Doctrina del Evangelio

Capitulo 12

La Oración


ORAD TODOS LOS DÍAS. Observad el gran mandamiento que dio el Maestro, de recordar siempre al Señor, de orar en la mañana y en la tarde, siempre acordaos de darle las gracias por las bendiciones que recibís día tras día. —C.R. de octubre, 1914, pág. 6.

ORAD CON PRUDENCIA. Mis hermanos y hermanas, acordémonos de invocar a Dios e implorar sus bendiciones y su gracia sobre nosotros. No obstante, hagámoslo con prudencia y rectitud, y al orar debemos invocarlo en una manera congruente y razonable. No debemos pedirle al Señor lo que sea innecesario o algo que no nos beneficiaría. Debemos pedir lo que necesitemos, y pedir con fe, «no dudando nada; porque el que duda—dijo el Apóstol— es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra. No piense, pues, quien tal haga, que recibirá cosa alguna del Señor». Antes cuando pidamos bendiciones a Dios, pidamos con la fe del evangelio, con esa fe que ha prometido dar a los que creen en El y obedecen sus mandamientos. —C.R. de octubre, 1914, pág. 7.

CONSERVAD EL ESPÍRITU DE LA ORACIÓN. Debemos conservar con nosotros el espíritu de la oración en todo deber que tengamos que cumplir en la vida. ¿Por qué hemos de hacerlo? Una de las razones sencillas que viene a mi mente con gran fuerza, es porque el hombre depende tan completamente de Dios. ¡Cuán ineficaces somos sin Él; cuán poco podemos hacer sin su misericordiosa providencia a nuestro favor! Con frecuencia me he sentido impelido a decir que ni uno solo de nosotros, ningún ser humano en todo el mundo puede hacer crecer una sola espiguilla de hierba sin la ayuda de Dios. Tenemos que usar su tierra, tenemos que aprovechar el beneficio de su suelo, su aire, su sol y la humedad que El proporciona y da a la tierra, a fin de poder producir una espiguilla siquiera; y lo mismo se aplica a todo lo que contribuye a nuestra existencia en el mundo. Nadie puede cultivar una mazorca de maíz o grano de trigo sin la ayuda de Dios. Uno no puede producir una sola cosa esencial a la existencia del hombre o del animal sin la ayuda de Dios. ¿Por qué, pues, no hemos de sentir que dependemos del Señor? ¿Por qué no hemos de invocar su nombre? ¿Por qué no hemos de recordarlo en nuestras oraciones? ¿Por qué no hemos de amarlo con todo nuestro corazón, y mente, y fuerza, ya que Él nos ha dado la vida, nos ha formado a su propia imagen y semejanza, nos ha colocado aquí para que podamos llegar a ser como su Hijo Unigénito y heredar la gloria, exaltación y galardón dispuestos para los propios hijos de Dios? —C.R. de octubre, 1914, pág. 6.

LA ORACIÓN VERDADERA. Suplico que vosotros, mis jóvenes hermanos que estáis presentes en esta numerosa congregación, y quienes tenéis la posibilidad de ser llamados a predicar el evangelio al mundo, cuando seáis llamados a salir, ruego que sepáis cómo allegaros a Dios en oración. No es cosa tan difícil aprender a orar. No son las palabras que usamos lo que constituye particularmente la oración; ésta no se compone solamente de palabras. La oración verdadera, fiel y sincera es más bien la sensación que surge del corazón y del deseo interno de nuestros espíritus, de suplicarle al Señor con humildad y con fe a fin de que podamos recibir sus bendiciones. No importa cuán sencillas sean las palabras, si nuestros deseos son genuinos y venimos ante el Señor con un corazón quebrantado y un espíritu contrito para pedirle lo que necesitamos. Quisiera saber si hay joven alguno en esta congregación, o en cualquier otro lugar, que no necesite algo del Señor. ¿Dónde existe una alma sobre la tierra que no necesite algo que el Omnipotente puede dar? En primer lugar, todo lo que tenemos viene de Él. Es por su providencia que nosotros existimos en la tierra; es por su bondadosa misericordia que vemos y oímos, que tenemos el poder de expresión y poseemos inteligencia, pues como dijo el profeta en la antigüedad: «Ciertamente espíritu hay en el hombre, y el soplo del Omnipotente le hace que entienda.» Por tanto, el poder mismo de entendimiento que poseemos es el don de Dios. En nosotros y de nosotros mismos no somos más que un pedazo de barro inerte. Vida, inteligencia, sabiduría, criterio, poder para razonar, todos son dones de Dios a los hijos de los hombres. Él nos da nuestra fuerza física así como nuestras facultades mentales. Todo joven debe sentir desde el fondo de su corazón que le debe a Dios Omnipotente su ser y todo atributo que posee, atributos que son a semejanza de los de Dios. Debemos procurar magnificar los atributos que poseemos; debemos honrar a Dios con nuestra inteligencia, con nuestra fuerza, nuestro entendimiento, prudencia y con todo el poder que poseemos. Debemos procurar hacer el bien en el mundo. Ese es nuestro deber; y si un joven sólo pudiera sentir lo que todo hombre debe sentir, descubrirá que es cosa fácil postrarse delante del Señor en humilde oración y pedir a Dios la ayuda, el consuelo e inspiración de su Espíritu Santo, a fin de que no quede enteramente solo, ni sujeto a la sabiduría y manera del mundo. Sin embargo, por regla general, cuando los jóvenes tienen buenos padres que los sostienen, cuando tienen buenos hogares y no les falta el alimento o el vestido, llegan a sentir que no dependen de nadie, a menos que por ventura sean afligidos en alguna manera, y entonces comiencen a comprender su debilidad y dependencia; pero quisiera deciros, mis jóvenes amigos, que en la hora de vuestra independencia, en el momento en que os sentís más fuertes, debéis tener presente que sólo sois humanos, que el aliento de vida está en vuestra nariz y que estáis destinados a pasar de este mundo por el umbral de la muerte. —C.R. de octubre, 1899, págs. 69, 70.

LA MANERA DE ORAR. Mis hermanos y hermanas, no aprendáis a orar con vuestros labios solamente. No aprendáis una oración de memoria para repetirla cada mañana y cada noche. Eso es algo que me desagrada mucho. Es cierto que muchas personas caen en la rutina de repetir una oración ceremoniosa. Empiezan en determinado lugar y van avanzando punto por punto hasta llegar a la escena final; y cuando han terminado no sé si su oración ha ascendido más allá del techo del cuarto o no. —C.R. de octubre, 1899, págs. 71, 72.

UN DISCURSO SOBRE LA ORACIÓN. Me ha parecido que algunas palabras del Libro de Mormón, escritas por el profeta Moroni, podrían ser propias como consejo final:

«Y opino esto de vosotros, mis hermanos, por razón de vuestra conducta pacífica para con los hijos de los hombres.

«Porque me acuerdo de la palabra de Dios, que dice: por sus obras los conoceréis; porque si sus obras son buenas, ellos también son buenos.

«Porque he aquí, Dios ha dicho que un hombre siendo malo, no puede hacer lo que es bueno; porque si presenta una ofrenda, o si ora a Dios, a menos que lo que haga con verdadera intención, de nada le aprovecha.

«Porque he aquí, no le es contado por justicia.

«Pues he aquí, si un hombre siendo malo, presenta una ofrenda, lo hace de mala gana; de modo que le es contado como si hubiese retenido la ofrenda; por tanto se le tiene por malo ante Dios.

«Igualmente le es contado por mala un hombre, si ora y no lo hace con verdadera intención de corazón; sí, y nada le aprovecha, porque Dios no recibe a ninguno de éstos» (Moroni 7:4-9).

Aquí verdaderamente tenemos un texto que daría oportunidad a uno que fuese impelido por el espíritu apropiado, para presentar un eficaz discurso entre los Santos de los Últimos Días, no aplicable a todos, pero sí a un gran número. No es bueno que oremos por costumbre, arrodillándonos y repitiendo el Padre Nuestro continuamente. Creo que una de las mayores imprudencias que he presenciado es la insensata costumbre que tienen los hombres de repetir el Padre Nuestro continuamente sin considerar su significado. El Señor lo dio como modelo a sus discípulos que iban a salir al mundo a predicar el evangelio; tenía por objeto mostrarles que no debían usar muchas palabras, sino dirigirse al Señor directamente y pedir las cosas que necesiten. Consiguientemente, uno de los elementos particulares de esa oración y el ejemplo dado fue: «El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy»; y vemos a personas que disponen de lo suficiente, tal vez son dueños de millones, y sin embargo, si es que oran, no hacen más que sencillamente repetir el Padre Nuestro. De manera que se convierte meramente en una forma; carece de eficacia y no es aceptable porque no se ofrece del corazón, ni con el entendimiento; y yo creo que es conveniente que cuidemos nuestras palabras cuando invocamos al Señor. Él nos escucha en lo secreto, y puede recompensarnos en público. No tenemos que clamar a Él con muchas palabras; no tenemos que fastidiarlo con largas oraciones. Lo que sí necesitamos, y debemos hacer como Santos de los Últimos Días, para nuestro propio bien, es ir ante El, testificarle que nos acordamos de Él y que estamos dispuestos a tomar su nombre sobre nosotros, guardar sus mandamientos, obrar justicia, y que deseamos tener su Espíritu para que nos ayude. Entonces, si tenemos algún problema, vayamos al Señor y pidámosle directa y particularmente que nos ayude a salir de la dificultad en que nos hallamos; y salga la oración del corazón, no con palabras que van dejando huellas en el camino trillado del uso común, sin consideración o sentimiento en cuanto al uso de dichas palabras. Expresamos nuestra necesidad, hablando en términos sencillos que verdaderamente lleguen hasta el Dador de todo don bueno y perfecto. Él puede escuchar en lo secreto y conoce los deseos de nuestro corazón antes que pidamos; pero Él lo ha hecho obligatorio y lo ha convertido en deber el que invoquemos su nombre, que le pidamos a fin de recibir, que llamemos para que nos sea abierto y busquemos para que podamos encontrar. De manera que el Señor lo ha convertido en deber amoroso el que nos acordemos de Él, que le manifestemos en la mañana, al mediodía y en la noche que no nos olvidamos del Dador de toda buena dádiva a nosotros.

«Por tanto, un hombre, siendo malo, no puede hacer lo que es bueno; ni presentará una ofrenda aceptable.

«Porque he aquí, una fuente amarga no puede dar agua buena; ni tampoco puede una fuente buena dar agua amarga; de modo que si un hombre es siervo del diablo, no puede seguir a Cristo; y si sigue a Cristo, no puede ser siervo del diablo.

«Por consiguiente, toda cosa que es buena viene de Dios, y lo que es malo viene del diablo; porque el diablo es enemigo de Dios, y lucha contra él continuamente, e invita e incita a pecar y a hacer lo que es malo sin cesar.

«Más he aquí, lo que es de Dios invita e incita a hacer lo bueno continuamente; de manera que todo aquello que invita e incita a hacer lo bueno y amar a Dios y a servirlo, es inspirado de Dios.

«Tened cuidado, pues, amados hermanos míos, de que no juzguéis que lo que es malo sea de Dios, o que lo que es bueno y de Dios sea del diablo.

«Pues he aquí, mis hermanos, os es concedido juzgar, a fin de que podáis discernir el bien del mal; y la manera de juzgar es tan clara, a fin de que podáis discernir con perfecto conocimiento, como la luz del día lo es de la obscuridad de la noche.

«Pues he aquí, a todo hombre se da el Espíritu de Cristo para que pueda distinguir el bien del mal; por tanto, os estoy enseñando la manera de juzgar; porque lo que invita a hacer lo bueno y persuade a creer en Cristo, es enviada por el poder y el don de Cristo; y así podréis saber, con un conocimiento perfecto, que es de Dios.

«Pero, lo que persuade a los hombres a hacer lo malo y a no creer en Cristo, y a negarlo y a no servir a Dios, entonces podréis saber, con un conocimiento perfecto, que es del diablo; porque de este modo es como obra el diablo, porque él no persuade a los hombres a hacer lo bueno, no, ni a uno solo, ni lo hacen sus ángeles, ni los que a él se sujetan.

«Ahora bien, mis hermanos, puesto que conocéis la luz por la cual podéis de juzgar, que es la luz de Cristo, cuidaos de juzgar equivocadamente; porque con el mismo juicio con que juzgáis, también os juzgarán.

«Así pues, os suplico, hermanos, que busquéis diligentemente en la luz de Cristo, para que podáis distinguir el bien del mal; y si os allegáis a todo lo que es bueno, y no lo condenáis, ciertamente seréis hijos de Cristo» (Moroni 7:10-19).

Creo que aquí en las palabras que he leído se encuentran unos teclados sencillos, unos postes indicadores claros y sencillos; y si en calidad de Santos de los Últimos Días, con la fe que tenemos en la divinidad de este libro que fue traducido por el don y poder de Dios mediante la inspiración que vino al profeta José Smith, nosotros leyésemos estas palabras como hijos creyentes, con entendimiento, con fe, con la certeza de que Dios las inspiró, y entonces, las llevásemos a la práctica, creo que muy pronto podríamos acabar con las apelaciones a los tribunales de obispos y sumos consejos, y con la necesidad actual de las visitas de los maestros para tratar de allanar dificultades entre los Santos de los Últimos Días. Creo que todo hombre sería su propio juez, porque juzgaría rectamente, juzgaría en la luz de Cristo, en la luz de la verdad, con luz y justicia; no egoísta ni codiciosamente, sino con la luz que ha venido de los cielos en los postreros días mediante las revelaciones de Dios. —Improvement Era, tomo 11, págs. 729-732 (agosto de 1908).

ORAD POR LAS AUTORIDADES. Nos hemos reunido esta tarde en calidad de conferencia de esta estaca de Sión. Se nos han presentado las autoridades de la estaca, junto con los misioneros locales, a fin de que podamos sostenerlos con nuestro voto, que también significa con nuestra fe y oraciones, y respaldarlos en el cumplimiento de todos los deberes que pesan sobre ellos. Es un deber importante que descansa sobre los miembros que votan para sostener a las autoridades de la Iglesia, de no sólo hacerlo levantando la mano, es decir, meramente la forma, sino sostenerlos de hecho y de verdad. Nunca debe pasar un día sin que toda la gente que integra la Iglesia eleve su voz en oración al Señor para que sostenga a sus siervos que son puestos para presidirlos. No sólo deben hacer esto en bien del presidente de la estaca y sus consejeros, sino también por el sumo consejo, ante quienes, junto con la presidencia de la estaca, de cuando en cuando se les presentan, para su dictamen y consejo, asuntos de gran importancia para los miembros de la Iglesia. Estos hombres deben contar con la fe del pueblo para sostenerlos en el cumplimiento de sus deberes, a fin de que puedan ser fuertes en el Señor. También se presentan estas autoridades, a la gente, para que si hubiere falta alguna en ellos, digna de constituir una objeción a que funcionen en el puesto al cual son llamados, los santos que sepan de estas faltas puedan manifestarlas, a fin de poder iniciarse las investigaciones necesarias para determinar la verdad, y quitar a los que no son dignos, para que sean sostenidos en estos altos cargos de la Iglesia únicamente aquellos que fueren dignos y fieles en el cumplimiento de sus deberes.

No debemos permitirnos andar día tras día con el espíritu de murmuración y crítica en el corazón contra aquellos que nos son presentados para su sostenimiento en cargos de responsabilidad. Si tenemos algo en el corazón contra cualquiera de estos hermanos, es nuestro deber, como miembros concienzudos de la Iglesia, primero, de acuerdo con lo que el Espíritu indique, ir a ellos, a solas, hacerles saber nuestros sentimientos para con ellos, y mostrarles la causa de los mismos; no con el deseo en nuestro corazón de extender o aumentar la dificultad, antes debemos ir a ellos con el espíritu de reconciliación y amor fraternal, con un espíritu verdaderamente cristiano, para que pueda eliminarse por completo cualquier sentimiento de rencor que exista en nosotros; y si tenemos algo en contra de nuestro hermano, estemos en posición de remediar el mal. Debemos tratar de amarnos unos a otros y sostenernos el uno al otro como hijos de Dios y como hermanos y hermanas en la causa.

La presentación de las autoridades de la Iglesia en una conferencia es cosa obligatoria para la Iglesia. Es el mandamiento del Señor que nos reunamos para tratar los asuntos de la Iglesia, de los cuales una parte importante es sostener a las autoridades de la misma, y de este modo renovar nuestro convenio de sostener la autoridad que Dios ha instituido en la tierra para el gobierno de su Iglesia. Y no ^ puedo recalcar demasiado la importancia de que los Santos de los Últimos Días honren y sostengan de verdad y de hecho la autoridad del Santo Sacerdocio que es llamada a que presida. En cuanto entra en el corazón de un miembro el espíritu de refrenarse de sostener a las autoridades constituidas de la Iglesia, precisamente en ese momento queda sujeto a un espíritu que tiende hacia la rebelión o disensión; y si permite que ese espíritu se arraigue en su mente, finalmente lo conducirá a las tinieblas y a la apostasía. No importa cuánto profesemos amar el evangelio y estimar nuestra categoría de miembros de la Iglesia, si permitimos que el espíritu de tinieblas se posesione de nuestra mente, se apagará la luz y el amor dentro de nosotros, y el rencor y la enemistad se posesionarán de nuestras almas. Entonces, ¡oh cuán tenebrosos, cuán rencorosos e impíos podemos llegar a ser! —Acta de la Conferencia de la Estaca de Salt Lake, 12 de junio de 1898.

LAS BENDICIONES ACOMPAÑAN LA ORACIÓN. Se deben observar las oraciones con la familia y en privado, no sólo para cumplir el mandamiento del Señor, sino por causa de las maravillosas bendiciones que se pueden lograr. El Señor ha dicho que debemos pedirle a Él. —ímprovement Era, tomo 21, pág. 104 (dic. de 1917).

HAY QUE CORREGIR NUESTRA NEGLIGENCIA. ¿Qué haremos si hemos desatendido nuestras oraciones? Empecemos a orar. Si hemos desatendido cualquier otro deber, procuremos el Espíritu del Señor, a fin de que sepamos en qué hemos cometido errores y perdido nuestras oportunidades, o las hemos dejado pasar sin mejorarlas. —Deseret Weekly News, tomo 24, pág. 708.

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