícil imaginar a ese padre hablando emocionado a quienes le escuchaban: “Éste es mi hijo amado, en quien tengo complacencia”. Y también era posible imaginar al triunfante hijo que regresaba, diciendo: “Está terminado. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.

Desconozco el tipo de botas de siete leguas que utiliza un padre para atravesar el espacio de la eternidad, pero aun con lo limitado de mi imaginación puedo ver ese encuentro en los cielos, y es mi oración que haya uno para ustedes y para mí. Oro por la reconciliación y el perdón, por la misericordia, por el crecimiento y por el carácter cristiano que debemos desarrollar si vamos a disfrutar plenamente de ese momento.

Asombro me da que para un hombre como yo, lleno de egoísmo, de transgresión, de intolerancia e impaciencia, haya una oportunidad. Pero, si he oído correctamente las “buenas nuevas”, sí hay una oportunidad para mí, para ustedes y para todos los que estén dispuestos a mantener la esperanza, a seguir intentándolo y a garantizar el mismo privilegio a los demás.

Me cuesta entender que quisiera Jesús bajar
Del trono divino para mi alma rescatar…
Comprendo que Él en la cruz se dejó clavar.
Pagó mi rescate; no lo podré olvidar.
Por siempre jamás al Señor agradeceré;
Mi vida y cuanto yo tengo a él daré…
Cuán asombroso es lo que dio por mí.

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