Como en el cielo, así también en la tierra

Capítulo 3

Tiene todo que
Ver con El Corazón

por Patricia T. Holland

Todo niño tiene que practicar con su madre y, lo que es más importante, toda madre tiene que practicar con su hijo. Ésta es la manera que dispuso Dios para que los padres y sus hijos trabajen en favor de la salvación de unos y otros. Ello nos ayuda a recordar siempre que éstos son tanto hijos de Dios como nuestros y que, cuando necesitemos ayuda, podremos procurarla más allá del velo.


Cuando hace poco se le preguntó a una niña de cuatro años por qué estaba llorando su hermanito, ella miró al bebé, pensó por un instante y luego dijo: “Bueno, si usted tampoco tuviera pelo ni dientes y sus piernas fueran poco firmes, también usted lloraría”.

Todos venimos a este mundo llorando y un poco inseguros. La tarea que tienen los padres de criar a un recién nacido, de amar, guiar y desarrollar a ese niño, que de momento no es más que un montón de proyectos futuros, hasta que se convierta en un ser humano plenamente funcional, es el mayor milagro de la ciencia y la más grande de todas las artes.

Cuando el Señor creó a los padres, creó algo increíblemente cercano a lo que Él es. Aquellos de nosotros que tenemos hijos sabemos de manera innata que éste es el mayor de los llamamientos, la más santa de las asignaciones, y por eso el más ligero fracaso puede conducirnos a la desesperación.

Aún con nuestras mejores intenciones y los más sinceros esfuerzos, algunos de nosotros descubrimos que nuestros hijos no crecen como nos gustaría. A veces resulta muy difícil comunicarse con ellos; pueden estar pasando por problemas en la escuela, estar afligidos emocionalmente, ser rebeldes de manera abierta o ser terriblemente tímidos. Hay montones de razones por las que pueden sentirse algo inseguros.

Parece que aun cuando nuestros hijos no estén teniendo problemas, nos preguntamos con cierta inquietud cómo podemos mantenerlos apartados de senderos tan terribles. De vez en cuando pensamos: “¿Estoy haciendo un buen trabajo? ¿Saldrán adelante? ¿Debo regañarles o debo razonar con ellos? ¿Debo controlarlos o simplemente no darles demasiada importancia?”. La realidad tiene una manera de hacer que hasta los mejores de nosotros sintamos temor como padres.

Recientemente volví a leer la siguiente anotación de mi diario, la cual escribí cuando era una madre joven y ansiosa:

“Oro continuamente para no hacer nunca nada que pueda afectar emocionalmente a mis hijos. Si alguna vez les hiero en modo alguno, oro para que sepan que lo hice sin darme cuenta. A menudo lloro en mi interior por las cosas que puedo haber dicho o hecho sin pensar, y oro para no volver a caer en esas transgresiones. Deseo no haber hecho nada que dañe mi sueño de lo que quiero que mis hijos lleguen a ser. Anhelo tener guía y ayuda, particularmente cuando siento que les he fallado”.

Al volver a leer estas líneas después de todos estos años, me asombra ver que mis hijos estén creciendo sorprendentemente bien para tener por madre a un ser tan imperfecto. Comparto esto porque lo que quiero comunicarles es que soy igual que ustedes: una madre que lleva su carga de culpa por los errores del pasado, una carga de dudosa confianza por el presente y de temor al fracaso en el futuro. Por encima de todo, deseo que cada padre y madre tenga esperanza.

Debido a que casi ninguno de nosotros es un profesional del desarrollo infantil, pueden imaginarse por qué me animaría oír decir estas palabras a alguien que sí lo es. Un miembro del cuerpo docente de la Universidad Brigham Young me dijo un día: “Pat, el ser padres tiene muy poco que ver con la capacitación, pero tiene todo que ver con el corazón”. Cuando le pedí que se explicara, me dijo: “Con frecuencia los padres perciben que la razón por la que no se comunican más con sus hijos es que no son lo suficientemente hábiles. La comunicación no es tanto una cuestión de habilidad como de actitud. Cuando nuestra actitud es la de un corazón quebrantado y humilde, de amor y de interés por el bienestar de nuestros hijos, es entonces que estamos cultivando la comunicación. Nuestros hijos reconocen el esfuerzo que realizamos. Por otro lado, cuando somos impacientes, hostiles o rencorosos, no importan las palabras que escojamos ni cómo intentemos camuflar nuestros sentimientos. Esa actitud puede ser percibida por el discernimiento del corazón de nuestros hijos”.

Jacob dijo en el Libro de Mormón que debemos descender hasta las profundidades de la humildad y considerarnos insensatos ante Dios si queremos que nos abra la puerta de los cielos (véase 2 Nefi 9:42).

Esa humildad, incluyendo nuestra habilidad para admitir nuestros errores, parece ser un elemento básico tanto para recibir ayuda divina como para ganarnos el respeto de nuestros hijos.

Mi hija es una joven dotada para la música. Durante muchos años creí que no desarrollaría ese talento a menos que me apareciese de repente por detrás del piano y supervisase sus prácticas de manera insistente como si de un Simón Legree se tratase, el tratante de esclavos del clásico La cabana del tío Tom. Un día, a comienzos de su adolescencia, me di cuenta de que mi actitud, la cual probablemente fuese útil en un principio, estaba ahora afectando visiblemente nuestra relación. Atrapada entre el temor de que no desarrollase plenamente su talento divino y la realidad de un aumento de tensión en cuanto a dicho asunto, hice lo que había visto hacer a mi propia madre siempre que se enfrentaba a una dificultad seria. Me recluí en mi lugar secreto y derramé mi alma en oración, buscando la única sabiduría que me podría ayudar a mantener abierto ese conducto de comunicación: el tipo de sabiduría y de ayuda que procede de la lengua de los ángeles. Al incorporarme, sabía lo que debía hacer.

Debido a que sólo restaban tres días para la Navidad, le di a Mary, a modo de regalo personal, un delantal al cual le había cortado a propósito las cintas para atarlo, y en un bolsillo pequeño del mismo puse una pequeña nota que decía: “Querida Mary, discúlpame por el conflicto que he originado al haber actuado como un sargento con lo del piano. Debo haberme comportado como una tonta. Perdóname. Te estás convirtiendo en una mujercita por derecho propio, y a mí sólo me preocupaba que no te sintieras plenamente confiada y realizada como mujer si dejabas tu talento incompleto. Te quiero. Mamá”.

Poco más tarde, ese mismo día, ella me buscó y me dijo en un rincón tranquilo de nuestro hogar: “Mamá, sé que quieres lo mejor para mí. Lo he sabido toda mi vida. Pero si alguna vez voy a tocar bien el piano, soy yo la que tiene que practicar, no tú”. Entonces me abrazó y dijo con lágrimas en los ojos: “Me he estado preguntando cómo enseñarte esto, y de algún modo lo supiste por ti misma”.

Ella ha ido evolucionando, por elección propia, hacia un desarrollo musical más disciplinado, y yo estoy siempre cerca para animarla.

Cuando Mary y yo recordamos aquella experiencia años más tarde, ella me confió que mi disposición para decir “lo siento, cometí un error, perdóname”, le dio una mayor sensación de valor propio, pues le hizo saber que era tan preciada como para merecer que su madre le pidiese disculpas, y que a veces los hijos tienen razón. Me pregunto si la revelación personal viene siempre sin considerarnos insensatos ante Dios. Me pregunto si el llegar a nuestros hijos y enseñarles requiere de nosotros que nos volvamos más como niños. ¿No debiéramos compartir con ellos nuestros mayores temores y sufrimientos, así como nuestras grandes esperanzas y dichas, en vez de simplemente tratar de adoctrinarles, dominarles y reprenderles una y otra vez?     

Cuando nuestro hijo menor, Duffy, tenía once años y se preparaba para jugar al fútbol americano como defensa, pasó tres días seguidos saliendo de algún rincón de nuestra casa para abalanzarse sobre mí, como si de la gran final se tratase. La última vez que lo hizo, y al intentar yo esquivar semejante tornado, caí al suelo, golpeé una lámpara y me encontré con el codo torcido y a la altura de las cejas. Perdí la paciencia por completo y le di una zurra por haberme tomado por su saco de boxeo.

Su respuesta me derritió el corazón, cuando me dijo con lágrimas cayéndole por las mejillas: “Pero mamá. Eres mi mejor amiga y pensé que para ti era igual de divertido que para mí.”. Y añadió: “Llevo mucho tiempo planeando lo que voy a decir cuando me entrevisten después de ganar mi primer gran trofeo. Cuando me pregunten cómo he llegado a ser tan buen jugador, les diré: ‘¡Practiqué con mi madre!’“.

Todo niño tiene que practicar con su madre y, lo que es más importante, toda madre tiene que practicar con su hijo. Ésta es la manera que dispuso Dios para que los padres y sus hijos trabajen en favor de la salvación de unos y otros. Mencioné anteriormente que todos venimos al mundo llorando. Al considerar todos los propósitos que tiene la vida para hacernos humildes, quizás sea comprensible que continuemos derramando alguna que otra lágrima de vez en cuando. Ello nos ayuda a recordar siempre que éstos son tanto hijos de Dios como nuestros, y, por encima de todo, el saber que cuando necesitemos ayuda podremos procurarla más allá del velo, debiera darnos un fulgor perfecto deesperanza.       

Testifico que Dios nunca perderá la esperanza que tiene depositada en nosotros en esta experiencia diseñada celestialmente, y nosotros no debemos perder la esperanza que tenemos en nuestros hijos, ni en nosotros mismos.   

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