Cómo obtener respuestas a nuestras Oraciones

Capítulo 3

 Algunas sugerencias acerca
de la práctica de la oración


Siempre que hayamos preparado nuestro corazón y nues­tra mente para orar, el Señor nos escuchará y nos bendecirá. La disposición de nuestro corazón es de mayor importancia que la manera en que encaremos la oración.

Aún así, nuestras bendiciones aumentarán si oramos de la manera que el Señor ha prescrito. Permítame compartir con usted algunos elementos esenciales en la práctica de la oración.

Dirigirse a Dios como nuestro Padre

En la oración que dio como ejemplo a Sus discípulos, Jesús dijo que debemos comenzar diciendo: “Padre nuestro que estás en los cielos” (Mateo 6:9).

En una reunión realizada en Kirtland (Ohio), Heber C. Kimball relató una experiencia que había tenido con su hija que le demostró el magnífico poder que proviene de diri­girnos con fe sincera a nuestro Padre:

“Cierto día, al prepararse para ir a visitar a alguien, mi esposa le dijo a mi hija Helen Mar que no tocara las vaji­llas, porque si rompía algo durante su ausencia le daría una paliza al regresar. Mientras mi esposa se hallaba ausente, mi hija dejó caer una tabla de extensión de la mesa y eso causó que se rompieran varios platos. Entonces salió de la casa, fue al pie de un manzano y se puso a orar suplicando que el corazón de su madre se enterneciera para que, al regresar, no la castigara. Mi esposa era muy estricta en cumplir las promesas que hacía a sus hijos y, cuando volvió a casa, se dispuso a lle­var a cabo, como su deber, su advertencia. Llevó a mi hija a su cuarto, pero se sintió incapaz de castigarla; el corazón se le había enternecido de tal manera que fue imposible para ella levantarle la mano a la niña. Poco después, Helen le contó a su madre que había orado al Señor pidiéndole que no la castigara”.

Heber interrumpió su sencilla narración. Los ojos de quienes le escuchaban parecían resplandecer con lágri­mas. El profeta José sollozaba como un niño y dijo a los hermanos que ésa era la clase de fe que necesitaban tener—la fe de un niño pequeño que acude con humildad a su Padre y le suplica el deseo de su corazón (Orson F. Whitney, The Life of Heber C. Kimball [Salt Lake City: Bookcraft, 1945], pág. 69).

En nuestra propia familia tuvimos una experiencia si­milar. Un día llegué de mi trabajo a casa y encontré que el menor de mis hijos se hallaba un tanto desconsolado. Con un semblante muy triste, me abrazó y entonces me pidió que fuera con él a su cuarto.

Sobre su cama estaba el termómetro que teníamos en el fondo de la casa y unos siete dólares en billetes y monedas—todo el dinero que él tenía. Con lágrimas en los ojos me dijo que lo sentía mucho pero que accidentalmente había roto el termómetro al golpearlo mientras jugaba con una pelota. Para peor, apenas una semana antes había estro­peado otro termómetro que solíamos tener en el jardín al frente de la casa y no había conseguido componerlo. Él sabía que me había llevado bastante tiempo calibrar ambos termómetros de manera que pudieran medir la temperatura ambiente en dos ubicaciones diferentes, coordinándolos con otro más en el interior de la casa. Estaba completamente seguro de que yo me sentiría muy contrariado.

Lo abracé y le dije que lo perdonaba. Se mostraba tan arrepentido que no tuve la más mínima intención de hacerle pagar por ello, aun cuando eso era lo que yo usualmente había hecho.

Horas después, me dijo que había orado fervientemente esa mañana al Señor pidiéndole que yo no me enojara con él, y que ahora sabía que su oración había sido contestada.

Una análoga experiencia a la mañana siguiente le agregó significado a todo esto. Al leer en familia las Escrituras, empezamos a hablar en cuanto a la forma en que el Espíritu influye en nosotros y nos bendice. Luego les pre­gunté a mis hijos: “¿Cuándo fue la última vez que real­mente sintieron que el Espíritu les ayudó?” Con profundo sentimiento, mi hijo menor respondió: “Ayer mismo”.

Entonces me dijo que después de haber salido yo de su cuarto, se puso a orar nuevamente. De rodillas, había agradecido al Señor de todo corazón por contestarle su oración y ayudarle a que su padre no se enojara con él. Y dijo: “Sentí realmente que el Espíritu me inspiró y que podía recibir una respuesta a mi oración. Estoy contento de haberle dicho al Señor que estaba agradecido”.

Yo estoy agradecido de poder recurrir a nuestro Padre con sencillez, como lo demuestran estas historias y la oración misma del Señor. Él no está ahí para escuchar flori­das palabras; Él quiere escuchar palabras simples que ex­presen lo que usted siente en su corazón. Y si usted lo reconoce como su Padre Celestial y le habla de esa manera (y quiero recalcarle que se trata de su Padre), sus oraciones tendrán un poder mucho mayor.

Orar en el nombre de Jesucristo     

Jesús es nuestro Señor y Salvador. Él es nuestro interce­sor ante el Padre. Debemos hacer todo en Su nombre. Ésta ha sido, desde el principio, la norma de Dios. Así se lo enseñó un ángel a Adán:

Harás todo cuanto hicieres en el nombre del Hijo, y te arrepentirás e invocarás a Dios en el nombre del Hijo para siempre jamás (Moisés 5:8).

Nefi reiteró así este principio:

Nada debéis hacer ante el Señor, sin que primero oréis al Padre en el nombre de Cristo (2 Nefi 32:9).

Cuando estuvo en la tierra, el Señor enseñó lo mismo a Sus discípulos:

Y todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo.

Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré (Juan 14:13-14).

Éstos son los elementos fundamentales de la oración: Orar con veracidad de corazón y alma, dirigirse al Padre y hacerlo en el nombre de Jesucristo. Si usted hace estas cosas, conseguirá lo que procura.

Pero hay algo más que debemos considerar. He aquí algunos aspectos adicionales en cuanto a la práctica de la oración que usted deberá tener en cuenta:

Buscar un lugar tranquilo

El Señor le dijo a Oliver Cowdery:

Si deseas más testimonio, piensa en la noche en que me imploraste en tu corazón, a fin de saber tocante a la verdad de estas cosas.

¿No hablé paz a tu mente en cuanto al asunto? (D. y C.6:22-23).

Por lo general, el Señor nos habla con voz apacible. Si no nos encontramos en un lugar tranquilo y silencioso cuando acudimos a Él, quizás no podamos escuchar (o sen­tir) Sus respuestas.

Arrodillarse

Al arrodillarnos, donde sea posible, demostramos nues­tra humildad y dependencia en el Señor. Demostramos estar reconociendo Su grandeza y nuestra “nulidad”, como lo expresa el rey Benjamín en Mosíah 4:11.

Ya hemos mencionado la condenación y promesa del Señor a Martin Harris:

Se ensalza y no se humilla suficientemente delante mí; mas si se postra ante mí, y se humilla con ferviente oración y fe, con sinceridad de corazón, entonces le con­cederé que mire las cosas que desea ver (D. y C. 5:24).

Meditar y estudiar mentalmente las cosas

Cuando se trata de oración y revelación, si esperamos recibir respuestas del Señor debemos estar mentalmente activos y concentrados. Si sólo esperamos pasivamente que algo ocupe nuestra mente vacía, tendremos que esperarlo por mucho tiempo. El Señor quiere que empleemos nuestro albedrío como un requisito previo para contestar nuestras oraciones. Parte de este proceso consiste en meditar y estu­diar mentalmente las cosas.

El Señor le dijo a Oliver Cowdery:

He aquí, no has entendido; has supuesto que yo te lo concedería cuando no pensaste sino en pedirme.

Pero he aquí, te digo que debes estudiarlo en tu mente; entonces has de preguntarme si está bien; y si así fuere, haré que tu pecho arda dentro de ti; por tanto, sentirás que está bien.

Mas si no estuviere bien, no sentirás tal cosa, sino que te sobrevendrá un estupor de pensamiento que te hará olvidar lo que está mal; por lo tanto, no puedes escribir lo que es sagrado a no ser que lo recibas de mí (D. y C. 9:7-9).

Como usted podrá ver a raíz de esta declaración del Señor, Él no quiere que simplemente se lo pidamos dando por sentado que solucionará todos nuestros problemas. Eso nos haría muy supeditados y débiles. En cambio, Él quiere que seamos copartícipes en solucionar nuestros problemas y para eso tenemos que pensarlo bien, meditar al respecto, quizás buscar el consejo de otras personas y entonces pedirle al Señor que nos confirme nuestra decisión y la dirección a tomar.

El Señor también nos ha aclarado que si la dirección o decisión que hayamos tomado no es correcta, Él hará que nos sobrevenga un estupor de pensamiento, lo cual nos hará olvidar esa dirección o decisión que hayamos adop­tado. Si hay algo que está mal y usted espera por un breve tiempo, muchas veces en pocos días tendrá sentimientos exactamente opuestos a los que haya tenido previamente, y ello constituirá una respuesta a sus oraciones.

¡Pedir!      

El Señor rara vez nos ofrece respuestas a preguntas que no le hayamos hecho. Rara vez nos concede algo que no hayamos pedido.

Durante Su ministerio terrenal, Jesús enseñó tal princi­pio a Sus discípulos, diciendo:

Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá.

Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá.

¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra?

¿O si le pide un pescado, le dará una serpiente?

Pues vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádi­vas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan? (Mateo 7:7-11).

Las Escrituras abundan en esta promesa. Si usted desea tener una buena comprobación de cuán completamente nos promete el Señor que responderá a nuestras oraciones si sólo se lo pedimos, lea Santiago 4:2-3, 2 Nefi 32:4, 3 Nefi 27:28-29, y Doctrina y Convenios 6:5, 42:68 y 103:31.

Pero hay algunas condiciones para ello. Debemos “creer” (Mateo 21:22, Enós 1:15); debemos “permanecer” en Cristo y permitir que Sus palabras perduren en nosotros (Juan 15:7); debemos “guardar Sus mandamientos y hacer las cosas que son agradables delante de Él” (1 Juan 3:22); debemos “pedir conforme a Su voluntad” (1 Juan 5:14); no debemos “pedir impropiamente” (2 Nefi 4:35); debemos pedir lo que es “justo” (Mosíah 4:21; 3 Nefi 18:20); debemos “[creer] en Cristo, sin dudar nada” (Mormón 9:21); debemos pedir lo “que sea bueno, con fe creyendo que [recibiremos]” (Moroni 7:26); y debemos pedir por aquellas cosas que sean “para [nuestro] bien” (D. y C. 88:64).

Nefi ofrece un buen resumen de estos requisitos al citar lo que dijo el Señor:

Si no endurecéis vuestros corazones, y me pedís con fe, creyendo que recibiréis, guardando diligentemente mis mandamientos, de seguro os serán manifestadas estas cosas (1 Nefi 15:11).

El pedir es tan importante que aun la restauración del Evangelio se basó en ello. Aquí tenemos el relato de José Smith en cuanto a cómo su pedido ocasionó la Primera Visión—y todo lo que siguió después:

Agobiado bajo el peso de las graves dificultades que provocaban las contiendas de estos grupos religiosos, un día estaba leyendo la Epístola de Santiago, primer capí­tulo y quinto versículo, que dice: Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abun­dantemente y sin reproche, y le será dada.

Ningún pasaje de las Escrituras jamás penetró el corazón de un hombre con más fuerza que éste en esta ocasión, el mío. Pareció introducirse con inmenso poder en cada fibra de mi corazón. Lo medité repetidas veces, sabiendo que si alguien necesitaba sabiduría de Dios, esa persona era yo; porque no sabía qué hacer, y a menos que obtuviera mayor conocimiento del que hasta entonces tenía, jamás llegaría a saber; porque los maestros reli­giosos de las diferentes sectas entendían los mismos pasajes de las Escrituras de un modo tan distinto, que destruían toda esperanza de resolver el problema recurriendo a la Biblia.

Finalmente llegué a la conclusión de que tendría que permanecer en tinieblas y confusión, o de lo contrario, hacer lo que Santiago aconsejaba, esto es, recurrir a Dios. Al fin tomé la determinación de “pedir a Dios”, habiendo decidido que si él daba sabiduría a quienes carecían de ella, y la impartía abundantemente y sin reprochar, yo podría intentarlo.

Por consiguiente, de acuerdo con esta resolución mía de recurrir a Dios, me retiré al bosque para hacer la prueba. Fue por la mañana de un día hermoso y despe­jado, a principios de la primavera de 1820 (José Smith— Historia 1:11-14; énfasis agregado).

Después de que los cielos le fueron abiertos y que Dios derramara Su luz de verdad, José escribió:

Había descubierto que el testimonio de Santiago era cierto: que si el hombre carece de sabiduría, puede pedirla a Dios y obtenerla sin reproche (José Smith—Historia 1:26; énfasis agregado).

Mi experiencia con muchos miembros de la Iglesia es que si suelen tener dificultad en recibir respuestas no es porque sean indignos o no las merezcan, sino porque no piden—o solamente piden una o dos veces y luego se dan por vencidos sin que realmente perseveren y le supliquen al Señor que les responda. Por supuesto que la dignidad personal es importante, como ya lo hemos demostrado. Pero la promesa es que si pedimos con sinceridad de corazón, recibiremos una respuesta.

Si está usted luchando con sentimientos de indignidad, pensando que no es lo suficientemente bueno o que no es merecedor de algo, recuerde que el Señor no requiere que seamos perfectos o casi perfectos antes de responder a nues­tras oraciones. Él desea darnos tales respuestas a fin de ayu­darnos a través del largo sendero hacia la perfección. Pero requiere que le pidamos—y no que le pidamos solamente una vez y basta, sino que lo hagamos una y otra vez con verdadero deseo y perseverancia.

Tampoco debemos olvidar que hay una significativa diferencia entre pedirle al Señor que nos dé conocimiento y pedirle que intervenga en las cosas que suceden a nuestro alrededor y en las circunstancias de nuestra vida, como ser el estado del tiempo, las enfermedades, la conducta de otras personas, etc.

Por un lado, el Señor ha prometido en numerosas oca­siones que espera derramar conocimiento sobre los Santos de los Últimos Días y, en tal caso, parece haber muy pocos obstáculos para que recibamos respuestas si sólo nos humi­llamos y se lo pedimos.

Por otro, pedirle al Señor que cambie los acontecimien­tos o las circunstancias que nos afecten a nosotros o a otras personas, es mucho más complicado, debido a que existen tantas variaciones. En el caso de tratar de alterar determi­nadas circunstancias (el estado del tiempo, nuestros proble­mas, los sucesos de la vida), podría ser que muchas de esas circunstancias o eventos hayan sido decretados para servir algunos propósitos del Señor que son desconocidos para nosotros.

En el caso de orar a fines de alterar la conducta de alguien, es necesario respetar el albedrío de esa persona o quizás el Señor esté llevando a cabo un curso especial para contribuir al desarrollo de tal individuo o que otros estén siendo influenciados o bendecidos como resultado de alguna oración en su favor, etc.

Siendo que todo eso es desconocido para nosotros, cuando le pedimos al Señor que cambie ciertos eventos o circunstancias, será mejor que oremos verdaderamente y confiemos siempre en que Él hará lo que sea de mayor provecho para toda persona involucrada.

Utilizar palabras apropiadas para la oración

A Dios le complace que le demostremos respeto empleanando un lenguaje sincero en nuestras oraciones. En vez de usar palabras difíciles y hacer que nuestras oraciones sean por demás extensas, debemos ser más elocuentes y orar más de corazón que como resultado de nuestra capaci­dad intelectual. Tomemos como guía la sencillez que encon­tramos al estudiar las Escrituras:

Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. (Mateo6:9.)

No multiplicar las palabras

Cuando los discípulos nefitas oraron en presencia de Jesús, establecieron un buen ejemplo para todos nosotros. El relato dice:

Continuaban orando a él sin cesar; y no multiplicaban muchas palabras, porque les era manifestado lo que debían suplicar, y estaban llenos de anhelo (3 Nefi 19:24).

Esto concuerda con el mandamiento que el Señor dio a los judíos durante Su ministerio terrenal cuando les dijo: “Y orando, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos” (Mateo 6:7; véase también 3 Nefi 13:7).

Cuando oremos en público, tengamos mucho cuidado de no acceder jamás al deseo de recibir los honores de los hombres, porque eso podría causar que oremos sin ver­dadera intención o que nuestra oración se prolongue innecesariamente. La misma advertencia se aplica a quienes, al orar, se dirigen a una congregación mortal en lugar de procurar que sea el Señor quien les escuche. Siempre debe evitarse toda oración “florida” o con inten­ción de impresionar a los demás. Por seguro que al Señor no le agradaría tal estilo y que no contestaría las oraciones que no se dirigieran a Él o que carecieran de verdadero propósito.

Orar vocalmente

El Señor le dijo a Martin Harris algo que se aplica a todos nosotros:

Te mando que ores vocalmente así como en tu corazón; sí, ante el mundo como también en secreto; así en público como en privado (D. y C. 19:28).

Hay algo muy especial en la oración vocal. Nos ayuda a concentrar nuestros pensamientos y a enfocar nuestros sentimientos.

Algunas de las oraciones más significativas que las Escrituras contienen fueron oraciones vocales. En cuanto a la oración intercesora que el Señor pronunció pocos momentos antes de entrar al Jardín de Getsemaní, Juan nos dice: “Estas cosas habló Jesús” Quan 17:1). Tenemos algunas de las palabras que Jesús habló en Getsemaní, lo cual indica que al menos una parte de esa oración fue vocal (véase Mateo 26:39-44). Cuando anduvo entre los nefitas, Jesús oró en voz alta utilizando palabras que “no se pueden escribir” (3 Nefi 17:15).

Aparentemente otros quizás oraron vocalmente. Nefi escribió: “De día se ha fortalecido mi confianza en ferviente oración ante él; sí, he elevado mi voz a las alturas” (2 Nefi 4:24). Enós dijo:

Me arrodillé ante mi Hacedor, y clamé a él con potente oración y súplica por mi propia alma; y clamé a él todo el día; sí, y cuando anocheció, aún elevaba mi voz en alto hasta que llegó a los cielos (Enós 1:4).

Nefi, el hijo de Helamán, fue hasta una torre en su jardín para orar y su oración fue escuchada por ciertos hom­bres que pasaban por allí (véase Helamán 7:6-11). Cuando Alma y su pueblo se encontraban bajo la esclavitud de los lamanitas, clamaron a Dios que los libertara hasta que se ordenó que los guardias mataran a quienes encontraran orando en voz alta (véase Mosíah 24:10-12).

Finalmente, José Smith oró vocalmente en la Arboleda Sagrada, abriendo así las puertas a la grandiosa restau­ración del Evangelio en esta última dispensación de todos los tiempos (véase José Smith—Historia 1:14).

Aunque estas instrucciones concernientes a la oración vocal son importantes, el Señor también enseña constante­mente que debemos orar en secreto, A veces una oración podría ser sólo un pensamiento, un sentimiento o una expresión de gratitud, pero esta clase de oraciones pueden ser asimismo de gran eficacia. Una oración puede ser tan simple como un deseo del corazón—”Padre Celestial, ayú­dame por favor” o “Habla, Señor, que Tu siervo escucha”— sabiendo que el Señor también contesta esa clase de ora­ciones. Él le dijo a Oliver Cowdery:

Me has consultado, y he aquí, cuantas veces lo has hecho, has recibido instrucción de mi Espíritu…

He aquí, tú sabes que me has preguntado y yo te ilu­miné la mente; y ahora te digo estas cosas para que sepas que te ha iluminado el Espíritu de verdad;

Sí, te las digo para que sepas que no hay quien conozca tus pensamientos y las intenciones de tu corazón sino Dios (D. y C. 6:14-16).

Es evidente que Oliver Cowdery había consultado al Señor y que no se dio cuenta de que había recibido una respuesta. El Señor entonces revela que sabía que Oliver le había orado y que Él le contestó su oración. Asimismo, le hizo ver que solamente Dios conoce nuestros pensamientos y las intenciones de nuestro corazón.

Habrá muchas veces en que sería quizás apropiado orar en silencio y otras en las que preferiríamos hacerlo vocal­mente. No importa cómo oremos, a través de los años los profetas han enseñado que por lo menos dos veces al día, en la mañana y en la noche, debemos encontrar un lugar privado, arrodillarnos y abrirle nuestro corazón a nuestro Padre Celestial. Luego, a lo largo del día, podríamos hacer todo lo posible por conservar las oraciones en nuestro corazón. Al hacerlo, si nuestro corazón está en comunión con el Señor, descubriremos que nuestras oraciones se han enriquecido en poder y concentración y que estaremos en mejores condiciones para recibir respuestas.

Orar repetidamente

Al Señor no le agradan las vanas repeticiones, pero cuando oramos con el corazón nuestros pedidos no son en vano, aunque los repitamos con frecuencia.

Cuando tratábamos de encontrar el sombrero y la bi­lletera de mi hijo, sentimos que estaba bien que acud­iéramos repetidamente al Señor. Oramos juntos y luego volvimos a orar cuando llegamos al campo. A medida que cabalgábamos, conservábamos una oración en nuestro corazón. Después de encontrar aquellos objetos perdidos, ofrecimos una oración de agradecimiento.

Una vez que nos enseñó a orar con Su propia oración, el Señor nos relató una parábola para ayudarnos a entender esa idea. Él dijo:

¿Quién de vosotros que tenga un amigo, va a él a medianoche y le dice: Amigo, préstame tres panes,

Porque un amigo mío ha venido a mí de viaje, y no tengo qué ponerle delante;

Y aquél, respondiendo desde adentro, le dice: No me molestes, la puerta ya está cerrada, y mis niños están con­ migo en cama; no puedo levantarme, y dártelos?

Os digo, que aunque no se levante a dárselos por ser su amigo, sin embargo por su importunidad se levantará y le dará todo lo que necesite.

Y yo os digo: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá (Lucas 11:5-9).

El Señor nos está diciendo aquí que podemos dirigirnos repetidamente a nuestro Padre Celestial acerca de la misma cosa. Al hacerlo, demostramos que somos sinceros y que estamos colmados de anhelo. Alguien podría pensar que en este proceso quizás estemos repitiéndonos demasiado. El Señor sabe que en nuestras oraciones vamos a pedirle las mismas cosas a través de los años, aun quizás repitiendo las mismas palabras. Eso no es problema. Según mi opinión, las repeticiones son un problema cuando las empleamos sin un verdadero propósito, solamente recitando palabras—eso entonces es vana repetición, lo cual el Señor condena.

Escuchar en espera de respuestas     

Siendo que el Señor por lo general nos habla con voz suave y apacible, frecuentemente no alcanzamos a oír Sus respuestas a menos que prestemos atención para escuchar­las. Yo creo que las mejores oraciones suelen estar colmadas de pausas silenciosas—no sólo estamos hablándole a nues­tro Padre, sino que también estamos tratando de escuchar Sus respuestas. Entonces, concluida nuestra oración, podemos continuar por algunos momentos de rodillas procurando recibir sentimientos y respuestas antes de pro­seguir con nuestras tareas cotidianas.

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