CAPÍTULO CUATRO.
TRES TESTIGOS ANTIGUOS: JACOB.
Cuando Nefi se aproximaba al fin de su vida, su papel como profeta y su deber como registrador fueron transferidos a su hermano más joven, Jacob, quien había sido bien preparado para la tarea desde una edad temprana, habiendo recibido el refinamiento espiritual que en ocasiones procede únicamente de la tribulación y las pruebas. Por ser el primer hijo de Lehi y Saríah nacido tras su partida de Jerusalén, conoció el rigor físico y las demandas espirituales de la vida en el desierto. “Tú has padecido aflicciones y mucho pesar en tu infancia”, le dijo su padre. “No obstante… conoces la grandeza de Dios; y él consagrará tus aflicciones para tu provecho”.
Estamos agradecidos por las enseñanzas de Lehi que sus hijos registraron en sus propios anales, pues es a través de sus palabras que sabemos primeramente que Jacob vio a Cristo en una visión.
“Yo sé que tú estás redimido a causa de la justicia de tu redentor”, dijo Lehi a Jacob, “porque has visto que en la plenitud de los tiempos él vendrá para traer la salvación a los hombres.
“Y en tu juventud has visto su gloria; por lo tanto, bienaventurado eres, así como lo serán aquellos a favor de quienes él ejercerá su ministerio en la carne”.
Jacob era un digno sucesor de Nefi en todos los aspectos y un testigo bien preparado del papel divino de Cristo en la época y las enseñanzas del Libro de Mormón. Tal y como más tarde dijo al anticristo Sherem respecto al conocimiento divino y la variedad de evidencias que había recibido, “yo en verdad había visto ángeles, y me habían ministrado. Y también había oído la voz del Señor hablándome con sus propias palabras de cuando en cuando; por tanto, yo no podía ser descarriado.
“Se me ha manifestado, porque he oído y visto”.
Es indicador de su estatura profética y naturaleza espiritual el que, de acuerdo con el registro que actualmente tenemos, Jacob fuera el primero de los profetas nefitas a quien se le dijo— por medio de un ángel—que el Mesías se llamaría “Cristo” cuando viniera a la mortalidad.
A la luz de la repetida experiencia y el aprecio de Jacob por lo divino, Nefi le dio “un mandato” de escribir en las planchas menores las cosas que él “considerara más preciosas”, tales como “predicaciones que fuesen sagradas, revelación que fuese grande, o profecías”, las cuales escribió con tanto detalle como le permitiera el espacio, “por causa de Cristo y por el bien de nuestro pueblo”.
Se comprende fácilmente por qué Jacob escribió tales cosas por el bienestar de su pueblo.
Todos los mortales necesitarían tanta predicación sagrada y revelación como pudieran recibir, por lo que el valor de semejante testimonio persuasivo para el beneficio del pueblo resulta evidente.
Pero el que esto debiera hacerse—¿quizás por ser más importante?—”por causa de Cristo” es intrigante. ¿De qué forma podría un registro semejante ser por causa del Salvador? Ciertamente, Él no necesita que se le recuerde ni se le motive a las cosas sagradas; Él, que llegaría a convertirse en la santidad personificada. Es obvio que el Maestro no precisa estudiar las lecciones que recibe el alumno.
Sin embargo, parece haber ciertos aspectos importantes mediante los cuales las enseñanzas de un profeta pudieran ser por causa del Señor. Por un lado, Jacob y todos los demás profetas sabían que Cristo vendría a expiar los pecados y el sufrimiento de toda la humanidad. Si esta verdad se escribiera cuidadosamente y se enseñara con poder—tal y como Jacob escribió y enseñó—puede que algunos evitaran el pecado o hasta cesaran de pecar, en caso de haber comenzado. En este sentido, cualquier éxito de los profetas al evitar que alguien pecara proporcionaría gozo al Salvador, quien expió por todos los pecados.
Una segunda consideración reside en el recordatorio de que la Expiación sería infinita y eterna, beneficiando a todos los hombres, mujeres y niños que jamás hayan vivido. La misericordia y el amor del Salvador, incluyendo Su rectitud y justicia, requerirían que cada -persona recibiera las buenas nuevas de Su Evangelio; por tanto, aquellos que vivieron antes del ministerio mortal de Cristo precisarían oír el mensaje tanto como aquellos que vivirían durante y después de dicho ministerio. Mas Él no puede extender ese mensaje por sí solo; así es como por causa de Cristo—o en representación Suya, si el lector lo desease debe registrar el Evangelio y testificar de él en cada época, incluyendo la dispensación nefita.
Por último, y más literalmente, predicar “por causa de Cristo” es, en un sentido, estar con Él en la corte celestial, reforzando Su papel de Mediador y Abogado. En Su intervención por toda la humanidad en el tribunal eterno de la justicia, Cristo aboga por nuestra causa y habla en nuestro favor. Las enseñanzas y los escritos de un profeta (o los de cualquier otra persona que hable “por causa de Cristo”) en el fondo reforzarán de manera simbólica el mensaje que el Maestro da aquí y, en cierta forma limitada, pero no por ello menos importante, añade una voz adicional al testimonio verídico que se da de la Expiación.
Una revelación moderna nos recuerda el gozo que tendremos por toda alma a la que hayamos ayudado a acercarse al arrepentimiento, pero el mismo pasaje nos recuerda también el gozo que siente Cristo en tal ocasión:
“Recordad que el valor de las almas es grande a la vista de Dios;
“Porque he aquí, el Señor vuestro redentor padeció la muerte en la carne; por tanto, sufrió el dolor de todos los hombres, a fin de que todo hombre pudiese arrepentirse y vivir con él…
“Y ha resucitado de entre los muertos, para traer a todos los hombres a él, mediante las condiciones del arrepentimiento.
“¡Y cuan grande es su gozo por el alma que se arrepiente!
“Así que, sois llamados a proclamar el arrepentimiento a este pueblo”.
En cualquier caso, Jacob parece haber estado particularmente comprometido en la presentación de la doctrina de Cristo. Dada la cantidad de espacio que proporcionó a su testimonio de la expiación del Salvador, Jacob consideró claramente a esta doctrina básica como la más sagrada de las enseñanzas y la más grande de las revelaciones.
“Tuvimos muchas revelaciones y el espíritu de mucha profecía”, dijo Jacob, “por tanto, sabíamos de Cristo y su reino, que había de venir.
“Por lo que trabajamos diligentemente entre los de nuestro pueblo, a fin de persuadirlos a venir a Cristo…
“Por tanto, quisiera Dios que todos los hombres creyeran en Cristo y contemplaran su muerte, y sufrieran su cruz, y soportaran la vergüenza del mundo”.
Ningún profeta del Libro de Mormón, por temperamento o testimonio personal, parece haber llevado a cabo esta obra de persuasión con más afán que Jacob, quien desdeñó la alabanza del mundo, enseñó una doctrina recta, sólida y hasta dolorosa; y conocía personalmente al Señor. El suyo es un clásico ejemplo en el Libro de Mormón de la decisión de un joven respecto a sufrir la cruz y soportar la vergüenza del mundo en defensa del nombre de Cristo. La vida, incluyendo aquellos años difíciles en los que vio cómo la iniquidad de Labán y Lemuel llevó a sus apesadumbrados padres a la tumba, nunca fue fácil para este primogénito del desierto.
»TENIAMOS LA ESPERANZA DE SU GLORIA».
Fue Jacob quien nos dio la primera gran perspectiva del Libro de Mormón en cuanto a cuan extensamente los profetas de la antigüedad conocían el Evangelio y enseñaron sobre Jesucristo, aun cuando la mayoría de esas enseñanzas se hallen actualmente perdidas del Antiguo Testamento. Tal y como hiciera su hermano Nefi, también Jacob habló repetidamente de Cristo, regocijándose en Su misericordia y profetizando de Su venida, y explicó por qué esto es tan importante: “Obramos diligentemente para grabar estas palabras sobre planchas. esperando que nuestros amados hermanos y nuestros hijos”— precisamente el mismo auditorio a quien se dirigiera Nefi— “sepan que nosotros sabíamos de Cristo y teníamos la esperanza de su gloria muchos siglos antes de su venida; y no solamente teníamos nosotros una esperanza de su gloria. sino también todos los santos profetas que vivieron antes que nosotros.
“He aquí, ellos creyeron en Cristo y adoraron al Padre en su nombre; y también nosotros adoramos al padre en su nombre…
“Nosotros no somos los únicos testigos de estas cosas”, volvió a afirmar, “porque Dios las declaró también a los profetas de la antigüedad”.
A través de tal creencia y adoración, de tales revelaciones y profecías, Jacob y su pueblo depositaron su esperanza y fe en Cristo tan firmemente que podían “mandar en el nombre de Jesús, y los árboles mismos… obedecen, o los montes, o las olas del mar”.
Esta fe en el Salvador condujo a Jacob a un examen continuo de su tema favorito: la expiación y la resurrección de Cristo. Al percatarse del poder de Dios para crear y destruir, y de la inescrutable profundidad de Sus misterios, Jacob suplicó a la humanidad que se sometiera, que se humillara y reclamara la plena medida de las bendiciones de la Expiación: “Reconciliaos con él por medio de la expiación de Cristo, su Unigénito Hijo, y podréis obtener la resurrección, según el poder de la resurrección que está en Cristo, y ser presentados como las primicias de Cristo a Dios, teniendo fe y habiendo obtenido una buena esperanza de gloria en él, antes que se manifieste en la carne.
“Y ahora bien, amados míos, no os maravilléis de que os diga estas cosas; pues ¿por qué no hablar de la expiación de Cristo, y lograr un perfecto conocimiento de una resurrección y del mundo venidero?”.
Esta admonición de Jacob es un indicador interesante de cuán firmemente se había enseñado y se comprendía el concepto de la resurrección en la familia de Lehi. Una paráfrasis del argumento esgrimido por Jacob podría ser: “Si podéis entender la Resurrección y todo lo que conllevan las promesas del mundo venidero, ¿no debéis estar completamente versados en la doctrina de la Expiación, la cual hace que la Resurrección nos resulte plenamente eficaz?”.
La fascinación de Jacob por la Expiación comenzó exactamente con la bendición que le dio su padre y que se halla registrada en 2 Nefi 2; maravillosa bendición en la que Jacob fue introducido en su juventud a los grandes conceptos de la creación de Adán y Eva, el papel del albedrío moral, lo inevitable de la oposición en todas las cosas, el diseño y propósito de la Caída, la consecuencia de la transgresión, la inmutabilidad de la ley, las demandas de la justicia, el don de la misericordia y la gracia, la necesidad de la mortalidad y de los hijos, el propósito de la probación y, por medio de todo ello, el gozo de la redención.
Lehi le enseñó que “el Mesías vendrá en la plenitud de los tiempos, a fin de redimir a los hijos de los hombres de la caída”, garantizando así a todo hombre y mujer la oportunidad de “escoger la libertad y la vida eterna, por medio del gran Mediador de todos los hombres”.
En esa misma bendición, Lehi también le enseñó que “la redención viene en el Santo Mesías y por medio de él, porque él es lleno de gracia y de verdad.
“He aquí, él se ofrece a sí mismo en sacrificio por el pecado, para satisfacer las demandas de la ley, por todos los de corazón quebrantado y de espíritu contrito… .
“Por lo tanto, cuán grande es la importancia de dar a conocer estas cosas a los habitantes de la tierra, para que sepan que ninguna carne puede morar en la presencia de Dios, sino por medio de los méritos, y misericordia, y gracia del Santo Mesías, quien da su vida, según la carne, y la vuelve a tomar por el poder del Espíritu…
“De manera que él es las primicias para Dios, pues él intercederá por todos los hijos de los hombres; y los que crean en él serán salvos”.
Un largo capítulo sobre la Expiación constituye el eje principal de este libro, un capítulo que se apoya de forma abundante en las enseñanzas de Jacob sobre el tema. No obstante, ningún segmento de un estudio tal, dedicado específicamente al papel de Jacob como testigo de Cristo, puede pasar por alto estos poderosos pasajes sin al menos un comentario preliminar.
La primera de las enseñanzas de Jacob sobre Cristo y el convenio apareció en realidad como fragmentos añadidos a los escritos de Nefi. Aparentemente, Nefi quedó tan impresionado con los sermones de su joven hermano sobre estos temas, que le pidió registrar sus palabras, a lo cual accedió, en parte citando y aclarando pasajes clave de Isaías. Estas enseñanzas aparecen ya en el sexto capítulo de 2 Nefi. Fíjese en el tono de urgencia y lástima que emplea Jacob:
“Os hablo otra vez, porque anhelo el bienestar de vuestras almas. Sí, grande es mi preocupación por vosotros, y a vosotros mismos os consta que siempre lo ha sido. Porque os he exhortado con toda diligencia y os he enseñado las palabras de mi padre; y os he hablado tocante a todas las cosas que están escritas, desde la creación del mundo”. Ésta es la fórmula mediante la cual siempre se ha enseñado el Evangelio, un proceso empleado hasta hoy día: el testimonio personal, las enseñanzas de profetas vivientes y los anales de las Escrituras. Jacob siempre estuvo anhelosamente inmerso en este proceso, de hecho, expresó esa “ansiedad” más ávidamente que cualquier otro profeta del Libro de Mormón.
Jacob dijo respecto a la primera venida del Señor: “Me ha mostrado que… se ha de manifestar a ellos en la carne; y que después que se haya manifestado, lo azotarán y lo crucificarán”. Este rechazo traería severos juicios sobre la casa de Israel, pero tras la subsiguiente aflicción y sufrimiento—las ocasiones en las que serían esparcidos, golpeados y odiados—serían preservados y “cuando lleguen al conocimiento de su Redentor, serán reunidos de nuevo en las tierras de su herencia”.
Esta intervención en beneficio de Israel—y en beneficio de los gentiles arrepentidos, quienes también verían cumplidos sus convenios con Dios—culminaría en la segunda venida del Señor, cuando “el Mesías se dispondrá por segunda vez a restaurarlos; por lo tanto, cuando llegue el día en que en él crean, él se manifestará a ellos con poder y gran gloria, hasta la destrucción de sus enemigos, y no será destruido ninguno que crea en él”.
El DIOS FUERTE.
El testimonio de Jacob fue que “el Dios Fuerte” siempre liberará a “su pueblo del convenio” y que el Dios Fuerte es, según Sus propias palabras divinas, el Señor Jesucristo, el “Salvador y… Redentor, el Fuerte de Jacob”.
Jacob reflexionó en estas enseñanzas—especialmente en aquellas contenidas en los escritos de Isaías—para que su auditorio del momento y los futuros lectores “[supieran] de los convenios del Señor que ha concertado con toda la casa de Israel”, concediendo a los padres de cada generación motivo para regocijarse y “[levantar sus] cabezas para siempre, a causa de las bendiciones que el Señor Dios conferirá a todos [sus] hijos”.
La esencia misma de ese convenio y el motivo para tal regocijo es el sacrificio expiatorio de ese “Dios Fuerte” que es el Salvador y Redentor del mundo. En uno de los sermones más definitivos sobre la Expiación, jamás registrados en canon alguno de las Escrituras, Jacob enseñó este impresionante resumen de verdades sobre el tema.
- Cristo viviría entre los de Jerusalén, se les mostraría y sería crucificado por ellos.
- Es esencial (“conviene”) que Cristo “se deje someter al hombre en la carne… a fin de que todos los hombres queden sujetos a él” en el espíritu.
- La muerte descendió sobre toda la humanidad como parte del “misericordioso designio” del Gran Creador.
- A causa de la transgresión de Adán y Eva, sobrevendría una caída universal, incluyendo la muerte física, sobre todos los hombres, mujeres y niños nacidos en este mundo. En forma de respuesta misericordiosa, se extendería a todos una expiación infinita (o universal) que vencería a la muerte mediante el justo poder de la resurrección de Cristo.
- Si la carne (el cuerpo) no se levantara, y tampoco lo hiciera el espíritu, el destino espiritual de toda la humanidad sería “estar sujetos [al]… diablo”, para ser “diablos, ángeles de un diablo, para ser separados de la presencia de nuestro Dios”.
- Mediante el poder de la resurrección de Cristo, la muerte temporal (la tumba) y la muerte espiritual (el infierno) deben entregar “sus cuerpos cautivos” y sus “espíritus cautivos”, respectivamente.
- Los cuerpos, que eran corruptibles y mortales antes de la Resurrección, se convierten en incorruptibles e inmortales tras la Resurrección.
- La unión del cuerpo y el espíritu constituye el “alma viviente”.
- En la Resurrección tendremos un “conocimiento perfecto” de toda nuestra culpa e impureza, de todo nuestro arrepentimiento y rectitud.
- Tras la Resurrección tendrá lugar un juicio divino.
- La justicia de Dios demanda que “aquellos que son justos serán justos todavía, y los que son inmundos serán inmundos todavía”.
- A los justos, “los santos del Santo de Israel”, se les define como “aquellos que han creído en el Santo de Israel, quienes han soportado las cruces del mundo y menospreciado la vergüenza de ellos”. Su herencia es el reino de Dios y su …. dicha será eterna.
- La misericordia de Dios libera a los justos (los arrepentidos) de las garras del diablo.
- Dios es omnisciente, Él “sabe todas las cosas, y no existe nada sin que él lo sepa”.
- Cristo sufriría los dolores de “toda criatura viviente, tanto hombres como mujeres y niños, que pertenecen a la familia de Adán”, para que puedan ser salvos si dan oído a Su voz.
- La Resurrección es universal, para “todos”.
- El sendero que conduce a la salvación en el reino de Dios incluye: “Perfecta fe en el Santo de Israel”, arrepentimiento, bautismo en Su nombre y perseverancia hasta el fin.
- Cuando no se aplica la ley moral—como ocurre con los niños pequeños, la gente mentalmente incapacitada o las personas que desconocen el Evangelio hasta que se les enseña, etc.—, el poder de la Expiación “satisface lo que [la] justicia demanda”, y tales personas “son restauradas a ese Dios que les dio aliento”.
- Sin embargo, cuando la ley se conoce y está en vigor, es peligroso que el hombre malgaste “los días de su probación”.
- El nombre del Redentor sería Cristo, información que Jacob recibió de un ángel, y fue la primera vez de la que tenemos constancia en que los profetas nefitas conocieron el nombre que tendría el Mesías y el Santo de Israel. El nombre Jesús le fue revelado a estos hermanos nefitas por un ángel—bien por este ángel en esa misma ocasión o por otro poco tiempo después.
- Ninguna otra nación sobre la tierra crucificaría al Salvador si hubiera contemplado los milagros que Él efectuó en Jerusalén.
- Las supercherías sacerdotales y la iniquidad serían las dos razones principales para el rechazo de Jesús en Jerusalén.
- Jehová hizo “convenio con sus padres” respecto a que el Israel esparcido sería recogido de las cuatro partes de la tierra y de las islas del mar para ser restaurado a la tierra de su herencia “cuando llegue el día en que crea en mí, que yo soy Cristo”.
- Las naciones de los gentiles serían “grandes a mis ojos… dice Dios” en el cumplimiento de estos convenios y promesas con la casa de Israel.
- “Sólo en la gracia de Dios” se obtiene la salvación.
Éste es un sermón maravillosamente explícito—el cual requirió de dos días para ser pronunciado—sobre Cristo y Su convenio eterno con la familia humana. Jacob concluyó su mensaje sobre la Expiación y la Resurrección con una súplica para que su pueblo deseara “esa felicidad que está preparada para los santos”: “Venid al Señor, el Santo”, dijo. “Recordad que sus sendas son justas. He aquí, la vía para el hombre es angosta, mas se halla en línea recta ante él; y el guardián de la puerta es el Santo de Israel; y allí él no emplea ningún sirviente, y no hay otra entrada sino por la puerta; porque él no puede ser engañado, pues su nombre es el Señor Dios.
“Y al que llamare, él abrirá; y los sabios, y los instruidos, y los que son ricos, que se inflan a causa de su conocimiento y su sabiduría y sus riquezas, sí, éstos son los que él desprecia; y a menos que desechen estas cosas, y se consideren insensatos ante Dios y desciendan a las profundidades de la humildad, él no les abrirá…
“Venid, hermanos míos, todos los que tengáis sed, venid a las aguas; y venga aquel que no tiene dinero, y compre y coma; sí, venid y comprad vino y leche, sin dinero y sin precio…
“Cuán grandes son los convenios del Señor, y cuán grandes sus condescendencias para con los hijos de los hombres…
“Así pues, Dios os levante de la muerte por el poder de la resurrección, y también de la muerte eterna por el poder de la expiación, a fin de que seáis recibidos en el reino eterno de Dios, para que lo alabéis por medio de la divina gracia. Amén”.
Para el mundo cristiano contemporáneo resulta algo contundente considerar que el plan de salvación, con sus doctrinas centrales respecto al albedrío moral, la caída del hombre y la expiación de Cristo, fue enseñado con tanto detalle y precisión—como en este sermón de dos días pronunciado por Jacob—tantas generaciones antes de que Cristo viniera a la mortalidad. Ciertamente, ésta es una de las contribuciones más claras del Libro de Mormón, una contribución reflejada en el recordatorio de Jacob de que “ninguno de los profetas ha escrito y profetizado sin que haya hablado concerniente a este Cristo”.
El alma herida.
Como uno de los grandes profetas que testificó del Salvador, aun siendo un hombre joven, Jacob fue siempre muy directo en sus enseñanzas, sobrio por sus responsabilidades y ansioso por el bienestar y la salvación de su pueblo. Aludió a trabajar con “fe y gran afán” por su pueblo, a estar agobiado por “el peso de un deseo y afán” por el bienestar de sus almas. Con frecuencia se refirió al “alma herida”, y así parecía estar su alma, herida por la transgresión de los demás, por las dagas del dolor y del sufrimiento que herían al Salvador mismo. Durante su experiencia en el desierto llegó a conocer bien el poder y la importancia de la sangre redentora de Cristo, y enseñó esta verdad con audacia en sus palabras.
En una de las imágenes más vividas jamás registradas de la oratoria del púlpito, presenciamos la fe y el fervor de Jacob al declarar la palabra de Cristo a su pueblo:
“¡Oh, mis queridos hermanos, recordad mis palabras! He aquí, me quito mis vestidos y los sacudo ante vosotros; ruego al Dios de mi salvación que me mire con su ojo que todo lo escudriña; por tanto, sabréis, en el postrer día, cuando todos los hombres sean juzgados según sus obras, que el Dios de Israel vio que sacudí vuestras iniquidades de mi alma, y que me presento con tersura ante él, y estoy limpio de vuestra sangre.
“¡Oh, mis queridos hermanos, apartaos de vuestros pecados! Sacudid de vosotros las cadenas de aquel que quiere ataros fuertemente; venid a aquel Dios que es la roca de vuestra salvación”.
En una importante explicación en cuanto a ser un pueblo del convenio, Jacob explicó (tal y como había hecho Nefi) por qué los nefitas guardaban la ley de Moisés aunque conocían la luz mayor del Evangelio de Jesucristo. Dice que en parte se trataba de un asunto de obediencia, puesto que la ley “orienta nuestras almas hacia [Cristo]”, tal y como “le fue contado a Abraham en el desierto el ser obediente a los mandamientos de Dios al ofrecer a su hijo Isaac, que es una semejanza de Dios y de su Hijo Unigénito”.
El relato de Abraham e Isaac ha sido por largo tiempo reconocido y apreciado por su paralelismo simbólico con la disposición de Dios el Padre para ofrecer a Su Hijo Unigénito, aunque Jacob fue, según sabemos, el primer profeta en reflejar esa similitud en las Escrituras.
Con temor a que sus contemporáneos de la casa de Israel del Viejo Mundo no reconocieran este simbolismo mesiánico, incluyendo el simbolismo en la ley de Moisés, Jacob vio que los judíos procurarían “cosas que no podían entender” y tropezarían en su búsqueda del Santo de Israel, el literal Hijo de Dios que sería conocido como Jesucristo: “A causa del tropiezo de los judíos, ellos rechazarán la roca sobre la cual podrían edificar y tener fundamento seguro.
“Mas he aquí que esta roca, según las Escrituras, llegará a ser el grande, y el último, y el único y seguro fundamento sobre el cual los judíos podrán edificar”.
En respuesta a la pregunta retórica de “¿Cómo será posible que éstos, después de haber rechazado el fundamento seguro, puedan jamás edificar sobre él, para que sea la principal piedra angular?”, Jacob citó la alegoría del profeta Zenós del olivo cultivado y del olivo silvestre, la parábola más larga contenida en el Libro de Mormón. Y lo hizo para revelar “el misterio” de la redención final de los judíos gracias a Cristo.
Cuando Jacob se enfrentó y derrotó a Sherem, el primer gran anticristo del Libro de Mormón, su testimonio final permanece con nosotros como un eco de la alegoría del olivo. Se trata de un consejo crucial para todos: “He aquí, después de haber sido nutridos por la buena palabra de Dios todo el día, ¿produciréis mal fruto, para que seáis talados y echados en el fuego?.
“He aquí, ¿rechazaréis las palabras de los profetas; y rechazaréis todas las palabras que se han hablado en cuanto a Cristo, después que tantos han hablado acerca de él; ¿y negaréis la buena palabra de Cristo… y haréis irrisión del gran plan de redención que se ha dispuesto para vosotros?…
“¡Oh, sed prudentes! ¿Qué más puedo decir?”.
Jacob, el quebrantado e inquebrantable, nacido en la aflicción, refinado por el servicio, triunfante en Cristo. Su pregunta a sus hermanos es su pregunta a nosotros, una pregunta que brota de su llamamiento profético en el cual la redención de Cristo fue el factor preeminente y preocupante de su vida y servicio:
“Así pues, amados hermanos, reconciliaos con [Dios] por medio de la expiación de Cristo, su Unigénito Hijo… teniendo fe y habiendo obtenido una buena esperanza de gloria en él, antes que se manifieste en la carne… ¿Por qué no hablar de la expiación de Cristo, y lograr un perfecto conocimiento de él?”.
Sí, ¿por qué no?
























