Como en el cielo, así también en la tierra

Capítulo 6

La Perspectiva de una
Mujer sobre El Sacerdocio

por Patricia T. Holland

Resulta evidente que nuestro mayor desafío es el de vivir lo suficientemente dignos de conocer paso a paso la voluntad del Señor en relación a nosotros, recordando que, de vez en cuando, lo que quizás queramos hacer hoy a causa de las modas y de las vanidades del mundo puede que no sea lo que hayamos acordado hacer tiempo atrás. Finalmente debemos decir, al igual que María: “Hágase conmigo conforme a tu palabra”.


El presidente Spencer W. Kimball dijo en un discurso de una charla   fogonera   para   las   mujeres   de   la   Iglesia: “Disfrutábamos de plena igualdad como hijos espirituales de la Deidad”. Luego prosiguió diciendo que “a pesar de esta gran certeza, nuestros papeles y asignaciones eran diferentes” (Liahona, enero de 1980).

Creo que cada uno de nosotros tiene que cumplir una misión específica en la tierra. “Para cada hombre [y cada mujer] hay una hora señalada, de acuerdo con sus obras” (D&C 121:25). “Porque no a todos se da cada uno de los dones; pues hay muchos dones, y a todo hombre le es dado un don por el Espíritu de Dios. A algunos les es dado uno y a otros otro, para que así todos se beneficien” (D&C 46:11-12).

Creo que hicimos promesas sagradas en los concilios premortales con relación a nuestro papel en la edificación del reino de Dios en la tierra. A cambio se nos prometieron los dones y los poderes necesarios para cumplir con estas responsabilidades tan especiales. Me gustaría volver a citar al presidente Kimball: “Recuerden, en el mundo anterior a éste las mujeres fieles recibieron ciertas asignaciones mientras que los hombres fieles fueron preordenados a ciertas tareas del sacerdocio… ¡Son responsables por las cosas que tiempo atrás se esperaba de ustedes, tal como lo son aquéllos a quienes sostenemos como profetas y apóstoles! (Véase Liahona, enero de 1980). Creo además que esas asignaciones y papeles difieren mucho entre una mujer y otra, tanto como hay diferencias entre un hombre y una mujer.

A todos se nos ha enseñado que es bueno tener modelos, alguien a quien emular. Sin embargo, hay un gran peligro en querer ser demasiado como otra persona, pues tendremos celos competitivos y nos sentiremos abatidos. No hay dos personas iguales. A algunas mujeres se les concede tener familias numerosas, a otras pequeñas y otras no tienen familia. Muchas esposas ejercen sus dones y talentos para sostener a sus maridos en sus trabajos como líderes comunitarios, líderes de los negocios, presidentes de estaca, obispos o Autoridades Generales, y contribuyen al desarrollo de sus hijos. Otras mujeres aplican sus dones y talentos directamente como líderes por derecho propio. Existe también otro tipo de mujeres que combinan tanto el papel de apoyo como el de líder en el ejercicio de sus dones y sirven de este modo de dos maneras simultáneas. Por ejemplo, todos sabemos que había grandes diferencias entre las asignaciones de Mary Fielding Smith y las de Eliza R. Snow; no obstante ambas buscaron con entusiasmo la voluntad del Señor, ambas buscaron el matrimonio y el tener hijos, y ambas dieron al reino todo lo que tenían.       

Resulta evidente que nuestro mayor desafío es el de vivir lo suficientemente dignos de conocer paso a paso la voluntad del Señor en lo que concierne a nosotros, recordando que, de vez en cuando, lo que tal vez queramos hacer hoy a causa de las modas y de las vanidades del mundo puede que no sea lo que hayamos acordado hacer tiempo atrás. Deberíamos estar dispuestos a vivir y a orar igual que María, la madre de Jesús, cuando le dijo al ángel que acababa de darle su asignación: “Hágase conmigo conforme a tu palabra” (Lucas 1:38).

Permítanme emplear un ejemplo personal por un instante. La hermana Ardeth Kapp, una de mis queridas amigas, es una de las mujeres más puras, dulces y fuertes que conozco. Su esposo, Heber, es un gran pilar y sirvió como presidente de nuestra estaca en Bountiful, Utah. Los Kapp no han sido bendecidos con hijos. Joan Quinn es otra amiga querida y también una de las mujeres más puras, dulces y fuertes que conozco. Su esposo, Ed, es un hombre brillante y capaz, otra influencia estable e inspiradora en nuestra vida. Los Quinn han sido bendecidos con doce hijos. Mi esposo y yo estamos haciendo lo que podemos en el reino y hemos sido bendecidos con tres hijos.

Algunas mujeres que conozco no han sido bendecidas todavía con un compañero ni con el matrimonio, pero aun así están edificando el reino cada día y bendiciéndome personalmente a través de nuestra amistad. Seis ejemplos muy diferentes son Maren Mouritsen y Marilyn Arnold, a quienes considero mis queridas amigas de la Universidad Brigham Young; Caroíyn Rasmus, con quien he trabajado en las Mujeres Jóvenes; y otras tres que han trabajado como secretarias muy eficaces de mi esposo, Randi Greene, Janet Calder y Jan Nelson, cuyas contribuciones a nuestra vida son tanto de carácter personal como profesional. Obviamente la lista de mujeres que me bendicen y que bendicen a la Iglesia podría continuar, pero lo que quiero resaltar es que Ardeth, Joan, Carolyn, Maren, Marilyn, Randi, Janet y Jan son todas muy diferentes. En realidad, todas tenemos papeles diferentes en la vida. Quizás estos papeles cambien para cada una de nosotras en los años venideros, pero aun así nos amamos mucho las unas a las otras y siempre hemos amado a los hombres de nuestra vida: padres, hermanos, amigos, esposos e hijos. Amamos al sacerdocio. Cada una de nosotras desea lo correcto, debe anhelar lo correcto y debe dar todo lo que tiene al reino con la mira puesta únicamente en la gloría de Dios y en los convenios que hemos hecho. Como el presidente David O. McKay solía decir con frecuencia: “Sea lo que seas, haz bien tu papel”.

Claro que para hacer esto debemos vivir cerca del Espíritu a través de la oración, del estudio y de una vida recta, a fin de evitar las distracciones y las metas más egoístas que podrían frustrar el plan que el Señor tiene para nosotros y hacer que lo despreciemos; pues cuando esto ocurre, creo que nos sentiremos frustrados y desechados, que no sentiremos la paz ni la seguridad que sólo proceden de cumplir con la misión que nos pertenece. Parafraseando a John E Kennedy, no pregunten lo que el reino puede hacer por ustedes sino lo que ustedes pueden hacer por el reino. Cualquiera que sea nuestro papel, debemos llevarlo a cabo mediante una vida recta y la revelación personal. No debemos confiar en el brazo de la carne ni en las filosofías de los hombres, o de las mujeres. Debemos tener nuestra liahona personal. Eso es lo que el Señor espera también de los poseedores del sacerdocio.

De hecho, digo todo esto para resaltar que apreciamos las diferencias, no sólo entre el hombre y la mujer, sino entre una mujer y otra. Al tratar la relación de la mujer con sus asignaciones especiales y los hombres con sus tareas del sacerdocio, me resulta mucho más útil hablar en el lenguaje de las obligaciones y las responsabilidades, que en el de los “derechos”. Francamente, estoy cansada de las luchas, los movimientos y las manifestaciones por los derechos, tanto masculinos, como femeninos o de cualquier otro tipo. Así que quiero hablar de obligaciones, y cito como fuente estas impresionantes palabras de Aleksandr Solzhenitsyn: “Ya es hora en Occidente de defender no tanto los derechos humanos sino las obligaciones humanas. A la libertad destructiva e irresponsable se le ha concedido espacio ilimitado [en el mundo libre]. La sociedad [occidental] parece estar indefensa ante… la decadencia humana… [y] el uso erróneo de la libertad en favor de la violencia moral… Todo esto se considera parte de la libertad… [pero] la vida organizada de modo [tan] legalista ha demostrado su incapacidad para defenderse contra la corrosión de la maldad” (“A World Split Apart”, National Review, 7 de julio de 1978, pág. 838, cursiva agregada).

Creo que si atendemos nuestras responsabilidades, nuestros derechos se encargarán de sí mismos, tanto para los hombres como para las mujeres. Mientras apoyaba a mi esposo en su doctorado en la Universidad de Yale, nuestro vecino, quien estaba haciendo su residencia en psiquiatría, me comentó un día que yo mostraba evidencias de agotamiento. Lleno de preocupación y con el deseo de ayudar, este vecino me dijo: “Pat, ¿por qué no defiendes tus derechos y pones punto final a todo esto?”. En aquel momento supe, por medio de la oración, que mis derechos, cualesquiera que fueran, tenían que ser puestos en la perspectiva de mi obligación para alcanzar mis nietas a largo plazo. Ciertamente nunca pensé en el título de Jeff como algo exclusivo de su futuro, y él nunca ha pensado que los niños me perteneciesen sólo a mí. Estábamos juntos en esto y no malgastamos tiempo ni energías dando voces acerca de derechos. Aquel fue un tiempo intenso y difícil, pero sólo duró tres años. Como consecuencia directa de mi papel de apoyo de entonces, ahora tengo el tiempo y los medios., así como oportunidades maravillosas de aspirar a muchos de mis intereses y talentos, aparte de seguir siendo esposa y madre. Además sé, y me encanta saberlo, que mi papel y mi propósito finales incluyen el gozo concreto de proporcionar apoyo sabio y cariñoso a los demás mientras cumplen con sus propias asignaciones.

Si nuestro papel o asignación es apoyar, y muchas de nosotras tendremos ese papel con frecuencia, debemos estudiar y prepararnos lo suficiente para saber expresar al mundo que no nos estamos disculpando por fortalecer nuestro hogar; al contrario, estamos persiguiendo nuestras prioridades más elevadas personal, social y teológicamente hablando.

Hace muchos años asistí con mi esposo a un seminario de dos semanas, celebrado en Israel, para musulmanes, cristianos y judíos. Los participantes eran editores de periódicos, antiguos embajadores, sacerdotes, rabinos, rectores de universidad y profesores. Durante ese período de dos semanas, casi cada participante se permitió preguntarme sobre las mujeres mormonas. Aunque había otras esposas asistiendo al seminario que vivían como yo, quedándose en casa y criando a sus hijos, yo fui la única a la que le preguntaron. Como mujeres mormonas sí que sobresalimos. Debiéramos ser una luz en la colina. Tenemos la responsabilidad de estudiar, de prepararnos y de trabajar para ser lo suficientemente elocuentes para enseñar la verdad sobre nuestras prioridades y privilegios como mujeres en la Iglesia.

A la luz de tales obligaciones (en oposición a los derechos), consideremos la revelación que tanto hemos llegado a amar de la experiencia de José Smith en la cárcel de Liberty. ¿No es irónico que la escena de tan pocos derechos, de tan escasa libertad y de tanta autoridad abusiva fuese el escenario para una revelación tan profunda sobre los derechos, la libertad y el uso de la autoridad? Supongo que en estas situaciones el Señor tiene toda nuestra atención y utiliza nuestro dolor (en este caso el dolor de José Smith) como un megáfono para darnos instrucciones muy significativas. Este pasaje tan conocido es largo, pero al mismo tiempo hermoso y muy importante:

“He aquí, muchos son los llamados, y pocos los escogidos. ¿Y por qué no son escogidos? Porque a tal grado han puesto su corazón en las cosas de este mundo, y aspiran tanto a los honores de los hombres, que no aprenden esta lección única: Que los derechos del sacerdocio están inseparablemente unidos a los poderes del cielo, y que éstos no pueden ser gobernados ni manejados sino conforme a los principios de la rectitud.

“Es cierto que se nos pueden conferir; pero cuando intentamos encubrir nuestros pecados, o satisfacer nuestro orgullo, nuestra vana ambición, o ejercer mando, dominio o compulsión sobre las almas de los hijos de los hombres, en cualquier grado de injusticia, he aquí, los cielos se retiran, el Espíritu del Señor es ofendido, y cuando se aparta, se acabó el sacerdocio o autoridad de tal hombre…

“Hemos aprendido, por tristes experiencias, que la naturaleza y disposición de casi todos los hombres, en cuanto reciben un poco de autoridad, como ellos suponen, es comenzar inmediatamente a ejercer injusto dominio…

“Ningún poder o influencia se puede ni se debe mantener en virtud del sacerdocio, sino por persuasión, por longanimidad, benignidad, mansedumbre y por amor sincero; por bondad y por conocimiento puro, lo cual ennoblecerá grandemente el alma sin hipocresía y sin malicia; reprendiendo en el momento oportuno con severidad, cuando lo induzca el Espíritu Santo; y entonces demostrando mayor amor hacia el que has reprendido, no sea que te considere su enemigo; para que sepa que tu fidelidad es más fuerte que los lazos de la muerte.

“Deja también que tus entrañas se llenen de caridad para con todos los hombres, y para con los de la familia de la fe, y deja que la virtud engalane tus pensamientos incesantemente; entonces tu confianza se fortalecerá en la presencia de Dios; y la doctrina del sacerdocio destilará sobre tu alma como rocío del cielo. El Espíritu Santo será tu compañero constante, y tu cetro, un cetro inmutable de justicia y de verdad; y tu dominio será un dominio eterno, y sin ser compelido fluirá hacia ti para siempre jamás” (D&C 121:34-37,39,41-46).

Parece importante notar que mientras el Señor le habla al profeta José Smith sobre derechos — y por cierto que así lo hace —, éstos son expresados, están apoyados y rodeados con todo tipo de instrucciones sobre obligaciones y responsabilidades. Los privilegios del sacerdocio no se encuentran aislados de los deberes, ni tampoco lo están los privilegios de las mujeres. Fíjense en las líneas introductoras: ¿Por qué son tan pocos los escogidos después de que tantos han sido llamados? “Porque a tal grado han puesto su corazón en las cosas de este mundo, y aspiran tanto a los honores de los hombres” (D&C 121:35).

Este mundo no es nuestro hogar definitivo; y aunque tengamos que vivir aquí y vivamos de manera constructiva, como cristianos jamás seremos realmente de este mundo, ni buscamos su alabanza. El presidente Kimball dijo: “Entre las verdaderas heroínas del mundo que vienen a la Iglesia hay mujeres que están más preocupadas por ser justas que por ser egoístas. Estas heroínas reales tienen la verdadera humildad, la cual otorga un valor más elevado a la integridad que a lo visible. Recuerden, es tan equivocado hacer las cosas para ser vistos de las mujeres como lo es para ser vistos de los hombres” {véase Liahona, enero de 1980).

No puedo hablar sino por mí misma, pero para mí no hay ni habrá jamás un asunto político de este mundo más importante que mi familia eterna en el mundo venidero. No es que crea que los asuntos políticos terrenales no son importantes. Lo son. Se trata simplemente de que el reino eterno de Dios es supremamente importante. Si quiero ser escogida tanto como llamada (incidentalmente se trata de un privilegio y no de un derecho, el cual deseo mucho), entonces mi devoción debe ser para con un gobernante que es Rey de reyes y Señor de señores, que me conoce y que conoce mis necesidades, y al cual debo ser leal.

Hago este aparte sencillamente para recalcar una vez más que este mundo, por mucho que trabajemos en él, no es nuestro hogar. Nuestro corazón no debe estar demasiado en las cosas de aquí; no debemos buscar la alabanza de los hombres más que la de Dios. Es decir, no debemos hacerlo si creemos que el reino de Dios, tal y como ahora lo conocemos en la institucional Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, está avanzando bajo Su mano para que pueda venir el reino de los cielos. Nada debe desviarnos de esta creencia y de esta misión, para que podamos darnos plena cuenta del triunfante regreso del Príncipe de Paz. Les prometo que este regreso será orquestado por la Iglesia con su misión eterna, y no por la política con su fallecimiento final. En este sentido, los miembros de la Iglesia somos todos soldados de a pie en el mismo ejército, un batallón liderado por Cristo e instruido por los profetas. (Ésta es una infantería de justicia a la que las mujeres se ofrecerán voluntarias sin tener que pasar por la junta de reclutamiento).

Volviendo a la sección 121, ¿por qué la gente que está atrapada en esta preocupación mundana no recuerda esta lección única: »Que los derechos del sacerdocio [y de la mujer] están inseparablemente unidos a los poderes del cielo, y que éstos no pueden ser gobernados ni manejados sino conforme a los principios de la rectitud”? (D&C 121:36).                                                          

¿No es interesante que los derechos, tal y como se mencionan en el idioma del Señor, no parecen decir nada masculino ni femenino? Aunque este versículo habla del sacerdocio, de seguro que los derechos y poderes de cada mujer están condicionados exactamente a la misma premisa. Éstas son las reglas del juego para todos, hombres, mujeres, negros, blancos, esclavos o libres (véase 2 Nefi 26:33). ¿Puede ser que si guardamos los mandamientos, mandamientos que son comunes a todos nosotros, entonces venga el día en que como recompensa eterna Dios nos diga a cada uno, hombre y mujer: “Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré”? (Mateo 25:21).

En la sección 121 advertimos la resolución de muchos posibles problemas. Por ejemplo, el versículo 37 dice que no debemos “encubrir nuestros pecados, o satisfacer nuestro orgullo [o] nuestra vana ambición”. ¿Son estos mandamientos exclusivos de los hombres? ¿O lo son de las mujeres? ¿O de ambos? Se nos dice en ese versículo que no debemos “ejercer mando, dominio o compulsión” sobre los demás en injusticia. ¿Es ése un consejo sólo para hombres? ¿Sólo para mujeres? ¿O para ambos? ¿Cómo deben los hombres ejercer su influencia en el reino de Dios? ¿Cómo deben hacerlo las mujeres? Palabras como persuasión, longanimidad, benignidad, mansedumbre o amor sincero, ¿son cualidades masculinas? ¿Son cualidades femeninas? ¿O se trata de cualidades no negociables de una vida cristiana, masculina y femenina? Me inclino por esta última opción.

Con respecto a los dos últimos versículos de la sección 121, ¿son las mujeres las únicas que deben tener sus entrañas llenas de “caridad”? ¿Son los hombres los únicos que deben “engalanar” sus pensamientos con la virtud? ¿Es el Espíritu Santo un “compañero constante” exclusivo de los poseedores del sacerdocio? ¿Son las mujeres las únicas que pueden sostener “un cetro inmutable de justicia y de verdad”? ¿Tendrán tanto un hombre como una mujer “un dominio eterno” el uno sin el otro? Las preguntas se responden por sí mismas. Cuando el Señor habla de rectitud no hay conflicto en cuanto al género.

Todo esto me lleva a preguntar: ¿Por qué los hombres y/o las mujeres Santos de los Últimos Días dedican tal cantidad de energía a temas como las mujeres y el sacerdocio?       

Ofrezco la siguiente respuesta a mi propia pregunta: Me parece que si existe un conflicto es porque alguien, hombre o mujer, no está viviendo el Evangelio de Jesucristo. No quiero decir con ello que la persona que tenga esta preocupación no esté viviendo el Evangelio. Puede que sea así o no. Lo que digo es que alguien no está viviendo el Evangelio. Una mujer que sufre puede estar viviendo el Evangelio lo mejor posible y aún así sufrir. Si ése es el caso, todavía creo que alguien no está viviendo o no ha estado viviendo el Evangelio en su vida. En alguna parte, de algún modo, no se han guardado las promesas o no se han honrado las obligaciones, de ahí el dolor. Pero éste no es un problema del sacerdocio, lo único que podemos decir es que se trata de un problema de las personas. De este modo, la responsabilidad es de todos nosotros, hombres y mujeres, para vivir como se prescribe en la sección 121 y como requiere cualquier otro ejemplo cristiano. Con este tipo de relación de hombres y mujeres amorosos, y con este tipo de promesas, el dolor, la desesperación y las frustraciones de este mundo desaparecen, y esto lo creo de todo corazón. Las respuestas a nuestras dificultades proceden del Evangelio, o del sacerdocio si lo prefieren, pero no son respuestas de hombre ni de mujer. Son promesas para los fieles.

Un último ejemplo concreto que procede de una persona que no es de nuestra fe. El élder Dallin H. Oaks me habló de esta inspiradora aplicación del tema de las elecciones y las obligaciones. Cuando era un joven profesor de leyes, el élder Oaks estaba estrechamente relacionado con un miembro de la Corte Suprema, Lewis M. Powell. La hija del juez Powell se acababa de graduar en una prestigiosa facultad de derecho, tras lo cual dio comienzo a una exitosa práctica de la abogacía y a un matrimonio casi simultáneo. Cierto tiempo después tuvo su primer hijo. Al hacerle una visita de cortesía como amigo de la familia, el élder Oaks quedó gratamente sorprendido al descubrir a esta joven madre en casa dedicando todo su tiempo a su hijo. Cuando le preguntó respecto a esta decisión, ella contestó: “Bueno, alguna vez volveré a la abogacía, pero no de momento. Para mí la cuestión es sencilla. Cualquiera puede cuidar de mis clientes, pero sólo yo puedo ser la madre de este niño”. ¡Qué respuesta tan incisiva para un asunto que ella consideraba tan sencillo! Y parece que así lo era, pues lo abordó en términos no de derechos, sino principalmente de responsabilidades. Creo que el asunto no hubiera sido tan sencillo si su actitud hubiese sido del tipo “es mi cuerpo”, “es mi carrera” o “es mi vida”, pero su interés estaba en sus obligaciones. Cuando lo vemos de este modo, el asunto y la respuesta son claros.

Todos tenemos derechos y la libertad de luchar por ellos, y eso es lo que nos ha prometido el Señor. Creo, entonces, que el punto crucial al que necesitamos llegar como hombres y mujeres Santos de los Últimos Días es el de no permitirnos sentirnos forzados a elegir lo correcto, sino llegar a hacerlo de nuestra propia libertad y deseo. En la obligación o en la fuerza residen el dolor, la frustración y la depresión de los que tanto oímos hablar. Debiéramos buscar diligente y fielmente la luz que acelere nuestro corazón y nuestra mente para desear de verdad los resultados de tomar decisiones correctas. Debemos orar para ver como Dios ve, para girar el interruptor de nuestra mente y ver las cosas desde una perspectiva eterna. Si con demasiada frecuencia prestamos atención a las voces del mundo, llegaremos a estar confusos y contaminados. Debemos aferramos al Espíritu, lo cual requiere una vigilancia diaria.

En Gálatas 5 de la Nueva Traducción Inglesa hallamos esta conclusión:

“Vosotros, amigos míos, fuisteis llamados a ser hombres libres [o en otras palabras, tenéis vuestros derechos]; solamente que no uséis la libertad [vuestros derechos] como ocasión para vuestra naturaleza caída… Si continuáis luchando los unos con los otros, con uñas y dientes, no podéis esperar sino vuestra mutua destrucción…

“Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza. No nos hagamos vanagloriosos, irritándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros. Si el Espíritu es la fuente de vida, dejemos que el Espíritu dirija nuestro camino” (Gálatas 5:13,22, 25-26).   

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