Como en el cielo, así también en la tierra

Capítulo 8

Con tu rostro
puesto en el Hijo

por Patricia T. Holland

Todas somos hijas de Eva, tanto si estamos casadas como solteras, tanto si somos madres como si no tenemos hijos. Somos creadas a imagen de Dios para llegar a ser diosas. Podemos darnos algo de ese prototipo maternal las unas a las otras y a las que vengan detrás de nosotras. Cualesquiera que sean nuestras circunstancias, podemos extender nuestra mano, tocar, sostener, elevar y nutrir, pero no podemos hacerlo aisladamente. Necesitamos una comunidad de hermanas que consuelen el alma y venden las heridas de la fragmentación.


Tras mi relevo de la Presidencia General de las Mujeres Jóvenes en abril de 1986, tuve la oportunidad de disfrutar de una semana en Israel. Aquellos dos años habían sido muy difíciles y habían exigido mucho de mí. El ser una buena madre, junto con la gran cantidad de tiempo que se necesita para tener éxito en dicha tarea, había sido mi prioridad principal, por lo que intenté ser madre de jornada completa para un niño de primaria, una chica de secundaria y para un hijo que se estaba preparando para servir una misión. Intenté también ser una esposa de jornada completa para un atareado rector de universidad. También me había esforzado por ser una buena consejera de jornada completa en la Presidencia General, tanto como me lo permitían los ochenta kilómetros de distancia que me separaban del despacho. Pero en un momento tan importante de formación de principios y de comienzo de programas, me preocupaba el no estar haciendo lo suficiente, por lo que intenté correr un poco más rápido.

Hacia el final de mis dos años de servicio, mi salud se estaba resquebrajando. Perdía peso de forma regular y no podía dormir bien. Mi esposo y mis hijos intentaban ayudarme a la par que yo intentaba ayudarles a ellos, por lo que todos estábamos exhaustos. Aun así continuaba preguntándome qué más podía hacer para mejorarlo todo. Las Autoridades Generales, con su compasión habitual, me extendieron un cariñoso relevo al final de mis dos años. A pesar de lo agradecidos que yo y mi familia estábamos por el relevo, tuve un cierto sentimiento de pérdida de asociación y, debo confesar, de identidad para con aquellas mujeres a las que tanto había llegado a querer. ¿Quién era yo, y dónde me encontraba en medio de esta marabunta de exigencias? ¿Iba la vida a ser así de difícil? ¿Cuán exitosa había sido en mis varios y competitivos llamamientos? ¿O no los había magnificado? Los días posteriores a mi relevo fueron tan difíciles como las semanas previas. No había reserva alguna en la que apoyarme, tenía el tanque vacío y no estaba segura de que hubiera una estación de servicio a la vista.

Unas semanas más tarde, mi esposo recibió la asignación de viajar a Jerusalén y las Autoridades Generales que le acompañaban le pidieron que yo fuese con él. “Ve conmigo”, me dijo. “Puedes recuperarte en la tierra del Salvador, una tierra de aguas vivas y de pan de vida”. Con lo cansada que estaba hice las maletas creyendo, o al menos teniendo la esperanza, de que mi estancia allí me proveería un respiro de alivio.

Un día luminosamente claro y hermosamente brillante me hallaba sentada contemplando el mar de Galilea y releyendo el décimo capítulo de Lucas. Pero, en vez de las palabras de la página me pareció ver en mi mente y oír en mi corazón lo siguiente: “[Pat, Pat, Pat,] afanada y turbada estás con muchas cosas”. Y el poder de la revelación personal me envolvió mientras leía: “Pero sólo una cosa [sólo una cosa] es necesaria” (Lucas 10:40-41).

El sol brilla tanto en Israel en el mes de mayo que a una le parece estar sentada en la cima del mundo. Acababa de visitar el lugar llamado Bet-horón, donde el sol “se detuvo” para Josué (véase Josué 10:11-12) y, de hecho, me pareció que me había pasado lo mismo a mí. Al sentarme y meditar en mis problemas, sentí los rayos del sol purificándome como un bálsamo templado que se derramaba en mi corazón, relajando, calmando y consolando mi alma atribulada.

Nuestro amoroso Padre Celestial parecía estar susurrándome: “No tienes que preocuparte por tantas cosas. La cosa necesaria, la única cosa realmente necesaria es mantener tus ojos puestos en el sol, mi Hijo”. De repente tuve paz. Sabía que mi vida había estado siempre en Sus manos, desde el principio mismo. El mar que permanecía en paz ante mis ojos había sido un mar tempestuoso y peligroso en muchas, muchas ocasiones. Todo lo que necesitaba hacer era renovar mi fe, aterrarme fuertemente a Su mano y caminar juntos sobre las aguas.

Me gustaría proponer una pregunta para que cada una de nosotras meditara en ella. ¿Cómo es que, como mujeres, damos ese salto que nos lleva de estar preocupadas y consternadas, aun el preocuparnos por cosas realmente serias, a ser mujeres de gran fe? Un aspecto parece negar al otro. La fe y el temor no pueden coexistir. Consideremos algunas de las cosas que nos preocupan.  He servido como presidenta de la Sociedad de Socorro en cuatro barrios diferentes. Dos de ellos eran de solteros y los otros dos eran barrios tradicionales con muchas madres jóvenes. Al sentarme en consejo con mis hermanas solteras, mi corazón se consternaba cuando me describían sus sentimientos de soledad y desengaño. Sentían que sus vidas no tenían significado ni propósito alguno en una iglesia que, de manera correcta, hace tanto hincapié en el matrimonio y la vida familiar. Lo más doloroso de todo era la sugerencia ocasional de que su estado de soltería era culpa de ellas mismas, o peor aún, la consecuencia de un deseo egoísta. Buscaban con desesperación la paz, el sentido, algo de valor real a lo que poder dedicar sus vidas.

No obstante, al mismo tiempo me parecía que las madres jóvenes tenían igualmente muchísimas dificultades. Me hablaban de los problemas para criar a sus hijos en un mundo tan difícil, puesto que nunca teman tiempo suficiente, ni los medios, ni la libertad de sentirse como alguien de valor, y siempre se sentían presionadas contra el filo cortante de la supervivencia. Había muy pocas evidencias tangibles de que lo que estuvieran haciendo estaba realmente teniendo éxito. No había nadie que les diese un aumento de sueldo y, aparte de sus esposos (quienes a veces lo recordaban y otras no), nadie les felicitaba por una labor bien hecha. Y ellas siempre estaban cansadas. La cosa que recuerdo con mayor realismo de aquellas jóvenes madres es que siempre estaban muy cansadas.

Ahí estaban aquellas mujeres que, sin culpa alguna, se encontraban con que eran los únicos proveedores de sus hogares financiera, espiritual, emocionalmente y de todo otro tipo. Yo ni siquiera era capaz de comprender los desafíos a los que se enfrentaban. Obviamente y en cierto modo, sus circunstancias eran las más exigentes de todas.

La perspectiva que he obtenido a lo largo de estos años de escuchar las preocupaciones de las mujeres, es que ninguna, tanto individual como colectivamente (casadas, solteras, divorciadas, viudas, amas de casa o trabajadoras), ha monopolizado el mercado de las preocupaciones. Hay montones de desafíos a nuestro alrededor.

Cada una de nosotras goza de bendiciones y privilegios al igual que de temores y pruebas. Parece osado decirlo, pero el sentido común indica que nunca antes en la historia del mundo las mujeres, incluyendo a las Santos de los Últimos Días, se han enfrentado a una mayor complejidad en sus preocupaciones.

Aprecio mucho el hecho de que el movimiento de la mujer haya dado un buen respaldo a un principio del Evangelio que hemos tenido desde nuestra madre Eva, o incluso desde antes: el albedrío, el derecho a escoger. Pero uno de los efectos colaterales más desafortunados al que hemos tenido que hacer frente en el asunto del albedrío, debido a la creciente diversidad de los estilos de vida de las mujeres de hoy, es que somos más imprecisas e inseguras con los demás. No nos estamos acercando, sino alejando de ese sentimiento de comunidad y hermandad que nos ha sostenido y dado fuerza por generaciones. Parece haber un aumento de nuestra competitividad y una disminución de nuestra generosidad unas con otras.

Las que tienen tiempo y energía para envasar fruta y verduras desarrollan una gran habilidad que les servirá positivamente en tiempo de necesidad, y tal y como está nuestra economía, esto puede llegar a suceder en cualquier momento. Pero estas hermanas no deben sentirse inferiores ante aquéllas que compran la fruta enlatada y que desprecian el arroz y las treinta y cinco formas que hay de disfrazar su sabor, o que han decidido de forma consciente emplear su tiempo y energía de otras maneras también provechosas.

¿Y dónde encajo yo en todo esto? Durante tres cuartos de mi vida he estado atemorizada hasta la médula porque odiaba coser. Ahora puedo coser si es absolutamente necesario. Coseré, pero lo odio. ¿Pueden imaginar mi carga de los últimos veinticinco o treinta años, fingiendo en las actividades de economía doméstica e intentando sonreír al ver a seis niñitas entrando en la capilla vistiendo trajes bordados, con sus lazos y puntillas, todas de manera idéntica, con vestidos cosidos a mano, caminando delante de su madre quien también lleva el mismo porte inmaculado? No considero necesariamente mi actitud como virtuosa, cariñosa, de buen ánimo ni digna de alabanza, pero estoy siendo sincera en cuanto a mi antipatía hacia la costura.

He madurado un poquito desde esos días en, por lo menos, dos maneras. Ahora puedo admirar a una madre que es capaz de hacer todo eso por sus hijos, y he dejado de sentirme culpable porque el coser no me dé satisfacción. La cuestión es que simplemente no podemos considerarnos cristianas y a continuación ponernos a juzgar a las demás, o a nosotras mismas, de manera tan baja. No hay tarro de cerezas que justifique una confrontación que nos robe nuestra compasión y nuestra hermandad.       

Resulta obvio que el Señor nos ha creado con personalidades diferentes, al igual que con diferentes niveles de energía, interés, salud, talentos y oportunidades. En la medida en que estemos comprometidas en ser rectas y en vivir una vida de fiel devoción, deberíamos disfrutar de esas diferencias divinas, sabiendo que son dones de Dios. No debemos sentirnos tan asustadas, amenazadas ni inseguras, no debemos tener la necesidad de encontrar réplicas exactas de nosotras mismas para sentirnos mujeres de valor. Hay muchas cosas por las cuales podemos dividirnos, pero sólo necesitamos una cosa para lograr nuestra unidad: la empatia y la compasión del Hijo viviente de Dios.

Me casé en 1963, año en el que Betty Frieden publicó el libro que conmovió a toda la sociedad: The Femenine Mystique; por lo que como adulta, no puedo sino contemplar con ojos de niña los recuerdos de las décadas de los años 40 y 50. Debe haber sido mucho más cómodo tener ya un estilo de vida preparado para ustedes, con vecinas a ambos lados cuyas vidas les han proporcionado ejemplos a seguir. Sin embargo, debe ser algo muy doloroso para aquéllas que, sin culpa de su parte, estaban solteras en aquel entonces, tenían que trabajar o estaban luchando con una familia desmembrada. Pues en este complejo mundo de hoy, incluso aquel primer modelo ha quedado obsoleto, y nosotras parecemos estar menos seguras de quiénes somos y de a dónde vamos.   

De seguro que no ha habido otra época en la historia en la que las mujeres hayan cuestionado su propio valor con tanta dureza y crítica como en la segunda mitad del siglo XX. Muchas mujeres están buscando, casi frenéticamente como no lo habían hecho antes, un sentido de propósito y de significado personal, y muchas mujeres Santos de los Últimos Días buscan, a su vez, reflexión y entendimiento eternos en cuanto a su femineidad.

Si yo fuera Satanás y quisiera destruir una sociedad, creo que lanzaría un ataque sin tregua contra las mujeres. Las mantendría confusas y distraídas para que nunca pudieran encontrar la fuerza tranquilizadora y la serenidad por la que su género siempre se ha caracterizado.

Él ya ha logrado esto de manera eficaz convenciéndolas de que debemos intentar ser super humanas, en vez de esforzarnos por alcanzar nuestro propósito individual y nuestro potencial único y divino entre tanta diversidad. Lo que intenta es hacernos creer que, si no lo tenemos todo, fama, fortuna, familia y diversión en todo momento, somos menos que de segunda mano, seres de segunda clase en la carrera de la vida. Tenemos dificultades, nuestras familias tienen dificultades, al igual que la sociedad en la que vivimos. Drogas, adolescentes embarazadas, divorcio, violencia familiar y suicidio, son algunos de los efectos secundarios de nuestra vida tan agitada.

Demasiadas de nosotras estamos luchando y sufriendo, estamos corriendo más aprisa de lo que nuestras fuerzas nos lo permiten, esperando demasiado de nosotras mismas. A consecuencia de ello estamos padeciendo nuevas enfermedades relacionadas con la tensión, para las que todavía no hay diagnóstico. Por ejemplo, el síndrome Epstein-Bar es en el argot médico una especie de malaria de los años 80. Los que lo sufren “padecen fiebres frías, dolores en las coyunturas y, a veces, tienen irritación en la garganta; pero no tienen gripe. Están extremadamente cansados y debilitados; pero no tienen SIDA. Otras veces tienen lapsus de memoria y olvidan cosas; pero no padecen de Alzheimer. Muchos pacientes sufren trastornos suicidas, pero no se trata de una depresión clínica… Las víctimas femeninas aventajan a las masculinas en una proporción de 3 a 1, y la gran mayoría son personas de éxito con vidas llenas de tensión” (Newsweek, 27 de octubre de 1986).     

Debemos tener el valor de ser imperfectas mientras luchamos en pos de la perfección. No debemos permitir que nuestro sentido de culpa o nuestros libros feministas, los programas de debate y la cultura de los medios de comunicación nos vendan una lista de cosas buenas, o quizás una lista de cosas no buenas. Creo que podemos llegar a desviarnos tanto en nuestra búsqueda compulsiva de la identidad y de la autoestima, que realmente creemos que se puede encontrar en el tener una figura perfecta, en los títulos académicos, en los niveles profesionales, o incluso en el éxito absoluto como madre. Pero en esta búsqueda externa podemos desviarnos de nuestro yo interno y eterno. A menudo nos preocupamos tanto por complacer a los demás, que perdemos aquello que es exclusivamente nuestro: esa aceptación plena y relajante de nosotras mismas como personas de valor e individualidad. Llegamos a estar tan inseguras y asustadas que no podemos ser generosas para con la diversidad, la individualidad y, sí, los problemas de nuestro prójimo. Demasiadas mujeres con estas ansiedades ven, sin poder hacer nada para evitarlo, cómo sus vidas se deshilaclian desde la esencia misma que las centra y las sostiene. Hay demasiadas mujeres que son como un barco sin vela ni timón, “llevados por doquier”, como dijo el apóstol Pablo (véase Efesios 4:14), y cada vez más y más de nosotras nos mareamos de verdad.

¿Dónde está la certeza que nos permite navegar nuestro barco sin importar qué vientos sean los que soplen, con el grito triunfante del señor del mar: “Firme como mi nave”? ¿Dónde está la calma interior que tanto apreciamos y por la que nuestro género ha sido tradicionalmente conocido?

Creo que podemos encontrar el paso apacible y el alma tranquila por medio de hacer a un lado las preocupaciones físicas, los logros de la super mujer y los interminables concursos de popularidad, para volver a la entereza del alma, esa unidad en nosotras mismas que equilibra la exigente e inevitable diversidad de la vida.

Una mujer que no es de nuestra fe y cuyos escritos me encantan es Arme Morrow Lindbergh. Sus comentarios en cuanto a la desesperación femenina y al tormento general de nuestra época son los siguientes:

“Las feministas no vieron… con [suficiente] perspectiva, no establecieron reglas de conducta. Para ellas bastaba con exigir los privilegios… por lo que la mujer de hoy todavía prosigue su búsqueda. Somos conscientes de nuestras carencias y necesidades, pero todavía desconocemos lo que las satisfará. Con todo nuestro cúmulo de tiempo libre estamos más preparadas para secar nuestros manantiales de creatividad que para llenarlos. Intentamos regar un campo, [en vez de] un jardín… con nuestros cántaros. Nos abalanzamos de manera indiscriminada a formar parte de comités y de causas. Desconocemos cómo alimentar el espíritu, pero intentamos acallar sus demandas con distracciones. En vez de apaciguar el centro, el eje de la rueda, añadimos más actividades centrífugas a nuestra vida, las cuales tienden a hacernos perder el equilibrio. En la última generación hemos ganado mecánicamente, pero espiritualmente hemos… perdido”. Sin importar el período de tiempo, continúa diciendo, para las mujeres “el problema [sigue] siendo cómo alimentar el alma” (Anne Morrow Lindbergh, Gift from the Sea [Nueva York: Pantheon Books, 1975], págs. 51-52).

 He meditado largo y tendido acerca de alimentar nuestro yo interior, acerca de “la cosa necesaria” de entre una multitud de problemas. No es coincidencia que hablemos de alimentar el espíritu como si hablásemos de alimentar el cuerpo, pues ambos necesitan ser nutridos constantemente. El presidente Ezra Taft Benson dijo: “No hay duda en cuanto a que la salud del cuerpo afecta al estado del espíritu, o el Señor no nos hubiera dado nunca la Palabra de Sabiduría. Dios no ha dado jamás un mandamiento temporal, y todo aquello que afecte a nuestra estatura afecta también a nuestra alma”. Necesitamos mucho que el cuerpo, la mente y el espíritu se unan en un alma sana y estable.

Estoy segura de que Dios está bien equilibrado, por lo que quizás estamos más cerca de Él cuando también nosotras lo estamos. Nuestra unidad de alma dentro de la diversidad de las circunstancias, nuestro “apaciguamiento del centro”, bien vale la pena el esfuerzo.

Con frecuencia no llegamos a considerar la gloriosa posibilidad que hay dentro de nuestra alma. Necesitamos recordar esa divina promesa que dice: “El reino de Dios está entre vosotros” (Lucas 17:21). Quizás olvidamos que el reino de Dios está entre nosotras porque le prestamos demasiada atención a lo externo, a nuestro cuerpo humano y al frágil y endeble mundo en el que se mueve.

Permítanme compartir con ustedes mi propia analogía de algo que leí hace años, lo cual me ayudó entonces y me ayuda ahora en el examen de mi fortaleza interior y de mi crecimiento espiritual.

La analogía es la de un alma, un alma humana con todo su esplendor, la cual es puesta en una caja pequeña y tallada de manera hermosa, pero fuertemente cerrada. Reinando en majestuosidad e iluminando nuestra alma, en el interior de esta caja se encuentra nuestro Señor y Redentor, Jesucristo, el Hijo viviente del Dios viviente. Ponemos y encerramos esta caja en el interior de otra caja más grande hasta que hay cinco cajas hermosamente talladas pero firmemente aseguradas aguardando por la mujer que sea lo suficientemente hábil y sabia como para abrirlas. Para que esta mujer tenga acceso libre al Señor, debe encontrar la llave que libere los contenidos de las cajas. El éxito le revelará la belleza y la divinidad de su propia alma, así como sus dones y su gracia como hija de Dios.

Para mí, la oración es la llave que abre la primera caja. Nos arrodillamos para pedir ayuda con las tareas y luego nos levantamos para descubrir que el primer cerrojo ya está abierto. Éste no debiera parecemos un milagro conveniente y efectista, pues si queremos buscar la luz verdadera y las certezas eternas, tenemos que orar como oraron los de la antigüedad. Ahora somos mujeres, no niñas, y se espera de nosotras que oremos con madurez. Las palabras más frecuentemente empleadas para expresar esta labor urgente y fiel son: luchar, suplicar, llorar y anhelar. En algún sentido, orar puede ser la tarea más difícil que tengamos que hacer, y deseo que así sea. Es nuestra protección contra el ser demasiado mundanas y llegar a estar tan absorbidas con las posesiones, el privilegio, los honores y la clase social, como para no tener ganas de llevar a cabo la comprobación de nuestra alma.

Aquéllas que, como Enós, oran con fe y logran entrar en una nueva dimensión de su divinidad, son llevadas ante la caja número dos, donde no parece que nuestras oraciones sean suficientes por sí solas. Debemos volvernos a las Escrituras en busca de los registros divinos de antaño que hablan de nuestra alma. Debemos aprender. Ciertamente toda mujer en la Iglesia está bajo la obligación divina de aprender, crecer y desarrollarse. Somos un ejército diverso de talentos sin bruñir, somos el ejército de Dios, y ni debemos enterrar estos talentos ni debemos esconder nuestra luz. Si la gloria de Dios es la inteligencia, entonces aprender nos acerca a Él, especialmente el aprender de las Escrituras.

Él emplea muchas metáforas para identificar la influencia divina, como por ejemplo “agua de vida” y “el pan de vida”. He descubierto que si mi progreso se detiene es a causa de la desnutrición ocasionada por no comer ni beber diariamente de las santas Escrituras. Han habido desafíos en mi vida que podrían haberme destruido por completo de no haber sido por las Escrituras de mi mesilla de noche y las del bolso, por lo que pude participar de ellas noche y día ante el más pequeño aviso. Conocer a Dios a través de las Escrituras ha sido para mí como un suero intravenoso, una inyección intravenosa celestial, la cual mi hijo describió como un cordón “angelical”. Así que abrimos la caja número dos al aprender de las Escrituras. He descubierto que al estudiarlas puedo tener una y otra vez un encuentro vigorizador con Dios.

Sin embargo, durante el inicio de este proceso de emancipación del alma, Lucifer se inquieta más, especialmente al acercarnos a la caja número tres. Sabe que se aproxima un principio fundamentalmente importante. Sabe que estamos a punto de aprender que para encontrarnos debemos perdernos a nosotras mismas, por lo que empieza a bloquear nuestros esfuerzos de amar a Dios, a nuestro prójimo y a nosotras mismas. Especialmente durante la década pasada, Satanás ha animado a la gente a gastar mucha energía persiguiendo un amor romántico, un amor objeto o un exceso de amor propio. Si le hacemos caso podemos llegar a olvidar que el verdadero amor propio y la autoestima son las recompensas prometidas al poner a los demás en primer lugar. “Todo el que procure salvar su vida la perderá; y todo el que la pierda, la salvará” (Lucas 17:33). La caja número tres sólo se abre con la llave de la caridad.

El crecimiento verdadero y las impresiones genuinas llegan ahora, con la caridad. Pero la tapa de la caja número cuatro parece imposible de penetrar. Desgraciadamente las mujeres descorazonadas y temerosas se rinden llegado este punto; el camino parece difícil y el cerrojo demasiado seguro. Éste es un tiempo para evaluarnos a nosotras mismas. El vernos como en realidad somos suele causar dolor, pero sólo por medio de la verdadera humildad podremos llegar a conocer a Dios. “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”, dijo Él (Mateo 11:29).

Debemos ser pacientes con nosotras mismas para vencer estas debilidades, debemos recordar regocijarnos por todo lo bueno que hay en nosotras. Este deseo nos fortalece interiormente y nos hace menos dependientes de alabanzas externas. Cuando el alma alcanza el nivel en el que presta menos atención a la alabanza, también suele importarle muy poco la desaprobación del público. La competencia, los celos y la envidia empiezan a carecer de sentido. Imaginen el poderoso espíritu que existiría en nuestra sociedad femenina si finalmente llegáramos al punto en el que, al igual que el Salvador, nuestro verdadero deseo fuera el de ser contadas entre las menores de nuestras hermanas. Las recompensas son de una fortaleza tan profunda y de un triunfo de la fe tan apacible, que somos transportadas a una esfera mucho más brillante. La cuarta caja, a diferencia de las demás, está abierta del mismo modo que lo está el corazón contrito. Volvemos a nacer, al igual que una flor que crece y florece fuera de la quebrada corteza de la tierra.

Para compartir con ustedes mis sentimientos sobre la quinta caja, debo comparar la belleza de nuestra alma con la santidad de nuestros templos. En ellos, lugares no de este mundo, donde las modas, la posición y el progreso pasan desapercibidos, tenemos la oportunidad de hallar una paz, una serenidad y una tranquilidad que anclen nuestra alma para siempre, para que podamos encontrar a Dios. Para las que, como el hermano de Jared, tengan el valor y la fe de traspasar el velo hacia ese centro sagrado de la existencia, hallarán que el brillo de la última caja es mayor que el del sol al mediodía. Allí encontramos plenitud y santidad. Eso es lo que dice a la entrada de la quinta caja: “Santidad al Señor”. “¿No sabéis que sois templo de Dios?” (1 Corintios 3:16). Testifico que cada una de ustedes es santa, que la divinidad se encuentra en nosotras esperando a ser descubierta, desatada, magnificada y demostrada.

He oído decir a algunas personas que la razón por la que las mujeres de la Iglesia tienen dificultad para conocerse a sí mismas es porque no tienen un modelo femenino divino con el que identificarse. Pero sí lo tenemos. Creemos que tenemos una madre celestial. El presidente Spencer W. Kimball declaró en una conferencia general: “Cuando cantamos ese himno lleno de doctrina, ‘Oh, mi Padre’, percibimos el sentimiento de la modestia maternal más extrema, de la elegancia restringida y regia de nuestra madre celestial y, sabiendo cuán profundamente nuestras respectivas madres mortales han contribuido a darnos forma, ¿suponemos que la influencia de ella sobre nosotros, en forma individual, es menor?” (Ensign, mayo de 1978, pág. 4).

Nunca he cuestionado el porqué nuestra madre celestial siempre nos aparece velada, pues creo que el Señor tiene Sus razones para revelar tan poco sobre este tema como en realidad lo ha hecho. Es más, creo que sabemos mucho más sobre nuestra naturaleza eterna de lo que creemos; y es nuestra obligación sagrada el expresar nuestro conocimiento para enseñarlo a nuestras hermanas más jóvenes y a nuestras hijas, y al hacerlo estaremos fortaleciendo su fe y les ayudaremos a vadear las falsas confusiones de éstos, los últimos días. Permítanme destacar algunos ejemplos.

El Señor no nos ha puesto en este mundo triste y solitario sin un mapa con el que sobrevivir. En Doctrina y Convenios leemos las palabras del Señor: “Os daré una norma en todas las cosas, para que no seáis engañados” (D&C 52:14). Él incluye también a las mujeres en esta promesa. Nos ha dado normas en la Biblia, en el Libro de Mormón, en Doctrina y Convenios, en la Perla de Gran Precio y en la ceremonia del templo. Al estudiar estas normas debemos preguntarnos continuamente: “¿Por qué el Señor elige decir estas palabras en concreto y exponerlas de esta manera?”. Sabemos que Él emplea metáforas, símbolos, parábolas y alegorías para enseñarnos acerca de Sus caminos eternos. Todas hemos reconocido que la relación entre Abraham e Isaac tiene su paralelismo con la angustia de Dios respecto al sacrificio de Su propio Hijo, Jesucristo. Pero, como mujeres, ¿nos esforzamos por saber y preguntamos sobre el dolor de Sara en esta experiencia? Necesitamos escudriñar de este modo, así como buscar siempre un significado más profundo. Debemos buscar paralelismos y símbolos, temas y motivos, como los que encontraríamos en una composición de Bach o de Mozart, y debemos buscar los modelos que se repiten.

Un modelo obvio es que tanto la Biblia como el Libro de Mormón comienzan con el tema de una familia, y en ambos casos con el conflicto familiar. Siempre he creído que esto simbolizaba algo eterno con respecto a la familia, más que la simple historia de esos padres en concreto con sus hijos en particular. Ciertamente, todas nosotras, casadas o solteras, con hijos o sin ellos, vemos algo de Adán y Eva, y algo de Caín y Abel en cada día de nuestra vida. Con matrimonio o sin él, con hijos o sin ellos, todas tenemos algo de los sentimientos de Lehi, Saríah, Lamán, Nefi, Rut, Noemí, Ester, los hijos de Helamán y las hijas de Ismael.

Esos son nuestros tipos y sombras, prefiguraciones de nuestros propios gozos y pesares mortales, tal como José y María son, en un sentido, tipos y sombras de la devoción de unos padres que nutren al hijo de Dios. Para mí todos éstos son símbolos de verdades y de principios mayores, símbolos cuidadosamente escogidos para mostrarnos el camino, tanto si estamos casadas como solteras, si somos jóvenes o mayores, con familia o sin ella.

Obviamente, el templo es sumamente simbólico. ¿Puedo compartir una experiencia que tuve en el templo hace pocos meses relativa a la elección cuidadosa de palabras y de símbolos? He escogido mis propias palabras con sumo cuidado para no compartir nada inapropiado fuera del templo. Mis palabras han sido tomadas de las Escrituras.

Quizás fue una coincidencia (alguien dijo que “la coincidencia es un milagro pequeño en el cual Dios escoge permanecer anónimo”), pero en cualquier caso, mientras aguardaba en la capilla del templo, me senté al lado de un hombre mayor quien, de manera inesperada pero dulce, se volvió hacia mí y me dijo: “Si quiere tener una imagen más clara de la Creación lea Abraham 4”. Al comenzar a buscar Abraham me encontré con Moisés 3:5: “Porque yo, Dios el Señor, creé espiritualmente todas las cosas de que he hablado, antes que existiesen físicamente sobre la faz de la tierra”. Otro mensaje de prefiguración, un modelo espiritual que otorga significado a las creaciones mortales. Entonces leí Abraham 4 cuidadosamente y aproveché la oportunidad de hacer una sesión de ordenanzas preparatorias, de la cual salí con una mayor luz de revelación sobre algo que siempre había sabido que era así en mi corazón: que los hombres y las mujeres son coherederos de las bendiciones del sacerdocio, y aunque los hombres posean una mayor carga para administrarlo, las mujeres no carecen de responsabilidades relativas al mismo.

Luego, al asistir a una sesión de investiduras, me pregunté a mí misma: Si yo fuera el Señor y sólo pudiera dar a mis hijos en la tierra un ejemplo simbólico y sencillo, pero poderoso, ¿cuánto les daría y dónde comenzaría? Presté atención a cada palabra y busqué los modelos y los prototipos.

Cito de Abraham 4:27: “De modo que los Dioses descendieron para organizar al hombre a su propia imagen, para formarlo a imagen de los Dioses, para formarlos varón y hembra” (cursiva agregada). Formaron al varón y a la hembra, a la imagen de los Dioses, a Su propia imagen.

Y así, en un conmovedor intercambio con Dios, Adán declara que llamará Eva a la mujer. ¿Y por qué la llama Eva? “Por cuanto ella [es] la madre de todos los vivientes” (Génesis 3:20; Moisés 4:26).

Al reconocer amorosamente el dolor real que muchas mujeres, casadas o solteras, y que no han tenido hijos sienten en cualquier conversación sobre la maternidad, ¿podríamos considerar la siguiente posibilidad acerca de nuestra eterna identidad femenina, nuestra unidad en la diversidad? A Eva se le dio la identidad de ser “la madre de todos los vivientes” años, décadas o quizás siglos antes de que tuviera un hijo. Parece que el ser madre precedió a su maternidad, con la misma certeza de que el jardín de Edén precedió a los padecimientos de la mortalidad. Creo que madre es una de las palabras que han sido escogidas muy cuidadosamente, una de esas palabras ricas, con significado tras significado. En modo alguno debemos permitir que el mundo nos divida. Creo con todo mi corazón que esta palabra es principalmente una declaración, un título, sobre nuestra naturaleza, y no el resultado de haber contado nuestro número de hijos.

Sólo tengo tres hijos y he llorado por no haber podido tener más, del mismo modo que sé que algunas mujeres sin hijos también han llorado. En otras ocasiones algunas nos hemos, sencillamente, enfadado con este asunto. Por el bien de nuestra maternidad eterna, les suplico que no sea así. Algunas mujeres dan a luz hijos y los crían, pero nunca son sus “madres”. Otras, a quienes amo de todo corazón, son “madres” toda su vida, pero nunca han dado a luz. Todas nosotras somos hijas de Eva, tanto si estamos casadas como solteras, si somos fértiles o estériles; y podemos contribuir a ese modelo divino, el prototipo de maternidad, tanto para el beneficio de las unas para las otras, como para aquéllas que nos sucedan. Cualesquiera que sean sus circunstancias, podemos extender nuestra mano, tocar, sostener, elevar y nutrir, pero no podemos hacerlo por separado. Necesitamos una comunidad de hermanas que acallen el alma y venden las heridas de la fragmentación.

Sé que Dios nos ama individual y colectivamente como mujeres, y que tiene una misión personal para cada una de nosotras. Tal y como aprendí en mi colina de Galilea, testifico que si nuestros deseos son justos, Dios nos dirigirá para bien, y nuestros Padres Celestiales atenderán nuestras necesidades con cariño. Mi súplica es que estemos unidas en nuestra diversidad e individualidad a la hora de buscar nuestra misión específica, individual y preordenada; no preguntando: “¿Que puede hacer el Reino por mí?”, sino: “¿Qué puedo hacer yo por el Reino? ¿Cómo cumplo con la medida de mi creación? En mis circunstancias, en mis desafíos con mi fe, ¿dónde está mi plena realización de la imagen divina a semejanza de la cual fui creada?”.

Con fe en Dios, en Sus profetas, en Su Iglesia y en nosotras mismas, con fe en nuestra creación divina, podemos tener paz y dejar de lado nuestras preocupaciones y problemas sobre muchas cosas. Deseo que creamos, sin dudar en nada, en la luz que brilla, hasta en un lugar oscuro.

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