Diario de Discursos – Journal of Discourses V. 13

“Dar Buen Fruto o Ser Cortado”

El hacha está puesta a la raíz—Exhortación a la fidelidad

por el élder Erastus Snow, el 28 de febrero de 1869
Volumen 13, Discurso 2, páginas 5–1


Se me ha pedido que ocupe unos minutos esta tarde antes de partir hacia mi campo de labor en el sur, y si puedo contar con su fe y oraciones, intentaré hablar sobre algunos temas.

Un pasaje muy expresivo de las Escrituras, contenido en el Nuevo Testamento, ha estado pasando por mi mente mientras estaba sentado aquí. Lo repetiré:

“Y también ahora el hacha está puesta a la raíz de los árboles; por tanto, todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado en el fuego.”

Esta figura del árbol frutal, aunque fue pronunciada en referencia a los seguidores del Salvador en su época, es igualmente aplicable a nosotros como lo fue a aquellos a quienes se dirigió originalmente. Hay muchas otras declaraciones del Salvador de carácter similar, dirigidas al pueblo de Dios en cuanto a las diversas doctrinas y enseñanzas de los hombres; también los advirtió contra falsos profetas y aquellos que vendrían a ellos vestidos de ovejas, pero que por dentro eran lobos rapaces. Dijo a sus discípulos: “Por sus frutos los conoceréis”, porque todo árbol que da buen fruto es un buen árbol, pero un árbol corrupto no puede dar buen fruto.

Ahora bien, esta figura del hacha puesta a la raíz del árbol, y que todo árbol que no da buen fruto será cortado y echado en el fuego, es tan aplicable al pueblo de Dios en estos días como lo fue para el pueblo de los días en que fue pronunciada. Es muy impactante y debería permanecer en cada mente; cada corazón debería meditar en ella, y todos deberían preguntarse: “¿Soy yo un sujeto para el fuego? ¿O estoy dando buen fruto?”

Para responder satisfactoriamente a estas preguntas, debemos ser instruidos en las cosas de Dios, para que podamos comprender nuestros deberes y saber lo que Dios requiere de nosotros; debemos llegar a conocer el Reino de los Cielos y sus frutos.

El pueblo de la antigüedad, a quienes se dirigió esta declaración del Salvador, era un pueblo peculiar: ellos y sus antepasados durante muchas generaciones habían afirmado ser el pueblo de Dios. A sus antepasados Dios había enviado a sus profetas, había revelado su palabra, había hecho convenios con ellos y los había bendecido con muchas bendiciones. Sin embargo, en los días del Salvador, como nación, habían apostatado y caído de su elevada posición; se habían dividido en sectas y partidos, eran orgullosos, codiciosos, autojustos y muy vanidosos; y el Salvador pronunció muchos ayes sobre ellos.

Él ilustró su condición con una parábola muy conocida sobre cierta viña, que el dueño arrendó a unos labradores y luego se fue a otro país. En el tiempo adecuado, el señor de la viña envió a su siervo a recibir su parte del fruto de la viña; pero, en lugar de que los arrendatarios pagaran franca y fielmente lo que habían acordado, se negaron a pagar del todo y echaron al siervo fuera de la viña.

Entonces el señor de la viña envió a otros siervos a buscar su parte del fruto de la viña, pero fueron tratados de la misma manera, algunos fueron golpeados, azotados, expulsados y asesinados. Por último, el señor de la viña dijo: “Enviaré a mi hijo; tal vez lo reverencien, respeten el acuerdo y le entreguen los frutos de la viña.” Pero, cuando vino el hijo, los labradores dijeron entre sí: “Este es el heredero; venid, matémosle, y la herencia será nuestra.” Y lo agarraron, lo expulsaron y lo mataron.

“Ahora bien”, dijo el Salvador al pueblo al que dirigió esta parábola, “¿qué se hará con esos labradores?” Ellos respondieron: “Destruirá miserablemente a esos malvados labradores, y arrendará su viña a otros labradores, que le entregarán los frutos a su debido tiempo.” Dijo el Salvador, en efecto: “Este es un juicio muy justo; así se hará con vosotros. Bendije a vuestros padres y establecí mi convenio con ellos; envié a mis profetas y revelé mi palabra a ustedes, sus hijos, y los he llamado durante todo el día, pero no habéis dado los frutos del reino; habéis rechazado y matado a mis profetas, y por último habéis rechazado al Hijo; por tanto, os digo: el reino será arrebatado de vuestras manos y dado a otro pueblo, que dará los frutos de él.”

Tal fue el destino del pueblo judío, porque rechazaron a los profetas que les fueron enviados y, por último, al Salvador. El Salvador se reveló primero a ese pueblo y estableció primero Su Iglesia en medio de ellos. Envió a Sus discípulos a predicar, no a los gentiles, sino a “las ovejas perdidas de la casa de Israel.” Se les mandó que limitaran su obra a ellos; pero aquellos a quienes primero envió a Sus discípulos, en términos generales no escucharon ni obedecieron el mensaje que se les entregaba.

Hubo un buen número que creyó y fue bautizado, y de entre ellos el sacerdocio, junto con el Evangelio y sus ordenanzas, fue llevado a las naciones gentiles, y los judíos, como nación, fueron entregados a la incredulidad y a la dureza de corazón, su gobierno fue destruido, sus pueblos, ciudades y provincias absorbidos por las naciones vecinas, su ciudad capital consagrada fue arrasada, y del hermoso templo no quedó piedra sobre piedra. Tan completa fue la ruina de su ciudad principal que, posteriormente, el mismo terreno donde se encontraba fue removido y arado como un campo.

Los apóstoles y siervos de Dios que fueron llamados a ser testigos de Jesús salieron a las naciones circundantes, y en todas partes bautizaron y establecieron iglesias, injertando a las naciones gentiles en el “olivo cultivado.”

Israel fue comparado por uno de los profetas antiguos con un olivo cultivado, y las naciones gentiles con un olivo silvestre. El apóstol Pablo dice que las ramas del olivo cultivado fueron cortadas porque eran estériles e infructuosas, y que las ramas del olivo silvestre fueron injertadas en el tronco original y produjeron buen fruto. Así fue en la predicación del Evangelio: los gentiles aceptaron con mayor libertad y gozo el testimonio de los discípulos de Cristo.

No es mi propósito extenderme sobre la causa por la cual la raza judía continuó persiguiendo y obstaculizando el camino de los discípulos y seguidores de Cristo. Por la misericordia de Dios nuestro Padre, la salvación llegó a muchas naciones gentiles, porque creyeron en el testimonio de Jesús proclamado por Sus discípulos; y fueron bautizados en Cristo y se convirtieron en la simiente de Abraham por adopción, mientras que los descendientes lineales de Abraham fueron rechazados por Dios a causa de su incredulidad. No dieron los frutos del reino de Dios, por tanto, el reino les fue quitado y dado a otro pueblo, tal como Jesús lo había predicho.

Ahora bien, ¿por qué ocurrió todo esto? ¿Fue simplemente por los pecados de sus gobernantes y principales sacerdotes, o fue por la corrupción general, la incredulidad y la maldad de todo el pueblo? Respondo: no fue solamente por la maldad de sus gobernantes ni por la corrupción e hipocresía de sus sacerdotes, sino de todo el pueblo, incluidos sacerdotes y gobernantes. En palabras de uno de los profetas: sus maestros enseñaban por salario; sus jueces juzgaban por recompensa; sus profetas adivinaban por dinero, y “mi pueblo así lo quiere, ¿y qué fin le espera?”

El pueblo se había envanecido en su orgullo; amaban el oro, la plata y las cosas preciosas, y se establecieron dioses a los cuales pudieran adorar. Aunque no erigieran imágenes talladas ni dioses de madera o de piedra, erigieron maestros y sacerdotes semejantes a ellos mismos. Sus jueces y sacerdotes aceptaban sobornos, y sus servidores públicos podían ser comprados con dinero. Buscaban la honra unos de otros y no la honra que proviene solamente de Dios.

En resumen, vivían solo para la vida presente, y ni siquiera sabían cómo disfrutarla correctamente, pues el fruto de las malas acciones siempre es malo, aunque muchas veces parezca tentador y atractivo para los inexpertos y descuidados. Sus frutos pueden ser dulces en la boca, pero en el vientre son siempre amargos.

Los frutos de la justicia son gozo, paz y contentamiento en esta vida, y vida en la venidera; mientras que los frutos de la injusticia son miseria, dolor, tristeza y muerte. No hay nada más cierto que lo que dice la Escritura: “la paga del pecado es muerte.” Esto es tan verdadero hoy como lo fue en el día en que fue dicho. Ningún hombre o mujer puede hacer algo malo, ya sea por ignorancia o con intención, sin cosechar tarde o temprano los frutos amargos de esa mala acción.

Es cierto que la misericordia y bondad amorosa de Dios nuestro Padre acude en ayuda de todos los que pecan por ignorancia, y alivia su castigo porque pecaron sin conocimiento, y tan pronto como fueron iluminados, se apartaron y se arrepintieron ante el Señor con pesar. Está escrito que el que conoce la voluntad de su señor y no la hace será azotado con muchos azotes; pero el que peca por ignorancia, aunque haya hecho cosas que merecen muchos azotes, recibirá pocos, si abandona su mal camino al comprenderlo, en tanto su espíritu no se haya contaminado por ello.

Aquel que consiente y aprueba en su corazón un acto indebido, o se convierte en cómplice y colaborador de quienes hacen el mal, aunque no sea el autor directo de ese mal, puede ser más culpable y más merecedor de castigo que quien efectivamente cometió la falta, ya que este último, ignorante de las consecuencias, puede haber sido influenciado por el primero, que sí conocía los resultados y efectos del mal cometido. En tal caso, el instigador del mal será castigado mucho más severamente que quien lo cometió directamente.

Es un consuelo para los justos saber que Dios no juzga por la apariencia exterior, sino por los pensamientos e intenciones del corazón. El juicio final de la raza humana se pospone hasta su siguiente estado, para que Dios pueda juzgar al espíritu según las obras realizadas en el cuerpo, pues Su juicio no recae sobre el cuerpo, sino sobre el espíritu, ya que el cuerpo paga la pena de sus errores mediante la muerte.

El espíritu es responsable por los actos realizados en el cuerpo. Ningún espíritu podrá alegar ante el tribunal de Jehová la debilidad de la carne como justificación del pecado; esto podrá presentarse como atenuante, pero no como justificación. Nuestro Padre es lleno de misericordia, pero no puede mirar el pecado con el más mínimo grado de aprobación; por tanto, cada espíritu será responsable, y deberá rendir cuentas ante el tribunal de Dios, y allí recibirá un juicio justo y recto por las obras hechas en el cuerpo.

Pero se hallará, en palabras de Pablo, que los pecados de algunos hombres los preceden al juicio, mientras que los de otros los siguen. En otras palabras, algunos hombres tendrán sus cuentas saldadas y ajustadas a tiempo, antes de que llegue el momento del ajuste final, y cuando llegue ese momento, tendrán suficiente en el haber de su cuenta para compensar el debe, y estarán en equilibrio, libres y aceptados; mientras que aquellos cuyos pecados los siguen hasta el juicio tendrán una larga lista de cuentas no resueltas y un saldo abultado en contra, sin nada que lo compense.

¿Qué clase de personas son aquellas tan altamente favorecidas que sus pecados van al juicio antes que ellos? Pues son aquellos que se han arrepentido de sus pecados y han guardado siempre la ley de Dios, sin tener ansiedad por volver a endeudarse. Hay muchas personas que, tanto en lo espiritual como en lo temporal, mientras puedan llevar una cuenta abierta, están dispuestas a seguir acumulando deudas. Pero los hombres y mujeres prudentes, sabios y cuidadosos, prefieren tener cuentas cortas y saber con frecuencia cómo están, y mantener sus cuentas en equilibrio. Nunca se acuestan a descansar ni se levantan por la mañana sin comunicarse con su Dios y conocer la posición que ocupan ante Él.

En nuestras comuniones con nuestro Padre, es nuestro privilegio aprender esta lección, y es una lección que todo Santo debería aprender. Si vivimos continuamente de modo que disfrutemos de la guía del Espíritu Santo de Dios, este nos sostendrá el espejo ante nuestros ojos y nos permitirá comprender nuestra posición ante Dios tan claramente como vemos nuestro rostro natural en el espejo. Y si hemos sido descuidados o negligentes en el cumplimiento de nuestros deberes, esto será traído a nuestra mente, y conoceremos nuestras faltas, y si nos arrepentimos sinceramente, las impresiones del Espíritu Santo nos indicarán el curso que debemos seguir para corregir las cosas.

Si has calumniado, dado lugar a la envidia o los celos, o te has entregado al chisme, a hablar mal, a criticar, a buscar faltas o a ejercer una mala influencia sobre tu hermano o hermana, el Espíritu te dirá: “Ve y corrige eso; pide a tus amigos, que han sufrido por tu necedad, que sean misericordiosos contigo y que tu falta sea olvidada.” De este modo verterás el aceite y, en la medida de lo posible, sanarás la herida que has infligido. Y cuando hayas obtenido el perdón de tu hermano, podrás mirar hacia tu Padre Celestial y, con confianza, pedir Su perdón.

Ningún individuo puede dañar a otro sin que ese daño le sea devuelto a sí mismo. Esto es tan cierto como que tu rostro se refleja en una cámara cuando la luz incide sobre él. Vas a un estudio fotográfico para que te tomen un retrato; te sientas frente a la cámara, y el efecto de la luz sobre el instrumento es reflejar una imagen exacta de ti mismo. Es exactamente lo mismo con cada mala acción: ejemplifican la verdad del conocido dicho: “las maldiciones regresan al que las pronuncia.” Esto es universalmente cierto.

Ninguna persona puede, impunemente, meter los dedos en el fuego; tampoco puede alguien violar las leyes de la vida y de la salud sin sufrir dolor y enfermedad como consecuencia. Aunque el Señor sea paciente y lleno de bondad amorosa, las penas que acompañan la violación de Sus leyes ciertamente alcanzarán al infractor, tarde o temprano, y es necio el hombre o la mujer que abriga la falsa esperanza de que será de otro modo.

Los fundamentos y las semillas de la disolución y la muerte están sembrados en nuestros tabernáculos. Las pasiones de la naturaleza humana trabajan, finalmente, para la caída y disolución de nuestros cuerpos; y esto no es menos cierto que el hecho de que el espíritu, de manera semejante, obra su propia disolución, es decir, todo aquel que sufre la segunda muerte —que es una muerte espiritual— la sufre como fruto legítimo de sus malas acciones, con tanta certeza y naturalidad como el cuerpo sufre la muerte por violar las leyes de su propia organización.

Ya sea que violemos las leyes de nuestra constitución física por ignorancia o conscientemente, los resultados son los mismos. El niño que corre inocentemente hacia el fuego, ignorante de su poder para dañarlo, se quema tan rápidamente como lo haría un adulto. Si sobrecargas el estómago de un niño que no conoce la capacidad de su sistema, sufrirá las consecuencias igual que si entendiera todo al respecto.

El propósito del Evangelio de Cristo es iluminar la mente sobre todos estos temas, y en la medida en que estemos dispuestos a recibir instrucción, a través de él podemos aprender cómo prolongar nuestra existencia física aquí y cómo asegurar la vida eterna en el mundo venidero; o, en otras palabras, cómo entrar en nuestro tercer estado, que será glorioso e inmortal. En ese estado, aquellos que tengan el privilegio de entrar en él estarán preparados para ejercer las funciones más elevadas de su existencia y para aumentar, crecer y expandirse para siempre, hasta que, como Abraham en la antigüedad, su posteridad no tenga fin, y cuando las estrellas del firmamento o la arena del mar sean menos numerosas que sus creaciones.

Por incomprensible que esto sea para nuestras mentes finitas, es una pálida visión de las glorias del tercer estado. Si queremos asegurar el derecho a tales bendiciones inestimables, debe ser mediante la obediencia a las leyes de la vida que Dios nos ha revelado. Si pecamos voluntariamente después de haber sido iluminados respecto a las consecuencias de nuestro pecado, ya no queda más sacrificio por el pecado, dice el apóstol Pablo, sino “una horrenda expectación de juicio y de hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios.”

Pero si erramos por ignorancia, y después de haber sido instruidos nos arrepentimos de nuestros pecados, hay una puerta de misericordia abierta para nosotros, y seremos azotados con pocos azotes. Tales personas, cuando han agraviado a un hermano o hermana por ignorancia, al convencerse de ello, van inmediatamente y corrigen ese agravio. Si han oprimido al jornalero en su salario, cuando se dan cuenta del hecho, van sin demora y lo corrigen, pagándole hasta el cuádruple, si es necesario. Después de seguir tal curso, el Padre los perdona. Él dice que si no nos perdonamos unos a otros, tampoco Él nos perdonará.

Este principio está establecido en las Escrituras en esa hermosa y sencilla oración que Jesús enseñó a sus discípulos: un ejemplo de honestidad, simplicidad y pureza infantil. En otro lugar, el Salvador dice: “Si tu hermano peca contra ti, ve y repréndelo estando tú y él solos; si te oye, has ganado a tu hermano.” Si tu hermano no se convence de su falta, no te desanimes por no haberlo convencido; sino intenta de nuevo. Busca a algún hermano lleno de fe, amor y caridad, que vaya contigo para usar su influencia con él; y si no logras ablandar el corazón helado de tu hermano, al menos tu amigo será testigo ante el Señor de que tú has cumplido tu parte; y tu hermano que no perdona será responsable. Nuestra cuenta entonces está saldada, en la medida en que obedezcamos las ordenanzas de la Casa de Dios, es decir, las condiciones bajo las cuales los hijos de los hombres pueden hallar el favor de Dios.

Si hemos agraviado a nuestro hermano, robado su propiedad, engañado injustamente o la hemos obtenido sin tener medios para pagarle, debemos arrepentirnos y hacer restitución, incluso si tenemos que convertirnos en sus siervos hasta que él quede satisfecho; entonces nuestro Padre, que es juez entre nosotros, dirá: “Basta.”

El mismo principio se aplica a cualquier otro mal. Si, por codicia de lucro deshonesto, hemos oprimido al jornalero, o hemos descuidado aliviar las necesidades del enfermo y del indigente, los pobres del Señor se levantarán en juicio contra nosotros. Dirán: “Estuve desnudo y no me vestisteis; estuve enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis.” Y Jesús mismo será el acusador de tales personas. Él ha dicho que colocará a tales personas a Su izquierda entre las cabras, y les dirá: “Apartaos de mí, no os conozco.”

Muchos de ellos tal vez protesten e inquieran: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o forastero, o desnudo, o enfermo, o en la cárcel, y no te servimos?” Pero Jesús responderá: “En cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis.”

Hubo algunos en la antigüedad que parecieron obtener suficiente luz como para apreciar estos principios, y que, de acuerdo con los consejos del Salvador, abandonaron sus caminos malvados y procuraron hacerse amigos con las riquezas de injusticia, y al hacer el bien con las ganancias mal habidas, en cierta medida repararon los daños que habían causado. Estas buenas obras quedarán registradas en el haber de sus cuentas.

Hay en el corazón humano una tendencia constante hacia los atractivos de esta vida. Las necesidades del presente siempre reclaman nuestra atención, mientras que lo que concierne al futuro tendemos a postergarlo para otro día. El estómago exige atención hoy; estos miembros temblorosos debemos vestirlos hoy antes de otra tormenta. Dice uno: “Debo construir esta casa para mis esposas e hijos antes del próximo invierno.” Y así, las necesidades del presente nos impulsan constantemente a la acción, mientras que las cosas que pertenecen a la eternidad se descuidan, se olvidan o se posponen para un momento más oportuno.

Esta procrastinación—”la ladrona del tiempo”—deberíamos evitarla; y cada vez que detectemos en nosotros mismos una inclinación a descuidar nuestros deberes hacia Dios o hacia los demás, y pensar solo en uno mismo, debemos inmediatamente reprimir esa pasión, y nunca dejar pasar la oportunidad, cuando esté en nuestras manos, de atender las necesidades de los pobres y necesitados; o mejor aún, idear formas y medios para que ellos mismos puedan atender sus propias necesidades. Esta última opción siempre es preferible. Los pobres del Señor prefieren siempre proveer para sí mismos antes que depender de otros. Aquellos que pueden proveer para sí mismos, pero prefieren que otros carguen con los pesos de la vida por ellos, no son los pobres del Señor, son los pobres del diablo. Codician la propiedad de su prójimo—su comida, su casa, su caballo y su carruaje, y tal vez incluso su esposa. Desean lo que él posee sin hacer el esfuerzo de trabajar para obtenerlo, como él lo ha hecho.

No siempre es el más exitoso en acumular los bienes de esta vida el más codicioso.

Hago referencia a estas cosas, que han sido mencionadas con frecuencia, a manera de recordatorio de lo que está escrito, y a lo cual el espíritu del Señor nos urge continuamente a prestar atención.

Entonces, hermanos y hermanas, guardémonos del orgullo, no sea que lleguemos a ser como los nefitas de la antigüedad. Parece, al leer su historia, que bastaban unos pocos años para que pasaran de un estado de humildad y favor con Dios, a uno de altivez y orgullo. Hay una tendencia continua a este estado de ánimo en la mente humana. En los días de nuestra humildad, buscamos a Dios; pero cuando viene la prosperidad, muchos tienden a olvidarse de Él, sintiendo que ya todas sus necesidades están cubiertas.

Una hermana dice: “Tengo un buen esposo que ora por mí y por mis hijos, y provee para nuestras necesidades; él es una guía suficiente para mí.” Ella olvida orar por sí misma, o por su esposo e hijos. ¿Será salvada por causa de su esposo creyente y fiel? Es cierto que sus oraciones, sus buenas obras, y el buen espíritu que siempre le acompaña, son bendiciones que la rodean para ayudarla en su camino hacia la gloria y la exaltación; pero a menos que ella misma aproveche esas circunstancias favorables, al final ella se hundirá mientras él se eleva.

Por otro lado, una hermana que es fiel a su Dios, a sus convenios, a su esposo, hijos y amigos, que no cesa de invocar el nombre del Señor aunque su esposo descuide orar con su familia y magnificar su llamamiento como hombre de Dios, llegará el día en que él se hundirá mientras ella se elevará y será dada a un hombre fiel.

Así también con los hijos que, al ver las malas obras del padre y de la madre, siguen los buenos consejos de amigos que se preocupan por ellos, claman a Dios constantemente y hacen Su voluntad, mientras el padre y la madre perecen lejos de su vista para siempre; Dios los exaltará y puede darles a buenos hombres y mujeres que quizás nunca fueron bendecidos con hijos.

Los que siembran buena semilla sin duda comerán su fruto; mientras que los que descuidan cultivar buena semilla, ciertamente descenderán a la perdición; porque, en las palabras de la Escritura que mencioné al principio: “Todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado en el fuego.”

Que el Dios Todopoderoso nos bendiga, nos ayude a recordar estas cosas y a vivir conforme a ellas como deben hacerlo los Santos de Dios, es mi oración, en el nombre de Jesucristo. Amén.

Deja un comentario