“El Deber Sagrado del Portador del Sacerdocio”
Presidente David O. McKay
Como he dicho antes en presencia de nuestros consiervos en el Consejo y en esta reunión general del sacerdocio, al estar entre ustedes siento con mayor intensidad aquello que sintió Juan el Amado Discípulo cuando dijo: “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos” 1 Jn. 3:14 Digo eso esta noche con todo mi corazón, al contemplar esta vasta congregación y tener también presente el número de otros grupos reunidos en los diversos lugares mencionados.
Hace varios días entré en mi estudio después de una jornada ardua, anticipando este momento. El bosquejo general de esta conferencia ya se había preparado, se había decidido quiénes orarían y quiénes hablarían, y en qué momento; habíamos suplicado al Señor que nos guiara en cuanto a los mensajes apropiados. Aquella noche en particular, sin embargo, yo tenía en mente este momento y estaba física y mentalmente fatigado. No podía estudiar, no podía concentrar la mente en nada concreto; de modo que, después de una breve oración secreta, me retiré a descansar.
A la mañana siguiente, temprano, entré en mi estudio, tomé un pequeño libro que contiene lo que yo llamo “pepitas literarias”, tomadas de obras de la Iglesia, de poetas, de escritores como Scott, Burns, Longfellow y otros, y se me ocurrió el pensamiento: “Creo que me gustaría tomar algunas de estas pepitas y aplicarlas al sacerdocio de la Iglesia”. Permítanme darles una o dos esta noche.
La primera está en armonía con la gran comparación que hizo el presidente Clark del ejército y la batalla, y también, tal como la desarrollaré, en armonía con las impresionantes palabras del presidente Richards: “La mayor batalla de la vida se libra en las silenciosas cámaras del alma”.
Les ruego, consiervos, que vuelvan a hacer lo que, sin duda, ya han hecho muchas veces: sentarse y conversar con ustedes mismos. Hay una batalla en curso con ustedes y conmigo cada día. Líbrenla con ustedes mismos y decidan cuál habrá de ser su curso de acción en cuanto a cuál es su deber, primero, hacia su familia. En cuanto a si alguien se está metiendo en su vida y va a llevar infelicidad a su hogar o a causar algún sufrimiento en él, como hemos escuchado esta noche.
Segundo, su deber hacia su quórum. Decidan si tienen alguna obligación para con su quórum, y vean si tienen la fortaleza para cumplirla después de decidir.
Tercero, decidan en ese momento de silencio cuál es su deber hacia su Iglesia.
Y cuarto, qué le deben a sus semejantes.
En esa misma página se hallaba este comentario de uno de los escritores más sinceros que tenemos. Se encuentra en La vida sencilla: “Primero, sé de tu propio país, de tu propia ciudad, de tu propio hogar, de tu propia Iglesia, de tu propio taller. Luego, si puedes, parte de allí para ir más allá. Ese es el orden sencillo y natural, y un hombre debe armarse de razones muy válidas para llegar a invertirlo. Cada uno se ocupa de algo diferente a lo que le concierne con demasiada frecuencia. Está ausente de su puesto. Ignora su oficio. Eso es lo que complica la vida, cuando sería tan sencillo que cada uno se ocupara de sus propios asuntos”.
Decidan dónde está su deber, recordando incluso que “la mayor batalla de la vida se libra en las silenciosas cámaras de vuestra propia alma”.
La segunda que escogí es ésta: “Whatever thou art, act well thy part” [“Sea lo que seas, actúa bien tu parte”]. Eso, por supuesto, se aplica a empeños morales y lícitos, y no a acciones dañinas o malvadas. Esa frase me influyó hace cincuenta y cuatro años cuando, como ya he contado a algunos de ustedes, Peter G. Johnson y yo caminábamos alrededor del Castillo de Stirling, en Escocia. Yo estaba desanimado, recién comenzaba mi primera misión. Ese día me habían despreciado al repartir folletos. Extrañaba mi hogar, y caminábamos alrededor del Castillo de Stirling, en realidad sin cumplir con nuestro deber, y cuando volvíamos a entrar en el pueblo vi un edificio a medio terminar, y para mi sorpresa, desde la acera vi una inscripción sobre el dintel de la puerta principal, tallada en piedra. Le dije al hermano Johnson: “Quiero ir a ver qué dice”. No había llegado ni a la mitad del sendero que conducía a la puerta cuando ese mensaje me golpeó, tallado allí: “What e’er thou art, act well thy part”. Al reunirme con mi compañero y contárselo, ¿saben qué hombre vino primero a mi mente? El conserje de la Universidad de Utah, de la cual acababa yo de graduarme. Me di cuenta de que le tenía tanto respeto a ese hombre como a cualquiera de los profesores en cuyas clases había estado. Él cumplía bien su parte. Recordé cómo nos ayudaba con los uniformes de fútbol, cómo nos ayudaba con algunas de nuestras lecciones, pues él mismo era un graduado universitario. Humilde, pero hasta el día de hoy le tengo respeto.
¿Qué son ustedes? Ustedes son hombres que poseen el sacerdocio de Dios, que tienen autoridad divina para representar a la Deidad en cualquier llamamiento al que hayan sido asignados. Cuando a un hombre, un hombre común, se le designa en su comunidad como alguacil, algo se añade a él. Cuando un policía en estas calles, en un cruce, levanta la mano, ustedes se detienen. Hay algo más en él que un simple individuo: está el poder que se le ha conferido. Y así es a lo largo de la vida. Ningún hombre puede recibir un cargo sin ser engrandecido. Es una realidad. Así también lo es el poder del sacerdocio. Era tan real en los días de Pedro que Simón el mago, que ganaba dinero con sus trucos, quiso comprarlo y ofreció dinero a los Apóstoles: “Dadme también a mí este poder, para que cualquiera a quien yo impusiere las manos reciba el Espíritu Santo”. ¡Oh, qué denuncia le hizo Pedro! “Tu dinero perezca contigo, porque has pensado que el don de Dios se obtiene con dinero. . . . Porque en hiel de amargura y en prisión de maldad veo que estás. . . . Arrepiéntete, pues, de esta tu maldad, y ruega a Dios, si quizá te sea perdonado el pensamiento de tu corazón”. Y tan fuerte fue la denuncia que Simón dijo: “Rogad vosotros por mí al Señor, para que nada de esto que habéis dicho venga sobre mí” Hech. 8:19–20, 22–24
No había duda en la mente de Simón acerca de la realidad del poder del Espíritu Santo. “What e’er thou art, act well thy part”. ¿Eres diácono? Cumple bien los deberes de diácono. ¿Eres maestro? Haz bien tu labor. ¿Eres sacerdote, velando sobre la Iglesia, visitando a los miembros? Jóvenes de esta Iglesia, si tan sólo cumpliéramos los deberes del maestro y del sacerdote, enseñando a la gente su deber, ¡qué poder para bien serían los jóvenes de dieciocho, diecinueve años! No incorregibles, no apóstatas, sino líderes. Hermanos, no hay nada en el mundo tan poderoso para guiar a la juventud como hacer que cumplan bien su parte en el sacerdocio.
En el mismo pasaje citado por el presidente Richards, el Señor dice que muchos son llamados y pocos escogidos, ¿y por qué no son escogidos? Porque sus corazones están tan puestos en las cosas de este mundo y aspiran tanto a los honores de los hombres que no aprenden esta lección: que los derechos del sacerdocio están inseparablemente conectados con los poderes de los cielos, y que los poderes de los cielos no pueden ser gobernados ni manejados sino de acuerdo con los principios de rectitud. Es verdad que pueden ser conferidos sobre nosotros, pero cuando los hombres comienzan a ejercer dominio injusto, entonces el poder que se les ha dado es retirado, son dejados a sí mismos para dar coces contra el aguijón, para luchar contra Dios D. y C. 121:34–38
Sólo puedo mencionar estas cosas. Ustedes mismas deben desarrollarlas.
La tercera: “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” Hech. 4:12 Fue una escena sumamente dramática cuando se pronunció esa frase; y así tienen ustedes este pensamiento expresado de la siguiente manera: La esperanza y el destino del mundo, la esperanza y el destino del mundo están centrados en el Hombre de Galilea, nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
En el momento del día en que ustedes libran la batalla, ¿podrían mirarse introspectivamente y ver si realmente creen eso? Paul Kane hizo una vez esta pregunta: “¿Es Jesús sólo una figura legendaria en la historia, un santo para ser pintado en los vitrales de las iglesias, una especie de hada sagrada a la cual no hay que acercarse y cuyo nombre apenas se debe mencionar, o sigue siendo lo que fue cuando estuvo en la carne: una realidad, un hombre sujeto a pasiones como nosotros, un hermano mayor, un guía, un consejero, un consolador, una gran voz que nos llama desde el pasado a vivir noblemente, a conducirnos valerosamente ya mantener nuestro valor hasta el fin?”
¿Qué es Él para usted, mi consiervo? Cuando se arrodilla a orar por la noche, ¿siente su cercanía, que su persona lo escucha?, ¿siente un poder que opera quizá como la radio, o un poder aún mayor, de modo que siente que se está comunicando con Él? No sólo dice sus oraciones, sino que ora. ¿Sabe usted esta noche que Él es real, nuestro Salvador, la Cabeza de la Iglesia? Yo sé que lo es, y sé también que toda una nación ahora mismo está tratando de enseñar a un millón de niños que Cristo no es más que un mito y que no hay Dios.
Y ahora pasaré al cuarto. “Si mi vida no tiene valor para mis amigos, no tiene valor para mí”, dijo el profeta José cuando iba camino a Carthage. Ustedes poseen el sacerdocio para bendecir a otros; no con fines egoístas ni para el progreso personal, sino para bendecir a otros; y bajo esa gema, o pepita, tengo estas líneas del gran escritor Browning, quien pone en boca de Paracelso —que pensaba que el aprendizaje le traería todo: éxito, conocimiento, etc., y que se elevaría por encima de sus semejantes y llegaría a ser grande, y quizá les transmitiera algo si se lo permitían—, quien ignoró el consejo de su amigo Festus de no abandonar a sus semejantes.
Paracelso obtuvo su conocimiento, pero aprendió la lección de la vida. Finalmente, ya anciano, Paracelso se hallaba en Grecia, y Festus supo de él y corrió al lecho de su viejo amigo. Allí, ese gran filósofo y erudito dijo: “¡Festus, he encontrado el secreto de la vida!”
“¿Cuál es?”, dijo Festus. “Toda mi esperanza depende de esa respuesta”.
“¿Cuándo, sino cuando me consagré al hombre?”, dijo Paracelso.
“¡Gran Dios!”, exclamó Festus, “¡Tus juicios son inescrutables!”.
“Hay una respuesta al anhelo del corazón humano”, continuó Paracelso, “y es ésta: Vive en todas las cosas fuera de ti mismo mediante el amor, y tendrás gozo. Esa fue la vida de Dios; debiera ser nuestra vida. En Él fue perfecta, pero en todos los seres creados es una lección que se aprende mediante la dificultad”.
El tiempo ha pasado. Les doy estas “pepitas” y les pido que luchen su batalla diariamente, y que no digan nada que lastime a su esposa, nada que le cause lágrimas, aun cuando ella pueda causarles provocación. Reconozcan que esos hijos son sus posesiones eternas, tesoros de la eternidad. No se atrevan a poner ante ellos un mal ejemplo. Ustedes son hombres del sacerdocio y son líderes. Nunca permitan que ellos oigan una palabra áspera. Ustedes deben dominarse a sí mismos. Es un hombre débil el que estalla en cólera, ya sea al manejar una máquina o arar, o escribir, o cualquiera que sea la tarea en el hogar. Un hombre del sacerdocio no debería estallar en cólera. Aprendan a ser dignos. No pueden imaginar a Cristo estallando en un arranque de ira. ¿Indignado ante el pecado? Sí. Volcando las mesas de los cambistas cuando insultaron a Dios y profanaron el templo. Sí. Pero tan digno y noble que, cuando se presenta ante Pilato, hace que ese gobernante diga: “He aquí el hombre” Juan 19:5
Dios los bendiga, queridos consiervos, al volver ahora a sus hogares, a sus estacas y barrios, y magnificar el Santo Sacerdocio, es mi oración en el nombre de Jesucristo. Amén.
























