CRISTO y el Nuevo Convenio

CAPÍTULO ONCE
CRISTO EN EL NUEVO MUNDO: DÍA PRIMERO


Ralph Waldo Emerson escribió en una ocasión: “Si las estrellas sólo aparecieran una noche cada mil años, ¿cómo creerían y adorarían los hombres? ¿Cómo preservarían por muchas generaciones el recuerdo de la ciudad de Dios que se les ha mostrado?”.

Con este pensamiento en mente, considere otra escena deslumbrante, y mucho más importante, que evocaría creencia y adoración, una escena que, al igual que las estrellas de la noche, hemos tomado a la ligera con demasiada frecuencia. Imagínese al pueblo de Nefi en la tierra de Abundancia, aproximadamente en el año 34 de nuestra era.

Tempestades, terremotos, torbellinos y tormentas llenas de truenos y relámpagos asolaron toda la faz de la tierra. Ciudades enteras ardieron como por combustión espontánea. Otras desaparecieron en el mar o quedaron cubiertas por montañas de tierra, mientras que otras fueron llevadas por el viento.

Todo esto ocurrió en tres horas, las tres horas finales de Cristo en la cruz en el Viejo Mundo, un momento de una destrucción tan severa, como profetizara Zenós, que “los reyes de las islas del mar” exclamarían: “¡El Dios de la naturaleza padece!”. Entonces, la oscuridad cubrió la tierra durante tres días:

“Y sucedió que hubo densa oscuridad sobre la faz de la tierra, de tal manera que los habitantes que no habían caído podían sentir el vapor de tinieblas;

“Y no podía haber luz por causa de la oscuridad, ni velas, ni antorchas; ni podía encenderse el fuego con su leña menuda y bien seca, de modo que no podía haber ninguna luz.

“Y no se veía luz alguna, ni fuego, ni vislumbre, ni el sol, ni la luna, ni las estrellas, por ser tan densos los vapores de oscuridad que había sobre la faz de la tierra.

“Y sucedió que duró por espacio de tres días, de modo que no se vio ninguna luz; y hubo grandes lamentaciones, gritos y llantos continuamente entre todo el pueblo; sí, grandes fueron los gemidos del pueblo por motivo de las tinieblas y la gran destrucción que les había sobrevenido”.

Más tarde (al menos después de los cuarenta días posteriores a la resurrección del Salvador y Su ministerio entre los discípulos del Viejo Mundo), la gente se estaba congregando en los terrenos del Templo de Abundancia, todavía maravillados por los cambios que habían acontecido en la tierra. De repente, procedente del cielo, una voz de un poder dulce y penetrante dijo: “He aquí a mi Hijo Amado, en quien me complazco, en quien he glorificado mi nombre: a él oíd”.  Mientras la gente miraba hacia el cielo, descendió un hombre vestido con una túnica blanca, del cual emanaba la esencia misma de la luz y la vida. Su gloria creaba un contraste espléndido y brusco con los tres días de muerte y tinieblas que ellos habían sufrido con anterioridad.

Entonces el Hijo habló con una voz que penetraba hasta la médula y sencillamente dijo: “Yo soy Jesucristo, de quien los profetas testificaron que vendría al mundo”.  Esta aparición y declaración constituyeron el punto central, el momento supremo de toda la historia del Libro de Mormón.  Se trataba de la manifestación del decreto que había informado e inspirado a cada profeta nefita de los seiscientos años anteriores, por no hablar de sus antecesores israelitas y jareditas miles de años atrás.

Todos habían hablado de Él, le habían cantado, habían soñado con Él y habían orado por Su aparición; y aquí estaba. ¡El día más esperado! El Dios que transforma la noche oscura en una mañana radiante acababa de llegar.

De todos los mensajes procedentes de los escritos de la eternidad, ¿cuál traía Él? Los fieles nefitas escuchaban mientras Él hablaba:  “Soy la luz y la vida del mundo; y he bebido de la amarga copa que el Padre me ha dado, y he glorificado al Padre, tomando sobre mí los pecados del mundo, con lo cual me he sometido a la voluntad del Padre desde el principio”.  Cincuenta y dos palabras.  La esencia de Su misión terrenal. Obediencia y lealtad a la voluntad del Padre sin importar lo amargo de la copa o lo doloroso del precio.

Ésta es la lección que enseñó a aquellos nefitas una y otra vez durante los tres días que estuvo con ellos.  Por medio de la obediencia y del sacrificio, la humildad y la pureza, y una incansable determinación de glorificar al Padre, Cristo mismo fue glorificado. Con una completa devoción a la voluntad del Padre, Cristo se había convertido en la luz y la vida del mundo.

“Y … cuando Jesús hubo hablado estas palabras, toda la multitud cayó al suelo”.

Señales del nacimiento de Cristo.

Considere los hechos que condujeron a este acontecimiento del Nuevo Mundo. No fue una mera coincidencia el que esta aparición ocurriera después de una severa prueba de la fe nefita, una prueba del tema mismo que Cristo anunció a Su llegada: obediencia a la voluntad del Padre.

Antes de la noche del nacimiento de Cristo, los nefitas habían estado aguardando de forma ansiosa la señal de Su nacimiento mortal, “ese día y esa noche y otro día, que serían como un solo día, como si no hubiera noche, a fin de saber que su fe no había sido en vano”.

Esta señal iba a ser una evidencia para vida o muerte de muchas maneras, pues los incrédulos habían decretado “aplicar la pena de muerte a todos aquellos que creyeran en esas tradiciones, a menos que se verificase la señal”.

Cuando Nefi, hijo de Nefi, vio la iniquidad de su pueblo, su corazón “se afligió en extremo”.

Con gran preocupación por la seguridad de los fieles “fue y se postró en tierra y clamó fervorosamente a su Dios a favor de su pueblo, sí, aquellos que estaban a punto de ser destruidos por motivo de su fe en la tradición de sus padres”.

Después de que Nefi hubiera orado con tal urgencia a lo largo de todo el día, llegó a él la voz del Señor diciendo: “Alza la cabeza y sé de buen ánimo, pues he aquí, ha llegado el momento; y esta noche se dará la señal, y mañana vengo al mundo para mostrar al mundo que he de cumplir todas las cosas que he hecho declarar por boca de mis santos profetas.

“He aquí, vengo a los míos para cumplir todas las cosas que he dado a conocer a los hijos de los hombres desde la fundación del mundo, y para hacer la voluntad así la del Padre como la del Hijo:  la del Padre por causa de mí, y la del Hijo por causa de mi carne. He aquí, ha llegado el momento y esta noche se dará la señal”.

Como cumplimiento de esa promesa, no hubo oscuridad durante toda la noche sino que, más bien, hubo luz como al mediodía. Cuando llegó la mañana, el sol volvió a salir, “según su orden natural”.  Los nefitas sabían que se trataba del día en que el Señor iba a nacer “por motivo de la señal que se había dado… Y aconteció también que apareció una nueva estrella, de acuerdo con la palabra”.

La oposición de Satanás.

Resulta revelador e irónico destacar cómo el adversario emplea cualquier medio posible para abusar del plan del Evangelio, aun hasta el punto de motivar su uso—siempre que ese uso no sea el deseado por Dios—pues en esta ocasión el código de gobierno todavía era la ley de Moisés y no el Evangelio.  Tal y como ocurre con las enseñanzas del Nuevo Testamento, sucede también con la teología del Libro de Mormón.  No era el nacimiento de Cristo lo que cumpliría la ley de Moisés sino más bien Su muerte, Su sacrificio expiatorio.

Por tanto, los nefitas estaban todavía bajo la obligación de observar el antiguo código mosaico aun cuando hubieran recibido la señal del nacimiento de Cristo.

Aunque esta secuencia de acontecimientos ocasionaría el triunfo del Salvador y la derrota definitiva de Lucifer, este último debe de haber sonreído un poco al ver que “no hubo contenciones, con excepción de unos pocos que empezaron a predicar, intentando probar por medio de las Escrituras, que ya no era necesario observar la ley de Moisés; mas en esto erraron, por no haber entendido las Escrituras”.

También hubo otro detalle que debe haber proporcionado un desagradable deleite a Lucifer.  A pesar del milagroso momento del nacimiento de Cristo, en lo que fue otra manifestación del hombre y la mente natural, “el pueblo comenzó a olvidarse de aquellas señales y prodigios que había presenciado, y a asombrarse cada vez menos de una señal o prodigio del cielo, de tal modo que comenzaron a endurecer sus corazones, y a cegar sus mentes, y a no creer todo lo que habían visto y oído,

“imaginándose alguna cosa vana en sus corazones, que aquello se efectuaba por los hombres y por el poder del diablo para extraviar y engañar el corazón del pueblo. De este modo Satanás de nuevo se apoderó del corazón de los del pueblo, al grado que les cegó los ojos y los condujo a creer que la doctrina de Cristo era una cosa insensata y vana”. Ciertas cosas parecen no cambiar nunca.

El poder profético.

Durante los siguientes treinta años, la civilización nefita continuó de acuerdo con su patrón por largo tiempo establecido: momentos de rectitud y la consiguiente prosperidad, seguidos de transgresión y distanciamiento.  Sin embargo, los momentos trascendentales lo fueron de verdad. En cierto punto, “no hubo alma viviente, entre todo el pueblo de los nefitas, que dudara en lo más mínimo de las palabras que todos los santos profetas habían hablado; porque sabían que era necesario que se cumplieran.

“Y sabían que era menester que Cristo hubiese venido, por motivo de las muchas señales que se habían dado, de acuerdo con las palabras de los profetas…

“Por tanto, abandonaron todos sus pecados, y sus abominaciones, y sus fornicaciones, y sirvieron a Dios con toda diligencia de día y de noche”.

Ese tipo de fidelidad trajo consigo una prosperidad tan grande que “no había nada en toda la tierra que impidiera que el pueblo prosperase continuamente, a no ser que cayeran en transgresión”.  Pero cayeron en transgresión, como resultado de esos dos desafíos que siempre fueron la destrucción de los nefitas justos: el orgullo y las riquezas.  En un breve período de tiempo se produjo una gran desigualdad en la iglesia nefita, hasta el punto de que “empezó a deshacerse la iglesia; sí, a tal grado que en el año treinta se deshizo la iglesia en toda la tierra, con excepción de entre unos pocos lamanitas que se habían convertido a la verdadera fe; y no quisieron separarse de ella”.

Es interesante destacar, una vez más en contraste con el telón de fondo de la aparición de Cristo y la declaración de que había obedecido la voluntad del Padre en todas las cosas, que los infieles “no pecaban en la ignorancia, porque conocían la voluntad de Dios tocante a ellos, pues se la habían enseñado; de modo que se rebelaban intencionalmente contra Dios”.

Para contrarrestar esta desobediencia intencionada muchos hombres, “inspirados del cielo”, llegaron entre el pueblo y testificaron con audacia de la redención que el Señor efectuaría por Su pueblo, “o en otros términos, la resurrección de Cristo; y testificaron  intrépidamente acerca de su  muerte y sus padecimientos”.  El más poderoso de estos fue Nefi, hijo de Nefi, que había recibido la visita de ángeles, había oído la voz del Señor y era un testigo ocular, “habiéndosele dado poder para saber concerniente al ministerio de Cristo”, y testificó con audacia de los principios del arrepentimiento, la remisión de pecados y la fe en el Señor Jesucristo.

Aunque sus oponentes solían permanecer indiferentes, no podían negar su poder profético.

“Y aconteció que se enojaron con él, sí, porque tenía mayor poder que ellos; pues no era posible que descreyeran sus palabras, pues tan grande era su fe en el Señor Jesucristo que ángeles le administraban diariamente. “Y en el nombre de Jesús echaba fuera demonios y espíritus inmundos; y aún levantó a un hermano suyo de los muertos… Y también obró él muchos otros milagros en el nombre de Jesús a la vista del pueblo”.

La voz de Cristo a los nefitas.

A pesar de estos tipos de manifestaciones divinas, prevaleció la falta de rectitud, y la recompensa vino con una fuerza sin precedentes.  En el cuarto día del primer mes del año 34 del nuevo calendario nefita (ahora los nefitas llevaban cuenta del tiempo desde la noche y el día que había indicado el nacimiento de Cristo), surgió la gran tormenta que se ha mencionado, “como jamás se había conocido en toda la tierra”.

Tras destacar la devastación ocurrida entre el pueblo, con la cual “el diablo se ríe y sus ángeles se regocijan, a causa de la muerte de los bellos hijos e hijas” del pueblo del Señor, una voz exclamó en medio de las tinieblas de destrucción: “¡Oh vosotros, todos los que habéis sido preservados porque fuisteis más justos que ellos!, ¿no os volveréis a mí ahora, y os arrepentiréis de vuestros pecados, y os convertiréis para que yo os sane?

“Sí, en verdad os digo que si venís a mí, tendréis vida eterna. He aquí, mi brazo de misericordia se extiende hacia vosotros; y a cualquiera que venga, yo lo recibiré; y benditos son los que vienen a mí”.

De entre las tinieblas de destrucción surgió la voz que la nación nerita había esperado oír por más de seiscientos años.

“He aquí, soy Jesucristo, el Hijo Dios. Yo creé los cielos y la tierra, y todas las cosas que en ellos hay. Era con el Padre desde el principio. Yo soy en el Padre, y el Padre en mí; y en mí ha glorificado el Padre su nombre.

“Vine a los míos, y los míos no me recibieron. Y las Escrituras concernientes a mi vida se han cumplido… La redención viene por mí, y en mí se ha cumplido la ley de Moisés.

“Yo soy la luz y la vida del mundo. Soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin.

“Y vosotros ya no me ofreceréis más el derramamiento de sangre; sí, vuestros sacrificios y vuestros holocaustos cesarán, porque no aceptaré ninguno de vuestros sacrificios y vuestros holocaustos.

“Y me ofreceréis como sacrificio un corazón quebrantado y un espíritu contrito. Y al que venga a mí con un corazón quebrantado y un espíritu contrito, lo bautizaré con fuego y con el Espíritu Santo…

“He aquí, he venido al mundo para traer redención al mundo, para salvar al mundo del pecado.

“Por tanto, al que se arrepintiere y viniere a mí como un niño pequeñito, yo lo recibiré, porque de los tales es el reino de Dios. He aquí, por éstos he dado mi vida, y la he vuelto a tomar; así pues, arrepentios y venid a mí, vosotros, extremos de la tierra, y sed salvos”.

Como se puede esperar, semejante declaración preliminar del gran Jehová/Jesús mismo está repleta de significado doctrinal. Fíjese en los elementos doctrinales claves que contienen estos ocho versículos; cada línea recoge significados profundos y divinos.

  • La voz celestial era de Jesucristo, quien declaró ser el Hijo de
  • Él fue el creador de los cielos, la tierra y “todas las cosas que en ellos hay”.
  • Estuvo con el Padre desde el principio.
  • Él es en el Padre, y el Padre es en Él.
  • En Él ha glorificado el Padre Su nombre.
  • Había venido a Su propio pueblo (Su propia tribu o familia), y ellos no le recibieron.
  • Todas las Escrituras relativas a Su venida se cumplieron en ese momento.
  • A todos los que le habían recibido, incluyendo la realización de las ordenanzas y los convenios pertinentes, proporcionó un medio para llegar a ser hijos e hijas de Dios.
  • Extendería ese mismo privilegio a todos los que a partir de entonces creyeran en Su nombre.
  • Sólo por medio de Él viene la redención.
  • La ley de Moisés se cumplió en Su ministerio mortal”.
  • Él es la luz y la vida del mundo.
  • Él es el Alfa y la Omega, la esperanza de nuestra victoria al comienzo del plan y la evidencia de nuestro triunfo al final del mismo.
  • Todos los sacrificios de sangre y los holocaustos debían cesar, pues ninguno de ellos sería aceptado por Él en el futuro.
  • Un “nuevo” sacrificio, la esencia del cual debía haber sido siempre la fuerza motivadora detrás de los anteriores sacrificios simbólicos, es el de “un corazón quebrantado y un espíritu contrito”. Éstos son los símbolos definitivos de la muerte de Cristo, una muerte que se produjo como resultado del pesar que sintió por los pecados del mundo y el corazón que se quebró al colgar de la cruz.
  • Cualquiera que venga a Cristo con un corazón quebrantado y un espíritu contrito será bautizado con fuego y con el Espíritu Santo.
  • Cristo vino al mundo para traer redención y salvarlo del pecado. .
  • Todos los que se arrepienten y vienen a Él “como un niño pequeñito” serán recibidos, “porque de los tales es el reino de Dios”. Y añadió: “Por éstos he dado mi vida, y la he vuelto a tomar”.

A la par que se pronunciaban éstas y otras magníficas declaraciones, la oscuridad se disipaba y la tierra dejaba de temblar.  La luz del mundo había llegado. La parte más justa del pueblo había sido preservada gracias a su obediencia, y ahora estaba preparada para recibir la visita del Hijo de Dios en persona.

Aparición de Cristo en el templo.

Tras su aparición y declaración de obediencia, Cristo confirmó contundentemente el precio que había pagado por obedecer la voluntad del Padre en todas las cosas.  Como evidencia de Su lealtad, y a modo de recompensa a la congregación por la suya, habló a los reunidos en el templo, diciendo:  “Levantaos y venid a mí, para que metáis vuestras manos en mi costado, y para que también palpéis las marcas de los clavos en mis manos y en mis pies, a fin de que sepáis que yo soy el Dios de Israel, y el Dios de toda la tierra, y que he sido muerto por los pecados del mundo”.

Ante esa invitación, toda la multitud fue “uno por uno” y metieron sus manos en el costado y palparon las marcas de los clavos en Sus manos y pies.  Aun cuando el poder de la resurrección podía haber restaurado por completo y curado—y sin duda alguna, algún día lo hará—las heridas de la crucifixión; sin embargo, Cristo escogió retener estas heridas por un propósito, incluyendo Su aparición en los últimos días cuando muestre esas marcas y revele que fue herido “en casa de [Sus] amigos».

Las heridas de Sus manos, pies y costado son señales de que aun al puro y perfecto le ocurren cosas dolorosas en la vida terrenal, señales de que la tribulación no es evidencia de que Dios no nos ama.  Es significativo y esperanzador el hecho de que sea el Cristo herido el que venga a nuestro rescate, el que lleve las cicatrices del sacrificio, las lesiones del amor, los emblemas de la humildad y el perdón, el Capitán de nuestra alma.  Esa evidencia del dolor mortal tiene sin duda el propósito de dar valor a los que hayan sido heridos por la vida, incluso en la casa misma de sus amigos.

A pesar del número de la multitud, Cristo dedicó tiempo a cada uno de ellos para que tuvieran esta experiencia personal.  Todos “vieron con los ojos y palparon con las manos, y supieron con certeza, y dieron testimonio de que era él, de quien habían escrito los profetas que había de venir”. Irrumpieron exclamaciones de hosanna y cayeron al suelo a los pies de Jesús para adorarle.

Bautismo por inmersión de manos de uno que tiene la autoridad.

Antes de que Cristo enseñara a estas personas las grandes verdades que estaba a punto de comunicarles, dio magnífica evidencia de la importancia que las ordenanzas tienen en el Evangelio.  Aunque estos nefitas tenían la autoridad para bautizar en la antigua dispensación mosaica, Cristo invitó a Nefi a reafirmar su autoridad del sacerdocio para bautizar en la nueva dispensación del Evangelio, y puede que para al mismo tiempo ordenarle al apostolado.  Luego llamó a otro grupo, les instruyó sobre la manera de bautizar y destacó que no debería haber disputas entre ellos sobre esta doctrina tan decisiva.

Enseñó a los nefitas a “[descender] y [estar] de pie en el agua” y ofrecer una oración bautismal determinada; luego debían llamar al candidato al bautismo por su nombre y “entonces los sumergiréis en el agua, y saldréis del agua”.

Haciendo hincapié en “y según esta manera bautizaréis”, el Maestro de maestros, en cuyo nombre y por medio de cuya autoridad se realizan los bautismos, volvió a decir: “Y no habrá disputas entre vosotros, como hasta ahora ha habido; ni habrá disputas entre vosotros concernientes a los puntos de mi doctrina, como hasta aquí las ha habido”.

Puede que anticipándose a las controversias que afectarían a la futura era cristiana en cuanto a doctrinas tan fundamentales como el bautismo por inmersión, Cristo dejó bien en claro cuál era la fuente que originaba tal confusión: “Aquel que tiene el espíritu de contención no es mío, sino es del diablo, que es el padre de la contención, y él irrita los corazones de los hombres, para que contiendan con ira unos con otros”.

Y prosiguió: “He aquí, ésta no es mi doctrina, agitar con ira el corazón de los hombres, el uno contra el otro; antes bien mi doctrina es ésta, que se acaben tales cosas…

“He aquí… os declararé mi doctrina.

“Y ésta es mi doctrina, y es la doctrina que el Padre me ha dado… Y yo testifico que el Padre manda a todos los hombres, en todo lugar, que se arrepientan y crean en mí.

“Y cualquiera que crea en mí, y sea bautizado, éste será salvo; y son ellos los que heredarán el reino de Dios.

“Y quien no crea en mí, ni sea bautizado, será condenado.

“De cierto, de cierto os digo que ésta es mi doctrina…

“Debéis arrepentiros, y volveros como un niño pequeñito, y ser bautizados en mi nombre, o de ninguna manera… heredaréis el reino de Dios.

“De cierto, de cierto os digo que ésta es mi doctrina; y los que edifican sobre esto, edifican sobre mi roca, y las puertas del infierno no prevalecerán en contra de ellos.

“Y quienes declaren más o menos que esto, y lo establezcan como mi doctrina, tales proceden del mal y no están fundados sobre mi roca”.

El Salvador enfatizó temas tan importantes como la unidad de la Trinidad y la necesidad de que todos los discípulos sean como niños pequeños, aunque claramente la doctrina básica del bautismo ocupa el centro mismo del ministerio salvador de Cristo, pues repitió la frase “mi doctrina”—principalmente aplicada al bautismo—al menos en ocho ocasiones en Su inequívoco consejo a los neritas.

EL SERMÓN DEL TEMPLO.

Este llamado alto y claro al bautismo era importante no sólo por el papel que tiene como la primera de las ordenanzas de salvación del Evangelio, sino también porque dio pie al contexto del sermón de Cristo en el templo, análogo aunque más extenso, al Sermón del Monte en el Nuevo Testamento.  En este libro no se hará intento alguno de examinar versículo a versículo la magnificencia del mayor de todos los sermones cristianos. Se pueden escribir—y se han escrito—libros enteros al respecto. La presente obra limitará su repaso, tal y como se inició en este capítulo, a aquellos elementos del sermón en el Libro de Mormón que arrojen nueva luz sobre el relato del Nuevo Testamento.

Resulta claro desde el principio que el sermón en el Libro de Mormón se fundamenta sobre una importante premisa que no es tan obvia en el Nuevo Testamento: que las doctrinas que se enseñan y las bendiciones que se prometen se basan en los primeros principios, las ordenanzas de salvación y los convenios del Evangelio, incluyendo el convenio del bautismo, que conduce a la gente a través de “la puerta” al sendero estrecho y angosto que lleva a la vida eterna.  Tal y como enseñó Cristo aquí, así había enseñado Nefi con anterioridad: que estos primeros principios y ordenanzas constituyen la “doctrina de Cristo”.

El que las promesas completas del sermón estén destinadas a los miembros bautizados de Su Iglesia se desprende de las palabras preliminares del Salvador a los que se habían congregado allí. Cuando hubo concluido Su mensaje a Nefi y a las once personas restantes que se habían reunido para aquella capacitación del sacerdocio, Cristo se volvió a la congregación y dijo:

“Bienaventurados sois si prestáis atención a las palabras de estos doce que yo he escogido de entre vosotros para ejercer su ministerio en bien de vosotros y ser vuestros siervos; y a ellos les he dado poder para que os bauticen en el agua; y después que seáis bautizados en el agua, he aquí, os bautizaréis con fuego y con el Espíritu Santo. Por tanto, bienaventurados sois si creéis en mí y sois bautizados, después que me habéis visto y sabéis que yo soy.

“Y también más bienaventurados son aquellos que crean en vuestras palabras por razón de que testificaréis que me habéis visto y que sabéis que yo soy. Así, bienaventurados son los que crean en vuestras palabras, y desciendan a lo profundo de la humildad y sean bautizados, porque serán visitados con fuego y con el Espíritu Santo, y recibirán una remisión de sus pecados”.

Claramente, la última mitad de 3 Nefi 11 y los significativos dos primeros versículos de 3 Nefi 12 indican que el convenio y la doctrina del bautismo, sobre los cuales no debe haber disputas, son fundamentales para el pleno significado y la realización de lo que oímos al Salvador prometer en el sermón del templo o en el del monte.

Por ejemplo, Cristo comenzó diciendo: “Sí, bienaventurados son los pobres de espíritu”; y en el sermón del Libro de Mormón añadió la frase “que vienen a mí, porque de ellos es el reino de los cielos”.  Obviamente, en la interpretación de 3 Nefi, el ser pobres de espíritu no es en sí una virtud, pero lo será si tal humildad hace que uno reclame las bendiciones del reino por medio de las aguas del bautismo, concertando convenios y avanzando hacia todas las promesas que se conceden a los discípulos que los conciertan.  Es significativo que la frase “vienen a mí” se usa al menos en cuatro ocasiones en los veintitantos versículos siguientes a éste.  Lo mismo ocurre con los que “padecen hambre y sed de rectitud”. Si tienen hambre y sed suficiente como para ser bautizados y guardar los mandamientos, serán llenos “del “Espíritu Santo”.

Los Santos de los Últimos Días no son los únicos que ven la importancia del sermón, el cual penetra bien hondo, más allá de las verdades cristianas y la noble ética cristiana tradicional.  Algunos estudiosos han pensado, por ejemplo, que el Sermón del Monte fue empleado por los primeros cristianos como una especie de catecismo para los “candidatos al bautismo o los cristianos recién bautizados”.  Otros sugieren que fue creado para su uso en “una escuela de maestros y líderes de la Iglesia”, una especie de manual de instrucciones para la enseñanza y la administración.  Hay quienes creen que era “la nueva ley de Dios dada en una montaña, réplica de la ley concedida a Moisés en el monte Sinaí, con una estructura dividida en cinco partes a imitación de los cinco libros del Pentateuco”.

Un ejemplo de la contribución realizada por el Libro de Mormón a nuestro entendimiento del texto del Nuevo Testamento es la distinción explícita entre la parte del sermón que era para la multitud y aquella destinada exclusivamente a los doce discípulos.  El texto del Libro de Mormón aclara que todo 3 Nefi 12 y los primeros veinticuatro versículos del capítulo 13 fueron pronunciados para toda la multitud.

Luego, tal y como se registra en 3 Nefi 13:25, Cristo hizo un cambió de auditorio, cesó de hablar a la multitud y se volvió a cada uno de los doce apóstoles, dándoles instrucciones apostólicas específicas; distinción que no resulta tan evidente en el Sermón del Monte.

“Y aconteció que cuando Jesús hubo hablado estas palabras, miró hacia los doce que había elegido, y les dijo: Acordaos de las palabras que he hablado. Porque he aquí, vosotros sois aquellos a quienes he escogido para ejercer el ministerio entre este pueblo.

Os digo, pues: No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni tampoco por vuestro cuerpo, con qué lo habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?

“Mirad las aves del cielo, pues no siembran, ni tampoco siegan, ni recogen en alfolíes; sin embargo, vuestro Padre Celestial las alimenta. ¿No sois vosotros mucho mejores que ellas?

“¿Quién de vosotros, por mucho que se afane, podrá añadir un codo a su estatura?

“Y por el vestido, ¿por qué os afanáis? Considerad los lirios del campo cómo crecen: No trabajan, ni hilan;

“y sin embargo, os digo, que ni aun Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de éstos.

“Por tanto, si Dios viste así la hierba del campo, que hoy es, y mañana se echa en el horno, así os vestirá él, si vosotros no sois de poca fe.

“No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos o qué beberemos, o con qué nos hemos de vestir?

“Porque vuestro Padre Celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas.

“Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas.

“Así que no os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán por sus propias cosas. Basta el día para su propio mal”.

En un sentido general, estos versículos pueden aplicarse a todos los creyentes, pero en su nivel más literal se aplican a aquellos que han sido llamados por el Señor para ser Sus testigos en todo momento.  La mayoría de la gente debe preocuparse por lo que comerán y por cómo se vestirán; las necesidades de la vida así lo requieren. Pero los doce discípulos no tenían que hacerlo, pues fueron escogidos “para ejercer el ministerio entre este pueblo”.

Su llamamiento es el de una devoción completa al ministerio espiritual y a la confianza en la providencia de Dios— y de las personas—para satisfacer sus necesidades temporales.

Entonces, “cuando Jesús hubo hablado estas palabras [a los doce discípulos], se volvió de nuevo hacia la multitud y abrió otra vez su boca”.

La ley y el convenio.

Cuando Cristo hubo concluido, percibió que algunos de entre la congregación estaban confusos respecto a la ley de Moisés, en cuanto a que las cosas viejas habían dejado de ser y todas las cosas habían sido hechas nuevas, un tema que persiste a lo largo de todo el sermón.

A éstos les dijo: “Se ha cumplido la ley que fue dada a Moisés. He aquí, soy yo quien di la ley y soy el que hice convenio con mi pueblo Israel; por tanto, la ley se cumple en mí, porque he venido para cumplir la ley; por tanto tiene fin”.

Respecto al fin de la ley de Moisés, Cristo aclaró qué—o más apropiadamente quién—la estaba reemplazando:  “Yo soy la ley y la luz. Mirad hacia mí, y perseverad hasta el fin, y viviréis; porque al que persevera hasta el fin, le daré vida eterna. He aquí, os he dado los mandamientos; guardad, pues, mis mandamientos.  Y esto es la ley y los profetas, porque ellos en verdad testificaron de mí”.

Cristo enseñó a Sus doce discípulos que cualquier conocimiento de la existencia de los nefitas, “que [son] un resto de la casa de José”, había sido ocultado a los de Jerusalén, así como cualquier otro conocimiento relacionado con “las otras tribus de la casa de Israel, que el Padre ha conducido fuera de su tierra”. Excepto por el, en apariencia, enigmático comentario de Juan 10:16 sobre Sus “otras ovejas”, a Cristo se le prohibió decir nada a los judíos respecto a la localización de estos grupos esparcidos.

Cristo dijo a los nefitas en cuanto a esta declaración en el Evangelio según Juan: “Por motivo de la obstinación y la incredulidad, no comprendieron mi palabra, por tanto, me mandó el Padre que no les dijese más tocante a esto”.  Sin duda alguna, Cristo habló de esa restricción cuando dijo a los de Jerusalén:  “Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar”.  Custodiando el conocimiento de la localización de las otras tribus que el Padre ha separado de ellos, Cristo declaró de forma inequívoca sobre los nefitas: “Vosotros sois aquellos de quienes dije: Tengo otras ovejas que no son de este redil; aquéllas también debo yo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño y un Pastor.

“Y no me comprendieron, porque pensaron que eran los gentiles; porque no entendieron que, por medio de su predicación, los gentiles se convertirían.

“Ni me entendieron que dije que oirán mi voz; ni me comprendieron que los gentiles en ningún tiempo habrían de oír mi voz; que no me manifestaría a ellos sino por el Espíritu Santo.

“Mas he aquí, vosotros habéis oído mi voz, y también me habéis visto; y sois mis ovejas, y contados sois entre los que el Padre me ha dado”.

Con este entendimiento conocido y desconocido sobre los hijos de Israel, Cristo volvió a explorar la interesante distinción entre “la ley”, que se había cumplido, y “el convenio”, que estaba por serlo.  En cuanto al convenio mayor y el papel del Libro de Mormón en el recogimiento del Israel esparcido, dijo a los neritas: “Tengo otras ovejas que no son de esta tierra, ni de la tierra de Jerusalén, ni de ninguna de las partes de esa tierra circundante donde he estado para ejercer mi ministerio.

“Porque aquellos de quienes hablo son los que todavía no han oído mi voz; ni en ningún tiempo me he manifestado a ellos.

“Mas he recibido el mandamiento del Padre de que vaya a ellos, para que oigan mi voz y sean contados entre mis ovejas, a fin de que haya un rebaño y un pastor; por tanto, voy para manifestarme a ellos”.

A continuación, el Salvador reveló la relación existente entre el recogimiento de las tribus de Israel y el cumplimiento del convenio, y continuó diciendo a los nefitas:  “Y os mando que escribáis estas palabras después que me vaya, para que si se da el caso de que mi pueblo en Jerusalén, aquellos que me han visto y han estado conmigo en mi ministerio, no le piden al Padre en mi nombre recibir conocimiento por medio del Espíritu Santo, acerca de vosotros,  como también de las otras tribus, de las cuales nada saben, estas palabras que escribáis se preserven y sean manifestadas a los gentiles, para que mediante la plenitud de los gentiles, el resto de la posteridad de aquéllos, que será esparcido sobre la faz de la tierra a causa de su incredulidad, sea recogido, o sea, llevado al conocimiento de mí, su Redentor.

“Entonces los reuniré de las cuatro partes de la tierra; y entonces cumpliré el convenio que el Padre ha hecho con todo el pueblo de la casa de Israel”.

Cristo recordará ese convenio en los últimos días, cuando los del pueblo de la casa de Israel sean “heridos, y afligidos, y muertos, y…  echados de entre ellos, y… aborrecidos por ellos, y sean entre ellos objeto de escarnio y oprobio”, En esa ocasión, si “los gentiles [pecan] contra mi evangelio, y [rechazan] la plenitud de mi evangelio”,  advirtió el Salvador, y se envanecen en el orgullo de sus corazones “sobre todos los pueblos de la tierra”, y son culpables de mentiras, engaños, maldades,  hipocresía, asesinatos, supercherías sacerdotales, fornicaciones,  abominaciones secretas y rechazan la plenitud del Evangelio de Cristo, “he aquí, dice el Padre, retiraré la plenitud de mi evangelio de entre ellos. Y entonces recordaré mi convenio que he concertado con los de mi pueblo, oh casa de Israel, y les llevaré mi evangelio”.

La curación de los afligidos.

Al fin del primer día de Cristo entre los nefitas, llegó uno de los momentos más dulces y sagrados registrados en el Libro de Mormón.  Dándose cuenta de que tras un día tan largo la gente estaba físicamente débil y espiritualmente abrumada, el Señor les invitó a ir a casa y meditar en las cosas que había enseñado.  En un gesto que subraya Su propia humildad y destaca la importancia de la ferviente confirmación espiritual, aun de las enseñanzas del Salvador mismo, Jesús les dijo a estos nefitas:

“Pedid al Padre en mi nombre que podáis entender; y preparad vuestras mentes para mañana, y vendré a vosotros otra vez”.

Sus otros deberes de esa tarde no eran insignificantes.  “Pero ahora voy al Padre”, dijo, “y también voy a mostrarme a las tribus perdidas de Israel, porque no están perdidas para el Padre, pues él sabe a dónde las ha llevado”.  No obstante, cuando hizo este anuncio, observó los rostros de la multitud.  La gente estaba llorando.  Llenos de respeto por las obligaciones del Salvador hacia esos otros israelitas, no dijeron nada para detenerle, pero el anhelo de sus almas era tan obvio como innegable.

Mirándole “fijamente, como si le quisieran pedir que permaneciese un poco más con ellos”, los nefitas tocaron el corazón del Salvador, quien dijo:  “He aquí, mis entrañas rebosan de compasión por vosotros”.  Pareció entonces cambiar los planes temporalmente, y al hacerlo, proporcionó a estas personas otro de los momentos espirituales de Su ministerio en el Nuevo Mundo, un testimonio para la fe, la devoción y el mudo deseo de estos verdaderos discípulos.

Tras llamar a los enfermos y ciegos, los lisiados y los mutilados, los leprosos y los atrofiados, los que estaban “afligidos de manera alguna”, Cristo pidió que los trajeran para que pudiera sanarlos.  “Porque tengo compasión de vosotros”, dijo, “mis entrañas rebosan de misericordia”.  Percibiendo con perspicacia divina que estas personas deseaban contemplar los milagros que había realizado entre sus hermanos y hermanas de Jerusalén, y reconociendo al instante que la fe de ellos era suficiente para ser sanados, Cristo respondió a cada necesidad de la multitud, “y los sanó a todos, según se los llevaban”.  En respuesta a esta abundancia de misericordia, toda la congregación, tanto los sanados como los sanos, “se postraron a sus pies y lo adoraron; y cuantos, por la multitud pudieron acercarse, le besaron los pies, al grado de que le bañaron los pies con sus lágrimas”.

LOS NIÑOS Y LOS ÁNGELES.

En respuesta a esta gran fe y a la presencia de semejante poder espiritual, Cristo mandó que se le trajeran todos los niños y se reunieran a Su alrededor. Inmediatamente, la multitud hizo espacio hasta que se hubo traído a todos los niños ante el Maestro.  Con estos dulces niños congregados a Su alrededor, parte de la inocencia, la belleza y el futuro de éstos trajo al Salvador un doloroso reconocimiento del daño que un mundo pecador podría ocasionarles.  Con los niños a modo de ayuda visual, como así era, y ante toda la congregación de neritas que estaba mirando, Cristo “gimió dentro de sí, y dijo: Padre, turbado estoy por causa de la iniquidad del pueblo de la casa de Israel”.

Quizás pensando en la maldad de la cual debían ser protegidos, Cristo se arrodilló y ofreció una de las oraciones más extraordinarias jamás pronunciadas, tan notable que Mormón escribió: “Las cosas que oró no se pueden escribir, y los de la multitud que lo oyeron, dieron testimonio.

“Y de esta manera testifican: Jamás el ojo ha visto ni el oído escuchado, antes de ahora, tan grandes y maravillosas cosas como las que vimos y oímos que Jesús habló al Padre;

“Y no hay lengua que pueda hablar, ni hombre alguno que pueda escribir, ni corazón de hombre que pueda concebir tan grandes y maravillosas cosas como las que vimos y oímos a Jesús hablar; y nadie puede conceptuar el gozo que llenó nuestras almas cuando lo oímos rogar por nosotros al Padre”.

Uno se pregunta cómo habría sido el oír esa oración, pero es imposible imaginarse lo que se podría haber visto en ella. No se nos dice lo que esas personas vieron, aparte de lo que oyeron, mas su experiencia no había sino comenzado.

Jesús concluyó Su súplica en favor de los niños y se levantó tras orar. Sin embargo, a causa del gozo inefable de ellos, la multitud no se levantó, o no pudo hacerlo. Jesús les mandó que se levantaran, diciendo que a causa de la fe de ellos Su gozo era completo.

Qué regalo tan excepcional para el Salvador del mundo el ser tan fieles y devotos, tan humildes y respetuosos que Él, el Hombre de Pesares, que llora con frecuencia por los pecados del mundo, pudo llorar porque Su gozo era completo:

“Y cuando hubo dicho estas palabras, lloró… y tomó a sus niños pequeños, uno por uno, y los bendijo, y rogó al Padre por ellos. Y cuando hubo hecho esto, lloró de nuevo; y habló a la multitud, y les dijo: Mirad a vuestros pequeñitos”.

Entonces la multitud vio los cielos abiertos y ángeles que descendían “cual si fuera en medio de fuego; y bajaron y cercaron a aquellos pequeñitos, y fueron rodeados de fuego; y los ángeles les ministraron.  Y la multitud vio y oyó y dio testimonio; y saben que su testimonio es verdadero, porque todos ellos vieron y oyeron, cada cual por sí mismo”.

Este testimonio final sugiere algo de la urgencia que Mormón debe haber sentido al intentar transmitir la realidad de este hecho.  Tras la vivida descripción de sus propias palabras, invocó los testimonios—de dos mil quinientos “hombres, mujeres y niños”—recalcando en dos ocasiones que toda la multitud vio, oyó y dio testimonio de esta experiencia sin precedentes.

Institución de la Santa Cena.

Tras centrarse en la humildad y la pureza de estos niños, Cristo instituyó la Santa Cena como una ordenanza para ahondar la humildad y la pureza de los miembros antiguos, responsables y bautizados de la congregación. Mandó a Sus discípulos “que le llevasen pan y vino”, los cuales bendijo y distribuyó a modo de institución del sacramento de la Cena del Señor entre los nefitas.

Partió el pan y lo bendijo, dándolo primero a los doce discípulos.  Cuando ellos hubieron comido “y fueron llenos” del Espíritu Santo, mandó que lo dieran a la multitud. El propósito y la ejecución de la Santa Cena se explicó cuando Cristo dijo que se daba “a los de mi iglesia, a todos los que crean y se bauticen en mi nombre.  Y siempre procuraréis hacer esto, tal como yo lo he hecho, así como he partido pan y lo he bendecido y os lo he dado. Y haréis esto en memoria de mi cuerpo que os he mostrado. Y será un testimonio al Padre de que siempre os acordáis de mí. Y si os acordáis siempre de mí, tendréis mi Espíritu para que esté con vosotros”.

Tras la instrucción relativa al pan, tomó la copa de vino y mandó que los doce discípulos bebiesen de ella y luego la dieran a la multitud para que bebiera, y cada uno de ellos fue

“lleno” del Espíritu.  Cuando los discípulos hubieron hecho esto, Jesús les dijo:  “Benditos sois por esto que habéis hecho; porque esto cumple mis mandamientos, y esto testifica al Padre que estáis dispuestos a hacer lo que os he mandado.  Y siempre haréis esto por todos los que se arrepientan y se bauticen en mi nombre; y lo haréis en memoria de mi sangre, que he vertido por vosotros, para que testifiquéis al Padre que siempre os acordáis de mí. Y si os acordáis siempre de mí, tendréis mi Espíritu para que esté con vosotros”.

Al final de un día sumamente espiritual y singular, la Santa Cena retomó y confirmó la lección dada al comienzo del mismo cuando Cristo enseñó la importancia del bautismo. En 3 Nefi 18 dijo prácticamente lo mismo que había dicho en 3 Nefi 11:

 Bautismo.

De cierto, de cierto os digo  que ésta es mi doctrina; y los que ésta es mi doctrina; y los que edifican sobre esto, edifican  sobre mi roca, y las puertas del infierno no prevalecerán en contra de ellos.

Y quienes declaren más o menos que esto, y lo establezcan como mi doctrina, tales proceden del mal, y no están fundados sobre mi roca; sino que edifican sobre un cimiento de arena, y las puertas del infierno estarán abiertas para recibirlos, cuando venga las inundaciones y los azoten los vientos.

Santa Cena.

Y os doy el mandamiento de que hagáis estas cosas. Y si hacéis  siempre  estas  cosas, benditos sois, porque estáis edificados sobre mi roca,

Pero aquellos que de entre vosotros hagan más o menos  que esto, no están edificados  sobre mi roca, sino sobre un cimiento arenoso; y cuando caiga la lluvia, y vengan los torrentes, y soplen los vientos, y den contra ellos, caerán, y las puertas del infierno están ya abiertas para recibirlos.

“Habéis visto que he orado al Padre”.

A modo de protección final contra el diablo, y para confirmar los principios de humildad y pureza que había estado enseñando, Cristo instó a los doce discípulos:  “Debéis velar y orar siempre, no sea que el diablo os tiente, y seáis llevados cautivos por él”,  pidiéndoles a estos líderes que orasen en la Iglesia como le habían visto orar entre ellos. En ésta y en todas las cosas, Cristo fue el modelo: “He aquí, yo soy la luz; yo os he dado el ejemplo”.

Volviéndose a la multitud, también les dijo a ellos:  “Debéis velar y orar siempre… Porque Satanás desea poseeros para zarandearos como a trigo. Por tanto, siempre debéis orar al Padre en mi nombre;  y cualquier cosa que pidáis al Padre en mi nombre, si es justa, creyendo que recibiréis, he aquí, os será concedida. Orad al Padre en vuestras familias, siempre en mi nombre, para que sean bendecidos vuestras esposas y vuestros hijos”.

Tras el mandato de orar en familia, Cristo les enseñó que debían reunirse “con frecuencia” como iglesia, y que debían orar por todos los que busquen la Iglesia, sin prohibírselo ni expulsar a nadie. A medida que finaliza este discurso, resulta evidente e inequívoco que la “luz” que debemos sostener ante el mundo es el hecho de orar—y orar siempre—como Cristo oró al Padre: “He aquí, yo soy la luz que debéis sostener en alto: aquello que me habéis visto hacer. He aquí, habéis visto que he orado al Padre, y todos vosotros habéis sido testigos”.

De la misma forma que se invitó a todos los nefitas al comienzo del día a ver y palpar las heridas del Salvador, se les invitó a todos los de esta vasta congregación a experimentar la Santa Cena y la unidad de la oración para que pudieran “percibir y ver” de forma espiritual esos mismos emblemas de la Expiación, esos recordatorios de que Cristo vivió y murió—y oró—por los demás.  La súplica de Sus labios y las heridas mismas en Su carne fueron en favor de los hijos de Dios. Cristo orando, sacrificándose, suplicando y padeciendo, el Cristo puro y humilde que siempre invoca al Padre y que ha buscado la voluntad del Padre desde el principio, ésta es la luz que debemos sostener, tanto como podamos, la luz que debemos ser.  Nuestra vida y nuestras reuniones de la Iglesia tienen como fin permitir que los demás “perciban y vean” la Expiación y la misericordiosa súplica de Cristo en favor de ellos.

Tal y como dijo durante el consejo inicial sobre el bautismo y repitió también durante este consejo final sobre la Santa Cena y la adoración: “Os doy estos mandamientos por motivo de las disputas que ha habido entre nosotros. Y benditos sois si no hubiere disputas entre vosotros”.

Tras tocar personalmente a cada uno de Sus discípulos, otorgándoles el poder de conferir el Espíritu Santo, Jesús ascendió al cielo, poniendo fin al primer día de Su ministerio entre los nefitas.  Al repasar este día, resulta impresionante percatarse de la naturaleza cohesiva y quiásmica de los mensajes que se pronunciaron. Fíjese en la consolidación y en la unidad reveladora de la forma en que comenzó y concluyó la experiencia de este día.

Cristo desciende (3 Nefi 11:8).
Disipa la oscuridad (10:9).
Él es la Luz del Mundo (11:11) .
La gente cae a los pies de Jesús, lo adoran y besan Sus pies (11:17,19).
Cristo manda a las personas que   se pongan de pie (11:14,20).
Da el poder para bautizar (11:21-22).
Permite que le toquen “uno por uno” (11:15).
La gente ve y palpa las marcas de la Expiación (11:14-15).
No debe haber disputas sobre el bautismo (11:22, 28).
Cuidado con las tentaciones del diablo (11:29).
El arrepentimiento es la puerta que conduce al bautismo (11:23).
El significado del bautismo (11:21-34).
Seamos como un niño pequeñito (9:22; 11:38).
Edifiquemos sobre la roca del Salvador (11:39).
No hagamos más ni menos que esto (11:40).
No hagamos más ni menos que esto (18:13) .
Edifiquemos sobre la roca del Salvador (18:12).
“Mirad a vuestros pequeñitos” (17:23).
El significado de la Santa Cena (18:1-32).
El arrepentimiento y el bautismo son la puerta que conduce a la Santa Cena (18:30).
Cuidado con las tentaciones del diablo (18:15,18).
No debe haber disputas sobre la Santa Cena (18:34).
Las personas ven y perciben el espíritu de la Expiación (18:25).
Cristo los toca “uno por uno” (18:36).
Da el poder para conferir el Espíritu Santo (18:37).
Manda a la gente que se ponga de pie (17:19).
La gente besa los pies de Cristo y los baña con sus lágrimas (17:10).
Cristo es una luz al mundo (18:24).
Una nube cubre a la multitud (18:38).
Cristo asciende (18:39).

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