CRISTO y el Nuevo Convenio

CAPÍTULO DOCE.
CRISTO EN EL NUEVO MUNDO: DÍA SEGUNDO


Tras el discurso del primer día a los discípulos del Nuevo Mundo, Jesús ascendió al cielo y “se dispersó la multitud, y todo hombre tomó a su esposa y sus hijos, y volvió a su propia casa”.

Sin embargo, es inevitable que un suceso de esta naturaleza tuviera un impacto electrizante sobre los que tomaron parte en él, y “se divulgó inmediatamente entre el pueblo, antes que llegara la noche, que la multitud había visto a Jesús, y que él había ejercido su ministerio entre ellos, y que por la mañana otra vez se iba a mostrar a la multitud”.  Gran parte de la noche se dedicó a una conversación encendida y al intercambio de impresiones, hasta el punto de que “hubo muchos, sí, un número extremadamente grande, que trabajaron afanosamente toda la noche para poder estar a la mañana siguiente en el paraje donde Jesús se iba a mostrar a la multitud”.

A la mañana siguiente, a los doce discípulos nefitas— identificados por su nombre y entre quienes estaba Timoteo, que había sido levantado de los muertos por su hermano Nefi—se les unió una multitud tan grande, que tuvo que ser dividida en doce partes a las que comenzaron a enseñar los doce discípulos recién llamados.  Resulta interesante que no se les tuviera que mandar a los doce que enseñaran, sino que aceptaron esa responsabilidad instintivamente a causa del mandato de ser testigos de Cristo en todo momento y en todo lugar.  Tampoco es de extrañar que lo que enseñaron fueran las mismas lecciones que habían recibido el día anterior, “sin variar en nada las palabras que Jesús había hablado”.

De acuerdo con el consejo que el Salvador les había dado la noche anterior, los doce discípulos mandaron a la multitud que se arrodillara y orase al Padre en el nombre de Jesús, “y oraron por lo que más deseaban; y su deseo era que les fuese dado el Espíritu Santo”.

Las limitaciones de este libro no nos permiten realizar un estudio definitivo del papel, el don y la influencia divina del Espíritu Santo, pero resulta significativo que fuera esto por lo que oraran los doce nefitas por encima de todo lo demás.  Como Cristo todavía no se había aparecido durante este segundo día (y debido que el Padre y el Hijo no podían estar constantemente con ellos—ni con nosotros—en un mundo telestial), el siguiente compañero ideal de la lista era el miembro de la Trinidad que sí puede estar constantemente con los mortales: el Espíritu Santo.  Estos apóstoles recién llamados no podían contar siempre durante su ministerio con la presencia diaria y física del Salvador; sin embargo, debido a que tenían que guiar la Iglesia de Jesucristo en rectitud y ser testigos de Su nombre por todo el mundo nefita, ciertamente necesitarían las impresiones, la protección, la revelación y el consuelo de Aquel que es la extensión espiritual y el representante telestial del Padre y el Hijo.

En nuestra propia época se le preguntó al profeta José Smith en qué se diferenciaba La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días de las demás religiones del momento.  Él respondió que la diferencia estribaba en “el don del Espíritu Santo” y que todas las demás consideraciones “estaban comprendidas en ese don”.  A la luz de estas experiencias antiguas o modernas, del Viejo y del Nuevo Mundo, puede que todos los discípulos de Cristo, todos los miembros de Su Iglesia verdadera, debieran ora-r por la influencia y la guía del Espíritu Santo como el don celestial “que más desean”.

Cuando los doce nefitas hubieron concluido su oración, se acercaron al borde del agua donde, como parte de la puesta en práctica de una nueva dispensación, Nefi se bautizó (¿puede que de la misma manera que lo hicieron Adán, Alma o José Smith?).  Cuando salió del agua, comenzó a bautizar a los demás, empezando por los doce que Jesús había escogido.

Cuando todos fueron bautizados y hubieron salido del agua, “el Espíritu Santo descendió sobre ellos, y fueron llenos del Espíritu Santo y de fuego”.  De hecho, los que estaban renovando sus convenios bautismales en esta dispensación nueva y más elevada fueron rodeados de fuego, al que siguieron ángeles que descendieron del cielo y les ministraron.

La manifestación suprema de esta secuencia celestial fue la aparición de Jesús en medio del grupo. A modo de refuerzo y confirmación de Sus enseñanzas del día anterior sobre la humildad y la pureza, y aprovechando la atmósfera espiritual que los doce discípulos habían creado entre la congregación, Jesús mandó a los doce y a los allí congregados que se arrodillaran de nuevo y orasen.

La oración intercesora de Cristo.

Tras invitar a los doce discípulos a que dirigieran la oración, Jesús mismo “se apartó de entre ellos, y se alejó de ellos un poco y se inclinó a tierra” y oró:

“Padre, gracias te doy porque has dado el Espíritu Santo a éstos que he escogido”, comenzó diciendo, “y es por su creencia en mí que los he escogido de entre el mundo.

“Padre, te ruego que des el Espíritu Santo a todos los que crean en sus palabras.

“Padre, les has dado el Espíritu Santo porque creen en mí; y ves que creen en mí, porque los oyes, y oran a mí; y oran a mí porque estoy con ellos.

“Y ahora, Padre, te ruego por ellos, y también por todos aquellos que han de creer en sus palabras, para que crean en mí, para que yo sea en ellos como tú, Padre, eres en mí, para que seamos uno”.

Ésta es, por supuesto, una variación de la gran oración intercesora que Cristo ofreció por Sus discípulos la víspera de Su crucifixión en el Viejo Mundo, cuando oró para que Sus seguidores pudieran estar unidos con el Padre y el Hijo, así como entre ellos, y ser preservados de las tentaciones adversas y las malas influencias del mundo.

De las palabras del Salvador se desprende claramente que es el Espíritu Santo el que proporciona esta unidad, un punto doctrinal no tan claramente comunicado en el registro del Nuevo Testamento. Además, resulta significativo que una de las evidencias definitivas que Dios tiene para nuestra creencia en la Deidad sea el que se nos vea y oiga orar.  Cristo destacó esta evidencia a favor de los nefitas y dijo al padre:  “Ves que creen en mí, por que los oyes».  Debe verse y oírse a los discípulos de Cristo en oración.  Es la clave para las manifestaciones milagrosas del cielo y la compañía personal del Consolador (o Consoladores).

Una vez que Jesús hubo orado al Padre de esta forma, regresó a los discípulos, quienes continuaban orando sin cesar “y no multiplicaban muchas palabras, porque les era manifestado lo que debían suplicar, y estaban llenos de anhelo”.  Muchos se han preguntado cómo puede alguien orar sin cesar de forma que no “[multiplique] muchas palabras”. Si nuestro anhelo por comunicarnos es lo bastante grande, se nos hará saber lo que debemos decir.  Es más, el Espíritu Santo intercederá en nuestro favor contribuyendo a la comunicación de nuestro corazón aun cuando parezcan faltarnos las palabras.  “El Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad”, enseñó Pablo, “pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles”.  La urgencia y el deseo, acompañados de las impresiones divinas, descartan cualquier multiplicación de las palabras en la oración.

Mientras los discípulos estaban orando,  “Jesús los bendijo… y la sonrisa de su faz fue sobre ellos, y los iluminó la luz de su semblante”, hasta el punto de que las personas fueron tan blancas como el rostro y los vestidos de Cristo:  “Su blancura excedía a toda blancura, sí, no podía haber sobre la tierra cosa tan blanca como su blancura. Y Jesús les dijo: Seguid orando; y ellos no cesaban de orar”.  ¡Qué imagen tan maravillosa: Cristo bendiciendo a las personas en el momento mismo de la oración!.

Cristo se volvió, se alejó y Él mismo se inclinó al suelo, y continuó con Su oración intercesora del Nuevo Mundo: “Padre, te doy las gracias por haber purificado a los que he escogido, por causa de su fe, y ruego por ellos, y también por los que han de creer en sus palabras, para que sean purificados en mí, mediante la fe en sus palabras, así como ellos son purificados en mí.

“Padre, no te ruego por el mundo, sino por los que me has dado del mundo, a causa de su fe, para que sean purificados en mí, para que yo sea en ellos como tú, Padre, eres en mí, para que seamos uno, para que yo sea glorificado en ellos”.

He aquí una vez más la súplica por la unidad con el Padre y el Hijo, haciendo referencia de nuevo a la influencia del Espíritu Santo.  Además de este don del Espíritu, o debido a él, los que sean uno con el Padre y el Hijo tienen que ser purificados, un estado que no sólo viene por medio de la fe en Dios, sino también por la fe en las palabras de los doce discípulos, quienes actuaron con la pureza concedida por Dios.  En definitiva, todos los creyentes estarán a salvo “fuera del mundo” gracias a su fe, y serán unidos con el Padre y el Hijo mediante la pureza.

Tras la oración intercesora, Cristo volvió a Sus discípulos, quienes estaban orando “constantemente, sin cesa».  Les sonrió y ellos se volvieron “blancos, aun como Jesús”. Volvió a dejarlos una tercera vez para alejarse un poco y orar al Padre.

Este tercer segmento de Su oración intercesora a favor de los nefitas fue imposible de registrar.  “La lengua no puede expresar las palabras que oró, ni pueden ser escritas por hombre alguno las palabras que oró”, dijo Mormón. Mas la multitud que estaba presente oyó, y se abrieron sus corazones, unidos por el Espíritu Santo y la pureza personal, de modo tal que pudieron entender lo que Cristo oró.  “No obstante, tan grandes y maravillosas fueron las palabras que oró, que no pueden ser escritas, ni tampoco puede el hombre expresarlas”.

Cristo felicitó la ferviente actitud de Sus discípulos, haciendo notar que era la muestra de fe más perfecta que había visto entre todos los judíos, y que nadie del Viejo Mundo había visto ni oído las grandes cosas que les fueron manifestadas a estos nefitas “por motivo de su incredulidad”.  La imagen de Cristo orando era la luz que estos nefitas debían sostener al mundo, algo que ya estaban haciendo de forma notablemente devota.

La Santa Cena.

Con el recordatorio de que la multitud “no cesara de orar en sus corazones”, Cristo les mandó que dejaran de orar vocalmente y se pusieran en pie. Una vez más proporcionó la Santa Cena, bendiciendo el pan y dándolo a los discípulos para que comieran; y, alejándose de la ordenanza del día anterior, cuando parece ser que el Salvador mismo bendijo el pan y el vino para ser administrados a todos los presentes, ahora mandó a los doce discípulos que partieran y bendijeran el pan y luego lo dieran a la multitud; y damos por entendido que el mismo patrón se siguió con el vino.

En este acto consciente de brindar participación a los doce discípulos en la ordenanza, Cristo estaba mostrando claramente a la multitud que estos hermanos tenían la autoridad para administrarla y que no se trataba de un acontecimiento único para ser efectuado solamente por Cristo.  El participar de la Santa Cena era, después de todo, una experiencia nueva para ellos y sin esa expresión visible de permiso y autoridad para que los doce discípulos la oficiaran, la multitud podría haberse resistido a cualquier perpetuación de la ordenanza una vez que Cristo hubiera partido.

En un ejemplo clásico de atenuación hebrea, se alude a un milagro relacionado con esta ordenanza sacramental pero del cual no se da explicación.  La referencia da por sentada—y requiere—la fe del lector. Casi como una nota al margen, Mormón dijo de la experiencia: “Ni los discípulos ni la multitud habían llevado pan y vino; pero verdaderamente les dio de comer pan y de deber vino también”.

Queda en nosotros el meditar de dónde vinieron el pan y el vino.  ¿Se trataba de una variación del Nuevo Mundo de los cinco panes y los dos pececillos que sirvieron para alimentar a los cinco mil en el Viejo Mundo?  ¿Se trató de algún tipo de intervención divina, como cuando Jesús fue tomado en Nazaret para ser arrojado desde lo alto del monte, “mas él pasó por en medio de ellos, y se fue”?.   Cualquiera que sea la respuesta, el autor suponía que los futuros lectores entenderían que estas cosas suceden y que no se puede escribir el proceso mediante el cual suceden.  En cualquier caso, éstas son manifestaciones de una implicación y ayuda divinas en la obra de la iglesia verdadera del Señor.

Una de las indicaciones implícitas en la ordenanza sacramental es que puede ser una verdadera experiencia espiritual, una comunión santa, una renovación para el alma. Jesús dijo a estos nefitas: “El que come de este pan, come de mi cuerpo para su alma; y el que bebe de este vino, bebe de mi sangre para su alma; y su alma nunca tendrá hambre y sed, sino que será llena”.

En el relato de Mormón de la experiencia sacramental del día anterior, destacó repetidas veces que los discípulos y la multitud fueron “llenos” por los pequeños emblemas de unos pedacitos de pan y un sorbito de vino.  Obviamente, no estaban “llenos” físicamente.  La invitación de Cristo de llevar el significado de la Santa Cena a nuestras almas mismas proporciona el contexto mediante el cual uno puede ser lleno con estos pequeños emblemas, pues cuando la multitud hubo comido el pan y bebido el vino, fueron “llenos del Espíritu; y clamaron a una voz y dieron gloria a Jesús, a quien veían y oían”.

El convento y su mensajero.

Con las enseñanzas del Salvador, culminando en la introducción de la Santa Cena, vino cierto sentimiento de finalización de la visita a los nefitas. En ese momento el Señor les dijo: “Ahora cumplo el mandamiento que el Padre me ha dado concerniente a este pueblo, que es un resto de la casa de Israel”.

Apoyándose en el convenio que estas personas acababan de concertar, un convenio que se inició con el bautismo y que se renovó al participar de la Santa Cena, Cristo pronunció un importante discurso sobre el convenio mayor que el Padre ha hecho con toda la casa del Israel.

Tras señalar que los restos de la casa de Israel habían sido esparcidos por la superficie de toda la tierra, Cristo profetizó que serán “recogidos del este y del oeste, y del sur y del norte; y serán llevados al conocimiento del Señor su Dios, que los ha redimido”.  No importa lo que cueste, se hará para “[establecer] a mi pueblo, oh casa de Israel”. A aquellos cuya herencia esté en las tierras del Nuevo Mundo vendrá una “Nueva Jerusalén”, dijo el Salvador.  “Y los poderes del cielo estarán entre este pueblo; sí, yo mismo estaré en medio de vosotros”.

En este contexto, Cristo afirmó que fue de Él de quien habló Moisés cuando dijo:  “El Señor vuestro Dios os levantará a un profeta, de vuestros hermanos, semejante a mí; a él oiréis en todas las cosas que os dijere. Y sucederá que toda alma que no escuchare a ese profeta será desarraigada de entre el pueblo».  La declaración que Pedro hizo a este respecto a los judíos del Viejo Mundo es, desde luego, uno de los versículos citados por el ángel Moroni la primera vez que visitó al joven profeta José Smith la noche del 21 de septiembre de 1823.

Cristo reconoció que el pueblo de Nefi pertenecía a la casa de Israel y que iba a ser favorecido de Dios dos veces y de forma especial.  En el meridiano de los tiempos fueron los primeros esparcidos de Israel en recibir al Cristo resucitado después de Su ascensión al cielo y en los últimos días serían los primeros israelitas en recibir a Cristo cuando Él restaurara Su Evangelio en la dispensación del cumplimiento de los tiempos.

Fíjese en este lenguaje tan significativo:  “Vosotros sois los hijos de los profetas; y sois de la casa de Israel; y sois del convenio que el Padre concertó con vuestros padres, diciendo a Abraham: Y en tu posteridad serán benditas todas las familias de la tierra.

“Porque el Padre me ha levantado para venir a vosotros primero, y me envió a bendeciros, apartando a cada uno de vosotros de vuestras iniquidades; y esto, porque sois los hijos del convenio.

“Y después que hayáis sido bendecidos, entonces cumplirá el Padre el convenio que hizo con Abraham, diciendo: En tu posteridad serán benditas todas las familias de la tierra, hasta el derramamiento del Espíritu Santo sobre los gentiles por medio de mí, y esta bendición a los gentiles los hará más fuertes que todos”.

Es muy consolador fijarse en que uno de los principales beneficios que se desprende de nuestras promesas a Dios es que el Padre envía al Hijo para bendecirnos en un mundo de aflicción, dolor y pesar, para que nos alejemos con nuestra posteridad de la iniquidad, y todo esto simple y amorosamente porque “[somos] los hijos del convenio”.

Lo que sucedió a continuación fue una maravillosa profecía mesiánica, casi un salmo mesiánico, que prometía el retorno del Israel esparcido a Jerusalén, donde, dijo el Señor,

“les será predicada la plenitud de mi evangelio; y creerán en mí, que soy Jesucristo, el Hijo de Dios; y orarán al Padre en mi nombre.

“Entonces levantarán la voz sus centinelas, y cantarán unánimes; porque verán ojo a ojo.     “Entonces los juntará de nuevo el Padre, y les dará Jerusalén por tierra de su herencia”.

Con esta redención de Jerusalén y el consuelo de Su pueblo allí, se reclamarán los lugares desolados, Jerusalén se vestirá con sus ropas hermosas, será protegida de los impuros y, prosiguió el Salvador, “todos los extremos de la tierra verán la salvación del Padre; y el Padre y yo somos uno”.

La unidad de Cristo con el Padre y Su papel en la salvación de Israel bajo la mano de Su Padre, ocasionará un gran remordimiento a quienes lo rechazaron y le vendieron por nada.

Cristo dijo: “Los de mi pueblo conocerán mi nombre, sí, en aquel día sabrán que yo soy el que hablo.  Y entonces dirán:  ¡Cuan hermosos sobre las montañas son los pies del que les trae buenas nuevas; que publica la paz; que les trae gratas nuevas del bien; que publica salvación; que dice a Sión: Tu Dios reina!”.

Estos pasajes familiares, escritos primero por Isaías pero mencionados e inspirados por Jehová mismo, se aplican con frecuencia a cualquiera—especialmente a los misioneros—que traiga las buenas nuevas del Evangelio y publique la paz a los hijos de los hombres.

No hay nada inapropiado respecto a esta aplicación, pero es importante que nos demos cuenta, tal y como hizo el profeta Abinadí, de que en su forma más pura y en su sentido más original, este salmo de agradecimiento se aplica específicamente a Cristo.  Él y sólo Él es el que en última instancia nos trae las buenas nuevas de salvación. Sólo mediante Él se publica la paz verdadera y eterna.  Es a Sión, tanto en la Antigua como en la Nueva Jerusalén, a quien Cristo declara: “¡Tu Dios reina!”.  Son Sus pies los que son hermosos sobre el monte de la redención.

En el momento en que le reconozcan, todos se asombrarán de que Su aspecto esté tan desfigurado, “más que cualquier hombre, y su forma más que la de los hijos de los hombres”, refiriéndose sin duda al impacto físico del sufrimiento y a las cicatrices de la carne que acompañaron al sacrificio expiatorio de Cristo. “Entonces se cumplirá este convenio que el Padre ha hecho con su pueblo; y entonces Jerusalén volverá a ser habitada por mi pueblo, y será la tierra de su herencia”.

La señal que indicaría cuándo tendrían lugar estos acontecimientos finales era que el Evangelio sería restaurado por medio de los gentiles, quienes a cambio lo llevarían al remanente de la casa de Jacob (los hijos de Lehi) que todavía permanezcan en su tierra de promisión. “El Padre les [hará] saber estas cosas [a los gentiles]”, dijo Cristo a los nefitas, “y del Padre [procederán] de ellos a vosotros”.

La restauración y la enseñanza del Evangelio de Jesucristo— incluyendo el Libro de Mormón como la esencia divina de “estas cosas”—por medio del profeta José Smith y de la “iglesia gentil” a los hijos de Lehi, es la gran declaración de que se está cumpliendo el antiguo convenio:  “Cuando estas obras, y las obras que desde ahora en adelante se hagan entre vosotros [las obras registradas en el Libro de Mormón], procedan de los gentiles a vuestra posteridad… les será por señal, para que sepan que la obra del Padre ha empezado ya, para dar cumplimiento al convenio que ha hecho al pueblo que es de la casa de Israel”.  En ese día, dijo Cristo, sería por Él, por el éxito de Su misión y la plena eficacia de Su vida, que el padre restauraría el Evangelio y volvería a establecer Su iglesia.  “En aquel día hará el Padre, por mi causa”, enseñó Jesús, “una obra que será una obra grande y maravillosa entre ellos; y habrá entre ellos quienes no lo creerán, aún cuando un hombre se lo declare”.

Al hablar de este “hombre”, José Smith, Cristo profetizó del peligro al que haría frente en ese papel: “La vida de mi siervo estará en mi mano; por tanto, no lo dañará, aunque sea herido por causa de ellos. No obstante, yo lo sanaré, porque les mostraré que mi sabiduría es mayor que la astucia del diablo”.

Si los gentiles no se arrepentían ni recibían las palabras restauradas de Cristo, habría un equivalente actual de aquellas destrucciones antiguas. Durante esta advertencia, Cristo proporcionó gran detalle sobre cómo serían echados y despedazados los gentiles a manos del remanente de Jacob.

En medio de tal destrucción, se hizo la promesa de que “si [los indiferentes gentiles] se arrepienten y escuchan mis palabras, y no endurecen sus corazones, estableceré mi iglesia entre ellos; y entrarán en el convenio, y serán contados entre este resto de Jacob, al cual he dado esta tierra por herencia”.  Estos gentiles ayudarán a la casa de Israel en la edificación de “una ciudad que será llamada la Nueva Jerusalén” y colaborarán en la labor del recogimiento de todo “mi pueblo que esté disperso sobre toda la faz de la tierra, para que sean congregados en la Nueva Jerusalén.  Y entonces el poder del cielo descenderá entre ellos”, prosiguió el Salvador, “y también yo estaré en medio”. Una vez más, la señal definitiva de la obra de los últimos días será la época “cuando sea predicado este evangelio entre el resto de este pueblo”.

Será en esta ocasión, o si se prefiere, durante este acontecimiento tripartito, que comenzará la obra del recogimiento entre “todos los dispersos de mi pueblo”, dijo el Señor, “sí, aun entre las tribus que han estado perdidas, las cuales el Padre ha sacado de Jerusalén.  Sí, empezará la obra entre los dispersos de mi pueblo, y el Padre preparará la vía por la cual puedan venir a mí, a fin de que invoquen al Padre en mi nombre.  Sí, y entonces empezará la obra, y el Padre preparará la vía, entre todas las naciones, por la cual su pueblo pueda volver a la tierra de su herencia”.

Aquí Cristo cita en todas Sus palabras, con unas mínimas variaciones, tres revelaciones que, en Su papel de Jehová, había dado a Isaías y Malaquías, respectivamente, en una época anterior.  Excepto por el ejemplo del Sermón del Monte y del sermón del templo mencionado anteriormente (y esos eran sermones en los que Jesús hablaba como Jesús y como Jehová), estas tres selecciones son los únicos ejemplos de toda la visita del Salvador al Nuevo Mundo en los que repitió capítulos enteros de lo que se había dicho en otra ocasión y, como se ha mencionado, en otro papel.  El que así lo hiciera, y el que escogiera citar estos capítulos concretos, merece cierta atención.

3 Nefi 22 (compárese con Isaías 54).

Este capítulo muestra la promesa y la devoción del Señor hacia Sión en los últimos días.

Como tal, es una continuación natural de las promesas proféticas y del convenio que Cristo estaba dando a los nefitas, promesas que se cumplirían como consecuencia de la restauración del Evangelio y del recogimiento de Israel que se originaría a causa de ello.

“Regocíjate, oh estéril, la que no daba a luz;  levanta canción y da voces de júbilo, la que nunca estuvo de parto…  Ensancha el sitio de tu tienda… alarga tus cuerdas, y refuerza tus estacas…  tu descendencia… habitará las ciudades asoladas”.  En ocasiones por elección, y a veces por las circunstancias, Israel ha sido una mujer estéril y sin hijos que no ha dado a luz ni ha vivido a la altura de sus promesas, su potencial y sus convenios. No obstante, la desolada Israel puede—y podrá— ser fructífera, aun en la ocasión y los lugares de su esparcimiento y dispersión.

El gran movimiento de la conversión, el recogimiento y el regreso de Israel a las tierras de su herencia requerirá de estacas fuertes y grandes en Sión.  El crecimiento será “a la mano derecha y a la mano izquierda”, con ciudades gentiles (que probablemente quedaron desoladas por la ira “derramada sin mezcla sobre toda la tierra”) habitadas por los hijos del convenio.  Es de este simbolismo de la tienda/tabernáculo de Israel en el desierto, con sus cuerdas, cortinas, límites y estacas de donde La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días toma el uso de la palabra estaca para el nombre de una de sus unidades eclesiásticas básicas.

“No temas, pues no serás confundida; y no te avergüences, porque… te olvidarás de la vergüenza de tu juventud, y de la afrenta de tu viudez no tendrás más memoria.  Porque tu marido es tu Hacedor, Jehová de los ejércitos es su nombre; y tu Redentor, el Santo de Israel;  Dios de toda la tierra será llamado. Porque… te llamó Jehová… [cuando fuiste) repudiada”.  Aun cuando ha habido esterilidad y en ocasiones falta de fidelidad, el esposo (Cristo) todavía reclamará y redimirá a Su esposa (Israel). El simbolismo de Jehová como novio y el de Israel como novia se encuentra entre una de las metáforas comúnmente empleadas en las Escrituras, y que el Señor y Sus profetas utilizan para describir la relación entre la Deidad y los hijos del convenio.

“Por un breve momento te abandoné, pero te recogeré con grandes misericordias. Con un poco de ira escondí mi rostro de ti por un momento; pero con misericordia eterna tendré compasión de ti, dijo Jehová tu Redentor… he jurado que no me enojaré contra ti… Porque los montes se moverán, y los collados temblarán, pero no se apartará de ti mi misericordia, ni el pacto de mi paz se quebrantará, dijo Jehová, el que tiene misericordia de ti”.  En ocasiones, Cristo ha estado enfadado con todo derecho por la reincidencia de Israel, aunque siempre ha sido algo breve y temporal, “por un momento”.  La compasión y la misericordia siempre regresan y prevalecen de forma más firme.  Los montes y los collados pueden desaparecer.  Se puede secar el agua de los grandes mares.  Las cosas más improbables del mundo pueden suceder, pero la amabilidad y la paz del Señor jamás serán quitadas del pueblo del convenio.  Él ha jurado firmemente que no estará enfadado con ellos para siempre.

“Pobrecita, fatigada con tempestad, sin consuelo; he aquí que yo cimentaré tus piedras sobre carbunclo, y sobre zafiros te fundaré.  Tus ventanas pondré de piedras preciosas, tus puertas de piedras de carbunclo, y toda tu muralla de piedras preciosas”.  Aún durante el período subsiguiente a estos disturbios de gran aflicción, el Señor derramará bendiciones materiales y espirituales sobre Israel, incluyendo las joyas y los metales preciosos que se emplearán para edificar la Nueva Jerusalén.

“Y todos tus hijos serán enseñados por Jehová; y se multiplicará la paz de tus hijos. Con justicia serás adornada; estarás lejos de opresión, porque no temerás, y de temor, porque no se acercará a ti”. Éste es un pasaje clásico y de frecuente mención que denota la paz y la libertad que vencerán al temor y que recibirán los habitantes de Sión, incluyendo, especialmente, a los hijos de aquellos que hayan hecho y guardado sus convenios.

“Si alguno conspirare contra ti, lo hará sin mí; el que contra ti conspirare, delante de ti caerá. He aquí que yo hice al herrero que sopla las ascuas en el fuego… Ninguna arma forjada contra ti prosperará…  Esta es la herencia de los siervos de Jehová”.  Lo que generalmente se entiende como una bendición para las personas y las familias en los versículos anteriores, se convierte en una petición más colectiva para la Sión y la Iglesia de los últimos días.  Siempre que se ha enseñado el Evangelio ha habido oposición, pero Dios

ha establecido los límites de su influencia, y todo el que se rebele contra la verdad será condenado y finalmente caerá.  Hacia el final del capítulo, la relación entre Dios y Sus hijos del convenio se ve de forma plena y poética. Considere el siguiente resumen de las promesas de Dios y de la esperanza milenaria de Israel:

LA IMPORTANCIA DE LOS REGISTROS ESCRITOS.

Cristo se detuvo aquí para realzar la importancia de los escritos de Isaías en concreto, y de todas las Escrituras en general.  De nuevo, y tras mandar a los nefitas que escudriñaran estos escritos diligentemente, “porque grandes son las palabras de Isaías”, observó la notable amplitud de las declaraciones de este profeta, reconociendo que, en su examen de la historia y los convenios de Israel, Isaías tocó “todas las cosas concernientes [al pueblo del Señor]”, el cumplimiento de lo cual se había verificado o estaba para hacerse.  Este mensaje también debe ir a los gentiles, dijo Cristo, una misión lograda, al menos en parte, con la publicación y distribución del Libro de Mormón.

El Salvador destacó la importancia de las Escrituras nefitas para estos propósitos futuros a costa del sonrojo de Nefi.  Al decir que Sus discípulos debían “escuchar [sus] palabras”, Cristo hizo hincapié en que siempre debían escribir las cosas que Él les había dicho antes de que los gentiles las recibiesen en los últimos días a través del Libro de Mormón.

“Escudriñad los profetas”, dijo, porque ellos enseñan los principios de salvación del Evangelio.  Sabiendo, gracias a Su omnisciente percepción de toda circunstancia, que algunos elementos de manifestaciones pasadas podrían no haberse registrado por completo o de forma exacta, Cristo pidió a Nefi que le llevara los anales que habían guardado.  Con los registros abiertos delante de Él, el Salvador preguntó por qué no se había anotado un cumplimiento tan significativo de la profecía de Samuel el Lamanita.

Samuel había profetizado que en los días de la crucifixión y resurrección de Cristo en el Viejo Mundo, muchos santos del Nuevo Mundo se levantarían de los muertos, se aparecerían y ministrarían a muchos.  El Salvador preguntó si, en efecto, Samuel había declarado esto, y Nefi prestamente reconoció que así había sido. Sin embargo, al preguntarle de nuevo Jesús en cuanto al asunto, recordó que no se había recogido por escrito el cumplimiento de dicha profecía.  “¿Por qué no habéis escrito esto”, preguntó el Salvador, “que muchos Santos se levantaron, y se aparecieron a muchos, y les ministraron? Y…  Nefi se acordó de que aquello no se había escrito”. Siguiendo las indicaciones del Salvador, se añadió de inmediato al registro y Él continuó hasta explicarles “en una todas las Escrituras” de los registros que ellos habían llevado, mandándoles enseñar las cosas que les había dado.

3 Nefi 24 y 25 (compárese con Malaquías 3 y 4).

Tras haber enseñado del libro de Isaías y haber dado ánimo para escudriñar todos los profetas,  Cristo citó en su totalidad los capítulos tres y cuatro de Malaquías con el hincapié que éstos hacen en el mensaje y el mensajero “del convenio”.  De los pasajes de Malaquías—obviamente Lehi no disponía de ellos en la época de su partida de Jerusalén—Cristo dijo;  “Estas Escrituras que no habéis tenido con vosotros, el Padre mandó que yo os las diera; porque en su sabiduría dispuso que se dieran a las generaciones futuras”.

Estos capítulos son especialmente importantes para los Santos de los Últimos Días a la luz del hecho de que cuando el ángel Moroni se apareció por primera vez al profeta José Smith el 21 de septiembre de 1823,  “empezó a citar las profecías del Antiguo Testamento.

Primero citó parte del tercer capítulo de Malaquías, y también el cuarto y último capítulo de la misma profecía, aunque variando un poco de la forma en que se halla en nuestra Biblia”.

El profeta no identificó todos los versículos que Moroni citó de Malaquías 3, pero podemos suponer, sin temor a equivocarnos, que éstos habrían incluido los relativos a la Segunda Venida del Salvador.

“He aquí, yo envío mi mensajero, el cual preparará el camino delante de mí; y vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis, y el ángel del pacto, a quien deseáis vosotros”.  El mensajero más obvio que vendría para preparar el camino ante el Señor fue Juan el Bautista, pero no sólo sirvió él como precursor del Señor en la época del Nuevo Testamento, sino que también representó ese papel en los últimos días.  El 15 de mayo de 1829, se apareció a José Smith y Oliver Cowdery y restauró el Sacerdocio Aarónico en preparación para otros subsiguientes y mayores poderes del sacerdocio, incluyendo las llaves y las ordenanzas del santo templo y la visita del Salvador a ese lugar.

En un momento de gran manifestación espiritual en el que estaban regresando a la tierra muchas llaves y poderes, Cristo, que es el gran “mensajero del convenio”, vino al primer templo de esta dispensación, en Kirtland, Ohio, el 3 de abril de 1836.  También ha ido a otros templos y continuará haciéndolo—particularmente en Jerusalén y en el condado de Jackson, Misuri—como parte de la culminación de Su majestuosa Segunda Venida.

“¿Y quién podrá soportar el tiempo de su venida? ¿o quién podrá estar en pie cuando él se manifieste? Porque él es como fuego purificador, y como jabón de lavadores. Y se sentará para afinar y limpiar la plata; porque limpiará a los hijos de Leví… y traerán a Jehová ofrenda en justicia”.  El regreso del Salvador será una experiencia refinadora y purificad ora por fuego.  Los justos perseverarán y serán purificados por esta llama de verdad, mientras que los inicuos arderán como rastrojo, incapaces de soportar sus insaciables demandas.

En ese momento milenario, los hijos de Leví (la tribu de Israel que tenía la primogenitura del ministerio del Sacerdocio Aarónico) serán purificados y restaurados a sus antiguos deberes.

Una de sus “ofrendas”, tal y como enseñó el profeta José Smith, es un libro de memorias que será presentado al Señor  “en su Santo templo… un libro que contenga el registro de nuestros muertos, el cual sea digno de toda aceptación”.  El profeta también enseñó que estos deberes levíticos incluirían el sacrificio de animales como “una ofrenda en justicia” al Señor en el templo de la Nueva Jerusalén, quizás como parte de un ejercicio final en el que los diversos elementos y ordenanzas de todas las dispensaciones anteriores serán reunidos, al menos simbólicamente, en este triunfante momento final de la Dispensación del Cumplimiento de los Tiempos, cuando la finalización de este mundo y de su obra se presente a su justo Señor de señores y Rey de reyes.

El templo al que acuda el Señor será un lugar para “vuestras unciones y lavamientos, y vuestros bautismos por los muertos, y vuestras asambleas solemnes y memoriales para vuestros sacrificios por medio de los hijos de Leví”.  El que estas ordenanzas del sacerdocio y los poseedores de éste sean de importancia en la restauración del Evangelio se desprende de la bendición que Juan el Bautista dio a José Smith y Oliver Cowdery: “Sobre vosotros, mis consiervos, en el nombre del Mesías, confiero el Sacerdocio de Aarón, el cual tiene las llaves del ministerio de ángeles, y del evangelio de arrepentimiento, y del bautismo por inmersión para la remisión de pecados; y este sacerdocio nunca más será quitado de la tierra, hasta que los hijos de Leví de nuevo ofrezcan al Señor un sacrificio en rectitud”.

“Y vendré a vosotros para juicio; y seré pronto testigo… Os habéis apartado de mis leyes, y no las guardasteis. Volveos a mí, y yo me volveré a vosotros… ¿Robará el hombre a Dios?

Pues vosotros me habéis robado. Y dijisteis: ¿En qué te hemos robado? En vuestros diezmos y ofrendas. Malditos sois con maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado.  Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde».  El Señor declara Su ira no sólo contra los hechiceros, los adúlteros y los que juran mentira en cualquier forma, sino también contra los que no son generosos con el jornalero, el extranjero, la viuda y el huérfano.  Al llamar a los que se han desviado para que regresen, les habla del bien que se podría hacer con estos necesitados si hubiera “alimento en mi casa”.  Si los diezmos y las ofrendas no vuelven al Señor, sabiendo por un lado que son Suyos de pleno derecho, entonces la gente y la tierra son malditos con maldición, los frutos de la viña son destruidos y la productividad de los campos es arrasada.  Aquellos que extiendan su mano a la viuda y al huérfano mediante una ofrenda concedida libremente, recibirán bendiciones inconmensurables, una “bendición hasta que sobreabunde”.

“Vuestras palabras contra mí han sido violentas, dice Jehová… Habéis dicho: Por demás es servir a Dios. ¿Qué aprovecha que guardemos su ley, y que andemos afligidos en presencia de Jehová de los ejércitos? Decimos, pues, ahora: Bienaventurados son los soberbios, y los que hacen impiedad no sólo son prosperados, sino que tentaron a Dios y escaparon… Y fue escrito libro de memoria delante de él para los que temen a Jehová, y para los que piensan en su nombre.  Y serán para mí especial tesoro, ha dicho Jehová de los ejércitos, en el día en que yo actúe… Entonces os volveréis, y discerniréis la diferencia entre el justo y el malo, entre el que sirve a Dios y el que no le sirve”.

Uno de los retos de los fieles es el darse cuenta de que a veces los que no son obedientes y dignos parecen recibir tanto o más de las bendiciones temporales de la vida como aquellos que se sacrifican y prestan servicio.  Cristo acababa de hablar de este asunto a los nefitas en el sermón del templo cuando les recordó que Dios “hace salir su sol sobre los malos y sobre los buenos”.  Los santos deben ser fieles hasta el fin sin preocuparse demasiado por lo que haga su prójimo. Deben obedecer los mandamientos porque son llamados a hacerlo y porque tienen que hacerlo, sin importarles la reacción de los demás.

Indudablemente, los infieles también verán el sol brillar sobre sus cabezas, puede que en ocasiones de forma más abundante que sobre las cabezas de los justos. Mas la fe y la devoción de los fieles quedan grabadas en el libro de la vida del Cordero, y llegará el día cuando sean contados entre el tesoro de Dios.  En ese día importará mucho quién fue justo y quién inicuo, quién sirvió a Dios y quién no lo hizo. Mientras tanto, todos debemos recordar que Dios no hace un balance anual en septiembre.

“Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa”. Ésta es la continuación del tema que comenzara en el capítulo tres, recordándonos que ciertamente vendrá un fuego refinador.  Entre aquellos que sean destruidos estarán los injustos que parecieron prosperar tanto en las cosas temporales, más incluso que sus muy fieles vecinos, pero que no entregaron sus diezmos y ofrendas a los necesitados ni sirvieron al Señor en rectitud. Éstos son aquellos cuyos nombres no están escritos en el libro de memorias, el libro de la vida del Cordero, y que no serán preservados “como el hombre que perdona a su hijo que le sirve”.

“He aquí, yo os envío el profeta Elias, antes que venga el día de Jehovd, grande y terrible. El hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, no sea que yo venga y hiera la tierra con maldición”. Al citar este pasaje al profeta José Smith, el ángel Moroni lo modificó para hablar de “las promesas hechas a los padres”, sin cuyo cumplimiento “toda la tierra sería totalmente asolada a su venida”. Dios hizo estas promesas a los antiguos patriarcas—Adán, Noé, Abraham, Isaac, Jacob, etc.—y sin duda alguna nosotros las hemos hecho a nuestros padres y madres en línea directa, aquellos que vinieron a la tierra antes de que se restaurara el Evangelio, pero a quienes prometimos proporcionar sus ordenanzas de salvación.

La capacidad para cumplir ambos tipos de promesas se hizo posible gracias a la visita de Elias el profeta a José Smith y a Oliver Cowdery en el Templo de Kirtland el 3 de abril de 1836, donde restauró los poderes selladores mediante los cuales las ordenanzas que sean selladas en la tierra lo serán también en el cielo.  Esto afectaría a todas las ordenanzas del sacerdocio, pero es especialmente importante para el sellamiento de las familias por todas las generaciones del tiempo, eslabón sin el cual no podrían existir lazos familiares en las eternidades, y de hecho la familia del hombre quedaría en la eternidad sin “raíz [antepasados] ni rama [descendientes]”.

Así como el que una familia esté sellada, unida y salvada celestialmente es el objetivo final de Dios para la vida terrenal, cualquier fracaso en este aspecto supondría una maldición, dejando el plan de salvación asolado por completo.  Cuando Elias se apareció en el Templo de Kirtland, afirmó que lo hacía en cumplimiento de la profecía hablada “por boca de Malaquías”.

LOS ÚLTIMOS DÍAS.

Cuando Cristo hubo concluido esta instrucción importante y fundamental sobre los asuntos más elevados del sacerdocio y de la obra de los santos en los días de Su segunda venida, mencionó que el Padre le había indicado que compartiese estos pasajes concretos porque “en su sabiduría dispuso que se dieran a las generaciones futuras”.  Con este contexto presente, Cristo expuso “todas las cosas aun desde el principio hasta la época en que él viniera en su gloria”.

A modo de resumen y culminación, Cristo profetizó de los últimos días cuando los elementos se fundirían con un calor ardiente, la tierra se desplegaría como un rollo y los cielos y la tierra dejarían de ser. Todo pueblo, reino, nación y lengua permanecerá entonces ante Dios para ser juzgado por sus obras.

Mormón escribió en cuanto a este magnífico sermón sobre los “últimos días”, que tan estrechamente está relacionado con los tres capítulos de Isaías y Malaquías:  “No puede escribirse en este libro ni la centésima parte de las cosas que Jesús verdaderamente enseñó al pueblo”.  No obstante, reconoció que en las planchas mayores de Nefi (de donde se estaba tomando “este libro” de material compendiado) se hallaba registrada “la mayor parte” de las enseñanzas de Cristo.

A Mormón le consoló el que “la menor parte de lo que [Cristo] enseñó al pueblo” -y que él había escrito —sería de valor cuando saliera entre los gentiles. Si recibían sus escritos (el actual Libro de Mormón) para fortalecer su fe, les serían manifestadas aun las cosas mayores, es decir, las lecciones más extensas que Cristo enseñó a los nefitas. Mormón reconoció que estaba a punto de escribir todo lo que se había enseñado, “pero el Señor lo prohibió, diciendo:  Pondré a prueba la fe de mi pueblo”.

Al fin de esta poderosa enseñanza doctrinal,  Cristo volvió Su mirada sobre la gente y con un toque gentil “enseñó y ministró a los niños de la multitud de que se ha hablado;  y soltó la lengua de ellos, y declararon cosas grandes y maravillosas a sus padres, mayores aun que las que él había revelado al pueblo; y desató la lengua de ellos de modo que pudieron expresarse”.

Nos asombramos de las maravillosas palabras habladas a estos niños y que en cierta forma podrían haber sido “mayores aun que las que él había revelado al pueblo”.  Había hablado sobre la fe, el arrepentimiento, el bautismo, el don del Espíritu Santo, la oración, la Santa Cena, la ley de Moisés, el esparcimiento y posterior recogimiento de Israel, el Libro de Mormón, la plenitud del convenio, la obra del sacerdocio y Su Segunda Venida, sólo por nombrar unos pocos de los temas principales.  Qué les dijo a los niños que fuera mayor que esto es un asunto de indescriptible asombro.  Y en medio de estos sentimientos, Cristo ascendió al cielo, poniendo fin al día segundo:  “[Volvió] al Padre, después de haber sanado a todos sus enfermos y sus cojos, y abierto los ojos de los ciegos, y destapado los oídos de los sordos, y aun había efectuado toda clase de sanidades entre ellos, y resucitado a un hombre de entre los muertos, y manifestado a ellos su poder”.

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