CAPÍTULO DIECISIETE
TESTIMONIO
En toda vida he recibido miles de testimonios espirituales de que Jesús es el Cristo, el Hijo Eterno del Eterno Dios. En ese período de mi vida también he aprendido que el Evangelio de Jesucristo, que una vez perdiera la humanidad por motivo de la apostasía, ha sido restaurado a la tierra y se halla en su plenitud en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Ésta es la única iglesia sobre la faz de la tierra que Cristo mismo ha restaurado, autorizado y a la que ha dado poder para actuar en Su nombre. Con un mandato que no podría haber imaginado en los días de mi juventud, ahora yo soy llamado como testigo de estos hechos, un testigo especial “del nombre de Cristo en todo el mundo”.
En este papel de testigo deseo declarar que las experiencias espirituales y las santas confirmaciones que he tenido referentes al Salvador y Su iglesia restaurada, llegaron por vez -primera en mi juventud cuando leí el Libro de Mormón. Fue mientras leía este libro sagrado que sentí, una y otra vez, el innegable susurro del Espíritu Santo declarando a mi alma la veracidad de su mensaje. A esas primeras convicciones se han ido añadiendo, de una forma u otra, todos los demás momentos estimulantes y las manifestaciones santificadoras que ahora dan sentido a mis días y propósito a mi vida.
Sé con una certeza innegable e inquebrantable que el Libro de Mormón es un registro de origen antiguo, escrito por israelitas llamados de Dios, protegido y entregado por los ángeles del cielo y traducido en nuestra época por un profeta, vidente y revelador moderno, José Smith, hijo. Sé que él lo tradujo tal y como dijo, “por el don y el poder de Dios”, puesto que un libro semejante no se podría haber traducido de otro modo.
Ningún otro libro ha afectado tanto a mi visión de Dios y el hombre, mi perspectiva de la vida terrenal y la eternidad. Ningún otro libro ha provocado en mí tantas emociones ni ha tenido semejante impacto en mi vida personal, familiar, educativa, profesional y, ahora, apostólica. Debido a que sé que el Libro de Mormón es un testigo verdadero—otro testamento y un convenio nuevo—de que Jesús es el Cristo, sé que José Smith fue y es un profeta de Dios. Tal y como dijo mi tatara-tatarabuelo respecto a su propia conversión en los primeros días de la Restauración: “Ningún hombre inicuo podría haber escrito un libro como éste, y ningún hombre bueno lo escribiría a menos que fuera verdadero y Dios le mandara hacerlo”. Esta es, categóricamente, mi propia afirmación más de siglo y medio después. Este magnífico libro se tradujo cuando José Smith era apenas un muchacho, un joven casi en la mayoría de edad. Parafraseando a Winston Churchill: “Un muchacho. Un libro”.
Debido a que José Smith es un profeta de Dios, como evidenció nada menos que su papel de sacar a luz el Libro de Mormón, la iglesia que ayudó a restaurar es, de hecho, la Iglesia de Jesucristo en estos últimos días, Iglesia a la que se dieron las llaves del sacerdocio, incluyendo las llaves de la revelación, el recogimiento, el bautismo, la ordenación y el sellamiento (si bien no fueron las únicas). La Iglesia continúa bendiciendo al mundo en la actualidad con estas llaves y convenios.
La expresión del profeta José en cuanto a que el Libro de Mormón es “la clave de nuestra religión”, es una observación profunda y crucial. La piedra clave se coloca en la parte central del arco de tal modo que mantiene a las demás piedras en su sitio. Si se retira esta pieza clave, ocasionará la caída de las restantes. La veracidad del Libro de Mormón—sus orígenes, sus doctrinas y las circunstancias de su salida a la luz—es esencial para la veracidad de mi iglesia. La integridad de esta iglesia y de más de ciento sesenta y cinco años de la experiencia de su restauración, se mantiene o cae con la veracidad o la falsedad del Libro de Mormón.
Para ser así, todo aquello que tenga significado salvador en la Iglesia permanece o cae si la veracidad del Libro de Mormón y, por implicación, del relato del profeta José Smith sobre cómo salió a luz, es tan aleccionador como cierto. Se trata de una proposición de “muerte súbita”. O el Libro de Mormón es lo que el profeta José dijo que es, o esta iglesia y su fundador son falsos, un engaño desde el primer momento.
No todo en la vida es blanco o negro, aunque la autenticidad del Libro de Mormón y su papel clave en nuestra religión parecen serlo. O José Smith fue el profeta que dijo ser, un profeta que tras ver al Padre y al Hijo luego contempló al ángel Moroni, oyendo repetidas veces la instrucción de sus labios y finalmente recibió de sus manos un juego de antiguas planchas de oro que luego tradujo por el don y poder de Dios, o no lo hizo. Y si no lo hizo, no merecería la reputación de héroe de Nueva Inglaterra, ni de joven bienintencionado, ni de escritor notable de ficción. No, ni tampoco merecería ser considerado un gran maestro, ni un fantástico líder religioso de América, ni el creador de una gran literatura piadosa. Si mintiera sobre la publicación del Libro de Mormón, no sería nada de esto.
Estoy sugiriendo que cada uno debe decantarse hacia un lado u otro concerniente a la restauración del Evangelio de Jesucristo y los orígenes divinos del Libro de Mormón. La razón y la rectitud así lo exigen. José Smith debe ser aceptado bien como un profeta de Dios o como un charlatán de tomo y lomo, pero nadie debiera tolerar ninguna tibieza, risible o ridicula, sobre los esbozos imaginativos de este joven o sobre su considerable facilidad para el lenguaje literario. Esta posición es inaceptable tanto moral como literaria, histórica o teológicamente.
Tal y como siempre lo ha sido la palabra de Dios—y vuelvo a testificar que esto es pura y llanamente lo que es el Libro de Mormón—, este registro es “vivo y poderoso, más cortante que una espada de dos filos, que penetra hasta partir las coyunturas y los tuétanos”. El Libro de Mormón es así de vivo y de poderoso, así de cortante. No hay nada en nuestra historia ni en nuestro mensaje más cortante que la declaración inquebrantable de que José Smith vio al Padre y al Hijo, y que el Libro de Mormón es la palabra de Dios. Recientemente, un crítico dijo que nuestro relato y nuestra devoción al Libro de Mormón y, por implicación, al papel de José Smith en la elaboración del mismo, es “la más preciada y única creencia mormona”. Yo no podría estar más de acuerdo, siempre y cuando se nos permita mantenerlo así porque el Libro de Mormón afirma todavía la más elevada y sublime creencia de que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios Viviente, el Salvador y Redentor del mundo.
Considere el examen mordaz que han soportado el Libro de Mormón y sus extraordinarias demandas. ¿Alguien que lea estas palabras ha intentado alguna vez escribir algo de esencia espiritual, redentora y genuinamente inspiradora? Con los títulos universitarios, las bibliotecas, las computadoras, los asistentes de búsqueda y décadas de tiempo, ¿ha intentado usted alguna vez escribir algo que alguien pudiera leer sin tedio ni apatía? Y si alguien puede crear alguna vez semejantes páginas inspiradoras, ¿podría ese pequeño volumen convertirse en algo que alguien deseara leer más de una vez, por no decir decenas de veces, marcándolo, meditando en él, adoptando referencias de otros libros, citándolo y dedicando miles de sermones públicos y un corazón lleno de solaz gracias a él? ¿Sería lo bastante bueno como para que la gente llorase, dijera que ha cambiado o salvado su vida, o llegado a convertirse en algo por lo que estuvieran dispuestos a dar su fortuna y su futuro, y que entonces lo hicieran?
¿Y si su obra literaria le creara enemigos? ¿Y si quedara expuesto en el campo de batalla, abierto a la crítica de los oponentes más hostiles e instruidos, por más de ciento cincuenta años? ¿Y si lo diseccionaran y examinaran minuciosamente, y lo contrastaran a la luz de la historia, la literatura, la antropología y la religión sin ningún otro propósito que el de desacreditarlo y denunciarle a usted? ¿Podría ser tan bueno lo que usted escribió? ¿Todavía estaría dispuesto a decir que fue una obra inspirada, y mantener su declaración de que fue revelada de forma divina y que su contenido es de importancia eterna, que de forma muy real todo el futuro del mundo tiene que ver con su librito? Llegado a este punto, ¿todavía estarían usted o su obra en pie? ¿Aún la leería alguien?
Si José Smith no tradujo el Libro de Mormón, siendo éste una obra de origen antiguo, entonces yo removería cielo y tierra para encontrar al “verdadero” escritor del siglo XIX. Después de ciento cincuenta años, nadie ha proporcionado otra propuesta creíble, pero si el libro fuera falso, de cierto que habría alguien dispuesto a dar el paso—al menos los descendientes del autor “verdadero” de semejante documento y de todo lo que ha surgido de él. Después de todo, un autor que puede mover a millones de personas, puede ganar millones. ¿No debiera aparecer alguien para convertir en metálico todo este fenómeno?
¿Y qué me dicen de los testigos, los tres y los ocho testigos, que para siempre dejaron sus firmas en las páginas iniciales del Libro de Mormón, declarando que habían, respectivamente, visto un ángel y palpado las planchas de oro? Cada uno de los tres y de los ocho testigos tuvo dificultades con la iglesia durante su vida, incluyendo años de seria desafección personal con el profeta José Smith. Sin embargo, ninguno de ellos, ni siquiera en las horas de precariedad emocional, ni en los días de presión pública, jamás renegó de su testimonio de la divinidad del Libro de Mormón.
Hacia fines de su vida, David Whitmer dijo, “tan cierto como hay un Dios en el cielo”, que realmente había visto al ángel Moroni y sabía que el Libro de Mormón era verdadero. Cincuenta años después de esa experiencia todavía podía identificar el mes, el año y el momento del día (“eran aproximadamente las once de la mañana”, dijo) cuando el ángel se apareció en “una luz deslumbrantemente brillante” y proporcionó “una sensación de gozo absolutamente indescriptible”.
A Martin Harris se le preguntó en el último año de su vida si “creía que el Libro de Mormón era verdadero”, a lo que respondió que no, para luego confirmar a su sorprendido interrogador que él “sabía” que el libro era verdadero, lo cual era más que creer. “Sé lo que sé. He visto lo que he visto y he oído lo que he oído”, dijo. “Vi el ángel y las planchas de las que se tradujo el Libro de Mormón, y oí la voz del Señor declarar que fue traducido correctamente”.
Oliver Cowdery, que sirvió como escriba y también fue testigo del notable proceso de traducción, y cuyo papel único en los primeros años de la Iglesia es tanto más conmovedor a la luz de su posterior alejamiento de responsabilidades tan sagradas y significativas, dijo (mientras se hallaba excomulgado de la Iglesia): “Escribí con mi propia mano todo el Libro de Mormón, con excepción de unas pocas páginas, tal y como procedía de labios del profeta, pues él lo tradujo por el don y el poder Dios… Contemplé con mis ojos y palpé con mis manos las planchas de oro de las que se tradujo… Ese libro es verdadero”. Treinta y siete años después, Oliver llamó a su familia en su lecho de muerte para una vez más compartir su testimonio del Libro de Mormón, y su esposa Elizabeth escribió: “Desde la hora en que la gloriosa visión del Santo Mensajero reveló a los ojos mortales las profecías escondidas que Dios había prometido a sus fieles seguidores que saldrían a la luz en su debido tiempo, hasta el momento en que falleció, siempre, sin duda ni intención de desdecirse, afirmó la divinidad y la veracidad del Libro de Mormón”.
No ha habido ningún otro origen para el Libro de Mormón porque no se puede proporcionar otra relación sincera que no sea la de José Smith y los tres testigos. No hay otro “autor” clandestino, ni un esquivo escritor en la sombra que todavía aguarde entre bastidores, siglo y medio después, por la oportunidad de dar el paso y conmover al mundo religioso. De hecho, el que cualquier escritor—José Smith o cualquier otro— pudiera crear el Libro de Mormón de la nada, sería un milagro inmensamente mayor que el que el joven José lo tradujera de un registro antiguo por “el don y el poder de Dios”.
Con el tiempo, este joven profeta dictó su traducción a gran velocidad, produciendo unas diez páginas al día, y finalmente generó todo el manuscrito en algo menos de noventa días de trabajo. Aquellos que hayan traducido cualquier texto, comprenderán lo que esto significa, especialmente cuando recuerden que cincuenta eruditos ingleses dedicaron siete años (utilizando desde un principio, y por lo general, magníficas traducciones que tenían a su alcance) para producir la Biblia del rey Santiago, en inglés, al ritmo de una página diaria.
No es insignificante el que José Smith hiciera prácticamente toda esta labor en medio, según parece, de múltiples distracciones y enfrentando en ocasiones una hostilidad abierta. Sin embargo, a pesar de estas interrupciones en el proceso de la traducción, aparentemente nunca revisó el material dictado con anterioridad ni pidió que se le leyera parte alguna del mismo en busca del contexto o de la continuidad. Es más, se desconoce el que alguna vez consultara cualquier libro de referencia o de cualquier otro tipo durante toda la experiencia de la traducción.
Respaldo de todo corazón y con todo el santo oficio que poseo—de hecho, con toda mi vida—la declaración de John Taylor, quien recibió cuatro disparos de los enemigos del profeta José Smith que asolaron la cárcel de Carthage aquel fatídico día de junio de 1844.
La vida del hermano Taylor fue preservada, y vivió para decir de su líder: “José Smith, el Profeta y Vidente del Señor, ha hecho más por la salvación del hombre en este mundo, que cualquier otro que ha vivido en él… Vivió grande y murió grande a los ojos de Dios y de su pueblo; y como la mayoría de los ungidos del Señor… ha sellado su misión y obras con su propia sangre”. Entonces, incluyendo la vida del amado Hyrum Smith como un segundo testigo, el hermano Taylor dijo: “Los testadores han muerto, y su testimonio está en vigor”.
Ese testamento que ahora está vigente, sellado con la sangre de su traductor, es fundamental y principalmente el Libro de Mormón. Con el transcurso de los años se han sucedido un gran número de juicios contra José Smith, procedentes de cuarteles mucho más cómodos que el segundo piso de la cárcel de Carthage, donde John Taylor intentó con valentía defender a su profeta sin más que un bastón de roble. Yo no estuve allí, pero me ofrecería para estar—entonces, ahora y siempre—en defensa de la veracidad del Libro de Mormón, su profeta y traductor, el Evangelio de Jesucristo que ellos enseñan, y la Iglesia que lleva ese mensaje al mundo.
En mi vida he leído un buen número de libros, y espero leer muchos más. No soy un gran erudito, pero puedo reconocer una observación profunda cuando está impresa, especialmente cuando la veo página tras página. En toda una vida de lectura, el Libro de Mormón se erige de forma preeminente en mi vida intelectual y espiritual, como el clásico de todos los clásicos, una reafirmación de la Santa Biblia, una voz desde el polvo, un testigo de Cristo, la palabra del Señor para salvación. Testifico de ello con tanta seguridad como si hubiera, con los Tres Testigos, visto al ángel Moroni o, con los Tres y Ocho Testigos, hubiera visto y palpado las planchas de oro.
El libro de Mormón es la expresión sagrada del gran y definitivo convenio de Cristo con la humanidad. Es un convenio nuevo, un nuevo testamento procedente del Nuevo Mundo para todo el mundo. Su lectura fue el comienzo de mi luz, la fuente de mi primera certeza espiritual de que Dios vive, que es mi Padre Celestial y que en la eternidad se ha preparado un plan de felicidad para mí. Me condujo a amar la Santa Biblia y el resto de los libros canónicos de la Iglesia. Me enseñó a amar al Señor Jesucristo, apreciar Su misericordiosa compasión, y considerar la gracia y la grandeza de Su sacrificio expiatorio por mis pecados y los de todos los hombres, mujeres y niños desde Adán hasta el fin de los días. La luz por la que camino es Su luz. Su misericordia y magnificencia me conducen en el testimonio que de Él doy al mundo.
Tal y como Mormón dijo a Moroni en uno de sus momentos más aciagos, así digo yo a la familia de la humanidad, la cual debe prepararse para la venida de nuestro Rey de Reyes: “Sé fiel en Cristo… [y El] te anime, y sus padecimientos y muerte, y la manifestación de su cuerpo a nuestros padres, y su misericordia y longanimidad, y la esperanza de su gloria y de la vida eterna, reposen en tu mente para siempre.
“Y la gracia de Dios el Padre, cuyo trono está en las alturas de los cielos, y de nuestro Señor Jesucristo, que se sienta a la diestra de su poder… te acompañe y quede contigo para siempre”.
























