“Justicia y Misericordia en la Casa del Señor”
Presidente Stephen L Richards
Primer Consejero de la Primera Presidencia
Hermanos míos: Con la impresionante presentación que hemos presenciado aquí en este edificio esta noche, desearía que todos los congregados que tienen el privilegio, por conducto especial, de escuchar este servicio, también hubieran podido verla.
Tomando las palabras del presidente Clark como algo así como trasfondo y justificación, me gustaría decir unas palabras al sacerdocio sobre un tema que ha estado pesando en mi mente por bastante tiempo. Me gustaría hablar brevemente sobre el tema de la justicia y la misericordia. El Evangelio de Jesucristo se fundamenta en la ley, una ley saludable, recta, benévola, establecida para la salvación y la bendición de la humanidad. Por cada ley dada, hay una pena por su infracción. No conozco ninguna Escritura donde esto se exprese más claramente que por el profeta Alma: “Ahora bien, ¿cómo podría un hombre arrepentirse si no pecara? ¿Cómo podría pecar si no hubiera ley? ¿Cómo podría haber ley si no hubiera castigo?” (Alma 42:17). El mismo Salvador declaró que vino a cumplir la ley, no a abolirla (Mateo 5:17; 3 Nefi 12:17–19; 3 Nefi 15:2–10), pero junto con la ley trajo el principio de la misericordia para templar su aplicación y traer esperanza y consuelo a los transgresores mediante el perdón por medio del arrepentimiento.
Supongo que siempre ha sido una cuestión delicada, y desconcertante, determinar cuándo quedan satisfechas las demandas de la justicia y entra en vigor el principio de la misericordia. Para ayudarnos a determinar esta cuestión, tenemos a nuestra disposición nuevamente las palabras de Alma: “Porque he aquí, la justicia ejerce todos sus derechos, y también la misericordia reclama todo lo que es suyo; y así, ninguno sino los verdaderamente penitentes se salva. ¿Qué? ¿Pensáis que la misericordia puede despojar a la justicia? Os digo que no, ni una sola jota. Si así fuera, Dios dejaría de ser Dios” (Alma 42:24–25).
Ahora bien, la Iglesia de Cristo ha sido investida con la autoridad para interpretar la ley y juzgar las infracciones de la misma. Esta es una pesada responsabilidad, una que muchos oficiales de la Iglesia dejarían de lado si pudieran justificarse al hacerlo. En el gobierno civil no es raro oír referencias a la majestad de la ley, con lo cual se contempla, podemos suponer, no solo su supremacía y fuerza vinculante, sino también la deferencia y el respeto que se le deben, y la obligación de sostener su poder soberano. Ciertamente esto se aplica con mayor fuerza y con un significado más amplio a la majestad de la ley divina. Es la ley de Dios. Debe ser defendida y debe ser aplicada para obtener la salvación y el respeto de aquellos que están dentro del Reino y de aquellos que están fuera.
Para el mantenimiento de la ley del Señor, se han establecido jueces en Su Reino, se han organizado tribunales y se han fijado principios rectores para la administración de justicia. Los obispos de barrio han sido designados jueces comunes en Israel, y a ellos, junto con sus consejeros, se les ha delegado la autoridad para tratar los casos que correspondan propiamente a su jurisdicción. Los tribunales de apelación, culminando en la Primera Presidencia de la Iglesia, también han sido designados por revelación, con jurisdicción tanto original como de apelación.
Con esto como premisa, formulo primero la pregunta: ¿Cómo puede el sacerdocio y la autoridad eclesiástica de la Iglesia cumplir mejor la responsabilidad que se le ha confiado? ¿No tienen los “jueces en Israel” (D. y C. 58:17; 107:72, 76) una obligación imperiosa de tratar todos los casos de infracción de la ley, misericordiosamente pero con justicia? ¿Qué bien le hace a la Iglesia, qué beneficio real les aporta a los miembros transgresores, el ignorar esta obligación y, como a veces decimos, guiñar el ojo y “blanquear” a los ofensores? ¿Pueden los jueces ayudar así a encaminar a las personas por la senda del arrepentimiento y el perdón?
¿Qué es el arrepentimiento y cuándo llega a ser eficaz en la obtención del perdón? Todos sabemos la respuesta. El arrepentimiento consiste primero en un dolor según Dios. Nótese la expresión “dolor según Dios”, del cual nos dicen las Escrituras que “obra arrepentimiento para salvación… pero el dolor del mundo obra muerte” (2 Corintios 7:10). Ese dolor según Dios es algo más que la admisión del pecado después de haber sido descubierto, y los jueces en Sion harán bien en no confundir ambas cosas. Después del dolor según Dios viene la confesión, impulsada por la pena interior y por el sincero deseo de alivio del sufrimiento provocado por la aguda conciencia del mal obrar, del cual hemos visto una impresionante ilustración esta noche. ¿A quién debe hacerse la confesión? Al Señor, por supuesto, cuya ley ha sido violada. A la persona o personas agraviadas, como elemento esencial para hacer la debida restitución, si eso es necesario. Y luego, ciertamente, al representante del Señor, Su juez designado en Israel, bajo cuya jurisdicción eclesiástica vive el transgresor y tiene su condición de miembro en el Reino.
¿Está justificado el transgresor al pasar por alto a su autoridad inmediata en la Iglesia y juez, y acudir a aquellos que no lo conocen tan bien para hacer su confesión? Casi universalmente, creo que la respuesta debería ser No, porque los tribunales locales están en posición de conocer mucho mejor al individuo, su historia y su entorno, que aquellos que no han tenido un contacto cercano con él y, en consecuencia, las autoridades locales tienen un trasfondo que les permitirá juzgar con más justicia, y también con más misericordia, de lo que razonablemente podría esperarse de cualquier otra fuente. De ello se desprende que el orden de la Iglesia es que las confesiones se hagan al obispo, lo cual implica pesadas y exigentes responsabilidades para él, la primera de las cuales es que toda confesión debe ser recibida y mantenida bajo la más estricta confidencialidad. Un obispo que viole una confianza tan sagrada es, él mismo, culpable de una ofensa ante Dios y ante la Iglesia. Cuando se hace necesario tomar a sus consejeros en confianza, como sucede con frecuencia, y cuando es necesario organizar tribunales, el obispo debe informar de ello al confesante y, si es posible, obtener su permiso para hacerlo.
¿Por qué es esencial la confesión? Primero, porque el Señor la ha mandado, y segundo, porque el transgresor no puede vivir y participar del Reino de Dios, ni recibir las bendiciones que de él provienen, teniendo una mentira en su corazón.
Ahora bien, el transgresor que se ha confesado no está sin esperanza, pues puede obtener el perdón siguiendo el curso delineado, y abandonando los pecados comparables al que ha cometido, así como todo otro pecado, y viviendo ante la Iglesia y el Señor de tal modo que merezca la aprobación de ambos. El transgresor que ha traído oprobio y afrenta al barrio, a la estaca o a la misión debe procurar el perdón de aquellos a quienes así ha ofendido. Ese perdón, en ocasiones, se puede obtener por medio de las autoridades presidenciales de las distintas divisiones de la Iglesia. En otras ocasiones, puede ser adecuado y hasta muy necesario hacer enmiendas por ofensas públicas y buscar el perdón ante organizaciones de los miembros. Los jueces en Israel determinarán este asunto. Y si los jueces en las misiones, en los barrios y en las estacas necesitan consejo al respecto, saben dónde obtenerlo.
¿Cómo pueden los jueces en Israel determinar cuándo el arrepentimiento es suficiente? Seguramente esta determinación debe descansar en el discernimiento e inspiración y la discreción de los jueces. No se puede fijar de manera definitiva una duración específica de tiempo, pero sí se puede observar sabiamente una advertencia. Esa advertencia es que transcurra el tiempo suficiente para permitir un período de prueba para quien busca el perdón. Este período de prueba cumple un doble propósito: primero, y quizá más importante, permite al transgresor determinar por sí mismo si ha llegado a dominarse lo suficiente como para confiar en sí mismo frente a la tentación, que vuelve una y otra vez; y segundo, permite a los jueces hacer una evaluación más fiable de la genuinidad del arrepentimiento y de la dignidad para recuperar la confianza.
Ahora bien, reconozco plenamente que los aspectos más serios de todo este asunto se relacionan con las personas involucradas. Creo que nunca me he sentido tan conmovido a la compasión como cuando ha surgido de la simpatía por las víctimas inocentes de un pecado cometido por un hijo o una hija, un padre o una madre. Estoy seguro de que los oficiales de la Iglesia siempre serán susceptibles de sentimientos de profunda piedad por aquellos que se han desviado de la senda de la rectitud y por sus familias. Y la pregunta surgirá continuamente en el futuro, como lo ha hecho a lo largo del pasado, de hasta qué punto tales consideraciones deben disuadir a los jueces en Israel de una adjudicación misericordiosa y bondadosa, pero justa, de las ofensas contra las leyes de Dios. Hace ya mucho que adopté la posición —con la cual creo que mis hermanos concuerdan— de que todo caso de infracción, y hablo ahora de aquellas infracciones que violan las leyes de Dios en materia de depravación moral, toda infracción de las leyes de Dios debe ser tratada. No digo cómo. Dejo eso a la sabiduría inspirada de los jueces. Permitir conscientemente que una infracción grave de la ley divina pase desapercibida no es ninguna bondad para el transgresor. Jamás obtendrá perdón sino en los términos que el Señor ha prescrito y que he tratado de explicar.
Y les formulo, como pregunta final, ¿cómo podemos esperar mantener la dignidad de la Iglesia y la majestad de la ley del Señor sin ejercer acción disciplinaria por medio de los tribunales que el Señor ha establecido? De modo que creo estar justificado al hacer un llamado a los obispados, a los sumos consejos, a las presidencias de estaca, a las presidencias de misión y a los oficiales de cuórum para que sean atalayas sobre las torres de Sion, para que resguarden y prevengan al pueblo contra la incursión del pecado, para que enseñen con claridad y sin ambigüedad la ley del Señor, para que sostengan la ley y la apliquen recta y misericordiosamente para bendición de nuestros miembros en la Iglesia y de toda la humanidad.
Ahora bien, espero, hermanos míos, no parecer demasiado exigente en lo que les he expuesto. Creo que no es sino bondad para con nuestros hermanos y hermanas en todo el Reino del Señor hacerles comprender estos principios que Él ha establecido, y creo que si ejercemos el gran sacerdocio que se nos ha dado de la manera en que debemos ejercerlo, lograremos prestar un gran servicio tanto a quienes transgreden como a la Iglesia. Y ruego al Señor que nos bendiga en este gran poder del Santo Sacerdocio, del cual se ha rendido tributo aquí esta noche. Es el poder de Dios; es la delegación directa de Su autoridad para la administración de Su obra, y Él ha escogido a Su siervo que preside este Reino para representarlo, y sé que, al seguir su dirección y consejo y su ejemplo, ganaremos para nosotros Su confianza y ganaremos la confianza del Señor, y las bendiciones que nos harán felices.
Que el Señor los bendiga, hermanos míos, lo ruego humildemente en el nombre de Jesucristo. Amén.
























