Como en el cielo, así también en la tierra

Capítulo 5

La Consolación con
la que somos consolados

por Patricia T. Holland

Cuando a veces nos sentimos totalmente solos, o sufrimos el mayor de los dolores, es cuando sentimos que Dios no está con nosotros; es el momento en el que nos consideramos completamente abandonados por Él. Pero nuestro deseo de ejercer esa gran  fe  hacia Su abrazo cuando menos seguros estamos de Su presencia, podría ser el hecho más importante de nuestra vida.


Las cosas que más me importan, las que más deseo ejemplificar, son los aspectos más apacibles y menos visibles de la vida. Los tipos de virtudes que deseo defender, si soy capaz de ello, son personales, y no profesionales. Me gustaría ser recordada como una esposa, una madre y una amiga, una amiga personal y cariñosa. Tengo la esperanza de que estas metas modestas puedan llegar a calificarme como a una mujer ejemplar. Recibí estos valores de mis amados padres, unos padres que, junto con mi querida suegra, mi esposo y mis hijos, me han dado días y noches de un apoyo personal alejado del punto de mira de la aparición en público y del aplauso. Ellos han sido siempre ejemplos hermosos de un gran amor y de un servicio apacible.         

Para poder hablar del servicio debo comenzar donde comienzan todas las cosas: con Dios. Muchos de nosotros queremos servir pero no lo hacemos o sentimos que no podemos, bien porque nos consumen nuestros propios problemas o porque simplemente carecemos de la confianza para extender nuestra mano. Todos queremos ser más caritativos, más generosos y más cariñosos. Se nos ha dicho una y otra vez que el verdadero sentido del valor propio procede del servicio, que para hallar nuestra vida debemos perderla. Aun así, con demasiada frecuencia, algo entorpece nuestra capacidad y nuestros esfuerzos.

Quiero hablar a aquéllos que desean servir pero que sienten que adolecen del valor, de la fuerza o de la habilidad para hacerlo, y para ello necesito hablar de Dios.

Una noche, mientras oraba en cuanto a cómo abordar este problema tan complicado, sentí que era conducida a las palabras de Pablo, y en un pasaje poco conocido y poco citado leí: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios” (2 Corintios 1:3-4).

No soy capaz de expresar el poder y la paz que sentí cuando leí este pasaje. ¡Qué mundo de significado e instrucción estaba condensado en esas líneas sencillas! Concéntrense por un momento conmigo en la primera promesa, que Dios es el Dios de toda consolación, y consideraremos la segunda mitad del versículo más adelante. Ya que todos necesitamos consuelo en tantos momentos diferentes a lo largo de cada día de nuestra vida, resulta maravillosamente reconfortante que nuestro Dios, nuestro Padre, sea “Dios de toda consolación”. Esa frase, “de toda consolación”, me da a entender que no sólo no existe una fuente mayor de solaz y de fortaleza, sino que, técnicamente hablando, no hay otra fuente.

Tras muchos años en el campus de la Universidad Brigham Young, con tantas oportunidades para hablar con cientos de estudiantes, he llegado a darme cuenta de que prácticamente cada uno de nosotros lleva cargas y temores que nos agotan y nos oprimen enormemente. Creo que resulta obvio que las cargas emocionales y las luchas espirituales que he visto llevar a la gente son mucho más pesadas y terribles que las perspectivas de cualquier limitación física que tengamos que enfrentar en la vida. De acuerdo con un estudio reciente sobre salud mental en América, la desfasada y simple preocupación es uno de los pocos problemas emocionales que están en auge por razones no del todo claras para los médicos y los científicos del comportamiento. La doctora Claire Weekes, al intentar descubrir un patrón para esta preocupación espiritual y emocional, dijo: “El problema básico es el temor. La culpa abre la puerta al temor. La ansiedad, la preocupación, el terror, el conflicto e incluso la tristeza no son sino variantes disfrazadas del temor” (Hope and Help fot Your Nerves [Nueva York: Hawthorn Books, 1969], pág. 21).

Es en respuesta a estos mismos desafíos de nuestra época que nuestro Padre Celestial acude a nosotros como “Padre de misericordias y Dios de toda consolación”. Qué tranquilidad y recompensa el saber que esta ayuda que todo lo abarca está a nuestro alcance en los momentos de ansiedad. No hace falta preguntarse por qué le llamamos Padre.          

Pero, ¿verdaderamente nos imaginamos a un padre de verdad cuando oramos? ¿Pensamos en Él? ¿Realmente pensamos en Él como nuestro Padre? ¿Dedicamos tiempo a estar de rodillas intentado esbozar al ser al que oramos? Quisiera sugerir un procedimiento que a mí me da resultado. No es mi intención que éste se convierta en un ritual para todos, sino en una motivación.

Busquen un lugar privado y arrodíllense cómodamente y con calma en el centro del cuarto. No digan nada por unos momentos, tan sólo piensen en Él. Arrodíllense y sientan la cercanía de Su presencia, Su calor y Su paz. Expresen con humildad su gratitud por cada bendición, por cada cosa buena de la que disfrutan. Compartan con Él sus problemas y sus temores, háblenle sobre cada uno de ellos y deténganse el tiempo suficiente para recibir Su consejo. Les prometo que descubrirán que Sus hombros son lo bastante anchos para las cargas de ustedes.

Sin embargo, el desplegar toda nuestra carga de problemas sobre los hombros de El no es un asunto sencillo, pues también se requiere el ejercicio de toda nuestra fe. Cuando a veces estamos totalmente solos, o sufrimos el mayor de los dolores, es cuando sentimos que Dios no está con nosotros; es el momento en el que nos consideramos completamente abandonados por El y por los demás. Pero nuestra disposición a confiar en que El nos consolará, especialmente en los momentos difíciles, la disposición para poner en práctica la fe hacia Su abrazo cuando menos seguros estamos de Su presencia, bien podría ser el hecho más importante de nuestra vida. Cuando tratamos con Él nuestros temores y frustraciones con plena confianza en que nos ayudará a resolverlos, cuando liberamos de tal modo nuestro corazón, nuestra mente y nuestra alma de toda ansiedad, descubrimos de manera milagrosa que Él aún puede infundir en nosotros toda una nueva perspectiva. Puede llenarnos con “ese gozo que es inefable y lleno de gloria” (Helamán 5:44) aun en medio de nuestra angustia. Me resulta significativo que esta promesa de un gozo que es inefable y lleno de gloria llegara a Nefi y a Lehi, hijos de Helamán, en un momento de terrible dificultad, pues estaban en una prisión, enfrentándose a una opresiva oposición a su obra. Pero fue ahí, en medio de tales obstáculos, que “el Santo Espíritu de Dios descendió del cielo y entró en sus corazones; y fueron llenos como de fuego”. Entonces leemos que una voz vino a ellos, “una voz agradable, cual si fuera un susurro, diciendo: ¡Paz, paz a vosotros por motivo de vuestra fe” (Helamán 5:45-47).

Durante mi infancia tuve una experiencia en la que estuvieron involucrados el fuego, el temor y la fe. Aprendí algo sobre los milagrosos dones y el poder de Dios a la tierna edad de nueve años. Tras haber pasado la mayor parte de mi niñez compitiendo alegremente con dos hermanos mayores y tres pequeños, a esa edad no era muy dada a jugar con muñecas. Mis ideas favoritas en cuanto a diversión familiar eran montar a caballo, ordeñar vacas, jugar a las canicas, cazar conejos salvajes y, dependiendo de la estación, patinar sobre hielo o nadar en la laguna de Holt. Todo esto tuvo lugar, por cierto, en el pequeño y humilde pueblo de Enterprise, Utah, toda una comunidad de fe fundada y colonizada por mi bisabuelo.

Mi legado estaba ricamente sembrado de relatos del valor mormón de los pioneros, por lo que mi prima y yo, cuando no estábamos actuando como muchachos, pasábamos la mayor parte del tiempo imaginando que éramos grandes mujeres pioneras. Un día, después de la escuela, llevamos nuestros caballos hasta la cima de un cerro cercano, donde, con gran imaginación y todos los ingredientes auténticos a mano (una lata de alubias, dos costillas de cerdo, dos patatas, dos piedras de mechero, una pequeña caja de cerillas a modo de refuerzo para las piedras de mechero, y una olla) hicimos los preparativos para “cocinar nuestra manduca”.     

La cena salió bien, y dado que ninguna comida pionera podía estar completa sin nuestros malvaviscos, nos pusimos a buscar unas varillas en las que poder insertarlos y cocinarlos. Poco después regresamos para descubrir que el fuego estaba completamente fuera de control, al menos parecía estarlo para dos aterrorizadas niñas de nueve años. Al aumentar su intensidad, pudimos ver que iba en dirección a la casa, los cobertizos y los animales del señor Windsor.

De repente nos estábamos enfrentando a un verdadero problema pionero. Fieles a la fe que nuestros bisabuelos habían atesorado, sabíamos que nuestra única esperanza tenía que ser de carácter celestial. De manera instintiva y simultánea nos pusimos de rodillas, llorando, suplicando, orando vocalmente en busca de la ayuda y del poder divinos. Oramos con todo nuestro corazón, mente y alma, como si nuestra vida dependiera de ello, como sólo las niñas de nueve años saben orar, con una fe absoluta, sin dudar en nada. Aquel día Dios estuvo con nosotras en lo alto del cerro, y me atrevería a decir que estuvo también con todo el poblado. (Cierro los ojos y puedo imaginarme los titulares: “Dos cocineras de nueve años asan por completo el pueblo de Enterprise”). Él puede controlar, y de hecho controló, nuestro seto ardiente. Creo que fue a partir de ese momento que llegué a saber, sin dudar en nada, que el poder de Dios es grande y que las oraciones de los niños son contestadas.

He descubierto, a medida que he vadeado más experiencias en la vida, que es casi más fácil tener fe en lo milagroso, especialmente desde la perspectiva de un niño de lo que es milagroso, que entregarle a Dios nuestras preocupaciones, inquietudes y ansiedades cotidianas, las cuales vamos acumulando como una “nube de tinieblas”. De los mismos versículos relacionados con el fuego que se concedió a Nefi y a Lehi en la prisión, podemos leer: “¿Qué haremos para que sea quitada esta nube de tinieblas que nos cubre? Y les dijo Amínadab:… que tengáis fe en Cristo… y cuando hagáis esto, será quitada la nube de tinieblas que os cubre” (Helamán 5:40-41).

Este fulgor de esperanza y de gozo inefable en el poder y la consolación de Dios viene, para mí hasta en los asuntos de cada día, sólo tras haber ejercido fielmente mi derecho a Su Espíritu. Si en mi corazón acudo a Dios en el momento en que siento la más mínima percepción de temor (o de tinieblas, o de preocupación), en vez de aguardar a que vaya aumentando, si hablo con Dios como si fuese el amigo en el que más confío, mi más sabio consejero, y continúo hablando con él en mi corazón o de rodillas, puedo ver siempre un rayo de luz al final de las negras sombras. La mayoría de las veces puedo salir de Su presencia cantando en mi corazón, lo cual no quiere decir que mis problemas hayan desaparecido (probablemente no ha sido así), pero de algún modo tengo el poder de elevarme por encima, alrededor y a través de esas nubes de tinieblas con una mayor calma y paz. Sé que con el tiempo Él me ayudará a disiparlas por completo.

Mediante la consoladora y protectora gracia de Dios se nos aleja de la pena y de la desesperación, y somos elevados por encima de nuestras debilidades hasta la cima misma de la trascendencia pacífica y espiritual que, sin el “Padre de toda consolación”, tan sólo podríamos soñar con acariciar de lejos. Un poeta francés, Guillaume Apollinaire, escribió una vez:

Acércate al borde.
No,pues caeremos.
Acércate al borde.
No, pues caeremos.
Se acercaron al borde,
Él los empujó y ellos volaron.

Uno de los pasajes de las Escrituras favoritos de mi esposo se encuentra en Isaías: “¿No has oído que el Dios eterno es Jehová, el cual creó los confines de la tierra? No desfallece, ni se fatiga con cansancio… Él da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas del que no tiene ningunas… los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarán alas como las águilas; correrán, y no se cansarán; caminarán, y no se fatigarán” (Isaías 40:28-31). 

La actitud exuberante de mi esposo es tan increíblemente contagiosa que no creo que mucha gente pueda estar a su alrededor durante mucho tiempo sin sentir que también ellos tienen alas. He tenido la oportunidad de verle poner éste y otros pasajes en práctica en su vida en muchas ocasiones. Hubo una experiencia que tuvo lugar cuando estábamos en la escuela de posgrado, en una época muy agotadora para todos nosotros, pero especialmente para él, esposo dedicado y padre amoroso de dos niños pequeños, quien además tomaba la pesada carga de un programa difícil en la Universidad de Yale. Para llegar a fin de mes con un presupuesto muy limitado impartía una clase en el instituto de religión de New Haven, Connecticut, y otra en el Amherst College de Massachusetts; esta última requería que viajase en coche unos trescientos treinta kilómetros cada semana. Servía, además, como consejero en la presidencia de la estaca.

Parecíamos tener muy poco dinero y aun menos tiempo, y nos quedábamos sin ambos con mucha regularidad.

A causa de nuestra situación familiar y de la responsabilidad que Jeff sentía por nosotros, tomó la determinación, apoyado por sus profesores, de realizar el examen oral con una antelación considerable respecto a sus compañeros de clase, casi un año antes que algunos de ellos. Se lanzó vigorosamente a la preparación del mismo, pero la presión era inmensa. Sabía que el comité examinador sería particularmente consciente de que se le examinaba muy pronto e iban a asegurarse de no dejarle pasar con una preparación mediocre. Lo peor de todo era que fracasar en este agresivo primer intento retrasaría con toda seguridad nuestros planes, mucho más que si aguardara a tomar el examen con el resto de los estudiantes.

Desde que conozco a Jeff, al momento de tener una carga de cualquier tipo, siempre ha comenzado un ayuno y ha tratado el asunto directamente con el Señor. Nunca olvidaré la noche en la que tenía que decidir tomar el examen o no en esa fecha, una especie de “Ser o no ser” al estilo de New Haven. Aquéllas fueron horas de ansiedad y desasosiego, y sí, de verdadero temor al fracaso, a la responsabilidad, al exceso de confianza o a la falta de ella, temor a un aparentemente ilimitado número de consecuencias que afectarían como mínimo a cuatro personas, en vez de a una sola. Todos sentíamos una carga pesada de responsabilidad, que en definitiva descansaba sobre los hombros de Jeff.                             

Ayunábamos y orábamos; vivíamos el Evangelio lo mejor que sabíamos; nos esforzábamos por ser lo que Dios quería que fuésemos, y éramos creyentes. Al final de aquel día de ayuno, cuando suplicamos al Señor respecto a lo que nos parecía que era un asunto muy serio, no creo haber visto en toda mi vida a un ser humano tan radiante. Realmente Jeff irradiaba un “fulgor de esperanza” y estaba lleno de un “gozo inefable”. Hasta el día de hoy todavía conservo fresca en el recuerdo la imagen de su rostro. Todo su ser parecía brillar. Las únicas palabras que recuerdo que él dijera fueron: “Todo va a estar bien”. Así fue, así es, y así será siempre.

Éste es un relato común tomado de nuestros días comunes de estudiantes, el cual tiene el propósito de recordarnos que el Señor “da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas del que no tiene ningunas”. Con fe podemos levantar “alas como las águilas”, en los brazos mismos del “Dios de toda consolación”, el cual sonríe ante nuestros temores infantiles y comprende toda duda constante. Él es nuestro Padre y escucha nuestras oraciones, y siempre que acudamos a Él buscando diligentemente Su Espíritu — un privilegio no limitado por el tiempo, el lugar ni las circunstancias — seremos llenos de luz y nuestra carga nos será aligerada. Es un don de Dios.

George MacDonald escribió: “Allí donde está el espíritu del Señor hay libertad; no hay velo alguno, sino vía libre y una percepción e impresión claras y radiantes. Allí donde no está el espíritu del Señor hay esclavitud en todo momento, apatía, oscuridad y estupidez” (Getting to Know Jesús [Nueva York: Ballantine, 1987], pág. 5).

Para ser sincera, no estoy interesada en más “apatía, oscuridad y estupidez” de la que ya siento. Entonces, ¿por qué no tenemos con nosotros el Espíritu del Señor con más frecuencia de la que lo tenemos? En realidad, nada ocupaba más mis pensamientos cuando era joven que por qué continuaba teniendo temor o sintiéndome “apática, oscura y estúpida”, como escribió George MacDonald, cuando tenía tanta fe y en ocasiones había sido capaz de mover una montaña de verdad, ¡o por lo menos de evitar que se quemase una! Éste me resultó siempre un misterio grande y muy molesto cuando estaba en la escuela, y pensé en él durante mucho, mucho tiempo.    

Al echar ahora una mirada en el tiempo tras muchos años de experiencia y de perspectiva, me pregunto si quizás muchas de esas dudas personales e inseguridades vienen porque realmente tememos a Dios. ¿Todavía lo vemos como el Dios del Antiguo Testamento, lleno de ira, de enojo y de venganza? ¿Continuamos actuando o llevando a cabo nuestros deberes porque tememos Su juicio y Su castigo? ¿O actuamos movidos por nuestro amor por El con el conocimiento absoluto, sin dudar en nada, de que Él verdaderamente nos ama? Él es el “Padre de misericordias y Dios de toda consolación”. Ahora lo creo y deseo que todos lo creamos.

Admito tímidamente que ha habido demasiadas ocasiones en mi vida en las que he dado por sentado que el amor que Dios tiene por mí era un amor condicional, que de algún modo yo tenía que ser absolutamente perfecta para poder recibirlo, y que alguna chiquillada que hubiera cometido, pensado o dicho me haría ser indigna de ese amor. A veces me he sentido como si mi habilidad para pedir la ayuda de Dios dependiese totalmente de mi propia rectitud. Estoy segura de que mucha gente se ha sentido así.

Me ha resultado reconfortante el darme cuenta de que tras muchos años se me han otorgado un sin fin de bendiciones. Se me ha ayudado y recompensado mucho más allá de mis mejores sueños y esperanzas, y todo ello a pesar de esas imperfecciones que yo sabía que tenía y que tanto me preocupaban. Pat Holland, la imperfecta, la incapaz y la carente de confianza, ha recibido todas esas respuestas a sus oraciones y toda esa enormidad de bendiciones. Si la imperfección puede proporcionar tal consuelo, ¿qué nos depara el futuro si verdaderamente mejoramos en este aspecto de vivir la vida de manera perfecta?

Catherine Marshall, cuyos escritos he llegado a admirar a causa de su plena confianza en Dios, escribió sobre un momento de su vida en el que estaba llena de descontento consigo misma, de dudas y de preguntas, y tenía grandes temores acerca de su dignidad y continua nulidad para con Dios. Dijo que le pidió ayuda urgentemente, y que le vinieron estas palabras de consuelo absoluto:

“Eres mi hija amada, Catherine. Descansa en este amor… Deja de hacerte tantas preguntas. Deja de ponerte a prueba, de tomarte la temperatura espiritual. ‘¿Quiere el Señor que haga esto o aquello? ¿Es bueno esto? ¿Es bueno esto?’ Ésta es la fuente de la confusión que sientes.

»Eres Mi hija, Mi discípula. Te acepté hace mucho tiempo, tal y como eres, tal y como creces.           

“Todavía eres aceptada…

“Esta prueba nerviosa es la obra de Satanás, para inquietarte, para confundirte, para hacerte caer de la base de tu creencia…

“No temas. [Mi] gozo barrerá tu temor y tus incertidumbres” (A Closer Walk [Nueva York: Avon Books, 1987], pág. 132).

Con esta súplica de alguien que busca una confirmación para ser útil, podemos recordar la segunda parte del pasaje de 2 Corintios: “El cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios”. ¡Qué idea tan magnífica! Tenemos derecho al amor, a la confirmación y al consuelo de Dios, al menos en parte, para que podamos hacer llegar este don a otras personas.

El nexo entre el consuelo que Dios nos da y nuestro consuelo o servicio a los demás es una idea poderosa. Tal ánimo de magnificar el amor de Dios por medio de otras personas aparece en este maravilloso consejo del libro los hermanos Karamazov, de Dostoievski. El padre Zossima está hablando con una mujer que tiene gran temor respecto a sus incapacidades, como Catherine Marshall y el resto de nosotros, y de este modo se encuentra separada y distanciada del resto de la gente.     

“No temas nada, nunca tengas miedo”, dice Zossima, “y no te irrites… ¿Puede existir pecado alguno que exceda el amor de Dios? Piensa sólo en el arrepentimiento… pero desecha todo temor. Cree que Dios te ama como no puedes ni imaginar… Se ha dicho en el pasado que hay más gozo en el cielo por un pecador arrepentido que por diez hombres justos. Ve y no temas. No te resientas con los hombres y no te enfades si te equivocas. Perdona…

“Si eres penitente, amas”, prosigue Zossima. “Y si amas, eres de Dios. Todas las cosas son expiadas y salvadas por el amor. Si yo, un pecador como tú, soy amable contigo y me compadezco de ti, ¿cuánto más lo hará Dios? El amor es un tesoro de valor tan incalculable que puedes redimir al mundo entero gracias a él, y expiar no sólo tus propios pecados, sino los pecados de los demás. Vete y no tengas miedo” (Nueva York: The Modern Library, pág. 51).

Ese mandamiento de ir, de avanzar y ascender con confianza en Dios es por el propósito expreso de bendecir a los demás, de traer a los demás a la plenitud de la fe en Dios y al gozo del Evangelio de Cristo.

Una noche invité a mi hijo ex misionero a sentarse conmigo y a tratar esta idea de obtener confianza para bendecir a otras personas. Aunque ahora parezca difícil de creer, hubo una época en la vida de Matt en la que era muy tímido y temeroso.

Nos mudamos a Provo para asumir la nueva responsabilidad de Jeff en una etapa muy difícil para Matt. Acababa de comenzar la secundaria, el cual es, como mínimo, un tiempo de considerable inseguridad para un adolescente, y seguro que era así en un nuevo vecindario, sin ni siquiera un amigo y, además, llevando a todas partes las letras rojas de “HR”, la pesada etiqueta de “hijo del Rector”.

Cuando nos sentamos a charlar en el salón, él compartió conmigo algo que nunca me había dicho en esos momentos de dificultad. Dijo que siendo un asustado y solitario muchacho, nuevo en una escuela nueva, durante muchos meses repitió palabra por palabra exactamente la misma oración. Me dijo: “Cada noche oraba y pedía: ‘Padre Celestial, bendíceme para que pueda jugar en el equipo de baloncesto del colegio, bendíceme para que pueda ser un buen estudiante y bendíceme con la confianza suficiente para hacer amigos’“.     

Al poco tiempo, todas esas oraciones fueron contestadas. Jugó en el equipo de baloncesto del colegio, fue un buen estudiante e hizo muchos amigos; pero aquella noche me dijo: “No fue sino hasta que serví mi misión que me di cuenta de que en el asunto de la confianza había tomado un camino completamente equivocado. Fue sólo en el intenso deseo de mi corazón de servir a las personas como misionero que hallé el significado de la verdadera confianza.      

“Cuando pedía por mis propias necesidades en aquellos años de secundaria, no recibía ese alivio. Aun hoy, si pido ayuda a Dios para tener más popularidad o caerle bien a la gente, pierdo esa confianza. Pero en la misión, cuando quería ser capaz de llegar hasta los incrédulos para el beneficio de ellos, a causa de lo que sabía que podía darles, tenía la confianza de Josué y de Jeremías juntos. Sabía que podía llegar hasta ellos de algún modo, y tenía esa fantástica certeza propia a causa de que era para el beneficio de alguien más. Siempre veré la autoconfianza de manera diferente gracias a mi misión.

“La confianza”, concluyó, “es un don de Dios que nos permite servir a los demás”.

El mismo Zossima, al que nos referimos antes en la novela de Dostoievski, refuerza este mismo principio importante, no con un creyente como Matt, sino con una incrédula, una mujer que ha perdido la fe y que quiere saber cómo recuperarla. No nos sorprende que le aconseje servir, buscar y consolar a los demás con el mismo consuelo que ella desea tener.

“[Debes tener] la experiencia del amor activo”, le dice. “Lucha por amar a tu prójimo de manera activa e incansable. A medida que progreses en el amor, crecerás en la certeza de la realidad de Dios y de la inmortalidad de tu alma. Si te sujetas a un olvido perfecto en el amor de tu prójimo, entonces creerás sin dudar, y ninguna duda puede entrar en tu alma. Esto ha sido probado y es cierto”.

Dios quiere tanto que bendigamos a los demás, y que hallemos nuestra vida al perderla, que contesta nuestras oraciones con frecuencia y con propósito, al igual que las de los demás, por medio de nuestras obras de interés y de consuelo. En muchas ocasiones he oído decir a la gente: “Estaba orando para que viniese alguien, y Dios te envió a ti. Estaba sola y tú entraste por la puerta. Estaba desanimada hasta que me dijiste ‘hola’. Estaba triste y tú me escribiste aquella nota. Tenía miedo hasta que me tomaste de la mano”. Éstas son muestras de amor activo.

Uno de nuestros alumnos de la Universidad Brigham Young, David Rodebeck, compartió conmigo el siguiente relato. Podernos aprender mucho de los hechos de dos jovencitas que entienden que el consuelo y la compasión de Dios con frecuencia tienen que llegar a los demás por medio de nosotros.  

Estas dos alumnas eran el tipo de cristianas que a todos nos gustaría ser. Hasta estudiaban las Santas Escrituras diariamente con el propósito expreso de aprender más de los atributos y de las doctrinas de Jesucristo. Y de manera apacible pero inevitable, esos atributos divinos van surgiendo. Las dos estudiantes, por supuesto, tienen sus propias dificultades, algunas de las cuales son serias, aunque quizás no tanto como los problemas de otra persona.

Al caminar una tarde por los alrededores del Templo de Provo, vieron a una joven indígena norteamericana, una alumna nueva en la universidad, que estaba sentada a la afueras del templo, bañando el césped con sus lágrimas. Era una estudiante excelente que toda su vida había soñado con asistir a la Universidad Brigham Young. Finalmente su sueño se había hecho realidad, pero ahora, unas semanas más tarde, había obtenido unas pésimas notas en los exámenes parciales y, muy lejos de allí, su familia estaba deshaciéndose, con la vida de la madre corriendo peligro a manos de un padre borracho. El dinero de la joven se había esfumado, no podía encontrar empleo alguno, no tenía amistades, y estaba perdiendo la salud y las buenas notas a causa de todo ello. ¡No es de extrañar que llorase! ¡Ni es de extrañar que hubiese acudido a los terrenos del templo para orar!

Estas dos jóvenes, llevando en sus rostros la imagen de ángeles consoladores, se detuvieron a charlar con ella. Hablaron por más de una hora y luego las tres se fueron cada una por su lado; pero sus caminos no se separaron, pues cada pocos días, ya fuese que tuviesen tiempo o no, las dos visitaban a aquella joven temerosa o le dejaban una nota en la puerta. Cada vez el mensaje era el mismo en esencia, aunque no necesariamente con estas palabras: “Te amamos. Dios te ama. Permite que tu corazón sea consolado ‘porque toda carne está en mis manos’. ‘Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro auxilio en las tribulaciones… Estad quietos, y conoced que yo soy Dios’ “ (D&C 101:16; Salmos 46:1,10).

Por supuesto que las pruebas no desaparecen al instante; algunas de ellas ni siquiera disminuyen. Pero la joven cambió. Desconozco lo que ella sabía de Dios con anterioridad a aquel solitario atardecer de octubre — obviamente sabía cómo orar —, pero ahora sabe algo acerca de Él que no sabía antes. Ella ha visto al “Dios de toda consolación” en dos jóvenes de su edad. Sabe que una y otra vez Él envió a Sus dos discípulas a su rescate, dos mujeres cuyos apellidos ni siquiera conoce, y sabe que Él las envió porque la ama.

Nuestro Padre Celestial nos ama a todos, a pesar de nuestros temores, nuestros errores, nuestra obvia falta de talentos y de confianza. Al abrazar plenamente esta verdad, seremos llenos de un fulgor de esperanza y de un gozo inefable.

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