No os avergoncéis del evangelio de Cristo
Presidente Stephen L. Richards
Primer Consejero en la Primera Presidencia
Me siento profundamente agradecido de estar asociado con ustedes, mis queridos hermanos y hermanas, en esta gran conferencia de la Iglesia. En su presencia doy gracias por las bendiciones de salud y fortaleza suficientes para permitirme participar en la causa tan querida para nuestros corazones. Doy gracias a Dios por el testimonio y la convicción que me llegaron en mi juventud, y que han crecido a través de los años, de que Él vive, que Él es el Organizador y Gobernante del universo, que Su Hijo es nuestro Redentor y Salvador y el Señor de esta tierra, y que Su evangelio, planeado desde el principio para llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre, ha sido auténticamente restaurado a la tierra en su plenitud después de un largo periodo durante el cual su espíritu y poder se habían perdido entre los hijos de Dios.
Tan agradecido estoy por estas bendiciones trascendentes que han llegado a mi vida que, hace años, resolví que, con la ayuda del Señor y las limitadas facultades a mi disposición, haría lo que pudiera para extender estos beneficios a mis semejantes, mis hermanos y hermanas en la familia del Señor. Con tal propósito en mente, he seleccionado un texto que, en vista de los inspiradores discursos que se han pronunciado no solo en esta sesión, sino también en la sesión de Church of the Air, podría considerarse sustancialmente innecesario, y sin embargo, temo que —en interés de al menos algunos— con propiedad deba ser mencionado ante ustedes. Tengo en mente el prefacio de la famosa definición del evangelio que Pablo nos dio hace muchos, muchos años, en las siguientes palabras bien conocidas: “…Porque no me avergüenzo del evangelio de Cristo” (Romanos 1:16).
Me siento impulsado a extenderme sobre estas palabras por las observaciones que he hecho durante muchos años relacionadas con la conducta de hombres y mujeres tanto dentro como fuera de la Iglesia. He señalado en ocasiones anteriores que Pablo debió haber sido inspirado, al dar su definición del evangelio, para mirar a través de las edades de los hombres y con visión profética penetrar en el razonamiento, las filosofías y las disposiciones de los seres humanos de todas las épocas. No solo se justificaba su prefacio en base a esa visión y entendimiento, sino que también estaba en conformidad con las palabras del mismo Maestro cuando, al concluir Su sermón después de alimentar a la multitud, pronunció estas portentosas palabras: “Porque el que se avergonzare de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre se avergonzará también de él, cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles” (Marcos 8:38).
¿Por qué habrían de avergonzarse los hombres del evangelio de Cristo?
Es concebible que muchos no estén convertidos y no tengan suficiente fe para aceptar la divinidad del Señor Jesús y la eficacia de Su evangelio; pero una vez que han recibido la seguridad de Su realidad y de las bendiciones que de Él provienen, ¿por qué son tan vacilantes al reconocer Su bondad y Su misericordiosa consideración hacia ellos? No sé si soy competente para señalar la base psicológica de este estado mental, pero dudo que se necesite un psicólogo para entender algunos de los factores que contribuyen a ello.
Sin duda uno de los factores es el orgullo; creo que un orgullo falso, que induce un sentido de temor —casi siempre sin justificación— de que una confesión de fe religiosa pueda hacerles perder prestigio y posición entre cierto grupo de asociados. A veces existe el temor de que el ridículo siga a tal reconocimiento, y por supuesto a nadie le gusta ser ridiculizado, porque eso hiere profundamente el orgullo y la autoestima y es difícil de soportar.
Hay quienes consideran que el reconocimiento del poder espiritual es un estigma de debilidad, que la humildad necesaria para aceptar el poder divino es incompatible con la fortaleza del carácter y la autodeterminación. Esa fue en gran medida la doctrina de Hitler, y hoy es la filosofía del comunismo. Espero que no haya muchos que adopten tal filosofía de vida.
Hay quienes parecen sentir que sus libertades quedan restringidas por la aceptación y el reconocimiento de fuerzas espirituales, y que están mucho más libres y mejor sin profesar fe alguna. Considerado como un disuasivo para la mala conducta, tal vez tengan razón, pero ese concepto es en realidad un abandono de los principios fundamentales de rectitud y buen carácter.
Luego están aquellos —quizá el grupo más numeroso dentro de la Iglesia que parece avergonzarse del evangelio de Cristo— que simplemente son demasiado débiles para sostenerse bajo todas las circunstancias y condiciones en la defensa de lo que es justo y verdadero según su propio conocimiento. Algunos de ellos son nuestros llamados intelectuales, quienes se persuaden de que sufren cierta pérdida de prestigio en el mundo sofisticado en el que se mueven al reconocer de manera sencilla y directa la supremacía del Señor y nuestra dependencia de Él. ¿Cómo llegan a persuadirse de que un grado inferior de inteligencia es necesario para comprender y adquirir las verdades eternas, bellas y vitales relacionadas con la vida, el comportamiento humano y el destino, que vienen por revelación, más que los hallazgos de la ciencia? No lo entiendo. Ambas cosas son importantes, ambas forman parte de la sabia provisión de Dios para la humanidad. ¿Por qué menospreciar una u otra?
Hay un tipo de pensamiento por el que siento cierta simpatía: el del hombre que duda en hacer profesiones porque no ha adquirido la fortaleza para vivir conforme a ellas. Sin embargo, él cae, no tanto en la categoría de quienes se avergüenzan del evangelio, sino de aquellos que aún no han recibido suficiente convicción de la verdad para obtener dominio sobre sí mismos y sus hábitos.
Ahora bien, aunque tal vez no haya señalado todos los factores y circunstancias que dan origen a este estado de avergonzarse del evangelio, quisiera pasar al aspecto más importante y positivo de mi tema planteando la pregunta fundamental:
“¿Qué hay en el evangelio de Cristo de lo cual uno debería avergonzarse?”
El evangelio de Cristo es revelación. El Salvador mismo fue una revelación, viniendo a la tierra para revelar al Padre a los hombres en la carne, Su personalidad y Sus atributos. Cristo no fue en ningún sentido producto de Su tiempo o ambiente. Vino en un contraste chocante con las filosofías y prácticas prevalecientes en ese tiempo, como lo expone tan eficazmente nuestro orador actual [Hugh Nibley] en el programa radial del domingo por la noche de la Iglesia.
El evangelio fue restaurado en los últimos días mediante revelación. Pocas personas familiarizadas con la vida e historia del Profeta José Smith, y las circunstancias bajo las cuales ocurrió la restauración, sostendrían honestamente que la gran obra que él inició pudiera haber surgido por su propia iniciativa y capacidades personales. La revelación es el fundamento del evangelio de Cristo. ¿Por qué avergonzarse de eso? ¿Haría más feliz a alguien atribuir el origen del evangelio a la racionalización humana? Tal postura sin duda le arrebataría su autoridad y vitalidad. ¿Por qué querría algún cristiano hacer eso? Puede que no sea cristiano, y eso está dentro de su libertad de elección, pero si lo es, ¿cómo puede avergonzarse de la revelación?
El sacerdocio es un componente esencial del plan del evangelio. ¿Por qué habrían de avergonzarse los hombres del sacerdocio? Al conferir el sacerdocio al hombre, el Señor lo ha dignificado y honrado como quizá no podría hacerlo de otra manera. El sacerdocio es el poder por el cual los mundos fueron creados, y es “sin principio de días ni fin de años” (Alma 13:7). Es la delegación específica de la autoridad del Señor para administrar las ordenanzas del santo evangelio, y es el investimiento requerido para que un hombre reciba su más alta recompensa en la vida venidera. Es el poder y autoridad más caritativo, bondadoso, considerado y misericordioso descrito en toda la literatura. Endulza la vida de quien lo posee y bendice la vida de aquellos a quienes ministra. Es el plan perfecto de servicio para la humanidad porque dentro de su esfera vienen las mayores bendiciones tanto para hombres como para mujeres.
¿Por qué habría algún hombre de avergonzarse de esta preciada investidura? Si tuviera una comisión de autoridad política, probablemente presumiría de ella. Me dirijo a mis propios hermanos al preguntarles cómo se justifican al hablar ligeramente de esta bendición sagrada y divina que ha llegado a sus vidas. Hay hombres —lo sé, y espero no ofender al mencionarles como clase— que han bromeado frivolamente sobre el sacerdocio durante gran parte de sus vidas. Algunos de estos hombres, como yo, están llegando a una edad en la que la expectativa de vida no es muy larga. Por la amistad que les tengo, les ruego que se arrepientan antes de que sea demasiado tarde.
Menciono ahora la sabiduría que el evangelio de Cristo nos trae acerca del cuerpo humano, su condición y su cuidado. Estamos en deuda con la ciencia y con los grandes hombres de investigación por el desarrollo de mucho conocimiento respecto al cuerpo humano. Rindo sincero tributo a quienes han contribuido tanto a nuestra salud, nuestro bienestar y nuestra longevidad. Creo que a estos dedicados hombres de ciencia les serán revelados muchos más de los secretos de la naturaleza para combatir terribles enfermedades, para liberar a los hombres a fin de que puedan gozar de una mayor medida de utilidad en el mundo. Pero la ciencia no ha descubierto el secreto de la vida misma, sus comienzos y sus propósitos. El evangelio de Cristo ha dado a conocer esa información. Nos ha declarado con claridad nuestros comienzos como hijos espirituales del Padre, nuestra venida a la tierra para tomar cuerpos mortales, nuestro periodo de prueba aquí, y nuestro destino, si así lo escogemos, de obtener lugares elevados cuando regresemos al Padre en las eternidades venideras. Nuestros cuerpos, al albergar así al espíritu eterno, adquieren un concepto espiritual glorificado que la ciencia no puede darles. A partir de ese concepto llegamos a saber que no podemos profanar el cuerpo impunemente, y sin ofender a Aquel que dispuso que lo tuviéramos. De ello se desprende que no podemos introducir venenos en él ni maltratarlo de otras formas sin perjudicar nuestro propio respeto por nosotros mismos y sin mostrar gran ingratitud. ¡Qué incentivo tan grande para la salud y la pureza de vida es este elevado concepto! En sus aspectos principales, las demostraciones de la ciencia en los últimos cien años han tendido a confirmar la sabiduría de la Palabra de Sabiduría, un producto del evangelio de Cristo. ¿Dónde está el hombre o la mujer reflexivos que se avergüencen de este exaltado concepto del cuerpo humano?
En la sociedad humana se reconoce bastante generalmente que no existe institución más grande que el hogar. Las familias son las unidades que componen las comunidades y las naciones, y las personas reflexivas en todo el mundo afirman que si todo estuviese bien en los hogares del pueblo, el progreso de la civilización estaría asegurado. Después de su testimonio sobre la supremacía de un solo Dios y la venida de su Hijo, quizá la más grande contribución que emana de la Biblia es su apoyo histórico y doctrinal a la unidad de la familia en el orden patriarcal. Desde el principio, el hombre y la mujer debían unirse y ser una sola carne (Génesis 2:24). El matrimonio ha sido ordenado por Dios (D. y C. 49:15) y se ha mandado a los hijos honrar a su padre y a su madre (Éxodo 20:12). Todas las declaraciones iniciales acerca del matrimonio y los lazos familiares que se hallan en las antiguas Escrituras fueron adoptadas e incorporadas en el evangelio de Cristo. Las revelaciones dadas con la restauración del evangelio en los últimos días han ampliado el entendimiento del hombre sobre esta relación tan importante. Al vínculo matrimonial entre el hombre y la mujer se le ha dado un significado nunca antes mencionado en toda la literatura cristiana, aunque sin duda fue deseado y esperado por incontables miles que fallecieron antes de que llegara la nueva revelación. Digo deseado y esperado porque estoy seguro de que hombres y mujeres cristianos de firme fe en la inmortalidad siempre han anhelado y orado por el reencuentro de sus familias en la vida venidera. Bien, esa seguridad vino con el evangelio restaurado de Cristo y la autoridad del Santo Sacerdocio, por cuyo poder los hombres y las mujeres ya no eran unidos en matrimonio solo “hasta que la muerte los separe”, sino que eran sellados con lazos que persisten en santa unión matrimonial por el tiempo y por toda la eternidad (D. y C. 132:19), e ingresaban en ese convenio matrimonial así establecido sus hijos, para pertenecerles a ellos para siempre jamás. ¡Qué satisfacción para el verdadero amante del hogar y la familia! ¡Qué consuelo en tiempos de tristes separaciones terrenales! ¡Qué esperanza y qué fe para vivir!
Quisiera que todos los esposos y esposas que se aman, los padres y las madres, que han vivido en el pasado y los que viven en el presente, pudieran gozar de la paz, satisfacción y estímulo que esta gran doctrina de la Iglesia de Jesucristo trae. ¿Cómo puede alguien avergonzarse de este principio exaltador de vida y salvación? ¿Se avergüenza alguien de ello cuando él o ella prefiere una boda en una iglesia con una pompa elaborada, costosa y llamativa, destinada al prestigio social, en lugar del servicio sencillo, silencioso, apartado, significativo y sagrado que se lleva a cabo en el templo de Dios? ¿Se avergüenza ella del evangelio de Cristo cuando se niega a sujetarse a los requisitos de modestia y decoro en el vestir para las sagradas ceremonias del templo? ¿Se avergüenza él del evangelio cuando no logra reunir el valor y la fortaleza para abandonar un hábito personal incompatible con la vida que se contempla para los participantes en el santo orden del matrimonio? Oh, mis jóvenes amigos que contemplan escoger compañeros para toda la vida, les ruego: no os avergoncéis del evangelio de Cristo. Aprovechad los grandes y hermosos privilegios que él os ofrece. Si lo hacéis, una rica felicidad llegará a vuestras vidas que superará con mucho cualquier ligera privación que penséis sufrir al obtener las bendiciones prometidas.
Vivimos en un mundo en el que los hombres buenos oran por la hermandad y la paz. Estoy seguro de que a muchos sus oraciones les parecen en vano. Han pasado tantos años desde que hubo un grado de buena voluntad entre las naciones que la mayoría hemos olvidado que alguna vez existió y desesperamos de que vuelva a existir. Solo el Señor sabe lo que el futuro tiene reservado. Nosotros, como pueblo, estamos resignados a aceptar Su voluntad y Sus propósitos. Sin embargo, creo que no le desagrada que oremos y esperemos la paz, y ciertamente no está fuera de lugar que Su Iglesia se esfuerce por sentar las bases para la paz. Se nos ha dado a conocer por revelación que una paz duradera solo puede venir mediante la rectitud y la hermandad. Mientras el adversario de la luz y la verdad pueda guiar a sus seguidores en rebelión contra Dios y el evangelio de Cristo, habrá conflicto en el mundo.
Yo no soy de los que creen que ese conflicto nunca cesará, porque tengo fe en el triunfo de la verdad y de los planes de Dios. Sus planes eternos nos han sido trazados en el evangelio de Cristo, y por mucho énfasis que estadistas y hombres del mundo pongan en otras fórmulas, los verdaderos cristianos saben que solo la conformidad con los planes del evangelio traerá una paz perdurable. El evangelio nos proporciona plena comprensión de todos los requisitos. Nos enseña que, primero, debe haber reconocimiento de la supremacía de Dios el Padre y amor a Él, y en segundo lugar, que el hombre, reconociéndose hijo de Dios, debe amar a su prójimo. Estos son los requisitos básicos, pero se nos dan innumerables instrucciones acerca de cómo ponerlos en práctica.
Su Iglesia ha sido establecida en la tierra como una institución tangible para fomentar y abarcar la sociedad divinamente designada en la cual los hombres puedan vivir. Este gobierno está bajo la jurisdicción de siervos designados en el Santo Sacerdocio, quienes están autorizados para dar consejo y tomar decisiones en la operación de la Iglesia. La sociedad misma se fundamenta en el principio y suposición fundamentales de que la salvación individual, aquí y en la vida venidera, se obtiene por medio de nuestro Salvador mediante la buena vida individual en cumplimiento de las leyes y ordenanzas del evangelio. La función general de la Iglesia es bendecir a sus miembros y a todos los hijos de Dios. Todos sus propósitos son altruistas y cristianos. Constituye Su reino establecido en la tierra para cumplir el elevado destino que Él le ha señalado. Todos sus organismos se esfuerzan, por medio de un liderazgo dedicado y de miembros fieles, por alcanzar estos grandes fines.
Se esfuerza por crear una hermandad entre los hombres en fraternidades del sacerdocio que ejemplifican la unidad por la cual Él oró con Sus propios discípulos antes de Su partida. Esta fraternidad, suficientemente extendida en el mundo, traerá paz. Llevar paz al alma humana y a toda la humanidad es un objetivo principal del evangelio de Cristo. ¿Quién se avergüenza de esta noble aspiración? ¿Quién se avergüenza de ser identificado con causa tan elevada? Ojalá pudiera responder: pocos cristianos y ninguno dentro de la Iglesia de Jesucristo. Me temo que esa respuesta no sería exacta, pero expreso la sincera esperanza de que, con el correr de los años y a medida que los designios y propósitos del Señor se hagan más evidentes, el número de los que se avergüenzan del evangelio de Cristo disminuya rápidamente. Me tomo la libertad de extender una promesa a los hombres cristianos de todas partes y a sus esposas e hijos: si desarrolláis en vosotros un aprecio más profundo por los beneficios que llegan a vuestras vidas mediante el ministerio y el evangelio de nuestro Señor, y si reconocéis más libremente, en presencia de todos los hombres, Su señorío divino sobre la tierra, una medida de paz y felicidad entrará en vuestros corazones y almas que enriquecerá vuestra vida y la vida de incontables otros, y Dios os bendecirá y os hará felices.
Y además, mis hermanos y hermanas en la Iglesia y el reino de nuestro Señor, hago esta solemne declaración: si nunca os avergonzáis del evangelio de Cristo, si siempre le oráis y nunca profanáis Su santo nombre, si nunca tomáis a la ligera el Santo Sacerdocio ni las ceremonias y ordenanzas del evangelio, un espíritu de rebelión nunca entrará en vuestros corazones.
Vuestra confianza en el liderazgo de la Iglesia crecerá y aumentará. Vuestras relaciones con vuestros hermanos y hermanas se volverán más tiernas y dulces. Creceréis en fe y en buenas obras y, cuando vuestra misión en la vida se haya cumplido y partáis a vuestro galardón, el Salvador os recibirá, como Él lo ha prometido, con estas gloriosas palabras: “Yo no me avergüenzo de ti” (véase Lucas 9:26; 12:8–9).
Que esa sea nuestra suerte, ruego humildemente en el nombre de Jesús. Amén.
























