CAPÍTULO TRECE
CRISTO ENEL NUEVO MUNDO:
DÍA TERCERO Y SIGUIENTES
La secuencia y la circunstancia del tercer día del ministerio de Cristo entre los nefitas no está enteramente clara en el texto que tenemos, pero Mormón registró que “el Señor verdaderamente enseñó al pueblo por espacio de tres días; y tras esto, se les manifestaba con frecuencia, y partía pan a menudo, y lo bendecía, y se lo daba”.
Aparentemente, al fin del segundo día—un día en el que Cristo levantó a un hombre de los muertos, dándonos así un ejemplo significativo de lo que Mormón no pudo o no se le permitió escribir—el pueblo se reunió en la mañana del tercer día para recibir las enseñanzas del Maestro. Tal y como había hecho en los días primero y segundo, de nuevo ministró a los niños, desatando sus lenguas y llenando sus corazones con verdades espirituales. Como consecuencia, no sólo los niños, sino también los bebés, “abrieron su boca y hablaron cosas maravillosas; y las cosas que dijeron, se prohibió que hombre alguno las escribiera”.
Resulta significativo que en cada uno de los tres días de Su ministerio nefita, Cristo tuviera una extraordinaria experiencia espiritual con los niños. Estas experiencias, las cuales unen entre sí cada uno de los días del ministerio a los nefitas, resaltan de nuevo la verdad que Cristo enseñó en el Viejo Mundo y en el Nuevo: que “de los tales es el reino de los cielos”.
A partir de ese momento, los discípulos empezaron a enseñar, bautizar y conferir el Espíritu Santo a todos aquellos que buscaran tales privilegios. Los nuevos conversos y los niños, con quienes se asemejan de tantas maneras, “vieron y oyeron cosas indecibles, que no es lícito escribir”. Con semejante conversión e infusión del Espíritu, desaparecieron todo egoísmo y vanidad, y ellos “enseñaron y se ministraron el uno al otro; y tenían todas las cosas en común, todo hombre obrando en justicia uno con otro. Y sucedió que hicieron todas las cosas, así como Jesús se lo había mandado”.
El nombre de la Iglesia
A medida que pasaban los días, los discípulos “andaban viajando y predicando las cosas que habían oído y visto” enseñar a Jesús. En una ocasión que estaban reunidos y unidos en “poderosa oración y ayuno”, Jesús se les volvió a mostrar, una manifestación dramática del poder inherente a esta antigua práctica de volverse por completo, física y espiritualmente, a Dios.
Obviamente, motivado por la fe y la ferviente súplica de ellos, el Señor hizo de inmediato la pregunta que siempre hace la Deidad: “¿Qué queréis que os dé?”.
De todas las respuestas que se podrían dar a este generoso ofrecimiento, aprendemos mucho sobre la pureza de aquellos corazones nefitas al no pedir bendiciones temporales, sino la resolución de una controversia surgida en la familia de la Iglesia: “¿Cuál debería ser el nombre de la Iglesia?”.
Cristo pareció sorprenderse porque hubiera semejante confusión respecto a ese asunto, a la vista del hecho de que era Su nombre el que habían tomado sobre sí y que sólo mediante Su nombre iban a ser llamados y salvos.
“Cualquier cosa que hagáis, la haréis en mi nombre”, contestó, “de modo que daréis mi nombre a la iglesia”. La lógica era aplastante. “¿Cómo puede ser mi iglesia salvo que lleve mi nombre?”, preguntó el Salvador. Si la iglesia del Señor recibiera el nombre de Moisés, o de cualquier otro hombre, debe ser una iglesia de hombres. Pero si recibe el nombre de Cristo, dijo el Señor, “entonces es mi iglesia, si es que están fundados sobre mi evangelio”. Por lo que, “si es que la iglesia está edificada sobre mi evangelio, entonces el Padre manifestará sus propias obras en ella”. Este principio se volvió a confirmar en la revelación de los últimos días cuando el Señor dijo: “Así se llamará mi iglesia en los postreros días, a saber, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días”.
La relación del Padre con el Hijo y con la iglesia del Hijo se esboza un poco más en la sugerencia del Señor a los nefitas respecto a la oración: “Y en mi nombre pediréis al Padre que bendiga a la iglesia por mi causa… Si pedís al Padre, por la iglesia, si lo hacéis en mi nombre, el Padre os escuchará”.
Este hincapié en el Evangelio y en la primacía del Padre para bendecir todo lo que se haga en nombre del Hijo, proporciona el contexto para la que sería la última declaración de Cristo sobre Su Evangelio, pues concluyó Su visita a los nefitas tal y como la había comenzado: con la declaración fundamental de que había venido al mundo para hacer la voluntad del Padre.
“Mi Padre me envió para que fuese levantado sobre la cruz; y que después de ser levantado sobre la cruz”, dijo, “pudiese atraer a mí mismo a todos los hombres, para que así como he sido levantado por los hombres, así también los hombres sean levantados por el Padre, para comparecer ante mí…
“Y por esta razón he sido levantado; por consiguiente, de acuerdo con el poder del Padre, atraeré a mí mismo a todos los hombres, para que sean juzgados según sus obras”.
El ceder a la voluntad divina y obedecerla, aun en medio de nuestros momentos de sufrimiento, cualquiera que sea el precio, es la clave para ser “levantados” en el último día:
“Cualquiera que se arrepienta y se bautice en mi nombre, será lleno [del Espíritu Santo]; y si persevera hasta el fin, he aquí, yo lo tendré por inocente ante mi Padre el día en que me presente para juzgar al mundo.
“Y aquel que no persevera hasta el fin, éste es el que también es cortado y echado en el fuego…
“Nada impuro puede entrar en su reino; por tanto, nada entra en su reposo, sino aquellos que han lavado sus vestidos en mi sangre, mediante su fe, y el arrepentimiento de todos sus pecados y su fidelidad hasta el fin”.
Como siempre, se nos proporciona ayuda para el camino. Los que hacen este esfuerzo de perseverar fielmente serán santificados al recibir el Espíritu Santo, el don principal por el que habían estado orando estos nefitas, una fuente de consuelo, fortaleza y guía que se concede libremente a los hijos del convenio. Con su ayuda podemos “[someternos] a cuanto el Señor juzgue conveniente imponer sobre [nosotros]”.
Cristo en Getsemaní y en el Calvario es el gran ejemplo de sumisión, obediencia, fidelidad y perseverancia, en definitiva, de ver las cosas hasta el final. Estos momentos a ultranza de la vida y la muerte del Salvador, deben ser nuestro norte y guía, nuestra fórmula fundamental para vivir el Evangelio: “Éste es mi evangelio; y vosotros sabéis las cosas que debéis hacer en mi iglesia; pues las obras que me habéis visto hacer, ésas también las haréis; porque aquello que me habéis visto hacer, eso haréis vosotros…
“Por lo tanto, ¿qué clase de hombres habéis de ser? En verdad os digo, aún como yo soy”.
La obediencia y la sumisión hasta el fin, incluyendo cualquier tipo de sufrimiento físico o espiritual que conlleve, son la clave de nuestras bendiciones y salvación. Tanto en el sufrimiento como en el servicio, debemos estar dispuestos a ser como nuestro Salvador.
Con ese gran llamado a la obediencia y la perseverancia, Cristo hizo una promesa basada en la respuesta del Padre a las súplicas y deseos de los nefitas:
“Y ahora voy al Padre. Y de cierto os digo, cualesquiera cosas que pidáis al Padre en mi nombre, os serán concedidas.
Por consiguiente, pedid, y recibiréis; llamad, y se os abrirá; porque el que pide, recibe; y al que llama, se le abrirá”.
LOS TRES NEFITAS TRASLADADOS
Cuando les dio esta promesa general, y percibiendo que los doce discípulos podían tener deseos personales más específicos, Jesús les preguntó uno por uno: “¿Qué es lo que deseáis de mí después que haya ido al Padre?”.
Nueve de ellos pidieron el privilegio de un regreso rápido y seguro al lado del Salvador tras haber completado sus ministerios en la tierra, lo cual el Maestro les garantizó al término de su estadía designada en la vida terrenal: setenta y dos años.
Los tres discípulos restantes se mostraron reacios a expresar sus deseos. Después de todo, quién no desearía estar en la presencia del Salvador lo antes posible (y por mucho tiempo). Desear lo contrario a esto podría ciertamente ser mal interpretado.
Pero Jesús percibió sus pensamientos y les concedió de acuerdo con lo que deseaban: permanecer en la tierra en un estado trasladado para avanzar la obra del ministerio hasta la Segunda Venida del Salvador. Al concederles esta petición desinteresada, Cristo les dijo que ése había sido también el deseo del apóstol Juan, y que ellos “nunca [probarán] la muerte”, sino que, más bien, “[vivirán] para ver todos los hechos del Padre para con los hijos de los hombres” hasta Su regreso en gloria.
Mormón se refirió a este cambio que sobrevino a los tres nefitas como una “transfiguración”, pues tuvieron una experiencia transfiguradora. Sin embargo, la comprensión más tradicional del estado de estos tres es que eran seres “trasladados”.
Una persona que es transfigurada es llevada temporalmente a una experiencia celestial más elevada, como lo fueron Pedro, Santiago y Juan, y luego es devuelta a un estado normal y telestial. Como se indica más arriba, estos tres nefitas, como parte de su experiencia de traslación, también fueron transfigurados, llevados al cielo, donde “oyeron y vieron cosas inefables.
“Y se les prohibió hablar; ni tampoco les fue dado el poder para declarar las cosas que vieron y oyeron”.
Esta circunstancia y esta promesa eran tan nuevas para Mormón, las cuales estaba leyendo y escribiendo casi cuatrocientos años después de sucedidas, que en un principio desconocía si los tres “estaban en el cuerpo o fuera del cuerpo” durante esta experiencia celestial, o si habían sido cambiados permanentemente de la mortalidad a la inmortalidad.
Tan conmovido quedó Mormón por esta promesa y el relato de los hechos, que inquirió al Señor sobre los tres, y en respuesta el Señor le informó que los seres trasladados todavía son mortales, pero que se verifica en sus cuerpos un cambio especial, más permanente que la transfiguración, “a fin de que no padeciesen dolor ni pesar, sino por los pecados del mundo… De modo que Satanás no tuviera poder sobre ellos, para que no pudiera tentarlos; y fueron santificados en la carne, a fin de que fuesen santos, y no los pudiesen contener los poderes de la tierra”.
Esta condición terrestre, sin embargo, no iba a ser su estado final, pues cuando Cristo venga serán cambiados de la mortalidad a la inmortalidad en una transición instantánea y semejante a la muerte, “en un abrir y cerrar de ojos”. Éste sería un “cambio mayor” que el de la traslación, un cambio permanente que los alejaría de la muerte y los sujetaría “en el reino del Padre para nunca más salir, sino para morar con Dios eternamente en los cielos”.
Tras la manifestación celestial que se concedió a estos nefitas, y que incluía en su caso tanto una traslación como una transfiguración, los tres regresaron al ministerio entre su pueblo, enseñando, bautizando y confiriendo el Espíritu Santo. No se podían edificar prisiones lo suficientemente fuertes para retenerlos. No se podían cavar fosos lo bastante profundos para enterrarlos. Por tres veces fueron echados en un horno y por tres veces salieron de él sin daño. En dos ocasiones fueron arrojados a un foso de bestias feroces, sólo para jugar con ellas como un niño juega con un cordero, sin recibir daño alguno. Esto no resulta sorprendente cuando recordamos que ellos (¿y también estos animales?) existían ahora en un estado terrestre. Cuando la tierra regrese a su gloria paradisíaca, el cordero se recostará con el león, y todos serán capaces de obrar así.
Estos tres nefitas continúan actualmente en su estado trasladado, tal y como se hallaban cuando iban por las tierras de Nefi. Mormón estuvo a punto de revelar sus nombres a los lectores de los últimos días, pero el Señor le prohibió hacerlo.
Sin embargo, estos tres ministraron a Mormón y a Moroni, y se hallan hoy ministrando a los judíos, a los gentiles y a las tribus esparcidas de Israel, sí, a toda nación, tribu, lengua y pueblo.
Mormón comentó: “Son como los ángeles de Dios; y si ruegan al Padre en el nombre de Jesús, pueden manifestarse a cualquier hombre que les parezca conveniente.
“Por tanto, ellos efectuarán obras grandes y maravillosas”.
El llamado a hacer convenio
Cristo concluyó Su visita al Nuevo Mundo tocando con Su dedo a los nueve que no tuvieron los mismos privilegios y protección especiales que los otros tres, y luego “partió”, dejando la promesa y la transformación de los Tres Neritas como una declaración simbólica de “las obras maravillosas de Cristo” y las palabras de salvación que quedarían con Sus siervos para ser enviadas a todo pueblo.
Mormón concluyó su descripción de esta majestuosa experiencia con el “mensajero del convenio” dando testimonio de que cuando llegue a los gentiles una relación de Su visita (en la forma del Libro de Mormón), entonces todos podrán saber que el convenio y las promesas hechas al Israel de los últimos días están “[empezando] a cumplirse”.
Mormón dio cinco advertencias contra cualquier tentación de restar importancia o negar el convenio de Dios con la casa de Israel, un convenio que había sido declarado por el Hijo de Dios mismo. En los últimos días nadie debía desdeñar los hechos del Señor, negar a Cristo y Sus obras, las revelaciones del Señor y los dones del Espíritu Santo, los milagros de Cristo; ni mofarse, despreciar o burlarse de los judíos ni de cualquier otro resto de la casa de Israel.
El convenio de Dios será preservado junto con todo el pueblo del convenio. Nadie será capaz de “volver la mano derecha del Señor a la izquierda” en cuanto a este asunto. Y el llamado a los gentiles—para quienes la visita de Cristo a los nefitas, según se publicó en el Libro de Mormón, es la declaración definitiva de los últimos días—es para que reciban el mismo convenio y las mismas promesas.
Cuando se bajó el telón sobre este gran drama de tres días en la historia del Nuevo Mundo, Mormón registró:
“Oíd, oh gentiles, y escuchad las palabras de Jesucristo, el
Hijo del Dios viviente, las cuales él me ha mandado que hable concerniente a vosotros! Pues he aquí, él me manda escribir, diciendo:
“¡Tornaos, todos vosotros gentiles, de vuestros caminos de maldad; y arrepentios de vuestras obras malas, de vuestras mentiras y engaños, y de vuestras fornicaciones, y de vuestras abominaciones secretas, y vuestras idolatrías, y vuestros asesinatos, y vuestras supercherías sacerdotales, y vuestras envidias, y vuestras contiendas, y de todas vuestras iniquidades y abominaciones, y venid a mí, y sed bautizados en mi nombre para que recibáis la remisión de vuestros pecados, y seáis llenos del Espíritu Santo, para que seáis contados entre los de mi pueblo que son de la casa de Israel!”.
























