CRISTO y el Nuevo Convenio

 CAPITULO NUEVE.
EL PADRE Y EL HIJO


El primer Artículo de Fe de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días dice: “Nosotros creemos en Dios el Eterno Padre, y en su Hijo Jesucristo, y en el Espíritu Santo”.

El profeta José Smith añadió:  “Yo siempre he declarado que Dios es un personaje distinto, que Jesucristo es un personaje aparte y distinto de Dios el Padre, y que el Espíritu Santo es otro personaje distinto, y es Espíritu; y estos tres constituyen tres personajes distintos y tres Dioses”.

Esta doctrina reafirma lo enseñado claramente en toda la experiencia bíblica, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, sobre la naturaleza distinta y separada de estos tres personajes divinos.  El registro escrito por Mateo del bautismo de Jesús es un caso inequívoco de la separación, tanto de lugar como de actuación, del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; y en cuanto al bautismo de Cristo a manos de Juan, registró:  “Y Jesús, después que fue bautizado, subió luego del agua; y he aquí los cielos le fueron abiertos, y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma, y venía sobre él.  Y hubo una voz de los cielos, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia”.

Por supuesto que la evidencia más convincente en la época actual procede de la Arboleda Sagrada, donde José Smith, bajo la reveladora influencia el Espíritu Santo, vio al Padre y al Hijo en Su esplendor celestial.  Posteriormente escribió:  “Al reposar sobre mí la luz, vi en el aire arriba de mí a dos Personajes, cuyo fulgor y gloria no admiten descripción.  Uno de ellos me habló, llamándome por mi nombre, y dijo, señalando al otro:  Éste es mi Hijo Amado: ¡Escúchalo!”.

El Libro de Mormón realiza una contribución adicional a nuestro entendimiento del Padre y del Hijo como seres separados y distintos, siendo la más dominante de ellas las apremiantes y nostálgicas oraciones de Cristo a Su Padre registradas en 3 Nefi.  Éstas son las conmovedoras súplicas de un Hijo a Su Padre que establecen de forma firme y permanente el que ambos son individuos distintos que se comunican y conversan entre sí, tal y como harían cualquier otro padre e hijo.

LA UNIDAD DE LA TRINIDAD.

Tras haber recalcado las características de los miembros de la Trinidad y afirmado la doctrina fundamental y esencial que hay tras ella, podemos destacar ahora un tema clave presente en todo el Libro de Mormón y que señala algunos aspectos importantes de unión entre el Padre y el Hijo para Sus propósitos comunes y prácticamente sinónimos en Sus papeles y funciones intercambiables.  De hecho, la unidad de Ellos es factor principal de Su relación;  Su distinción parece existir sólo en Su separación corporal.

Esta unidad entre el Padre y el Hijo llama la atención del lector antes incluso de acceder al texto del Libro de Mormón. La página del título del libro describe uno de los propósitos de este registro de Escrituras:  “Convencer al judío y al gentil de que Jesús es el Cristo, el Eterno Dios”.  Tras esto, Oliver Cowdery, David Whitmer y Martin Harris, los tres testigos de la salida a luz del Libro de Mormón en los últimos días, ponen fin a su maravilloso testimonio con esta llamativa frase:  “Y sea la honra al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo, que son un Dios. Amén”.

Muchas declaraciones semejantes aparecen a lo largo del Libro de Mormón. En el sermón fundamental de Nefi sobre la “doctrina de Cristo”, sermón en el que registró las bien diferenciadas palabras del Padre y del Hijo sobre el bautismo de Cristo, concluyó con la siguiente declaración sobre la necesidad de permanecer “firmes en Cristo”:

“Y ahora bien, amados hermanos míos, ésta es la senda; y no hay otro camino, ni nombre dado debajo del cielo por el cual el hombre pueda salvarse en el reino de Dios. Y ahora bien, he aquí, ésta es la doctrina de Cristo, y la única y verdadera doctrina del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, que son un Dios, sin fin. Amén”.

Cuando Amulek testificó a Zeezrom sobre la naturaleza y el papel de Cristo—incluyendo la distinción física de Cristo respecto al Padre—finalizó con esta poderosa declaración sobre la universalidad de la resurrección: “[Todos] serán llevados a comparecer ante el tribunal de Cristo el Hijo, y Dios el Padre, y el Santo Espíritu, para ser juzgados según sus obras, sean buenas o malas”.

En Su mensaje de presentación a los nefitas durante Su aparición en el Nuevo Mundo, el Salvador hizo un llamado urgente en favor de la unidad entre los miembros, en especial respecto a la doctrina del bautismo.  Para destacar esta necesidad mencionó la unidad de la Trinidad:  “Y según esta manera bautizaréis en mi nombre, porque he aquí, de cierto os digo que el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo son uno; y yo soy en el Padre, y el Padre en mí, y el Padre y yo somos uno…  El Padre, y yo, y el Espíritu Santo somos uno”.

Busquemos un último ejemplo en las palabras finales de Mormón, en las cuales dio testimonio del Salvador a cualquiera que quiera oír su voz:

“Sabed que debéis llegar al conocimiento de vuestros padres, y a arrepentiros de todos vuestros pecados e iniquidades, y creer en Jesucristo, que él es el Hijo de Dios, y que los judíos lo mataron, y que por el poder del Padre ha resucitado, con lo cual ha logrado la victoria sobre la tumba; y en él también es consumido el aguijón de la muerte.

“Y él llevará a efecto la resurrección de los muertos, mediante la cual los hombres resucitarán para presentarse ante su tribunal.

“Y él ha efectuado la redención del mundo, por lo cual a aquél que en el día del juicio sea hallado inocente ante él, le será concedido morar en la presencia de Dios, en su reino, para cantar alabanzas eternas con los coros celestes, al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo, que son un Dios, en un estado de felicidad que no tiene fin”.

La doctrina de Cristo, con papeles como el de Padre y el de Hijo, fue origen de cierta confusión y contención en la época del Libro de Mormón. Uno de los adversarios más habilidosos y astutos del libro, hasta su conversión, fue Zeezrom, quien utilizó la complejidad de esta doctrina para intentar hacer caer al nuevo misionero Amulek.

Con una habilidosa línea de razonamiento indicadora de su capacitación en la ley, Zeezrom hizo una serie de preguntas que condujo a la pregunta final y a la trampa potencialmente problemática: “¿Es el Hijo de Dios el mismo Padre Eterno?”.

Amulek, sin miedo y directo en su reacción, respondió con una audacia digna de su interrogador: “Sí, él es el Padre Eterno mismo del cielo y de la tierra, y de todas las cosas que en ellos hay; es el principio y el fin, el primero y el último;

“y vendrá al mundo para redimir a su pueblo; y tomará sobre sí las transgresiones de aquellos que creen en su nombre; y éstos son los que tendrán vida eterna, y a nadie más viene la salvación”.

Esta relación entre los miembros de la Trinidad merece una breve consideración.

CRISTO EN EL PAPEL DE PADRE.

Existen aspectos claros mediante los cuales Jesús, como descendencia literal del Padre, es uno con Él.  Por un lado, es el hijo espiritual de Dios, el primogénito de los hijos espirituales del Padre.  Después tuvo que convertirse en el hijo físico de Dios, el Unigénito del Padre en la carne; y como aclara de forma única Abinadí, profeta del Libro de Mormón, Cristo es el Hijo de Dios porque sujetó Su voluntad a la del Padre. No hace falta extendernos más en la explicación de estos papeles de Cristo como Hijo para los que han leído las exhaustivas referencias a los tales que aparecen en las Escrituras.

Pero lo que en un principio parece ser poco obvio, también se enseña en las Escrituras: Que hay otros modos mediante los cuales Cristo está tan unido al Padre, que en algunas asignaciones juega, por legítimo derecho, un papel paternal y, al hacerlo, le corresponde el título de Padre.

Esta doctrina fundamental—y hay que reconocer que profunda—del Hijo como Padre, recibe en el Libro de Mormón un esclarecimiento mayor que en cualquier otra revelación jamás dada al hombre.  Repetidas referencias de este libro sagrado enseñan que, bajo la dirección y con la autoridad del Padre (Elohim), el Hijo (Jehová/Jesús) puede actuar como el Padre de formas diversas.

En primer y principal lugar, como enseñó Abinadí, Cristo fue “concebido por el poder de Dios” y por tanto tiene consigo los poderes del Padre. Además de esa relación lineal divina, Cristo también actúa como el Padre en cuanto a que es el Creador del cielo y la tierra; también es el padre de nuestro renacimiento espiritual y nuestra salvación, y es fiel en honrar la voluntad del Padre por encima de la Suya propia—y por tanto de reclamar Su poder.  Debido a la relación inseparable y a la confianza inquebrantable que existe entre ambos, Cristo puede, en cualquier momento y en cualquier lugar, hablar y actuar por el Padre en virtud de la “investidura divina de autoridad” que Él le ha concedido.

Consideremos brevemente la contribución del Libro de Mormón a nuestro entendimiento de esta unidad divina.

CRISTO COMO HEREDERO DEL PADRE.

La primera de estas relaciones—el poder y la autoridad de la herencia literal de Cristo por parte del Padre, tanto física como espiritualmente, como Su primogénito y unigénito en la carne— fue mencionada por Abinadí. A Cristo, más que a ningún otro ser en esta vida o en la eternidad, se le dice: “Todo lo que [el] Padre tiene le será dado”, incluyendo la autoridad para actuar por el Padre bajo Su dirección.

CRISTO COMO PADRE DE LA CREACION.

Sin intentar ser exhaustivos, debiéramos destacar al menos algunas enseñanzas principales del Libro de Mormón sobre Cristo como Creador.

El rey Benjamín dijo de la venida de Cristo: “Porque he aquí que viene el tiempo, y no está muy distante, en que con poder, el Señor Omnipotente que reina, que era y que es de eternidad en eternidad, descenderá del cielo entre los hijos de los hombres; y morará en un tabernáculo de barro…

“Y se llamará Jesucristo, el Hijo de Dios, el Padre del cielo y de la tierra, el Creador de todas las cosas desde el principio; y su madre se llamará María”.

Y concluyó con la siguiente exhortación:

“Por tanto, quisiera que fueseis firmes e inmutables, abundando siempre en buenas obras para que Cristo, el Señor Dios Omnipotente, pueda sellaros como suyos, a fin de que seáis llevados al cielo, y tengáis salvación sin fin, y vida eterna mediante la sabiduría, y poder, y justicia, y misericordia de aquel que creó todas las cosas en el cielo y en la tierra, el cual es Dios sobre todo”.

El poder de ese mensaje tuvo un impacto tal en las personas, que exclamaron a una voz:

“¡Oh, ten misericordia, y aplica la sangre expiatoria de Cristo para que recibamos el perdón de nuestros pecados, y sean purificados nuestros corazones; porque creemos en Jesucristo, el Hijo de Dios, que creó el cielo y la tierra y todas las cosas; el cual bajará entre los hijos de los hombres!”.

Hablando a Alma por medio de la revelación directa, el Cristo premortal le indicó que tiene autoridad para “[perdonar] liberalmente” a los que crean en Su nombre y entren en Su iglesia por medio del espíritu de arrepentimiento y las aguas del bautismo:

“Porque soy yo quien tomo sobre mí los pecados del mundo; porque soy yo el que he creado al hombre; y soy yo el que concedo un lugar a mi diestra al que crea hasta el fin”.     Cuando Alma, hijo, experimentó su gran conversión, halló que había “nacido del Espíritu” y dijo del proceso:

“Rechacé a mi Redentor, y negué lo que nuestros padres habían declarado; mas ahora, para que prevean que el vendrá, y que se acuerda de toda criatura que ha creado, él se manifestará a todos.

“Sí, toda rodilla se doblará, y toda lengua confesará ante él. Sí, en el postrer día, cuando todos los hombres se presenten para ser juzgados por él, entonces confesarán que él es Dios”.

Samuel el Lamanita profetizó “para que sepáis de la venida de Jesucristo, el Hijo de Dios, el Padre del cielo y de la tierra, el Creador de todas las cosas desde el principio”. El Salvador mismo hizo Su anuncio triunfal cuando apareció ante los nefitas en el Nuevo Mundo:

“He aquí, soy Jesucristo, el Hijo de Dios. Yo creé los cielos y la tierra, y todas las cosas que en ellos hay. Era con el Padre desde el principio. Yo soy en el Padre, y el Padre es en mí; y en mí ha glorificado el Padre su nombre”.

Claramente, Cristo—bajo la dirección de Su Padre—es el Padre de la creación, el Creador del cielo y la tierra, y todas las cosas que en ellos hay.

CRISTO COMO PADRE DE SALVACION.

Otra forma en la que Cristo aparece como Padre en el Libro de Mormón es en Su papel de Padre de los redimidos y Padre de los resucitados.

En Su revelación fundamental y doctrinalmente profunda al hermano de Jared, Cristo dijo: “He aquí, yo soy el que fue preparado desde la fundación del mundo para redimir a mi pueblo. He aquí, soy Jesucristo. Soy el Padre y el Hijo. En mí todo el género humano tendrá vida, y la tendrá eternamente, sí, aun cuantos crean en mi nombre; y llegarán a ser mis hijos y mis hijas”.

Es en este papel de proveedor de un renacer, de dador de vida—vida eterna—que Cristo es, literalmente, el Padre de nuestra salvación.

El rey Benjamín entendía esta doctrina cuando dijo a los que habían oído su sermón, expresado su creencia en Cristo y hecho convenio de hacer la voluntad de Dios y guardar Sus mandamientos:  “A causa del convenio que habéis hecho, seréis llamados progenie de Cristo, hijos e hijas de él, porque he aquí, hoy él os ha engendrado espiritualmente; pues decís que vuestros corazones han cambiado por medio de la fe en su nombre; por tanto habéis nacido de él y habéis llegado a ser sus hijos y sus hijas”.

En su magnífico sermón previo a la venida de Cristo, Abinadí extendió este concepto al hablar específicamente de la “posteridad” de Cristo:

“¿Quién declarará su generación? He aquí, os digo que cuando mi alma haya sido tornada en ofrenda por el pecado, él verá su posteridad. Y ahora, ¿qué decís vosotros? ¿Quién será su posteridad?

“He aquí, os digo que quién ha oído las palabras de los profetas, sí, todos los santos profetas que han profetizado concerniente a la venida del Señor, os digo que todos aquellos que han escuchado sus palabras y creído que el Señor redimirá a su pueblo, y han esperado anhelosamente ese día para la remisión de sus pecados, os digo que éstos son su posteridad, o sea, son los herederos del reino de Dios.

“Porque éstos son aquellos cuyos pecados él ha tomado sobre sí; éstos son aquellos por quienes ha muerto, para redimirlos de sus transgresiones. Y bien, ¿no son ellos su posteridad?”.

Alma fue uno de los grandes ejemplos de alguien que solicitó la vida eterna que Cristo extiende al penitente, incluyendo el renacer que ello implica.  Después de tres días de inconsciencia, durante los cuales pasó por la limpieza del arrepentimiento, les dijo a los que habían ayunado y orado por él: “Me he arrepentido de mis pecados, y el Señor me ha redimido; he aquí, he nacido del Espíritu.

“Y el Señor me dijo: No te maravilles de que todo el género humano, sí, hombres y mujeres, toda nación, tribu, lengua y pueblo, deban nacer otra vez; sí, nacer de Dios, ser cambiados de su estado carnal y caído, a un estado de rectitud, siendo redimidos por Dios, convirtiéndose en sus hijos e hijas;

“Y así llegan a ser nuevas criaturas; y a menos que hagan esto, de ningún modo pueden heredar el reino de Dios…

“No obstante, después de pasar mucha tribulación, arrepintiéndome casi hasta la muerte, el Señor en su misericordia ha tenido a bien arrebatarme de un fuego eterno, y he nacido de Dios”.

Posteriormente, al relatar esta dolorosa experiencia personal a su hijo Helamán, Alma dijo de este momento de gran angustia: “Clamé dentro de mi corazón: ¡Oh Jesús, Hijo de Dios, ten misericordia de mí que estoy en la hiél de amargura, y ceñido con las eternas cadenas de la muerte!

“Y he aquí que cuando pensé esto, ya no me pude acordar más de mis dolores; sí, dejó de atormentarme el recuerdo de mis pecados.

“Y ¡oh qué gozo, y qué luz tan maravillosa fue la que vi! Sí, mi alma se llenó de un gozo tan profundo como lo había sido mi dolor…

“Mis miembros recobraron su fuerza, y me puse de pie, y manifesté al pueblo que había nacido de Dios.

“Sí, y desde ese día, aun hasta ahora, he trabajado sin cesar para traer almas al arrepentimiento; para traerlas a probar el sumo gozo que yo probé; para que también nazcan de Dios y sean llenas del Espíritu Santo.

“Sí, y he aquí, ¡oh hijo mío!, el Señor me concede un gozo extremadamente grande en el fruto de mis obras;  “Porque a causa de la palabra que él me ha comunicado, he aquí, muchos han nacido de Dios, y han probado como yo he probado, y han visto ojo a ojo, como yo he visto; por tanto, ellos saben acerca de estas cosas de que he hablado, como yo sé; y el conocimiento que tengo viene de Dios”.

Esta profunda experiencia personal del renacer espiritual es, claramente, lo que condujo a Alma a suplicarla para las demás personas, y le preguntó a sus hermanos de Zarahemla:

“¿Habéis nacido espiritualmente de Dios? ¿Habéis recibido su imagen en vuestros rostros? ¿Habéis experimentado este gran cambio en vuestros corazones?”. Gran parte del Libro de Mormón va dirigido a provocar el despertar de este renacer en sus lectores.

EL SOMETER LA VOLUNTAD DEL HIJO DEL PADRE.

Un profeta del Libro de Mormón—Abinadí—fue condenado a muerte por enseñar, entre otras cosas, que a Cristo se le podía llamar de forma apropiada, tanto Padre como Hijo.

Antes de que el lector llegue al registro del ministerio de Abinadí, Limhi alude a esa experiencia cuando enseña a su pueblo.

Limhi dijo de su padre, Noé, y de la pecaminosa corte de éste: “Han matado a un profeta del Señor; sí, un hombre escogido de Dios que les habló de sus iniquidades y abominaciones, y profetizó de muchas cosas que han de acontecer, sí, aun la venida de Cristo.

“Y porque les declaró que Cristo era el Dios, el Padre de todas las cosas, y que tomaría sobre sí la imagen de hombre, y sería la imagen conforme a la cual el hombre fue creado en el principio; en otras palabras, dijo que el hombre fue creado a imagen de Dios, y que Dios bajaría entre los hijos de los hombres, y tomaría sobre sí carne y sangre, e iría sobre la faz de la tierra.

“Y ahora bien, porque dijo esto, le quitaron la vida”.

A continuación, Limhi entregó a Ammón los anales de Zeniff, los cuales contenían un registro de las enseñanzas de Abinadí a Noé.  En estas enseñanzas, el profeta presentaba una consideración fundamental sobre la relación de Cristo como Padre y como Hijo, haciendo hincapié en “la expiación que Dios mismo efectuará por los pecados e iniquidades de los de su pueblo”, que “Dios mismo bajaría entre los hijos de los hombres, y tomaría sobre sí la forma de hombre, e iría con gran poder sobre la faz de la tierra”, y que “Dios mismo descenderá entre los hijos de los hombres, y redimirá a su pueblo”.

Con esta introducción, Abinadí emprendió un profundo análisis de Cristo en los papeles de Padre e Hijo, la complejidad del cual requiere que se cite por entero.

“Y porque morará en la carne, será llamado el Hijo de Dios, habiendo sujetado la carne a la voluntad del Padre, siendo el Padre y el Hijo,

“El Padre porque fue concebido por el poder Dios; y el Hijo, por causa de la carne; por lo que llega a ser el Padre e Hijo;

“Y son un Dios, sí, el verdadero Padre Eterno del cielo y de la tierra.

“Y así la carne, habiéndose sujetado al Espíritu, o el Hijo al Padre, siendo un Dios, sufre tentaciones, pero no cede a ellas, sino que permite que su pueblo se burle de él, y lo azote, y lo eche fuera, y lo repudie.

“Y tras de todo esto, después de obrar muchos grandes milagros entre los hijos de los hombres, será conducido, sí, según dijo Isaías: Como la oveja permanece muda ante el trasquilador, así él no abrió su boca.

“Sí, aun de este modo será llevado, crucificado y muerto, la carne quedando sujeta hasta la muerte, la voluntad del Hijo siendo absorbida en la voluntad del Padre.

“Y así Dios rompe las ligaduras de la muerte, habiendo logrado la victoria sobre la muerte; dando al Hijo poder para interceder por los hijos de los hombres,

“Habiendo ascendido al cielo, henchidas de misericordia sus entrañas, lleno de compasión por los hijos de los hombres; interponiéndose entre ellos y la justicia; habiendo quebrantado los lazos de la muerte, tomado sobre sí la iniquidad y las transgresiones de ellos, habiéndolos redimido y satisfecho las exigencias de la justicia”.

Aunque ésta es la declaración más desafiante y concienzuda del papel Padre-Hijo representado por Cristo, particularmente en lo que se refiere al tema de la carne contra el espíritu, no es la única referencia en el Libro de Mormón. Lehi dijo en su gran sermón sobre la Caída y la Expiación:  “Cuán grande es la importancia de dar a conocer estas cosas a los habitantes de la tierra, para que sepan que ninguna carne puede morar en la presencia de Dios, sino por medio de los méritos y misericordia, y gracia del Santo Mesías, quien da su vida, según la carne, y la vuelve a tomar por el poder del Espíritu, para efectuar la resurrección de los muertos, siendo el primero que ha de resucitar”.

Más adelante, en ese mismo sermón, habló del “deseo de la carne y la iniquidad que hay en ella, que da al espíritu del diablo el poder de cautivar, de hundiros en el infierno, a fin de poder reinar sobre vosotros en su propio reino”, en oposición a “la voluntad [del] Santo Espíritu”, el cual nos dirige a escoger la vida eterna y ser fieles a los mandamientos.

Cuando Cristo anunció Su propio nacimiento en el Viejo Mundo, le dijo a Nefi:

“He aquí, vengo a los míos para cumplir todas las cosas que he dado a conocer a los hijos de los hombres desde la fundación del mundo, y para hacer la voluntad así la del Padre como la del Hijo: la del Padre por causa de mí, y la del Hijo por causa de mi carne. He aquí, ha llegado el momento y esta noche se dará la señal”.

Curiosamente, el “mí” de la alusión de Cristo a Sí mismo— Su Yo espiritual—se identifica con el papel de Padre, mientras que Su carne está enlazada con el papel de Hijo. Ésa es la misma doctrina que enseñara Abinadí: el Padre (el espíritu) que hay en Cristo dio dirección y tuvo que ser obedecido, mientras que el Hijo (la carne) que hay en Cristo tuvo que someterse y obedecer.

Cristo, además de ser el Hijo espiritual y físico de Dios (lo cual por sí mismo le dio un derecho indiscutible sobre las virtudes de Su Padre), y aparte de obrar con una investidura divina de autoridad (tanto para hablar como para actuar en representación de Su Padre), clamó por una mayor porción de este poder divino y paterno mediante el principio fundamental del Evangelio que es la obediencia.  Con Su obediencia, Cristo mostró el camino hacia la divinidad a aquellos que, aunque hijos espirituales de Dios, no son engendrados físicamente por Él y no disfrutan de la plena investidura de Su poder divino.

Mediante esta doctrina, Cristo nos enseña a los hombres y a las mujeres mortales que podemos ser uno con el Padre de forma crítica, fundamental y eternamente significativa:

Podemos obedecerle. Podemos sujetar la carne al espíritu.  Podemos someter nuestra voluntad como hijos a la voluntad de nuestro Padre Celestial.

Fueron este sometimiento y esta obediencia los que proporcionaron el dominio de Getsemaní, la victoria del Calvario, el triunfo de la redención. Por cierto que uno de los momentos cruciales de esas horas de asombro—momentos que conducían a la perfección, el cumplimiento y la majestuosidad eterna de Cristo—fue la ocasión en que el Hijo en la carne se sometió al Padre en el Espíritu, diciendo: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”: “la voluntad del Hijo siendo absorbida en la voluntad del Padre”.

Así que todos debemos someter “el deseo de la carne” a la “voluntad del Espíritu Santo”, empleando la expresión de Lehi. Dado que este mismo asunto afecta a todo ser mortal y nos acompaña a lo largo de esta vida, no debiera sorprendernos que se halle entre los momentos más ejemplares de Cristo.

El triunfo final de Cristo y la asunción definitiva de los poderes divinos a la diestra de Su Padre no ocurrió por tener un padre divino (aunque ello fuera esencial para la victoria sobre la muerte), ni porque hubiera recibido autoridad celestial desde el principio (aunque ello fuera vital para Su poder divino) sino que fue, en definitiva, porque en Su período mortal de probación fue perfectamente obediente, sumiso y leal al principio de que en la vida lo espiritual debe primar sobre lo físico.  Ésa fue la esencia de Su triunfo, y es la lección para todo hombre, mujer y niño responsable que viva jamás.  Es una lección por la que Abinadí— y Cristo—estuvieron dispuestos a morir, esa lección por la que prácticamente todo profeta ha dado su voz y su vida: el espíritu sobre la carne; la disciplina sobre la tentación; la devoción por encima de la inclinación;  “la voluntad del Hijo siendo absorbida en la voluntad del Padre”.

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