Como en el cielo, así también en la tierra

Capítulo 7

Los Muchos rostros de Eva

por Patricia T. Holland

Vivimos en un mundo lleno de tensión en el que todas las personas parecen estar apuradas, preocupadas o ambas cosas. Hay una mayor inquietud por lo que se espera de nosotras, por lo que debemos esperar de nosotras mismas y     por cómo podemos hallar el tiempo, la energía y los medios para hacerlo todo. Si es que vamos a tener éxito debemos estar centradas y tener control de nuestra vida. Debemos poner orden en medio de este caos.


Antes de que como hijas de Eva lleguemos a florecer plenamente en nuestra feminidad, cada una de nosotras luce una variedad de rostros en los diferentes papeles que representamos en el teatro de la vida: hijas, madres, hermanas, esposas, vecinas y amigas, para nombrar unos pocos. Nuestros rostros denotan caridad, envidia, paciencia, ansiedad, orgullo, humildad, generosidad, codicia, paz y perplejidad. Estos retratos reflejan juntos la dicha y el pesar, y mediante este intercambio las líneas son “finamente tejidas”. Todas estamos aprendiendo la lenta y firme manera que Dios tiene de esculpir las experiencias que no se nos pueden escapar “hasta que tengamos nuestro rostro”.

¿Qué rostro es realmente el mío? ¿Cuál es mi papel en la vida? ¿Qué pasa si los rostros cambian tan rápido y las demandas son tan grandes que nos cuesta saber quiénes somos en cada momento? ¿Cómo podemos aspirar jamás a tener el control en todo momento?

Permítanme intentar darles algo de alivio. Lo primero y más importante, si contemplamos de cerca los numerosos reflejos de esos rostros, veremos siempre el interés infinito de Dios en el proceso de hacernos lo que somos y lo que estamos llegando a ser. Vemos de qué manera gentil se arrodilla a cepillar nuestro cabello o a secar una lágrima, cómo ajusta el ángulo de la luz y cómo obra Sus maravillas con líneas, cicatrices y sombras. Con frecuencia nos susurra con dulzura para que soportemos la dificultad o el desánimo, por lo que éstos puedan representar de iluminación y de belleza eternas. Bajo Su mano, nuestra persona interior se convierte en la persona exterior y el Artista da forma a Su imagen perfecta.

Mientras participamos en este proceso y reflexionamos en la santidad y la soledad, estas percepciones e impresiones de nuestro Padre Celestial pueden darnos gran paz y propósito. Cuando nos acercamos al alivio de estos momentos de adoración, nos resulta más fácil mantener esta perspectiva y no sucumbir al torbellino constante de rostros, papeles y actividades. Con las complejidades del rápido cambio en el mundo actual es fácil perder de vista nuestra perspectiva divina, nuestro dolor y hasta el valor de nuestra viabilidad. En medio de las rigurosas exigencias de todo ello puede que nos preguntemos si simplemente podemos sobrevivir y mucho menos triunfar.

David E. Shi ha escrito en su libro In Search of the Simple Life: “Los americanos de hoy día viven inmersos en una ‘desesperación apacible’. Bajo el atractivo y el brillo de la abundancia se encuentra la molesta realidad de que los tres medicamentos recetados con más frecuencia [en Norteamérica] son una medicina para la úlcera, un medicamento para tratar la hipertensión y un tranquilizante” (Layton, Utah: Gibbs M. Smith, 1986,pág.l).

Vivimos en un mundo de mucha tensión en el que todas las personas parecen estar apuradas, preocupadas o ambas cosas.

Hay presiones que exigen mucho de nuestro tiempo y parece haber una mayor inquietud por lo que se espera de nosotras, por lo que debemos esperar de nosotras mismas y por cómo podemos hallar el tiempo, la energía y los medios para hacerlo todo.

El azote de nuestro tiempo es la ansiedad. Quizás parte de nuestra ansiedad tenga su causa en que, irónicamente, la abundancia y las bendiciones de nuestra época nos han proporcionado oportunidades y elecciones que nuestros antepasados no habrían podido considerar jamás. Gracias a la automatización y a la tecnología tenemos más tiempo libre. Gracias a tener más conocimiento disfrutamos de una salud mejor y de más energía, y al haber una afluencia mayor tenemos más oportunidades de proporcionarnos crecimiento y experiencias especiales para nosotras mismas y para nuestra familia. Nuestras madres, y sus madres antes que ellas, no podrían haber soñado con tal libertad de escoger ni con la abundancia de tales decisiones.

Sin embargo, estas bendiciones contribuyen inmensamente a nuestra ansiedad cuando las decisiones que enfrentamos implican un conflicto no sólo entre lo bueno y lo malo sino, con mayor frecuencia, entre lo bueno y lo bueno. ¿Debo llevar a las niñas a una clase de ballet más o debo apuntarme en un curso de “Cómo ser mejor madre”? ¿Paso la tarde con mi marido o me voy corriendo a la capilla para escuchar el discurso sobre “Lo que todo hombre desea de su esposa”? Nos preocupamos y nos preguntamos si deberíamos estudiar para tener relaciones más fructíferas o si debemos dedicar el tiempo necesario a cultivarlas. ¿Quién está primero? ¿Nuestro esposo? ¿Nuestros hijos? ¿La Iglesia? ¿Nuestros familiares? ¿Nuestros vecinos? ¿Los no miembros? ¿Los muertos? Y, ¿qué hay de nosotras mismas?

A veces no sabemos a dónde debemos volvernos ni qué tarea tenemos que hacer primero. Nos sentimos frustradas, en ocasiones asustadas, y a menudo completamente fatigadas. Con demasiada frecuencia podemos sentirnos casi totalmente fracasadas. ¿A dónde acudimos en busca de ayuda? ¿Cómo permanecer firmes y enfocadas? ¿Cómo permanecer centradas y asentadas en vez de indecisas en una inconsciente masa de confusión? En resumen, ¿cómo poner orden en medio de este caos?

Yo elijo creer que el Señor no nos pone en este mundo triste y solitario sin un mapa para poder sobrevivir. En Doctrina y Convenios 52:14 leemos: “Y además, os daré una norma en todas las cosas, para que no seáis engañados”. Nos ha dado normas en las Escrituras y nos ha dado normas en la ceremonia del templo.

He escogido las normas del templo para compartir mi descubrimiento personal de los rostros que se me ha pedido llevar, y suplico humildemente que a través de este compartir íntimo ustedes hallen algunas hebras que poder aplicar en su búsqueda de su identidad personal y de su certeza eterna.

El templo es sumamente simbólico y se le ha llamado la universidad del Señor. Cada vez que asisto al templo con la mente abierta aprendo continuamente; me esfuerzo por ejercitar, ahondar y buscar un significado más profundo; busco paralelismos y símbolos, temas y motivos, tal y como lo haría en una composición de Bach o de Mozart, y busco los modelos que se repiten.        

Mi hábito de buscar símbolos sagrados y mi testimonio de encontrar respuestas a problemas personales fue pasado de madre a hija, de hija a nieta, y de nieta a mí. He aprendido de generaciones de hijas de Eva la estrecha relación existente entre nuestras dificultades temporales y el mundo espiritual, y cómo unas ayudan al otro en lo que concierne a los que asisten al templo. Para que puedan comprender mis profundos sentimientos al respecto he decidido compartir mi primera experiencia sobre el sostén que es el poder del templo.

Yo tenía doce años y vivía en Enterprise, Utah, cuando mis padres fueron llamados como obreros del Templo de St. George, a ochenta kilómetros de distancia. Al hablarme de su llamamiento, mi madre me refirió lo que eran los templos, porqué la gente servía en ellos y las experiencias espirituales que algunos de los santos habían tenido en esos edificios. Ciertamente, ella creía que los mundos visible e invisible se combinaban y se entremezclaban en el templo. Mis deberes consistían en ser dispensada temprano de la escuela una vez a la semana y darme prisa para llegar a casa y atender a mis cinco revoltosos hermanos, el menor de los cuales estaba aprendiendo a caminar. Recuerdo haberme quejado un día respecto a esa tarea y nunca olvidaré el poder con el que mi madre me dijo: “Cuando papá y yo fuimos apartados para esta asignación se nos prometió que nuestra familia sería bendecida, protegida y hasta ‘asistida por los ángeles’“.                

Tiempo después, una tarde de uno de los días en que mis padres asistían al templo y en la que yo me estaba sintiendo particularmente cansada de entretener a mis jóvenes responsabilidades, puse al bebé en su cochecito y, junto con mis demás hermanos, fuimos caminando a visitar a mi abuela, quien vivía a cinco calles.

Después de una calurosa bienvenida, la abuela sugirió que jugásemos en el césped mientras ella iba al mercado a comprarnos un refrigerio. Yo estaba entretenida con mis demás hermanos y no me di cuenta de que el más pequeño había empezado a gatear detrás de la abuela. De repente y con gran temor, me di cuenta de que no estaba a la vista. De manera instintiva corrí hacia el coche justo para ver la rueda trasera pasar por encima de su pequeña cabeza y presionarla contra la gravilla. Presa del pánico, grité con todas mis fuerzas. Mi abuela oyó el sonido característico, escuchó mi grito y supo de inmediato lo que había pasado. Sin embargo, en vez de detener el vehículo, también ella se asustó y dirigió de nuevo el coche por encima del bebé. Dos veces pasó la rueda enteramente por encima de la cabeza de mi amado hermanito, quien estaba por completo bajo mi responsabilidad.

Los lamentos de dos voces histéricas llamaron pronto la atención de mi abuelo, el cual salió de la casa y tomó al bebé (a quien mi abuela y yo dábamos por muerto), y condujo el coche frenéticamente por veinticinco kilómetros hasta el médico más cercano. Yo lloraba y oraba, oraba y lloraba. Sin embargo, los niños recuerdan las promesas aun cuando los adultos puedan haberlas olvidado, y de manera asombrosa me calmé y fui consolada al recordar las palabras relativas a ser “asistida por los ángeles”.

Tras lo que pareció ser una eternidad, mis abuelos llamaron e informaron que el bebé se encontraba bien. Tenía el rostro bastante arañado donde la llanta le había herido la cabeza y la mejilla, pero no tenía daño craneal alguno, aunque yo había visto claramente y por dos veces la fuerza de la rueda sobre su cabeza.

A los doce años de edad uno no puede saber muchas cosas espirituales. Especialmente yo desconocía lo que pasaba en el templo de Dios, pero gracias a mi experiencia supe que era un lugar sagrado y que en sus inmediaciones había, con aprobación y protección, ángeles celestiales. Supe algo relativo a la ayuda celestial del otro lado del velo.

En Doctrina y Convenios 109, la sección que nos enseña en cuanto a la santidad del templo, leemos en el versículo 22: “Te rogamos, Padre Santo, que tus siervos salgan de esta casa armados con tu poder, y que tu nombre esté sobre ellos, y los rodee tu gloria, y tus ángeles los guarden”.

Ésta es una promesa poderosa para aquellas mujeres que se sientan abrumadas por las presiones y la tensión del diario vivir, un poder y una promesa con la que me tropecé por primera vez a los doce años de edad. Ahora, con las muchas experiencias que he tenido desde entonces, puedo declarar que es verdad. El templo nos da protección, así como normas y promesas que pueden encauzarnos, fortalecernos y estabilizarnos, sin importar lo inquietante del momento. Si dominamos los principios que se enseñan allí, recibiremos la promesa que el Señor nos dio por medio de Isaías: “Y lo [o la] hincaré como clavo en lugar firme” (Isaías 22:23).

A menudo el Señor permite que nos veamos sumidas en la confusión antes de que el maestro que mora en nosotras siga el camino que aligera nuestro sendero. Jeff y yo éramos una pareja de jóvenes estudiantes graduados, casados, con dos bebés y con fuertes asignaciones en la Iglesia, cuando el presidente Harold B. Lee compartió su consejo como profeta relativo al “orden en el caos”. Un médico inquieto, preocupado porque a causa de su profesión y de las responsabilidades en la Iglesia, estaba descuidando a su hijo, le preguntó al presidente Lee: “¿Cómo debo administrar el tiempo? ¿Qué es lo más importante de la vida? ¿Qué hago para hacerlo todo?”. El presidente Lee le contestó: “La primera responsabilidad de un hombre es para consigo mismo, luego para con su familia y después para con la Iglesia, siendo conscientes de que tenemos responsabilidades en nuestras profesiones, en las cuales también debemos sobresalir”. Entonces hizo hincapié en que un hombre debe primero cuidar de su propia salud, tanto física como emocional, antes de poder ser una bendición para otras personas.

Cuando era joven luché contra este consejo, por considerar cuidadosamente que cuando una se preocupa primero de sí misma se arriesga a perderse en perjuicio de los demás. Con el transcurso de los años, he visto cómo la verdad del consejo del presidente Lee encajaba perfectamente en el orden del que se habla en el templo. El templo enseña prioridades, orden, crecimiento, gozo y cumplimiento. Consideren las siguientes enseñanzas del templo (he tomado las palabras de las Escrituras para no tratar inapropiadamente las cosas sagradas).

En el cuarto capítulo de Abraham, los Dioses proyectan la creación de la tierra y toda vida sobre ella. En estos planes, que son expuestos en treinta y un versículos, la palabra o la derivación de la palabra orden aparece en dieciséis ocasiones. Los Dioses organizan y dan orden a toda cosa viviente: “Y los Dioses dijeron: Haremos todo lo que hemos dicho y los organizaremos; y he aquí, serán obedientes” (Abraham 4:31). Si vamos a ser como los Dioses, comenzaremos por el orden, decidiremos obedecer las leyes y los principios del cielo, lo cuales conducen al orden.

Una de las primeras verdades que se enseña en el templo es la de que “cada cosa viviente cumplirá con la medida de su creación”. ¡Qué mandamiento tan poderoso! Considérenlo a la luz del consejo del presidente Lee. Debo admitir que la primera vez que oí esta directiva pensé que sólo se refería a la procreación, a tener descendencia o progenie. Estoy segura de que ésta es la parte más importante de su significado, pero mucha de la ceremonia del templo es simbólica, por lo que es seguro que hay multitud de significados implícitos en esa declaración. ¿De qué otras maneras cumple una mujer con la medida de su creación? ¿Cómo llega a ser todo lo que sus Padres Celestiales quieren que sea? El crecimiento, el cumplimiento, el alcance y el desarrollo de nuestros talentos es parte del proceso de llegar a ser como Dios, la “medida [definitiva] de nuestra creación”.    

¿Cómo podemos ser esposas, madres, misioneras, obreras del templo, ciudadanas o vecinas de éxito si no estamos dando lo mejor de nosotras mismas en estas tareas? Ciertamente, por eso dijo el presidente Lee que necesitamos ser fuertes física y emocionalmente para poder ayudar a otras personas a serlo también. Ése es el orden de la creación.

A cualquiera que lea un periódico o una revista se le está recordando constantemente que una dieta apropiada, el hacer ejercicio apropiado y el buen descanso contribuyen al aumento de nuestras aptitudes y de la duración de nuestra vida. Pero demasiadas de nosotras llegamos a posponer incluso esfuerzos mínimos como el pensar en nuestra familia o en nuestros vecinos, por lo que nuestras otras muchas responsabilidades llegan a ocupar el primer lugar. Al obrar así arriesgamos aquello que estas personas necesitan más: nuestro yo más saludable, más feliz y más cordial. Cuando nos pidan pan no estemos tan cansadas y enfermas como para darles una piedra.

Para mí el asunto consiste en aceptar que bien valemos el tiempo y el esfuerzo que requiere el lograr la plena medida de nuestra creación, y creer que no todo es egoísta, que está equivocado o que es malo. De hecho, es esencial para nuestro desarrollo espiritual.

Mi hijo mayor intentó enseñarme este principio hace algunos años. No me encontraba bien un día que había prometido llevarle al jardín zoológico, cuando por aquel entonces él tenía tres años. A medida que aumentaban mis dolores le dije finalmente llena de exasperación: “Matthew, no sé si debemos ir al zoológico y cuidar de ti, o si debemos quedarnos en casa y cuidar de mamá”. Él me miró por un instante con sus grandes ojos marrones y dijo enfáticamente: “Mamá, creo que tú debes cuidar de ti para que tú puedas cuidar de mí”. Fue lo bastante sabio, aun a esa edad, para saber cómo beneficiar sus intereses en última instancia. A menos que cuidemos de nosotras mismas resulta virtualmente imposible cuidar de manera adecuada de los demás.          

Los expertos en medicina están confirmando, gracias al estudio de personas preocupadas en exceso y sobrecargadas de trabajo, que muchas enfermedades están relacionadas con el estrés. Por tanto, la pregunta básica a hacerse mientras servimos desinteresadamente a los demás es: ¿Cuánto estrés es demasiado? ¿Cuándo se convierte éste en contraproductivo? Jennifer James, ex miembro del Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Washington, nos da algunas sugerencias:  “Todos necesitamos cierta cantidad de tensión corporal para mantenernos en forma. Pero, ¿cuánto es demasiado? ¿Se han hecho un examen últimamente? ¿Cómo se sienten? ¿Cuan rígido tienen el cuello? ¿Y los hombros? ¿Pueden encontrar el equilibrio? ¿Están centrados? ¿Se sienten irritables? ¿Le han gritado a alguien últimamente? ¿Qué tal el estómago? El estómago siempre les dirá la verdad, a menos que le den un antiácido y le enseñen a mentir. Sabemos reconocer cuándo estamos tensos, pero a veces no le hacemos caso; la pregunta es ¿porqué?             –      . 

“Sabemos que el ejercicio nos alivia la tensión de manera casi instantánea. Sabemos que si dejamos de tomar cafeína y azúcar, si dejamos de fumar y de trabajar demasiado, podremos aliviar la tensión. Pero escogemos no hacerlo.

“Algunas personas creen que alguien más se hará cargo de la responsabilidad —sus padres, amigos, el cónyuge, o quizás la naturaleza misma. Pero si no se cuidan a sí mismos, nadie más lo hará. ¿Cuál es su elección? ¿Por qué están eligiendo no cuidarse de las tensiones? ¿Creen que no merecen sentirse mejor? Lo merecen” (Success Is the Quality of Your Journey [Nueva York: Newmarket Press, 1986], pág. 23).

Nuestro médico en Provo, quien es también uno de mis líderes en la estaca, me dio una reprimenda un día cuando notó que una de mis últimas prioridades era el cuidar de mí misma. Me miró fijamente a los ojos y me pidió que recordase las promesas hechas en la investidura y que pensase en las promesas de las ordenanzas preparatorias. Nuestros hijos y los hijos de ellos, así como toda nuestra posteridad, dependen en gran medida de nuestra salud física. El cuidado de nuestra salud es entonces un requisito previo para la segunda prioridad del presidente Lee: la salud emocional.                   

Hemos sido creadas para llegar a ser como dioses, lo cual significa que tenemos inherentes en nosotras ciertos atributos cristianos, el mayor de los cuales es la caridad. La clave para la salud emocional es la caridad, el amor. El gozo proviene de amar y ser amado. Cuando ponemos a trabajar este atributo divino en nuestros sentimientos por nuestra familia, nuestro prójimo, nuestro Dios y nosotras mismas, sentimos gozo. Cuando queda inmovilizado por el conflicto con otras personas, con Dios o con nosotras mismas, paralizamos nuestro crecimiento y nos deprimimos en nuestra actitud.       

La depresión, el conflicto o el negativismo suelen ser un mensaje de que no estamos creciendo hacia la plena medida que Dios ha concebido para nosotras. Nuestro dolor, el dolor emocional, es una demanda de que paremos y dediquemos algo de tiempo a cambiar nuestra vida porque nos estamos desviando de nuestro rumbo. Como el élder Richard L. Evans solia decir: “¿Cuál es el propósito de todo este ir y venir si estamos en el camino equivocado?”. Por supuesto que todas nos vamos por el camino equivocado de vez en cuando, todas tenemos conflictos, nos desanimamos, y algunas veces cometemos errores. Pero me encantan estas palabras de la hermana Teres Lizia: “Si estamos dispuestos a soportar con serenidad la prueba de [la decepción y la debilidad personales] seremos entonces un placentero lugar de refugio para Jesús”. La palabra clave es serenidad. Si soportamos nuestras debilidades y errores, nuestros sentimientos heridos y nuestra aprensión de manera serena, si aceptamos los momentos de desánimo y aprendemos de ellos, éstos pasarán y no volverán tan a menudo.

Actualmente recibimos mensajes confusos de que los sentimientos de amor hacia uno mismo y de valor personal son manifestaciones de egoísmo y vanidad. Sin embargo, sé por experiencia propia que cuando no me acepto plenamente a mí misma con todos mis defectos, tachas e imperfecciones, estoy coja en mi caridad hacia Dios y hacia mi prójimo. Permítanme animarlas para que no se sientan culpables en sus buenas aspiraciones de amor propio, el cual viene en parte a través de una aceptación y un reconocimiento propio sinceros.

Quizás todas estemos de acuerdo con esta premisa, aunque no tengamos la certeza en cuanto al proceso de lograrla. Me resulta más fácil entenderlo cuando la veo aplicada a otra persona. Por ejemplo, comienzo a amar a mi prójimo cuando doy lugar a experiencias que me permiten llegar a conocerla y entender porqué actúa y reacciona de esa manera ante diferentes circunstancias. Cuanto más la conozco, más la entiendo. Mi conocimiento de Dios aumenta también cuando paso más tiempo con Él en oración, en Sus santas Escrituras y en Su servicio; y cuanto más le conozco y le entiendo, más le amo.

Este mismo principio se aplica a nosotras. El amarnos apropiadamente a nosotras mismas requiere que nos observemos en profundidad, de manera honrada y serena, tal y como sugiere la hermana Teres; requiere echar un vistazo amoroso tanto a lo bueno como a lo malo. Cuanto más entendamos y sepamos, más amaremos.        

Nuestro Padre Celestial nos necesita como somos, como vamos a llegar a ser. De manera intencionada nos ha hecho diferentes las unas de las otras para que aun con nuestras imperfecciones podamos cumplir con Sus propósitos. Sufro mi mayor decepción cuando siento que tengo que encajar en lo que los demás están haciendo o en lo que pienso que los demás esperan de mí. Soy muy feliz cuando estoy cómodamente siendo quien realmente soy e intento hacer lo que mi Padre Celestial y yo esperamos de mi persona.

Durante muchos años intenté contrastar a la con frecuencia apacible, reflexiva y pensativa Pat Holland con el robusto, impetuoso, hablador y energético Jeff Holland y otras personas semejantes. He aprendido, a través de numerosos fracasos, que no se puede ser dichosa siendo impetuosa, si en realidad uno es una persona impetuosa, pues es una contradicción. He dejado de verme como alguien con imperfecciones porque mi nivel de energía sea menor que el de Jeff o no hable tanto ni tan rápido como él. El librarme de esto me ha permitido aceptarme y regocijarme, según mi propia forma de ser y mi personalidad, en la medida de mi creación. Irónicamente, ello me ha permitido admirar y disfrutar todavía más de la exuberancia de Jeff.

En algún momento y de algún modo, el Señor “me ha dado el aviso” de que mi personalidad fue creada para encajar de manera precisa en la misión y los talentos que Él me dio. Por ejemplo, el apacible y tranquilo talento de tocar el piano revela mucho de la Pat Holland real. Nunca habría aprendido a tocar el piano si no hubiera disfrutado de las largas horas de soledad requeridas para el desarrollo de dicho talento. Este mismo principio se aplica a mi amor por escribir, leer, meditar y, especialmente, enseñar y hablar con mis hijos. Milagrosamente he descubierto que tengo una numerosa cantidad de fuentes de energía inéditas para ser yo misma. Pero en el momento en que me permito imitar a mi prójimo me siento quebrada, fatigada y empiezo a nadar contra corriente. Cuando frustramos el plan que Dios tiene para nosotras privamos al mundo y al reino de Dios de nuestras contribuciones exclusivas, y un cisma serio se asienta en nuestra alma. Dios nunca nos ha dado tarea alguna que sobrepase nuestra habilidad para cumplir con ella. Simplemente, tenemos que estar dispuestas a hacerla a nuestra manera. Siempre tendremos recursos suficientes para ser quienes somos y lo que podemos llegar a ser.

El conocimiento de una misma no es algo egoísta, es un viaje espiritual prioritario. Pablo nos exhorta: “Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos. ¿O no os conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros” (2 Corintios 13:5). Cada una de nosotras debe prepararse ahora mismo para intensificar su propio viaje interior. En ninguna otra estructura ni lugar podemos recibir una luz más brillante y que ilumine nuestra autorealización como la que recibimos en el templo. Al ir a él con frecuencia el Señor nos enseñará que hemos sido creadas para que podamos tener gozo, y el gozo viene al abrazar la verdadera medida de nuestra creación.

En Doctrina y Convenios leemos: “Y concede, Padre Santo, que todos los que adoren en esta casa aprendan palabras de sabiduría… y que crezcan en ti y reciban la plenitud del Espíritu Santo; y se organicen de acuerdo con tus leyes y se preparen para recibir cuanto sea necesario” (D&C 109:14-15).

Después de nuestra salud física y emocional, nuestra siguiente prioridad es la familia, y una familia Santo de los Últimos Días comienza allí donde termina: con un hombre y una mujer unidos en el templo del Señor. En el templo llegamos a entender que “en el Señor, ni el varón es sin la mujer, ni la mujer sin el varón” (1 Corintios 11:11). En Abraham 4:27 leemos: “De modo que los Dioses descendieron para organizar al hombre a su propia imagen, para formarlo a imagen de los Dioses, para formarlos varón y hembra”. Se requiere tanto del hombre como de la mujer para tener la imagen completa de Dios.

Cuando Jeff y yo nos casamos, nos convertimos en una entidad nueva. Juntos, Jeff, con toda su masculinidad, y yo, con toda mi feminidad, creamos un todo nuevo y completo. Cuando estamos integrados, Jeff comparte mi feminidad y yo comparto su masculinidad, por lo que el todo, inseparablemente unido, es mayor que la suma de las partes. Pero Satanás no quiere que seamos uno, él sabe que el matrimonio en su unidad y totalidad tiene gran poder, por lo que insiste insidiosamente en la independencia, en la individualización y en la autonomía; con lo que finalmente el cuerpo se fragmenta, se rompe.

Permítanme compartir un pensamiento de Madeleine L’Engle: “La relación original entre el hombre y la mujer era la de un cumplimiento y gozo mutuos, pero para nuestra desgracia esa relación se rompió y se volvió una relación de sospecha, de guerra, de falta de entendimiento y de exclusión, y no será restaurada hasta el fin de los tiempos. No obstante, se nos dan bastantes oportunidades de vislumbrar la relación original para que seamos capaces de regocijarnos en nuestra participación” (The Irrational Season [Nueva York]: The Seabury Press, 1977], pág.9).       

Tengo en mente dos perspectivas que contribuyen a mantener la unidad de Pat y de Jeff Holland.

La primera es que ambos somos compañeros iguales, plenos, en desarrollo y colaboradores. La mayoría de nuestro movimiento juntos es lateral. Nos movemos de un lado al otro, juntos, simultáneamente, como un yugo de dos bueyes. Pero hay momentos en los que, para el beneficio de un progreso y un desarrollo divinos, yo sigo a mi esposo en una relación vertical. La casa de Dios es una casa de orden. Siempre hacemos cola detrás de alguien en el camino recto que conduce a la bendición eterna. Me siento muy agradecida por hacer cola con Jeff.

Gran parte del tiempo actúo de manera autónoma e independiente; de hecho, Jeff estará de acuerdo conmigo en que soy la mujer más independiente que conoce. Pero cuando damos pasos grandes, e incluso hasta los pequeños, cuando estoy preocupada por los niños o por mis asignaciones de la Iglesia, o cuando sufro debilidad y dolor, entonces escucho y obedezco el consejo de mi marido porque sé que él escucha y obedece el consejo de nuestro Padre. Sé que ése es el orden de los cielos.

Si Dios nos creó para ser uno juntos, debemos ser el número uno para nuestro cónyuge. “Pero al principio de la creación, varón y hembra los hizo Dios. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne” (Marcos 10:6-8).

Creo firmemente que mi esposo está primero, antes que los amigos, mi padre, mi madre, la comunidad, la Iglesia e incluso los hijos. Estuvimos juntos al comienzo de nuestro matrimonio, solos, y si es la voluntad del cielo, estaremos juntos hasta el final. Afortunadamente pienso que ambos hemos madurado lo suficiente como para darnos cuenta de cuándo las necesidades de los niños han sustituido las nuestras; aunque ahora nuestros hijos nos afirman que lo mejor que jamás hicimos por ellos, la mayor seguridad de la que han disfrutado, fue nuestro amor y nuestro interés el uno por el otro.    

Cuando nuestra hija Mary tenía cerca de nueve años se percató de manera sensible de que tanto Jeff como yo parecíamos estar tan agotados y al límite de nuestra paciencia, que un día nos dijo: “Mamá, llegó otra vez el momento. Toma a papá y salgan juntos”. Los niños reconocen que el tiempo que pasamos juntos es una de las cosas más reconfortantes y redentoras que podemos hacer tanto por ellos como por nosotros.

Me gusta el mandato que el Señor dio a Emma Smith, y a todas las esposas: “Y el oficio de tu llamamiento consistirá en ser un consuelo para mi siervo… tu marido, en sus tribulaciones, con palabras consoladoras, con el espíritu de mansedumbre” (D&C 25:5). Siento que estoy en el pináculo de mi creación cuando consuelo y alivio a mi esposo. No hay nada más recompensante ni que me dé más dicha. Los sonidos más dulces que escucho proceden de Jeff cuando me susurra: “Eres mi ancla, mis cimientos, mi fortaleza. Nunca podría haber hecho esto sin ti”.

De igual modo me encanta el consejo de Pablo a todos los esposos: “Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos” (Efesios 5:28-30).

Segundo, los matrimonios se han constituido para procrear, para tener posteridad, para tener dicha y regocijarnos en ello. Entonces, una parte crucial de cualquier prioridad en el matrimonio son los niños, aun cuando reconozco que algunas parejas no han sido bendecidas con esa oportunidad. De hecho, la mayor parte de mi ansiedad en la vida gira entorno a mis hijos. Debido a que el mundo en el que vivo está tan lleno de complejidades y de desafíos, temo y tiemblo con frecuencia al pensar en los problemas que mis hijos tendrán que enfrentar. Ya estamos viendo las señales de los tiempos. Enoc tuvo visiones del futuro, vio nuestros problemas y tribulaciones, vio que “desfallecía el corazón de los hombres mientras esperaban con temor” (Moisés 7:58-69).

Jeff y yo estamos de acuerdo en que tras nuestro propio esfuerzo hacia la espiritualidad individual y matrimonial, nuestra mayor prioridad espiritual es la de una paternidad concienzuda y devota, para ver que nuestros hijos “no [tengan] temor de malas noticias; [que] su corazón está firme, confiado en Jehová” (Salmos 112:7). Hemos resuelto que nuestros hijos serán pacíficos, firmes y que confiarán en el Señor, por lo menos en gran parte, en la medida en que sus padres sean pacíficos, firmes y confíen en el Señor. Creo que la influencia más poderosa en la vida de un niño es el imitar, especialmente el imitar a un padre. Si estamos apresurados y preocupados, o de algún modo desequilibrados, de seguro que nuestros hijos andarán apresurados, estarán preocupados y desequilibrados.      

El vivir de manera tranquila y fortalecedora para nuestros hijos requiere tiempo, un tiempo apacible, amoroso y centrado. Esto implica aprender a decir no a algunas de las otras demandas que vienen conjuntamente, sin llegar a sentirnos culpables. Todavía no he aprendido a hacerlo todo, pero con la increíble práctica que he tenido en el transcurso de los años he llegado a ser una experta en decir no sin sentirme culpable. Casi cada día recibo una o dos invitaciones importantes para discursar, pero una persona no puede hacer tanto. Jeff y yo tomamos decisiones juntos e intentamos apartar de manera apropiada un tiempo proporcional para nosotros, para cada uno, para nuestros hijos, nuestras responsabilidades en la Iglesia y para la comunidad. Es bastante como para intentar ponerse a hacer malabarismos.

Así que he aprendido a decir no a ciertas cosas para poder decir sí a otras. El sí más importante que podamos decir a nuestros hijos es: “Sí, tengo tiempo para ti”. Para mí eso implica tanto cantidad como calidad de tiempo.

Pasé dos años maravillosos sirviendo como consejera en la Presidencia General de las Mujeres Jóvenes de la Iglesia. Tengo muchas razones para estar agradecida al Señor por haberme llamado fuera del hogar durante esos dos años de servicio, pues pude contribuir a la vida de niños que quizás no tengan las ventajas de las que disfrutamos en nuestro hogar, al mismo tiempo que mi esposo y mis hijos aprendieron acerca de la importancia del sacrificio, del servirse unos a otros, así como del gozo de saber que Cristo nos compensará y nos llevará cuando seamos llamados de acuerdo con Sus propósitos.

El tener la oportunidad de servir fuera de casa a jornada completa también me enseñó algo respecto a los desafíos que surgen cuando intentamos hacer malabarismos con la familia y las expectativas del lugar de trabajo. Soy consciente de las tareas que enfrentan las mujeres que tienen que trabajar mientras los hijos todavía están en el hogar. No estoy juzgando ni deseo ofender a nadie en este asunto tan difícil y delicado, pero sé que a través de mi experiencia el Señor me enseñó lecciones valiosas en cuanto a las necesidades de mis hijos.

La gente que trabaja y que tiene éxito se coloca a sí misma en una posición de incremento de sus obligaciones. A medida que mis meses de servicio avanzaban, comencé a ver cómo esas demandas crecían rápidamente y paralelas a mis responsabilidades como esposa y madre. Tal y como ha escrito Deborah Fallows: “Cuanto más ‘exitosa’ sea la posición en términos de prestigio, poder, dinero y responsabilidad, tanto más rutinaria y represora puede ser su tiranía” (A Mother’s Work [Boston: Houghton Mifflin, 1985], págs. 18-19). Es más fácil pedir a nuestros hijos, desde el lugar de trabajo, que se sujeten a las exigencias de nuestro horario, que pedirle a nuestro jefe que lo haga él. Los niños no han aprendido todavía a hablar en favor de sus necesidades.

Una tarde, mi hija Mary llegó de la escuela un poco más temprano de lo habitual. Si yo hubiera estado en Salt Lake City no habría estado en casa para recibirla, pero aquel día el Señor me puso donde más iba a ser necesitada. Ella entró en la cocina llorando a causa de una conversación que había tenido con unas amigas y una maestra acerca de unos asuntos muy polémicos; todo lo cual originó la experiencia más cálida, íntima e iluminadora que jamás hayamos tenido en sus años de adolescencia, hasta el punto de hacerle decir de manera espontánea: “¿Sabes, mamá? Si no hubieses estado en casa no habríamos tenido nunca esta conversación, porque no habría tenido la necesidad de hablar después de comer algo y de ver un poco la televisión”.

Dado que la conversación había tenido que ver con virtudes y valores que son increíblemente importantes, he dado las gracias al Señor con frecuencia por aquel momento tan singular. Nuestros mejores momentos de calidad con nuestros hijos suelen ocurrir no cuando estamos preparadas e intentamos tenerlos, sino que vienen por sorpresa, como episodios fugaces que no podríamos haber anticipado. Si somos afortunadas, estaremos allí preparadas para aprovechar esos momentos.

El tener que estar lejos de mis hijos por largas horas durante dos años, me ayudó a entender que cuando uno de ellos está abrumado, confuso o en dificultades, hay una forma inequívoca en la que responderé como madre, diferente a como lo haría una niñera, una amiga o hasta su abuela, sin importar lo amorosas que sean o lo llenas de confianza que estén. Irónicamente, fue por medio del servicio en un programa de la Iglesia que aprendí a apreciar plenamente que nadie puede ser madre de mis hijos tan bien como yo, y que mi mayor responsabilidad y gozo es ser esposa y madre en mi propio hogar.

Deborah Fallows resume mis sentimientos de manera exacta: “Para estar a la altura de mi modelo de madre responsable, tengo que conocer [a mis hijos] tan bien como me sea posible, y verles en muchos ambientes y situaciones diferentes para saber mejor cómo ayudarles a crecer, mediante el consuelo, el dejarlos solos, el disciplinarles, el disfrutar de su compañía, siendo seria pero no agobiante. Lo que necesito es pasar tiempo con ellos, en cantidad, y no [sólo] en ‘calidad’ “ (Ibídem, pág. 16).

Un psicólogo destacado, Scott Peck, ha escrito: “Los padres que dedican tiempo a sus hijos aun sin que lo exijan ciertas fechorías notorias, se darán cuenta de que hay en ellos necesidades sutiles de disciplina, a las cuales responderán con una urgencia, una reprimenda, una frase o una alabanza amables, administradas todas ellas con cuidado y reflexión. Observarán cómo sus hijos comen pasteles, cómo estudian o cuándo dicen pequeñas mentiras para escapar de los problemas más bien que enfrentarse a ellos. Tomarán el tiempo para hacer pequeñas correcciones y ajustes, para escuchar a sus hijos, para responderles, para ajustar aquí y aflojar allá, para darles pequeños discursos, contarles relatos breves, darles abrazos y besarles, para darles pequeñas amonestaciones y unas palmaditas en la espalda” (The Road Less Traveled [Nueva York: Touchstone, 1978], pág 23).

Esencial para la salud mental de todo niño es el sentimiento de “Soy de valor”. La manera en que decidimos pasar el tiempo revela a nuestros hijos lo valiosos que son para nosotros. De este modo los niños otorgan a sus padres el mayor de los desarrollos espirituales. Nuestros hijos son los conejillos de indias que nos permitirán ser padres eternos.

La prioridad final de nuestra espiritualidad tiene que ver con la edificación del reino de Dios. Siempre intento recordar que todas nuestras responsabilidades importantes están relacionadas entre sí, que la Iglesia es una estructura terrenal proporcionada para ayudarme en mi responsabilidad eterna para con mi Dios, mi familia y las demás personas sobre las que tengo una influencia positiva, tanto los aún en vida como los que han muerto. La Iglesia me ayuda tanto en esas responsabilidades, que estoy más dispuesta a aguardar mi turno para hacer mi parte a la hora de ayudar a los demás en su progreso.

Por supuesto que el Señor sabe que nuestro servicio en la Iglesia, además de ser una bendición y una ayuda para otras personas, incrementa nuestro propio desarrollo. Reconozco plenamente que a causa de mi servicio en la Iglesia he comenzado a desarrollar talentos que desconocía tener, como el de hablar, escribir, enseñar, dirigir música, aprender y, especialmente, amar; pero, por encima de todo, la Iglesia me da una estructura en la que desarrollar mi atributo divino de la caridad.

A veces el elegir entre la familia y la Iglesia es la más difícil de todas las decisiones a las que nos enfrentamos. Pero también aquí nuestros profetas nos han dado pautas para decidir lo que es esencial y lo que es secundario. Cuando todo hogar esté establecido según el modelo del templo, “una casa de oración, una casa de ayuno, una casa de fe, una casa de instrucción, una casa de gloria, una casa de orden, una casa de Dios” (D&C 109:8), entonces vendrá el reino de Dios. Pero debido a que ninguna de nosotras ni de nuestros hogares ha llegado aún a la perfección, y a causa de que muchas mujeres están comenzando a dar sus primeros pasos con menos privilegios de los que han tenido algunas otras, nos extendemos por toda la estructura y los programas de la Iglesia para enseñar, bendecir, y sacrificarnos por otras personas que no son de nuestra propia familia hasta que seamos iguales en todas las cosas. Todas somos bendecidas enormemente por nuestro servicio en la Iglesia. Es la manera más beneficiosa que tenemos de guardar los dos mandamientos: amar a Dios y a nuestro prójimo como a nosotras mismas.

Permítanme finalizar tal y como empecé, para completar el círculo. He compartido de manera muy personal mi perspectiva sobre la organización y el orden que las enseñanzas del templo me han dado, pero no con la idea de que la vida de ustedes deba ser a semejanza de la de Pat Holland, pues cada una de nosotras sólo hallará paz al cumplir con la medida de su propia creación. Mi deseo es meramente que haya sido capaz de hacer detonar el proceso de sus pensamientos a la hora de establecer prioridades para su propia vida. Espero que este mensaje haya creado en cada una de nosotras el deseo de destacar mentalmente nuestro propósito en la vida para que no seamos presa fácil de las pequeñas preocupaciones, temores, y debilidades, ni de los fracasos, los retrocesos y las tristezas temporales. Pueden ver que, al igual que ustedes, he tenido esos días maravillosos en los que una se despierta con un sentimiento cálido y agradable, con un sentimiento de propósito y de paz de que todo está bien. Pero las tensiones dinámicas están obrando dentro de cada una de nosotras. Las cargas del misterio, del descontento divino y del malestar interior nos mantienen alejadas de la complacencia, dando origen a una energía cristiana en busca de una nueva verdad.

 En esos días en los que me siento descentrada, desenfocada o desequilibrada, cuando siento que no tengo tiempo suficiente, perspectiva interior ni fuerza para solucionar mis problemas; sé que el consuelo se encuentra muy cerca, en el templo. Antes de ir al templo me retiro a un cuarto privado de mi hogar, donde me haya ido acercando a mi Padre Celestial por medio de la oración frecuente; allí me arrodillo y expreso mis más profundos sentimientos de amor y de gratitud. También derramo sobre Él mis problemas, uno por uno, poniendo cada carga y toda decisión a los pies del Señor. Al estar así preparada me alejo de este mundo de modas, de frenesí y de imitaciones para ir a la Casa del Señor. Allí, vestida de blanco al igual que mi prójimo, y sin ventanas ni relojes que me distraigan, soy capaz de ver este mundo de manera objetiva. Allí recuerdo que la esencia de esta vida es un viaje del espíritu hacia una esfera más elevada y más santa, recuerdo que el éxito de mi viaje depende de mi cercamía a los pasos secuenciales que Dios ha puesto en mi mapa individual de carreteras.

Mientras sirvo a otra hermana en el templo, alguien que no ha tenido mis privilegios durante su vida, tengo tiempo para estar a solas, para orar en privado y meditar. Tengo tiempo para escuchar y contemplar los pasos que puedo dar, los pasos indicados para mí. A menudo el Señor me muestra cómo tomar decisiones de manera eficaz entre lo bueno y lo malo, y entre lo bueno y lo bueno. Me bendice para que pueda ver lo que es esencial y lo que es secundario. Me siento consolada a pesar de mis desánimos y soy capaz de ver esos momentos como meros mensajes que me guían de regreso a mi destino individual. Si el señor en Su amor y gracia hace esto por mí, ¡les testifico que también lo hará por ustedes!    

Somos hijas de Padres Celestiales que nos han invitado a un viaje para llegar a ser como ellos. A una sombra de distancia nos han preparado un hogar al que podemos ir y recordar que hay gozo en este viaje, que nuestros caminos tienen un propósito y que la vida puede ser vivida tan amorosamente en la tierra como en el cielo. Que todos nuestros rostros —nuestros muchos rostros de Eva— reflejen el espíritu radiante del Señor y la gran gloria de Dios que es nuestra.         

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