Jesús: Nuestro Señor Resucitado
Presidente J. Reuben Clark, Jr.
Segundo Consejero de la Primera Presidencia
Por la resurrección de Cristo, la resurrección vendrá a todo ser mortal nacido en la tierra, cada uno en su debido tiempo; así, la redención de la Caída será universal. Mediante la obediencia a los mandamientos del Evangelio de Cristo, también puede alcanzarse una exaltación en el Reino de Dios por todo ser mortal.
Estas son las verdades gloriosas y eternas que este Tiempo de Pascua trae vívidamente y con consuelo a nuestras mentes atribuladas y a nuestros corazones temerosos.
Aunque los Discípulos no entendieron la resurrección de Cristo sino hasta después del acontecimiento, el registro, leído a la luz del plan completo, es perfectamente claro.
Siglos antes, el salmista nos dio, en resumen, los horrores corporales y mentales de una crucifixión y predijo el clamor real de Cristo en la cruz, cuando, en el extremo mismo de la agonía mortal y de la desesperación sin esperanza, exclamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Salmo 22:1; Mateo 27:46; Marcos 15:34).
El mismo Jesús predijo su muerte y resurrección una y otra vez mientras avanzaba en su misión.
En el tiempo de la segunda Pascua, Jesús, predicando a la multitud, dijo: “No os maravilléis de esto; porque vendrá la hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación” (Juan 5:28–29).
Marcos nos dice que en Cesarea de Filipo, “comenzó a enseñarles que le era necesario al Hijo del Hombre padecer mucho, y ser desechado por los ancianos y por los principales sacerdotes y por los escribas, y ser muerto, y resucitar después de tres días. Y hablaba claramente de esto” (Marcos 8:31–32). Mateo hace esencialmente el mismo registro de aquella ocasión (Mateo 16:21). Hablando a los Discípulos poco después, Jesús les dio el mismo mensaje (Lucas 9:22).
Mateo nos dice que después de la tercera Pascua, mientras aún moraban en Galilea, Jesús nuevamente declaró su resurrección (Mateo 17:22–23), y Marcos añade: “Pero ellos no entendían este dicho, y tenían miedo de preguntarle” (Marcos 9:31–32), mientras que Lucas nos dice que no lo entendían, “y les estaba encubierto para que no lo entendiesen” (Lucas 9:43–45).
Aunque los Discípulos, así enseñados repetidas veces, “no lo percibían”, el pueblo y los escribas y los principales sacerdotes y todos los demás lo sabían, pues él habló “claramente”.
En los atrios del templo, el tercer día de la última semana, mientras las últimas horas se precipitaban sobre él con su infinita responsabilidad, Jesús oró: “Padre, sálvame de esta hora; mas para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre.” Una voz del cielo respondió: “Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez”; algunos de los presentes pensaron que había tronado, otros que un ángel había hablado (Juan 12:27–29). Solo Jesús entendió. Así, mientras esperaba la llegada de Judas y de los soldados, en esa agonía de infinita, ansiosa y temerosa responsabilidad que casi lo abrumó, clamó: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mateo 26:39).
Pero hizo muchas declaraciones menos directas respecto a su resurrección, como aquella en la Última Cena cuando dijo a sus Discípulos que, después de que él se fuera, el Padre enviaría al Consolador, el Espíritu Santo (Juan 14:18, 26).
Jesús no dejó lugar a duda de que sería muerto y luego resucitaría, pero esto estaba oculto a los Discípulos.
La resurrección de Cristo ha sido cuestionada desde la misma hora en que salió del sepulcro en la madrugada de ese día de días, hace diecinueve siglos y medio.
Recordando aquellas predicciones de su resurrección que él hizo abiertamente, los principales sacerdotes y los fariseos, después de la sepultura de Cristo, rogaron a Pilato que pusiera guardias en el sepulcro, “no sea que vengan sus discípulos de noche, y lo hurten, y digan al pueblo: Resucitó de entre los muertos; y será el postrer error peor que el primero. Y Pilato les dijo: Ahí tenéis una guardia; id, aseguradlo como sabéis. Entonces ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y poniendo la guardia” (Mateo 27:62–66).
Pero el plan eterno de Dios no iba a ser frustrado. En las primeras horas de la mañana, antes de que amaneciera, un ángel con un semblante como relámpago descendió del cielo, hizo rodar la piedra con la que los principales sacerdotes y fariseos habían sellado el sepulcro, y se sentó sobre ella. “Y de miedo de él los guardas temblaron y se quedaron como muertos.” Recuperándose de su estupor, se apresuraron a la ciudad “y dieron aviso a los principales sacerdotes de todas las cosas que habían acontecido”, quienes dieron a los guardas “mucho dinero” para que callaran sobre los hechos reales y difundieran la mentira de que “los discípulos vinieron de noche y lo hurtaron, estando nosotros dormidos” (Mateo 28:1–4, 11–13).
Desde esa hora de esa mañana hasta ahora, Satanás ha persuadido a los herejes para que nieguen al Cristo y su resurrección.
Mientras la guardia iba a informar a sus jefes, María Magdalena (quien ya había ido al sepulcro vacío “cuando aún estaba oscuro”), y María, la madre de Jacobo, y Salomé, con algunas mujeres de Galilea, habían entrado temerosamente al sepulcro vacío al amanecer, donde dos ángeles estaban junto a ellas, vestidos con ropas blancas y resplandecientes. Uno de ellos les dijo: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? Buscáis a Jesús nazareno, el que fue crucificado; no está aquí, pues ha resucitado… id pronto, decid a sus discípulos que ha resucitado de los muertos; y he aquí, va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis; he aquí, os lo he dicho” (Mateo 28:1, 5–7; Marcos 16:1–7; Lucas 24:1–6; Juan 20:1).
Los informes de las mujeres parecieron a los discípulos como desvaríos, y no las creyeron (Lucas 24:11).
Así fue anunciada a los Discípulos y a sus seguidores la resurrección del Cristo resucitado. Completa quedó la expiación vicaria del Hijo de Dios por la Caída de Adán.
Ese mismo día de la resurrección, el Cristo resucitado apareció a María (Marcos 16:9; Juan 20:11–18), a las mujeres en el sepulcro (Mateo 28:9–10), a Pedro (Lucas 24:34; 1 Corintios 15:5), a los dos Discípulos que iban camino a Emaús (Lucas 24:13–35), y esa misma noche a todos los Discípulos excepto Tomás (Juan 20:19–25); una semana después a todos los Discípulos, incluyendo a Tomás (Marcos 16:14–19; Juan 20:26–29); más tarde, en las orillas del Mar de Tiberíades, a Pedro y a quienes habían ido a pescar con él (Juan 21:1–23); y después a más de quinientos hermanos a la vez (1 Corintios 15:6); y a Jacobo (1 Corintios 15:7); luego a los Discípulos que vivían en un monte de Galilea por cita del Cristo (Lucas 24:36–52); y finalmente a los Discípulos en la ascensión (Hechos 1:1–9).
Así fue la resurrección testificada en ese momento por los Apóstoles y otros seguidores de Jesús, el Carpintero de Nazaret, el Hijo de Dios, el Cristo.
Esta Iglesia nuestra acepta todo lo anterior como hechos literales referentes a la resurrección; nada es simbolismo, nada es alegoría. Estas cosas son la trama fundamental del Evangelio Restaurado de Jesucristo. No admiten cuestionamiento; entre nosotros no se cuestionan. Que son verdaderas es nuestro testimonio al mundo.
La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días acepta a Jesús, el Cristo, según su propia declaración cuando proclamó su divinidad ante los judíos en los atrios del templo en Jerusalén: “Antes que Abraham fuese, yo soy” (Juan 8:58), cuando imploró en la gran oración intercesora: “Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese” (Juan 17:5).
En la revelación moderna, Jesús, el Cristo, ha declarado repetidas veces lo mismo con idéntico lenguaje.
Este es el Jesús, el Cristo, al cual nosotros en esta Iglesia rendimos plena y completa lealtad, sin racionalizaciones, sin ninguna disminución respecto a su naturaleza divina, su obra entre los hombres, su sacrificio vicario por sus pecados, su condición como miembro de la Trinidad.
La paz final vendrá a este mundo ensangrentado solo cuando Jesús y sus enseñanzas gobiernen el mundo.
La gran misión de esta Iglesia es proclamar a Cristo, y a este crucificado, y su Evangelio (1 Corintios 2:2). Este debería ser el mensaje que toda la cristiandad declarara.
Que Jesús de Nazaret fue el Cristo, el Hijo de Dios, el Primogénito de la Resurrección (1 Corintios 15:23), el Redentor del Mundo, un miembro de la Trinidad, es el testimonio que humildemente doy, en Su nombre. Amén.
























