Cómo obtener respuestas a nuestras Oraciones

Capítulo 6

 Las oraciones como
bendición para padres y líderes


Qué padre no ha orado alguna vez por un hijo enfermo o descarriado? ¿Qué líder no se ha arrodillado a orar por aquellos a quienes ha sido llamado a servir y bendecir? La oración es uno de los instrumentos más poderosos de que disponemos al tratar de obtener las bendiciones del Señor a favor de los demás.

He aquí algunas experiencias que han solidificado mi testimonio en cuanto a las muchas maneras en que podemos utilizar el poder de la oración en nuestra mayor-domía como padres en Sión y como líderes en el reino de Dios.

Orientación en nuestra relación con los demás

Una vez tuve una entrevista con un hombre a quien había conocido por varios años. Él se había alejado de las enseñanzas de la Iglesia y estaba próximo a ser excomul­gado. Desafortunadamente, no era muy veraz con sus líderes locales.

Me esforcé durante unos treinta minutos tratando de que se sincerara conmigo y estuviera dispuesto a hacer lo mismo con su presidente de estaca.

Pero se resistía sobremanera; no parecía dispuesto a ceder.

Finalmente, no se me ocurría nada más que pudiera decirle o hacer. Le supliqué a nuestro Padre Celestial que me ayudara y, al orar, tuve el presentimiento de que tenía que acercarme a ese hermano, abrazarlo y decirle que lo amaba. Cuando me puse de pie, él pensó que estaba dando término a la entrevista, pero me acerqué a él, lo tomé en mis brazos y le dije que sinceramente lo amaba. Al hacerlo, se le enterneció el corazón y cedió a los impulsos del Espíritu. Por fin, se dispuso a confesar todos sus problemas y sus pecados—y, en el proceso, a dar los primeros pasos nece­sarios para retornar a la dignidad y al hermanamiento en la Iglesia.

Cómo discernir el corazón de los demás

Cierta vez, cuando servía en una presidencia, percibí que era necesario remplazar a uno de mis consejeros. Consulté con varios líderes locales en cuanto a diferentes posibilidades y me sentí inclinado a llamar al hermano John Roberts (no es éste su verdadero nombre). Lo había cono­cido una vez y me causó muy buena impresión.

Cuando hablé con su presidente de estaca, sin embargo, éste me dijo: “El hermano Roberts nunca ha servido muy bien. Fue miembro del sumo consejo pero no respondía y no siempre hacía lo que le pedíamos que hiciera. En la actualidad está sirviendo en su barrio en el programa de los jóvenes”.

Hablé con los líderes de la oficina del área local de la Iglesia, donde él trabajaba. Se me dijo que en el pasado algunas personas habían acusado al hermano Roberts, sugiriendo que no había sido completamente honrado en sus tratos con otras personas. Algunas de ellas aun so­spechaban de que alguien había robado un dinero de la Iglesia, pero ninguna de las alegaciones en su contra pudieron ser demostradas. Me enteré entonces de que una Autoridad General que conocía bien el caso había salido en defensa del hermano Roberts, indicando que éste era un hombre honrado pero que no había sido adiestrado debida­mente en materia de contabilidad.

Medité por cierto tiempo sobre el asunto. ¿Debo lla­marle o no? ¿Cuánta verdad había en las acusaciones de deshonestidad? Al orar al respecto, recibí la clara impresión de que él tenía que ser mi consejero. Llamé a mi propio asesor de las Autoridades Generales y lo consulté deta­lladamente sobre el asunto. Una vez terminada nuestra con­versación, él me dijo: “Si usted se siente bien en cuanto a él y el Espíritu le sugiere que él es el hombre indicado, llámelo”.

El Espíritu me lo había sugerido así y entonces obedecí. El hermano Roberts había sido mi consejero por menos de un mes cuando escribí en mi diario personal que él estaba capacitado para remplazarme como presidente. Poseía un gran espíritu, sabía como tratar a la gente y hacía todo con fidelidad—era, sí, todo lo que yo esperaba de un consejero.

Fue para mí una gran satisfacción tiempo después que lo llamaran como presidente de misión.

El Señor conoce a Sus hijos mucho más que nosotros mismos y si recurrimos a Él con humildad, nos ayudará a discernir el corazón de aquellos con quienes trabajamos. La lección que aprendí de aquella experiencia fue ésta: Sigamos los impulsos del Espíritu y todo saldrá bien.

Ayuda en allegarnos a los demás

Una vez, en tanto que visitaba la Misión Chile Concepción, me reuní con la mayoría de los misioneros en una gran congregación. A medida que se desarrollaba la reunión, estuve en el estrado orando continuamente acerca de lo que habría de decir en mi discurso. Consideré una idea tras otra pero no lograba sentirme bien en cuanto a nada de lo que pensaba.

Justo antes de que me tocara hablar, vi que dos misioneros entraban de improviso en la sala—y detrás de ellos venían catorce investigadores.

Siendo que la reunión era para ayudar a capacitar misioneros, el presidente de la misión y yo decidimos que los misioneros debían llevar a sus investigadores a otro cuarto para enseñarles. El presidente fue a ellos para decírselo, pero al cabo de unos minutos regresó y me dijo: “Élder Cook, los misioneros piden que les perdone por traer aquí a estos investigadores, pero les habían prometido que tendrían la oportunidad de escuchar a una Autoridad General. Y han viajado una larga distancia para venir a escucharle”.

Decidimos entonces permitir que se quedaran allí por unos momentos a fin de que pudieran escuchar mi testimo­nio. Cuando me llegó el turno de hablar, todavía no sabía lo que el Señor quería que dijese. Al pararme ante el pulpito, sin embargo, tuve la impresión de que debía pedirles a los catorce investigadores que se sentaran en las primeras filas. Les hice algunas preguntas y me enteré de que todos habían recibido ya tres o cuatro charlas, excepto una familia que sólo había recibido una.

Traté de preparar el espíritu de mi participación en la reunión dando mi testimonio y hablando de lo que se siente cuando el Espíritu Santo nos testifica la verdad. Luego dije a los investigadores: “Me gustaría mucho que me ayudaran a enseñarles una lección a estos misioneros. ¿Estarían dis­puestos a hacerlo?” Todos se sorprendieron y no supieron qué decir. Pero yo continué, preguntándoles: “¿Podrían ustedes decirnos, por favor, lo que sienten al empezar a recibir un testimonio?”

Una señora que aparentaba tener unos 50 años de edad dijo: “Yo sé que es verdad porque he leído ya la mitad del Libro de Mormón. No tengo ninguna duda porque siento que el Libro de Mormón es verdadero y que todo lo demás también lo es”. Expresó un fuerte testimonio, diciendo que sentía una paz y tranquilidad verdaderas en las enseñanzas del Evangelio.

Un hombre entonces dio su testimonio de que el Señor le había ayudado a superar algunos serios problemas y que nunca se había sentido mejor o más rejuvenecido que en las últimas dos semanas en que los misioneros habían estado visitando su hogar.

Pude discernir que otra mujer tenía un testimonio par­ticularmente débil y le pedí que se acercara para expresar sus sentimientos. Dijo que no estaba muy convencida acerca del Evangelio, pero que al notar la fortaleza de los demás se le había fortalecido su testimonio y decidió entonces que estaba lista ya para ser bautizada.

Luego invité a una jovencita de quince años que viniera al pulpito y le pregunté: “¿Cómo es que una niña tan joven puede saber si estas cosas son verdaderas?” Ella dio testi­monio de haber sentido que el Espíritu le tocó el corazón y le testificó acerca de José Smith. Dijo que en su hogar habían tenido más paz y armonía, y un sentimiento más espiritual que nunca antes desde que los misioneros fueran a la casa.

Los investigadores hablaron en cuanto a su amor por los misioneros y entonces pedí a los dos élderes que se adelan­taran y dieran su testimonio y expresaran su amor por los investigadores. Todo fue muy emotivo y me enteré después que esas catorce personas habían expresado el deseo de ser bautizadas dentro de las próximas dos semanas.

En total, pasamos casi una hora con aquellos investígadores y luego dejamos que se fueran. Era ya muy poco lo que yo necesitaba hacer en esa reunión. Se les había enseñando a los misioneros y ellos habían recibido lo que el Señor les tenía reservado. Tiempo después les pregunté qué habían sentido y me aseguré de que percibieran la importan­cia de esa experiencia. En resumen, fue algo muy espiritual. Doy testimonio de que si oramos con humildad, el Señor nos concederá, en el preciso momento, lo que debe­mos decir y que ello transforme el corazón de la gente. Estoy seguro de que en esos momentos realizamos con los investigadores mucho más de lo que yo habría podido lograr con mi propio discurso.

Cómo vencer las debilidades y enternecer los corazones

Después de una conferencia de estaca a la que asistí en Colombia, recibí una carta de un Representante Regional. En ella daba testimonio de cómo la oración puede ayu­darnos a llegar al corazón de otras personas y al mismo tiempo fortalecernos para superar nuestras debilidades.

Durante el tiempo que compartimos en la conferencia para miembros en Cali, sucedió algo que quiero compar­tir con usted…

Entre las enseñanzas que impartió a los misioneros durante la sesión dedicada a ellos, usted destacó la firmeza, la decisión, la voluntad y el deseo de realizar algo, y el espíritu que debemos tener para cumplir nue­stro propósito.

Dicho Representante Regional mencionó que éstas son actitudes o características personales que él había estado esforzándose por desarrollar. No creía tener la disposición de ser firme con aquellos a quienes dirigía en la obra de la Iglesia. Indicó que existían algunos problemas muy serios en su región, pero que simplemente no les había prestado mucha atención.

He orado al Señor pidiéndole que me ayude a encon­trar una solución para esta debilidad que hay en mí… Esa noche, en el hotel, le pedí al Señor que me inspirara a saber cómo recibir realmente una ayuda con este prob­lema. Temprano en la mañana del domingo, antes de salir del hotel, le pedí nuevamente en oración que me inspi­rara… Yo sé que el Señor siempre me escucha y me con­testa; por eso es que tenía tanta fe y me hallaba listo para escuchar Su respuesta.

Fue para mí un momento decisivo cuando, diez minu-   tos antes de comenzar la sesión general, usted me dijo: “José, es muy probable que el hermano Fulano, el líder     del sacerdocio, no venga a la conferencia. Algunos me dicen que sí, pero yo quiero estar seguro. Por favor, vaya –   a buscarle”.

Comprendí la magnitud del problema porque sabía algo acerca de la inactividad y el resentimiento de ese líder, pero también reconocí que era muy importante para él y para los demás que asistiera a la sesión.

Me encaminé en compañía de un joven, orando para que pudiera tener éxito en la empresa. Al llegar a su casa, lo encontré leyendo el diario con la televisión encendida. No estaba vestido como para asistir a la Iglesia y lo más triste de todo fue que él tenía una actitud muy negativa, Con una voz que yo nunca me había escuchado hablar a mí mismo le dije: “Hermano, en el nombre de Jesucristo y por encargo especial del élder Cook, vine a buscarlo para que asista a la conferencia”.

Su respuesta fue: “¡De ninguna manera! Con todo el respeto que usted y el élder Cook se merecen, le digo que no iré. Me han sucedido muchas cosas que…” Lo interrumpí para expresarle nuestro amor y nuestra esperanza de que reconsiderara su actitud, pero al mismo tiempo le demostré la firme determinación de mi propósito: Le dije que no me iría de su casa sin él. Le dije que en alguna otra ocasión hablaríamos acerca de los problemas, pero que ahora era necesario que fuéramos a la conferencia.

En ese instante, se produjo una maravillosa transfor­mación en mí. Comprendí de pronto que el haberme enviado usted a ese hogar había sido una respuesta directa a mis oraciones. Yo había orado por una entereza y fortaleza espiritual mayores, y el Señor me había colo­cado en una circunstancia en la que podía ser probado y adelantado. Comprendí mejor que nunca antes lo que sig­nifica actuar en el nombre de Jesucristo, por el poder del sacerdocio y por asignación de un líder que es un siervo del Señor.

Los minutos pasaron y pensé que con toda seguridad la conferencia ya habría comenzado. Pero me dije a mí mismo: “No volveré solo a la capilla. Si por carecer de fuerzas no logro que este líder del sacerdocio me acom­pañe, me quedaré aquí hasta que termine la conferencia; y entonces iré a casa sin volver a la capilla. Pero no saldré solo de aquí”. Me sentí inspirado por estas palabras de Nefi: “Así como el Señor vive, y como nosotros vivimos, no descenderemos hasta nuestro padre en el desierto hasta que hayamos cumplido lo que el Señor nos ha man­dado” (1 Nefi 3:15).

De alguna manera, aquel hombre debe haber presen­tido esa decisión, porque aunque expresó miles de razones para no ir, después de habernos arrodillado en oración sintió cierto remordimiento por haber causado que yo me perdiera parte de la conferencia y dijo: “¡Oh, bueno! Voy a ir, pero solamente con la condición de que tan pronto como termine la conferencia pueda regresar a mi casa”.

Lo acepté con gran gozo, pidiéndole al Señor que nos ayudara para que este líder del sacerdocio encontrara en la capilla el amor y la comprensión que le dispusiera a cambiar su actitud.

Nunca he visto a hombre alguno que se aprontara en tan poco tiempo como él lo hizo. En cinco minutos estaba ya listo para acompañarme—y lucía como un verdadero líder, tocado por el Espíritu, preparado para cumplir sus deberes.

Cómo fortalecer a nuestros hermanos

Conozco una estaca que adelantó a unos 150 hombres al Sacerdocio de Melquisedec dentro de un breve período. ¿Qué hicieron los líderes de los barrios y de la estaca? ¿Qué les hizo lograr que despertaran a tantos hombres que por tanto tiempo habían estado adormecidos?

Al entrevistar a los líderes de esa estaca, encontramos que su éxito había comenzado con un espíritu de determi­nación. Como lo dijo un obispo: “En lo que a mí concierne, el día en que esto empezó fue cuando el presidente de la estaca decidió que era lo que teníamos que hacer. No quiero decir que él simplemente pensó que sería una buena idea o que deberíamos intentarlo. Quiero decir que él lo decidió as? ”.

Ese presidente de estaca decidió que no podía seguir permitiendo en su estaca el tipo de acciones que dejaran que un creciente número de varones terminaran en una simple agrupación de candidatos a élder.

El señor enseñó este principio, el espíritu de la determi­nación, por medio de Nefi cuando dijo, como acabamos de citar:

Así como el Señor vive, y como nosotros vivimos, no descenderemos hasta nuestro padre en el desierto hasta que hayamos cumplido lo que el Señor nos ha mandado (1 Nefi 3:15).

Una vez tomada la decisión, los líderes se subordinaron completamente al Señor. Se humillaron y con toda sinceri­dad e intención pidieron la ayuda del Señor. Uno de los obis­pos dijo: “Una vez que hubimos apreciado el espíritu del presidente de la estaca, y que realmente lo dijo en serio, comprendimos que jamás habíamos hecho algo así antes. Fuimos al Señor, ayunamos todos juntos y oramos, diciendo: ‘¿Cómo hemos de hacerlo? Qué debemos hacer?’“

En tanto que trataban de seguir adelante con ese deseo, continuaron procurando la inspiración del Espíritu. Otro obispo dijo: “Yo no me concentré solamente en los seis pasos fáciles de una entrevista, como se me había enseñado. En vez de eso, decidí que era el Señor quien tendría que decirme lo que debía hacer para ayudar a que cada hombre experimentara un cambio en su corazón. A algunos de ellos los entrevisté a solas, como obispo; a otros los entrevisté con mi presidente de estaca o mi presidente del quórum de élderes. En cada instancia, oramos incesantemente, suplicándole al Señor que nos entregara el corazón de cada uno de los hombres”.

El Señor ha prometido que nos utilizará como instru­mentos en Sus manos para ayudarnos a convertir a las per­sonas.

Y si preguntas, conocerás misterios grandes y maravi­llosos… a fin de traer a muchos al conocimiento de la ver­dad, sí, de convencerlos del error de sus caminos (DyC6:11; cursiva agregada).

Parte del plan de estos líderes consistió en entrevistar a cada candidato a élder dentro de su mayordomía. Un obispo dijo: “Con cada hombre que recibíamos nos arrodi­llábamos en oración y le suplicábamos al Señor, en presen­cia de ese hombre que pudiéramos sentir el Espíritu y el deseo de que volviese al Señor y a Su Iglesia en completo hermanamiento. En su mayoría, esos hombres no eran muy dóciles. Muchos de ellos habían sido inactivos por largo tiempo, no eran nuevos conversos”.

Otro obispo dijo: “Literalmente, entrevisté a cada hom­bre, mujer y joven en mi barrio. Simplemente dejaba de con­versar con ellos y los entrevistaba con el Espíritu. Pedí a familias enteras que vinieran y formaran parte del reino. En particular, les dábamos a los esposos y a las esposas el cometido de asistir al seminario de preparación para el tem­plo que programábamos para una fecha determinada. Les decíamos que el Señor esperaba que estuvieran allí y que nos había enviado para que les diéramos ese mensaje. ¡Qué emociónate era ver cómo respondían! Nuestros hermanos, los candidatos a élder, realmente sentían el amor que les extendíamos. No podían hacer otra cosa que responder bien. El amor era constante, fuerte e irresistible porque no se trataba solamente de nosotros, sino del Espíritu del Señor ennosotros”.

El éxito logrado en esa estaca se debió a tres sencillos elementos espirituales. Primero, los líderes tenían el espíritu de la determinación. “Lo haremos”. Segundo, concentraron por completo su mente en el Señor, sabiendo que Él es quien dispensa el corazón de la gente; y ellos le pidieron específicamente esa bendición. Tercero, obraron afanosa­mente con el espíritu de la oración, entrevistando a cada uno por medio del Espíritu para lograr que se arrepintieran, sintieran que se les amaba y regresaran al redil.

Cómo llegar al corazón y transformarlo

En otra estaca sucedió una experiencia similar. En una conferencia de estaca me sorprendió ver el gran número de jóvenes dignos que no habían ido a una misión, aun cuando tenían la edad para ello. Había tantos en esa conferencia que les pedí que se pusieran de pie. Se pararon setenta y seis jóvenes. Yo quedé totalmente asombrado y pensé en mi corazón: ¿Dónde están nuestros líderes?

Después de la conferencia llamé a la presidencia de la estaca y a los obispos a una reunión. Al concluir la misma, dejé con ellos este cometido: “Hermanos, quiero pedirles que entrevisten a cada uno de esos jóvenes, a todos los setenta y seis. Habientes mediante el Espíritu del Señor e invíteles a que respondan a este llamamiento. Por favor, pónganse en contacto conmigo en un par de meses y envíenme un informe en cuanto a cada uno de ellos”.

Una seis semanas más tarde, el presidente de la estaca vino a verme trayendo consigo su informe y me dijo: “Élder Cook, hemos realizado cada una de esas entrevistas”.

“¡Muy bien!”, le contesté. “¿Cuántos de ellos irán a una misión?”

Él hizo una pausa y luego dijo que habían entrevistado a todos esos jóvenes pero no quería decirme cuáles habían sido los resultados. Finalmente dijo: “Bueno, hay tres o cua­tro. Y hay otros cinco o seis que probablemente irán el año próximo”.

Yo oré para saber qué decirle. Entonces sentí que el Señor quería que hablara con firmeza y le dije: “Presidente, sólo puedo llegar a dos conclusiones”.

“¿Y cuáles son?”, preguntó él.

Yo dije: “Puede que éste sea el grupo de jóvenes menos dignos e irresponsables que jamás he conocido”.

Él movió la cabeza diciéndome: “No, eso no es así, élder Cook. Éstos son jóvenes muy buenos”.

“Yo sé que lo son. Hablé con muchos de ellos después de la conferencia”.

Seguimos conversando acerca de esos jóvenes por unos momentos y entonces él me preguntó: “¿Cuál es la otra con­clusión?”

“Creo que, si la otra es errónea, esta otra tiene que ser acertada”.

“¿Y cuál es?”

Nunca le habría contestado esa pregunta si el Señor no me lo hubiera indicado, pero era importante que lo hiciera con franqueza. Le dije: “Quizás haya encontrado yo el grupo más ineficaz de líderes del sacerdocio que jamás he conocido antes”. Y no sonreí al decírselo.

Al presidente de estaca no le gustó lo que dije, y yo sabía que no le agradaría. Pero la verdad es que necesitaba oírlo. No estaba procediendo con la humildad que le corres­pondía. Había actuado y obrado como hombre y por esa razón obtuvo esos resultados.

Al concluir la entrevista, lo abracé y le dije que lo amaba. Nos arrodillamos y oramos juntos. Luego le di mi testimonio: “Presidente, vaya ahora y actúe con la autori­dad de Dios y Él le responderá. Visite a esos jóvenes en sus hogares y arrodíllese en oración con ellos. Pídale a cada uno que le explique al Señor en presencia suya por qué no puede ir a una misión. Entonces, si el Señor dice que no tiene que ir, está bien conmigo. Pero si el Señor dice que debe ir, dígale que sea honesto y lo haga”. Quedamos de acuerdo en que era necesario que nos reuniéramos otra vez en seis semanas para darme un nuevo informe sobre ello.

Después de nuestra entrevista, llamé a su Representante Regional y le dije: “Acabo de tener una seria reunión con el presidente Fulano. Estoy seguro de que debe sentirse bas­tante abrumado. ¿Podría usted ir a fortalecerlo y bende­cirlo?”

Seis semanas más tarde, aquel presidente de estaca me llevó su nuevo informe. Y esto es lo que me dijo:

“Élder Cook, cuando salí de su oficina me sentía terri­blemente ofendido. Me sentía humillado y enojado. Estuve enardecido por toda una semana. Durante esos momentos me sentí absolutamente miserable.

“Finalmente, se lo mencioné a mi esposa. Ella me escuchó con paciencia y entonces me dijo: ‘Querido, tam­poco yo quiero ofenderte, pero ha sido un siervo del Señor quien te ha hablado y algo me dice que lo hizo por el Señor. Todo lo que te pide es que vuelvas a hablar con esos jóvenes. No te resistas. Vé y hazlo’.

“Comprendí que ella tenía razón. Por primera vez me humillé y quise hacer las cosas a la manera del Señor. Nos arrodillamos y oramos juntos, y sentí un gran poder en mi interior. Sentí que podía hacer cualquier cosa, aun mover una montaña, y dije: ‘Iré y lo haré sin más pretextos’“.

Así que fue y con la ayuda de sus obispos comenzó nue­vamente a entrevistar a aquellos jóvenes. Al cabo de seis semanas, había entrevistado a veintisiete de ellos. Veinticinco habían aceptado ir a una misión y estaban ya preparando sus papeles. La oración había enternecido su corazón y permitido que siguiera adelante; y la oración también enterneció el corazón de cada joven para que respondieran como lo hicieron.

Hay dos ejemplos que ilustran sus experiencias.

Un joven que acostumbraba a visitar al hijo del presi­dente de la estaca estaba en la lista de los que iban a ser entrevistados. Llamémosle Juan. Era parcialmente activo y no tenía deseo alguno de ir a una misión, pero era funda­mentalmente digno y debía haber estado preparándose para ir.

Cierto día, Juan fue a visitar al hijo del presidente y éste, tan pronto como lo vio llegar, comenzó a orar. “Padre Celestial, ¿qué debo hacer? ¿Qué debo decirle a este joven? ¿Cómo puedo llegarle al corazón?” Entonces, de buenas a primera, el presidente le dijo: “Juan, me han dicho que irás a una misión…”

Sorprendido, el joven respondió: “Presidente, usted sabe muy bien que no tengo intención alguna de ir a una misión. ¿Quién le dijo eso?”

Con marcada sinceridad e impulsado por el Espíritu, el presidente le dijo: “El Señor, querido, y el Espíritu Santo”. Juan no supo qué decir. Entonces, el presidente continuó: “Juan, oremos juntos”. Se arrodillaron ahí mismo y oraron, y al cabo de unos cuatro o cinco minutos Juan decidió que iría a una misión. ¿Qué fue lo que le cambió de tal manera? El Espíritu Santo, quien le llegó con fuerza al corazón mien­tras oraba con el presidente de la estaca.

Pero ahí no termina la historia. A Juan le preocupaba que sus padres, que eran inactivos en la Iglesia, no lo man­tuvieran en una misión. El presidente le dijo: “No te pre­ocupes por eso, Juan. Si el señor quiere que vayas, no tenemos que preocuparnos por nadie más, ¿no es así?”

“Bueno, me imagino que no”.

Visitaron a sus padres y oraron con ellos. En menos de veinte minutos, los padres estuvieron de acuerdo y Juan tuvo la oportunidad de servir una misión con el apoyo de ellos.

Ese mismo presidente de estaca tuvo otra experiencia que demuestra cuán poderosa puede ser la oración para allegarnos al corazón de otras personas. Uno de los miem­bros de su estaca era una joven de veintidós años de edad que deseaba ir a una misión pero sus padres, que no eran miembros, no querían que lo hiciera. A ellos les preocupa­ban dos cosas: que su hija perdiera su castidad en el campo misional y que perdiera su actual empleo, siendo que en su país el promedio de desempleo era muy elevado.

El presidente de la estaca los visitó en su hogar ofre­ciendo una continua oración en su corazón pidiéndole al Señor que lo ayudara. No sabía qué hacer o decirles, pero tenía fe en que Señor lo ayudaría. Al conversar con ellos, pensó de pronto en una joven que acababa de regresar de su misión y que vivía bastante cerca de allí. Pidió que lo disculparan y fue a ver a esa joven, orando durante todo el camino para poder encontrarla en su casa y que pudiera ayudarle. La joven estaba en su casa y con toda buena vo­luntad accedió a dar su testimonio ante aquellos que no eran miembros de la Iglesia. Les habló mucho en cuanto a lo que es una misión, cómo había cambiado para bien su vida y cuánto le había fortalecido en vez de debilitarle sus valores morales.

Los padres de la otra muchacha quedaron muy com­placidos y convencidos, pero aún les preocupaba el empleo de su hija. El presidente de la estaca fue entonces a visitar al jefe de la ella, el gerente de una tienda, y le explicó lo que esa joven estaba tratando de hacer. El gerente no se mostró muy impresionado. La joven era una de sus mejores empleadas, dijo, y no estaba de acuerdo con que se ausen­tara por dieciocho meses. Si decidía irse, perdería su empleo.

Ofreciendo otra continua oración en silencio, el presi­dente de la estaca le explicó cuán provechosa resultaría ser la misión. Eso, al gerente, le llegó al corazón y ofreció firmar un contrato permitiéndole que retornara a su empleo después de su misión—algo inusitado en tal época en ese país. También ofreció ayudar a mantenerla durante su mi­sión, contribuyendo en ese mismo instante con una determinada cantidad de dinero.

Yo testifico que si se lo pedimos, el Señor nos ayudará en nuestras conversaciones, en nuestras visitas, en nuestras entrevistas y en todos los contactos que tengamos con aquellos a quienes sirvamos.

Tenemos que orar fervientemente a través de todos esos contactos de modo que podamos “[expresar] los pen­samientos que [el Señor pondrá] en [nuestro] corazón, y no [seremos] confundidos delante de los hombres; porque [nos] será dado… en el momento preciso, lo que [habremos] de decir”. Con seguridad, Él nos dará “la porción que le será medida a cada hombre” (D. y C. 100:5-6; 84:85).

Verdaderamente, la oración nos ayudará a cambiar nuestro corazón y a llegar al de aquellos con quienes traba­jemos. Ya sea que se trate de un hijo rebelde, un cónyuge desdichado, un miembro menos activo, un amigo o com­pañero de trabajo, o aun de nosotros mismos, la oración puede tener un efecto verdadero y perdurable.

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