CAPÍTULO DIECISÉIS
LOS TRES TESTIMONIOS DE MORONI:
UN CLAMOR DE FE, ESPERANZA Y CARIDAD
Tras este consternador declive de la civilización nefita documentado por su padre, Moroni asumió la tarea de registrador, pero no escribió para un público presente, sino que más bien dirigió su testimonio final —tres testimonios finales, para ser exactos—a los que recibirían el registro en los últimos días. Un libro que comenzó con tres testimonios de Cristo finaliza del mismo modo, aunque con una salvedad: tres declaraciones finales sobre el Salvador procedentes de los escritos de un único hombre. La experiencia de Moroni fue dolorosa pues en la vida, en la historia y en una visión, observó la contaminación y la destrucción de tres gloriosas civilizaciones: su propio mundo nefita, la nación jaredita y nuestra dispensación de los últimos días.
La conclusión del relato de Mormón
El primero de los testimonios de Moroni se escribió a la conclusión del libro que lleva el nombre de su padre. En el momento de la muerte de Mormón habían pasado cuatrocientos años “desde la avenida [del] Señor y Salvador”, destacó Moroni. Cuánto debe haber anhelado esos días magníficos en comparación con los que le tocaron vivir. “Yo quedo solo para escribir el triste relato de la destrucción de mi pueblo”, se lamentaba. “Mas he aquí, han desaparecido, y yo cumplo el mandamiento de mi padre. Y no sé si me matarán o no. Por tanto, escribiré y esconderé los anales en la tierra; y no importa a dónde yo vaya”.
La apostasía y la destrucción eran tan cotidianas entre los nefitas, que ninguno de ellos conocía “al verdadero Dios salvo los discípulos de Jesús [los tres nefitas trasladados], quienes permanecieron en la tierra hasta que la iniquidad de la gente fue tan grande que el Señor no les permitió permanecer con el pueblo; y nadie sabe si están o no sobre la faz de la tierra”, escribió Moroni. “Mas he aquí, mi padre y yo los hemos visto, y ellos nos han ministrado”.
En este estado de testigo solitario, le fueron mostrados a Moroni los últimos días de otra civilización—la nuestra—y vio que sería muy semejante a la suya. En estos días se diría que ya no habría milagros y las combinaciones secretas se deleitarían en obras de tinieblas. Fuegos, tempestades y vapores de tinieblas asolarían la tierra, mientras que las guerras, rumores de guerras y terremotos bramarían en diversos lugares. Habría contaminaciones sobre la faz de la tierra, incluyendo la contaminación moral de asesinatos, robos, mentiras, engaños, fornicaciones y “toda clase de abominaciones”. Hasta las iglesias estarían corrompidas, se congratularían en el orgullo de sus corazones. Serían edificadas para obtener ganancias y ofrecer el perdón de los pecados a cambio de una suma de dinero, llegando a estar tan contaminadas como su entorno físico y moral.
Tras dirigirse a los que recibirían el Libro de Mormón en los últimos días “como si alguien hablase de entre los muertos”, Moroni se centró inexorablemente en el futuro lector. “He aquí, os hablo como si os hallaseis presentes”, escribió, “y sin embargo, no lo estáis. Pero he aquí, Jesucristo me os ha mostrado, y conozco vuestras obras”. Su desesperación, teñida de decepción e ira, es patente en sus palabras.
“¡Oh vosotros, corruptos, vosotros, hipócritas, vosotros, maestros, que os vendéis por lo que se corrompe! ¿Por qué habéis mancillado la santa iglesia de Dios? ¿Por qué os avergonzáis de tomar sobre vosotros el nombre de Cristo? ¿Por qué no consideráis que es mayor el valor de una felicidad sin fin que esa miseria que jamás termina? ¿Es acaso por motivo de la alabanza del mundo?
“¿Por qué os adornáis con lo que no tiene vida, y sin embargo, permitís que el hambriento, y el necesitado, y el desnudo, y el enfermo, y el afligido pasen a vuestro lado, sin hacerles caso?
“Sí, ¿por qué formáis vuestras abominaciones secretas para obtener lucro, y dais lugar a que las viudas y también los huérfanos lloren ante el Señor, y también que la sangre de sus padres y sus maridos clame al Señor, desde el suelo, venganza sobre vuestra cabeza?
“He aquí, la espada de la venganza se cierne sobre vosotros; y pronto viene el día en que él vengará la sangre de los santos en vosotros, porque no soportará más sus clamores”.
Ésta es, por supuesto, una lectura nacida de esos trágicos momentos, pero dirigida a aquéllos de los últimos días que ostensiblemente creerían en Cristo. Hay todavía un mensaje más audaz que se dirige a quienes no creen en Él.
Tras prometer que el Señor volverá un día para asumir el liderazgo de Su reino, con la tierra plegándose como un rollo y los elementos fundiéndose con un calor ardiente, Moroni preguntó cómo se sentirían los incrédulos al estar ante el Cordero de Dios en aquel fatídico día. Tras hacer hincapié en la culpa que de cierto sentirán, la inevitable desnudez y su deseo de morar en el infierno antes que comparecer ante “la santidad de Jesucristo”, Moroni exhortó:
“Volveos, pues, oh incrédulos, volveos al Señor; clamad fervientemente al Padre en el nombre de Jesús, para que quizá se os halle sin mancha, puros, hermosos y blancos, en aquel grande y postrer día, habiendo sido purificados por la sangre del Cordero.
“Y también os hablo a vosotros que negáis las revelaciones de Dios y decís que ya han cesado, que no hay revelaciones, ni profecías, ni dones, ni vanidades, ni hablar en lenguas, ni la interpretación de lenguas.
“He aquí, os digo que aquel que niega estas cosas no conoce el evangelio de Cristo; sí, no ha leído las Escrituras; y si las ha leído, no las comprende”.
Al recuperar el eterno mensaje de esos pasajes de las Escrituras, Moroni recordó a sus futuros lectores que el Evangelio es un Evangelio de vida y redención. En un destacable resumen de tres versículos sobre el gran plan de la felicidad, escribió:
“He aquí, [Dios] creo a Adán, y por Adán vino la caída del hombre. Y por causa de la caída del hombre, vino Jesucristo, sí, el Padre y el Hijo; y a causa de Jesucristo vino la redención del hombre.
“Y a causa de la redención del hombre, que vino por Jesucristo, son llevados de vuelta a la presencia del Señor; sí, en esto son redimidos todos los hombres, porque la muerte de Cristo hace efectiva la resurrección, la cual lleva a cabo una redención de un sueño eterno, del cual todos los hombres despertarán, por el poder de Dios cuando suene la trompeta; y saldrán, pequeños así como grandes, y todos comparecerán ante su tribunal, redimidos y libres de esta ligadura eterna de la muerte, la cual es una muerte temporal.
“Y entonces viene el juicio del Santo sobre ellos; y entonces viene el momento en que el que es impuro continuará siendo impuro y el que es justo continuará siendo justo; el que es feliz permanecerá feliz y el que es infeliz será infeliz todavía”.
A continuación, Moroni escribió un conmovedor testimonio “final”, pues sin duda consideró que sería el último. Su padre estaba muerto, los anales estaban completos (para todas las intenciones y propósitos) y su vida estaba prácticamente acabada. “Os hablo como si hablara de entre los muertos”, dijo. Su testimonio permanece como una poderosa declaración final sobre la divinidad de Cristo y la imperecedera fe que tenía en Él. Se trata de una expresión maravillosa realizada por alguien que ahora tenía tan poco, pero que sabía que Dios siempre concedería “cualquier cosa que necesitéis”.
“He aquí, os digo que quién crea en Cristo, sin dudar nada, cuanto pida al Padre en el nombre de Cristo, le será concedido; y esta promesa es para todos, aun hasta los extremos de la tierra…
“Y ahora bien, he aquí, ¿quién puede resistir las obras del Señor? ¿Quién puede negar sus palabras? ¿Quién se levantará contra la omnipotente fuerza del Señor? ¿Quién despreciará a los hijos de Cristo? Considerad, todos vosotros que sois despreciadores de las obras del Señor, porque os asombraréis y pereceréis.
“Oh, no despreciéis, pues, ni os asombréis, antes bien, escuchad las palabras del Señor, y pedid al Padre, en el nombre de Jesús, cualquier cosa que necesitéis. No dudéis, mas sed creyentes; y empezad, como en los días antiguos, y allegaos al Señor con todo vuestro corazón, y labrad vuestra propia salvación con temor y temblor ante él…
“Cuidaos de ser bautizados indignamente; cuidaos de tomar el sacramento de Cristo indignamente, antes bien, mirad que hagáis todas las cosas dignamente, y hacedlo en el nombre de Jesucristo, el Hijo del Dios viviente; y si hacéis esto, y perseveráis hasta el fin, de ninguna manera seréis desechados…
“Y el Señor Jesucristo les conceda que sean contestadas sus oraciones según su fe; y Dios el Padre se acuerde del convenio que ha hecho con la casa de Israel, y los bendiga para siempre, mediante la fe en el nombre de Jesucristo. Amén”.
La conclusión del Libro de Éter
Decidido a preservar una relación de la nación jaredita, Moroni tuvo la oportunidad de compartir su segundo testimonio “final” en el compendio que hizo del Libro de Éter. Tras relatar la notable visión de Cristo que obtuvo el hermano de Jared, Moroni trazó la dolorosa y paralela historia de otra civilización del Libro de Mormón que se destruyó a sí misma. El último profeta en hablar en aquella época, homólogo de Moroni, fue Éter, quien “clamaba desde la mañana hasta la puesta del sol, exhortando a los del pueblo a creer en Dios para arrepentimiento, no fuese que quedaran destruidos, diciéndoles que por medio de la fe todas las cosas se cumplen”. A continuación vino este tranquilizador versículo:
“De modo que los que creen en Dios pueden tener la firme esperanza de un mundo mejor, sí, aun un lugar a la diestra de Dios; y esta esperanza viene por la fe, proporciona un ancla a las almas de los hombres y los hace seguros y firmes, abundando siempre en buenas obras, siendo impulsados a glorificar a Dios”.
Este versículo, lleno de esperanza y promesa, pero visto ahora desde el ventajoso punto de vista de un historiador que sabía que los jareditas no aprovecharon su oportunidad, no establecieron ni obtuvieron un mundo mejor aquí, y en definitiva no vivieron con fe ni esperanza, generó un sermón fundamental sobre la fe. Tras reproducir el testimonio de Éter sobre la fe, la cual sería “un ancla a las almas de los hombres”, Moroni quiso decir a su público futuro “algo concerniente a estas cosas”.
“Quisiera mostrar al mundo”, dijo, “que la fe es las cosas que se esperan y no se ven; por tanto, no contendáis porque no veis”, advirtió, “porque no recibís ningún testimonio sino hasta después de la prueba de vuestra fe”.
Luego procedió a resaltar la “prueba de fe” que experimentaron y expresaron los descendientes de Lehi. Recordó a sus lectores que fue por la fe que Cristo se mostró en el Nuevo Mundo tras Su crucifixión y resurrección. “No se manifestó a ellos”, escribió Moroni, “sino hasta después que tuvieron fe en él”, evidencia de que aquellos a quienes se les permitió contemplar al Cristo resucitado ya eran creyentes. Éste puede contarse entre los ejemplos más grandes de las Escrituras de que un testimonio (en este caso, la aparición real del Salvador) se recibe después de la prueba de la fe.
Fue por la fe, la de los discípulos, que Cristo se mostró al mundo, glorificando el nombre del Padre y preparando un camino para que “otros” (los que no le habían visto en persona) fueran partícipes de Su salvación, “para que tengan esperanza en las cosas que no han visto”. Fue por la fe que:
- Los de la antigüedad fueron llamados al sacerdocio, “el santo orden de Dios”.
- Se dio la ley de Moisés, y fue por la fe del Señor en el don de Dios—”un camino más excelente”—que se cumplió.
- Dios realizó milagros entre los hijos de los hombres.
- Alma y Amulek hicieron que la prisión se derrumbase.
- Nefi y Lehi obraron un cambio en su público lamanita, y los lamanitas fueron “bautizados con fuego y con el Espíritu Santo”.
- Ammón y sus hermanos realizaron un gran milagro entre los lamanitas.
- Todos los que obraron milagro alguno lo hicieron antes o después de Cristo.
- Los Tres Nefitas obtuvieron la promesa de que no probarían la muerte y no la obtuvieron “sino hasta después de tener fe”.
- Hubo muchos a quienes no se les pudo impedir penetrar el velo, “aun antes de la venida de Cristo”, y que llegaron a ver con sus ojos lo que en un principio habían visto “con el ojo de la fe”.
- El hermano de Jared fue uno de ellos; su fe era tan grande que Dios “no pudo ocultarle [Su dedo] de su vista; por consiguiente, le mostró todas las cosas, porque ya no se le podía mantener fuera del velo”.
- Los profetas nefitas recibieron la promesa de que el registro del Libro de Mormón iría a los lamanitas “por medio de los gentiles”.
- Todos pueden tener esperanza y ser partícipes del don divino de la redención de Cristo.
Bajo el mandato de Cristo de expresar su propia fe y preparar el registro sagrado, Moroni se lamentó de su incapacidad para reflejar por escrito estas cosas de forma poderosa. Sentía que su debilidad mortal limitaría el impacto de este mensaje de fe sobre quienes lo leyeran, pero Cristo le tranquilizó, diciendo:
“Los insensatos hacen burla, mas se lamentarán; y mi gracia es suficiente para los mansos, para que no saquen provecho de vuestra debilidad;
“Y si los hombres vienen a mí, les mostraré su debilidad. Doy a los hombres debilidad para que sean humildes; y basta mi gracia a todos los hombres que se humillan ante mí; porque si se humillan ante mí, y tienen fe en mí, entonces haré que las cosas débiles sean fuertes para ellos.
“He aquí, mostraré a los gentiles su debilidad, y les mostraré que la fe, la esperanza y la caridad conducen a mí, la fuente de toda rectitud”.
Esta introducción de fe, esperanza y caridad proyectó a Moroni hacia un discurso más emotivo sobre el tema, un tema que le acompañaría hasta la conclusión del Libro de Mormón:
“Y yo, Moroni, habiendo oído estas cosas, me consolé, y dije: ¡Oh Señor, hágase tu justa voluntad!, porque sé que obras con los hijos de los hombres según su fe;
“porque el hermano de Jared dijo al monte de Zerín: ¡Apártate!; y se apartó. Y si él no hubiera tenido fe, el monte no se habría movido; por tanto, tú obras después que los hombres tienen fe.
“Pues así te manifestaste a tus discípulos; porque después que tuvieron fe y hablaron en tu nombre, te mostraste a ellos con gran poder.
“Y también me acuerdo de que has dicho que tienes preparada una morada para el hombre, sí, entre las mansiones de tu Padre, en lo cual el hombre puede tener una esperanza más excelente; por tanto, el hombre debe tener esperanza, o no puede recibir una herencia en el lugar que tú has preparado.
“Y además, recuerdo que tú has dicho que has amado al mundo, aun al grado de dar tu vida por el mundo, a fin de volverla a tomar, con objeto de preparar un lugar para los hijos de los hombres.
“Y ahora sé que este amor que has tenido por los hijos de los hombres es la caridad; por tanto, a menos que los hombres tengan caridad, no pueden heredar ese lugar que has preparado en las mansiones de tu Padre”.
A modo de un último testimonio que se corresponde con los testimonios iniciales de Nefi, Jacob e Isaías sobre el Salvador, Moroni concluyó su segundo testimonio “final” con una relación de su propia experiencia cara a cara con el Señor:
“Y ahora yo, Moroni, me despido de los gentiles, sí, y también de mis hermanos a quienes amo, hasta que nos encontremos ante el tribunal de Cristo, donde todos los hombres sabrán que mis vestidos no se han manchado con vuestra sangre.
“Y entonces sabréis que he visto a Jesús, que él ha hablado conmigo cara a cara, y que me dijo con sencilla humildad, en mi propio idioma, asi como un hombre lo dice a otro, concerniente a estas cosas…
“Y ahora quisiera exhortaros a buscar a este Jesús de quien han escrito los profetas y apóstoles, a fin de que la gracia de Dios el Padre, y también del Señor Jesucristo, y del Espíritu Santo, que da testimonio de ellos, esté y permanezca en vosotros para siempre jamás. Amén”.
La conclusión del Libro de Moroni
En lo que para entonces era una existencia desesperada y prácticamente de día en día, Moroni registró el tercer testimonio de su fe. Había “pensado no escribir más”, pero como aún no había perecido, prosiguió con su testimonio hasta el fin. Aun cuando los lamanitas estaban matando a todo nefita que no negara al Cristo, Moroni no lo negó. “Por consiguiente”, escribió, “ando errante por donde puedo, para proteger mi propia vida”.
Lo que Moroni registró primero en el libro que lleva su nombre fueron viñetas, o si lo prefiere, un breve catálogo de cosas que sentía que tenía que registrar antes de fallecer y de terminar la saga del Libro de Mormón. Éstas incluían las palabras de Cristo a Sus doce discípulos cuando les mandó conferir el Espíritu Santo por medio de la imposición de manos, la oración por la que se ordenaban los presbíteros y maestros, las oraciones sacramentales y otras instrucciones para que los que se bautizasen fueran recibidos en la “iglesia de Cristo” y contados entre el “pueblo de Cristo”.
Pero la contribución clásica del material suplementario de Moroni reside en su relato de la magistral enseñanza de su padre sobre el tema que Moroni ya había desarrollado en sus propios escritos: la fe, la esperanza y la caridad. El sermón de Mormón iba dirigido a aquellos “que [son] de la iglesia, y que [son] los pacíficos discípulos de Cristo”, y que como tales eran reconocidos por su “conducta pacífica para con los hijos de los hombres”. Al enseñar que “todo lo que es bueno viene de Dios, y lo que es malo viene del diablo”, Mormón explicó que todos pueden hacer esta valoración—una variación de la enseñanza de Lehi sobre la oposición en todas las cosas—porque “a todo hombre se da el Espíritu de Cristo para que sepa discernir el bien del mal… porque toda cosa que invita a hacer lo bueno, y persuade a creer en Cristo, es enviada por el poder y el don de Cristo, por lo que sabréis, con un conocimiento perfecto, que es de Dios”.
La capacidad de ver estas elecciones con claridad y exactitud es posible gracias a “la luz de Cristo”, un don gratuito para todos, aun cuando no siempre se recibe ni se cultiva. Mediante este esclarecimiento divino debemos “[buscar] diligentemente en la luz de Cristo” para que podamos “discernir el bien del mal”. Y si nos “[aferramos] a todo lo bueno, y no lo [condenamos]”, dijo, “ciertamente [seremos] hijos de Cristo”.
En cuanto a la habilidad para hacer estas cosas, el aferrarse realmente a lo que hemos reconocido como bueno, lo que realmente exige un esfuerzo genuino es la fe motivadora en Cristo.
Aun desde el principio, mucho antes de que Cristo hubiera venido a la tierra, este tipo de fe estaba al alcance de los hijos de la promesa. Mormón escribió: “Sabiendo Dios todas las cosas, dado que existe de eternidad en eternidad, he aquí, él envió ángeles para ministrar a los hijos de los hombres, para manifestar concerniente a la venida de Cristo; y que en Cristo habría de venir todo lo bueno… Y todas las cosas que son buenas vienen de Cristo”.
De este modo, mediante el ministerio de ángeles y la palabra del Señor a través de Sus profetas, “empezaron los hombres a ejercitar la fe en Cristo; y así, por medio de la fe, se aferraron a todo lo bueno; y así fue hasta la venida de Cristo”.
Este mismo principio se aplicó después de venir Cristo; y también entonces, “los hombres… [son] salvos por la fe en su nombre; y por la fe llegan a ser hijos de Dios”. Pero ni la fe ni los milagros que ésta genera iban a cesar “porque Cristo ha subido a los cielos”. Antes bien, los que tienen fe en El continuarán aferrándose a toda cosa buena y por tanto serán dignos de recibir todo lo bueno. El más espectacular de estos dones será el poder para testificar y obrar milagros cuando sea necesario para el bienestar y la salvación de los “hijos de Cristo”. Fiel hasta el fin, Cristo reclama amorosamente a los que tienen fe en El, y aboga por su causa ante el gran tribunal de la justicia.
A través de la continuada obra de los ángeles y el testimonio de los vasos escogidos del Señor a quienes ellos ministraron, también hoy podemos tener fe en Cristo, si lo deseamos. La obligación del creyente es la misma de siempre, tal y como el Maestro la explicó: “Si tenéis fe en mí, tendréis poder para hacer cualquier cosa que me sea conveniente… Arrepentios todos vosotros, extremos de la tierra, y venid a mí, y sed bautizados en mi nombre, y tened fe en mí, para que seáis salvos”.
Los milagros que acompañan a los creyentes serán una de las evidencias genuinas de que la fe continúa encendida en la actualidad, “[porque] ningún hombre puede ser salvo a menos que tenga fe en su nombre; por tanto, si [los milagros] han cesado, la fe también ha cesado; y terrible es la condición del hombre, pues se halla como si no se hubiera efectuado redención alguna” y “todo es inútil”.
Este tipo de fe redentora, enseñó Mormón, conduce a la esperanza, un tipo especial y teológico de esperanza. La palabra suele emplearse para expresar la más general de las aspiraciones o los deseos. Pero tal y como se utiliza en el Libro de Mormón, es muy específica y emana de forma natural de nuestra fe en Cristo. “¿Cómo podéis lograr la fe, a menos que [como consecuencia] tengáis esperanza?”, preguntó Mormón. Ésta es una secuencia del tipo de “fe que conduce a la esperanza” que empleó Moroni cuando dijo: “Vosotros también podéis tener esperanza… si tan sólo tenéis fe”.
¿Cuál es la naturaleza de esta esperanza? Se trata sin duda alguna de mucho más que un simple deseo. Consiste en tener “esperanza, por medio de la expiación de Cristo y el poder de su resurrección, en que seréis resucitados a vida eterna, y esto por causa de vuestra fe en él, de acuerdo con la promesa”. Ése es el significado teológico de esperanza en la secuencia fe-esperanza-caridad. Con la mira puesta en ese significado, en Moroni 7:42 dice claramente: “Si un hombre tiene fe [en Cristo y en Su Expiación], es necesario que [como consecuencia] tenga esperanza [en la promesa de la Resurrección, porque ambas están inseparablemente unidas]; porque sin fe [en la expiación de Cristo] no puede haber esperanza [en la Resurrección]”.
La fe en Cristo y la esperanza en Sus promesas de una vida resucitada y eterna sólo la pueden recibir los mansos y humildes de corazón. Estas promesas, por su parte, refuerzan la mansedumbre y la humildad del corazón del creyente. Sólo los discípulos esmerados de Cristo, que viven tan mansamente cómo vivió Él y se humillan como Él se humilló, pueden manifestar una fe inquebrantable en Cristo y tener verdadera esperanza en la Resurrección. Éstos, y sólo éstos, llegan a entender la verdadera caridad: el amor puro de Cristo.
¿Y cuáles son las características de este amor nacido de la fe y la esperanza? “La caridad es sufrida y es benigna, y no tiene envidia, ni se envanece, no busca lo suyo, no se irrita fácilmente, no piensa el mal, no se regocija en la iniquidad, sino se regocija en la verdad; todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”.
La naturaleza esencial de esta virtud trascendental de la caridad es evidente en la declaración de Mormón de que sin ella “no [somos] nada”, que de todas las muchas virtudes cristianas, la caridad “es mayor que todo”. Esto concuerda con lo que Pablo enseñó en un lenguaje ligeramente diferente, aunque con el mismo propósito: no importa cuántas otras virtudes poseamos o cuántas cosas buenas hayamos hecho, si carecemos de verdadera caridad. Sin la verdadera caridad en el corazón del siervo, estas buenas obras no serían más que “metal que resuena, o címbalo que retiñe” y al final no serían “nada”. Los medios—o en este caso, el motivo—son vitales para el significado del fin, de la acción. En la secuencia en que Mormón lo enseñó, Pablo afirmó que la fe, la esperanza y la caridad son los tres grandes atributos a los que, como cristianos, debemos aferramos e intentar manifestar, “pero el mayor de ellos es el amor [puro de Cristo]”.
Resulta instructivo destacar que la caridad, “el amor puro de Cristo” que debemos apreciar, se puede interpretar de dos formas. Uno de sus significados es el tipo de amor misericordioso e indulgente que los discípulos de Cristo deben tener los unos por los otros. Es decir, todos los cristianos deben esforzarse por amar como amó el Salvador, mostrando una compasión pura y redentora por todos. Desgraciadamente, muy pocos de entre los mortales, si los hubiere, han tenido un éxito completo en esta empresa, pero sigue siendo una invitación que todos debieran intentar cumplir.
Sin embargo, la definición mayor del “amor puro de Cristo” no es lo que como cristianos intentamos demostrar a los demás— aunque a la larga fracasemos en el intento—sino más bien aquello en lo que Cristo tuvo un éxito completo en Su demostración hacia nosotros. La verdadera caridad sólo se ha conocido una vez. Aparece de forma perfecta y pura en el amor firme, definitivo y expiatorio de Cristo por nosotros. Es el amor de Cristo por nosotros el que “es [sufrido] y es [benigno], y no tiene envidia”. Es Su amor por nosotros el que no “se envanece… no se irrita fácilmente, no piensa el mal”. Es el amor de Cristo por nosotros el que “todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. Tal y como demostró Cristo, “la caridad nunca deja de ser”. Esa es la caridad—Su amor puro por nosotros—sin la cual no seríamos nada, careceríamos de esperanza y seríamos los más miserables de todos los hombres y mujeres. A aquellos que disfruten de las bendiciones de Su amor en el último día (la Expiación, la Resurrección, la vida eterna y la promesa eterna), ciertamente les irá bien.
De ningún modo se resta importancia con esto al mandamiento de que debemos esforzarnos por adquirir este tipo de amor los unos por los otros. Debemos “[pedir] al Padre con toda la energía de [nuestros] corazones, que [seamos] llenos de este amor”. Debemos intentar ser más constantes y firmes, más longánimes y benignos, menos envidiosos y vanidosos en nuestra relación con los demás. Debemos vivir tal y como vivió Cristo; y como Él amó, nosotros debemos amar. Pero el “amor puro de Cristo” del que habló Mormón es precisamente eso: el amor de Cristo. Con este don divino, esta concesión redentora, lo tenemos todo; sin él, no tenemos nada y, en última instancia, no somos nada, excepto que al final nos convertiremos en “diablos [y] ángeles de un diablo”.
La vida tiene una porción de miedos y fracasos. A veces fallan las cosas, en ocasiones nos fallan la gente, la economía, los negocios o los gobiernos. Pero hay una cosa en la vida mortal y en la eternidad que no nos falla: el amor puro de Cristo.
“Recuerdo”, había dicho Moroni con anterioridad al hablar directamente con el Salvador, “que tú has dicho que has amado al mundo, aun al grado de dar tu vida por el mundo, a fin de volverla a tomar, con objeto de preparar un lugar para los hijos de los hombres. Y ahora sé que este amor que has tenido por los hijos de los hombres es la caridad; por tanto, a menos que los hombres tengan caridad [e intenten manifestarla en sus propias vidas pero, aun más importante, sean recipientes dispuestos y dignos de ella tal y como se recibe de Cristo], no pueden heredar ese lugar que has preparado en las mansiones de tu Padre”.
Así vemos que el milagro de la caridad de Cristo nos salva y nos cambia. Su amor expiatorio nos libra de la muerte y del infierno así como del comportamiento carnal, sensual y diabólico. Ese amor redentor también transforma el alma, elevándola por encima de los valores caídos para llegar a algo mucho más noble y santo. Por tanto, debemos “[allegarnos] a la caridad”—el amor puro Cristo por nosotros y nuestro esfuerzo determinado hacia un amor puro por Él y por todos los demás— sin la cual no somos nada y el plan para nuestra felicidad eterna queda desaprovechado. Sin el amor redentor de Cristo en nuestra vida, todas las demás cualidades, aun las cualidades virtuosas y las buenas obras más ejemplares, fracasan en la consecución de la salvación y la dicha.
Esta idea de amor “puro”, personificado por la Pureza misma, motivó a Moroni a pronunciar la expresión más elevada de este tercer testimonio “final” de Cristo. Fíjese en cómo Mormón terminó su magnífico sermón sobre la fe, la esperanza y la caridad, y creó el contexto para el testimonio final de Moroni:
“Por consiguiente, amados hermanos míos, pedid al Padre con toda la energía de vuestros corazones, que seáis llenos de este amor que él ha otorgado a todos los que son discípulos verdaderos de su Hijo Jesucristo; para que lleguéis a ser hijos de Dios; para que cuando él aparezca, seamos semejantes a él, porque lo veremos tal como es; para que tengamos esta esperanza; para que seamos purificados así como él es puro”.
Ésta es la última súplica de Moroni a su invisible público de los últimos días, una súplica de pureza, una pureza representada por Cristo y que es posible para nosotros únicamente mediante Su gracia purificadora. Pasando del magnífico sermón de su padre a sus propias líneas finales, Moroni escribió:
“Por tanto, debe haber fe; y si debe haber fe, también debe haber esperanza; y si debe haber esperanza, debe haber caridad también.
“Y a menos que tengáis caridad, de ningún modo seréis salvos en el reino de Dios; ni seréis salvos en el reino de Dios si no tenéis fe; ni tampoco, si no tenéis esperanza”.
Suplicando “a todos los extremos de la tierra” por la demostración de tales virtudes, Moroni abogó por esa pureza a la cual conducen la fe, la esperanza y la caridad. “[Venid] a Cristo”, imploró Moroni, “y [procurad] toda buena dádiva; y [no toquéis] el don malo, ni la cosa impura… [para que] se cumplan los convenios [del] Padre Eterno”.
La última súplica de Moroni, expresada en favor de todo profeta que escribió este otro testamento de Jesucristo, es para que nos veamos limpios de la sangre y el pecado de nuestra generación. “Venid a Cristo”, dice, “y perfeccionaos en él, y absteneos de toda impiedad, y si os abstenéis de toda impiedad, y amáis a Dios con toda vuestra alma, mente y fuerza, entonces su gracia os es suficiente, para que por su gracia seáis perfectos en Cristo…
“Y además, si por la gracia de Dios sois perfectos en Cristo y no negáis su poder, entonces sois santificados en Cristo por la gracia de Dios, mediante el derramamiento de la sangre de Cristo, que está en el convenio del Padre para la remisión de vuestros pecados, a fin de que lleguéis a ser santos, sin mancha”.
El convenio del Padre para la remisión de nuestros pecados requiere pureza, santidad, carácter y conciencia sin mancha.
Todo esto mediante la gracia de Cristo, la cual limpia nuestros vestidos, santifica nuestra alma, nos salva de la muerte y nos restaura a nuestros orígenes divinos.
Con su último aliento registrado en las planchas, Moroni dio testimonio de su propia fe firme en esta redención divina; y escribió tanto a los caídos neritas, a los belicosos lamanitas, a los trágicos jareditas y a nosotros:
“Y ahora me despido de todos. Pronto iré a descansar en el paraíso de Dios, hasta que mi espíritu y mi cuerpo de nuevo se reúnan, y sea llevado triunfante por el aire, para encontraros ante el agradable tribunal del gran Jehová, el Juez Eterno de vivos y muertos. Amén”.
Así termina el Libro de Mormón, con Moroni y la promesa de la Santa Resurrección, algo que resulta muy adecuado, pues este testamento sagrado—escrito por profetas, entregado por ángeles y protegido por Dios—habla como uno “que [clama] de entre los muertos”, exhortando a todos a venir a Cristo y ser perfeccionados en Él, un proceso que culmina en la perfección de una gloria celestial. Como anticipo de esa hora de triunfo, Dios ha revelado Su mano por última vez para recoger a judíos, gentiles, lamanitas y toda la casa de Israel.
El Libro de Mormón es Su Nuevo Convenio que conmemora la gran empresa de los últimos días. Todos los que lo reciban y abracen los principios y ordenanzas que contiene, verán un día al Salvador tal y como es, y serán como Él. Serán santificados y redimidos mediante la gracia de Su sangre inocente. Serán purificados, aun como Él es puro. Serán santos y sin mancha, y serán llamados hijos de Cristo.
























