CAPÍTULO CATORCE
EL DON CELESTIAL Y LOS PECADOS DEL MUNDO
Lo que en los años siguientes al ministerio personal de Cristo entre los neritas, incluyó las mejores y las peores épocas que ni siquiera Charles Dickens podría haber imaginado. Para nuestro entender, nunca ha habido una secuencia histórica semejante a ésta, ni antes ni después.
Inmediatamente después de la ascensión de Cristo al cielo, los discípulos a los que había comisionado para ministrar al pueblo “[establecieron] una iglesia de Cristo en todas las tierras circunvecinas”. En estas ramas del reino enseñaron los primeros principios y ordenanzas del Evangelio viendo cómo la gente se arrepentía de sus pecados, entraba en las aguas del bautismo y recibía el don del Espíritu Santo.
Tan notable fue su éxito, que en dos breves años se había convertido la gente de toda la tierra, nefitas y lamanitas. Era como una época celestial, donde “no había contenciones ni disputas entre ellos”, y todo hombre obraba rectamente con su prójimo. “Y tenían en común todas las cosas; por tanto no había ricos ni pobres, esclavos ni libres, sino que todos fueron hechos libres, y participantes del don celestial”.
Tan grandes eran las obras efectuadas por los discípulos de Cristo que “sanaban a los enfermos, y resucitaban a los muertos, y hacían que los cojos anduvieran, y que los ciegos recibieran su vista, y que los sordos oyeran”. Estos fieles seguidores efectuaban todo tipo de milagros “y no obraban milagros salvo que fuera en el nombre de Jesús”.
Inevitablemente, llegó la prosperidad. Se reconstruyó Zarahemla, y otras ciudades que resultaron quemadas, o de otro modo asoladas durante la destrucción ocurrida a la crucifixión de Cristo, fueron reconstruidas, renovadas o restablecidas. La gente se casaba y se multiplicaba y era bendecida “de acuerdo con la multitud de las promesas que el Señor les había hecho”. Tras haber dejado atrás la ley de Moisés, “se guiaban por los mandamientos que habían recibido de su Señor y su Dios, perseverando en el ayuno y en la oración, y reuniéndose a menudo, tanto para orar como para escuchar la palabra del Señor”. Al no existir contención alguna entre las personas, se obraron grandiosos milagros. Aun después de pasados cien años del nuevo calendario (desde la señal del nacimiento de Cristo), no había contención en la tierra “a causa del amor de Dios que moraba en el corazón del pueblo”.
“No había envidias, ni contiendas, ni tumultos, ni fornicaciones, ni mentiras, ni asesinatos, ni lascivias de ninguna especie” entre ellos. Esta vida recta les bendijo con paz y el rasgo más característico de todos: “Ciertamente no podía haber un pueblo más dichoso entre todos los que habían sido creados por la mano de Dios”. No había ladrones ni asesinos, no había lamanitas ni “ninguna especie de -itas”, sino que eran “uno, hijos de Cristo y herederos del reino de Dios”. Mormón escribió con nostalgia, (pues vivió para ver los años posteriores a éstos): “¡Y cuan bendecidos fueron! Porque el Señor los bendijo en todas sus obras”.
Pero entonces, en el año 184 después del nacimiento de Cristo, exactamente ciento cincuenta años después de Su ministerio en el Nuevo Mundo, “una pequeña parte del pueblo… se había rebelado contra la iglesia”. Ése fue el principio del fin de la sociedad nefita. Tardó varios años en ocurrir y varias páginas de la historia del Libro de Mormón para registrarlo, pero esas palabras marcaron el fin de una gran época precristiana en el Nuevo Mundo con la cual habían soñado y profetizado tantos profetas y por la cual tantos habían muerto. Con esa frase, la saga que conocemos como el Libro de Mormón comenzó a acercarse a su fin.
Pasados doscientos años, el movimiento que se alejaba de los principios de Sión contenidos en las enseñanzas de Cristo era inexorable: “Empezó a haber entre ellos algunos que se ensalzaron en el orgullo, tal como el lucir ropas costosas, y toda clase de perlas finas, y de las cosas lujosas del mundo. Y de ahí en adelante ya no tuvieron sus bienes y posesiones en común entre ellos. Y empezaron a dividirse en clases; y empezaron a establecer iglesias para sí con objeto de lucrar; y comenzaron a negar la verdadera iglesia de Cristo”.
Aunque “profesaban conocer al Cristo”, estas iglesias falsas negaban los elementos esenciales del Evangelio, toleraban la iniquidad entre ellas, “y administraban lo que era sagrado a quienes les estaba prohibido por motivo de no ser dignos”. Estas iglesias se multiplicaron a causa de su iniquidad y del poder de Satanás, “que se apoderó de sus corazones”.
Las iglesias apóstatas persiguieron a la verdadera iglesia de Cristo y se volvieron en contra de los Tres Nefitas, los cuales intentaban trabajar entre ellas. A pesar de la protección de Dios a estos discípulos, los enemigos de la rectitud endurecieron sus corazones y, junto con “muchos sacerdotes y profetas falsos”, cometieron todo tipo de iniquidades.
Para el año 234, los incrédulos eran más numerosos que el pueblo de Dios. Estos inicuos, nuevamente llamados lamanitas, comenzaron a recuperar las combinaciones secretas de Gadiantón; pero lo más trágico es que los justos, aquellos que se habían llamado nefitas, “empezaron a tener orgullo en su corazón, a causa de sus inmensas riquezas, y se envanecieron igual que sus hermanos, los lamanitas”. De esta forma, tanto el pueblo de Nefi como los nuevos lamanitas llegaron a ser extremadamente inicuos, iguales los unos a los otros. En tal circunstancia es un doloroso eufemismo decir que los Tres Nefitas “empezaron a afligirse… por los pecados del mundo”.
El gadiantonismo se extendió de forma constante hasta que finalmente no hubo ninguna persona recta a excepción de los tres discípulos de Jesús. ¿Y los demás? “Acumulaban y guardaban oro y plata en abundancia; y traficaban en mercaderías de toda clase”.
El último registrador de este período, Ammarón, siendo impulsado por el Espíritu Santo, escondió finalmente los escritos sagrados de sus antepasados que se habían ido transmitiendo tan fielmente de una generación a otra. Sin ningún otro público que prestara atención a lo que se les había enseñado y transmitido, hay que ver cómo la frase “de generación en generación” nos trae de forma dolorosa el recuerdo de aquel primer uso que Nefi hizo de este misma expresión. Sólo quedaron un padre fiel y su hijo para leer las planchas, protegerlas, compendiarlas, y transmitir su mensaje a los de un día postrero. Mormón y Moroni sólo podían escribir para una generación que aún no había nacido, la de la dispensación del cumplimiento de los tiempos, la cual, si así lo deseaba, podría oír la voz de este registro hablando “como uno que clamaba de entre los muertos, sí, como uno que hablaba desde el polvo”.
























