Capítulo 2
Aun Susurro de
Distancia del Cielo
por Patricia T. Holland
Ciertamente, la oración de fe siempre es contestada. Es eficaz y es contestada aún cuando no entendamos cómo. Esto es particularmente cierto cuando estamos orando por otras personas, especialmente cuando oramos por nuestra propia familia e hijos. Nuestras oraciones necesitan ser más fervientes y anhelantes, como lo fueron las de nuestras madres a través de las generaciones.
Con el aumento de las presiones que enfrentamos casi cada día, resulta muy difícil no sentirse desbordada. Leemos acerca de Irán, de China y de Rusia, del aumento de los precios, de las hostilidades y de los problemas energéticos, y leemos de familias en crisis. Entonces nos preguntamos: “¿Podemos hacerlo? ¿Podemos criar una familia justa en un mundo con cada vez más dificultades?”. Buscamos las respuestas en todas partes, desde libros de psicología hasta cursos de desarrollo infantil, o incluso en los consultorios sentimentales. Todos queremos que nos lleven en coche. Queremos tener la mejor educación y una salud de hierro. Nos ponemos histéricas al hacer demasiado por nuestros hijos y luego tenemos que tomarnos un calmante porque estamos preocupadas por no hacer lo suficiente. Hasta nos vemos atrapadas en la elección de prioridades entre los deberes para con la familia y los llamamientos en la Iglesia, cuando ambas cosas necesitan de nuestra lealtad y devoción.
Nos sentimos especialmente intranquilas al ver que nuestros bebés crecen hasta ser adolescentes; a veces es difícil verles convertirse en jóvenes independientes que crean tirantez en esas relaciones que tan seguras nos hacían sentir cuando ellos estaban en la cuna. Algunas personas de nuestra comunidad pasan por estas dificultades a solas, en hogares con padres o madres que se las tienen que arreglar para criar a sus hijos sin la ayuda del cónyuge. Pero el problema no es sólo la lista de dificultades, sino el tener que hacerles frente junto con el temor de que se nos ponga el pelo canoso, que nos crezca la barriga y que decaiga nuestra energía. De vez en cuando, aun siendo padres, también nos gustaría irnos de casa, pero no podemos encontrar las llaves del coche.
Bromas aparte, sabemos lo seria que es nuestra labor. Después de todo, somos la generación criada con la admonición de que “ningún éxito en la vida puede compensar el fracaso en el hogar”. A veces el peso de esa frase parece más de lo que podemos soportar; sin embargo he llegado a la conclusión de que cualquier cosa importante es pesada y difícil. Quizás el Señor lo diseñó de ese modo para que apreciáramos, retuviésemos y magnificásemos los tesoros que más importan. Al igual que el buscador de la parábola, también nosotros debemos estar dispuestos a ir y vender todo lo que tenemos a cambio de esas perlas de gran precio. Nuestra familia, junto con nuestro testimonio y nuestra lealtad al Señor, son las más preciadas de esas perlas. Me parece que estaremos de acuerdo en que por ese tesoro bien vale la pena pasar por cierta agonía y ansiedad. El que todo sea fácil puede, con el tiempo, llegar a desviarnos y dejarnos incapacitados para la eternidad.
Creo también que junto con la tarea se nos concede el talento. Al igual que Nefi, se me ocurre que Dios no nos pide hacer una cosa tan importante sin prepararnos la vía para que podamos lograrla. También ellos son hijos Suyos, y nunca debemos olvidar esa realidad, ni en las alegrías ni en las tristezas. Tenemos ayuda paterna adicional del otro lado del velo, pudiendo preguntarnos así, junto con los ángeles: “¿Hay para Dios alguna cosa difícil?” (Génesis 18:14). Con el transcurso de los años he recibido mucho consuelo de ese versículo, pues está orientado hacia la familia, y es el pasaje central de todo lo que ahora llamamos la descendencia de Abraham, Isaac y Jacob.
Al principio de nuestra vida de casados parecía como si también yo, al igual que Sara, fuese estéril. Mi médico nos dijo que existía una gran probabilidad de que no tuviésemos hijos, pero en mi corazón me sentía de otro modo y recordé a Sara. ¿Hay para Dios alguna cosa difícil? No, no si sus nombres son Matthew, Mary Alice y David. ¿Es demasiado difícil concebirlos, darlos a luz, cuidar de ellos, consolarlos, enseñarles, vestirles, esperar por ellos, ser paciente con ellos, llorar por ellos o amarles? No si son hijos de Dios, así como nuestros. No si recordamos esos sentimientos maternales que son, a mi parecer, los sentimientos naturales más fuertes del mundo. El presidente David O. McKay dijo una vez que la cosa más cercana al amor de Cristo por los hombres era el amor de una madre por su hijo. Todo lo que he sentido desde el 7 de junio de 1966 me dice que el presidente McKay tenía razón.
Cuando vengan los problemas, y vendrán; cuando se amontonen las pruebas, y lo harán; cuando abunde lo malo y temamos por la vida de nuestros hijos, podremos pensar en el convenio y en la promesa dados a Abraham, podremos pensar más concretamente en Sara y, junto con los ángeles, repetir la pregunta: “¿Hay para Dios alguna cosa difícil?”.
Si creen que las circunstancias de la vida no son las ideales, ármense de valor. Estoy comenzando a preguntarme si alguna vez las circunstancias de la vida son ideales. Permítanme poner mi propia vida como ejemplo.
A causa de las diversas asignaciones educativas y profesionales que hemos recibido, nos hemos mudado quince veces durante nuestra vida de casados. Cuando los niños comenzaron a venir, las mudanzas empezaron a convertirse en un mayor desafío para mí. Me preocupaban los ajustes, el adaptarse y el hacer amigos. La seguridad emocional de nuestros hijos ha sido para mí una fuente de gran inquietud a lo largo de nuestra vida tan ajetreada.
Cuando estábamos en los cursos de posgrado con dos niños pequeños, la casa de estudiantes en la que vivíamos estaba en el límite de la comunidad negra de New Haven, Connecticut. Casi todos los estudiantes de la zona llevaban a sus hijos a escuelas privadas o se saltaban los límites del distrito escolar. Debido a que no podíamos permitirnos el lujo de una escuela privada y a que sentíamos que no era honrado saltarnos a otro distrito, Matt era, literalmente, el único niño blanco de su clase en el jardín de infantes, y uno de los dos niños blancos de todo el colegio.
Todavía puedo recordar las lágrimas y el terror. Éste era mi primer hijo, el tesoro de mi vida, el niño con el que había puesto en práctica mis estudios de desarrollo infantil, el niño al que había enseñado a leer antes de cumplir los tres años, el niño del que estaba segura que llegaría a ser uno de los legendarios personajes de la civilización occidental. ¿Cómo podían sus comienzos educativos, sus primeras sensaciones fuera del calor y de la protección del nido, ser tan alarmantes, con tantos ajustes que hacer? Pero entonces recordé, así como recuerdo ahora, algo que George Bernard Shaw dijo una vez: “Las personas siempre le echan la culpa de lo que son a sus circunstancias. Yo no creo en las circunstancias. La gente que tiene éxito en esta vida es aquella que se levanta y busca las circunstancias que desea, y si no son capaces de encontrarlas, entonces las crean” (Mrs. Warren’s Profession, acto II).
Tras aferrarme a la esperanza de que quizás ésta era una de esas oportunidades de crecer, y luchando por controlar mis temores, me sumergí en la asociación de padres de alumnos de la escuela, y también me ofrecí como voluntaria para proporcionar capacitación musical en la escuela una vez por semana. Bueno, eso ocurrió en un momento que ahora parece muy distante, pero entonces y desde entonces han ocurrido muchas cosas, y sólo basta decir que somos enormemente bendecidos porque toda nuestra familia ha podido apreciar un mundo racial y cultural más amplio. No hace falta decir que Matt es el más sensible, cultural y racíalmente, de todos nuestros hijos.
Otro ejemplo del mismo período. Estábamos muy ocupados durante aquellos años que vivimos en el campo misional, los cuales requerían que el servicio en el barrio fuese mayor del habitual. Yo fui llamada a servir como presidenta de la Sociedad de Socorro, directora del coro de la Escuela Dominical y asesora de las Laureles. También me preocupaba que esas responsabilidades me privaran de mi relación de madre e hija con mi niña pequeña. Años después creía que cada cólico o dolor de su vida había sido sembrado, de algún modo, en aquel período. Mi sentimiento de culpa, real o imaginaria, era inmenso.
Con el tiempo y con la perspectiva adecuada, ahora puedo ver que a causa de mis preocupaciones le dediqué más tiempo para compensar las pérdidas, y esta hija se ha convertido en una jovencita de gran confianza en sí misma. Se siente muy cómoda consigo misma y conmigo, y nuestra relación es una de las más estimulantes que conozco.
Cuando nos mudamos a Provo, Utah, nos enfrentamos a otro momento muy absorbente de nuestra vida. El papel de la esposa de un rector de universidad puede llegar a ser un trabajo de entrega total de tiempo y esfuerzo. Al tener la casa situada en el mismo campus, mis hijos no tenían amigos que viviesen cerca. Había estudiantes que les señalaban, de manera educada pero todavía así visible, y que les recordaban que eran “los hijos del rector”. En muchos aspectos aquél fue un tiempo muy difícil, pero que trajo consigo sus propias bendiciones y oportunidades especiales. Tomamos la determinación de convertirlo en una experiencia muy rica y reconfortante, y creo que lo conseguimos. Me parece que Shaw tenía razón. No sólo que uno se somete a las circunstancias, sino que les da forma y las utiliza para sus mejores propósitos personales. Rara vez las circunstancias son ideales, pero nuestros ideales pueden prevalecer, especialmente cuando atañen a nuestro hogar y a nuestros hijos.
El presidente Spencer W. Kimbaíl escribió en cuanto a la atmósfera que rodeaba el hogar de su infancia: “El magnífico diario de mi madre recoge toda una vida de gratitud por la oportunidad de servir y el sentimiento de pesar por no haber podido hacer más. Recientemente sonreí cuando leí lo que escribió el 16 de enero de 1900. Ella servía como primera consejera en la Sociedad de Socorro de Thatcher, Arizona, y la presidencia fue a la casa de una hermana, donde el cuidado de un bebé enfermo había impedido que su madre se dedicara a coser. Mi madre llevó su propia máquina de coser, un pequeño almuerzo, su bebé y una silla alta, y empezaron a trabajar. Aquella noche escribió que había ‘hecho cuatro delantales, cuatro pantalones y empecé una camisa para uno de los niños’. Tuvieron que parar a las cuatro para ir a un funeral, por lo que no pudieron ‘hacer más que eso’. A mí me habría impresionado ese logro, en vez de pensar: ‘Bueno, no es mucho’“. El presidente Kimball prosigue: “Ése es el tipo de hogar en el que nací, un hogar dirigido por una mujer que emanaba servicio en todo lo que hacía” (Woman [Salt Lake City: Deseret Book, 1979], págs. 1-2).
¿Sabían ustedes que la madre del presidente Kimball falleció cuando él tenía once años, mientras su padre era presidente de una estaca que abarcaba desde St. Johns, Arizona, hasta El Paso, Texas?
¿Sabían que el presidente McKay tema solamente ocho años cuando se convirtió en el hombre de la casa? Su padre fue llamado a servir una misión en Gran Bretaña, dos hermanas mayores acababan de fallecer y su madre esperaba otro hijo. El padre del joven David sentía simplemente que no podía irse en esas circunstancias, pero su esposa le expresó de manera inequívoca que debía ir, cuando le dijo: “El pequeño David y yo nos arreglaremos muy bien con la casa”.
¿Sabían que el padre del presidente Heber J. Grant murió cuando Heber no tenía más que ocho días? El obispo de Heber no creía que el muchacho llegaría a demasiado en la vida porque dedicaba mucho tiempo a jugar al béisbol, pero su madre sabía lo que sólo una madre sabe, y ella moldeó el futuro de un joven profeta.
¿Sabían que el presidente Joseph Fielding Smith nació cuando su padre estaba sirviendo como miembro del Quorum de los Doce, y que sólo tenía cuatro años cuando su padre fue llamado como miembro de la Primera Presidencia?
¿Sabían que el presidente Joseph R Smith nació durante las terribles persecuciones que los Santos de los Últimos Días sufrieron en Misuri? ¿Sabían que cuando tenía cinco años estuvo al pie de los ataúdes de su padre, Hyrum Smith, y de su tío, el profeta José Smith, cuando sus cuerpos fueron llevados a la Mansion House de Nauvoo, Illinois, después de haber sido cruelmente asesinados por el populacho en la cárcel de Carthage? Quizás recuerden que el joven Joseph y su madre se enfrentaron a increíbles dificultades mientras iban de camino hacia el oeste, pero lo que puede que no recuerden es que al poco tiempo de llegar a Utah, Mary Fielding Smith murió, dejando huérfano al joven Joseph. Pero ella había hecho lo que nadie más podía hacer. Su hijo escribiría más tarde de ella: “Oh, Dios mío, ¡cuánto amo y aprecio la verdadera maternidad! Nada hay bajo los cielos que pueda sobrepasar mi amor eterno por la dulce, verídica y noble alma que me dio a luz… ¡Mi propia madre! ¡Ella era buena! ¡Era pura! ¡Era una Santa! Una real hija de Dios. A ella le debo mi existencia y mi éxito en la vida” (Don Cecil Corbett, Mary Fielding Smith, Daughter of Britain [Salt Lake City: Deseret Book, 1966], pág. 268).
¿Sabían que Brigham Young pasó sus primeros años ayudando a su padre a quitar árboles de un terreno nuevo y a cultivarlo? Él recordaba el cargar y conducir los tiros verano e invierno, medio vestido y con comida insuficiente hasta que le “dolía el estómago”. Su madre murió cuando él tenía catorce años, dejando numerosas responsabilidades domésticas a cargo del padre y de los niños.
Cuando sentimos el deseo de murmurar, cuando pedimos por más medios, más tiempo, más sicología, más energía, o si incluso deseamos no tener que hacerlo solos, detengámonos y preguntemos una vez más: “¿Hay para Dios alguna cosa difícil?”. Si una hija se pierde parte de la clase de ballet, quizás el sol vuelva a salir mañana.
Si Mary Fielding Smith hubiese escuchado nuestras quejas actuales mientras bendecía a sus bueyes enfermos y los levantaba de la muerte, habría sonreído a causa de nuestra consternación por cosas tales como el precio de la gasolina. Si nos parece que carecemos de algunas de las cosas que hemos visto en los hogares de los profetas, quizás lo que hayamos sufrido no sea demasiado, sino muy poco. ¿Puede ser que las repuestas sólo se reciban de rodillas, como se le requirió a nuestros profetas, mientras confiaban pacientemente en el Señor?
No vivimos en el mismo mundo, con las mismas dificultades, en el que vivieron nuestras abuelas ni nuestras bisabuelas. A medida que el mundo cambia, nuestros desafíos parecen ser más nuevos y más complejos, si no más desgarradores. Sin embargo, estoy convencida de que fracasamos en nuestras responsabilidades, como ellas fracasaron en las suyas, si no ejercemos el mismo tipo de fe que tenían ellas. Puede que un poco de ejercicio por la mañana nos ayude a enfrentarnos a una crisis con el lavado de la ropa, pero los mandamientos cristianos son necesarios para una salvación real, tanto emocional como eterna. Nuestras oraciones tienen que ser más fervientes y anhelantes, como lo fueron las oraciones de nuestras antepasadas, si deseamos obtener la salvación que buscamos.
Quizás ustedes se digan ahora: “Estoy orando de rodillas, pero las respuestas no vienen”. Todo lo que puedo decir es que el consejo del Señor parece ser que pidamos con mayor frecuencia, por más fieles que seamos al orar. ¿Tenemos las manos enrojecidas, como dijo el presidente Kimball, de tanto llamar a la puerta del cielo? ¿Nos “esforzamos en el espíritu” en el sentido de que realmente es un esfuerzo? Las mujeres aprecian la palabra esfuerzo como ningún hombre puede hacerlo. ¿Nos esforzamos espiritualmente para librar a nuestros hijos del mal en la misma medida en que nos hemos esforzado para traerlos al mundo? ¿Es justo pedir esto? ¿Seríamos Heles al no pedirlo?
“Alma se esforzó mucho en el Espíritu, implorando a Dios en ferviente oración que derramara su Espíritu sobre el pueblo” (Alma 8:10). Debemos, por lo menos, obrar así para que el Espíritu se derrame sobre nuestros hogares, sobre nuestra vida y sobre la de nuestros hijos. De hecho, Alma es un ejemplo excelente de un hijo que no sólo fue llevado al arrepentimiento de sus pecados, sino que fue criado para llegar a ser uno de los más grandes profetas nefitas. Todo ello fue el resultado de la fe y las oraciones de un padre justo.
Cuando el ángel se le apareció a Alma hijo y a los hijos de Mosíah, les dijo: “El Señor ha oído las oraciones de su pueblo, y también las oraciones de su siervo Alma, que es tu padre; porque él ha orado con mucha fe en cuanto a ti… por tanto, con este fin he venido para convencerte del poder y de la autoridad de Dios, para que las oraciones de sus siervos sean contestadas según su fe” (Mosíah 27:14).
Creo con todo mi corazón que la oración de fe es escuchada, es eficaz y es contestada. Creo especialmente que esto es verdad cuando oramos por los demás, y es particularmente cierto cuando oramos por nuestra propia familia e hijos.
El fiel estudio de las Escrituras suele ser otro hábito citado con frecuencia, aunque también omitido. Personalmente he hallado gran consuelo en este comentario del presidente Kimball: “Pienso en el espíritu de revelación que mi querida esposa invita a nuestro hogar a causa de las horas que ella ha dedicado cada año de nuestra vida de casados al estudio de las Escrituras, con el fin de poder estar preparada para enseñar los principios del Evangelio” (Woman, pág. 1).
¿A dónde debemos volvernos cuando oímos tantas voces confusas que intentan definir nuestro papel como madres en el mundo de hoy? ¿Estamos estudiando las iluminantes verdades del pasado, las palabras por las que los profetas han muerto y los ángeles han descendido? ¿Podemos hacerlas a un lado con total impunidad como el vasto almacén que son de las instrucciones más claras de Dios, y todavía gritar que nos ha abandonado en un mundo inicuo y alarmante? Debemos estar estudiando las Escrituras tal y como hizo el antiguo Israel, noche y día. Entonces recibiremos ayuda para solucionar nuestros problemas y superar nuestras preocupaciones, como destacó el presidente Kimball, por “el espíritu de revelación”.
De este modo, a través de principios sencillos, tradicionales y demostrados, como el de la ferviente oración, el estudio serio de las Escrituras, el ayuno devoto, el servicio caritativo y el paciente autodominio, las bendiciones del cielo destilarán sobre nosotros hasta incluir las manifestaciones personales del mismo Hijo de Dios.
El presidente Harold B. Lee prometió: “Si vivimos dignos, el Señor nos guiará mediante una manifestación personal, mediante Su propia voz, mediante Su voz hablando a nuestra mente o a través de impresiones a nuestro corazón y a nuestra alma” {Stand Ye in Holy Places [Salt Lake City: Deseret Book, 1974], pág. 144).
El presidente David O. McKay dijo: “Los corazones puros en un hogar puro están siempre a un susurro de distancia del cielo” (Dean Zimmerman, comp., Sentence Sermons [Salt Lake City: Deseret Book 1978], pág. 91).
Yo fui criada en un hogar puro por personas de corazón puro, y para mí esto ha marcado la diferencia. Cuando mi madre me llevaba en su vientre, mis padres vivían en una tienda de campaña, mientras mi padre buscaba trabajo en la época de la Segunda Guerra Mundial. Poco después de haberme concebido, mi madre enfermó y tuvo amenazas de aborto. El médico, cuyo consultorio estaba a 110 kilómetros de distancia, le dijo que si quería llegar a tener el bebé, debía permanecer en cama los nueve meses. Ella, sin quejarse, habla de las dificultades de mantener a dos activos niños pequeños entretenidos en una tienda, que era extremadamente calurosa en los meses de verano y fría en los de invierno, mientras estaba tumbada boca arriba en cama. Todos sus amigos y vecinos le aconsejaron que se pusiera en pie y que perdiera el niño de forma natural, porque iba a ser deforme de todas maneras. Pero mi madre, que me ha enseñado algunas cosas sobre la oración, el sacrificio personal, la perseverancia y la fe, perseveró.
Le agradezco a ella su devoción y reverencia por mi vida. Mucho de lo que siento sobre la maternidad y la familia lo heredé de esta santa mujer. Al margen del hecho tradicional, reconozco que le debo mi vida. Ella vive a un susurro de distancia del cielo.
Sí, hay respuestas para nuestras inquietudes. Algunas vienen de manera dolorosa y otras lo hacen muy, muy lentamente. Pero creo de todo corazón que las repuestas vendrán si creemos y seguimos a nuestro Señor Jesucristo.
























