CRISTO y el Nuevo Convenio

CAPÍTULO SEIS.
SABÍAMOS DE CRISTO


Los testimonios de Nefi, Jacob e Isaías se nos presentan como los tres primeros y grandes testigos que están en la puerta de entrada al Libro de Mormón, testificando de Cristo.  Sin embargo, la venida de Cristo y la belleza de Su mensaje fueron enseñados ampliamente a lo largo [de todo el Libro de Mormón.  En efecto, Nefi, Jacob e Isaías vieron reafirmados sus propios testimonios por la declaración de otros profetas antes que ellos. Obviamente, los profetas posteriores vieron sus afirmaciones fortalecidas por estos tres, y de esta forma las declaraciones proféticas y de refuerzo sobre Cristo se despliegan por todo el Libro de Mormón.

De hecho, el tema “Jesús es el Cristo”, que predomina en todo el libro, sugiere que una forma de leer y recordar este registro sagrado es el de avanzar, en efecto, de una enseñanza sobre el Salvador a la siguiente.  Estos discursos surgen con cierta regularidad, como una especie de vistas panorámicas para el necesitado viajero, y conducen de forma elevada al lector a lo largo de todo el Libro de Mormón, de principio a fin.

Tras haber introducido esta idea con las enseñanzas de cuatro grandes profetas, parece útil combinar aquí, en una especie de resumen, [las enseñanzas y los sermones restantes, grandes o pequeños, que hablan del Salvador hasta la época de Su aparición en el Nuevo Mundo, haciendo hincapié en lo extendida que estaba “la doctrina de Cristo” entre los antiguos profetas y cuán ampliamente la enseñaban.  El título de este capítulo amalgamador -”Sabíamos de Cristo”—procede del testimonio de esos testigos mismos, con los sermones o subdivisiones identificados por los sacerdotes y maestros que nos los hicieron llegar: los profetas de las planchas menores; el rey Benjamín; Abinadí; Alma, padre; Alma, hijo; Amulek; los hijos de Mosíah; el capitán Moroni; los posteriores Nefi y Lehi; y Samuel el lamanita.

LOS PROFETAS DE LAS PLANCHAS MENORES.

Como ya se apuntó en gran detalle en el capítulo tres de este libro, los escritos de Nefi documentan el propósito compartido y la práctica común de los profetas del Libro de Mormón que dieron testimonio de Cristo y de Su ministerio.  Él registró el ministerio del Salvador, incluyendo los dolorosos detalles de la crucifixión, con el propósito expreso de que su pueblo pudiera conocer más plenamente a Cristo y aceptar Sus enseñanzas: “Yo, Nefi, he escrito estas cosas a los de mi pueblo, para que tal vez los persuada a que se acuerden del Señor su Redentor…

“Pues he aquí, siento estremecimientos en el espíritu, que me agobian al grado de que se debilitan todas mis coyunturas, por los que se hallan en Jerusalén; porque si el Señor en su misericordia no me hubiera manifestado lo concerniente a ellos, así como lo había hecho a los antiguos profetas, yo también habría perecido.

“Y ciertamente él mostró a los antiguos profetas todas las cosas concernientes a ellos”.

Jacob y Nefi, en este orden, mencionaron el nombre que tendría el Mesías, pero Nefi se apresuró a reconocer que otros antiguos profetas también lo conocían: “Según las palabras de los profetas, el Mesías viene seiscientos años a partir de la ocasión en que mi padre salió de Jerasalén; y según las palabras de los profetas y también las palabras del ángel de Dios, su nombre será Jesucristo, el Hijo de Dios”.

Jacob, el hermano de Nefi, cuyas enseñanzas del Salvador hemos revisado a fondo en el capítulo cuatro, acompañó ese reconocimiento con un testimonio de la amplia revelación y lo extendido del conocimiento de Cristo que habían recibido esos antiguos profetas, y escribió: “Porque hemos escrito estas cosas para este fin, que sepan que nosotros sabíamos de Cristo y teníamos la esperanza de su gloria muchos siglos antes de su venida; y no solamente temamos nosotros una esperanza de su gloria, sino también todos los santos profetas que vivieron antes que nosotros.

“He aquí, ellos creyeron en Cristo y adoraron al Padre en su nombre; y también nosotros adoramos al Padre en su nombre. Y con este fin guardamos la ley de Moisés, dado que orienta nuestras almas hacia él…

“Por tanto, escudriñamos los profetas, y tenemos muchas revelaciones y el espíritu de profecía; y teniendo todos estos testimonios, logramos una esperanza, y nuestra fe se vuelve inquebrantable, al grado de que verdaderamente podemos mandar en el nombre de Jesús, y los árboles mismos nos obedecen, o los montes, o las olas del mar”.

Con ese sentimiento audaz y persuasivo, Jacob suplicó a sus hermanos: “He aquí, rechazaréis estas palabras? ¿Rechazaréis las palabras de los profetas; y rechazaréis todas las palabras que se han hablado en cuanto a Cristo, después que tantos han hablado acerca de él? ¿y negaréis la buena palabra de Cristo y el poder de Dios y el don del Espíritu Santo, y apagaréis el Santo Espíritu, y haréis irrisión del gran plan de redención que se ha dispuesto para vosotros?”.

Pero poco después llegó uno haciendo exactamente esas cosas. Sherem, el primero de los anticristos mencionados en el Libro de Mormón, vino declarando “que no habría ningún Cristo” e intentó por todos los medios posibles “derribar la doctrina de Cristo”.  Sabiendo que Jacob “tenía fe en Cristo, que habría de venir”, Sherem hizo un esfuerzo particularmente perverso por enfrentarse a él y desafiar la práctica de lo que Sherem llamó “el evangelio o la doctrina de Cristo” con “un conocimiento perfecto de la lengua del pueblo”,  incluyendo gran habilidad para hablar halagadora y poderosamente, y basó su argumento en el tediosamente previsible razonamiento de todos los anticristos del Libro de Mormón:  “Nadie sabe en cuanto a tales cosas; porque nadie puede declarar lo que está por venir”.  Recogiendo el guante del reto, Jacob le preguntó: “¿Crees tú en las Escrituras?”     Sherem respondió: “Sí”.

“Entonces no las entiendes”, contestó Jacob, “porque en verdad testifican de Cristo. He aquí, te digo que ninguno de los profetas ha escrito ni profetizado sin que haya hablado concerniente a este Cristo”.

En cierto modo es un tributo a Jacob el que finalmente Sherem reconociera su fatal fraudulencia, y en su lecho de muerte “negó las cosas que les había enseñado, y confesó al Cristo y el poder del Espíritu Santo y la ministración de ángeles…

“Y dijo: Temo que haya cometido el pecado imperdonable, pues he mentido a Dios; porque negué al Cristo, y dije que creía en las Escrituras, y éstas en verdad testifican de él”.

Poco después, Enós, hijo de Jacob, tuvo una experiencia espiritual memorable debido a su fe en Cristo, un ser de quien la voz celestial le dijo:  “A quien nunca jamás has oído ni visto”.  Del mismo modo, Jarom, hijo de Enós, señaló que los profetas (en plural) del Señor trabajaron “persuadiéndolos a mirar adelante hacia el Mesías y a creer en su venida como si ya se hubiese verificado”. Amalekí, descendiente de Jarom, entregó los anales al rey Benjamín, “exhortando a todos los hombres a que vengan a… Cristo, el cual es el Santo de Israel, y [participen] de su salvación y del poder de su redención. Sí, venid a él y ofrecedle vuestras almas enteras como ofrenda”.

Estos pasajes marcan la conclusión de las planchas menores de Nefi, completadas unos 130 años antes del nacimiento de Cristo. Dado que la transición se hace al compendio que Mormón realizó de las planchas mayores de Nefi, el hincapié en Cristo, Sus doctrinas, Sus enseñanzas y la certeza de Su ministerio mortal continúa sin disminuir, aunque en un contexto más temporal y con un formato mucho más editado.

EL REY BENJAMIN.

En el primero de los sermones registrados por Mormón (en el Libro de Mormón tal y como ahora lo tenemos), el rey Benjamín pronunció un magnífico sermón sobre el sufrimiento y la Expiación de Cristo, el papel de la justicia y la misericordia, y la necesidad de tomar sobre nosotros el nombre de Cristo en una relación establecida mediante convenio—verdades que le habían sido reveladas “por un ángel de Dios”. También él volvió a hacer hincapié en que todos los santos profetas han enseñado esto y que ellos, al igual que Jarom, enseñaron el “presente eterno” de la vida del Salvador.

Considere las siguientes verdades tomadas del singular sermón del rey Benjamín:

  • Cristo, que reina “de eternidad de eternidad, [descendería] del cielo entre los hijos de los hombres; y [moraría] en un tabernáculo de barro”.
  • Cristo efectuaría “grandes milagros” incluyendo el sanar enfermos, resucitar a los muertos, hacer que los cojos anden, que los ciegos reciban la vista y que los sordos oigan; y curar todo tipo de enfermedades y echar fuera los demonios, o los malos espíritus “que moran en el corazón de los hijos de los hombres”.
  • El Salvador sufriría tentaciones, hambre, sed, fatiga y “dolor en el cuerpo”, más de lo que el hombre puede sufrir “sin morir”.
  • En Sus padecimientos durante la Expiación, la sangre le saldría por cada poro, tan grande sería Su angustia por los pecados y el sufrimiento de la humanidad.
  • Se llamaría Jesucristo, el Hijo de Dios, el Padre del cielo y de la tierra, el creador de todas las cosas desde el principio.
  • Su madre se llamaría María.
  • Su propio pueblo lo rechazaría, considerándolo tan sólo como un hombre. Le acusarían de tener un mal espíritu, un diablo; lo azotarían y lo crucificarían.
  • Al tercer día se levantaría de los muertos.
  • Se presentaría para juzgar al mundo con un justo juicio, por lo cual “todas estas cosas se hacen”.
  • La sangre de Cristo expiaría por todos aquellos que pecan y son ignorantes de “la voluntad de Dios concerniente a ellos”.
  • Para todos los demás que pecan a sabiendas y se rebelan “contra Dios”, se hace necesario el arrepentimiento.
  • Se mostrarían muchas “señales, y maravillas, y símbolos, y figuras” a la casa de Israel, incluyendo la ley de Moisés, la cual indicaba a la gente la venida de Cristo. No obstante, endurecieron el corazón y la cerviz y no entendieron que la ley de Moisés “nada logra salvo que sea por la expiación de [la] sangre [de Cristo]”.
  • No se daría “otro nombre, ni otra senda ni medio” por el cual viniera la salvación, sino únicamente en “el nombre de Cristo, el Señor Omnipotente” y por medio de Él.

No obstante lo reveladoras y detalladas que son estas enseñanzas, el rey Benjamín relacionó su aplicación doctrinal más sólida de la enseñanza de Cristo con el estado y circunstancias de los niños pequeños, los cuales sirven como elementos ideales y representativos del amor de Cristo y son ejemplos puros de Su humildad.

Los niños pequeños no son capaces de pecar, enseñó el rey Benjamín, pero sufren los efectos de la caída de Adán junto con el resto de la familia mortal.  A pesar de esto, Cristo expía por toda esa caída y vence la muerte en beneficio de ellos:  “El niño que muere en su infancia no perece”, dijo el rey Benjamín.  De hecho, los adultos serán castigados a menos que se humillen y lleguen a ser como niños pequeños, creyendo que “la salvación fue, y es, y ha de venir en la sangre expiatoria de Cristo, el Señor Omnipotente”.

El rey Benjamín declaró en un pasaje memorable en cuanto a la inocente humildad y la confianza necesarias que se requieren de todo discípulo de Cristo:  “El hombre natural es enemigo de Dios, y lo ha sido desde la caída de Adán, y lo será para siempre jamás, a menos que se someta al influjo del Santo Espíritu, se despoje del hombre natural, y se haga santo por la expiación de Cristo el Señor, y se vuelva como un niño: sumiso, manso, humilde, paciente, lleno de amor y dispuesto a someterse a cuanto el Señor juzgue conveniente imponer sobre él, tal como un niño se somete a su padre.

“Y además, te digo que vendrá el día en que el conocimiento de un Salvador se esparcirá por toda nación, tribu, lengua y pueblo.

“Y he aquí, cuando llegue ese día, nadie, salvo los niños pequeños, será hallado sin culpa ante Dios, sino por el arrepentimiento y la fe en el nombre del Señor Dios Omnipotente”.

El rey Benjamín recordó a los que le escuchaban que éstas no eran verdades nuevas, aun en el siglo segundo antes de cristoI. “El Señor ha enviado a sus santos profetas entre todos los hijos de los hombres”, dijo el profeta, “para declarar estas cosas a toda familia, nación y lengua, para que así, quienes creyesen que Cristo habría de venir, esos mismos recibiesen la remisión de sus pecados y se regocijasen con un gozo sumamente grande, aun como si él ya hubiese venido entre ellos”.

No debe extrañar a nadie que aquellos que escuchaban el cándido mensaje del rey cayeran al suelo y clamaran:  “¡Oh, ten misericordia y aplica la sangre expiatoria de Cristo para que recibamos el perdón de nuestros pecados, y sean purificados nuestros corazones; porque creemos en Jesucristo, el hijo de Dios, que creó el cielo y la tierra y todas las cosas; el cual bajará entre los hijos de los hombres!”.  Su ferviente oración fue oída y ellos fueron llenos de gozo, recibieron una remisión de sus pecados y hallaron paz de conciencia “a causa de la gran fe que tenían en Jesucristo que habría de venir”.

Como ocurre siempre con los íntegros de corazón, un testimonio tan poderoso de Cristo evocó en ellos una respuesta sincera, y estos creyentes buscaron el establecimiento de un convenio con su Salvador.  Tras expresar que se había producido un “potente cambio” en sus corazones, no tenían “más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente”.  Estaban dispuestos, según declararon, “a concertar un convenio con nuestro Dios de hacer su voluntad y ser obedientes a sus mandamientos en todas las cosas que él nos mande, todo el resto de nuestros días”.

El rey Benjamín quedó admirado con esta respuesta de la congregación y les informó que en el proceso de concertar este convenio, se habían convertido en “progenie de Cristo, hijos e hijas de él”, “Porque he aquí”, les dijo, “hoy él os ha engendrado espiritualmente; pues decís que vuestros corazones han cambiado por medio de la fe en su nombre; por tanto, habéis nacido de él y habéis llegado a ser sus hijos y sus hijas”.

Más adelante hablaremos sobre el papel de Cristo como “Padre” pues ésta es una forma apropiada de emplear este título en Aquél a quien por costumbre nos referimos como el “Hijo”.  Él es el Padre de la vida espiritual redimida y restaurada, es decir, la vida eterna.

Los fieles nacen de nuevo—de Cristo, por Cristo y mediante Cristo—cuando este cambio poderoso se lleva a cabo en sus corazones. De la misma forma que es apropiado en el momento de un nuevo nacimiento, se les concede un nombre, y el nombre que los redimidos toman sobre sí es “el nombre de Cristo”, evidencia de que los tales han concertado un convenio con Dios de que serían obedientes al Evangelio hasta el fin de sus días.

El rey Benjamín dijo de esta nueva vida e identidad:  “Quisiera que os acordaseis de conservar siempre escrito este nombre en vuestros corazones para que… oigáis y conozcáis la voz por la cual seréis llamados”.  Este nombre tendría un poder vinculante en la eternidad gracias a los convenios concertados en la mortalidad, algo que se observa claramente en esta declaración final del encomiable rey:

“Por tanto, quisiera que fueseis firmes e inmutables, abundando siempre en buenas obras para que Cristo, el Señor Dios omnipotente, pueda sellaros como suyos, a fin de que seáis llevados al cielo, y tengáis salvación sin fin, y vida eterna mediante la sabiduría, y poder, y justicia, y misericordia de aquel que creó todas las cosas en el cielo y en la tierra, el cual es Dios sobre todo”.

Es innegable que este sermón contenía un poder espiritual que transponía la claridad de la palabra escrita, pues tras culminar el discurso y desear registrar “los nombres de todos los

que habían hecho convenio”, este poderoso siervo de Dios se percató de que “no hubo ni un alma, salvo los niños pequeños, que no hubiese hecho convenio y tomado sobre sí el nombre de Cristo”. Oh, si nosotros pudiéramos tener sermones semejantes y, aún más importante, que todos los que los oyeran pudieran concertar, en consecuencia, convenios buenos y vinculantes.

ABINADI.

Abinadí, ese símbolo profético de Cristo cuyo sermón será tratado en detalle más adelante, recalcó el hecho de que en su ministerio no estaba haciendo sino lo que habían hecho sus predecesores y contemporáneos:

“Pues he aquí, ¿no les profetizó Moisés concerniente a la venida del Mesías, y que Dios redimiría a su pueblo? Sí, y aun todos los profetas que han profetizado desde el principio del mundo, ¿no han hablado ellos más o menos acerca de estas cosas?

“¿No han dicho ellos que Dios mismo bajaría entre los hijos de los hombres, y tomaría sobre sí la forma de hombre, e iría con gran poder sobre la faz de la tierra?

“Sí, y ¿no han dicho también que llevaría a efecto la resurrección de los muertos, y que él mismo sería oprimido y afligido?”.

En otro de esos consumados sermones sobre el Salvador que se hallan a lo largo y ancho del Libro de Mormón, Abinadí hizo las siguientes declaraciones sobre el Hijo de Dios:

  • “Dios mismo” expiaría los pecados y las iniquidades de Su pueblo.
  • Cristo representaría los papeles mortales de Padre e Hijo.
  • La ley de Moisés era un símbolo de Cristo, quien habría de venir.
  • Cristo moraría en la carne y sufriría tentaciones,, mas no cedería a ellas.
  • El Salvador permitiría que Su propio pueblo se mofara de Él, lo azotara, lo expulsara y lo repudiara.
  • Obraría “muchos grandes milagros” sólo para ser llevado sin resistencia a la crucifixión.
  • Su “intercesión por los hijos de los hombres” sería un reflejo de la misericordia y la compasión que le permitirían interceder entre el pueblo y las demandas de la justicia.
  • En el proceso de la Expiación quebrantaría las ataduras de la muerte, tomaría sobre Sí las transgresiones de todos, satisfaría las demandas de la justicia y redimiría a Su pueblo.
  • La “progenie” de Cristo (los “hijos de Cristo” mencionados por el rey Benjamín) serían aquellos que creyesen en los profetas y acudiesen a Cristo en busca de una redención de sus pecados. Por éstos tomaría Cristo los pecados y para ellos sería plenamente eficaz Su muerte.
  • De no ser por esta redención y resurrección, toda la humanidad tendría que perecer.
  • Cristo llevaría a cabo una “primera resurrección” que incluiría a los fieles que vivieran y murieran antes de Su muerte, entre los que se incluyen los niños pequeños y aquellos que habrían muerto en su madurez sin un conocimiento del Evangelio.
  • No habría resurrección de los rebeldes en la época de la resurrección de Cristo (o “la primera resurrección”).

Estas verdades, testificó, han constituido “las palabras de los profetas, sí, todos los santos profetas que han profetizado concerniente a la venida del Señor”.  Entonces Abinadí procedió a concluir su magistral sermón con esta declaración: “Si Cristo no hubiese venido al mundo, hablando de cosas futuras como si ya hubiesen acontecido, no habría habido redención.

“Y si Cristo no hubiese resucitado de los muertos, o si no hubiese roto las ligaduras de la muerte, para que el sepulcro no tuviera victoria, ni la muerte aguijón, no habría habido resurrección.

“Mas hay una resurrección; por tanto, no hay victoria para el sepulcro, y el aguijón de la muerte es consumido en Cristo.

“El es la luz y la vida del mundo; sí, una luz que es infinita, que nunca se puede extinguir; sí, y también una vida que es infinita, para que no haya más muerte…

“Enseñad… que la redención viene por medio de Cristo el Señor”.

ALMA, PADRE.

De la heroica—y en última instancia fatídica—declaración de Abinadí al inicuo rey Noé surgió un converso crucial, un joven sacerdote de la corte del rey llamado Alma.  Tras escuchar el testimonio que Abinadí dio de Cristo y huir al desierto para registrar el mensaje y arrepentirse de sus pecados, Alma comenzó a bautizar a todos los que deseaban hacer convenio con Cristo, y les pidió que “[sirvieran a Dios y guardaran] sus mandamientos, para que él derrame su Espíritu más abundantemente” sobre ellos. Estos nuevos discípulos también demostrarían su fe al:

  • Entrar en el rebaño de Dios.
  • Ser llamados Su pueblo.
  • Llevar las cargas de los demás.
  • Llorar con los que lloran.
  • Consolar a los que necesitan de consuelo.
  • Ser testigos de Dios en todo momento en todas las cosas y en todolugar.
  • Concertar un convenio de servir a Dios y guardar Sus mandamientos.

Esta declaración de Alma en las Aguas de Mormón sigue siendo el pasaje de las Escrituras más completo jamás registrado en cuanto a lo que debe comprometerse a hacer y ser toda persona recién bautizada.

Esta experiencia bautismal para un grupo tan grande condujo a la formación de una iglesia en el desierto, conocida desde entonces como “La iglesia de Cristo”.  Estas primeras organizaciones eran conocidas entre los antiguos como “iglesias de anticipación” cuando surgían (como ocurría con frecuencia) antes del ministerio mortal de Cristo. Al poco tiempo hubo diversas ramas de la iglesia por la tierra, con un total de siete en la zona más cercana a Zarahemla.  Estas múltiples congregaciones “se reunían, pues, en diferentes grupos llamados iglesias;  y cada iglesia tenía sus sacerdotes y sus maestros; y todo sacerdote predicaba la palabra según le era comunicada por boca de Alma”.  A pesar del número de ramas establecidas, “todas eran una, sí, la iglesia de Dios; porque nada se predicaba en todas ellas sino el arrepentimiento y la fe en Dios”.  Los que se unían a ellas tomaban “sobre sí el nombre de Cristo, o sea, el de Dios”.

Como se puede ver, la doctrina que se enseñaba estaba centrada en “el arrepentimiento y la fe en el Señor, que había redimido a su pueblo”. Debían estar unidos en sus corazones, sin contención alguna en su relación ni en la doctrina, “teniendo entrelazados sus corazones con unidad y amor el uno para con el otro”.  Debían santificar el día de reposo y dar gracias al Señor diariamente. Los sacerdotes debían trabajar con sus propias manos para su sostén, y toda la iglesia debía reunirse para adorar al menos un día a la semana.

La gente debía dar de sus bienes, “cada uno de conformidad con lo que tuviera; si tenía en más abundancia, debía dar más abundantemente; y del que tenía poco, sólo poco se debía requerir; y al que no tuviera, se le habría de dar.  Y así debían dar de sus bienes, de su propia y libre voluntad y buenos deseos para con Dios”.  De esta forma debían caminar “rectamente ante Dios, ayudándose el uno al otro temporal y espiritualmente, según sus necesidades y carencias”.

 ALMA, HIJO.

A medida que esta “iglesia [nefita] de anticipación” comenzaba a florecer, el hijo de Alma y sus amigos, los hijos de Mosíah, andaban perturbando la obra de los profetas. En tal circunstancia, su consternado padre recibió una gran revelación de “la voz del Señor”, claramente la voz del Cristo premortal,  la cual dijo referente a la iglesia y a los que se habían bautizado en ella:  “Bendito es este pueblo que está dispuesto a llevar mi nombre; porque en mi nombre serán llamados; y son míos…

“Porque he aquí, ésta es mi iglesia… Y aquel a quien recibas, deberá creer en mi nombre; y yo lo perdonaré liberalmente.

“Porque soy yo quien tomo sobre mí los pecados del mundo; porque soy yo el que he creado al hombre; y soy yo el que concedo un lugar a mi diestra al que crea hasta el fin.

“Porque he aquí, en mi nombre son llamados…

“Y entonces sabrán que yo soy el Señor su Dios, que soy su Redentor”.

La conversión que posteriormente descendió sobre Alma, hijo, en este período de desarrollo de la iglesia en Zarahemla, es una de las más dramáticas y de mayor influencia de todo el Libro de Mormón.

Siendo primeramente confrontado y finalmente confundido por un ángel del Señor, Alma cayó a tierra y quedó sin habla y sin fuerzas durante tres días y tres noches.  Por dos de esos días y noches, su padre, sumo sacerdote, y los restantes fieles de Zarahemla ayunaron y oraron para que la fuerza regresara a este joven, pues su padre “sabía que era el poder de Dios” el que lo había vencido.  Una vez regresada la fuerza, se puso en pie y habló del poderoso cambio que había ocurrido en él por medio de Cristo, y dijo a los que se habían congregado a su alrededor:

“Me he arrepentido de mis pecados, y el Señor me ha redimido; he aquí, he nacido del Espíritu.

“Y el Señor me dijo: No te maravilles de que todo el género humano, sí, hombres y mujeres, toda nación, tribu, lengua y pueblo, deba nacer otra vez; sí, nacer de Dios, ser cambiados de su estado carnal y caído, a un estado de rectitud, siendo redimidos por Dios, convirtiéndose en sus hijos e hijas;

“Y así llegan a ser nuevas criaturas; y a menos que hagan esto, de ningún modo pueden heredar el Reino de Dios…

“Después de pasar mucha tribulación, arrepintiéndose casi hasta la muerte, el Señor en su misericordia ha tenido a bien arrebatarme de un fuego eterno, y he nacido de Dios”.

El dolor personal de ese arrepentimiento y renacimiento fue descrito en más detalle por este hijo recién converso:  “Mi alma ha sido redimida de la hiél de amargura, y de los lazos de iniquidad. Me hallaba en el más tenebroso abismo; mas ahora veo la maravillosa luz de Dios. Atormentaba mi alma un suplicio eterno; mas he sido rescatado, y mi alma no siente más dolor.

“Rechacé a mi Redentor, y negué lo que nuestros padres habían declarado; mas ahora, para que prevean que él vendrá, y que se acuerda de toda criatura que ha creado, él se manifestará a todos.

“Sí, toda rodilla se doblará, y toda lengua confesará ante él.  Sí, en el postrer día, cuando todos los hombres se presenten para ser juzgados por él, entonces confesarán que él es Dios; y los que vivan sin Dios en el mundo entonces confesarán que el juicio de un castigo eterno sobre ellos es justo; y se estremecerán y temblarán, y se encogerán bajo la mirada de su ojo que todo lo penetra”.

Años después, al recordar este dramático acontecimiento para el beneficio y advertencia de su hijo Helamán, Alma dijo: “Mi alma estaba atribulada en sumo grado, y atormentada por todos mis pecados”, explicó. Recordó todo pecado e iniquidad que le había hecho sentir los tormentos y dolores del infierno. Sintiendo que había “asesinado” espiritualmente a muchos de los fieles seguidores de Cristo, a quienes había alejado de la iglesia, Alma confesó: “El sólo pensar en volver a la presencia de mi Dios atormentaba mi alma con indecible horror”.

“¡Oh”, pensó durante esos tres días de tormento, “si fuera yo desterrado y aniquilado en cuerpo y alma, a fin de no ser llevado a comparecer ante la presencia de Dios para ser juzgado por mis obras!”.

Fue mientras se hallaba sumido en ese tormento, aquejado por el recuerdo de sus muchos pecados, cuando Alma recordó que su padre había profetizado al pueblo “concerniente a la venida de un Jesucristo, un Hijo de Dios, para expiar los pecados del mundo”.

“Y al concentrarse mí mente en este pensamiento”, dijo, “clamé dentro de mi corazón: ¡Oh Jesús, Hijo de Dios, ten misericordia de mí que estoy en la hiel de amargura, y ceñido con las eternas cadenas de la muerte!”.

Cuando Alma pensó en Cristo—simplemente tuvo el pensamiento de Cristo—su pesar cesó y los dolores desaparecieron. Ya no se vio más atormentado por el recuerdo de sus pecados, y la fortaleza física regresó a él.

Alma dijo a Helamán en cuanto a este ejemplo maravilloso de la misericordia de Cristo y el poder de aferrarse a Su Expiación, aun cuando sólo fuera en pensamiento: “¡Qué gozo, y qué luz tan maravillosa fue la que vi! Sí, mi alma se llenó de un gozo tan profundo como lo había sido mi dolor…

“Sí, y desde ese día, aun hasta ahora, he trabajado sin cesar para traer almas al arrepentimiento; para traerlas a probar el sumo gozo que yo probé; para que también nazcan de Dios y sean llenas del Espíritu Santo…

“Porque a causa de la palabra que él me ha comunicado, he aquí, muchos han nacido de Dios, y han probado como yo he probado, y han visto ojo a ojo, como yo he visto; por tanto, ellos saben acerca de estas cosas de que he hablado, como yo sé; y el conocimiento que tengo viene de Dios”.

Quizás sólo los que han conocido esta angustia pueden apreciar plenamente la misericordiosa redención de que habló Alma, si bien todos hemos pasado por momentos de temor y padecimientos, todos hemos tenido horas de aflicción e “indecible horror”. A todos ellos, los “más viles pecadores”, o al sencillo discípulo que sólo desea caminar con éxito por el sendero de la vida, Alma les habla al corazón.

Al inicio de su enseñanza a Helamán, dijo: “Sé que quienes pongan su confianza en Dios serán sostenidos en sus tribulaciones, y sus dificultades y aflicciones, y serán enaltecidos en el postrer día”.

En conclusión, finalizó tal y como había comenzado: “Y he sido sostenido en tribulaciones y dificultades de todas clases, sí, y en todo género de aflicciones; sí, Dios me ha librado de la cárcel, y de ligaduras, y de la muerte; sí, y pongo mi confianza en él, y todavía me libra”.

Los problemas de Alma, hijo, habían comenzado cuando negó lo que con tanta profusión le había enseñado su propio padre, y que tan abundantemente se había inculcado durante toda la época del Libro de Mormón. “Rechacé a mi Redentor”, dijo, “y negué lo que nuestros padres habían declarado; mas ahora, para que prevean que él vendrá, y que se acuerda de toda criatura que ha creado, él se manifestará a todos”.

A la muerte de su padre, el recién converso Alma asumió el manto profético, y resulta instructivo destacar que predicó de Cristo a los miembros de su propia congregación, así como a aquellos que no eran miembros de la Iglesia. Mientras suplicaba por “un cambio poderoso” para sus hermanos bautizados en Zarahemla, Alma amonestó en cuanto a la vida del que no se ha convertido:  “Os pregunto, hermanos míos de la iglesia:  ¿Habéis nacido espiritualmente de Dios?  ¿Habéis recibido su imagen en vuestros rostros?  ¿Habéis experimentado este gran cambio en vuestros corazones?

“¿Ejercéis la fe en la redención de aquel que os creó?…

“Nadie puede ser salvo a menos que sus vestidos hayan sido lavados hasta quedar blancos; sí, sus vestidos deben ser purificados hasta quedar limpios de toda mancha, mediante la sangre de aquel de quien nuestros padres han hablado, el cual habrá de venir para redimir a su pueblo de sus pecados…

“He aquí, os digo que el buen pastor os llama; sí, y os llama en su propio nombre, el cual es el nombre de Cristo; y si no queréis dar oídos a la voz del buen pastor, al nombre por el cual sois llamados, he aquí, no sois las ovejas del buen pastor…

“Os digo que Jesucristo vendrá; sí, el Hijo, el Unigénito del Padre, lleno de gracia, de misericordia y de verdad; y he aquí, él es el que viene a quitar los pecados del mundo, sí, los pecados de todo hombre que crea firmemente en su nombre”.

Con esta misma intención, Alma fue a predicar a la iglesia que se había establecido en el valle de Gedeón, “según la revelación de la verdad de la palabra que sus padres habían hablado y de acuerdo con el espíritu de profecía que estaba en él, conforme al testimonio de Jesucristo, el Hijo de Dios, que habría de venir para redimir a su pueblo de sus pecados, y de acuerdo con el santo orden mediante el cual Alma había sido llamado”.

Alma enseñó a estas personas que de las muchas cosas que sucederían, “hay una que es más importante que todas las otras”.  “Pues he aquí”, dijo, “no está muy lejos el día en que el Redentor viva y venga entre su pueblo”.

Alma reconoció con candor profético que desconocía con exactitud cuándo se aparecería Cristo en el Nuevo Mundo, mas el espíritu le instó a proclamar “a este pueblo diciendo:

Arrepentíos y preparad la vía del Señor, y andad por sus sendas, que son rectas; porque he aquí, el reino de los cielos está cerca, y el hijo de Dios viene sobre la faz de la tierra”.

Tras reafirmar no sólo que nacería de una virgen sino que el nombre de ésta sería María, Alma procedió a realizar una de las declaraciones más motivadoras y reveladoras del libro sobre la amplitud de la Expiación y la gama de enfermedades y pesares que abarcaría.

Alma dijo sobre el Hijo divino de María: “Él saldrá, sufriendo dolores, aflicciones y tentaciones de todas clases; y esto para que se cumpla la palabra que dice: Tomará sobre sí los dolores y las enfermedades de su pueblo.

“Y tomará sobre sí la muerte, para soltar las ligaduras de la muerte que sujetan a su pueblo; y sus enfermedades tomara él sobre sí, para que sus entrañas sean llenas de misericordia, según la carne, a fin de que según la carne sepa cómo socorrer a los del pueblo, de acuerdo con las enfermedades de ellos…

“El Hijo de Dios padece según la carne, a fin de tomar sobre sí los pecados de su pueblo, para borrar sus transgresiones según el poder de su redención”.

Esta doctrina condujo a Alma a invitar a su público a reclamar estas bendiciones siendo bautizados para arrepentimiento, “a fin de que seáis lavados de vuestros pecados, para que tengáis fe en el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo, que es poderoso para salvar y para limpiar de toda iniquidad”.

Fíjese en los tipos de problemas que Alma dijo que serían remediados por la Expiación: dolor, aflicción, enfermedad, pesar y tentaciones de todo tipo, así como el pecado espiritual y la muerte física.  Esta doctrina es el punto central del sentido pleno de la misión y el ministerio del Señor Jesucristo. La mayoría de los cristianos creen que, basándose en el arrepentimiento, la expiación de Cristo redimirá a la humanidad de las consecuencias finales del pecado y la muerte, pero sólo aquellos que reciban el Evangelio restaurado, incluyendo el Libro de Mormón, saben cuán minuciosamente sana y ayuda la Expiación en las tan diversas categorías de decepción y pesar actuales y de la eternidad.  Tanto en esta vida como en la venidera, Cristo “confortará mi alma” y administrará “misericordia… todos los días de mi vida”.

Alma y Amulek (Primera parte).

Aprendemos muchas cosas sobre el Salvador de las palabras pronunciadas a la gente de Ammoníah por un maravilloso compañerismo misional que se compara con “dos leones”. Si seleccionamos los elementos de sus charlas misionales— particularmente los dirigidos a su adversario Zeezrom—, aprendemos lo siguiente:

  • El Salvador vendrá en Su gloria, la gloria del Unigénito del Padre, en “pocos días” (esta profecía se dio aproximadamente en el año 82 ante de Cristo).
  • Estaría lleno de gracia, equidad y verdad; lleno de paciencia, misericordia y longanimidad. Sería presto para oír los clamores de Su pueblo y contestar sus oraciones.
  • Redimiría a los que se bautizaron para arrepentimiento por medio de la fe en Su nombre.
  • Cristo no puede salvar al pueblo “en sus pecados”, aunque sí puede salvarlos “de sus pecados”, pues ninguna cosa impura puede heredar el reino de los cielos.
  • Se puede llamar correctamente a Cristo “el Padre Eterno mismo del cielo y de la tierra, y de todas las cosas que en ellos hay”. El es “el principio y el fin, el primero y el último”.
  • Descendería al mundo para redimir a Su pueblo, los únicos sobre los cuales la Expiación puede tener un efecto completo por ser los “que crean en su nombre”.
  • Excepto por el don universal de la resurrección, los inicuos permanecerán “como si no se hubiese hecho ninguna redención”.
  • Durante la Resurrección, el espíritu y el cuerpo serán reunidos “en su perfecta forma; los miembros así como las coyunturas serán restaurados a su propia forma… Y no se perderá ni un solo pelo de su cabeza”.
  • En el momento del juicio, “tendremos un vivo recuerdo de toda nuestra culpa”.
  • Nunca volveremos a morir físicamente después de la Resurrección. El espíritu y el cuerpo estarán juntos, “para no ser separados nunca más”.
  • En el día del juicio seremos condenados por nuestras palabras, obras y pensamientos.
  • Los inicuos experimentarán una “segunda muerte”, una muerte espiritual en cuanto a las cosas de rectitud, y estarán bajo el poder y el cautiverio de Satanás, atormentados como si se hallaran en un lago de fuego y azufre.
  • Sus circunstancias serán dolorosas, pues no podrán ser redimidos en sus pecados, y no podrán morir, pues sus espíritus y cuerpos estarán unidos para siempre.
  • Tras la caída de Adán, esta vida se convirtió en “un estado de probación; un tiempo de preparación para presentarse ante Dios”.
  • La muerte es un paso necesario hacia el pleno arrepentimiento, la redención, la dicha y la resurrección, pues si Adán y Eva hubieran participado del fruto del árbol de la vida tras su transgresión, “habrían sido miserables para siempre, no teniendo un estado preparatorio”.
  • Dado que todos deben conocer estas cosas, Dios “ha conversado con los hombres” desde el principio, de acuerdo con la fe, el arrepentimiento y las obras de santidad de ellos, dándoles a conocer el plan de redención que fue preparado desde la fundación del mundo.
  • Tras haber dado a conocer el plan de redención, Dios proporcionó mandamientos, mediante los cuales se podrían obtener las bendiciones de dicho plan.
  • Dios llama a Sus hijos “en el nombre de su Hijo”, para que se arrepientan e invoquen las promesas que están disponibles solamente mediante Su “Hijo Unigénito”.
  • Si el pueblo continúa transgrediendo y, por tanto, provocando a Dios, el resultado será una [segunda] muerte, tal y como sucedió “en la primera provocación”.
  • Dios ha ordenado sacerdotes “según el orden de su Hijo” para enseñar estas cosas al pueblo. Éstos han sido ordenados de una forma que sirve como símbolo de Cristo, permitiendo a la gente saber de qué manera esperar al Hijo de Dios para ser redimidos.
  • El Evangelio se enseña “en términos claros” para que no haya malentendidos ni razón para el error.
  • Se emplean ángeles para dar a conocer estas buenas nuevas, incluyendo la declaración de la venida de Cristo.

Tenemos aquí una gran cantidad de información sobre el ministerio del Salvador, especialmente cuando nos damos cuenta de que se proporcionó en circunstancias muy hostiles y ante un público muy amenazador.  De hecho, a la conclusión de estas enseñanzas, Alma y Amulek fueron obligados a presenciar cómo se arrojaba a mujeres y niños inocentes, seguidores de Cristo, a una muerte por fuego.  Es más, ellos mismos fueron echados en prisión, atados con fuertes cuerdas, se les negó comida y agua, y fueron escupidos y abofeteados por sus agresores.  En esta circunstancia cruel y violenta la fe de Cristo les dio fortaleza:  “Alma clamó, diciendo:  ¿Cuánto tiempo, oh Señor, sufriremos estas grandes aflicciones?  ¡Oh Señor!, fortalécenos según nuestra fe que está en Cristo hasta tener el poder para librarnos”.

Al decir estas palabras, sus ataduras se quebraron y los muros de la prisión se partieron en dos, y tanto Alma como Amulek salieron indemnes, “porque el Señor les había concedido poder según su fe que estaba en Cristo. Y salieron luego de la cárcel; y fueron soltados de sus ligaduras; y la prisión había caído a tierra, y todos los que estaban dentro de sus paredes murieron”.

Alma dijo a Zeezrom, el nuevo converso que estaba abrumado por una angustia febril fruto de su resistencia a la verdad y su culpa implícita en la muerte de tanta gente inocente:  “¿Crees en el poder de Cristo para salvar?”.

Zeezrom dijo que sí y Alma prosiguió:  “Si crees en la redención de Cristo, puedes ser sanado”.

Zeezrom también asintió a esta creencia.

“Y cuando Alma hubo dicho estas palabras, Zeezrom se puso en pie de un salto y empezó a andar; y esto causó un gran asombro entre todo el pueblo, y la noticia de ello se extendió por toda la tierra de Sidom.

“Y Alma bautizó a Zeezrom en el Señor; y desde entonces empezó Zeezrom a predicar al pueblo”.

Con tales manifestaciones dramáticas tanto de lo bueno como de lo malo, el tiempo avanzaba con rapidez hacia la venida de Cristo:  “El Señor derramó su Espíritu sobre toda la faz de la tierra a fin de preparar la mente de los hijos de los hombres, o sea, preparar sus corazones para recibir la palabra que se enseñaría entre ellos en el día de su venida”.  Se les enseñó a declarar al pueblo respecto a la seguridad del Evangelio, “cosas que pronto habrían de acontecer; sí… la venida del Hijo de Dios, sus padecimientos y muerte, y también la resurrección de los muertos.

“Y muchos del pueblo preguntaron acerca del lugar donde el Hijo de Dios habría de venir, y se les enseñó que se aparecería a ellos después de su resurrección; y el pueblo oyó esto con gran gozo y alegría”.

LOS HIJOS DE MOSÍAH.

Cuando Alma y Amulek se hallaban teniendo semejante éxito entre los nefitas, los hijos de Mosíah estaban enseñando estas mismas verdades de Cristo a los lamanitas. En un dramático intercambio con el rey Lamoni y su pueblo, Ammón enseñó “el plan de redención que fue preparado desde la fundación del mundo; y también les hizo saber concerniente a la venida de Cristo, y les dio a conocer todas las obras del Señor”.  Es en respuesta a este testimonio de Cristo que el rey Lamoni suplicó en idéntica forma que el converso Alma, hijo:

“¡Oh Señor, ten misericordia! ¡Según tu abundante misericordia que has tenido para con el pueblo de Nefi, tenia para mí y mi pueblo!”.  Tras caer a tierra como si estuviera muerto, Lamoni estuvo inconsciente durante dos días y dos noches, hasta que Ammón lo restauró por el poder del sacerdocio.  El rey despertó de esta experiencia diciendo: “He aquí, he visto a mi Redentor; y vendrá, y nacerá de una mujer, y redimirá a todo ser humano que crea en su nombre”. Su esposa, la reina, se levantó de su experiencia espiritual clamando:

“¡Oh bendito Jesús, que me ha salvado de un terrible y infierno! ¡Oh Dios bendito, ten misericordia de este pueblo!”.                       .

Ammón se deleitaba en esta experiencia porque sabía que “el oscuro velo de incredulidad” había sido rasgado de estos prominentes, y ahora profundamente humildes, líderes lamanitas. La luz que descendía sobre sus mentes era la que siempre vence a las tinieblas,

“la luz de la gloria de Dios, que era una maravillosa luz de su bondad”. Este esclarecimiento infunde tal gozo en las almas de hombres y mujeres, que hace disipar toda duda y la promesa de la vida eterna prevalece en el corazón humano.

Es desafortunado que, durante esta visión, el cansino tema de los anticristos—el que uno no puede saber de las cosas venideras—fuera esgrimido por los de la orden de Nehor, formada de entre los amalekitas y los amulonitas, nefitas apóstatas que vivían entre los lamanitas y a quienes habían estado predicando los hijos de Mosíah.

“Entonces le dijo Aarón [a uno de los amalekitas]: ¿Crees que el Hijo de Dios vendrá para redimir al género humano de sus pecados?

“Y le dijo el hombre: No creemos que sepas tal cosa. No creemos estas insensatas tradiciones. No creemos que tú sepas de cosas futuras, ni tampoco creemos que tus padres ni nuestros padres supieron concerniente a las cosas que hablaron, de lo que está por venir.

“Y Aarón empezó a explicarles las Escrituras concernientes a la venida de Cristo y también la resurrección de los muertos; y que no habría redención para la humanidad, salvo que fuese por la muerte y padecimientos de Cristo, y la expiación de su sangre”.

Los pasajes que Aarón estaba empleando pertenecen todavía a una época del “Antiguo Testamento”, aunque los escritos sagrados hablan claramente de la venida de Cristo, Su expiación y resurrección—más evidencia, si cabe, de la pérdida de verdades claras y preciosas de nuestra Biblia actual. Al padre del rey Lamoni” Aarón le explicó las Escrituras desde la creación de Adán, exponiéndole la caída del hombre, y su estado carnal, y también el plan de redención que fue preparado desde la fundación del mundo, por medio de Cristo, para cuantos quisieran creer en su nombre.

“Y en vista de que el hombre había caído, éste no podía merecer nada de sí mismo; mas los padecimientos y muerte de Cristo expían sus pecados mediante la fe y el arrepentimiento, etcétera…”.

Hasta un grupo como los anti-nefi-lehítas—tan inicuos en el pasado y recientemente convertidos a la verdad— comprendieron la doctrina de Cristo y Su expiación. Tras su conversión, el rey Anti-Nefi—Lehi dijo a su pueblo: “Doy gracias a mi Dios… porque nos ha concedido que nos arrepintamos de estas cosas, y también porque nos ha perdonado nuestros muchos pecados y asesinatos que hemos cometido, y ha depurado nuestros corazones de toda culpa, por los méritos de SU hijo”.

Temerosos de que el derramamiento de más sangre por causa de sus armas les alejara de la “sangre [redentora] del Hijo de nuestro gran Dios”, que iba a ser derramada para la expiación de sus pecados, estos fieles conversos se negaron a volver a tomar las armas.

Estos anti-nefi-lehítas, que en una ocasión fueran un pueblo endurecido y sediento de sangre, aceptaron el Evangelio por completo y llegaron a ser “[distinguidos] por su celo para con Dios, y también para con los hombres; pues eran completamente honrados y rectos en todas las cosas; y eran firmes en la fe de Cristo, aun hasta el fin…

“Y no veían la muerte con ningún grado de terror, a causa de su esperanza y conceptos de Cristo y la resurrección; por tanto, para ellos la muerte era consumida por la victoria de Cristo sobre ella”.

Alma y Amulek (Segunda parte).

Mientras tanto, Alma había conocido a Korihor, el más diabólico de todos los anticristos del Libro de Mormón, quien “empezó a predicar al pueblo contra las profecías que habían declarado los profetas concernientes a la venida de Cristo…

“Y este anticristo… empezó a predicar al pueblo que no habría ningún Cristo. Y de esta manera predicaba, diciendo:

“¡Oh vosotros que estáis subyugados por una loca y vana esperanza! ¿Por qué os sujetáis con semejantes locuras? ¿Por qué esperáis a un Cristo? Pues ningún hombre puede saber acerca de lo porvenir…

“He aquí, no podéis saber de las cosas que no veis; por lo tanto, no podéis saber si habrá un Cristo”. Korihor enseñó que semejante búsqueda trastornada de la remisión de los pecados era “el efecto de una mente desvariada”. “No se podía hacer ninguna expiación por los pecados de los hombres”, enseñó, antes bien “a cada uno le tocaba de acuerdo con su habilidad”. Cada persona prosperaba según su propia sabiduría y conquistaba de acuerdo con su propia fuerza; y trasladándose más allá del ámbito de la ley civil o moral hacia la anarquía, Korihor concluyó diciendo que “no era ningún crimen el que un hombre hiciese cosa cualquiera”. De esta forma y con “palabras muy altaneras”, Korihor ridiculizó las “insensatas… [y] tontas tradiciones” de creer en un Cristo que habría de venir.

Los argumentos de Korihor parecen muy actuales al lector moderno, pero como respuesta, Alma empleó un arma eterna y, en última instancia, innegable: el poder de un testimonio personal. Enfadado porque Korihor y los suyos estaban esencialmente en contra de la felicidad, Alma preguntó: “¿Por qué enseñas a este pueblo que no habrá Cristo, para interrumpir su gozo?”. “Sé que hay un Dios”, declaró, “y también que Cristo vendrá… Tengo todas las cosas como testimonio de que estas cosas son verdaderas”. La referencia inequívoca a “todas las cosas” en esta respuesta profética es ciertamente un eco intencionado por parte de Alma de la doctrina enseñada a lo largo de todo el Libro de Mormón de que “todas las cosas que han sido dadas por Dios al hombre, desde el principio del mundo, son símbolo de [Cristo]”. Las fuerzas de la naturaleza y de la historia, así como las del espíritu, a la larga están siempre del lado del discípulo de Cristo.

Korihor fue vencido por el testimonio que Alma tenía de Cristo y finalmente herido por el poder del Dios que él había negado. Sin embargo, su forma de enseñar tuvo una influencia inevitable entre algunos de los menos fieles que, al igual que los vecinos zoramitas, se habían entregado a “[pervertir] las vías del Señor”.

Zoram y sus seguidores son uno de los grupos apóstatas más memorables mencionados en el Libro de Mormón, principalmente porque se consideraban inusitadamente rectos y favorecidos de Dios. Una vez a la semana se subían a lo alto de una torre llamada Rameúmptom con el fin de orar y, empleando siempre “la misma oración”, daban gracias a Dios por ser mejores que nadie, un pueblo escogido y santo, elegido por Dios para ser salvo mientras que todos demás “son elegidos” para ser arrojados al infierno. Con esta tranquilizadora certeza, tampoco creían en las “insensatas tradiciones” (surge aquí la evidencia del legado de Korihor) como la creencia en un Salvador, pues les había sido “dado a conocer” que no habría Cristo.

Tras esta impertérrita actuación pública una vez cada siete días, los zoramitas regresaban a sus hogares “sin volver a hablar de su Dios” hasta que ascendían al Rameúmptom a la semana siguiente. No es de extrañar que cuando Alma y sus hermanos misioneros contemplaron este espectáculo de farisaica superioridad, se “asombraron sobremanera”.

Alma no perdió mucho tiempo en contrarrestar una oración tan profana, con una teología igualmente inmunda, con su propia oración en busca de ayuda divina contra esta forma de iniquidad complaciente de sí misma que, literalmente, hizo angustiar su corazón.

“¡Oh Señor, dame fuerzas para sobrellevar mis flaquezas”, oró. “Porque soy débil, y semejante iniquidad entre este pueblo contrista mi alma!

“¡Oh Señor, mi corazón se halla afligido en sumo grado; consuela mi alma en Cristo!… Concédeme el éxito, así como a mis consiervos… Que tengan fuerza para poder sobrellevar las aflicciones que les sobrevendrán”.

“Consuela sus almas en Cristo… [y] concédenos lograr el éxito al [traer a los zoramitas] nuevamente a ti en Cristo”.

En respuesta a esta oración desinteresada—la antítesis misma de la ofrenda zoramita—”el Señor les proveyó a fin de que no padeciesen hambre, ni tuviesen sed; sí, y también les dio fuerza para que no padeciesen ningún género de aflicciones que no fuesen consumidas en el gozo de Cristo”.

A aquellos de los zoramitas que respondieron a su mensaje, Alma les citó de los profetas previamente mencionados, pero de otro modo desconocidos, Zenós y Zenoc, y compartió un incógnito sermón sobre la oración pronunciado por Zenós, quien dijo: “Me oíste por motivo de mis aflicciones y mi sinceridad; y es a causa de tu Hijo que has sido tan misericordioso conmigo; por tanto, clamaré a ti en todas mis aflicciones, porque en ti está mi gozo; pues a causa de tu Hijo has apartado tus juicios de mí”.

Con esta ferviente frase en mente, Alma dijo: “Y ahora bien, hermanos míos, quisiera preguntar si habéis leído las Escrituras. Y si lo habéis hecho, ¿cómo podéis no creer en el Hijo de Dios?

“Porque no está escrito que solamente Zenós habló de estas cosas, sino también Zenoc habló de ellas.

“Pues he aquí que él dijo: Estás enojado, ¡oh Señor!, con los de este pueblo, porque no quieren comprender tus misericordias que les has concedido a causa de tu Hijo”.

Alma continuó: “Y así veis, hermanos míos, que un segundo profeta de la antigüedad ha testificado del Hijo de Dios…

“Mas he aquí, esto no es todo; no son éstos los únicos que han hablado concerniente al Hijo de Dios.

“He aquí, Moisés habló de él; sí, y he aquí, fue levantado un símbolo en el desierto…

“Mirad y empezad a creer en el Hijo de Dios, que vendrá para redimir a los de su pueblo, y que padecerá y morirá para expiar los pecados de ellos; y que se levantará de entre los muertos, lo cual efectuará la resurrección, a fin de que todos los hombres comparezcan ante él, para ser juzgados en el día postrero, sí, el día del juicio, según sus obras…

“Y entonces Dios os conceda que sean ligeras vuestras cargas mediante el gozo de su Hijo”.

Amulek añadió su testimonio de inmediato, como todo buen misionero recién llamado a la obra: “Hermanos míos, me parece imposible que ignoréis las cosas que se han hablado concernientes a la venida de Cristo, de quien nosotros enseñamos que es el Hijo de Dios; sí, yo sé que se os enseñaron ampliamente estas cosas antes de vuestra disensión de entre nosotros…

“El gran interrogante que ocupa vuestras mentes es si la palabra está en el Hijo de Dios, o si no ha de haber Cristo.

“Y también habéis visto que mi hermano os ha comprobado muchas veces, que la palabra está en Cristo para la salvación”.

Amulek, aunque era un misionero nuevo, tenía  un sorprendente entendimiento de teología, pues había sido instruido por un ángel, tenía la influencia del Espíritu Santo y había trabajado al lado de Alma. Retomando el hilo del maravilloso sermón de Alma donde “la palabra” es comparada a una semilla—una metáfora que Alma continuó a través de la vara (árbol) que Moisés levantó en el desierto hasta el “árbol” que florece para vida eterna—Amulek pidió al pueblo de Zoram que tuviera la fe suficiente para “plantar la palabra en [sus] corazones, para que [probaran] el experimento de su bondad”. Tras escuchar el testimonio de Alma, Zenós, Zenoc y Moisés, Amulek dijo: “Y he aquí, ahora yo os testificaré de mí mismo que estas cosas son verdaderas”. Del testimonio directo de un nuevo converso aprendemos que:

  • Cristo vendrá entre los hijos de los hombres, tomará sobre Sí las transgresiones de Su pueblo y expiará por los pecados del mundo.
  • Debido a que todos se han endurecido, están caídos y perdidos, toda la humanidad   “inevitablemente  debe perecer”, de no ser por la expiación de Cristo.
  • La Expiación debe ser un “gran y postrer sacrificio”. No puede ser un sacrificio de ave ni de bestia, sino que debe ser “infinito y eterno”.
  • Ningún ser mortal puede sacrificar su propia sangre y hacer que expíe por los pecados de otra persona. Por eso la Expiación debe ser infinita no sólo en su amplitud, sino también en la divinidad del ser que la lleve a cabo.
  • Este gran y postrer sacrificio sería de carácter divino. El Hijo de Dios, al igual que Su sacrificio, sería Él mismo “infinito y eterno”.
  • La ley de Moisés se cumpliría con este sacrificio y se pondría fin a los sacrificios simbólicos de sangre.
  • Todo el sentido de la ley Moisés apuntaba hacia Cristo, “ese gran y postrer sacrificio”. • La intención de este postrer sacrificio sería el “poner en efecto las entrañas de misericordia, que sobrepujan a la justicia”, proporcionando un camino para que el ser humano obtenga “fe para arrepentimiento”.
  • La oración es la forma en que comenzamos a ejercer fe para arrepentimiento, y comenzamos a invocar a Dios para que tenga misericordia de nosotros.
  • Esta oración por la misericordia de Dios será en vano si “no [recordamos] ser caritativos” con quienes precisan de nuestra misericordia: el necesitado., el desnudo, el enfermo y el afligido.
  • Para aquellos que no pospongan el día de su arrepentimiento, “sus vestidos serán blanqueados por medio de la sangre del Cordero”.
  • Las Santas Escrituras testifican de estas cosas proporcionando “tantos testimonios”.

Amulek concluyó su testimonio declarando a los incrédulos que debían labrar su salvación con temor ante Dios, y no negar la venida del Salvador. Dijo que no debían “[contender] más en contra del Espíritu Santo, sino…” recibirlo y tomar sobre ellos el nombre de Cristo.

Palabras de Alma a sus hijos.

La mayor parte del cometido de Alma a sus hijos se incluye en material examinado en otras partes de este libro, pero además, Alma instó a Helamán a “[predicar al pueblo] el arrepentimiento y la fe en el Señor Jesucristo; [enseñarles] a humillarse, y a ser mansos y humildes de corazón; [enseñarles] a resistir toda tentación del diablo, con su fe en el Señor Jesucristo”.

A Shiblón le dijo: “Y ocurrió que durante tres días y tres noches me vi en el más amargo dolor y angustia de alma; y no fue sino hasta que imploré misericordia al Señor Jesucristo que recibí la remisión de mis pecados. Pero he aquí, clamé a él y hallé paz para mi alma…

“[Aprende] de mí que no hay otro modo o medio por el cual el hombre pueda ser salvo, sino en Cristo y por medio de él. He aquí, él es la vida y la luz del mundo. He aquí, él es la palabra de verdad y de rectitud”.

Y a Coriantón le recalcó: “Quisiera decirte algo concerniente a la venida de Cristo. He aquí te digo que él es el que ciertamente vendrá a quitar los pecados del mundo; sí, él viene para declarar a su pueblo las gratas nuevas de la salvación…

“Y ahora tranquilizaré un poco tu mente sobre este punto. He aquí, te maravillas de por qué se deben saber estas cosas tan anticipadamente. He aquí te digo, ¿no es un alma tan preciosa para Dios ahora, como lo será en el tiempo de su venida?

“¿No es tan necesario que el plan de redención se dé a conocer a este pueblo, así como a sus hijos?

“¿No le es tan fácil al Señor enviar a su ángel en esta época para declarar estas gozosas nuevas a nosotros tanto como a nuestros hijos, como lo será después del tiempo de su venida?”.

Aparte de las demás cosas que aclara el Libro de Mormón, una de ellas es que toda alma de cada dispensación es preciosa para Dios, y por tanto, ninguna época ni era quedó—ni queda— sin su testimonio de Cristo. Ciertamente, es “necesario que el plan de redención se dé a conocer a [todo] pueblo”.

 El capitán Moroni.

Tras la partida de Alma aumentaron los problemas de la sociedad nerita, y la influencia del adversario se hizo cada vez más manifiesta antes de la venida de Cristo entre ellos. Como líder militar, el capitán Moroni edificó toda una filosofía marcial alrededor de su firme compromiso con Cristo, y le dijo a su disidente antagonista, Amalickíah: “Ya veis que el Señor está con nosotros, y veis que os ha entregado en nuestras manos. Y ahora quisiera que entendieseis que esto se hace con nosotros por causa de nuestra religión y nuestra fe en Cristo. Y ya veis que no podéis destruir ésta, nuestra fe.

“Veis ahora que ésta es la verdadera fe de Dios; sí, veis que Dios nos sostendrá y guardará y preservará mientras le seamos fieles a él, a nuestra fe y a nuestra religión; y nunca permitirá el Señor que seamos destruidos, a no ser que caigamos en transgresión y neguemos nuestra fe”.

A modo de fiel respuesta a su creencia religiosa y a su deber militar, el capitán Moroni oró fervientemente a su Dios para que la bendición de la libertad reposase sobre sus hermanos mientras hubiera un grupo de cristianos para poseer la tierra:   “Porque todos los creyentes verdaderos de Cristo, quienes pertenecían a la iglesia, así eran llamados por aquellos que no eran de la iglesia de Dios.

“Y los que pertenecían a la iglesia eran fieles; sí, todos los que eran creyentes verdaderos en Cristo gozosamente tomaron sobre sí el nombre de Cristo, o sea, cristianos, como les decían, por motivo de su creencia en Cristo que habría de venir”.

Moroni dijo de éstos: “Ciertamente Dios no permitirá que nosotros, que somos despreciados porque tomamos sobre nosotros el nombre de Cristo, seamos hollados y destruidos sino hasta que lo provoquemos por nuestras propias transgresiones…

“Rasgando sus vestidos en señal o como convenio de que no abandonarían al Señor su Dios; o en otras palabras, que si llegaban a quebrantar los mandamientos de Dios, o caían en trasgresión, y se avergonzaban de tomar sobre ellos el nombre de Cristo, el Señor los destrozaría así como ellos habían rasgado sus vestidos”.

Muchos de estos hombres murieron en otras batallas y en otras tierras, y “salieron del mundo con regocijo”, sabiendo firmemente que sus almas habían sido recibidas por el Señor Jesucristo, cuyo nombre habían tomado sobre sí, y cuyo Evangelio se habían esforzado por defender.

NEFI Y LEHI.

Al poco, dos hermanos maravillosos, nietos de Alma, hijo, dieron comienzo a una era de tremendo crecimiento de fe justo antes del nacimiento de Cristo, una época en la que “decenas de miles” se unieron a la iglesia. Al leer, como lo hizo, sobre el éxito de Nefi y Lehi, Mormón hizo un comentario en cuanto al decidido “hombre [o mujer] de Cristo”, que se aferra a la barra de hierro y camina con seguridad por el sendero de la vida, triunfando sobre la decepción y los esfuerzos destructores de Lucifer, reclamando al final los principados y poderes prometidos a los herederos del convenio.

Escribió en este estremecedor pasaje: “Así vemos que la puerta del cielo está abierta para todos, sí, para todos los que quieran creer en el nombre de Jesucristo, sí, el Hijo de Dios.

“Sí, vemos que todo aquel que quiera, puede asirse a la palabra de Dios, que es viva y poderosa, que partirá por medio toda la astucia, los lazos y las artimañas del diablo, y guiará al hombre de Cristo por un camino estrecho y angosto, a través de ese eterno abismo de miseria que se ha dispuesto para hundir a los inicuos,

“y depositará su alma, sí, su alma inmortal, a la diestra de Dios en el reino de los cielos, para sentarse con Abraham, con Isaac, y con Jacob, y con todos nuestros santos padres, para no salir más”.

Aunque algunos se ensalzaron en el orgullo y el gran éxito de la iglesia comenzó a declinar, sin embargo Nefi y Lehi “ayunaron y oraron frecuentemente, y se volvieron más y más fuertes en su humildad, y más y más firmes en la fe de Cristo, hasta henchir sus almas de gozo y de consolación; sí, hasta la purificación y santificación de sus corazones, santificación que viene de entregar el corazón a Dios”.

A modo de recordatorio y guía constante de sus actos, estos hermanos tenían en el corazón las palabras de su padre, Helamán, quien, en el espíritu de la declaración del “hombre de Cristo”, les había recordado que “no hay otra manera ni medio por los cuales el hombre pueda ser salvo, sino por la sangre expiatoria de Jesucristo, que ha de venir; sí, recordad que él viene para redimir al mundo…

“Recordad que es sobre la roca de nuestro Redentor, el cual es Cristo, el Hijo de Dios, donde debéis establecer vuestro fundamento, para que cuando el diablo lance sus impetuosos vientos, sí, sus dardos en el torbellino, sí, cuando todo su granizo y furiosa tormenta os azote, él no tenga poder para arrastraros al abismo de miseria y angustia sin fin, a causa de la roca sobre la cual estáis edificados, que es un fundamento seguro, un fundamento sobre el cual, si los hombres edifican, no caerán”.

A medida que se aproximaba la venida de Cristo, aumentaba el desorden social, con el consiguiente florecimiento de la guerra, el asesinato y la confusión política. Para contrarrestar esa tendencia y proporcionar esperanza, Nefi invocó las antiguas enseñanzas que su pueblo conocía tan bien, testificando de estos problemas y de la solución de los mismos con la venida del Mesías.

A los jueces corruptos que tenazmente estaban destruyendo la sociedad nerita, Nefi les dio una perspectiva y resumen de lo extensamente que los antiguos profetas “sabían de Cristo”, y dijo: “No solamente negáis mis palabras, sino también negáis todas las palabras que nuestros padres han declarado, y también las palabras que habló este hombre, Moisés, a quien le fue dado tanto poder, sí, las palabras que él habló concernientes a la venida del Mesías.

“Sí, ¿no testificó él que vendría el Hijo de Dios? Y así como él levantó la serpiente de bronce en el desierto, así será levantado aquel que ha de venir.

“Y así como cuantos miraron a esa serpiente vivieron, de la misma manera cuantos miraren al Hijo de Dios con fe, teniendo un espíritu contrito, vivirán, sí, esa vida que es eterna.

“Y he aquí, no sólo Moisés testificó de estas cosas, sino también todos los santos profetas, desde los días de él aun hasta los días de Abraham.

“Sí, y he aquí, Abraham vio la venida del Mesías, y se llenó de alegría y se regocijó.

“Sí, y he aquí, os digo que Abraham no fue el único que supo de estas cosas, sino que hubo muchos, antes de los días de Abraham, que fueron llamados según el orden de Dios, sí, según el orden de su Hijo; y esto con objeto de que se mostrase a los del pueblo, muchos miles de años antes de su venida, que la redención vendría a ellos.

“Y ahora bien, quisiera que supieseis que aun desde la época de Abraham ha habido muchos profetas que han testificado de estas cosas; sí, he aquí, el profeta Zenós testificó osadamente; y por tal razón lo mataron.

“Y he aquí, también Zenoc, y también Ezías, y también Isaías, y Jeremías…

“Nuestro padre Lehi fue echado de Jerusalén porque testificó de estas cosas. Nefi también dio testimonio de estas cosas, y también casi todos nuestros padres, sí, hasta el día de hoy; sí, han dado testimonio de la venida de Cristo, y han mirado hacia adelante, y se han regocijado en su día que está por venir”.

Samuel el Lamantta

El grado al que había llegado el desorden social y religioso de los nefitas se hace evidente por la aparición de un lamanita— tradicionalmente, el pueblo que había sido objeto, y no la fuente, de tal predicación—para llamar al pueblo nefita al arrepentimiento. Rechazado abiertamente en la tierra de Zarahemla, Samuel respondió a la voz del Señor, ascendió a lo alto de la muralla que rodeaba la ciudad y “profetizó al pueblo todas las cosas que el Señor puso en su corazón”.

Una de las cosas que el Señor puso en su corazón fue advertir a la gente de una “grave destrucción” que les aguardaba si no cambiaban sus hábitos. “Nada puede salvar a los de este pueblo”, gritó Samuel desde lo alto de la muralla, “sino el arrepentimiento y la fe en el Señor Jesucristo, que de seguro vendrá al mundo, y padecerá muchas cosas y morirá por su pueblo”.

De esta venida—a tan sólo cinco años de distancia—Samuel profetizó sobre las señales y prodigios que la acompañarían, señales y prodigios que serían cuestión de vida o muerte para los fieles nefitas quienes, a riesgo de perder la vida, aguardaban el cumplimiento de estas promesas.

Samuel profetizó que en la época del nacimiento de Cristo aparecería una nueva estrella en los cielos del Nuevo Mundo, así como en los del viejo, pero que habría señales y prodigios adicionales para los nefitas. “Habrá grandes luces en el cielo”, dijo Samuel, “de modo que no habrá oscuridad en la noche anterior a su venida, al grado de que a los hombres les parecerá que es de día”. Esto sería tan real, prometió Samuel, que la gente vería el sol salir y ponerse pero “no se oscurecerá la noche”, por lo que un día, una noche y un segundo día no se verían interrumpidos por disminución alguna de la luz. Ésta iba a ser la principal manifestación de una época de “muchas señales y prodigios en el cielo” en que la Luz del Mundo, la Brillante Estrella del Alba, Aquel cuya gloria sobrepasa el brillo del sol, nacería en la mortalidad.

Aunque los nefitas incrédulos no trataron con amabilidad a este audaz lamanita, Samuel prosiguió con su mensaje, un mensaje con todavía más presagios para los inicuos. Tras haber profetizado de los prodigios del nacimiento de Cristo y de la oportunidad de que “Jesucristo, el Hijo de Dios, el Padre del cielo y de la tierra, el Creador de todas las cosas desde el principio” traería una remisión de los pecados “por medio de los méritos de él”, Samuel habló con un tono más inquietante sobre la muerte de Cristo.

Esta muerte sería necesaria para que “[viniera] la salvación; sí, a él le corresponde y se hace necesario que muera para efectuar la resurrección de los muertos, a fin de que por este medio los hombres sean llevados a la presencia del Señor… y [redima] a todo el género humano de la primera muerte, esa muerte espiritual… la caída de Adán”.

A menos que tras la resurrección viniera una segunda muerte espiritual, un juicio final que descendería sobre los impenitentes que debían “[ser] separados de las cosas que conciernen a la justicia”, Samuel suplicó por un cambio de corazón en el pueblo. De no ser así, advirtió, las señales y los prodigios de la muerte de Cristo tendrían un significado mucho más fatídico para ellos que las señales y los prodigios de Su nacimiento.

Cuando la Luz y la Vida del mundo se extinguiera, profetizó Samuel, “se oscurecerá el sol, y rehusará daros su luz”. También se esconderían la luna y las estrellas y durante los tres días de la muerte y sepultura del Salvador, no habría luz sobre la faz del Nuevo Mundo. En el momento exacto de Su muerte habría rayos y truenos por espacio de muchas horas. La tierra se estremecería y temblaría. Se quebrarían las rocas de encima y debajo de la tierra, hasta esas formaciones consideradas como una masa sólida.

Las montañas se convertirían en valles y los valles en montañas de gran altura. Los caminos se romperían y las ciudades quedarían desoladas. Las mujeres embarazadas no hallarían lugar de refugio, “con el peso no podrán huir; por tanto, [serían] atropelladas y abandonadas para perecer”. Tal y como había predicho el profeta Zenós en sus profecías sobre semejante destrucción, mucho antes que Samuel: “¡El Dios de la naturaleza padece!”.

Unos pocos nefitas creyeron en las palabras de Samuel (al menos en parte, pues no podían acertarle con sus piedras y flechas) y se escabulleron para ser bautizados por Nefi, quien todavía se hallaba ocupado “bautizando, y profetizando, y predicando, proclamando el arrepentimiento al pueblo, mostrando señales y prodigios, y obrando milagros entre el pueblo, a fin de que supieran que el Cristo pronto debía venir”. Pero la mayor parte del pueblo de Zarahemla rechazó al profeta y su mensaje, y hubo, en un maravilloso comentario de Mormón, “muy poco cambio en los asuntos del pueblo”.

Así que, a punto de tener lugar la venida de Cristo, la misión por la que Alguien haría lo que ningún hombre, mujer o niño podía hacer por sí mismo, los nefitas y lamanitas rebeldes comenzaron a hacer exactamente aquello que la expiación de Cristo advertía que no hicieran: “Empezaron a confiar en su propia fuerza y en su propia sabiduría…

“Y empezaron a raciocinar y a disputar entre sí, diciendo… no es razonable que venga tal ser como un Cristo”.

Por no ser “razonable” (lo cual, por definición, jamás pueden ser los milagros), la profecía de la venida de Cristo golpeó la parte más dolorosa de la psique nefita: su vanidad. “Ésta es una inicua tradición”, dijeron, “que nos han transmitido nuestros padres, para hacernos creer en una cosa grande y maravillosa que ha de acontecer, -pero no entre nosotros, sino en una tierra que se halla muy lejana, tierra que no conocemos; por tanto, pueden mantenernos en la ignorancia, porque no podemos dar fe con nuestros propios ojos de que son verdaderas”.

Ésta era toda la trama, el plan de un grupo de renegados antipatriotas que “pudieron haber adivinado” unos pocos milagros, decían. Estos enemigos proféticos de la razón y del orgullo querían obrar “algún gran misterio” que no podían entender, que les mantendría en el cautiverio, la ignorancia y la dependencia para siempre, decían. “Y muchas más cosas insensatas y vanas se imaginaron en sus corazones”.

¿Imaginaciones? ¿Cosas insensatas y vanas? Y así la época previa a la venida de Cristo culmina en el Libro de Mormón con el cumplimiento del sueño de Lehi con el que dio comienzo. En una secuencia interminable de declaraciones proféticas de Cristo—declaraciones de “todos los santos profetas” durante “muchos miles de años antes de su venida” —, el Libro de Mormón realiza la repetida y divina afirmación de que Jesús es el Cristo, que Él es el camino de la salvación y ningún otro, que Su Evangelio “es más deseable que todas las cosas… sí, y el de mayor gozo para el alma”. “Sabíamos de Cristo”, dijeron todos estos antiguos profetas desde el año 600 Años antes de Cristo. y la partida de Lehi de Jerusalén, y aun así, hasta la noche antes del nacimiento de Cristo, 493 páginas después, el reto de la seguridad y la salvación, de la fe, la rectitud y el fruto del árbol de la vida es el mismo:

“Y estaban reunidas las multitudes de la tierra; y se hallaban en un vasto y espacioso edificio. Y de nuevo habló el ángel del Señor diciendo: He aquí el mundo y su sabiduría… Vi, y doy testimonio de que el grande y espacioso edificio representaba el orgullo del mundo… las vanas ilusiones y el orgullo de los hijos de los hombres”.

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