Cómo obtener respuestas a nuestras Oraciones

Capítulo 5

 Las bendiciones de la oración


Hace un par de años, uno de nuestros hijos se encariñó de un hámster al que llamó Hammy. A él siempre le encan­taron los animales, pero en particular amaba a éste. Lo dejaba encaramarse sobre sus espaldas y metérsele por las mangas en la camisa. Le agradaba mucho andar por toda la casa llevando al animalito en un bolsillo. Por las noches, lo tenía junto a su cama en una jaula. Le fascinaba jugar con él cada vez que tenía que hacer algo en la casa. Hammy llegó a ser el “compinche predilecto” de nuestro hijo.

En varias ocasiones Hammy se alejó de nuestro hijo quien entonces debía buscarlo por todas partes y siempre lo encontraba.

Pero cierto día Hammy se perdió y él no logró encon­trarlo. Pasó todo un día y empezamos a temer que se hubiera atascado en algún rincón o perdido para siempre y que muriera sin nada para comer. Nuestro hijo oró al respecto y siguió buscándolo con toda la familia, pero Hammy no aparecía. Él nos dijo que había hecho todo lo que podía hacer, sin resultado alguno.

Pero entonces se dio cuenta de que, aunque había orado, no le había pedido fervientemente al Señor que le ayu­dara. Con mucha humildad, se arrodilló en su cuarto y le suplicó al Señor que salvara a su hámster y se lo trajera de vuelta. En el preciso momento en que abrió los ojos vio a Hammy sentado en una alfombra junto a él, como si estu­viera diciéndole: “Tú, amigo mío, oraste para traerme aquí”.

Cuán sencillo y a la vez poderoso ejemplo fue ése de cómo resultan las oraciones. Doy mi testimonio, como lo daría mi hijo, de por qué contestó el Señor su humilde oración. Él oró con fe, le suplicó al Señor con humildad de corazón—y entonces vio que el Señor le respondió de una manera muy singular.

Una cosa habría sido encontrar el hámster algunas horas más tarde, o aun minutos después, pero verlo apare­cer y estar sentado en cuclillas junto a mi hijo tan pronto como hubo terminado de orar hizo de ésa una experiencia particularmente impresionante.

Alguien podría decir que el Señor no se interesa en las minucias de nuestra vida. Utilizo este ejemplo para demostrar que el Señor se interesa aun en un niño pequeño y su animalito. Y esto es verdadero, ¡cuánto más no ha de querer bendecirnos con respecto a cosas importantes!

La clave de las bendiciones del Señor 

El Señor realmente desea bendecirnos en cada aspecto de nuestra vida—nuestras necesidades temporales, nues­tros propósitos, nuestras relaciones, nuestros deseos espiri­tuales y en todo lo demás. La clave en cuanto a recibir estas bendiciones está en pedirlas mediante la oración. Quienes se lo piden con fe y entonces obedecen las instrucciones que Él les da, recibirán Sus bendiciones. Por supuesto, si prefe­rimos no obedecerle, ninguna promesa tendremos a causa de nuestra desobediencia.

Yo creo que muchos de nosotros tenemos la tendencia a orar de mañana y de noche, y quizás aun otras veces durante el día, pero realmente no oramos. He aquí una pre­gunta: Cuando debe encarar algún problema en cierto día, ¿qué es lo primero que piensa? ¿Hacia dónde se apresura su corazón? Espero que sea hacia el Señor. Tal será el caso si trata de orar incesantemente. Si no lo hace, yo diría que está intentando “aletear” por su propia cuenta. Está tratando de encarar los numerosos problemas del día con la esperanza de que su oración matutina sea suficiente.

Cuando se enfrente a toda nueva circunstancia o esté tratando de ayudar a otros, será de mucho beneficio para usted que lleve una oración consigo en su corazón. “¿Cómo puedo encarar esto? ¿Qué debo hacer? ¿Hay alguna cosa especial que debería yo saber? Padre Celestial, ayúdame. ¡Ayúdame!”

Desafortunadamente, muchos de nosotros no pedimos. Y así es que andamos por nuestro propio camino y no obtenemos la ayuda que podríamos haber recibido para los problemas que enfrentamos día a día.

Nuevamente doy mi humilde testimonio de que si lo pedimos, tal como las Escrituras nos lo repiten una y otra vez, recibiremos. Vuelvo a dar testimonio de que no ha habido una sola oración sincera ofrecida desde el principio de los tiempos que el Señor no haya contestado. Ninguna. Nuestro problema es que no se lo pedimos. (Claro es que las respuestas podrían llegar de una manera que no reconoz­camos o que no nos agrade.)

Si los pedimos, podemos recibir con mayor abundancia los dones del Espíritu. Sí, probablemente necesitemos incre­mentar nuestro merecimiento, pero por lo general somos suficientemente dignos de lograr más si tan solamente lo pedimos. Esos dones entonces nos ayudarán a progresar en merecimiento hasta recibir aún más.

Recuerde, por favor, lo que ya hemos tratado acerca del fanatismo en estas cosas. El diablo es muy eficaz en aprovechar cualquier extremo—triunfa cuando nos impulsa a evitar por completo las oraciones y cuando nos convence a que pasemos varias horas de rodillas cuando en lugar de eso tendríamos que estar embarcados en solucionar nues­tros problemas.

Puesto que el diablo no es templado ni moderado, con frecuencia estará valiéndose de los extremos. Generalmente no puede cautivar a hombres y mujeres religiosos y espiri­tuales mediante graves pecados, pero sí podría tentarles al fanatismo en cuanto a los dones mismos que poseen, aun con el pretexto de la espiritualidad. Quizás les tiente a que ayunen y oren excesivamente. Cuando hacemos estas cosas en exceso, bien podríamos estar facilitando la guía del mismo adversario. Debido a esto, siento la necesidad de repetir mi advertencia de que sea cauteloso y moderado en sus esfuerzos concernientes a las cosas del Espíritu.

Probablemente la verdadera clave de todo esto se encuentre en su corazón. ¿Dónde está su corazón? ¿Qué es lo que realmente desea? ¿Desea en verdad la dirección del Señor? ¿Está dispuesto a hacer lo que esté de parte suya para asegurarse de que recibirá las respuestas apropiadas a sus oraciones?

En este capítulo intentaré compartir con usted algunas experiencias (propias y de otras personas) que demuestran las varias clases de respuestas y bendiciones que el Señor se complace en conferirnos. Por supuesto que éstos son ape­nas unos pocos ejemplos. Espero que recuerde también todos los otros que se incluyen en este libro. Y si está dis­puesto a anotar sus propias experiencias personales, el número de ejemplos irá multiplicándose.

Orar en procura de fortaleza para vencer malos hábitos

Hace un tiempo recibí una carta muy especial en la que un miembro de la Iglesia me describía cómo la oración había llegado a ser un importante elemento en su esfuerzo por dominar el problema que tenía en cuanto a las bebidas alcohólicas y el tabaco. Esto es lo que me decía (y he cambiado, por supuesto, los nombres):

Le escribo para contarle acerca de una bendición muy especial que recibimos en nuestro hogar desde que Cindy entró, en octubre próximo pasado, al Centro de Capacitación Misional.

Cuando Cindy entró en el Centro de Capacitación, mi esposa y yo fumábamos y bebíamos alcohol. Solíamos  tomar grandes cantidades de bebidas alcohólicas. Al domingo siguiente de haber ido Cindy a dicho centro, me  sentí fuertemente compelido a dejar de fumar y de tomar. Era ya de noche y ese fin de semana habíamos bebido en grandes cantidades. Mi cuñada y su esposo se encontra­ban visitándonos y les pregunté si conocían a alguien que pudiera ayudarme en tal sentido, porque no quería ..    deshonrar el llamamiento de nuestra querida hija.

Mi cuñada llamó a un representante de Alcohólicos Anónimos y habló con él, quien entonces ofreció llevarme a sus reuniones y trabajar conmigo si así lo deseaba. En seguida hicimos los arreglos para que fuera yo a la próxi­ma reunión.

Mi esposa llamó a nuestro obispo, y él vino esa misma noche a nuestro hogar con su segundo consejero. El obispo sugirió que ayunáramos y oráramos para obtener ayuda en cuanto a nuestros hábitos de fumar y tomar, y que entonces nos reuniéramos con él en la oficina del obispado para recibir una bendición especial,

Yo había estado fumando desde hacía cuarenta años y era completamente alcohólico; mi esposa había fumado por casi veinte años y tomaba alcohol para hacerme com­pañía. Ayunamos y oramos durante veinticuatro horas y entonces nos reunimos con el obispo. Él nos bendijo prometiéndonos que podríamos abandonar esos hábitos y que no volveríamos a tener el deseo de fumar ni de tomar. La bendición se cumplió inmediatamente. Cuando salimos de la oficina del obispo Stanley esa noche, el deseo de fumar cigarrillos y de beber alcohol había desa­parecido.

Llamé al representante de Alcohólicos Anónimos y le dije que ya no tendría que ayudarme, pues había recibido toda la ayuda divina que necesitaba para vencer mis hábitos.

En julio cumpliré 51 años de edad y ahora sé cuánto poder tiene Dios y todo lo que Él puede lograr. Siento mucho haber esperado tanto tiempo para ver la luz. Acabo de ser entrevistado por nuestro obispo para ser ordenado élder en nuestra próxima conferencia de estaca en junio y esperamos casarnos en el templo en agosto.

En agosto, esa maravillosa pareja fue sellada en el tem­plo y también les fueron sellados los tres hijos que todavía viven en su hogar. Una semana después de que su hija misionera regresara de su misión, también ella tuvo el mag­nífico privilegio de entrar al templo y ser sellada a sus padres.

Realmente conviene analizar lo que ayudó a ese buen hermano y a su esposa. El llamamiento misional de su hija les preparó el corazón, luego sus oraciones, su ayuno y la bendición del sacerdocio les confirieron la fortaleza para seguir adelante.

La oración para obtener consuelo y paz en momentos difíciles

Cuando yo era presidente de misión, un misionero llamó a la casa de la misión a eso de las 2 de la mañana para informar que su compañero había salido esa noche con un compañero local y que aún no había regresado. Mis ayu­dantes vinieron hasta mi casa para hacérmelo saber; de inmediato, llamé a aquel misionero y le pregunté si habían tenido algún problema la noche anterior. Él me dijo que no. Le pregunté entonces si su compañero había andado de mal humor antes de salir esa noche a predicar y me respondió que sí.

Le agradecí, colgué el teléfono y me puse de rodillas para orar con mis dos ayudantes. Al orar, tuve la certeza de que el élder Jones se encontraba bien y que no era necesario que me preocupara por él. No tuve idea alguna en cuanto a dónde estaría ni cuándo regresaría, pero sabía que estaba bien. Después de la oración, mis ayudantes desearon saber qué tendrían entonces que hacer y yo les dije: “Creo que deberían volver a casa y tratar de dormir. Recuerden que a las 9 de la mañana tenemos que viajar al Paraguay”. Uno de ellos me preguntó: “¿Quiere decirnos que iremos aunque el élder Jones no haya regresado todavía?”, a lo que le respondí: “No. Él estará de vuelta para entonces. Tengan fe y él regresará”.

A las 8 y media de la mañana siguiente, el élder Jones no había regresado aún. Yo me encontraba con mis ayu­dantes en la oficina. Oramos nuevamente y le recordamos al Señor que teníamos que atender algunos asuntos muy importantes en Paraguay y que queríamos saber lo que debíamos hacer. Yo sentí lo mismo que había sentido la noche anterior. “No se preocupen; él volverá antes de que salgamos”. Nos pusimos de pie y dije a mis ayudantes: “Hermanos, no se preocupen. Él regresará a tiempo”.

Unos diez minutos antes de las nueve, cuando teníamos ya preparado nuestro equipaje y nos disponíamos a partir, el élder Jones llegó a la puerta de la casa de la misión. Por supuesto, todos sentimos un gran alivio al verle. Inmediatamente lo llevé a mi oficina para entrevistarlo en cuanto a dónde había estado y que había hecho durante toda la noche. Sucedió que, a raíz de su gran entusiasmo por predicar el Evangelio, él y su compañero habían ido hasta un pueblo vecino al que no se habían asignado misioneros. Había ido a la casa de un miembro de la Iglesia, reunido a un grupo de personas para enseñarles y había estado predicándoles hasta muy tarde en la noche. Ni se le ocurrió pensar que su compañero se preocuparía por él. Ahora, verdaderamente entusiasmado, regresaba a la casa de la misión para sugerirme que abriera esa nueva ciudad y asignara misioneros a ese lugar.

Me sentí muy agradecido al Señor por haber contestado mi oración. Doy testimonio de que ese sentimiento de paz y certidumbre no puede venir de los hombres; viene del Señor. Nos permite seguir adelante con nuestras tareas o nuestra vida sabiendo, aunque no tengamos todo a la mano, que todo saldrá bien.

La oración para remover los obstáculos contra propósitos dignos

Las metas dignas nunca son fáciles de lograr. Siempre encontraremos obstáculos. Y pareciera que tan pronto como establecemos un objetivo para realmente mejorar o realizar algo digno de mérito, no sólo enfrentamos los obstáculos naturales sino que también comenzamos a encontrar toda clase de nuevas contrariedades. Las mejores respuestas a la oposición y otros obstáculos son la perseverancia y la oración. Permítame darle algunos ejemplos.

Como presidente de misión, conté con un equipo de misioneros que estaban teniendo mucho éxito. ¿Cómo lo conseguían? En cierto momento, uno de ellos contestó esta pregunta al dar su testimonio:

“Amo a mi compañero y estamos embarcados cien por ciento en la obra del Señor”, dijo. “Nunca hemos golpeado a una sola puerta si haber orando antes en nuestro corazón o en el automóvil”. Y agregó que le encantaba ver cómo las puertas, las barreras, las tradiciones de los hombres, las cosas que enceguecen a la gente—todos esos obstáculos— simplemente desaparecían entonces.

Otro misionero me envió una carta en la que decía:

Nunca olvidaré la hermosa experiencia que tuvimos al cumplir la promesa que le hicimos a un siervo del Señor de que tendríamos diez bautismos en el mes de marzo.

No fue tarea fácil, dada la fuerte oposición de Satanás.  Para el 28 de marzo sólo habíamos tenido cinco bautismos y empezamos a preocuparnos sobremanera. Habíamos trabajado arduamente durante todo el mes y tratado de cumplir al 100 por ciento las reglas de la misión.

El día veintinueve, mi compañero y yo decidimos ayunar a fin de que todo anduviera bien en cuanto al bautismo de una familia de cinco personas que habíamos programado para esa fecha. Sin embargo, esa tarde sola­mente cuatro de ellos decidieron ser bautizados; eso nos dejaba con sólo nueve bautismos y, a pesar de todos nues­tros esfuerzos, no alcanzaríamos a cumplir nuestro objetivo. Pero la mano del Señor se manifestó; en tanto que bautizábamos a los cuatro miembros de la familia, el quinto de ellos que había decidido no hacerlo se nos acercó y nos dijo: “Élderes, quiero que me bauticen ahora mismo”.

Estoy tan agradecido al Señor que no me es fácil expresárselo. Mi testimonio en cuanto a la oración y el ayuno ha sido enormemente fortalecido, y es muy grande la satisfacción que siento en mi corazón por haber cumplido la promesa que le hicimos al Señor.

Yo he podido ver en mi propia vida cómo el Señor retira los obstáculos de nuestros buenos propósitos, particular­mente cuando recurrimos a Él con sincera oración. Cierta vez tuve una maravillosa experiencia con relación a este principio al tratar de efectuar una importante excursión a través de una de nuestras misiones en Colombia. Habíamos llegado a Ecuador con mi familia el 10 de octubre, pla­neando ir a Colombia una semana después. Al día siguiente de nuestro arribo encargamos a algunos misioneros que se ocuparan de validar nuestras visas a fin de que yo pudiera entonces viajar a Colombia. Los élderes nos dijeron que se les había informado que dicho procedimiento tomaría por lo menos diez días, pero sólo nos quedaban tres días hábiles antes de que yo tuviera que partir.

El miércoles 12 de octubre llamé al presidente de la mi­sión y le sugerí que preparara un plan de alternativa, siendo que probablemente yo no podría acompañarlo en la excur­sión.

Pero así y todo no nos dimos por vencidos. Ejercimos nuestra fe y oramos, sabiendo que en Colombia también el presidente de la misión y los misioneros estaban haciendo lo mismo. Nos pusimos en contacto con la Embajada de los Estados Unidos en Ecuador para ver si podíamos obtener un permiso temporario de viaje, pero no fue posible.

El jueves 13 de octubre fuimos a la oficina de emisión de visas para conversar con el funcionario encargado de las mismas y le preguntamos si había alguna forma de que yo pudiera viajar. Cuando llegamos a la oficina, dicho fun­cionario no se encontraba allí pero su jefe ofreció ayu­darnos. Le explicamos nuestro problema y él, después de escucharnos durante varios minutos, fue hasta la persona que había estado causando nuestras dificultades y le pre­guntó si existía alguna razón para que no se nos con­cedieran las visas. Un tanto cohibido, el hombre respondió: “No, no hay razón ninguna. Podemos extendérselas”. El jefe le dijo: “¿Y por qué no ahora mismo?” Así lo hizo el hombre y en cuestión de una hora obtuvimos las siete visas debidamente registradas y salimos de la oficina.

De conformidad con el programa previamente estable­cido, viajé entonces a la misión de Cali, Colombia.

Doy testimonio de que la mano del Señor puede inter­venir en situaciones difíciles y solucionarlas para nuestro beneficio—particularmente cuando se lo pedimos.

Permítame ofrecerle por último otro ejemplo de cómo el Señor habrá de remover cualquier cosa que pudiera obstaculizar nuestros buenos propósitos, si sólo se lo pedi­mos. Hace algún tiempo se me asignó visitar como Autoridad General una conferencia de estaca en una locali­dad bastante alejada de la sede central de la Iglesia. El pres­idente de la estaca se me acercó y me dijo: “Élder Cook, como sabe, ésta es una estaca bastante nueva. La Iglesia ha invitado al patriarca de la estaca para que en 30 días viaje a Salt Lake City, asista allí a una conferencia y reciba en esa ocasión sus investiduras. A él le agradaría que su esposa lo acompañe para ser sellados juntos, pero no tiene el dinero necesario. Eso le costaría $700. ¿Tiene la Iglesia algún fondo especial para ayudarle en este caso?”

Tuve que decirle que no, que la Iglesia no cuenta con fondos para tales propósitos. Se mostró entonces muy desilusionado y triste, por lo que me sentí impulsado a decir: “Pero si usted, presidente, ejercita su fe y les sugiere al patriarca y a su esposa que hagan lo mismo, estoy seguro de que ella irá con él a la conferencia. Le prometo que si usted ejerce en un 100 por ciento su fe, ella irá con su esposo. Le prometo en nombre del Señor que tendrán el dinero y también ella podrá ir”.

Tan pronto como dije eso, no pude menos que pensar: “Élder Cook, usted es sorprendentemente generoso con mi dinero.¿Por qué es que acaba de prometer $700 de mi dinero!” Tal fue, en esencia, el mensaje. Tratando de responder a esa impresión, le dije inmediatamente al presidente de la estaca (quien, por supuesto, no sabía lo que ocupaba mis pensamientos): “Presidente, lo que acabo de decirle es ver­dad. Si para el 23 de septiembre no ha conseguido todavía el dinero, llámeme por teléfono, porque le aseguro que ella irá”. Lo que estaba diciéndole en realidad, sin que él lo imaginara, era que el élder y la hermana Cook pagarían los $700 si el Señor no lo hacía. Yo no tenía $700 adicionales y me resultaría difícil obteneros, pero decidí que lo haría. Fue como si el Señor hubiera dicho: “¿Cuánto es lo que cree usted, élder Cook?” y que yo respondiera: “Personalmente, creo hasta tener que contribuir $700 que, de alguna manera, tendrán ese dinero”. Supongo que no sabía con absoluta certeza lo que sucedería, pero creía de todo corazón que esa hermana asistiría a la conferencia.

Poco antes de que pasaran los treinta días, un hombre se ofreció a pagar el dinero necesario para que la esposa del patriarca lo acompañara a Salt Lake City. Según mi entendimiento, aquel benefactor nunca supo lo que el pre­sidente de la estaca me había pedido ni tampoco en cuanto a mi promesa. El Señor escuchó nuestras oraciones e inspiró el corazón de ese hombre y éste respondió debidamente.

El Señor desea que contribuyamos a que las cosas sucedan. No quiere que nos dejemos vencer por los obstáculos o cualquier oposición. Él desea que recurramos al brazo todopoderoso de Dios y lo agreguemos al poder que cada uno de nosotros posee. Si hacemos esto, apren­diendo a hacer todas las cosas a la manera del Señor, procu­rando Su ayuda, seremos ayudados.

La oración que ayuda a ser humilde de corazón

No hay milagro más grande que el corazón que se enternece y se vuelve humilde ante el Espíritu y entonces es transformado por el poder de Cristo. La oración es una clave esencial en tal proceso.

Pocos años atrás, se bautizaron en Nueva York todos los miembros de una familia de apellido Jensen, a excepción de uno de sus hijos, quien parecía desinteresado y determi­nado a continuar con su vida mundanal. Después de cierto tiempo, una de las hijas de esa familia comenzó sus estudios en la Universidad Brigham Young, en Utah. Aconsejó insis­tentemente a su hermano que hiciera lo mismo y al fin éste decidió intentarlo. “Quizás conoceré allí a muchas jóvenes bonitas”, dijo.

Luego admitió que tan pronto como llegó a la universi­dad pensó: “Espero que me asignen un compañero de cuarto a quien le guste beber”. Pero en cambio le asignaron un fiel miembro de la Iglesia, un joven que recién había regresado de su misión, quien estaba paralizado desde la cintura para abajo y no podía siquiera caminar.

Al cabo de algunas semanas, Jensen solía llegar noche tras noche a su habitación después de haber bebido con exceso y salido con muchachas que no eran miembros de la Iglesia para entretenerse con ellas. Finalmente, su com­pañero de cuarto, a quien llamaré Smith, no pudo seguir soportando la situación. Acostado en su cama en plena obscuridad, le dijo: “Jensen, a ti te parece que eres un genio, ¿verdad?”

“¿Qué quieres decir con eso?”, le preguntó Jensen.

“Te crees muy inteligente. Puedes salir a tomar todas las noches, entretenerte con las muchachas y hacer todo lo que se te antoje en esta vida; y aun piensas que realmente estás engañando a la universidad, al Señor y a todo el mundo. Pues bien, yo estoy aquí para hacerte saber que tendrás que rendirle cuentas al Señor, y que será mejor que te arrepien­tas, porque de lo contrario terminarás yendo ya sabes adónde”.

Encogiéndose de hombros, Jensen dijo: “No soy tan malo”.

Smith no se conformó con eso y continuó: “Lo que tienes que hacer es arrepentirte. Esta noche es una buena oportunidad para ello. Necesitas arrepentirte y aclarar las cosas con el Señor”.

De pronto, Jensen escuchó un leve golpe. Smith se había caído al suelo. “Ahora se ha puesto a orar por mí”, pensó Jensen y trató de no hacerle caso. Finalmente dijo: “Apúrate y deja ya de orar que quiero irme a la cama”.

Smith le respondió: “No necesito orar. Ya lo he hecho. Eres tú quien necesita orar”.

Jensen empezó a protestar, pero Smith no se daba por vencido. Por último, Smith consintió en arrodillarse junto a su compañero de cuarto. Ésa era su primera oración en toda la vida, una oración sencilla, pero antes de terminarla, Jensen sintió que el Espíritu le tocó el corazón y comenzó a cambiar en ese preciso momento, aun mientras oraba. Aceptó recibir inmediatamente las lecciones de los misioneros.

En menos de un mes, fue bautizado por su inválido compañero de cuarto mientras otros dos hombres lo sostenían. Un año después, Jensen fue llamado a una mi­sión. Todo eso fue el resultado de una oración ofrecida en un apartamento de estudiantes universitarios.

La oración que nos ayuda a enseñar la verdad con valentía

Cuando cursaba yo mi primer año en la Universidad Estatal de Arizona, lo hacía merced a una beca y me esfor­zaba por mantener un buen promedio en mis calificaciones. A raíz de ello, me inscribí en una clase de oratoria que se consideraba bastante fácil. Me pareció que eso me ayudaría a obtener los créditos que necesitaba, con buenas califica­ciones, sin tener que sobrecargar mis obligaciones.

Después que hubo trascurrido el último día en que podría haber logrado mi transferencia a otra clase, la profe­sora, una dama de unos sesenta años de edad, nos dijo: “Jóvenes, les agradará saber que en los últimos veinticinco años que he estado enseñando, he otorgado solamente cinco calificaciones ‘A’“. Al escuchar esas palabras, sentí desfa­llecerse mi corazón, lo que también pareció experimentar el resto de la clase. Yo había tratado de que se me transfiriera a otra clase, pero siendo que ya se había vencido el plazo, me fue imposible hacerlo. Me sentí muy desalentado. Sin embargo, pensándolo mejor, decidí encarar la situación y esforzarme por obtener su sexta “A”. Mas los meses fueron pasando y aunque trabajé afanosamente para cumplir cada tarea, sólo recibí calificaciones “B”, “B-” y de vez en cuando “B+”—pero nunca una “A”.

Treinta días antes de terminar el período de clases, la profesora se puso de pie y nos dijo: “Cada uno de ustedes tiene que dar una disertación más la cual determinará el cincuenta por ciento de sus calificaciones. Quiero que esco­jan un tema polémico y que presenten un discurso de veinte minutos ante la clase. Una vez que hayan concluido, toda la clase deberá tratar de hacer una crítica de sus respectivos argumentos y la manera en que los expusieron, y cada uno tendrá que defender su exposición. Finalmente, cada alumno deberá presentar por escrito una evaluación de cómo lo hicieron”.

Un completo silencio envolvió a toda la clase, más que nada a causa de la duda y el temor. Entonces empezamos a considerar algunos temas sobre los que podríamos hablar— el comunismo en comparación con la democracia, cues­tiones raciales, el control de la natalidad, cualquier cosa que sugiriese controversia. Yo no tenía idea alguna de lo que podría escoger.

Echamos suertes para ver quién hablaría primero. A mí me tocó hacerlo en el noveno lugar. Me acuerdo de los primeros tres o cuatro estudiantes que tomaron su turno con tal asignación. Algunas jóvenes terminaron secándose las lágrimas. Todo fue bastante duro; la clase se mostró real­mente crítica. Un joven chino fue particularmente acerbo y aparentemente muy capaz al desmenuzar todo lo que decíamos. Al pasar los días y percibir yo cuán devastadora resultaba tal experiencia, se me llenó de temor el corazón en cuanto a lo que debería hacer.

Me puse a orar acerca del tema, pero no conseguía decidir cuál sería. Pasó el tiempo y faltando dos días para mi turno todavía no lo tenía. Pero continuaba recibiendo cierta impresión: “Si estás tratando de escoger un tema polémico, elige el Libro de Mormón. Tienes que defender el Libro de Mormón en tu disertación ante la clase”.

La sola idea hacía que la disertación me resultara más aterradora aún. Yo era el único miembro de la Iglesia en esa clase. La profesora era una devota miembro de una iglesia protestante; había empleado la Biblia en su enseñanza y aun declarado que, según ella, la Biblia constituía la única revelación de Dios a los hombres. Yo todavía no había servido una misión y era un presbítero en el Sacerdocio Aarónico. Pero había servido como misionero de estaca el verano anterior y conocía las antiguas lecciones misionales acerca de cómo el Señor, quien no hace acepción de personas, había llamado a profetas en el Nuevo Mundo tal como en el Viejo Mundo.

Me preocupé mucho sobre todo esto. Nunca me había atemorizado el hablar en público, pero esta vez sí me aterraba realmente la idea. Ofrecí numerosas oraciones en procura de ayuda con la presentación. Aún así, cuando me puse de pie para dar mi disertación tenía las manos heladas y me temblaba el cuerpo entero. Anuncié que mi tema era el Libro de Mormón y entonces empecé a enseñar desde una perspectiva casi histórica y casi académica, deseando no ofender a nadie.

Pero ya desde el principio de mi discurso el Espíritu del Señor comenzó a comunicarme esta impresión: “No puedo hablarles sobre este libro simplemente desde el punto de vista histórico. No me importa lo que piensen de mí ni la calificación que obtendré. El Libro de Mormón es verdadero y todos tienen que saberlo”.

Empecé a enseñar la lección casi tal como se había escrito para los investigadores, agregando con frecuencia mi propio testimonio. Al hacerlo, me sobrevino la paz al mani­festar el Espíritu Su testimonio a los veinte jóvenes de la clase que lo que estaba diciendo yo era la verdad. Dediqué los últimos tres o cuatro minutos a contestar la pregunta: “¿Cómo podría una persona saber realmente que este libro es verdadero?” Les leí la promesa de Moroni (véase Moroni 10:4) y les di mi testimonio en cuanto a su veracidad. Les dije: “Digan lo que quieran, critíquenme todo lo que quieran, pero ¡este libro es verdadero! Vino de Dios”. Me sentí tan emocionado por el Espíritu que concluí mi dis­curso “en el nombre de Jesucristo, amén”.

Cuando terminé de hablar, hubo una quietud tal en la clase que no supe si me encontraba en apuros o si el Espíritu realmente había impresionado a los otros alumnos. No demoré en reconocer que ello se debía al Espíritu. Finalmente, la profesora rompió el silencio tratando de estimularles y persuadirles a que me atacaran, pero no lo hicieron. (Me gustó que una de las condiciones que se habían establecido era que ella misma, como maestra, no podría participar.) Cuando fue evidente que nadie haría comentario alguno, ella concluyó diciendo, con cierta frustración: “Bueno, parece que nadie tiene nada que decir. Siéntese, Gene”.

Poco después, cuando los estudiantes entregaron sus análisis por escrito, todos sus comentarios fueron positivos. Cuatro o cinco de ellos, en esencia, dijeron: “Por poco me persuades”. Una muchacha me dijo: “Yo soy metodista y no creo que el Libro de Mormón sea verdadero, pero casi me convenciste de que lo es”. Un joven chino, quien había sido particularmente crítico, dijo: “Nunca había oído en cuanto al Libro de Mormón. ¿Dónde puedo conseguir un ejem­plar?”

Yo sé que el Señor me bendijo en aquella presentación tan difícil. Él contesta nuestras oraciones cuando procu­ramos enseñar a otros la verdad. Nos bendice cuando cumplimos Sus mandamientos y no tememos dar testimo­nio de Él. Al regresar a casa ese día, me vinieron a la mente estas palabras de Doctrina y Convenios:

Por tanto, de cierto os digo, alzad vuestra voz a este pueblo; expresad los pensamientos que pondré en vues­tro corazón, y no seréis confundidos delante de los hom­bres;

porque os será dado en la hora, sí, en el momento pre­ciso, lo que habéis de decir.

Mas os doy el mandamiento de que cualquier cosa que declaréis en mi nombre se declare con solemnidad de corazón, con el espíritu de mansedumbre, en todas las cosas.

Y os prometo que si hacéis esto, se derramará el Espíritu Santo para testificar de todas las cosas que habléis (D. y C. 100:5-8).

Por cierto que yo acababa de presenciar el cumpli­miento de tal promesa.

Algunas semanas más tarde, recibí por correo mi libreta de calificaciones. La abrí con un poco de vacilación, pero me sentí muy complacido al ver que había obtenido una “A” en aquella clase de oratoria. Lo primero que pensé fue: “Realmente, ésa es una mujer de gran integridad”. Estaba seguro de que no creyó en lo que enseñé acerca del Libro de Mormón.

Pero otro pensamiento me vino a la mente: “No, hijo mío. Fui yo quien te dio esa ‘A’“.

¡Qué maravillosa preparación fue aquella experiencia para este joven que pocos meses después había de encon­trarse en el campo misional!

La oración y una bendición del sacerdocio

La oración puede ayudarnos de muchas maneras cuando se trata de bendiciones del sacerdocio. Puede ayu­dar a que los poseedores del sacerdocio sepan lo que han de decir en una bendición a fin de poder expresar la voluntad del Señor. Puede ayudar a una persona enferma y a su familia a reconocer la verdad de lo que se dice. Puede ayu­darles a tener un sentimiento de paz y de consuelo. Y puede ayudar a que todos los participantes incrementen su fe.

Quisiera compartir con usted una experiencia que mi esposa y yo tuvimos una vez. En su familia ha habido casos de cáncer, así que ella se preocupó mucho al descubrir que tenía un absceso que parecía ser un cierto tipo de tumor. El médico determinó operarla para extraérselo, así que comen­zamos a suplicar en oración las bendiciones del Señor.

Mi esposa estaba muy preocupada, tanto que no podía dormir bien de noche y la ansiedad parecía torturarla todos los días. Hablamos al respecto y estuvimos de acuerdo en que lo que realmente estaba experimentando eran la duda y el temor.

El médico dispuso efectuar una biopsia para ver si el absceso era maligno. Mientras conversábamos, noté que ella estaba esperando los resultados para determinar entonces cómo habría de ejercer su fe. Hablamos sobre el hecho de que podíamos demostrar una fe mayor si confiábamos en el Señor aun antes de enterarnos de si el tumor era o no maligno. En otras palabras, si pagábamos “de antemano” el precio de la fe, ella podría quizás obtener la paz que nece­sitaba del Señor en vez de fiarse totalmente en el examen médico. Ella es muy creyente y se determinó a no seguir esperando para ejercer su fe. También yo y nuestros hijos tratamos de ejercer nuestra fe en favor de ella.

Por cierto que cuando tenemos un problema, si nos volvemos al Señor y nos humillamos por adelantado, estare­mos realmente manifestando nuestra espiritualidad y nues­tra fe. Por otro lado, si demoramos nuestra confianza en el Señor, podríamos recibir una bendición menor.

Tan pronto como mi esposa comenzó a ejercer una fe mayor, yo procuré prepararme para darle una bendición. Ayuné un día y volví a ayunar dos días después. El día de mi segundo ayuno, que fue cuando iba a darle la bendición, oré al dirigirme a mi trabajo pidiendo saber qué debería decirle. El Señor me hizo entender que me revelaría Su vo­luntad en el preciso momento de bendecirla. En ciertas oca­siones podemos conocer Su voluntad aun antes de dar una bendición, pero en este caso tuve la impresión de que el Señor quería que esperara. Oré con firme intención durante todo el día pidiéndole que fuera misericordioso conmigo y me hiciera conocer Su voluntad al bendecir a mi querida esposa.

Esa noche, cuando volví del trabajo a casa, reuní a toda la familia y le pedí a mi hijo de diez años de edad que ofreciera una oración. Con ternura y sollozante, él oró pi­diendo que su madre se encontrara en muy buen estado.

Después de esa oración, otro de nuestros hijos la ungió y yo sellé la unción y la bendije.

Había orado a través de todo ese día suplicando no decir ninguna cosa que no fuera lo que se me revelara en ese preciso momento. Al bendecirla, yo sabía que tenía que decirle que descubrirían que el tumor era benigno, que todo saldría bien y que en esa misma hora al día siguiente ella se iba a sentir mejor, feliz y mucho más reconfortada. Todos sentimos la fuerza del Espíritu.

Todos dormimos muy bien esa noche. A la mañana siguiente, ella y yo fuimos al hospital con un verdadero sen­timiento de tranquilidad.

La operación duró solamente una hora, el tumor era benigno y mi esposa se recobró rápida y completamente.

A veces, el Señor permite que un poseedor del sacerdo­cio intervenga en sanar a alguien. Cuando esto sucede, la oración puede hacerle saber cuál es la voluntad del Señor y también ayudarle a fortalecer su propia fe.

En aquella experiencia, no sé si el Señor sanó a mi esposa o no cambiando a benigno un tumor maligno—pero eso no importa. Lo que sé es que, por medio de la oración, el Señor nos bendijo con el conocimiento de lo que podemos esperar y nos dio tranquilidad de conciencia.

Una de las cosas más importantes que volví a aprender en tal ocasión es que los impulsos del Espíritu son tan apacibles que suele ser muy, pero muy difícil saber si la respuesta es “sí” o “no”. A veces es bastante difícil recono­cer si fue o no el Espíritu quien nos ha hablado.

Cuando el Espíritu habla, casi nunca lo hace con una voz que podamos escuchar con nuestros oídos. En general, el Espíritu suele hablar mediante sentimientos, pensamien­tos, ideas e impresiones. La voz del Espíritu es suave y apacible, y si estamos en busca de algo diferente o si no prestamos silencio y atención, muy probablemente no reconoceremos la respuesta cuando nos llegue.

En este caso, yo logré comprender que el Señor me comunicaría pensamientos en el transcurso de la bendición y oré con fe para que cualquier pensamiento que recibiera procediera del Señor. Cuando bendije a mi esposa, dije lo que me venía a la mente, lo cual fue, en sí mismo, una demostración de fe.

El Señor nos da en Doctrina y Convenios este man­damiento y esta promesa que pueden aplicarse no sólo a cuando hablamos sino también cuando damos una bendi­ción: “Expresad los pensamientos que pondré en vuestro corazón…

“Porque os será dado en la hora, sí en el momento pre­ciso, lo que habéis de decir” (DyC100:5-6).

La oración para obtener ayuda temporal

El Señor no quiere que nos dediquemos o nos entregue­mos demasiado a las cosas temporales, superficiales o cir­cunstanciales. Tales cosas deben, sí, atenderse, pero debe­mos hacerlo de una manera espiritual.

Conozco a un hombre que acababa de iniciar su propio negocio, pero le resultaba imposible dar los primeros pasos. No contaba con suficiente dinero y tenía que mantener a su familia. Además, se había comprometido a contribuir dinero para ayudar a construir un nuevo templo en su área—compromiso que cumplió a pesar de que su situación económica era bastante delicada.

“Oré afanosamente esa semana en particular”, dijo, “con mucha fe en que el Señor nos ayudaría a conseguir algún dinero que nos permitiera ganar nuestro propio sus­tento”. Dos horas después de su oración, recibió un llamado telefónico ofreciéndole su primer trabajo como empresario independiente. Una hora más tarde, recibió otra oferta.

Es mi testimonio que el Señor rescatará a todo aquel que ore con fe. Él desea bendecirnos temporalmente, espiritual-mente, y en cualquier otro aspecto de nuestra vida.

Cierta mañana, hace pocos años, estaba yo leyendo en el Libro de Mormón los capítulos 13 y 14 de 3 Nefi. Al ha­cerlo, pensé que es absurdo que creamos que el Señor no está dispuesto a ayudarnos en cuanto a nuestras necesi­dades (véase 3 Nefi 14:7-11, lo cual se aplica tanto a las ben­diciones temporales como a las espirituales).

El pensamiento más impresionante que tuve entonces fue cuando leí el capítulo 13, en el que el Señor les dice a los Doce que no deben afanarse por las cosas temporales (los alimentos y la ropa). En vez de eso, les promete a Sus sier­vos que si ejercen la fe, Él los vestirá, los alimentará y cuidará de sus necesidades temporales a fin de que puedan continuar sirviéndole y cumpliendo con Su voluntad.

Por alguna razón ese pensamiento se anidó muy pro­fundamente en mi corazón. Me sentí aliviado al sentir que el Señor está dispuesto a ayudarme aun en cuanto a mis intereses temporales si continúo dedicándome a hacer Su voluntad. Y necesito agregar que yo creo que esa promesa no es solamente para las Autoridades Generales de la Iglesia. Estoy convencido de que Él bendecirá a todos y cualquiera que desee obedecerle y servirle.

Esa misma noche mi esposa me informó sobre un difícil problema en la instalación sanitaria de nuestra casa que debía resolverse de inmediato. No me animaba a encarar ese problema, pero tampoco estaba en condiciones económicas como para llamar a un plomero. Para empeorar más las cosas, a la mañana siguiente yo tenía que asistir a una conferencia de estaca y necesitaba entonces solucionar el problema antes de salir. Desafortunadamente, después de tratar el problema por sólo unos instantes, me ocupé de otras cosas y terminé olvidándome por completo del asunto hasta la mañana siguiente.

Mientras me vestía esa mañana, oré dos o tres veces pidiéndole al Señor que solucionara por mí el problema. Al fin y al cabo, no me gusta mucho ese tipo de trabajo. Al orar, me vino otra vez a la mente el pensamiento de que si me concentro en predicar el Evangelio y en salvar almas, el Señor me ayudará en cuanto a mis problemas temporales, incluso el de las cañerías de mi casa. Al orar, tuve la seguri­dad de que realmente Él me ayudaría.

Se requirió un poco de esfuerzo de mi parte—el pro­blema no se solucionó por sí mismo—pero cuando quedó resuelto supe de todo corazón que fue en respuesta a mis oraciones.

Para algunos, una bendición tal podría ser poca cosa, pero para mí toda tarea de reparación es algo difícil y a veces no me siento capaz de realizarlas. Yo creo firmemente que si algo le inquieta a usted, no importa de qué se trate, es también un problema del Señor y Él lo ayudará a solu­cionarlo. Aquella experiencia me dio un testimonio de que si verdaderamente procuramos servir al Señor, Él nos ayudará con respecto a nuestros problemas temporales.

Quiero compartir con usted una última historia que ayuda a ilustrar esa verdad.

Hace algún tiempo la Iglesia tenía un serio problema con la municipalidad de cierta ciudad en una misión. La Iglesia había tenido problemas en ese lugar por más de cien años y necesitábamos a un hombre y una mujer de fe infa­lible, como así también a un experto en ingeniería, para que nos ayudaran.

Pudimos entonces encontrar una pareja que llenaba tal requisito. Después de haberles llamado e informado sobre las dificultades de su asignación, se preocuparon bastante acerca de cómo habrían de resolver ese añejo problema en sólo un año o dos. Les dijimos que si tenían fe, el Señor por cierto les ayudaría a solucionarlo. Yo les ofrecí darles una bendición para ayudarles en esa situación tan complicada.

Pocos días después nos reunimos para la bendición. Aquel buen hombre y su esposa tenían un espíritu muy humilde ese día y me indicaron que, aunque no sabían qué era lo que habrían de hacer para solucionar el problema, estaban completamente tranquilos.

“¿A qué se debe que se sientan así?”, les pregunté, y ellos respondieron: “Porque sabemos que el Señor nos ayu­dará”.

Entonces el hombre dijo: “Permítame contarle algo.

“Cuando era joven, yo trabajaba para una compañía de ingenieros en Estados Unidos. Un día, en momentos en que nuestros cuatro técnicos se hallaban fuera de la ciudad en otras asignaciones, una compañía de Terranova llamó a la nuestra pidiéndonos ayuda. Poco antes habían instalado una enorme caldera nueva y no podían conseguir que fun­cionara. Siendo que no tenía disponible a nadie más, mi jefe dijo que necesitaría enviarme a mí. Yo era joven y casi sin experiencia, y me acometió el temor cuando me informó sobre tal asignación. Traté de disuadirlo al respecto, pero él me dijo: ‘Y bueno, usted es lo mejor que tenemos. Vamos a enviarlo a usted’. Y así fue. Tuve que viajar a Terranova y tratar de ayudar a esa compañía.

“Al recorrer la fábrica, los gerentes observaban cómo yo inspeccionaba las cosas y entonces me dijeron: ‘Bueno, ¿cuál es el problema de esta caldera? ¿Por qué no funciona?’ Yo no sabía qué decirles y me abrumaban más que nunca la duda y el temor. Finalmente respondí: ‘Necesito algunos minutos para pensarlo bien’. Me alejé un poco dejando atrás a aquellos hombres y caminé hasta encontrar un obscuro cuarto de almacenamiento. Allí me arrodillé en oración y le supliqué al Señor que me inspirara para saber lo que debía hacer. Le dije que mi jefe y mi compañía dependían tanto de mí como aquellos hombres en la fábrica. Le dije también que no tenía idea alguna acerca del problema y humilde­mente le pedí que me lo hiciera saber. Entonces terminé mi oración y regresé a donde me esperaban los gerentes.

“Empezamos de nuevo a caminar alrededor de aquella enrome caldera. Al fin, uno de ellos dijo: ‘Pues bien, ¿cuál es el problema?’ La respuesta pareció salir simplemente de mi boca y respondí: ‘No hay duda de que esta caldera ha sido mal armada’. Ellos preguntaron: ‘¿Qué está diciendo?’ Y yo proseguí: ‘Efectivamente. Ha sido armada al revés. Si consultan a quienes la fabricaron, ellos les dirán exacta­mente lo que tendrán que hacer’.

“Llamaron entonces a los técnicos de la compañía que originalmente había fabricado la caldera. Les explicaron lo que sucedía y ellos dijeron: ‘Sí, nos parece que la caldera ha sido mal instalada. Si hacen esto y aquello, corregirán el problema’“.

Después de contarme esa historia, aquel hombre fiel, ya jubilado, me dijo: “Élder Cook, sé exactamente lo que debe­mos hacer en esta difícil asignación. Sé que debo recurrir al Señor y entonces podremos resolver este serio problema que tenemos”. Pude percibir, por su fe, su testimonio y su determinación, que eso era precisamente lo que habría de acontecer.

Al transcurrir los dos años siguientes, así fue. Aquel buen hombre y su esposa realmente produjeron un milagro en el área a la que habían sido llamados a servir.

Una vez más, es evidente que la fe en el Señor Jesucristo es suficiente para resolver todas nuestras inquietudes. La prueba que la mayoría de nosotros tiene que atender es con­fiar con bastante anticipación y fervor en el poder que el Señor nos ofrece.

Cómo superar todo obstáculo en cuanto a la  oración

Al preguntar a las familias y a las personas en casi toda la Iglesia por qué no oran acerca de cosas tales como las que se han presentado en este capítulo, me han sorprendido mucho sus contestaciones. Algunos se sorprenden de que alguien pueda orar en cuanto a esa clase de cosas. Otros quizás no quieran hacer el esfuerzo que se requiere. Y aun otros probablemente crean no tener fe para ello. Sin embargo, yo sé que el Señor desea ayudarnos en muchas circunstancias. Cuando nos ofrece un regalo, le agrada mucho si se lo aceptamos.

Cuando he preguntado a muchos por qué no oran con mayor constancia, he podido escuchar toda una serie de razones:

—No tengo tiempo suficiente para eso.

—No tengo el hábito de hacerlo.

—Mi familia nunca lo ha hecho, así que yo no acostum­bro a hacerlo.

—Yo creo que debo hacerlo, pero quizás no me haya decidido a eso todavía.

—No me gusta reconocerlo, pero a veces no creo que la oración me ayude mucho.

No importa cuál sea su razón, espero que nunca olvide que es el diablo quien nos enseña que no debemos orar (véase 2 Nefi 32:8-9). Yo creo que el diablo ha adiestrado a sus más destacados emisarios para que consigan que los hombres eviten orar. Simplemente les hace decir cosas tales como, “Estás muy cansado”. “Podrías hacerlo mañana”. “No puedes perder tiempo en eso—tienes muchas otras prioridades”. “Piensa en tus pecados—¡seguramente no creerás que eres digno de orar!” “La oración no surte efecto. ¿No recuerdas que la última vez que oraste no pasó nada?”

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