Cómo obtener respuestas a nuestras Oraciones

Capítulo 2

Como preparar el corazón
y la mente para la oración


Una mañana, cuando vivíamos en Quito, Ecuador, llamé a mi esposa para decirle que un importante visitante habría de llegar al aeropuerto en una hora y que me agradaría lle­varle a casa para el almuerzo. Con marcado entusiasmo, ella respondió que haría todo lo posible por tener la casa limpia y preparar una buena comida.

En aquellos días vivía con nosotros una mujer de nom­bre Roza, quien ayudaba a mi esposa a cocinar y en otros quehaceres domésticos. Roza tenía unos treinta años de edad y era muy fiel a su propia religión. Con frecuencia habíamos tratado de hablarle acerca de la Iglesia y del Evangelio, pero ella no quería escucharnos. En realidad, cuando intentábamos hacerlo, por lo general nos trataba muy fríamente.

Esa mañana en particular, mientras mi esposa y Roza corrían por toda la cocina tratando de preparar el almuerzo, descubrieron que la mujer había extraviado la batidora que necesitaban para hacer una torta. Aquél fue un momento de gran frustración. En esa época no era posible en Ecuador preparar una torta utilizando ingredientes empaquetados; había que hacerlo con cada uno de los ingredientes. Y ahora no tenían el artefacto necesario para ello.

En esos momentos, nuestro hijo de siete años de edad entró en la cocina y oyó lo que estaba pasando. Escuchó por unos minutos y entonces, inocentemente, le dijo a Roza: “Así que perdió la batidora, ¿eh?” Eso la hizo enojar un poco más, y él agregó: “Bueno, si en realidad quiere encon­trarla, ¿por qué no le pide al Señor que la ayude? Él sabe dónde está”.

Ella le contestó con cierta impaciencia: “¡Uno no tiene que orar por cosas como ésa! Retírate de la cocina para que podamos encontrarla!”

Él salió corriendo, pero después de unos minutos Roza se sintió mal por haber ofendido a un niño pequeño y fue a buscarlo. Lo encontró de rodillas en su dormitorio diciendo una oración: “Padre Celestial, tenemos un serio problema en la cocina. Papá va a traer a una importante persona para almorzar. Mamá está enojada. Roza ha perdido la batidora y no cree que Tú sepas dónde está. Si sólo nos muestras dónde está la batidora, podremos solucionar todo el pro­blema”.

En cuestión de minutos, encontraron la batidora. Alguien podría decir que todo fue una casualidad, pero yo creo que fue gracias a la fe que un pequeño niño tenía en el Señor Jesucristo. Roza se quedó asombrada al ver que el Señor contestó la oración de un niñito—y especialmente acerca de algo tan insignificante como una batidora. Esa experiencia le brindó algunas impresiones espirituales muy fuertes en cuanto al valor de la oración.

La parte más dulce de esa experiencia fue que dos o tres semanas después tuve el privilegio de bautizar a Roza en la Iglesia. Yo efectué la ordenanza, pero fue un niño de siete años que, como instrumento del Señor, la convirtió a la ver­dad. Fue él quien le enseñó que, no importa cuál sea el problema, si estamos realmente preocupados por ello, tam­bién lo está el Señor. Él nos ayudará en cualquier circuns­tancia que sea de verdadero interés para nosotros.

Es cierto que el Señor contesta las oraciones de niños pequeños, aun con respecto a cosas pequeñas. También es verdad que Él contesta las oraciones de personas adultas y que está interesado en ayudarnos en cualquier aspecto de nuestra vida. Pero nuestra capacidad para recibir las respuestas a nuestras oraciones aumentará si preparamos nuestro corazón y nuestra mente para comunicarnos con nuestro Padre Celestial y si, a la vez, nos preparamos para recibir dichas respuestas.

Aquí tenemos algunas maneras importantes en que podemos preparar nuestro corazón y nuestra mente para la oración.

Tener fe en Cristo

La cosa más importante que podemos hacer para comu­nicarnos con nuestro Padre Celestial es tener fe en Jesucristo. Si tenemos fe en Cristo, tendremos fe en nuestro Padre Celestial, porque Cristo ha dado un claro testimonio acerca de Él.

Algunas personas consideran la fe como una actitud positiva. Eso es sólo parte de lo que realmente es la fe. La fe es el poder que mantiene a los mundos en su lugar. La fe es el poder mediante el cual obra Dios. Cuando tenemos fe, tenemos acceso a Su divino poder.

Pero debemos recordar que el mandamiento no es sola­mente tener fe en un sentido general. Debemos tener fe en una persona particular, fe en Jesucristo. Cuando procu­ramos entender mejor lo que esto significa, comprendere­mos por qué debemos concluir nuestras oraciones “en el nombre de Jesucristo”. Cuando oramos de esta manera, estamos implorando que la gracia del Señor Jesucristo inter­venga a favor nuestro. Si podemos concentrar nuestra fe en Él, eso nos ayudará a poseer mucho más poder que si oramos sin esa clase de fe.

Cuando sus hermanos lo ataron con cuerdas y procu­raron quitarle la vida, Nefi suplicó en oración:

¡Oh Señor, según mi fe en ti, líbrame de las manos de mis hermanos; sí, dame fuerzas para romper estas liga­duras que me sujetan!

Y cuando hube pronunciado estas palabras, he aquí, fueron sueltas las ligaduras de mis manos y de mis pies (1 Nefi 7:17—18).

Alma y Amulek tuvieron una experiencia similar cuando fueron también atados con cuerdas.

Y Alma clamó, diciendo… ¡Oh Señor!, fortalécenos según nuestra fe que está en Cristo hasta tener el poder para librarnos. Y rompieron las cuerdas con las que esta­ban atados (Alma 14:26).

Notemos que ellos no tenían fe en su propia fortaleza; confiaban en el Señor y dependían de la fortaleza de Él. Es la fe en Cristo lo que nos librará de nuestras propias liga­duras; es el aumento de nuestra fe en Cristo lo que nos brindará un poder adicional en las oraciones.

Todos podemos fortalecer nuestra fe al saber que:

  1. Dios escucha y contesta nuestras oraciones (véase DyC 98:2—3; 88:2). Yo no creo que haya habido una sola oración sincera ofrecida por cualquier persona desde el “principio” que haya quedado sin contestar.
  2. Dios vive y nos ama, y nos dará la respuesta correcta a toda oración sincera, no importa cuál sea la pregunta (véase Moroni 10:4—5).
  3. Todos somos hijos de Dios y siervos del Señor.

Podemos orar como lo hizo Samuel: “Habla, porque tu siervo oye” (1 Samuel 3:10).

  1. No importa cuál sea nuestra edad, nuestro cargo en la Iglesia o cuánto hace que somos miembros de ella. El Señor desea responder a nuestros pedidos sinceros sin tener en cuenta estas cosas.

Si su fe es débil, usted puede apoyarse en el testimonio de alguien más—uno de sus padres, maestros o líderes—en tanto que procura fortalecer su propia fe.

Arrepentirse de los pecados

El arrepentimiento es un elemento fundamental para obtener las bendiciones del Señor.

La historia del sombrero perdido (en el capítulo ante­rior) ilustra la necesidad del arrepentimiento en proporción directa con el problema que esté mencionando en sus ora­ciones. Primero, mi hijo se había enojado por haber perdido su sombrero y su billetera, y tuvo que arrepentirse de ello antes de que pudiera continuar. Segundo, yo dudé por un momento de que pudiéramos encontrar los objetos perdi­dos entre la abundante maleza y tuve que arrepentirme de tal sentimiento.

También necesitamos arrepentimos de otras maneras si esperamos estar capacitados para recibir las bendiciones del Señor. Cuanto más dignos seamos, mejor podremos diri­girnos con confianza al Señor y recibir respuestas a nuestras oraciones.

Con frecuencia no basta con simplemente ser “dignos de entrar al templo”. El arrepentimiento puede inspirarnos a ayunar con mayor conciencia, a orar más, a incrementar nuestra humildad, a escudriñar las Escrituras, etc. Al punto en que estemos dispuestos a cambiar y a renunciar a nues­tros propios pecados para que el Salvador pueda purificarnos, también podremos influir indirectamente en diver­sos acontecimientos y en otras personas. Si nos sacrificamos y estamos dispuestos a pagar el precio, y si está de acuerdo con la voluntad del Señor, podemos recibir lo que deseemos en justicia.

Una parte del arrepentimiento es la confesión, por la cual reconocemos nuestros pecados en perjuicio de otra per­sona. Algunos pecados serios deben confesarse al obispo, pero virtualmente todos ellos deben confesarse al Señor. Lo que el Señor dijo en cuanto a Martin Harris se aplica a cada uno de nosotros:

Y ahora, a menos que se humille y confiese ante mí las cosas malas que ha hecho, y haga convenio conmigo de que guardará mis mandamientos, y ejerza la fe en mí, he aquí, le digo que no recibirá [las bendiciones que procura     v recibir] (D. y C. 5:28).

Humillarse ante el Señor

En Doctrina y Convenios el Señor relacionó directa­mente la humildad con las respuestas a las oraciones cuando dijo:

Sé humilde; y el Señor tu Dios te llevará de la mano y dará respuesta a tus oraciones (DyC112:10).

Cuando somos humildes, reconocemos que depen­demos del Señor y a raíz de ello recurrimos a Él para que nos brinde ayuda y guía en muchas circunstancias—y abri­mos nuestro corazón y nuestra mente para recibirlas.

Algunas personas sostienen que no deberíamos molestar al Señor con cosas pequeñas. En cierta manera, ése es un espíritu de orgullo, un sentido de querer hacer las cosas a nuestra propia manera en lugar de tratar de des­cubrir y hacer la voluntad del Señor.

Es muy común en el mundo de hoy día oír hablar en cuanto a ser autosuficiente y tener confianza en sí mismo. Solemos oír que hay que aprender a hacer las cosas por uno mismo—al fin y al cabo, ¿no es que el Señor nos ha bende­cido con buena inteligencia y con la habilidad para meditar sobre las cosas y razonarlas por nuestra propia cuenta?

Sin embargo, esa actitud nos aleja del espíritu de humil­dad y del amparo del Señor. Por supuesto que el Señor desea que hagamos todo lo que esté dentro de nuestra capacidad, pero si exageramos nuestra actitud de autosufi­ciencia empezaremos a creer que podemos vivir la vida sin Su ayuda.

Nefi se refirió precisamente a este tema: ¿Hay algunas cosas por las que no debo orar? ¿O debiera orar acerca de todas las cosas? Si así fuese, ¿por qué no lo hacemos? ¿Por qué es que vivimos cada día dependiendo exclusivamente de nuestra propia capacidad?

Nefi se lamentó en cuanto a ello cuando habló a los miembros de la Iglesia. Después de enseñarles que el Espíritu Santo les mostraría “todas las cosas que [debían] hacer” (2 Nefi 32:5), les dijo: “Y ahora bien, amados her­manos míos, percibo que aún estáis meditando en vuestros corazones; y me duele tener que hablaros concerniente a esto”. En otras palabras, les dijo: “Detesto tener que hablar­les acerca de la oración, porque ya deberían saber que ésa es la manera en que podemos recibir la guía del Espíritu Santo. Me duele tener que mencionárselos, pero lo hago de todos modos porque lo necesitan”.

Entonces les imparte esta significativa declaración:

Porque si escuchaseis al Espíritu que enseña al hombre a orar, sabrías que os es menester orar; porque el espíritu malo no enseña al hombre a orar, sino le enseña que no debe orar (2 Nefi 32:8).

El Señor quiere que progresemos y nos fortalezcamos, y que seamos capaces de hacer mucho bien, pero a través de todo eso también desea que dependamos de Su Espíritu para que nos guíe.

Por otro lado, Satanás quiere que dependamos de él. El diablo nos enseña que no debemos orar. Eso no se refiere solamente a los que no son miembros de la Iglesia; él trata de influir en cada uno de nosotros, diciéndonos: “Vamos, Juan, no es necesario que ores en cuanto a eso; no tiene importancia. No molestes al Señor”. O quizás: “María, tú puedes arreglar esto por ti misma”. O: “Yo sé que estás muy cansado esta noche, así que es mejor que dejes tu oración para mañana; mañana podrás hacerlo. Mañana podrías aun dedicarle más tiempo a tus oraciones”. Y así nos susurra el diablo, porque el espíritu malo no enseña al hombre a orar. Al mismo tiempo, el Espíritu Santo nos está enseñando a orar.

Consideremos ahora el siguiente versículo: “Mas he aquí, os digo que debéis orar siempre, y no desmayar”. ¿Cuándo debo orar? ¡Siempre! “Nada debéis hacer”—¿qué nos dice? ¡Nada!

Nada debéis hacer ante el Señor, sin que primero oréis al Padre en el nombre de Cristo, para que él os consagre vuestra acción, a fin de que vuestra obra sea para el be­neficio de vuestras almas (2Nefi32:9).

Eso no quiere decir que solamente tenemos que orar antes de realizar nuestras tareas en la Iglesia. Debemos orar en procura de inspiración, dirección y bendiciones en cuanto a cada aspecto de nuestra vida. Tal como lo enseñó Alma:

Implora a Dios todo tu sostén; sí, sean todos tus hechos en el Señor, y dondequiera que fueres, sea en el Señor; deja que todos tus pensamientos se dirijan al Señor; sí, deja que los afectos de tu corazón se funden en el Señor para siempre.

Consulta al Señor en todos tus hechos, y él te dirigirá para bien (Alma 37:36-37).

Es mucho lo que estos versículos contienen. El Señor sabe que hay cosas que podemos hacer por nosotros mis­mos, si así lo deseamos. (Aunque a un nivel más profundo, siendo que le pertenecemos, nada podemos hacer por nosotros mismos—el aire que respiramos le pertenece a Él, todo lo que concierne a nuestra vida es un don de Dios.) Pero el Señor nos dice: “Yo sé que ustedes pueden hacer muchas cosas por sí mismos, pero si quieren que sus acciones sean para su bienestar espiritual tienen que orar y consagrármelas a mí”. A veces, el propósito de tales ora­ciones es consultarle, comunicarle lo que planeamos hacer y pedirle que nos bendiga. Pero al mismo tiempo debemos pedirle que nos instruya y nos dirija: ¿Estoy encaminán­dome bien? ¿Hay algo, Señor, que debería cambiar en lo que planeo hacer? ¿Está bien esto? ¿Hay alguna otra cosa que podría ser mejor?

También existe siempre el peligro de recalcar con demasiado fervor estas ideas en cuanto a que dependemos totalmente del Señor. A algunas personas les resulta demasiado fácil ser fanáticas; hay gente que cree que uno debe estar orando continuamente de rodillas cuando en realidad debiéramos estar poniendo manos a la obra después de haber orado y seguir orando en nuestro corazón.

Algunas personas esperan que el Señor lo haga todo y les revele cosas que ni siquiera se han molestado en estudiar de antemano en su mente (véase D. y C. 9). Algunos van a los extremos y quizás digan, con cierto orgullo: “He estado orando continuamente durante las dos últimas noches; ni siquiera he dormido”, o “Hace tres días que estoy ayu­nando”. O un joven que recién haya regresado de su misión podría decir: “He estado esperando por cinco años tener una esposa. He estado orando y orando, pero el Señor todavía no me la ha enviado. No he tenido muchas citas, pero estoy seguro de que cuando el Señor la encuentre la hará venir a mí y nos conoceremos”.

Otros probablemente se encuentren paralizados en la inactividad, esperando una respuesta de los cielos, cuando en realidad el Señor podría estar requiriéndoles que sigan adelante y procedan de la mejor manera que les sea posible, antes de confirmarles el rumbo.

Brigham Young dijo cierta vez:

Si no conozco la voluntad de mi Padre y lo que Él requiere de mí en determinadas circunstancias . . ., si le pido que me dé sabiduría en cuanto a cualquier exigen­cia en la vida o con respecto a mi curso o el de mis ami­gos, mi familia, mis hijos o aquellos sobre quienes presido y Él no me contesta, y entonces yo hago lo que la razón me aconseje, el Señor está obligado a aceptar y a honrar tal acción, y lo hará en todo sentido (Journal of Discourses, 3:205; véase Enseñanzas de los presidentes de la Iglesia: Brigham Young, pág. 50).

Al reconocer que dependemos del Señor, aumentamos nuestra humildad y realzamos nuestra capacidad para comunicarnos realmente con Él. Todo aquel que sea verdaderamente humilde hará todo lo que esté a su alcance para cumplir sus responsabilidades, sabiendo que las respuestas a sus oraciones son un esfuerzo recíproco que requiere tanto el empeño del hombre como el de Dios.

Obedecer los mandamientos

El rey Benjamín enseñó:

Quisiera que consideraseis el bendito y feliz estado de aquellos que guardan los mandamientos de Dios. Porque  he aquí, ellos son bendecidos en todas las cosas, tanto   temporales como espirituales (Mosíah 2:41).

Cuanto más cumplamos los mandamientos, mayor será nuestra capacidad para recibir las bendiciones del Señor, incluso respuestas a nuestras oraciones.

Las Escrituras enseñan claramente la conexión que existe entre la obediencia y la obtención de respuestas a nuestras oraciones. He aquí dos ejemplos:

Si no endurecéis vuestros corazones, y me pedís con fe, creyendo que recibiréis, guardando diligentemente mis mandamientos, de seguro os serán manifestadas estas cosas (1 Nefi 15:11).

Cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él (1 Juan 3:22).

Estar dispuesto a sacrificarse

Por lo general, las bendiciones no son gratuitas. A cam­bio de ellas, el Señor usualmente requiere obediencia y sa­crificio. Debemos “sacrificarnos, pagar el precio”.

Casi todo sacrificio toma forma de arrepentimiento— abandonamos los pecados y los malos hábitos que tanto nos atraen. Pero cuando los abandonamos, somos grandemente bendecidos, no sólo al rechazarlos sino también al recibir una mayor influencia del Espíritu en nuestra vida.

El sacrificio del arrepentimiento es parte de aquello a lo que se refirió el Señor cuando dijo:

Ofrecerás un sacrificio al Señor tu Dios en rectitud, sí, el de un corazón quebrantado y un espíritu contrito (DyC 59:8).

El sacrificio realmente puede incrementar el poder de nuestras oraciones, si es que lo consagramos al Señor. Supongamos, por ejemplo, que usted es la madre o el padre de un hijo que se está alejando del sendero de la justicia. Yo creo que usted podría orar mucho para que retornara. Podría hacer mucho ayuno para que regresara al hogar. Usted podría arrepentirse bastante de sus propios pecados a fin de que, mediante ese sacrificio suyo, el Señor pudiera intervenir más en la vida del joven y salvarlo. No sería que usted estuviera pagando por sus propios pecados—Jesús ya lo hizo por usted. Pero por medio de su albedrío, por medio de su sacrificio, usted lograría recibir bendiciones que de otro modo no podría recibir. (Por supuesto que estas cosas dependen todavía del albedrío de otras personas—nuestras oraciones no pueden interferir con el albedrío de aquellos por quienes oramos. Pero el sacrificio y la oración ferviente pueden ser de gran ayuda. Mucho es lo que podemos lograr con tales oraciones, aun cuando no consigan traer por com­pleto a nuestros seres amados de vuelta al hogar. Y sin tales oraciones, estamos perdidos).

Uno debe también acordarse de orar siempre sujeto a la voluntad del Señor en todas las cosas. Por cierto que la vo­luntad del Señor se llevará siempre a cabo. Podemos tener en cuenta todos estos pasos esenciales para mejorar nues­tras oraciones, elementos sobre los cuales ejercemos cierto control, pero debemos recordar siempre que, a pesar de nuestros deseos y de nuestros mayores esfuerzos por hacer lo que nos corresponda, la voluntad del Señor será final­mente el factor determinante.

Aumentar los deseos 

El Señor ha dicho que nos concederá todo de acuerdo con nuestros deseos (Véase, por ejemplo, Enós 1:12; Alma 9:20; 18:35; 29:5; 41:3-5; D. y C. 11:17). Al preparar nuestra mente y nuestro corazón para orar, podemos aumentar nuestro deseo de hablarle al Señor, procurar con mayor diligencia que nuestros deseos coincidan con los de Dios y desear con mayor fervor Sus respuestas.

Cuando los discípulos nefitas oraban en presencia de Jesús, “no multiplicaban muchas palabras, porque les era manifestado lo que debían suplicar, y estaban llenos de an­helo” (3 Nefi 19:24).

Y el Señor ha prometido en nuestros días:

He aquí, conforme a tus deseos, sí, de acuerdo con tu    fe te será hecho (D. y C. 11:17).

Estas promesas pueden ser para cada uno de nosotros, si las procuramos.

Parte de ser capaces de aumentar nuestros anhelos con­siste en ser sinceros al procurarlos. Anteriormente men­cionamos la promesa que el Señor le hizo a Martin Harris:

Si se postra ante mí, y se humilla con ferviente oración y fe, con sinceridad de corazón, entonces le concederé que mire las cosas que desea ver (D. y C. 5:24).

Moroni destacó asimismo la necesidad de ser sinceros en nuestras oraciones cuando dijo:

[Preguntad] a Dios… si no son verdaderas estas cosas; y si pedís con un corazón sincero, con verdadera intención, teniendo fe en Cristo, él os manifestará la verdad de ellas (Moroni 10:4).

Eliminar del corazón la ira y la contención

Cuando mi hijo deseaba que le ayudáramos a buscar su sombrero y su billetera, yo sabía que no podríamos ayu­darle mediante la oración porque estaba muy exasperado. Uno no puede recibir respuestas a sus oraciones cuando siente enojo en su corazón. Pero después de haberse arrodi­llado humildemente y de permitir que el Señor lo librara de su frustración, estuvo listo para que nosotros le ayudáramos a obtener la respuesta que anhelaba.

Por supuesto, este principio se aplica no solamente en casos de enojo sino también en cada emoción negativa—la lujuria, los celos, la codicia, la contención, la venganza, el rencor, la duda, etc.

Controlar la mente

Jacob se refirió así a la bendición que proviene de disci­plinar la mente en la oración:

Yo, Jacob, quisiera dirigirme a vosotros, los que sois puros de corazón. Confiad en Dios con mentes firmes, y orad a él con suma fe, y él os consolará en vuestras aflic­ciones, y abogará por vuestra causa, y hará que la justicia descienda sobre los que buscan vuestra destrucción (Jacob 3:1).

El Señor aconsejó a Oliver Cowdery diciéndole que ten­dría más éxito en recibir la inspiración necesaria para tra­ducir el Libro de Mormón si primeramente lo estudiaba en su mente (véase DyC9:8). El concentrar la mente en un determinado problema nos ayuda a prepararnos para recibir la inspiración del Señor.

Santiago, en el Nuevo Testamento, añade su testimonio acerca de cuán importante es concentrarnos mentalmente cuando se trata de recibir respuestas a nuestras oraciones:

Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada.

Pero pida con fe, no dudando nada; porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra.

No piense, pues, quien tal haga, que recibirá cosa alguna del Señor.

El hombre de doble ánimo es inconstante en todos sus caminos. (Santiago 1:5-8)

Enfocar y concentrar la mente en sus oraciones y en las bendiciones que procura recibir es un significativo ejercicio de su albedrío que le ayudará a ser digno de las bendiciones del Señor. Tal concentración es parte de la fe y la fe es esen­cial para recibir respuestas a las oraciones.

El preparar nuestro corazón y nuestra mente para recibir las respuestas del Señor nos bendice de dos maneras importantes:

Primero, nos ayuda a calificarnos para obtener las ben­diciones que procuramos. El Señor nos honra cuando procuramos ser justos, tanto exterior como interiormente, y desea contestar nuestras oraciones y ayudarnos en cuanto a nuestros problemas.

Segundo, al volver nuestra mente y nuestro corazón al Señor, estaremos más capacitados para recibir las bendi­ciones que nos concede. El Señor, por medio de José Smith, dijo:

Hablaré a tu mente y a tu corazón por medio del Espíritu Santo que vendrá sobre ti y morará en tu corazón.

Ahora, he aquí, éste es el espíritu de revelación (D. y C. 8:2-3).

El rey Limhi dijo a su pueblo que recibirían las bendi­ciones que pedían del Señor si se “[tornaban] al Señor con íntegro propósito de corazón, y [ponían su] confianza en él, y [le servían] con toda la diligencia del alma” (Mosíah 7:33).

Y así ha de ser con todos nosotros. Si esperamos recibir respuestas a nuestras oraciones, como lo hizo mi querido hijito cuando se nos había perdido la batidora, debemos preparar primero nuestro corazón y nuestra mente.

Cómo obtener respuestas con rapidez      

Antes de concluir este capítulo, deseo contestar una pre­gunta que se me ha hecho con frecuencia. ¿Hay algo que determina la rapidez con que el Señor nos responde?

Detrás de tal pregunta se percibe la observación de que el Señor parece contestar inmediatamente las oraciones de algunas personas, mientras que otros deben tener paciencia por largo tiempo.

Yo creo que Doctrina y Convenios 101 nos ofrece una buena respuesta a esta pregunta:

Fueron lentos en escuchar la voz del Señor su Dios; por consiguiente, el Señor su Dios es lento en escuchar sus oraciones y en contestarlas en el día de sus dificul­tades.

En los días de paz estimaron ligeramente mi consejo, mas en el día de sus dificultades por necesidad se allegan a mí (D. y C. 101:7-8).

Estos versículos contienen un lamento del Señor, un lamento de que la mayoría de nosotros no nos preocu­pamos seriamente en cuanto a alguna cosa hasta que nos encontramos en una grave emergencia. Y entonces le supli­camos al Señor que nos ayude.

Y, en esencia, Él nos dice: “¿Dónde estaban cuando las cosas andaban bien? ¿Por qué no vinieron entonces a mí?”

Yo creo que cuando somos lentos en escuchar la voz del Señor, Él es entonces lento en escuchar nuestras oraciones y respondernos en el día de nuestras dificultades.

Por supuesto, aunque en días pasados hayamos sido lentos en volvernos hacia Dios, podemos arrepentimos. Como sigue diciendo el Señor:

De cierto te digo, que no obstante sus pecados, mis entrañas están llenas de compasión por ellos  (D. y C. 101:9).

Yo creo que si desea aumentar la rapidez con que el Señor podría responderle, usted necesitará aumentar la rapidez con que respondería a la voz del Espíritu.

Existe un segundo requisito: No podemos responder a regañadientes. “El Señor requiere el corazón y una mente bien dispuesta”; requiere que no solamente seamos “obedi­entes”, sino que también estemos “bien dispuestos” (D. y C. 64:34). Él requiere además que aceptemos Sus dones con gratitud—aun cuando tales dones parezcan ser proba­ciones:

Mas en todo se os manda pedir a Dios, el cual da li-beralmente; y lo que el Espíritu os testifique, eso quisiera yo que hicieseis con toda santidad de corazón, andando rectamente ante mí, considerando el fin de vuestra sal­vación, haciendo todas las cosas con oración y acción de gracias (D. y C. 46:7).

Finalmente, si queremos que el Señor nos responda rá­pidamente, debemos ser humildes. La sección 112 de Doctrina y Convenios contiene estas hermosas palabras: “Sé humilde; y el Señor tu Dios te llevará de la mano y dará respuesta a tus oraciones” (DyC112:10). ¡Qué hermosa joya! Si usted es humilde, Él le llevará de la mano para enseñarle qué sacrificio es necesario y entonces le dará respuesta a sus oraciones.

Pero es menester que en todo esto recordemos que aunque nos conteste con rapidez, no siempre será “afirma­tivamente”. De acuerdo con Su sabiduría y Su voluntad, podría responder que “no” o “quizás más tarde”.

De hecho, entonces, lo que por lo general determina nuestra capacidad para poder recibir respuestas inmediatas está en nosotros mismos—nuestro propio corazón y nues­tra mente. Si nuestro corazón y nuestra mente son puros, si los volvemos al Señor y tratamos de aplicar los principios presentados en este capítulo, aprenderemos a incrementar nuestra capacidad para obtener respuestas con mayor rapi­dez y claridad.

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