“El Hogar: Sagrado Deber del Sacerdocio”
Presidente Stephen L Richards
Primer Consejero de la Primera Presidencia
Mis queridos hermanos, reunidos esta noche en una vasta congregación, tanto visible como invisible, los saludo en la fraternidad del Santo Sacerdocio, que en la providencia de nuestro Señor tenemos el honor y el privilegio de portar. Los estimo como mis hermanos, mis amigos y colegas en el avance de la gloriosa causa que tenemos el honor de representar. Honro a todos ustedes por sus nobles aspiraciones y por su dedicación a esta gran causa del Señor.
Las contribuciones hechas y que habrán de hacerse por el sacerdocio de Dios, tan bien y tan bellamente descritas hace un momento por el presidente Clark, constituyen uno de los aspectos más alentadores de toda nuestra obra. El sacerdocio está integrado con toda nuestra vida. Es parte inseparable de ella, y no hay nada en la vida, para nosotros que lo poseemos, que contemplemos al margen del sacerdocio.
Estoy profundamente preocupado, como también lo están mis Hermanos, según lo han indicado en sus discursos en esta conferencia, por la institución fundamental no sólo de nuestra sociedad, sino de la sociedad de todo el mundo: el hogar. El presidente McKay nos hizo tomar conciencia de ello cuando habló de los niños y su delincuencia, y de la necesidad de una vida hogareña que diera a la juventud una mejor y mayor perspectiva respecto al mundo y a su lugar en él. Lo que particularmente me preocupa es este terrible mal del divorcio.
Hablé sobre ello a la Sociedad de Socorro el otro día, y quisiera hacer más comentarios al respecto esta noche. Confío en que lo que yo diga no sea incompatible con lo que ya se ha dicho en la conferencia, sino más bien complementario.
En mi discurso a las hermanas traté de describir las contribuciones que la Iglesia y sus organizaciones, a lo largo de toda nuestra historia, han hecho a la solidez y el bienestar del hogar. Señalé la teología de la Iglesia, que tan adecuada y tan hermosamente provee el concepto básico del hogar: que esta institución sagrada, ordenada por el Señor, está investida de la responsabilidad primaria de recibir a los hijos espirituales del Padre, revestidos de carne, y luego nutrir, enseñar y desarrollar a esos hijos en la mortalidad, para luego devolverlos a la presencia celestial de donde vinieron. Sé que el sacerdocio es uno de los mayores agentes colaboradores en el logro de esta gloriosa empresa, y me gustaría ampliar un poco sobre las responsabilidades y oportunidades del sacerdocio en este aspecto.
Hice la afirmación —y espero que estén de acuerdo con ella— de que el remedio para los problemas e irritaciones domésticas no es el divorcio, sino el arrepentimiento. Estoy plenamente convencido en mi corazón de que esto es verdad, y espero que aprueben esa interpretación. Estoy seguro de que hay mucho que se puede hacer para disminuir este gran mal.
Hace mucho tiempo yo era abogado en ejercicio. He investigado problemas domésticos. He visto y he llevado juicios de divorcio, y he escuchado las pruebas de las partes. Cuando repaso mis experiencias y observaciones, puedo recordar pocos casos en los que el arrepentimiento de la mala conducta por parte del hombre, de la mujer, o de ambos, no hubiera sido la respuesta. Se nos manda arrepentirnos de todo pecado, y aunque vacilo en decirlo por temor de herir los sentimientos de algunos, me siento impulsado a creer que el divorcio es pecado. Si el pecado es una infracción de la ley de Dios, entonces ciertamente esta separación entra en esa categoría. Se ha repetido en nuestra presencia ese gran mandamiento:
“Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer;
“Y los dos serán una sola carne. . .
“Por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre” (Marcos 10:7–9).
Así que el divorcio contraviene la ley de Dios. Ahora bien, no quiero decir que no pueda haber excepciones que deban tratarse con cierta tolerancia, pero en lo que a mí respecta, temo toda interpretación que no coloque el divorcio en la categoría de maldad y pecado.
Ahora, el pensamiento de la sociedad ha experimentado un gran cambio tan sólo en una generación. Yo, y muchos otros, recordamos bien que hace medio siglo o menos, en casi todos los círculos más respetables, el divorcio era motivo de estigma. Las familias y la gente en general se avergonzaban de él. Se mantenía oculto “en el clóset de la familia” siempre que era posible. ¿Por qué? Porque nuestros antepasados tenían un respeto más profundo por las leyes de Dios y por la condición sagrada del hogar y la familia. ¿Ha dicho el Señor algo que justifique este cambio de actitud y la creciente tolerancia hacia este gran mal? Ni una palabra. Su ley permanece hoy tal como ha sido siempre, y los miembros de Su Iglesia, con la iluminación de las revelaciones de los últimos días, saben mejor que ningún otro en el mundo por qué el divorcio es un mal, acompañado de consecuencias terribles que se prolongan en la eternidad.
Parece que algunas otras personas también están pensando un poco en esta línea. Recorté del periódico el otro día una nota con el siguiente encabezado: “¡PERIÓDICO BRITÁNICO ARREMETE CONTRA EL DIVORCIO: ‘¡POLIGAMISTAS UNO-POR-UNO!’”
“Londres, 24 de septiembre (AP). El semanario ‘Church of England Newspaper’ arremetió el viernes contra la ‘poligamia de uno-a-la-vez’ y exigió el endurecimiento de las leyes de divorcio británicas.
“Deben hacerse cambios —dijo el semanario— de modo que ‘un tercer divorcio, felizmente raro en este país, pero bastante común en los Estados Unidos, resulte imposible’.
“El editorial abogó por hacer mucho más difícil obtener un segundo divorcio que el primero, y declaró que las terceras partes en los triángulos que involucran parejas casadas deberían ir a la cárcel.”
Dudo que pudiera estar de acuerdo con todo lo que dice este editorial, pero lo menciono simplemente para mostrar que aun en el mundo moderno hay una gran agitación en torno a este tema.
Ahora bien, hermanos míos, creo que si ustedes se unen en recalcar, en todas sus enseñanzas y contactos con el pueblo, el glorioso concepto del matrimonio eterno —tan bien conocido por todos (y que se ha mencionado tan bellamente esta misma noche)—, y la maldad inherente en el divorcio, la separación de los padres y el rompimiento de los lazos familiares, podremos lograr algo bueno al menos entre nuestra propia gente. Nuestros obispados, nuestros maestros orientadores de barrio, nuestros oficiales de quórum del sacerdocio tienen la obligación de mantenerse informados de las condiciones que prevalecen en los hogares de nuestro pueblo.
Pedí a las maestras visitantes de la Sociedad de Socorro, que tienen un contacto tan íntimo con las damas del hogar, que fueran observadoras, que detectaran aquellas señales de irritación y problemas que conducen a la separación; y estoy seguro de que nosotros, mediante los maestros del barrio y otros medios, también podemos detectar muchas de esas dificultades antes de que irrumpan en esta cosa terrible y cruel que es el divorcio. Estoy igualmente seguro de que nuestras autoridades del sacerdocio, si detectan estas dificultades a tiempo, pueden ejercer una influencia que disuada a las partes de actuar precipitadamente.
Dije que el remedio era el arrepentimiento. El sacerdocio es el poder que puede llamar al arrepentimiento, el único poder verdadero que yo conozco que puede hacerlo. Esos sociólogos del mundo —no creo que sepan cómo llamar al arrepentimiento. No quiero menospreciar sus esfuerzos en la resolución de conflictos, pero ellos no saben cómo llamar al arrepentimiento, ni tienen el poder para hacerlo. No hay un medio más eficaz a su alcance para combatir este mal que el poder e influencia de su propio ejemplo. Su propia y amorosa compañía con su esposa, de la que se ha hablado tan elocuentemente hoy, y su familia afectuosa y cumplidora pueden ser el rayo de luz y de esperanza que brinde ánimo a muchos que sufren bajo la aprensión de problemas domésticos.
Invito a cada hombre entre ustedes a revisar seria y solemnemente su situación como esposo y padre. Si descubre, al contemplarse con honestidad, algo en su conducta que da lugar a irritación en el hogar, o alguna negligencia de su parte, le llamo a arrepentirse, humilde y sinceramente, y a buscar la ayuda del Señor para alejarse de cualquier acto u omisión incompatibles con su sacerdocio y sus obligaciones para con su familia. Si su esposa necesita arrepentirse, que él marque el camino, y creo que habrá excelentes probabilidades de que ella le siga. Estoy convencido de que si todos reflexionan con seriedad y oración sobre este gran problema social y su alarmante incremento en la Iglesia del Señor, llegarán a la conclusión de que, casi universalmente, el remedio para la discordia y las dificultades domésticas es el arrepentimiento.
Ahora, permítanme decir sólo una palabra respecto al hombre del sacerdocio como cabeza de su hogar. Eso también se ha mencionado antes. Creo que el Señor quiso que todo miembro digno del sacerdocio tuviera este reconocimiento, y puede acordársele dicho reconocimiento sin menoscabo del concepto de la asociación en el matrimonio. Las mujeres de la Iglesia respetan el sacerdocio, especialmente las que asisten al templo. No les molesta que el hombre tenga su posición como cabeza del hogar. Saben que todas las mayores bendiciones que el Señor ha prometido se realizarán en su asociación con el sacerdocio, y toda verdadera mujer Santos de los Últimos Días desea que su esposo magnifique ese santo llamamiento que ha recibido. Las dificultades que surgen, por lo general, tienen su origen en intentos por parte de la cabeza del hogar de ejercer una autoridad inconsiderada o autocrática.
No existe posición alguna en la Iglesia en la que la constitución y doctrina del sacerdocio, tal como el Señor la ha revelado, tenga una aplicación más directa que la de un esposo y padre en el hogar. Él nunca debe dejar de guiarse por la dirección divina de que:
“Que ningún poder o influencia se pueda ni se deba mantener, . . . sino por la persuasión, por la longanimidad, por la mansedumbre y la benignidad y por el amor sincero; . . .
“Reprendiendo en forma temprana con severidad, cuando lo inspire el Espíritu Santo; y después mostrando un mayor amor hacia aquel a quien hayas reprendido, no sea que te considere su enemigo” (D. y C. 121:41, 43).
Todo cabeza de hogar puede ganar respeto por su posición si verdaderamente sigue estas instrucciones divinas.
No necesito decirles hasta qué punto los hogares destrozados contribuyen a la delincuencia juvenil mencionada por el presidente McKay. Ustedes saben lo que la falta de respeto por la ley y el orden está causando en nuestra sociedad; pero creo que las primeras lecciones de orden, reverencia y respeto por la ley y por las instituciones establecidas se reciben en el hogar. El hogar mismo debería ser una institución de ley y orden. Recuerden que no hay orden sin ley. Es una muestra de bondad hacia los hijos enseñarles la necesidad de la ley y también las penas por su violación. Si no aprenden esto en sus hogares, tendrán que aprenderlo por la vía dura que impone la sociedad. Toda esposa y madre que no reconozca al hombre del sacerdocio que preside su hogar la deferencia que corresponde a su posición, y que lo desprestigia ante los ojos de sus hijos, vivirá para lamentar sus acciones; y todo hombre que preside un hogar y no se haga digno del respeto de su esposa e hijos también se arrepentirá.
Mis queridos hermanos, no tenemos obligación mayor ni más urgente que establecer y mantener la solidez y la bondad del hogar y la familia. Tenemos dentro de nosotros el poder de dar al mundo entero el ejemplo; y somos suficientes, aun comparados con las grandes poblaciones del mundo, para dar ese ejemplo de tal modo que pueda ser visto por todos los pueblos, si tan sólo vivimos de acuerdo con nuestras oportunidades y las responsabilidades que el Señor nos ha dado.
Por mi parte, ruego por fortaleza para mí mismo y para todos ustedes, a fin de vivir de acuerdo con la palabra del Señor, y mostrar gratitud y aprecio por nuestros testimonios y por nuestra membresía en Su Reino, para que todos podamos apoyar unidos Su santa causa. Pido que Sus bendiciones siempre los acompañen, en el nombre de Jesucristo. Amén.
























