Capítulo 1
El poder de la oración
Hace algunos años nuestra familia fue invitada a pasar una vacación en una estancia en el estado de Wyoming. Uno de mis hijos acababa de regresar de su misión en Sudamérica y estábamos ansiosos por salir de casa para compartir algunos días con él y el resto de nuestros hijos.
Pasamos unos momentos maravillosos, aun cuando solamente pudimos andar a caballo durante las horas templadas del día. Al subir la temperatura, los tábanos empezaban a atacar con tanta ferocidad a nuestros caballos que no demoraban en sangrar por sus costados. Entonces los pobres animales se excitaban sacudiéndose y trataban de arrojarnos de las monturas.
La noche antes de regresar, en tanto que nos dirigíamos a la casa de campo, mi hijo ex misionero preguntó si podía seguir cabalgando con uno de los hijos del estanciero. “Vamos a arrear algunos caballos”, dijo, “y luego volveré a reunirme con ustedes”.
Aproximadamente una hora más tarde regresó muy contrariado. “¿Qué ha sucedido, hijo?”, le pregunté.
“Estoy realmente enojado”, dijo. “Perdí mi sombrero en el campo y estoy seguro de que nunca habré de encontrarlo”.
Yo sabía de qué sombrero estaba hablando. Era un sombrero que había comprado en Sudamérica como recuerdo de su misión y, para él, era algo irreemplazable.
Se irritó y se quejó por unos momentos en cuanto al sombrero y de pronto se calmó y me dijo: “Papá, ¿qué te parece si nos reunimos mañana con toda la familia antes de que salgamos de vuelta a casa, hacemos una oración familiar, y entonces vamos a tratar de encontrarlo?”
“Muy buena idea”, le dije. “Nos levantaremos una hora antes de lo que habíamos planeado y veremos lo que podremos hacer”.
Temprano a la mañana siguiente me encontraba yo preparando el automóvil cuando vi que mi hijo venía caminado a zancadas por el patio desde la cabaña donde había estado durmiendo. Pude ver por su expresión que se sentía mucho más contrariado que la noche anterior.
“Papá, no lo entiendo”, dijo. “No sólo he perdido mi sombrero sino también mi billetera. Las dos cosas tienen que estar por ahí en el campo”. Entonces empezó a describir detalladamente lo que su billetera contenía—su recomendación para el templo (poco antes había tenido sus entrevistas), su licencia de conductor (recién obtenida), ochenta dólares, que era todo el dinero que tenía en el mundo (ya había gastado todos sus ahorros en la misión; los ochenta dólares se los habían regalado sus abuelos para ayudarle a empezar de nuevo).
“Éstas son las peores vacaciones que jamás he tenido”, dijo. “Preferiría no haber venido”. Y entonces agregó un famoso comentario que todos hemos escuchado antes: “¿Por qué siempre me pasan a mí estas cosas?”
“Bueno, hijo, no sé qué decirte en cuanto a tu sombrero y tu billetera”, le dije, “pero hay algo que sé por seguro— no vamos a reunir la familia para orar por esas cosas”.
“¿Por qué no?”
“Porque no puedes escuchar la voz del Espíritu cuando estás enojado. Es inútil, y no voy a juntar la familia mientras tengas esa actitud”.
Él no contestó. Simplemente se dio vuelta y salió a grandes pasos hacia la casa.
Unos quince o veinte minutos después salió nuevamente afuera. Su semblante había cambiado y me dijo: “Papá, quiero pedirte una disculpa. No tendría que haber dicho lo que dije. Ésta ha sido una buena vacación y siento mucho haberme quejado al respecto”.
Al conversar con él, me contó que había estado de rodillas confesándole al Señor su mala actitud, pidiéndole perdón y suplicándole que le ayudara a encontrar su sombrero y su billetera. Luego vino a mí con un corazón contrito y espíritu humilde.
Le puse mi brazo sobre sus hombros y le dije: “Hijo, reunamos ahora a la familia. Quizás si todos aunamos nuestra fe podremos encontrar lo que has perdido”.
Nos reunimos todos, nos arrodillamos y oramos juntos. Sabíamos que estábamos pidiendo algo imposible. El día anterior habíamos cabalgado a través de enormes terrenos, la mayoría de los cuales estaban cubiertos de espigas de trigo tan altas que a los caballos les llegaba hasta la barriga. Así y todo, queríamos hacer la tentativa y oramos tan fervientemente como pudimos para que el Señor nos ayudara.
Mi hijo pensaba que probablemente no lo conseguiríamos, pero estaba decidido a aceptar la voluntad del Señor y a quedarse satisfecho con los resultados de nuestra búsqueda, no importa cuáles fueran. Y dijo: “Yo podré conseguir otro sombrero, aunque lamento mucho haber perdido ése. Podré conseguir otra recomendación para el templo y un duplicado de mi licencia de conductor. Y también podré reponer el dinero que me regalaron los abuelos. Mas espero realmente que el Señor conteste nuestra oración”.
Después de nuestra oración familiar, tomamos nuestros caballos y salimos por los campos que habíamos recorrido el día antes. Cuando llegamos al primer campo, nos bajamos de los caballos, formamos un círculo y ofrecimos otra oración, suplicándole al Señor que nos guiara hasta el preciso lugar que necesitábamos encontrar. Pedí que dos o tres de nosotros tomáramos turno para orar, sabiendo que eso nos ayudaría a fortalecer nuestra fe. Le dijimos al Señor que, al fin y al cabo, no importaba si llegábamos a tener éxito o no—después de todo, se trataba solamente de un sombrero y una billetera. Pero también creíamos en las palabras que dicen: “Cualquier cosa que pidáis al Padre en mi nombre, si es justa, creyendo que recibiréis, he aquí, os será concedida” (3 Nefi 18:20).
Yo iba adelante en mi caballo cuando entramos en ese primer campo para comenzar nuestra búsqueda. El trigo rascaba la barriga del animal y casi sin pensarlo comenté: “Nunca podremos ver una billetera en este pastizal tan alto y espeso. ¿Cómo podría uno ver tal cosa en algo como esto?”
Por un momento, la familia se quedó en silencio, y entonces otro de mis hijos dijo: “¿Sabes, papá? Yo creo que no importa cuán alto esté el trigo. El Señor sabe dónde está la billetera, ¿no?” Y luego agregó: “En realidad, hasta podría ser dos o tres veces más alto. Ciertamente no importaría porque el Señor lo sabe, ¿verdad?”
Yo sabía que él tenía razón y su bondadosa observación fue como una reprimenda por mi incrédula actitud, y dije: “Sí, hijos míos, él tiene muchísima razón. Que sea doble o triple, no importa. El Señor sabe dónde está. Sigamos cabalgando y orando. Cabalguemos y oremos. ¡Adelante!”
Entonces continuamos a través del campo, cabalgando por un sembrado tan amplio como alcanzábamos a distinguir con la vista. No habían transcurrido más de un par de minutos cuando mi hijo que acababa de expresar su fe dio un grito, saltó del caballo y exclamó: “¡Aquí está el sombrero!” Lo tomó y lo revoleó por el aire para que todos pudiéramos verlo.
Todos acudimos a donde se hallaba, siguiendo por detrás al dueño del sombrero. “¡El Señor ha contestado nuestras oraciones!”, dijo. “¡Nos ha escuchado y nos ha contestado!” Luego nos dio a todos un breve sermón acerca de continuar orando y tener más fe. “¡Ahora busquemos la billetera!”
Empezamos nuevamente a cabalgar, pero no podíamos encontrar nada más. Los minutos pasaban lentamente y el entusiasmo que tuvimos en el primer momento comenzó a desvanecerse. Buscamos por una hora y luego por una hora y cuarto, pero no encontramos nada.
Entonces, al ir subiendo la temperatura del día, las moscas empezaron a picarnos, tanto a nosotros como a los caballos. Asustados e irritados, los caballos comenzaron a patear y a encabritarse y todos temíamos que nos arrojaran al suelo entre los pastos. Mis hijas menores, en particular, se estaban poniendo muy nerviosas. Finalmente, dije: “Bueno hijos, tenemos que regresar. No podemos seguir buscando ya”.
Fuimos hasta el camino y empezamos a volver en dirección a la casa. Al andar, como padre de la familia, decidí ponerme a la par del hijo que había perdido el sombrero y la billetera a fin de tomarle espiritualmente la temperatura y ver qué sentía en esa ocasión tan importante.
“Bien, hijo, ¿qué sientes en este momento?”, le pregunté.
Él me respondió: “Estoy tan agradecido de que el Señor me diera otra vez mi sombrero. Yo sé que para otros éste es un simple sombrero, pero tiene mucho valor para mí”. Hizo una pausa y luego dijo: “Me habría gustado encontrar también la billetera. Quizás cuando llegue la hora de la cosecha alguien la encontrará y me la enviará. Pero quiero que sepas, papá, que todo esto valió bien la pena y estoy agradecido por tener ahora mi sombrero”.
Seguimos andando hasta la casa de campo y agradecí al Señor porque mi hijo tenía un buen corazón y estaba en buen camino. Aunque no habíamos encontrado su billetera, él comprendía que el Señor lo amaba y se interesaba por él, y continuaba teniendo fe en que aún podría encontrarla.
Llegamos a la casa y cada uno de nosotros fue a preparar sus cosas para irnos. Casi todos los niños estaban ya en el automóvil cuando fui a despedirme de nuestros anfitriones. De pronto, mi hijo vino corriendo por el patio y agitando una mano en el aire gritaba: “¡Encontré mi billetera! ¡Encontré mi billetera!”
Después de toda la excitación, le preguntamos cómo la había encontrado y él dijo: “Fui a la cabaña a buscar mi maleta y, encontrándome a solas, tuve la impresión de que debía arrodillarme y agradecerle al Señor por haberme ayudado a encontrar mi sombrero.
“Cuando terminé de orar y me disponía a salir, sentí que tenía que revisar esos viejos y sucios abrigos que colgaban sobre una pared”. Allí había una larga hilera de chaquetas, quizás unas diez o quince de ellas. Al verlas, y sin saber por qué, sintió que algo cayó repentinamente a sus pies. Miró hacia el suelo y vio que era su peine.
“Cuando vi eso, sentí palpitar mi corazón. Yo siempre llevo mi peine en mi billetera y entonces me di cuenta de que también había perdido mi peine. Me acerqué y agité los abrigos, y vi caer mi billetera al piso”.
No tenemos idea de cómo esa billetera fue a parar en aquellos abrigos. Ninguno de nuestros hijos había estado jugando allí; esos abrigos estaban muy sucios y polvorientos. Pero de alguna manera, gracias a la fe y a las oraciones, el Señor posibilitó que mi hijo encontrara la billetera que había perdido.
Él rebosaba de alegría. Se arrodilló y ofreció otra oración de gratitud en la cabaña y luego salió corriendo con su billetera para contarnos a todos que sus oraciones habían sido contestadas y que nuestra fe en el Señor había dado frutos.
Subimos al automóvil y partimos, pero tan pronto como habíamos salido de la estancia nos detuvimos y una vez más ofrecimos una oración de sincero agradecimiento al Señor por Su voluntad de escucharnos y bendecirnos.
Pero quizás las más importantes “consecuencias” de aquella experiencia habrían de manifestarse después. Aunque fue extraordinario que mi hijo encontrara su billetera, una bendición aún mayor fue que los miembros de nuestra familia pudieron fortalecer su fe como resultado de lo que experimentamos. También aprendieron cómo se obtienen respuestas a las oraciones. Por cierto que ninguno de ellos podrá negar jamás que vieron, de una manera realmente milagrosa, que la mano del Señor se manifestó para bendecirnos.
La segunda billetera perdida
Una semana después de nuestro regreso, otro de mis hijos, de dieciséis años de edad, fue invitado a ir con una familia amiga al Lago Powell (en el sur de Utah) en un viaje que hacían anualmente. Acababan de comprar una nueva lancha y estaban ansiosos por estrenarla.
Después de tres o cuatro días de haber navegado, salieron de su campamento en dirección al atracadero de lanchas. Mi hijo llevaba consigo su billetera y, no teniendo bolsillos donde guardarla, le pidió a su amigo que se la pusiera en el bolsillo de su camisa y lo abotonara. La billetera contenía unos veinticinco dólares, todas sus tarjetas—su licencia de conductor y sus tarjetas de la biblioteca, del gimnasio y de la escuela—y, lo que era más importante, un pequeño dispositivo para alinear sus dientes que costaba más de setenta y cinco dólares.
Poco después regresaron al campamento y fueron a nadar. Se zambulleron desde altos promontorios y otros peñascos. De pronto, el amigo de mi hijo se acordó de la billetera en su bolsillo y constató que la había perdido.
Para ese momento, ya habían andado por casi toda esa parte del lago y parecía ser imposible que llegaran a encontrarla. Pero mi hijo se dijo a sí mismo: “Si el Señor sabía dónde estaba la billetera de mi hermano en aquella enorme estancia, Él sabe dónde está la mía en este lago”. Y entonces empezó a orar en su corazón. Después de algunos minutos pensó que eso no era suficiente. Fue hasta detrás de unas rocas altas y se arrodilló a orar, pidiéndole al Señor que lo ayudara a encontrar su billetera.
Continuaron buscando, sumergiéndose de vez en cuando en el fondo pantanoso de aquel lago. Buscaron durante toda la tarde y aun entrada la noche, pero no encontraron nada. Finalmente, estaba ya tan obscuro para seguir haciéndolo que decidieron regresar al campamento.
Esa noche, mi hijo ofreció una oración. Le prometió al Señor que si lo ayudaba a encontrar su billetera, leería con mayor fidelidad las Escrituras, controlaría mejor sus pensamientos, dejaría de escuchar toda música inapropiada, oraría con mayor frecuencia y le ofrecería mejores oraciones. Entonces, lo que fue mucho más importante, le prometió que cumpliría esas promesas aun si no lograba encontrar su billetera.
Después de esa oración, experimentó una positiva sensación del Espíritu. Cuando le preguntaban si había encontrado ya su billetera, él respondía: “No. Todavía no”.
Esa misma noche conversó con su amigo, quien le dijo que sería imposible encontrar la billetera. El agua era demasiado profunda y seguramente la billetera se había sumergido en el fango y el moho al fondo del lago. Mi hijo estaba de acuerdo en que el agua era muy profunda, pero le dijo que encontrar su billetera no tenía nada que ver con la profundidad del agua ni con cuánta tierra había en el fondo ni con ninguna otra cosa. Todo lo que importaba era si tenían suficiente fe y que si el Señor quería que la encontraran.
Después del desayuno, él y su amigo fueron otra vez a buscar la billetera. Los demás en el campamento eran muy desalentadores diciéndoles que seguramente no la encontrarían y que mejor sería que simplemente se dieran por vencidos.
Por último, mi hijo escaló una colina, encontró un lugar apartado, se arrodilló y ofreció otra oración. Le dijo otra vez al Señor que iba a cumplir las promesas que había hecho, ya fuera que encontrara o no la billetera. Después de la oración, tuvo la seguridad de que todo saldría bien. Mientras continuaban echándose al agua y buscando sin tener éxito, él seguía orando constantemente. Estaban ya a punto de desistir cuando el amigo de mi hijo exclamó: “¡La encontré!”
Mi hijo se quedó maravillado, y agradeció que fuera su amigo quien encontrara la billetera siendo que todavía se culpaba a sí mismo por haberla extraviado. Después de agradecer a su amigo, volvió a escalar la colina y le agradeció al Señor de todo corazón por haberles mostrado dónde tenían que buscar. Y nuevamente le aseguró que cumpliría las promesas que había hecho.
Poco después, escribió en su diario personal su testimonio de aquella experiencia. Dio testimonio de que el Señor nos ayuda en la vida y contesta nuestras oraciones cuando:
- Oramos y pedimos con sinceridad.
- Nos arrepentimos. Cuanto más rápidamente le prestamos atención, más rápidamente nos escuchará Él nosotros.
- Leemos las Escrituras y obtenemos el Espíritu.
- Prometemos hacer todo lo mejor en situaciones en las que tenemos dificultades.
- Libramos nuestro corazón de toda duda y de todo enojo.
Doy mi testimonio de que si hacemos estas cosas y es conveniente para nosotros, el Señor contestará nuestras oraciones. Yo sé que no fue cuestión de suerte ni casualidad que encontráramos mi billetera, y sé que el Señor realmente me guió para que la encontrara cuando yo estuviera preparado. Testifico que esto es verdadero y que realmente sucedió… Tengo un testimonio de que el Señor vive y que ama a cada uno de nosotros, y que nos ayudará siempre que nos acerquemos a Él y obedezcamos Sus mandamientos.
Fue muy reconfortante ver que toda nuestra familia se uniera para tratar de encontrar el sombrero y la billetera de nuestro primer hijo. Pero fue particularmente agradable ver que nuestro hijo menor demostrara tanta fe para tener una propia experiencia similar.
Esa noche vino a nuestro dormitorio para contarnos su experiencia. Nunca olvidaré lo que nos dijo. Éstas fueron sus palabras: “Papá y mamá, no me sorprendió mucho que toda nuestra familia orara y que encontráramos el sombrero y la billetera de mi hermano. Pero esta otra vez era yo solo, solamente yo, quien oraba. ¡Tengo sólo dieciséis años y sin embargo el Señor me contestó!”
Este hijo nuestro aprendió que el Señor es realmente benevolente con todos aquellos que le demuestran su humildad y le piden con fe. Esta exitosa experiencia lo ha ayudado a tener otras semejantes. Ahora, cuando necesita recibir las bendiciones del Señor en circunstancias de un significado mucho mayor que el encontrar una billetera perdida, sabe cómo pedirlas y está aprendiendo a hacerlo con fe.
Testimonio de la oración
Por supuesto que estas historias no son realmente acerca de billeteras y sombreros. Las relato para demostrar cómo la oración puede ser una verdadera fuerza en nuestra vida. En las páginas siguientes trataremos de ilustrar algunos principios que el Señor nos ha enseñado, lo cual espero que nos ayude a ofrecer oraciones más provechosas. Pero para concluir este capítulo, quiero dar mi testimonio de que la oración es algo verdaderamente eficaz.
Doy testimonio de que los principios en cuanto a recibir respuestas a nuestras oraciones que hemos ilustrado con estos relatos son principios verdaderos.
Doy testimonio de que vivimos muy por debajo de nuestras posibilidades de trabajar juntos con el Señor. Nos apresuramos demasiado a recurrir a nuestras propias fuerzas y no confiamos en Él. Quizás temamos que no haya de resultar o nos alarme nuestra propia insuficiencia. Pero yo doy mi testimonio de que todos podemos aprender a utilizar la oración con mayor eficacia y a mejorar nuestra capacidad para obtener respuestas a nuestras oraciones.
Doy testimonio de que podemos recibir conocimiento de nuestro Padre por medio del Espíritu del Señor. El Padre puede comunicarse con Sus hijos; lo hace abiertamente; y lo hace todos los días. Ya sea que percibamos o no Su inspiración, Él continúa hablándonos cada día, para aconsejarnos, protegernos, fortalecernos, alentarnos, colmarnos de gozo y de paz, y ayudarnos a superar obstáculos y dificultades.
Yo creo que una de las principales responsabilidades que tenemos aquí en la tierra, es aprender más en cuanto a percibir esas inspiraciones y a escuchar la voz del Señor cuando nos habla directamente a nosotros. Sólo entonces podemos comprender lo que Él requiere de cada uno, y sólo entonces tendremos la fortaleza necesaria para cumplir lo que Él desea que cumplamos.
Yo creo que, en toda la historia del mundo, Dios nunca ha dejado de contestar una humilde y sincera oración—no interesa quién la ofrezca, hombre o mujer, joven o anciano, débil o fuerte, miembro o no miembro de la Iglesia. Así es el Señor. Él es muy bondadoso y está ansioso por respondernos. Por supuesto, Su respuesta podría haber sido: “No”. O quizás haya dicho: “Sí, pero no todavía”. O proba blemente haya respondido con una voz tan queda y suave que la persona no hubiera podido oír. Pero Él siempre ha contestado y yo creo que cuando pasemos al otro lado del velo y veamos con mayor claridad cómo actúan la oración y la revelación, caeremos humildemente de rodillas y le pediremos perdón al Señor por no haber reconocido debidamente Su mano en nuestra vida.
Seguramente el Señor está ansioso por responder a las peticiones de Sus hijos, siempre que le pidan con humildad y con fe, creyendo en Él y no dudando en nada. Entonces podrán esperar que el brazo del Señor se les revele para bendecirles.
Tal como lo testificó Moroni: “Tan ciertamente como Cristo vive, habló estas palabras a nuestros padres, diciendo: Cuanto le pidáis al Padre en mi nombre, que sea bueno, con fe creyendo que recibiréis, he aquí os será concedido” (Moroni 7:26).
Una actividad en base a la fe para lograr un justo deseo
Antes de proseguir hacia los principios que nos dan poder en las oraciones, deseo aconsejarle que escoja un justo deseo que quiera procurar diligentemente mediante una oración. En Doctrina y Convenios se nos dice que la nuestra no es solamente la única Iglesia verdadera, pero que es “la única iglesia verdadera y viviente sobre la faz de toda la tierra” (D. y C. 1:30; cursiva agregada). Sus doctrinas son vivientes. El Señor vive. El Espíritu vive. Y también podemos ser así nosotros si tan sólo tuviéramos más energía y nos relacionáramos más con Él.
Al pensar en las enseñanzas de la Iglesia y del Evangelio, yo creo que lo que las hace no solamente verdaderas sino también vivientes es nuestro deseo y nuestra capacidad para ponerlas en práctica. Para mí, el conocimiento en sí no es tan importante como lo es el conocimiento combinado con la voluntad para aplicarlo. Cuando aprendemos, entonces, debemos decidir arrepentimos, ejercer la fe y hacer todo lo que sea necesario para convertir lo que hemos aprendido en una parte esencial de nuestra vida.
He aquí lo que quiero que haga. Tome una hoja de papel y escriba en ella algo muy personal que necesite del Señor— algo que desee mucho. No escoja simplemente algo fácil. Cuanto más complicado sea, mejor; así podrá tener una verdadera experiencia con la fe. Quizás alguien esté preocupado por su cónyuge. Quizás uno de sus hijos haya rechazado algo que le hayan enseñado y eso le angustia. Probablemente tenga un problema serio de salud o se encuentre en medio de grandes problemas económicos. Es posible que simplemente quiera tener más fe, un mayor testimonio, más fortaleza para poder arrepentirse y cambiar, o una mayor capacidad para superar debilidades personales. Escriba su deseo particular en una hoja de papel y vaya llenándola a medida que continúe leyendo este libro.
No piense que no es lo suficientemente bueno como para recibir la ayuda del Señor. Al viajar por diversos lugares del mundo, he podido conocer a muchos miembros de la Iglesia que creen que nunca podrán merecer que se les contesten sus oraciones. Algunos dicen: “Claro, si yo fuera una Autoridad General o un presidente de estaca o un obispo, podría recibir respuestas, pero soy muy… [complete este espacio]”.
Yo le doy mi testimonio de que eso no es verdad. El Señor nos ama a todos y está ansioso por responder a cada uno de nosotros para ayudarnos en cuanto a los justos deseos de nuestro corazón. Le he relatado dos historias acerca de cómo el Señor prestó Su ayuda para que se encontraran pequeñas cosas, un sombrero y dos billeteras. Verdaderamente, Él desea ayudarnos en tales formas—pero aun desea mucho más ayudarnos en cuanto a nuestras grandes necesidades en la vida.
Yo le prometo en el nombre del Señor que si realmente desea lograr lo que haya escrito, si sus deseos son justos y si está pidiendo de conformidad con la voluntad del Señor, Él le concederá lo que desee—si aprende y obedece los principios y las leyes que gobiernan lo que procura. No tengo ninguna duda al respecto. Le doy mi testimonio de que esto es verdad porque el Señor así lo ha dicho.
























