CRISTO y el Nuevo Convenio

 APÉNDICE C
EL PADRE Y EL HIJO:
UN COMENTARIO DOCTRINAL DE LA PRIMERA PRESIDENCIA Y LOS DOCE APÓSTOLES


Las Escrituras afirman clara y repetidamente que Dios es el Creador de la tierra, de los cielos y de todo lo que en ellos hay. En ese sentido, el Creador es un Organizador. Dios creó la tierra como una esfera organizada; pero, por supuesto, no creó los elementos de materia prima que la forman, en el sentido de hacerlos existir, puesto que “los elementos son eternos” (D. y C. 93:33).

Del mismo modo, la vida es eterna y no creada; pero la vida, o la fuerza vital, se puede infundir en la materia organizada, si bien los detalles del proceso no han sido revelados al hombre. Pueden verse ejemplos ilustrativos en Génesis 2:7; Moisés 3:7; y Abraham 5:7. Cada uno de estos pasajes declara que Dios sopló el aliento de vida en el cuerpo del hombre. Véase también Moisés 3:19 donde se dice que Dios sopló el aliento de vida en los cuerpos de las bestias y las aves. Dios mostró a Abraham “las inteligencias que fueron organizadas antes que existiera el mundo”; y por “inteligencias” debemos entender el “espíritu” de cada persona (Abraham 3:22-23). Sin embargo, se nos dice expresamente que “Inteligencia” es “la luz de verdad, [que] no fue creada ni hecha, ni tampoco lo puede ser” (D. y C. 93:29).

El término “Padre”, aplicado a la Deidad, se menciona claramente en las Sagradas Escrituras con diferentes significados. Cada uno de los cuatro significados especificados en el siguiente tratado debe ser aislado con cuidado.

  1. “Padre” en sentido literal. Los pasajes que encierran el significado más común de Padre son demasiado numerosos y específicos como para que se los cite. El sentido de estos pasajes alude a que Dios, el Eterno Padre, a quien damos el exaltado nombre y título de “Elohim”, es el Padre literal de nuestro Señor y Salvador Jesucristo y de los espíritus de la raza humana. Elohim es el Padre en todos los sentidos en que así se designa a Jesucristo, y es inconfundiblemente el Padre de los espíritus. Así leemos en la Epístola a los Hebreos: “Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos?” (Hebreos 12:9). Ante este hecho, Jesucristo nos enseña a orar: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre”.

Jesucristo se aplica a Sí mismo ambos títulos, “Hijo” y “Padre”. De hecho, Él le dijo muy claramente al hermano de Jared: “He aquí, soy Jesucristo. Soy el Padre y el Hijo” (Éter 3:14). Jesucristo es el Hijo de Elohim, Su progenie espiritual y corporal, es decir, Elohim es literalmente el Padre del espíritu de Jesucristo y también del cuerpo con el cual llevó a cabo Su misión en la carne, ese cuerpo que murió en la cruz y pasó después por el proceso de la resurrección y que ahora es el tabernáculo inmortal del espíritu eterno de nuestro Señor y Salvador. No parece necesario que nos extendamos más en la explicación del título “Hijo de Dios” tal y como se aplica a Jesucristo.

  1. “Padre” como Creador. Un segundo significado de “Padre”, tomado de las Escrituras, es el de Creador; por ejemplo en los pasajes que aluden a cualquiera de los miembros de la Trinidad como “el Padre de los cielos y de la tierra, y de todas las cosas que en ellos hay” (Éter 4:7; véase también Alma 11:38-39 y Mosíah 15:4).

Dios no es el Padre de la tierra—en el sentido de ser ésta uno más de los mundos que hay en el espacio—ni de todos o parte de los cuerpos celestes, ni de los objetos inanimados y de las plantas y animales que hay en ella, en el sentido literal en que sí es el Padre de los espíritus de la humanidad. Por tanto, los pasajes de las Escrituras que se refieren en cualquier modo a Dios como el Padre de los cielos y de la tierra se deben entender con el significado de que Dios es el Hacedor, el Organizador, el Creador de los cielos y de la tierra.

Con este sentido, tal y como el contexto demuestra en cada caso, a Jehová—que es Jesucristo, el Hijo de Elohim—se le llama “el Padre”, e incluso “el Padre eterno del cielo y de la tierra” (véanse los pasajes citados anteriormente y también Mosíah 16:15). Con idéntico significado, a Jesucristo se le llama “Padre eterno” (Isaías 9:6; compárese con 2 Nefi 19:6).

Jesucristo, a quien también conocemos como Jehová, fue el ejecutivo del Padre, Elohim, en la obra de la Creación, tal y como se expresa en el capítulo cuatro del libro Jesús el Cristo. A Jesucristo, por ser el Creador, se le llama consecuentemente el Padre del cielo y de la tierra, en el sentido que se explicó más arriba; y puesto que Sus creaciones son de condición eterna, se le llama muy apropiadamente el Eterno Padre del cielo y la tierra.

  1. Jesucristo es el Padre de los que son fieles a Su Evangelio. Un tercer sentido en el cual se considera a Jesucristo “Padre” se refiere a la relación que existe entre Él y los que aceptan Su Evangelio, y llegan de esa manera a ser herederos de la vida eterna. Los siguientes son unos pasajes de las Escrituras que ilustran este significado.

En la ferviente oración que ofreció antes de acceder al Getsemaní, Jesucristo suplicó a Su Padre en favor de aquellos que Él le había dado, concretamente, los apóstoles y, en un plano más general, todos los que aceptaran el Evangelio y fueran fieles a través del ministerio de los apóstoles. Leamos en las propias palabras del Señor la afirmación solemne de que aquéllos por quienes oró en concreto eran Suyos, y que Su Padre se los había dado: “He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste; tuyos eran, y me los diste, y han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todas las cosas que me has dado, proceden de ti; porque las palabras que me diste, les he dado; y ellos las recibieron, y han conocido verdaderamente que salí de ti, y han creído que tú me enviaste. Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son, y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y he sido glorificado en ellos. Y ya no estoy en el mundo; mas éstos están en el mundo, y yo voy a ti. Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros. Cuando estaba con ellos en el mundo, yo los guardaba en tu nombre; a los que me diste, yo los guardé, y ninguno de ellos se perdió, sino el hijo de perdición, para que la Escritura se cumpliese.” (Juan 17:6-12).

Y más adelante: “Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado. Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo” (Juan 17:20-24).

El Señor ha dicho a Sus fieles siervos en esta dispensación:

“No temáis, pequeñitos, porque sois míos, y yo he vencido al mundo, y vosotros sois de aquellos que mi Padre me ha dado” (D. y C. 50:41).

La salvación sólo se puede obtener en conformidad con las leyes y ordenanzas. “Escucha y oye la voz de aquel que existe de eternidad en eternidad, el Gran Yo Soy, sí, Jesucristo, la luz y la vida del mundo; una luz que brilla en las tinieblas y las tinieblas no la comprenden; el mismo que vine a los míos en el meridiano de los tiempos, pero los míos no me recibieron; mas a cuantos me recibieron, les di el poder de llegar a ser mis hijos; y en igual manera, a cuantos me recibieren, les daré poder para llegar a ser mis hijos” (D. y C. 39:1-4). En una revelación dada mediante el profeta José Smith en marzo de 1831 leemos: “Porque, de cierto os digo, que soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin, la luz y la vida del mundo, una luz que resplandece en las tinieblas y las tinieblas no la comprenden. Vine a los míos, y los míos no me recibieron; mas a cuantos me recibieron les di el poder de hacer muchos milagros y de llegar a ser los hijos de Dios; y a los que creyeron en mi nombre les di poder para obtener la vida eterna” (D. y C. 45:7-8).

Siglos antes del nacimiento de nuestro Señor en la carne, Abinadí ofreció una poderosa explicación de esa relación que existe entre Jesucristo como Padre y aquellos que cumplen con los requisitos del Evangelio como hijos Suyos: “Y ahora os digo: ¿Quién declarará su generación? He aquí, os digo que cuando su alma haya sido otorgada en ofrenda por el pecado, él verá su posteridad. Y ahora, ¿qué decís vosotros? ¿Quién será su posteridad? He aquí, os digo que quien ha oído las palabras de los profetas, sí, todos los santos profetas que han profetizado concerniente a la venida del Señor, os digo que todos aquellos que han escuchado sus palabras y creído que el Señor redimirá a su pueblo, y han esperado anhelosamente ese día para la remisión de sus pecados, os digo que éstos son su posteridad, o sea, son los herederos del reino de Dios. Porque éstos son aquellos cuyos pecados él ha tomado sobre sí; éstos son aquellos por quienes ha muerto, para redimirlos de sus transgresiones. Y bien, ¿no son ellos su posteridad? Sí, ¿y no lo son los profetas, todo aquel que ha abierto su boca para profetizar, que no ha caído en trasgresión, quiero decir, todos los santos profetas desde el principio del mundo? Os digo que ellos son su posteridad” (Mosíah 15:10-13).

En contraste con el bendito estado de aquellos que llegan a ser hijos de Dios mediante la obediencia al Evangelio de Jesucristo se encuentran los impenitentes, llamados específicamente hijos del diablo. Fíjense en las palabras de Cristo, mientras estaba en la carne, las cuales dirigió a ciertos judíos inicuos que alardeaban de su linaje abrahámico: “Si fueseis hijos de Abraham, las obras de Abraham haríais… Vosotros hacéis las obras de vuestro padre… Si vuestro padre fuese Dios, ciertamente me amaríais… Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer” (Juan 8:39, 41, 42, 44). De ese modo se designa a Satanás como el padre de los inicuos, aunque no podemos asumir relación personal alguna de padre e hijo entre él y ellos. Un ejemplo que aparece en la parábola de la cizaña muestra que los rectos son los hijos de Dios y los inicuos los hijos del diablo: “El campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del reino, y la cizaña son los hijos del malo” (Mateo 13:38).

El hombre puede llegar a ser hijo de Jesucristo naciendo de nuevo, habiendo nacido de Dios, según lo afirma la palabra inspirada: “El que practica el pecado es del diablo; porque el diablo peca desde el principio. Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo. Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios. En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios” (1 Juan 3:8-10).

Los que hayan nacido para Dios mediante la obediencia al Evangelio pueden, gracias a su valiente devoción a la rectitud, obtener la exaltación e incluso alcanzar la condición de la Deidad. De los tales leemos: “De modo que, como está escrito, son dioses, sí, los hijos de Dios” (D. y C. 76:58; compárese con D. y C. 132:20, y contrástese el versículo 17 de la misma sección; véase también el versículo 37). Aun así, aunque sean dioses todavía se hallan sujetos a Jesucristo como su Padre en esta relación exaltada, y por ello leemos en el versículo siguiente: “Y ellos son de Cristo y Cristo es de Dios” (D. y C. 76:59).

Por el nuevo nacimiento, del agua y del Espíritu, los seres humanos pueden llegar a ser hijos de Jesucristo siendo, por los medios que Él proporcionó, “engendrados hijos e hijas para Dios” (D. y C. 76:24). Esta solemne verdad se pone de mayor relieve en las palabras del Señor Jesucristo dadas por medio de José Smith en 1833: “Y ahora, de cierto os digo, yo estuve en el principio con el Padre, y soy el Primogénito; y todos los que por medio de mí son engendrados, son partícipes de esa gloria, y son la iglesia del Primogénito” (D. y C. 93:21-22). Para el uso figurado del término “engendrados” en aplicación a aquellos que nacen de Dios, véase la explicación de Pablo: “Porque aunque tengáis diez mil ayos en Cristo, no tendréis muchos padres; pues en Cristo Jesús yo os engendré por medio del evangelio” (1 Corintios 4:15). Otro ejemplo análogo de esta relación lograda mediante un servicio recto se halla en la revelación pertinente al orden y las funciones del sacerdocio dada en 1832: “Porque quienes son fieles hasta obtener estos dos sacerdocios de los cuales he hablado, y magnifican su llamamiento, son santificados por el Espíritu para la renovación de sus cuerpos. Llegan a ser los hijos de Moisés y de Aarón, y la descendencia de Abraham, y la iglesia y reino, y los elegidos de Dios” (D. y C. 84:33-34).

Si es apropiado referirse a los que aceptan el Evangelio y permanecen en él cómo hijos e hijas de Cristo—y sobre este asunto las Escrituras son explícitas y no se pueden dudar ni negar—, es por consiguiente apropiado referirse a Jesucristo como Padre de los justos, habiendo ellos llegado a ser Sus hijos, y Él su Padre, por medio del segundo nacimiento: la renovación espiritual.

  1. Jesucristo es el “Padre” por investidura divina de autoridad. Una cuarta razón para aplicar el título “Padre” a Jesucristo se encuentra en el hecho de que en todos Sus tratos con la familia humana, Jesús el Hijo ha representado y todavía representa a Elohim, Su Padre, en poder y autoridad. Esto es cierto de Cristo en Su estado preexistente, premortal o desincorporado, en el cual se le conocía como Jehová; también es así durante Su estado en la carne; durante Sus labores como espíritu desincorporado en el reino de los muertos; y desde entonces en Su estado resucitado. Él dijo a los judíos: “Yo y el Padre uno somos” (Juan 10:30; véase también 17: 11, 22); y declaró: “El Padre mayor es que yo” (Juan 14:28); y más adelante: “Yo he venido en nombre de mi Padre” (Juan 5:43; véase también 10:25). Esta misma verdad fue declarada por Cristo mismo a los nefitas (véase 3 Nefi 20:35 y 28:10), y ha sido reafirmada por revelación en la dispensación actual (D. y C. 50:43). De este modo, el Padre puso Su nombre sobre el Hijo; y Jesucristo habló y ministró en y por medio del nombre del Padre; y en lo que a poder, autoridad y divinidad se refiere, Sus palabras y hechos fueron y son los del Padre.

Leemos, a modo de analogía, que Dios puso Su nombre en el ángel al que asignó el ministerio especial del pueblo de Israel durante el éxodo, y el Señor dijo de él: “Guárdate delante de él, y oye su voz; no le seas rebelde; porque él no perdonará vuestra rebelión, porque mi nombre está en él” (Éxodo 23:21).

El antiguo apóstol Juan recibió la visita de un ángel que le ministró y habló en el nombre de Jesucristo, y leemos: “La revelación de Jesucristo, que Dios le dio, para manifestar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto; y la declaró enviándola por medio de su ángel a su siervo Juan” (Apocalipsis 1:1). Juan estaba a punto de adorar a este ser angélico que le habló en el nombre del Señor Jesucristo, pero se le prohibió hacerlo: “Yo Juan soy el que oyó y vio estas cosas. Y después que las hube oído y visto, me postré para adorar a los pies del ángel que me mostraba estas cosas. Pero él me dijo: Mira, no lo hagas; porque yo soy consiervo tuyo, de tus hermanos los profetas, y de los que guardan las palabras de este libro. Adora a Dios” (Apocalipsis 22: 8-9). Y luego el ángel continuó hablando como si fuera el Señor mismo: “He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último” (versículos 12,13). El Señor resucitado, Jesucristo, que había sido exaltado a la diestra de Dios, Su Padre, había puesto Su nombre sobre el ángel que envió a Juan, y el ángel habló en primera persona diciendo: “He aquí yo vengo pronto”, “Yo soy el Alfa y la Omega”, aunque se refería a que era Jesucristo el que vendría y el que era el Alfa y la Omega.

Sin embargo, ninguno de estos conceptos puede cambiar en lo más mínimo el hecho solemne de la relación literal de Padre e Hijo que existe entre Elohim y Jesucristo. De todos los hijos espirituales de Elohim, el primogénito fue y es Jehová, o Jesucristo, de quien todos los demás somos hermanos menores. Los siguientes son unos pasajes de las Escrituras que apoyan esta gran verdad. Pablo dijo de Jesucristo al escribir a los colosenses: “Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten; y él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, él que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia; por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud” (Colosenses 1:15-19). De este pasaje aprendemos que Jesucristo fue “el primogénito de toda creación” y resulta evidente que la antigüedad que aquí se expresa debe estar en relación con la existencia premortal, pues Cristo no fue el mayor de todos los mortales en la carne. Más adelante se le designa como “el primogénito de entre los muertos”, haciendo referencia a que fue el primero en resucitar de los muertos o, como se escribe en otra parte, “primicias de los que durmieron” (1 Corintios 15:20; véase también el versículo 23), y “el primogénito de los muertos” (Apocalipsis 1:5; compárese con Hechos 26:23). El autor de la Epístola a los Hebreos afirma el estado de Jesucristo como el primogénito de los hijos espirituales de Su Padre, y encomia su preeminencia durante su vida mortal: “Y otra vez, cuando introduce al Primogénito en el mundo, dice: Adórenle todos los ángeles de Dios” (Hebreos 1:6; léanse los versículos anteriores). Que los espíritus que eran menores que Cristo estaban predestinados a nacer a imagen de su Hermano Mayor es algo que Pablo asevera: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados. Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8:28-29). Juan el revelador recibió el mandato de escribir las palabras del Señor Jesucristo a los líderes de la iglesia en Laodicea: “He aquí el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios” (Apocalipsis 3:14). En el transcurso de una revelación dada por medio de José Smith en mayo de 1833, el Señor Jesucristo dijo, tal y como se citó anteriormente: “Y ahora, de cierto os digo, yo estuve en el principio con el Padre, y soy el Primogénito” (D. y C. 93:28). Un par de versículos más adelante se aclara el hecho de que los seres humanos eran, generalmente, iguales en su existencia como espíritus antes de recibir un cuerpo: “Vosotros también estuvisteis en el principio con el Padre; lo que es Espíritu, sí, el Espíritu de verdad” (versículo 23).

Por tanto, no es impropio hablar de Jesucristo como el Hermano Mayor del resto de la familia humana, y en Hebreos se indica que es nuestro Hermano por nacimiento espiritual: “Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo” (Hebreos 2:17). No obstante, no olvidemos que Él es esencialmente mayor en grandeza que todos los demás, debido a que, (1) es el mayor o Primogénito; (2) Su condición en la carne es única por ser progenie de una madre mortal y de un Padre inmortal, o sea, resucitado y glorificado; (3) fue escogido y preordenado como el único Redentor y Salvador de la raza humana; y (4) Su condición trascendental es no tener pecados.

Jesucristo no es el Padre de los espíritus que han tomado o vayan a tomar un cuerpo al venir a esta tierra, ya que es uno de ellos. Es el Hijo, y ellos son hijos e hijas de Elohim. En la medida en que los ámbitos del progreso y logro eternos se han dado a conocer mediante la revelación divina, debemos entender que sólo los seres resucitados y glorificados pueden convertirse en padres de progenie espiritual. Sólo estas almas exaltadas han alcanzado la madurez en el curso señalado de la vida eterna; y los espíritus que les nazcan en los mundos eternos pasarán, en su debido momento, por las diversas etapas mediante las cuales sus padres glorificados alcanzaron la exaltación.

La Primera Presidencia
y el Consejo de los Doce Apóstoles
de La Iglesia de Jesucristo
de los Santos de los Últimos Días
[Junio de 1916]

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