Capítulo 13
Los Diezmos; Los Indigentes; Laboriosidad
POR QUÉ SE INSTITUYÓ LA LEY DE LOS DIEZMOS. Al comienzo de su obra el Señor reveló a su pueblo una ley que era más perfecta que la ley de los diezmos. Comprendía cosas más grandes, mayor poder y una realización más rápida de los propósitos del Señor. Pero el pueblo no estaba preparado para vivir de acuerdo con ella, y el Señor, a causa de su misericordia por su pueblo, suspendió la ley más perfecta y dio la ley de los diezmos a fin de que hubiera fondos en el depósito del Señor para realizar los propósitos que Él tenía en mente: el recogimiento de los pobres, la predicación del evangelio a las naciones de la tierra, el sostenimiento de aquellos que estaban obligados a dar su atención constante, día tras día, a la obra del Señor, y para quienes era necesario proveer algo. Sin esta ley no podrían realizarse estas cosas, ni podrían edificarse no conservarse templos, ni se podría vestir ni alimentar a los pobres. De modo que la ley de los diezmos es necesaria para la Iglesia, a tal grado que el Señor ha hecho gran hincapié en ella. -C.R. de abril, 1900, pág. 47.
NATURALEZA ESENCIAL DE LA LEY DE LOS DIEZMOS. Por este principio (diezmos) se pondrá a prueba la lealtad de los miembros de esta Iglesia; por este principio se podrá saber quiénes están a favor del reino de Dios y quiénes están en contra; por este principio se manifestarán aquellos cuyo corazón está dispuesto a hacer la voluntad de Dios y guardar sus mandamientos —y con ello santificar la tierra de Sión a Dios— y aquellos que se oponen a este principio y se han privado de las bendiciones de Sión. Este principio es de mucha importancia, porque por medio de él se sabrá si somos fieles o infieles; es tan esencial, en este respecto, como la fe en Dios, como el arrepentimiento del pecado, como el bautismo para la remisión de pecados o como la imposición de manos para recibir el don del Espíritu Santo. Porque si un hombre guarda toda la ley, menos en un punto, y en este punto ofende, está transgrediendo la ley, y no merece la plenitud de las bendiciones del evangelio de Jesucristo; más cuando un hombre obedece toda la ley que ha sido revelada, de acuerdo con su fuerza, su substancia y habilidad, aun cuando sea poco lo que haga, es tan aceptable a la vista de Dios como si pudiera hacer mil veces más. -C..R. de abril, 1900, págs. 47, 48.
LA LEY DE LOS DIEZMOS ES UNA PRUEBA. La ley de los diezmos es una prueba que, debe pasar el pueblo en calidad de individuos. Cualquier hombre que no observe este principio será conocido como persona que se muestra indiferente hacia el bienestar de Sión, que desatiende su deber como miembro de la Iglesia y que no hace nada para llevar a cabo el progreso temporal del reino de Dios. Tampoco contribuye en cosa alguna a la edificación de templos o a su conservación; nada hace en cuanto a la predicación del evangelio a las naciones de la tierra y desatiende aquello que le permitiría recibir las bendiciones y ordenanzas del evangelio. —C.R. de abril. 1900, pág. 47.
LA LEY DE LOS DIEZMOS ES LA LEY DE INGRESOS. El propósito de la ley de los diezmos es similar a la ley de ingresos decretada por todo estado, todo país y todo municipio en el mundo, supongo. No hay tal cosa como un grupo de hombres, organizados para un propósito de importancia, sin los medios para poder llevar a cabo sus fines. La ley de los diezmos es la ley de ingresos de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Sin ella sería imposible llevar a efecto los propósitos del Señor.
LOS DIEZMOS. Indudablemente se podría leer mucho más de las Escrituras con referencia a este principio de los diezmos, que Dios nos ha revelado en esta dispensación, y que Él requiere de nuestras manos, a fin de que, obedeciendo su ley podamos santificar esta tierra para que efectivamente llegue a ser una tierra de Sión para nosotros; y la promesa dice que si obedecemos las leyes de Dios, si ponemos nuestra confianza en El, si nos allegamos a Él, Él se allegará a nosotros y nos recompensará con su gracia y bendición. Reprenderá al devorador y hará que la tierra sea fructífera; que produzca en su fuerza para el agricultor, el labrador de la tierra, y para el pastor de rebaños. Le aumentará su ganado y lo prosperará a diestra y siniestra, y tendrá abundancia porque pone su fe en Dios; se allega a Él y está dispuesto a probarlo, para ver si no abrirá las ventanas de los cielos, y derramará sobre él bendición hasta que sobreabunde. Reciba este dicho y escuche con todo empeño estas palabras, todo hombre que ha aceptado el evangelio de Jesucristo. Algunos las estimarán livianamente, y quienes lo hagan, indudablemente se negarán a allegarse, serán negligentes en probar al Señor, no cumplirán los mandamientos que Él ha dado, y nunca sabrán que Dios dice la verdad y que puede cumplir su palabra y promesa a su pueblo cuando éste se disponga a obedecer y guardar su ley. Por otra parte, aquellos que estiman estas promesas, que obedecen estas leyes dadas antiguamente, y que han sido renovadas en la Dispensación del Cumplimiento de los Tiempos para bendecir al pueblo, para la edificación de Sión, para alimentar a la viuda y al huérfano o llevar el evangelio de Cristo a las naciones de la tierra, así como recoger a los pueblos de los cuatro cabos de la tierra; aquellos que escuchen estas palabras, las estimen como verdad y las lleven a la práctica toda su vida, llegarán a saber que Dios es galardonador de aquellos que diligentemente le sirven, y que puede cumplirles sus promesas.
Hace poco conocí a un hermano, no necesito llamarlo por su nombre, porque es sólo uno entre miles que pueden dar el mismo testimonio que él, y quien testifica no sólo con palabras sino con las evidencias de frugalidad, de prosperidad, de progreso y mejoramiento que lo rodean en medio de los desiertos. Esta temporada ha levantado ricas cosechas porque sus tierras han producido en abundancia, mientras que las tierras de muchos de sus vecinos están tupidas de hierbas, y sus cosechas sólo han llegado a la mitad o la tercera parte de lo que este hermanado ha segado. ¿A qué se debe? Yo lo atribuyo al hecho de que Dios lo ha-bendecido; y él también, porque es persona inteligente, un hombre que no sólo trabaja sabia y prudentemente, sino con el temor de Dios y el deseo en su corazón de obedecer sus leyes. Me dijo a mí y a mi compañero con quien viajábamos: «Dios me ha bendecido porque he procurado guardar sus leyes, y porque he sido fiel a mi familia.» Salió allá al desierto, hará unos siete u ocho años, empobrecido a causa de las persecuciones y la expulsión, pues fue echado de su casa y de sus negocios, obligado a permanecer en el desierto por algunos años, y parte del tiempo anduvo predicando el evangelio. Volvió hace siete u ocho años y se estableció en el desierto. Hoy, de la tierra, de las arenas candentes, ha producido bellas casas, tiene campos fructíferos que se despliegan ante los ojos de cualquier hombre que quiera ir a examinarlos. Paga sus diezmos, se acuerda de sus ofrendas, es obediente a las leyes de Dios, y no tiene temor de dar testimonio a sus amigos y vecinos que es a causa de su fe y su obediencia por lo que Dios lo ha bendecido y prosperado y lo ha convertido en lo que hoy es. No es el único; hay otros que han prosperado en manera semejante; y yo testifico que es por motivo de que Dios lo ha bendecido, y sus tierras y su trabajo, por lo que logró el aumento y recibió las bendiciones que buscaba y por las cuales trabajó. Ha obrado de buena fe con el Señor; y el Señor ha visto su corazón y lo ha bendecido correspondientemente, y hoy prospera en ese desierto; y en cuanto a muchos de sus vecinos id y ved por vosotros mismos sus pobres campos. Hablan por sí mismos. Las tierras de este hermano están libres de hierbas nocivas, porque ha trabajado y cuidado sus tierras por medio de su industria y la aplicación inteligente de su trabajo, y porque Dios lo ha inspirado e iluminado su mente. El Señor lo ha bendecido en sus víveres y en sus medios, en sus trabajos y en sus pensamientos; ha sido inspirado y facultado para realizar la obra que ha hecho. Testifico que es a causa de la fe del hombre en la promesa del Señor y su deseo de obedecer sus leves, por lo que Él lo ha bendecido y prosperado. —C.R. de octubre, 1897, págs. 35, 36.
LA VIUDA Y SUS DIEZMOS. ¿Negaréis, pues, a la viuda porque sólo tiene una blanca que puede ofrendar? Por motivo de que el diezmo que ella se propone entregar para obedecer el mandamiento de Dios no es más que un centavo, ¿vais a excluirla del privilegio de que su nombre sea inscrito en el libro de la ley del Señor, y de que su genealogía quede reconocida y anotada en los archivos de la Iglesia? Y porque su nombre no aparece allí, ¿vais a negarle los privilegios de la Casa de Dios y de las ordenanzas del evangelio? Creo que ya es tiempo de que los obispos entiendan este principio. El obispo debe impulsar a todo hombre, mujer y niño que gana y recibe paga por su trabajo, a que honre al Señor y muestre que es obediente a la ley de Dios, dando la décima parte de lo que él o ella reciba, como el Señor lo requiere, a fin de que sus nombres queden inscritos en el libro de la ley del Señor, para que sus genealogías se encuentren en los archivos de la Iglesia y tengan derecho a los privilegios y bendiciones de la Casa de Dios.
Recuerdo vivamente una circunstancia que sucedió en mi niñez. Mi madre era viuda y tenía que mantener a una familia numerosa. Una primavera, al abrir nuestro depósito de papas, mandó a sus hijos hacer una carga con las mejores papas y las llevó a la oficina de diezmos. Se habían escaseado las papas esa temporada. Yo era todavía pequeño en esa época y me tocó guiar el tiro de caballos. Cuando llegamos a la entrada de la oficina de diezmos, en el momento de descargar las papas, uno de los secretarios dijo a mi madre: «Hermana Smith, es una vergüenza que usted tenga que pagar diezmos.» Dijo varias otras cosas que recuerdo bien, pero no me parece necesario repetirlas aquí. El secretario se llamaba William Thompson, y reprendió a mi madre por pagar sus diezmos, llamándola todo menos sabia y prudente; y dijo que había otros que eran fuertes y aptos para trabajar, los cuales recibían su sostén de la oficina de diezmos. Mi madre se volvió a él y dijo: «William, ¿no te da vergüenza? ¿Quieres negarme una bendición? Si no pagara mis diezmos, yo esperaría que el Señor me retuviera sus bendiciones. Pago mis diezmos, no sólo porque es la ley de Dios, sino porque espero una bendición de ello. Guardando ésta y otras leyes espero prosperar y poder sostener a mi familia.» Aunque era viuda, podéis buscar en el registro de la Iglesia desde el principio hasta el día de su muerte, y hallaréis que jamás recibió un centavo de la Iglesia para ayudarla a sostenerse ella o su familia; pero contribuyó miles de dólares en trigo, papas, maíz, legumbres, carne, etc. Los diezmos de sus ovejas y ganado, la décima parte de su mantequilla, una gallina de cada diez, la décima parte de los huevos, uno de cada diez cerdos, becerros, potros— la décima parte de cuanto producía, ella pagaba. Aquí está mi hermano que puede dar testimonio de la verdad de lo que estoy diciendo, como también otros que la conocieron. Prosperó porque obedeció las leyes de Dios; tuvo lo suficiente para sostener a su familia. Nunca estuvimos tan necesitados como muchos otros; pues aun cuando no fueron muy aceptables los tallos de la ortiga cuando primeramente llegamos al valle, y aunque comimos de buena gana raíces de cardo, bulbos de lirios y toda esa clase de cosas, no sufrimos más que miles de otros, ni estuvimos tan pobres como muchos, porque nunca nos faltó harina de maíz, ni leche o mantequilla, que yo sepa. Además, el nombre de esa viuda quedó escrito en el libro de la ley del Señor. Esa viuda tenía derecho a los privilegios de la Casa de Dios. No se le podía negar ninguna ordenanza, porque fue obediente a las leyes de Dios, y no dejó de cumplir con su deber aunque uno que ocupaba un puesto oficial intentó disuadirla a no obedecer un mandamiento de Dios.
Se dirá que esto es cosa personal; a otros les parecerá egoísmo; pero no lo menciono con tal intención. Cuando William Thompson le dijo a mi madre que no debía pagar diezmos, pensé que él era una de las mejores personas del mundo. Estuve de acuerdo con cada una de sus palabras. Yo era el que tenía que trabajar y cavar y afanarme, el que tenía que ayudar a arar el terreno, a plantar papas, azadonar papas, escarbar papas y demás faenas de esa índole; y entonces tener que llenar un carro con lo mejor que teníamos, dejando atrás las de calidad inferior, y luego llevar la carga a la oficina de diezmos, me parecía un poco duro, según mi modo de pensar de niño, especialmente cuando veía a ciertos de mis compañeros de juego y otros amigos de mi niñez, jugando, montando a caballo y divirtiéndose, y quienes muy raras veces desempeñaban trabajo alguno en su vida, y sin embargo se les alimentaba del depósito público. ¿Dónde están esos jóvenes hoy? ¿Se conocen en la Iglesia? ¿Se distinguen entre el pueblo de Dios? ¿Son o fueron valientes alguna vez en el testimonio de Jesucristo? ¿Tienen un testimonio claro de la verdad en su corazón? ¿Son miembros diligentes de la Iglesia? No; y por regla general nunca lo han sido, y en su mayoría han muerto o desaparecido. Pues bien, después de algunos años de experiencia quedé convertido; descubrí que mi madre tenía razón y que William Thompson estaba equivocado. Este negó la fe, apostató, se fue de aquí llevando consigo a cuantos miembros de su familia quisieron acompañarlo. No quiero que me neguéis el privilegio de ser contado entre aquellos que en verdad se preocupan por Sión, y quienes desean contribuir con su parte para la edificación de Sión y el sostenimiento de la obra del Señor en la tierra. Es una bendición que disfruto, y no es mi intención que persona alguna me prive de esa satisfacción. —C.R. de abril, 1900, págs. 48, 49.
LA VIUDA Y LOS DIEZMOS. Yo predico lo que creo y sé que es verdad, y sé que si los hombres obedecen las leyes de Dios, El los honrará y bendecirá. Esto lo he verificado toda mi vida. Lo vi manifestado en circunstancias que acontecieron en mi niñez, y sé que Dios ha bendecido a la viuda y al huérfano cuando han sido obedientes a sus leyes y guardado sus mandamientos.
Puedo relataros la historia de una viuda, con una familia numerosa, que era más responsable, de ser posible, en pagarle al Señor lo que era de Él, que a sus vecinos con quienes tuviera deuda alguna; y gracias a Dios, nunca tuvo deudas con sus vecinos que no haya pagado hasta el último centavo, porque el Señor la bendijo con abundancia. En sus últimos años no tuvo que pedir prestado a sus vecinos, ni tuvo que pedir ayuda a la Iglesia para sostenerse, antes pagó miles de dólares en productos y dinero al almacén del Señor, aun cuando era viuda y tenía que sostener a una familia grande. Yo sé esto. Puedo testificar de ello y de que el Señor Omnipotente la bendijo, no sólo en el fruto de sus tierras, sino en sus rebaños y hatos. No fueron devorados, ni tampoco destruidos. No cayeron a tierra y murieron, antes, aumentaron; no se extraviaron ni los hurtaron los ladrones. Una de las razones fue que tenía un niño que los vigilaba muy cuidadosamente bajo la dirección e insistencia de ella. Sus ojos estaban sobre todo, ella se hacía cargo de todas las cosas; dirigía a sus empleados y a sus hijos; y yo soy testigo—y aquí está sentado otro testigo (el patriarca John Smith)— de que Dios el Padre Eterno la bendijo y la prosperó durante su vida, y no sólo pudo sostenerse ella y los hijos que le quedaron en su pobreza, en un tiempo de aflicción y cuando fue expulsada al desierto, sino que pudo alimentar a muchos de los pobres y pagar sus diezmos a la vez. Verdaderamente el Señor la prosperó v fue bendecida. —C.R. de octubre, de 1897, págs. 35-37.
QUIEN RECIBE AYUDA DE LA IGLESIA DEBE PAGAR DIEZMOS. Cuando uno viene al obispo y le pide ayuda por motivo de sus circunstancias limitadas, la primera cosa que el obispo debe hacer es preguntarle si paga diezmos. Él debe saber si el nombre de la persona se encuentra en el libro de la ley del Señor, y si no está, si él o ella ha sido descuidado y negligente con relación a este principio de los diezmos, ni él ni ella tiene derecho de apelar al obispo, ni tampoco sus hijos; y si en tales circunstancias el obispo les ayuda, será sencillamente por pura caridad y no porque tales personas puedan reclamarlo a la Iglesia. Por eso es que la viuda que recibe ayuda de la Iglesia debe pagar sus diezmos, a fin de que su nombre aparezca en los registros de la misma. No es una ley que se aplica a uno sí y a otro no. Si los ricos no pueden recibir bendiciones porque sus nombres no aparecen en el registro, tampoco han de recibir bendiciones los pobres en la casa de Dios, si sus nombres no están escritos. Mientras una persona pobre reciba su sostén de los diezmos del pueblo, él o ella mismos deben estar dispuestos a observar la ley, a fin de que tengan derecho a lo que reciben. Deben mostrar por su cumplimiento de la ley, que son obedientes y no transgresores de la ley. En cuanto nuestros hijos lleguen a tener la edad suficiente para ganar dinero, se les debe enseñar a pagar sus diezmos, a fin de que sus nombres queden inscritos en el libro de la ley del Señor, para que si por ventura muere su padre y quedan huérfanos, sus nombres, así como los de sus padres, aparezcan en los registros, y vive Dios que tendrán derecho a su sostén y educación. Es nuestro deber velar por tales niños, y procurar que tengan igual oportunidad que aquellos que son bendecidos con padres que velan por ellos. -C.R. de octubre, 1899, págs. 44, 45.
EL USO DE LOS DIEZMOS. Hago mención de esto sencillamente para mostrar que estos hombres, cuyo tiempo entero se dedica al ministerio, sólo están percibiendo su sostén necesario de la Iglesia. Deben tenerlo, y vosotros no se lo envidiaríais. Estos hombres que son fieles, valientes, que instan a tiempo y fuera de tiempo, que están continuamente ocupados en la obra del ministerio, vosotros ciertamente no diríais que no deben tener alimento que comer, ropa que vestir y donde reposar su cabeza; y es todo cuanto estos hombres reciben de la Iglesia. El obrero ciertamente es digno de su salario. De modo que vuestros diezmos no están enriqueciendo a vuestros hermanos en el ministerio. Se están usando para continuar las ordenanzas de la Casa de Dios en estos cuatro templos. Se están utilizando miles y miles de dólares para educar a la juventud de Sión y sostener las escuelas de la Iglesia. Se están gastando miles de dólares para alimentar y vestir a los pobres y velar por los que dependen de la Iglesia. Esperan socorro y sostén de su «madre», y es correcto y propio que la Iglesia vele por sus propios pobres e indigentes, débiles e incapacitados hasta donde sea posible. —C.R. de abril, 1901, pág. 71.
EL MERCANTILISMO Y LOS DIEZMOS. Se acusa a la Iglesia de mercantilismo, pero en ello no hay ni sombra de verdad. La Iglesia no está comprando ni vendiendo mercancías ni bienes raíces. No se dedica a la mercadería de ninguna clase, y nunca lo ha hecho; y no puede haber afirmación más falsa y sin fundamento contra la Iglesia que acusarla de mercantilismo. Es cierto que, a diferencia de otras iglesias u organizaciones religiosas, los miembros de esta Iglesia observan la ley de los diezmos, que es la ley de ingresos de la Iglesia. No hacemos circular entre vosotros el sombrero ni el cofre de las colectas a fin de recaudar lo necesario para pagar los gastos consiguientes al desempeño de la obra de la Iglesia. Vosotros lo entregáis voluntariamente. Esto me recuerda de otra falsedad que nuestros enemigos hacen circular, a saber: que se obliga al pueblo «mormón» a pagar diezmos, que las autoridades de la Iglesia se lo exigen, que se les impone obligatoriamente y se les exige en forma tiránica continuamente. Todo esto es una falsedad infame, una calumnia, en la cual no hay ni una palabra ni sílaba de verdad. La observancia de la ley de los diezmos es voluntaria. Puedo pagar mis diezmos o no, según mi elección. A mí me corresponde elegir si lo voy a hacer o no lo voy a hacer; pero como me considero miembro fiel de la Iglesia, leal a sus intereses, creyendo que es recto y justo observar la ley de los diezmos, la cumplo, de acuerdo con el mismo principio que me parece propio que yo observe la ley del arrepentimiento y del bautismo para la remisión de pecados. Es un placer para mí cumplir mi deber en lo que respecta a la observancia de estos principios y pagar mis diezmos. El Señor ha revelado cómo se han de cuidar y manejar estos fondos, a saber: por la Presidencia de la Iglesia, el Sumo Consejo de la misma (es decir, los Doce Apóstoles) y el Obispado Presidente. Me parece que en esto hay sabiduría. En ningún sentido le es dado a un hombre que disponga de ellos o los maneje él sólo. Corresponde a dieciocho hombres por lo menos, hombres de prudencia, de fe, de habilidad, como lo son estos dieciocho. Digo que a ellos les corresponde encargarse de los diezmos del pueblo y utilizarlos para cualquier propósito que en su juicio y sabiduría resulte en mayor beneficio para la Iglesia; y porque estos hombres, a quienes el Señor ha designado con la autoridad para hacerlo, se hacen cargo de este fondo de diezmos para las necesidades y beneficio de la Iglesia, hay quienes lo llaman «mercantilismo». ¡Qué cosa tan absurda! Su práctica de hacer pasar el cofre de las colectas a fin de reunir los fondos necesarios para edificar sus iglesias, para pagar a sus ministros y llevar a efecto los asuntos monetarios de sus iglesias, tan propiamente puede llamarse «mercantilismo» como el que ellos nos acusen de «mercantilismo» porque manejamos los diezmos de la Iglesia y los utilizamos apropiadamente para el beneficio de la misma. – C.R. de abril, 1912, págs. 5, 6.
LOS DIEZMOS SE USAN CUIDADOSAMENTE Y SE LLEVA CUENTA COMPLETA. Desafío a hombre cualquiera en la tierra que indique un solo dólar que los siervos de Dios deliberadamente desperdicien o hurten. Los libros de diezmos se llevan en forma tan minuciosa y tan perfecta como los libros de cualquier banco. A todo hombre que paga un dólar de diezmos, se le acredita en los libros, y si quiere cerciorarse de que el crédito está allí, puede ir y ver por sí mismo. Sin embargo, no es nuestra intención abrir nuestros libros y mostrar nuestras cuentas a todo fulano, mengano y zutano que nunca haya pagado diezmos. No es nuestra intención hacer tal cosa, si podemos evitarlo; pero vosotros, Santos de los Últimos Días, que pagáis vuestros diezmos y vuestras ofrendas, si queréis ver por vosotros mismos a fin de que podáis ser testigos oculares y auriculares, los libros están abiertos a vosotros, y podéis venir y examinar vuestras cuentas cualquier día hábil que queráis. —C.R. de octubre, 1905, pág. 5.
LOS LIBROS ESTÁN ABIERTOS A LOS QUE PAGAN DIEZMOS. En noventa y nueve de cada cien casos, el hombre que se queja de no saber qué se está haciendo con los diezmos, es el que no ha recibido crédito en los libros de la Iglesia como pagador de diezmos. No estamos interesados en mostrar los libros de la Iglesia a tales criticones y a personas de esa clase. Pero no hay un pagador de diezmos en la Iglesia que no pueda ir a la Oficina del Obispado Presidente o al despacho del Fideicomisario, si lo desea, y buscar su cuenta y comprobar si se le ha acreditado todo dólar que ha dado al Señor en calidad de diezmos. Entonces, si como pagador de diezmos quiere ser más minucioso e investigar lo que se hace con los diezmos, pondremos ante él todo el asunto, y si tiene algún buen consejo que darnos, se lo aceptaremos. Pero no abriremos nuestros libros al mundo —porque no tenemos que hacerlo y porque no es de la incumbencia del mundo exigirlo— a menos que sea nuestro deseo. No nos avergonzamos de ellos; no tenemos miedo de que se inspeccionen. Se llevan honrada y rectamente; y no hay hombre en el mundo que diga lo contrario, después de verlos, si él mismo es honrado. —C.R. de abril, 1906, págs. 6, 7.
DEBEMOS COMPADECERNOS DEL DESAFORTUNADO. Con demasiada frecuencia vemos en nuestros hijos la disposición de burlarse de los desafortunados. Pasa un pobre cojo o un pobre desequilibrado, y los jovencitos le hacen burla y hablan impropiamente de él. Esto es enteramente malo, y nunca debe existir este espíritu entre los hijos de los Santos de los Últimos Días. —C.R. de octubre, 1904, págs. 87, 88.
LA CARIDAD SE HA DE ACEPTAR SÓLO CUANDO SEA NECESARIO. Hay cosas como impulsar la ociosidad y fomentar la indigencia entre los hombres. No debe haber en los hombres y mujeres la disposición para aceptar caridad, a menos que se vean obligados a hacerlo para evitar el sufrimiento. Todo hombre y mujer debe poseer el espíritu de independencia, un espíritu de querer sostenerse a sí mismos, que los impulse a decir, cuando tengan necesidad: «Estoy dispuesto a dar mi trabajo a cambio de lo que usted me dé.» Ningún hombre debe sentirse satisfecho con recibir y no hacer nada al respecto. Después que un hombre se ve reducido a la pobreza y se ve obligado a recibir ayuda, y sus amigos se la dan, tal persona debe sentir que es una obligación que ha contraído y cuando el Señor le abra el camino, él deberá reponer la dádiva. Tal es el sentimiento que debemos cultivar en nuestro corazón, para que podamos convertirnos en un pueblo libre e independiente. La fomentación de cualquier otro sentimiento o espíritu contrario traerá como resultado la indigencia, y degradará y reducirá al hombre a la mendicidad, que es una condición muy lamentable en que tengan que vivir los hombres. Es lamentable que éstos piensen que el mundo les debe la vida, y que todo lo que tienen que hacer para lograrla es limosnear o hurtar. . .No me refiero al lisiado o a los que se hallan incapacitados a causa de su edad, porque considero a éstos desde otro punto de vista completamente distinto. Hay necesidad de que ellos vivan, y hay necesidad de que les ayudemos a tales; pero en este mundo no hay mucha carestía de hombres y mujeres que pueden y no quieren trabajar. —C.R. de abril, 1898, págs. 46-48.
CESAD DE DESPERDICIAR EL TIEMPO; CESAD DE SER OCIOSOS. En esta oportunidad quisiera decir a esta congregación que últimamente he sentido con mucha fuerza un deseo, una responsabilidad, podría decir, que descansa sobre mí, de amonestar a los Santos de los Últimos Días en todas partes que dejen de desperdiciar su tiempo precioso, que cesen toda ociosidad. Se ha dicho en las revelaciones que el ocioso en Sión no comerá el pan del trabajador, y es sumamente demasiado el tiempo —en algunas partes, no universalmente— es muchísimo el tiempo precioso que la juventud de Sión está desperdiciando, y aun tal vez algunos de los que son de mayor edad y experiencia, y quienes debían tener más cordura, en la imprudente, vana e infructuosa práctica de jugar a los naipes. Oímos de grupos que se reúnen acá o se reúnen allá para jugar a los naipes, y de tertulias donde los naipes son la diversión principal; y así se ha desperdiciado toda la noche. Todo el tiempo precioso de los que se juntan en reuniones de esta naturaleza, y que asciende a muchas horas, queda absolutamente perdido. Si no hubiera más que decir contra esta práctica, esto en sí debería ser suficiente para persuadir a los Santos de los Últimos Días a no dedicarse a tan imprudente e inútil pasatiempo.
Leed buenos libros. Aprended a cantar y a recitar y a conversar sobre temas que sean de interés para vuestras amistades; y en vuestras reuniones sociales, en lugar de perder el tiempo en prácticas insensatas que sólo conducen a la maldad y a veces a graves faltas y ofensas, en lugar de hacer esto, buscad conocimiento y entendimiento en los mejores libros. Leed historia; leed filosofía, si es vuestro deseo. Leed cualquier cosa que sea buena, que ennoblezca la mente y ensanche vuestra fuente de conocimiento, a fin de que quienes se asocien con vosotros se interesen en nuestra búsqueda de conocimiento y sabiduría.-C.R. de octubre, 1903, pág. 98.
LAS BENDICIONES DEL EVANGELIO VIENEN DEL TRABAJO. Nunca podemos lograr las bendiciones del evangelio si meramente nos familiarizamos con él, y luego nos sentamos y no hacemos nada para interrumpir la corriente de maldad que está descendiendo sobre nosotros y sobre el mundo. -C.R. de abril, 1900, pág. 40.
NO HAY LUGAR EN SIÓN PARA EL OCIOSO. No debe haber ociosos en Sión. Aun los pobres, a quienes sea necesario ayudar, deben estar dispuestos a hacer cuanto puedan para ganarse la vida. Ningún hombre o mujer debe sentirse conforme con sentarse para que lo alimenten, vistan o alojen, sin ningún esfuerzo por parte de él o ella para corresponder a estos privilegios. Todo hombre y mujer deben sentir algún grado de independencia de carácter que los estimule a hacer algo para ganarse la vida y no estar ociosos; porque se ha escrito que el ocioso no comerá el pan del trabajador y no habrá lugar para él entre nosotros. Por tanto, es necesario que seamos industriosos, que apliquemos inteligentemente nuestro trabajo a algo que sea productivo y que conduzca al bienestar de la familia humana. Dios nos ayude a hacer esto, es mi oración. Amén. —C.R. de abril, 1899, pág. 42; D. y C. 4242; 68:30; 75:29.
UN MENSAJE DE LOS SANTOS DE LOS ÚLTIMOS DÍAS A FAVOR DE LOS POBRES. La mayor parte de los lectores de la Era tal vez están bien enterados de la posición de los Santos de los Últimos Días en cuanto a los pobres. Sin embargo, hay algunos puntos que no son suficientemente claros a un número de nuestros amigos.
Dios ha mandado a este pueblo que se acuerde de los pobres y que contribuya a su sostén. Tal vez no hay otra comunidad que haya mostrado mejor disposición para obedecer este mandamiento, que los Santos de los Últimos Días. Lo han manifestado en lo pasado, y han estado muy bien dispuestos a dar de sus bienes para ayudar a los pobres y desafortunados, no sólo a los que están en medio de ellos, sino también a aquellos que viven en otras naciones y otros sitios de nuestro propio país. Jamás han escuchado en vano un grito de socorro; y esto no obstante el hecho de que a menudo han sufrido por causa de la opresión injusta y suma pobreza, en medio de las cuales han recibido poca simpatía, si acaso, y ninguna ayuda. Siempre han podido procurar por sí mismos, y además, han ayudado a otros.
Una de las misiones principales de la Iglesia es enseñar el evangelio de Cristo en el mundo. Tiene un mensaje importante que comunicar, el cual no sólo comprende la salvación espiritual de los hombres, sino también su bienestar temporal. No sólo enseña que es necesaria la fe, sino que también se requieren obras. La creencia en Jesús es santa y buena, pero debe ser esa clase de fe viviente que impele al creyente a labrar su propia salvación y a ayudar a otros a hacer lo mismo. No creemos en la caridad como negocio, sino más bien dependemos de la ayuda mutua. Aunque el mensaje del evangelio exige fe y arrepentimiento, también requiere que se satisfagan las necesidades temporales. De modo que el Señor ha revelado planes para la salvación temporal de la gente. Tenemos instituido el ayuno para el beneficio de los pobres, uno de cuyos fines principales, entre otras cosas, es proporcionar alimento y otras necesidades a los pobres, hasta que puedan ayudarse a sí mismos; porque es palpable que son deficientes los planes que sólo tienen por objeto aliviar la aflicción del momento. La Iglesia siempre ha procurado colocar a sus miembros en posición de ayudarse a sí mismos, más bien que adoptar los métodos de tantas instituciones caritativas de suplir únicamente las necesidades presentes. Cuando se retira o se agota esta ayuda, se debe proporcionar más de la misma fuente, y así los pobres se convierten en vividores y se les enseña el principio incorrecto de depender de la ayuda de otros, en lugar de sus propios esfuerzos. Este plan ha hecho independientes a los Santos de los Últimos Días dondequiera que se han establecido. Ha evitado la constante repetición de solicitar ayuda, y ha establecido condiciones permanentes por medio de las cuales la gente se ayuda a sí misma. Nuestro concepto de caridad, por tanto, es aliviar las necesidades del momento, y entonces colocar a los pobres en condición de ayudarse a sí mismos para que ellos a su vez puedan ayudar a otros. Los fondos se ponen en manos de hombres sabios para su distribución, generalmente los obispos de la Iglesia, cuyo deber es velar por los pobres.
Recomendamos a las iglesias del mundo el plan equitativo del Señor de un día de ayuno como el medio prudente y sistemático de ayudar a los pobres. Digo equitativo, porque da la oportunidad de contribuir mucho o poco, de acuerdo con la posición y categoría del contribuyente; y además, ayuda al que da como al que recibe. Si las iglesias adoptaran el día de ayuno mensual que universalmente observan los Santos de los Últimos Días, y dedicaran lo que se recoge en ese día para el alivio, bendición y beneficio de los pobres, y con la mira de ayudarlos a que se ayuden a sí mismos, dentro de poco no habría pobres en el país.
Sería cosa sencilla que la gente cumpliera este requisito de abstenerse de comer y beber un día de cada mes, y consagrar a los pobres lo que se habría de consumir durante el día, y lo que quisieran agregar sobre esto. El Señor ha instituido esta ley; es sencilla y perfecta, está basada en la razón y en la inteligencia, y no sólo proporcionaría una solución al asunto de ayudar a los pobres, sino redundaría en beneficio de quienes observaran la ley. Llamaría la atención al pecado de la glotonería, sujetaría el cuerpo al espíritu y de esta manera ayudaría a la comunión con el Espíritu Santo, y aseguraría una fuerza y poder espirituales que los habitantes de la nación tanto necesitan. En vista de que el ayuno siempre debe ir acompañado de la oración, esta ley acercaría al pueblo más a Dios y apartaría sus pensamientos, por lo menos una vez al mes, de la desenfrenada carrera de los mundanos y causaría que entraran en contacto inmediato con la religión práctica, pura y sin mancha, de visitar a los huérfanos y a las viudas y conservarse libres de las manchas del mundo. Porque la religión no sólo consiste en creer en los mandamientos, sino en cumplirlos. Agradaría a Dios que los hombres no solamente creyesen en Jesucristo y sus enseñanzas, sino que ensancharan su creencia al grado de hacer las cosas que El enseña, y hacerlas en el espíritu.
Ciertamente El enseñó el ayuno, la oración y la ayuda de unos a otros. No hay mejor manera de comenzar que ayunando, orando a Dios y sacrificando bienes para los pobres. Esta ley combina la creencia y la práctica, la fe y las obras, sin las cuales no se puede salvar ni el armenio, ni el Santo de los Últimos Días, ni el judío, ni el gentil.
Cuando se pide ayuda a los Santos de los Últimos Días, siempre están dispuestos a corresponder; pero también tenemos que llevar a cabo nuestra misión de predicar el evangelio, establecer la paz, procurar lo necesario y fomentar la felicidad en el país; y nuestros miembros han aprendido, por medio de los mandamientos de Dios, que han de sostenerse a sí mismos, y ahora están tratando de ayudar a otros a hacer lo mismo. Siempre se están ayudando el uno al otro, y raras veces se puede encontrar entre ellos personas pobres que no estén recibiendo atención. Son prácticamente independientes y pueden llegar a serlo totalmente, adhiriéndose más estrictamente a la ley del Señor. Creemos que si otras comunidades adoptaran los planes de consagración, ayuno y diezmos que el Señor ha revelado a los Santos de los Últimos Días, y los llevaran a la práctica en el espíritu, con fe y obras, la pobreza y la mendicidad se reducirían notablemente o serían vencidas por completo. Se proporcionarían oportunidades para que todos pudieran encontrar trabajo, y de ese modo sostenerse a sí mismos; y se obedecería el otro mandamiento del Señor: «No serás ocioso; porque el ocioso no comerá el pan ni usará la ropa del trabajador». —Improvement Era, tomo 10, págs. 831-833.
























