CRISTO y el Nuevo Convenio

CAPÍTULO QUINCE
UN CORAZÓN EMBARGADO DE TRISTEZA


En una de las escenas más solitarias de todo el registro de las Escrituras, un soldado silencioso y trabajado por la guerra miró a través del tiempo y de la indecible tragedia de su familia y seguidores. Mormón, el hombre destinado desde antes de la fundación del mundo a compendiar y resumir la historia nefita—y al hacerlo, inmortalizar su nombre para siempre con este testimonio adicional de Jesucristo—inspeccionó las bajas de una nación que se había alejado del Señor. A pesar de lo aleccionador que es el relato, no nos proporciona una relación completa de todo el pecado y la tristeza que Mormón había contemplado. De hecho, semejante relato probablemente habría sido imposible de registrar, pues tal y como escribió el general y profeta, “desde que he sido capaz de observar las vías de los hombres, ha estado delante de mis ojos una escena continua de maldades y abominaciones.

“Y ¡ay de mí por causa de sus iniquidades; porque mi corazón se ha visto lleno de pesar por razón de sus maldades, todos mis días!”.

De hecho, “todos [sus] días” había incluido una parte importante de la historia nefita, un período en que el joven Mormón había sido llamado para servir en su más tierna juventud. Debido a que era un “niño serio, y presto para observar”, se le llamó para prepararse a la tierna edad de diez años. Dios tenía una obra para él.

La destrucción de toda una nación ocurriría en su breve pero significativa vida. A la edad de once años, Mormón recordó que la ciudad central de los nefitas, Zarahemla, estaba “cubierta de edificios, y los habitantes eran casi tan numerosos como las arenas del mar”.

Mas la iniquidad comenzó a prevalecer en la tierra hasta el punto de que “el Señor retiró a sus amados discípulos [los tres nefitas trasladados], y cesó la obra de milagros y sanidades debido a la iniquidad del pueblo.

“Y no hubo dones del Señor, y el espíritu Santo no descendió sobre ninguno, por causa de su iniquidad e incredulidad”.

Un Mormón ya maduro, a la edad de quince años, quedó al margen del pecado que le rodeaba y se elevó sobre la desesperación de su época. Consecuentemente, “[fue visitado por] el Señor, y [probó y conoció] la bondad de Jesús”, intentando valientemente predicar a su pueblo. Pero, como a veces hace Dios con aquellos que con tanta ligereza le rechazan, Mormón vio cómo su boca le era cerrada literalmente. Se le prohibió predicar a una nación que se rebeló conscientemente contra su Dios. Estas personas habían rechazado los milagros y los mensajes que les transmitieron los tres discípulos nefitas trasladados, quienes también habían visto silenciado su ministerio y fueron llevados del país al que se les había enviado.

Permaneciendo entre estas personas, pero silenciado en su testimonio, Mormón, de gran estatura física, fue un ejemplo tal para la gente, que lo designaron para liderar el ejército nerita a los dieciséis años de edad. Pero esta tarea fue en vano. Los siempre presentes ejércitos lamanitas pasaron factura a la nación nefita.

Casi tan destructivo como el derramamiento de sangre sobre el campo de batalla, fue el desgarro de la fibra social que se produjo en el hogar. También aquí la falta de fidelidad de un pueblo había convertido en caótica la vida de la comunidad. “Porque he aquí”, escribió Mormón, “nadie podía conservar lo que era suyo, por motivo de los ladrones, y los bandidos, y los asesinos, y las artes mágicas, y las brujerías que había en la tierra”. En tales circunstancias, hubo “quejidos y lamentaciones” entre el pueblo. Pero para sorpresa de Mormón, esta lamentación no era para arrepentimiento ni tampoco era el reconocimiento de las rectas sendas de Dios. Más bien se trataba del “pesar de los condenados, porque el Señor no siempre iba a permitirles que hallasen felicidad en el pecado.

“Y no venían a Jesús con corazones quebrantados y espíritus contritos, antes bien, maldecían a Dios, y deseaban morir”.

Es en este momento de la historia nefita,—novecientos cincuenta años después de que todo comenzara, y un poco más de trescientos años después de la visita del Hijo de Dios—que Mormón se dio cuenta de que la historia había terminado. Puede que con el estilo más estremecedor con el que jamás escribiera, Mormón afirmó con sencillez: “Vi que el día de gracia había pasado para ellos, tanto temporal como espiritualmente”. Su pueblo había aprendido la más fatídica de todas las lecciones: que el Espíritu de Dios no siempre luchará con el hombre; que es posible, tanto colectiva como individualmente, que el tiempo se agote. El día de arrepentimiento puede pasar, y había pasado para los nefitas. Sus números estaban siendo “talados en rebelión manifiesta contra su Dios”, y en una metáfora casi demasiado vivida en su comentario moral, eran “amontonados como estiércol sobre la superficie de la tierra”.

Aun en medio de los breves momentos de los pasajeros triunfos nefitas, Mormón se lamentaba: “La fuerza del Señor no estaba con nosotros; sí, nos vimos abandonados a tal grado que el Espíritu del Señor no moraba en nosotros; por tanto, nos habíamos vuelto débiles como nuestros hermanos”.

El Señor mandó a Mormón: “Clama a este pueblo: Arrepentios, y venid a mí, y sed bautizados, y estableced de nuevo mi iglesia, y seréis preservados”. Y Mormón clamó: “Pero fue en vano; y no comprendieron que era el Señor el que los había librado, y les había concedido una oportunidad para arrepentirse. Y he aquí, endurecieron sus corazones contra el Señor su Dios”.

En cierta ocasión, Mormón se negó por completo a ser el comandante y líder de un pueblo tan inicuo, ignorante e inclinado ala autodestruccion.íue una época desolaáora para él porque éste era su pueblo, y lo amaba. De hecho, lo amaba “con todo [su] corazón”. Es más, había derramado su alma en oración “todo el día”, pero semejante oración devota—y apenas podemos imaginar un esfuerzo más amoroso y fiel en favor de un pueblo—fue, según palabras del propio Mormón, pronunciada “sin fe” a causa de la dureza de corazón del pueblo.

Ante tal frustración y pesar, se negó a ser el líder de un ejército que no se arrepentía y se negó a salir contra sus enemigos. Por mandato del Señor, fue un “testigo pasivo” de su propia generación mientras escribía para una época futura las lecciones que su pueblo no había sabido aprender.

Mormón escribió a los descendientes de las doce tribus de Israel, incluyendo aquellos en “la tierra de Jerusalén” y a los de su tierra, que “toda alma que pertenece a la familia humana de Adán” debe “comparecer ante el tribunal de Cristo… para ser [juzgada] por [sus] obras, ya sean buenas o malas”. También escribió que todos los de los últimos días podrían “[ver] en el evangelio de Jesucristo”, un Evangelio que estaría entre el pueblo debido en parte a lo que él había escrito; un testimonio no sólo a los gentiles y a los descendientes de Lehi en el Nuevo Mundo, sino también a los judíos, “el pueblo del convenio del Señor”. El Libro de Mormón sería para todos ellos otro testimonio de que Jesús “era el verdadero Cristo y el verdadero Dios”.

A medida que Mormón continuaba mirando más allá de la tragedia que había ante él, hacia una generación que esperaba se beneficiase de sus errores, la constante destrucción continuaba incólume. Mormón estaba confuso no sólo por lo que vio, sino por lo que debía—y no debía—escribir:

“Yo, Mormón, no deseo atormentar las almas de los hombres, pintándoles tan terrible escena de sangre y mortandad que se presentó ante mis ojos; pero escribo, por lo tanto, un breve compendio, no atreviéndome a dar cuenta completa de las cosas que he visto, por motivo del mandamiento que he recibido, y también para que no os aflijáis demasiado por la iniquidad de este pueblo…

“Porque sé que ellos sentirán pesar por la calamidad de la casa de Israel; sí, se afligirán por la destrucción de este pueblo; se lamentarán de que este pueblo no se hubiera arrepentido para ser recibido en los brazos de Jesús”.

Éste, su pueblo, carecía de toda esperanza ante sus ojos, y el destino de los destructivos lamanitas era igualmente trágico. En una profecía de un futuro que es todavía más oscuro y repugnante que la presente “descripción de cuanto se haya visto entre nosotros”, Mormón previo que “el Espíritu del Señor ya ha dejado de luchar con [ellos]; y están sin Cristo y sin Dios en el mundo… En un tiempo fueron un pueblo deleitable; y tuvieron a Cristo por pastor suyo; sí, Dios el Padre los guiaba”.

Tras la terrible batalla de Cumorah, Mormón presenció la catastrófica carnicería, la destrucción de mil años de sueños, y clamó a los oídos que ya no podían escuchar:

“¡Oh bello pueblo, cómo pudisteis apartaros de las vías del Señor! ¡Oh bello pueblo, cómo pudisteis rechazar a ese Jesús que esperaba con los brazos abiertos para recibiros!

“He aquí, si no hubieseis hecho esto, no habríais caído. Mas he aquí, habéis caído, y lloro vuestra pérdida.

“¡Oh bellos hijos e hijas, vosotros, padres y madres, vosotros, esposos y esposas, pueblo bello, cómo pudisteis haber caído!

“Pero he aquí, habéis desaparecido, y mi dolor no puede haceros volver”.

En este soliloquio ante la muerte, Mormón surcó el tiempo y el espacio para llegar a todos, en especial a ese “resto de la casa de Israel” que un día leería su espléndido registro. Los de otro tiempo y lugar deben aprender lo que habían olvidado aquellos que se hallaban caídos ante él: que todos deben “creer en Jesucristo, que es el Hijo de Dios”, que tras Su crucifixión en Jerusalén había resucitado “por el poder del Padre… con lo cual ha logrado la victoria sobre la tumba; y en él también es consumido el aguijón de la muerte.

“Y él lleva a efecto la resurrección de los muertos… [y] la redención del mundo”. Los que son redimidos pueden, gracias a Cristo, disfrutar de “un estado de felicidad que no tiene fin”.

Mormón suplicó a este público futuro e invisible, dado que era eternamente demasiado tarde para el pueblo que ahora permanecía en silencio ante él:

“Arrepentios y sed bautizados en el nombre de Jesús, y asios al evangelio de Cristo, que no sólo en estos anales os será presentado, sino también en los anales que llegarán de los judíos a los gentiles, anales que vendrán de los gentiles a vosotros.

“Porque he aquí, se escriben éstos [el Libro de Mormón] con el fin de que creáis en aquéllos [la Biblia], y si creéis en aquéllos [la Biblia] también creeréis en éstos [el Libro de Mormón]…

“Y sabéis también que sois… contados entre los del pueblo del primer convenio…

“Si es que creéis en Cristo”, dijo, “y sois bautizados, primero en el agua, y después con fuego y con el Espíritu Santo, siguiendo el ejemplo de nuestro Salvador… entonces os irá bien en el día del juicio”.

Que creamos en Cristo, especialmente cuando enfrentemos estas trágicas e inevitables consecuencias, fue la última súplica de Mormón y su única esperanza; y es también el propósito definitivo del libro que en los últimos días se publicaría con su nombre.

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