Capitulo 15
Los Múltiples deberes del Hombre
EL OBJETO DE LA EXISTENCIA DEL HOMBRE. El objetivo por el cual estamos aquí es el de hacer la voluntad del Padre como se hace en los cielos, obrar justicia en la tierra, subyugar la iniquidad y ponerla debajo de nuestros pies, triunfar sobre el pecado y del adversario de nuestras almas, sobreponernos a las imperfecciones y debilidades de la pobre humanidad caída —por la inspiración de Dios Omnipotente y su poder que se ha manifestado— y de este modo verdaderamente llegar a ser los santos y siervos del Señor en la tierra. —C.R. de abril, 1902, pág. 85.
TRATAMOS CON EL SEÑOR. Se trata de nuestra fe y conciencia; no estáis tratando conmigo, no con la presidencia de la Iglesia, sino con el Señor. Yo no estoy tratando con los hombres en lo que respecta a mis diezmos, mis tratos son con el Señor, es decir, en lo relativo a mi propia conducta en la Iglesia como pagador de diezmos, y con respecto a mi observancia de las otras leyes y reglamentos de la Iglesia. Si dejo de observar las leyes de la Iglesia, soy responsable ante mi Dios, y con el tiempo tendré que responderle por mi negligencia en cuanto a mi deber, y tal vez tenga que responder a la Iglesia por mi comportamiento como miembro. Si cumplo con mi deber, de acuerdo con mi entendimiento de las cosas que el Señor me ha requerido, entonces he de tener una conciencia libre de ofensas; debo tener satisfacción dentro de mi alma, consciente de que sencillamente he cumplido con mi deber como yo lo entiendo, y me arriesgaré a las consecuencias. En cuanto a mí, es asunto entre el Señor y yo; así es con cada uno de vosotros. —C.R. de abril, 1911, pág. 6.
NECESIDAD DE QUE TODOS CUMPLAN SU MISIÓN. Aquel que envió a su Hijo Unigénito al mundo para llevar a cabo la misión que efectuó, también envió a toda alma al alcance de mi voz, y por cierto, a todo hombre y mujer en el mundo, para que cumpla una misión, la cual no se puede realizar con negligencia, ni con indiferencia, ni puede llevarse a efecto en la ignorancia. Debemos aprender nuestro deber, aprender lo que el Señor requiere de nuestras manos y entender las responsabilidades que ha colocado sobre nosotros. Debemos aprender la obligación que tenemos ante Dios y unos con otros, y la que tenemos en cuanto a la causa de Sión que se ha restaurado a la tierra en los postreros días. Estas cosas son esenciales y no podemos prosperar en las cosas espirituales, no podemos aumentar en conocimiento ni entendimiento, nuestras mentes no pueden ensancharse en el conocimiento de Dios, ni en prudencia, ni en los dones del Espíritu Santo, a menos que dediquemos nuestros pensamientos y esfuerzos a nuestro propio mejoramiento, al aumento de nuestra propia sabiduría y conocimiento en las cosas de Dios.
Trabajamos día tras día por la comida que perece, y sólo dedicamos unas cuantas horas, comparativamente, a tratar de obtener el pan de vida. Fijamos nuestros pensamientos en gran manera sobre las cosas del mundo, las cosas que perecen, por lo que propendemos a desatender los deberes más altos que descansan sobre nosotros como hijos de nuestros padres, y a olvidar, hasta cierto punto, las obligaciones mayores que pesan sobre nosotros. Por tanto, es propio y de hecho llega a ser un deber para aquellos que han sido colocados como atalayas en las torres de Sión, exhortar al pueblo a la diligencia, a la oración, a la humildad, al amor de la verdad que les ha sido revelada y a una dedicación sincera a la obra del Señor, que tiene como objeto su salvación individual y también, al grado que puedan influir en otros, la salvación de aquellos a quienes pueden persuadir a caminar en la dirección acertada —no que yo pueda salvar a hombre alguno, ni que hombre alguno pueda salvar a otro o habilitarlo para la exaltación en el reino de Dios. No se me concede hacer esto por otros, ni le es concedido a ningún hombre ser un Salvador en este respecto, o de esta manera, para con sus semejantes; pero los hombres pueden dar el ejemplo, pueden instar los preceptos del evangelio. Los hombres pueden proclamar la verdad a otros e indicarles la vía por la cual han de andar, y si escuchan su consejo, prestan atención a sus amonestaciones y las siguen, ellos mismos buscarán el camino de vida y andarán en él y lograrán su exaltación para sí mismos. De manera que la obra que el Señor requiere de nosotros es una labor individual y pesa sobre cada persona igualmente. Ningún hombre puede salvarse en el pecado en el reino de Dios; ningún hombre jamás será perdonado de sus pecados por el justo Juez, si no se arrepiente de ellos. Ningún hombre podrá estar libre del poder de la muerte, a menos que nazca otra vez, como lo ha decretado el Señor Omnipotente y declarado al mundo por boca de su Hijo en el meridiano de los tiempos, y como nuevamente lo ha declarado en esta dispensación por conducto del Profeta José Smith. Los hombres pueden salvarse y ser exaltados en el reino de Dios únicamente en la rectitud, por tanto, debemos arrepentimos de nuestros pecados y andar en la luz como Cristo está en la luz, a fin de que su sangre nos limpie de todo pecado, y podamos tener confraternidad con Dios y recibir su gloria y exaltación. —C.R. de octubre, 1907, pág. 4.
DIOS HONRA A QUIENES LO HONRAN. Aun cuando el Señor me probase, reteniéndome sus bendiciones y haciéndome beber hasta las heces la amarga copa de la pobreza, tal cosa no debería afectarme. El punto es, ¿cuál es la ley de Dios? Y si yo conozco esa ley, mi deber es obedecerla, aunque padezca la muerte como consecuencia. Más de un hombre ha ido a la hoguera por su obediencia, según él creía, a los mandamientos de Dios. Ninguno de los discípulos antiguos que Jesucristo escogió escaparon del martirio, salvo Judas y Juan. Judas traicionó al Señor y entonces se quitó la vida; y Juan recibió del Señor la promesa de que viviría hasta que El volviera de nuevo a la tierra. Todos los demás padecieron la muerte, unos crucificados, unos arrastrados en las calles de Roma, otros arrojados desde lo alto de las torres y otros apedreados. ¿Por qué? Por obedecer la ley de Dios y dar testimonio de lo que sabían que era verdad. Así puede ser hoy; pero penetre en mi alma el espíritu de este evangelio a tal grado, que aunque pase por pobrezas, tribulación, persecución o muerte, podamos yo y mi casa servir a Dios y obedecer sus leyes. Sin embargo, se ha prometido que seréis bendecidos mediante la obediencia. Dios honra a quienes lo honran, y se acordará de quienes se acuerden de Él. El apoyará y sostendrá a cuantos defiendan la verdad y le sean fieles. Dios nos ayude, pues, a ser fieles a la verdad ahora y para siempre. —C.R. de abril, 1900, págs. 49, 50.
CUALIDADES DE LOS SANTOS DE LOS ÚLTIMOS DÍAS. Todos necesitamos paciencia, indulgencia, disposición para perdonar, humildad, caridad, amor no fingido, devoción a la verdad, aborrecimiento del pecado y la iniquidad, y de la rebelión y desobediencia a los requisitos del evangelio. Estas son las cualidades que se requieren a los Santos ^ de los Últimos Días, y para que puedan llegar a ser Santos de los Últimos Días, miembros acreditados de la Iglesia de Jesucristo y herederos de Dios y coherederos con Jesucristo. Ningún miembro acreditado de la Iglesia será borracho, o disoluto, o blasfemo, ni se aprovechará de su hermano o vecino, ni violará los principios de verdad, honor y rectitud. Ningún miembro acreditado de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días será culpable de ofensas como éstas, porque evitará estas maldades y vivirá para sobreponerse a estas cosas. Luego tenemos una misión en el mundo: todo hombre y mujer, todo niño que ha llegado a la edad de entendimiento o a la edad de responsabilidad, deben ser un ejemplo al mundo. No sólo deben estar capacitados para predicar la verdad y dar testimonio de ella, sino que deben vivir de tal manera que la vida misma que lleven, las palabras mismas que hablen, cada acto mismo de su vida serán un sermón a los incautos y a los ignorantes, enseñándoles bondad, pureza, rectitud, fe en Dios y amor por la familia humana. —C.R. de abril, 1916, págs. 6,7.
PERFECCIÓN EN NUESTRA ESFERA. Sinceramente espero que el espíritu de la conferencia permanezca con nosotros, nos acompañe a nuestros hogares y podamos continuar edificando sobre los fundamentos del evangelio del Hijo de Dios hasta que lleguemos a ser perfectos, aun como nuestro Padre que está en los cielos es perfecto, de conformidad con la esfera e inteligencia en que obremos y poseamos. No espero que ninguno de nosotros lleguemos jamás, en la carne a ser tan perfectos como Dios lo es; pero en las esferas en que se nos llame a obrar, y de acuerdo con la capacidad y la porción de inteligencia que poseamos, en nuestra esfera y en el ejercicio del talento, habilidad e inteligencia que Dios nos ha dado, nosotros podemos llegar a ser tan perfectos en nuestra esfera como Dios es perfecto en su esfera más elevada y exaltada. Esto yo lo creo. —C.R. de abril, 1915, pág. 140.
VIVA TODO HOMBRE DE TAL MANERA QUE PUEDA PASAR LA INSPECCIÓN MÁS MINUCIOSA. Viva todo hombre de tal manera que su carácter pueda pasar la inspección más minuciosa y pueda examinarse como un libro abierto, a fin de que no tenga nada de qué esconderse o avergonzarse. Vivan de tal manera aquellos que son colocados en puestos de confianza en la Iglesia, que ningún hombre pueda señalar sus faltas, porque no las tendrán; para que ningún hombre pueda acusarlos justamente de malas obras, porque no harán mal; para que ningún hombre pueda señalar sus defectos como «humanos» y «débiles mortales», porque estarán viviendo de acuerdo con los principios del evangelio y no serán meramente «débiles criaturas humanas» desprovistas del Espíritu de Dios y del poder para sobreponerse al pecado. Tal es la manera en que todos los hombres deben vivir en el reino de Dios. – CR.de octubre, 1906, págs. 9, 10.
LA NECESIDAD DE RESPONSABILIDAD INDIVIDUAL. Hay peligro que los hombres y las mujeres lleguen a la conclusión de que por haber cumplido fielmente con sus responsabilidades públicas, ya han hecho todo lo que les es requerido. Los requisitos públicos cambian; las demandas del público varían con el tiempo: a veces son estrictas y en otras ocasiones muy laxas. El sentimiento público llega a ser voluble y con frecuencia se muestra apático hacia la conducta de aquellos que se aprovechan de la indiferencia pública a la violación de la ley. La responsabilidad individual se preocupa más por los deberes que los hombres tienen para con su Dios, cuyos requisitos son positivos y constantes. Cuando los hombres sienten que están constantemente bajo la mirada de un Ojo que todo lo ve, su conducta se acomoda a los términos más estrictos. No están sujetos a las fallas del sentimiento público.
La primera y más alta norma de la vida recta se encuentra en esa responsabilidad que conserva rectos a los hombres por amor a la verdad. No es difícil que los hombres que son fieles a sí mismos sean fieles a otros. Los hombres que honran a Dios en su vida privada no necesitan la presión de la opinión pública, que no sólo puede ser indiferente sino estar completamente en el error. Es por medio de las responsabilidades individuales que los hombres sienten que pueden colocarse del lado correcto de todo asunto público. Aquellos que desatienden la vida interior dependen de la orientación pública, la cual los conduce a todo género de incongruencias.
El deber individual de todo Santo de los Últimos Días es andar con seguridad y constancia, sin confiar en el brazo de la carne. Tal deber llega a ser una responsabilidad que los hombres contraen consigo mismos y con su Dios. Los miembros deben estudiar sus responsabilidades, públicas así como individuales, y determinar, si es que pueden, precisamente lo que éstas son. —Juvenile Instructor, tomo 44, pág. 519 (diciembre de 1909).
CONQUISTÉMONOS A NOSOTROS MISMOS PRIMERO. Me siento muy agradecido por la excelente paz y espíritu que han hecho sentir en todas nuestras reuniones. Es cierto que todos estamos participando en una lucha, y todos debemos ser guerreros valientes en la causa que defendemos. Descubriremos que nuestro primer enemigo está dentro de nosotros mismos. Conviene vencer a este enemigo primero y sujetarnos a la voluntad del Padre y a una obediencia estricta de los principios de vida y salvación que Él ha dado al mundo para la salvación de los hombres. Cuando hayamos triunfado de nosotros mismos, convendría que emprendiéramos la guerra exteriormente contra las falsas enseñanzas, las falsas doctrinas, las falsas costumbres, hábitos y maneras; contra el error, la incredulidad, las necedades del mundo que son prevalecientes, y contra la infidelidad, la ciencia falsa que se hace pasar por el nombre de ciencia y toda otra cosa que combate los fundamentos de los principios expuestos en la doctrina de Cristo para la redención de los hombres y la salvación de sus almas. —C. R. de octubre, 1914, pág. 128.
CONQUISTÉMONOS A NOSOTROS MISMOS. Conquistémonos a nosotros mismos, y de allí vayamos y conquistemos a toda la maldad que veamos alrededor de nosotros, hasta donde podamos. Y lo haremos sin recurrir a la violencia; lo haremos sin intervenir en el albedrío de los hombres o de las mujeres. Lo haremos por medio de la persuasión, la longanimidad, la paciencia, el deseo de perdonar, el amor no fingido, y con esto conquistaremos el corazón, el afecto y las almas de los hijos de los hombres a la verdad cual Dios nos la ha revelado. Nunca tendremos paz, ni justicia, ni verdad, hasta que la busquemos en la única fuente verdadera, y la recibamos del manantial. —C.R. de octubre, .1906, pág. 129.
LA CARIDAD ES EL PRINCIPIO MAYOR. La caridad o amor es el principio mayor que existe. Si podemos extender la mano al oprimido, si podemos ayudar a los que están acongojados y tristes, si podemos elevar y aliviar la condición del género humano, es nuestra misión llevarlo a efecto, es parte esencial de nuestra religión realizarlo. —C.R. de abril, 1918, pág.4.
BUSQUEMOS LO BUENO; NO LO MALO. Cambiad el enfoque de vuestra visión y de vuestros ojos, para no fijar la vista en lo malo sino fijar la vista en lo que es bueno, lo que es puro, y guiar e impulsar a quienes yerran hacia ese camino donde no hay error y en cual no se admiten equívocos. Buscad lo bueno en los hombres, y si no lo poseen, procurad edificarlo en ellos; tratad de aumentar lo bueno que hay en ellos; buscad lo bueno, edificad y sostened lo bueno, y hablad lo menos que podáis acerca de lo malo. Nada se logra con magnificar lo malo, con publicarlo o promulgarlo de palabra o por escrito. Nada se logra con ello; es mejor sepultar lo malo, magnificar lo bueno o impulsar a todos los hombres a que abandonen lo malo y aprendan a hacer lo bueno; y sea nuestra misión salvar al género humano, y enseñar y guiar por las vías de la justicia, y no sentarnos como jueces para juzgar a los que hacen mal, sino más bien seamos salvadores de los hombres. —C.R. de abril, 1913, pág. 8.
JUZGÚESE A LOS HOMBRES POR SUS HECHOS NOBLES. Una fuente fructífera de apostasía en la Iglesia consiste en la tendencia, por parte de los que se apartan, de considerar los pequeños errores de sus oficiales, cometidos en su mayoría sin intención, en vez de las obras de mayor extensión e importancia que forman parte de su experiencia. Los jóvenes en quienes hay tal propensión, se desvían de la infinita verdad del evangelio y del potente plan de salvación, los eternos propósitos de Dios, para censurar y criticar quisquillosamente los hechos insignificantes y las realizaciones imperfectas de los hombres, juzgando la magnitud inspiradora de lo anterior por los desagradables y aburridos detalles de lo posterior. Podrían desaparecer por completo muchas de las graves molestias de la vida comunal entre los miembros, si los hombres buscaran las grandes y nobles aspiraciones que impulsan a sus prójimos, más bien que las incidencias imperfectas que ponen al desnudo sus diminutas debilidades. Los que desean progresar en el mundo evitarán los pensamientos que destruyen el alma y constriñen la mente, y dedicarán los días que se les concedan —y se descubrirá que no son demasiado numerosos— a estudiar los temas más importantes, nobles y grandes que tienden a edificar el buen carácter, proporcionar la felicidad y establecer la armonía con los potentes propósitos de la Iglesia y su fundador, el Señor Jesucristo.
Juzguemos a nuestros hermanos por sus mejores deseos y más nobles aspiraciones, no por sus insignificantes debilidades y fracasos. Juzgamos la majestad de una cordillera por sus cumbres más elevadas, y no por sus pequeños montículos, elevaciones ondulantes, barrancas o pequeños desfiladeros. Del mismo modo juzguemos a nuestros semejantes y a la Iglesia. Es la mejor manera. —Improvement Era, tomo 5, pág. 388 (marzo de 1902).
SOSTENGÁMONOS EL UNO AL OTRO. Sostengamos a Cristo, a su pueblo y a su causa de justicia y redención; sostengámonos unos a otros en la rectitud y amonestémonos bondadosamente los unos a los otros en lo concerniente a las malas acciones, a fin de que seamos amigos y salvadores sobre el monte de Sión, el uno al otro, y podamos ayudar a los débiles y fortalecerlos, animar a los que dudan y traer luz a su recta comprensión hasta donde podamos, para que seamos instrumentos en las manos de Dios y salvadores entre los hombres. No que tengamos el poder para salvar a los hombres; eso no, pero sí tenemos el poder para mostrarles cómo pueden lograr la salvación mediante la obediencia a las leyes de Dios. Podemos mostrarles cómo deben andar a fin de salvarse, porque tenemos el derecho de hacerlo, tenemos el conocimiento y entendimiento en cuanto a la manera de lograrlo, y es nuestro el privilegio de enseñarlo y ponerlo en vigor por medio del ejemplo, así como por el precepto, entre aquellos con quienes nos asociamos dondequiera que estemos en el mundo. —C.R. de octubre, 1907, págs. 9, 10.
NO ABRIGUÉIS MALOS SENTIMIENTOS UNOS CONTRA OTROS. Hermanos y hermanas, queremos que seáis unidos. Esperamos y rogamos que podáis volver a casa de esta conferencia sintiendo en vuestro corazón, y desde lo más profundo de vuestra alma, el deseo de perdonaros el uno al otro, y desde hoy en adelante nunca abrigar malos sentimientos contra otro de nuestros semejantes. No me interesa que sea o no sea miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días; que sea amigo o enemigo; que sea bueno o malo. Es de sumo perjuicio para el hombre que posee el sacerdocio y goza del don Espíritu Santo abrigar un espíritu de envidia, de mala voluntad, o de represalias o de intolerancia para con sus semejantes o en contra de ellos. Debemos decir en nuestro corazón: Juzgue Dios entre tú y yo, pero en cuanto a mí, yo perdonaré. Quiero deciros que los Santos de los Últimos Días que abrigan en su alma el sentimiento de no perdonar son más culpables y más censurables que aquel que ha pecado en contra de ellos. Volved a casa y depurad la envidia y el odio de vuestro corazón; expulsad el sentimiento de no querer perdonar; y cultivad en vuestras almas ese espíritu de Cristo que clamó en la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.» Ese es el espíritu que los Santos de los Últimos Días deben poseer todo el día. El hombre que tiene este espíritu en su corazón y lo conserva, jamás tendrá dificultades con sus vecinos; no tendrá que llevar problemas ante el obispo ni el sumo consejo, antes siempre estará en paz consigo mismo, con sus vecinos y en paz con Dios. Buena cosa es estar en paz con Dios. —C.R. de octubre, 1902, págs. 86, 87.
HONRAOS A VOSOTROS MISMOS Y A VUESTROS PRÓJIMOS. Amonestamos y rogamos a nuestros hermanos y hermanas en el evangelio de Jesucristo, a no sólo honrarse a sí mismos mediante un curso recto en su manera de vivir, sino a honrar a su prójimo también, y amarlos y ser caritativos con ellos, todos y cada uno. Os amonestamos a no sólo obedecer el mayor de todos los mandamientos que Dios ha dado al hombre, de amar al Señor vuestro Dios con todo vuestro corazón y mente y fuerza, sino que os exhortamos a que también observéis la segunda ley, que es semejante, de amar a vuestros prójimos como a vosotros mismos: devolviendo bien por mal, no ultrajando a otros porque sois o podéis ser ultrajados. No tenemos necesidad de derribar las casas de otros (utilizando esta expresión como símbolo). Estamos perfectamente de acuerdo en que vivan en las casas que han construido para sí mismos, y trataremos de enseñarles una manera mejor. Aun cuando no condenaremos lo que aman y estiman más que todas las cosas del mundo, trataremos de mostrarles una manera superior y les edificaremos una casa mejor y entonces los invitaremos con bondad, con el Espíritu de Cristo, del verdadero cristianismo, a que entren en esa casa mejor. Tal es el principio, y deseo inculcarlo en vosotros esta mañana. Deseo recalcar en los pensamientos de los padres, si puedo, la necesidad de instruir y enseñar debidamente a sus hijos en lo referente a este principio glorioso de caridad y amor; ese amor hacia nuestro prójimo que nos hará estimar sus derechos en forma tan sagrada como nosotros estimamos los nuestros, defender los derechos y libertades de nuestro prójimo como defenderíamos nuestros propios derechos y libertades, reponer la barrera caída en el cerco de nuestros vecinos que por descuido han olvidado, tal como repondríamos la barrera de los cercos que rodean nuestros propios campos para proteger nuestras cosechas de los destrozos de animales extraviados. —C.R. de abril, 1917, pág. 4.
EVITEMOS LOS LITIGIOS. Reconciliémonos unos con otros. No llevéis litigios a los tribunales de la Iglesia o del país. Allanad vuestras propias dificultades y problemas, y como solía decir el obispo Hunter—y es un axioma que no se puede impugnar— que sólo hay una manera en que realmente se puede arreglar una dificultad que existe entre hombre y hombre, y consiste en reunirse y resolverla entre sí. Los tribunales no pueden allanar dificultades entre mí hermano y yo. —C.R. de octubre, 1916, págs. 6, 7.
VIVAMOS CONFORME A NUESTRA RELIGIÓN. Ahora diré a todos los Santos de los Últimos Días: Vivamos conforme a nuestra religión; paguemos nuestros diezmos y seamos bendecidos; recordemos a los pobres y necesitados, y sostengámoslos y ayudémosles; visitemos a los enfermos y afligidos y administrémosles consuelo; ayudemos a los débiles; hagamos cuanto esté a nuestro alcance para edificar a Sión, establecer la justicia en la tierra y plantar en el corazón de los hombres la verdad gloriosa de que Jesús es el Cristo, el Redentor del mundo, que José Smith es un profeta del Dios viviente, y que el Señor lo levantó en estos últimos días para restaurar el evangelio eterno y el poder del santo sacerdocio al mundo. —C.R. de octubre, 1902, pág. 88.
SEAMOS FIRMES EN LA FE. Debemos dar el ejemplo; debemos ser fieles a la fe, como nos lo canta el hermano Stephens, firmes en la fe. Debemos ser fieles a nuestros convenios, fieles a nuestro Dios, fieles el uno al otro y a los intereses de Sión, pese a las consecuencias, pese a los resultados. Puedo deciros que el hombre que no es fiel a Sión y a los intereses de su pueblo es aquel que con el tiempo se le hallará desechado y en una lamentable condición espiritual. El hombre que se conserva dentro del reino de Dios, que es fiel a su pueblo, que se conserva puro y sin mancha del mundo, es el hombre que Dios aceptará, apoyará y sostendrá, y será el hombre que prosperará en la tierra, bien sea que esté disfrutando de su libertad o se encuentre encerrado en una celda, no importa dónde esté, le irá bien. — C.R. de octubre, 1906, pág. 9.
LOS DEBERES EN LA IGLESIA SON SUPREMOS. Opino que nuestros deberes en la Iglesia deben estar sobre todo otro interés en el mundo. Es cierto que tenemos la necesidad de velar por nuestros intereses mundanos. Es necesario, desde luego, que trabajemos con nuestras manos y cerebros en nuestras diversas ocupaciones para obtener las cosas necesarias de la vida. Es esencial que los Santos de los Últimos Días sean industriosos y perseverantes en todas las obras que pesan sobre ellos, porque está escrito que «los habitantes de Sión también han de recordar sus tareas con toda fidelidad, porque se tendrá presente al ocioso ante el Señor». También está escrito: «Sea diligente cada cual en todas las cosas. No habrá lugar en la iglesia para el ocioso, a no ser que se arrepienta y enmiende sus maneras.» También: «No serás ocioso; porque el ocioso no comerá el pan ni vestirá la ropa del trabajador.» Sin embargo, en todas nuestras tareas en la vida, en todos los afanes que nos inquietan y las responsabilidades temporales que descansan sobre nosotros, debemos anteponer la causa de Sión en nuestros pensamientos y darle el primer lugar en nuestra estimación y amor, pues de hecho es la causa de la verdad y la justicia. —C.R. de octubre, 1907, pág. 2. Véase D. y C. 42:42; 68:30; 75:29.
DEBEMOS ESTUDIAR EL EVANGELIO. Me parece bueno buscar conocimiento de los mejores libros, conocer la historia de las naciones, poder comprender los propósitos de Dios con referencia a las naciones de la tierra; y creo que una de las cosas más importantes tal vez más importante para nosotros que estudiar la historia del mundo, es que estudiemos los principios del evangelio y nos familiaricemos con ellos, a fin de que se establezcan en nuestro corazón y alma, sobre todas las cosas, y nos habiliten para salir al mundo a predicarles y enseñarles. Podremos saber todo lo concerniente a la filosofía de las edades y la historia de las naciones de la tierra; podremos estudiar la sabiduría y conocimiento del hombre y adquirir cuanta información podamos lograr en una vida de investigación y estudio; pero la acumulación de todas estas cosas jamás habilitará a uno para llegar a ser ministro del evangelio, a menos que tenga el conocimiento y espíritu de los primeros principios del evangelio de Jesucristo. —C.R. de abril, 1915, pág. 138.
ALENTAD EL CANTO. Mi corazón se deleita en ver a nuestros niños pequeños aprender a cantar, y en ver a los miembros, nuestros miembros en todas partes, mejorar su talento como buenos cantores. Dondequiera que vamos entre nuestro pueblo encontramos voces dulces y talento musical. Creo que esto es para nosotros una manifestación del propósito del Señor en este respecto en cuanto a nuestro pueblo, para que sobresalga en estas cosas, así como debe sobresalir en toda otra cosa buena. —C.R. de abril, 1904, pág. 81.
CULTIVAD EL CANTO. Recuerdo haber oído cantar a mi padre cuando yo era niño. No sé si era bueno para cantar o no, porque en aquel tiempo yo no era capaz de juzgar la calidad de su voz, pero me familiaricé con los himnos que él cantaba en los días de mi niñez. Creo que todavía puedo cantarlos, aunque no tengo muy buena voz. Cuando los jóvenes salgan al mundo para predicar el evangelio, descubrirán que les será de mucha utilidad saber cómo cantar los himnos de Sión. Repito la amonestación y solicitud del hermano McMurrin, que recientemente ha vuelto de una extensa misión en Europa, referente a que los jóvenes que están capacitados para predicar el evangelio y que probablemente serán llamados al campo de la misión, empiecen desde hoy a mejorar su habilidad para cantar, y que no lo tomen como ofensa a su dignidad formar parte de los coros de los barrios donde viven y aprender a cantar. Cuando oímos a este coro bajo la dirección del hermano Stephens, escuchamos música; y la música es verdad. La buena música es una alabanza de gracia a Dios. Es deleitable al oído y es uno de nuestros métodos más aceptables de adorar a Dios; y los que cantan en el coro, así como en todos los coros de los miembros, deben cantar con el espíritu y con el entendimiento. No deben cantar meramente porque es una profesión y porque tienen buena voz, sino que también deben cantar porque tienen el espíritu de la música, y así pueden entrar en el espíritu de la oración y alabanza a Dios, quien les dio sus dulces voces. Mi alma siempre se eleva y mi espíritu se alegra y se consuela al oír buena música. Verdaderamente me regocijo mucho en ella. —C.R. de octubre, 1899, págs. 68, 69.
LIBRAOS DE LAS DEUDAS. Uno de estos temas es que, en épocas de prosperidad como la que ahora estamos disfrutando, es sumamente conveniente que los Santos de los Últimos Días liquiden sus deudas. He instado incesantemente este concepto en los hermanos todo el año pasado o por más tiempo. Dondequiera que he tenido la oportunidad de hablar, casi nunca he olvidado indicar al pueblo la necesidad —que por lo menos yo siento— de liquidar nuestras obligaciones y librarnos de las deudas en el día de la prosperidad. Nuestra experiencia en años pasados debe habernos llevado a la conclusión de que tenemos períodos de prosperidad seguidos de períodos de depresión.
Ahora hemos tenido un largo tiempo de éxito y prosperidad, y podemos esperar, casi en cualquier momento, que cambien estas condiciones y se extienda por el país y entre el pueblo una época de crisis económica. Yo diría, en relación con este tema, que una de las mejores maneras que yo sé de pagar mis obligaciones a mi hermano, mi prójimo, mi socio en cualquier negocio, consiste en pagar mis obligaciones al Señor primeramente. Puedo liquidar un número mayor de mis deudas con mis vecinos, si las he contraído, después de haber cumplido con mis obligaciones honradas con el Señor, que si las desatiendo; y vosotros podéis hacer lo mismo. Si deseáis prosperar y ser hombres y mujeres libres, y un pueblo libre, cumplid primeramente con vuestras obligaciones justas con Dios, y en seguida liquidad vuestras deudas con vuestro prójimo. El obispo Hunter solía expresar el asunto en estas palabras: «Hermanos, pagad vuestros diezmos y sed bendecidos»; y a esto es precisamente a lo que me refiero. —C.R. de abril, 1903, pág. 2.
LO QUE EL SEÑOR REQUIERE DE SUS SANTOS. Hay una circunstancia relatada en las Escrituras que mi mente evocó con alguna fuerza, mientras escuchaba las palabras de los élderes que nos han hablado durante la conferencia. Un joven vino a Jesús y preguntó cuáles eran las cosas buenas que debía hacer para lograr la vida eterna. Jesús le dijo: «Guarda los mandamientos.» El joven le preguntó cuáles, y entonces Jesús le enumeró algunos de los mandamientos que había de guardar: no debía matar, ni cometer adulterio, ni hurtar, o decir falso testimonio, sino que debía honrar a su padre y a su madre, amar a su prójimo como a sí mismo, etc. Respondió el joven: «Todo esto lo he guardado desde mi juventud. ¿Qué más me falta?» Jesús le dijo: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme.» Y nos es dicho que el joven se apartó triste, porque tenía muchas posesiones. No quiso escuchar ni obedecer la ley de Dios en este particular. No que Jesús le requirió que fuera y vendiera todo lo que poseía y lo repartiera; ése no es el principio en cuestión. El gran principio que encierra es el que los élderes de Israel están tratando de inculcar en la mente de los Santos de los Últimos Días hoy. Cuando el joven se fue triste, Jesús dijo a sus discípulos: «Difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos» (Véase Mateo 19:16-23).
¿Se debe a que el rico es rico? No. ¿No puede el rico, que tiene la luz de Dios en su corazón, que posee el principio y el espíritu de verdad y que entiende el principio del gobierno y la ley de Dios en el mundo, entrar en el reino de los cielos tan fácilmente, y ser tan aceptado allí, como el pobre? Precisamente, Dios no hace acepción de personas. El rico puede entrar en el reino de los cielos tan libremente como el pobre, si sujeta su corazón e inclinaciones a la ley de Dios y al principio de la verdad; si pone su afecto en Dios, su corazón en la verdad y su alma en el cumplimiento de los propósitos de Dios, y no pone su afición y esperanzas en las cosas del mundo. En esto estriba la dificultad, y esto fue lo que pasó con el joven. Tenía muchas posesiones, y prefirió confiar en sus riquezas más bien que abandonar todo y seguir a Cristo. Si hubiese tenido en su corazón el espíritu de verdad para haber conocido la voluntad de Dios y haber amado el Señor con todo su corazón, y a su prójimo como a sí mismo, habría dicho al Señor: «Sí, Señor, haré lo que tú pides; iré y venderé todo lo que tengo y lo daré a los pobres.» Si hubiese tenido en el corazón la intención de hacer tal, quizá esto habría sido suficiente y la demanda probablemente habría cesado allí; porque indudablemente el Señor no lo consideraba esencial que fuera y repartiera todas sus riquezas, o que vendiera sus posesiones y regalara el producto, a fin de poder ser perfecto, porque en un sentido, tal cosa habría sido falta de providencia. Sin embargo, si se le requería hacer aquello para probarlo, para ver si amaba al Señor con todo su corazón, mente y fuerza, y a su prójimo como a sí mismo, entonces debía haber estado dispuesto a hacerlo; y en tal caso, no le habría faltado nada y habría recibido el don de vida eterna, que es el máximo de los dones de Dios, y el cual no se puede recibir de acuerdo con ningún otro principio sino el que Jesús mencionó al joven. Si leéis el sexto Discurso Sobre la Fe en el libro de Doctrinas y Convenios, veréis que ningún hombre puede obtener el don de vida eterna a menos que esté dispuesto a sacrificar todas las cosas terrenales para obtenerla. No podemos hacer esto en tanto que nuestros intereses estén puestos en el mundo.
Es verdad que hasta cierto punto somos de la tierra, terrenos; pertenecemos al mundo. Nuestro afecto y alma están aquí, nuestros tesoros están aquí, y donde está el tesoro, allí se encuentra el corazón. Sin embargo, si nos hacemos tesoros en los cielos, si desprendemos nuestro afecto de las cosas de este mundo y decimos al Señor nuestro Dios: «Padre, no se haga mi voluntad sino la tuya», entonces podrá hacerse la voluntad de Dios en la tierra como se hace en los cielos, y el reino de Dios en su poder y gloria será establecido sobre la tierra. El pecado y Satanás serán atados y expulsados de la tierra, pero hasta que no logremos esta condición de mente y fe, no se hará esto.
Por tanto, únanse los miembros, escuchen la voz de los siervos de Dios que hablan a sus oídos; presten atención a sus consejos y atiendan a la verdad; busquen su propia salvación, pues en lo que a mí concierne, soy tan egoísta que estoy buscando mi propia salvación, y sé que sólo puedo encontrarla en la obediencia a las leyes de Dios, guardando los mandamientos, haciendo obras de justicia, siguiendo los pasos de nuestro director, Jesús, el Ejemplo y Cabeza de todo. Él es el Camino de la vida, la Luz del mundo, la Puerta por la cual debemos entrar, a fin de que tengamos lugar con El en el reino celestial de Dios. —Journal of Discourses, tomo 18, págs. 133-135 (1877).
CULTIVEMOS EL AGRADECIMIENTO. Casi del diario contraemos obligaciones unos con otros, especialmente con los amigos y conocidos, y la sensación de obligación produce dentro de nosotros sentimientos de agradecimiento y aprecio que llamamos gratitud. El espíritu de la gratitud es siempre agradable y satisfactorio, porque lleva consigo una sensación de ayudar a otros; engendra amor y amistad, y procrea influencia divina. Se dice que la gratitud es la memoria del corazón.
Donde falta, pues, la gratitud, bien sea hacia Dios o hacia el hombre, allí se manifiesta la vanidad y el espíritu de autarquía. Hablando de Israel, el apóstol Pablo dice: «Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido» (Romanos 1:21).
Tomás Gibbons expresa hermosamente en verso el concepto de la ingratitud:
«Tal vez perdure, pero nunca vive El que nunca da, sino sólo recibe; Quien jamás hace algo que se le agradezca, Haber sido creado quizá no merezca.»
Es natural que la gente sienta agradecimiento para con aquellos de quienes recibieron un bien, y el sentimiento de gratitud es generalmente compensación suficiente para aquellos que han efectuado un acto bondadoso y abnegado. Pero cuando uno le hace un favor a otro, y en ese favor se oculta la secreta y egoísta intención de que el agradecimiento despertado por el favor se convierta en una deuda que el receptor en algún tiempo y de alguna manera ha de pagar a la egoísta exigencia de aquel que le hizo el favor, entonces la gratitud se convierte en una deuda que se espera sea liquidada.
Un acto de bondad aparente nunca puede tener buenos resultados cuando se tiene por objeto imponer a un hombre obligaciones que lo privan de su libertad para obrar. Estas son las características de los políticos. Es como comprar la libertad de una persona, y esta clase de trato es peor para el hombre que lo intenta, que la libra de carne humana en el contrato de Shylock.
Cuando ganamos la amistad de otros, porque dicha amistad nos es de utilidad, y nos da ánimo, y porque la necesitamos para nuestra felicidad en la vida, el agradecimiento de otros para con uno posee una dulzura bella y duradera. Esa es la gratitud que deleita a los Santos de los Últimos Días.
Siempre es más seguro y mejor disfrutar del agradecimiento que sentimos para otros, que hacer hincapié en el agradecimiento que creemos que otros deben sentir en cuanto a nosotros. El hombre que es agradecido ve tantas cosas en el mundo por las cuales debe dar las gracias, y en él lo bueno sobrepuja a lo malo. El orgullo destruye nuestra gratitud y establece el egoísmo en su lugar. ¡Cuánto más felices nos sentimos en presencia de una alma agradecida y amorosa, y cuánto cuidado debemos tener de cultivar una actitud de agradecimiento para con Dios y con el hombre por medio de una vida devota. —Juvenile Instructor, tomo 38, págs. 242, 243 (abril de 1903).
LA CRÍTICA. En una carta que recibí hace poco, se presentó para mi opinión la siguiente solicitud y pregunta: «Quisiera que usted explicara qué significa calumniar. Parece haber una diferencia de opiniones respecto del significado de la palabra. Algunos afirman que en tanto que se está diciendo la verdad acerca de una persona, no es calumnia, pese a lo que uno diga o la manera en que lo haga. ¿No sería mejor, si supiéramos que alguien tiene faltas, ir a él en lo particular y obrar con él, que ir a otros y hablar de sus faltas?»
Nada puede estar más lejos del espíritu y genio del evangelio que suponer que siempre podemos justificarnos en decir la verdad acerca de una persona, pese a cuanto la perjudique dicha verdad. El evangelio nos enseña los principios fundamentales del arrepentimiento, y ningún derecho tenemos de desacreditar a un hombre a los ojos de sus semejantes cuando se ha arrepentido verdaderamente y Dios lo ha perdonado. Las tentaciones nos acosan constantemente, y a menudo decimos y hacemos cosas de las cuales inmediatamente nos arrepentimos; e indudablemente, si es genuino nuestro arrepentimiento, siempre es aceptable a nuestro Padre Celestial. Después que El acepta la contrición del corazón humano y perdona las faltas de los hombres, es peligroso que nosotros pongamos en alto sus hechos malos para que el mundo se burle.
Por regla general, no se hace necesario estar ofreciendo consejo constantemente a quienes en nuestra opinión tienen alguna falta. En primer lugar, nuestro juicio puede estar errado, y en segundo lugar, podemos estar tratando con un hombre fuertemente poseído del espíritu de arrepentimiento, el cual, consciente de su debilidad, constantemente está luchando para vencerla. Por tanto, se debe ejercer el mayor cuidado en todas nuestras palabras que indiquen estar reprochando a otros. Por regla general, la calumnia se determina mejor por el espíritu y propósito que nos impele cuando hablamos de cosas que consideramos faltas en otros, que por las palabras mismas. El hombre o mujer que posee el Espíritu de Dios pronto descubre en sus propios sentimientos el espíritu de la calumnia, cuando éste se manifiesta en las cosas que se dicen de otros. El asunto de la calumnia, por tanto, probablemente se determina mejor por la antigua regla de que «la letra mata, más el espíritu vivifica»‘. —Juvenile Instructor, tomo 39 pág. 625. (15 de octubre de 1904).
NO HAY QUE CAUSAR HERIDAS, SINO CURARLAS. Casi todos pueden causar una herida. Puede ser por una palabra, un desprecio o la conducta en general; más la curación de una herida es un arte que no se adquiere con la práctica únicamente, sino con la ternura amorosa que viene de la buena voluntad universal y de un interés compasivo en el bienestar y felicidad de otros. Si las personas estuvieran siempre tan dispuestas para administrar la bondad como lo están para mostrarse indiferentes al dolor de otros; si fueran tan pacientes para curar una herida como prestas para herir, jamás se dirían muchas palabras ásperas y más de un desprecio podría evitarse. El arte de sanar es realmente una de las más altas cualidades y atributos del hombre; es una característica del alma grande y noble; la indicación segura de un impulso generoso.
En la disciplina del hogar, de la escuela y la vida social, el causar heridas tal vez sea inevitable, cuando no una necesidad verdadera; pero nunca deben dejarse las heridas al descubierto para que se ulceren; deben vendarse y cuidarse hasta que sanen. Quizá el ideal más perfecto en el arte de sanar es la madre, cuyo tierno y benigno amor se impone para quitar la herida de un castigo merecido o inmerecido. ¡Cómo sana su amor cada herida! ¡Cuán rápidamente sus cariños vendan y calman! El ejemplo de su vida es la prudencia que el amor enseña. En la escuela, los niños podrán pasar por una humillación causada por su conducta rebelde o descuidada, y su castigo tal vez sea justo; pero la maestra nunca debe dejar al descubierto sus heridas. La naturaleza nos hiere cuando violamos sus leyes, pero tiene sus métodos antisépticos de tratar y sanar toda herida. La sabia maestra también tiene los suyos.
El cultivo de pensamientos y sentimientos bondadosos para con otros siempre es útil en el arte de sanar. A veces es útil elevarnos y salir de nuestro propio caparazón—en el cual, debido a nuestro ambiente y hábitos de pensar, nos hemos incrustado— y colocarnos en la posición que otros ocupan en la vida. La constante consideración del bienestar y felicidad de otros es algo que diariamente nos impone la divina instrucción: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.»
De manera que la prueba de la grandeza de nuestra alma debe buscarse en nuestra habilidad para confortar y consolar, en nuestra capacidad para ayudar a otros, más bien que en nuestra habilidad para ayudarnos a nosotros mismos y empujar a otros hacia atrás en la lucha de la vida. Si el lector se detiene un momento para reflexionar las cualidades sanadoras de la vida de Cristo, entenderá que Él fue un maestro consumado en el arte de sanar, no sólo las heridas que El causaba, sino también las heridas producidas por la persona misma y las que otros infligían. ¡Qué gran consuelo fue su vida para los acongojados! ¡Cuán instintivamente se vuelven a El nuestros pensamientos! ¡Cuán fuerte nuestra tendencia de ir a Él para recibir consuelo! Verdaderamente es el gran Sanador de las aflicciones de otros. —Juvenile Instructor, tomo 38, págs. 178, 179 (marzo de 1903).
USAD BUEN LENGUAJE. El lenguaje, igual que los pensamientos, causa su impresión, y la memoria lo recuerda de una manera que puede ser desagradable, cuando no perjudicial, para los que han sido obligados a escuchar palabras indecorosas. Los pensamientos que en sí mismos no son apropiados se pueden exaltar o envilecer por el lenguaje que se use para expresarlos. Si se han de evitar las expresiones inelegantes, ¿qué diremos de la blasfemia?—Juvenile Instructor, tomo 41, pág. 272 (1 de mayo de 1906).
NO DESTRUYÁIS LA VIDA INCONSIDERADAMENTE. Tengo unas palabras más que añadir a las que ya se han dicho con relación al derramamiento de sangre y la destrucción de la vida. Creo que toda persona debe sentirse impresionada por los conceptos que han expresado todos los que han hablado aquí esta noche, y no menos en lo que respecta a la matanza de nuestras aves inocentes, nativas de nuestra región, que viven de los insectos que son enemigos verdaderos del labrador y del género humano. Según mi opinión, no sólo es inicuo destruirlas, sino abominable. Creo que este principio se debe extender no únicamente a las aves, sino a la vida de todos los animales. Hace pocos años, cuando visité el Parque Nacional de Yellowstone, y vi nadar las aves en los arroyos y bellos lagos, casi sin temor al hombre, permitiendo que los visitantes se acercasen a ellas como si fueran aves domésticas, sin sentir temor de la gente, y cuando vi manadas de hermosos venados paciendo a la orilla del camino, sin temer la presencia del hombre, como cualquier animal doméstico, mi corazón se llenó a tal grado de paz y gozo, que casi parecía saborear esa época esperada, cuando no habrá quien dañe ni moleste en toda la tierra, especialmente entre todos los habitantes de Sión. Estas mismas aves, si fuesen a visitar otras regiones habitadas por el hombre, llegarían a ser fácil presa del cazador, indudablemente por motivo de su amansamiento. La misma cosa se podría decir de esas otras bellas criaturas, el venado y el antílope. Si se extraviaran del parque, allende la protección que en ese sitio se ha establecido para estos animales, llegarían a ser, por supuesto, fácil presa de los que quisieran quitarles la vida. Nunca pude comprender por qué debe posesionarse del hombre ese sangriento deseo de matar y destruir la vida animal. He conocido a hombres—y aun existen entre nosotros— que se deleitan en lo que para ellos es el «deporte» de cazar aves y matarlas por centenares, y después de pasar el día en este deporte llegan jactándose de las muchas aves inofensivas que mataron a causa de su destreza; y día tras día, durante la temporada en que es lícito que el hombre salga a cazar y matar (tras una temporada de protección las aves no presienten ningún peligro) salen por veintenas y cientos, y se pueden escuchar sus armas desde las primeras horas de la mañana del día en que se inicia la temporada de caza, corrió si grandes ejércitos estuvieran trabados en combate; y la espantosa obra de matar aves inocentes sigue su curso.
No creo que hombre alguno deba matar animales o aves a menos que los necesite para alimento, y en tal caso no debe matar avecillas inocentes que no pueden servir de alimento al hombre. Creo que es inicuo que los hombres sientan en su alma la sed de matar casi cualquier cosa que posee vida animal. Es malo, y me ha causado sorpresa ver a hombres prominentes, cuyas almas mismas parecían estar sedientas de derramar sangre animal. Salen a cazar venado, antílope, cualquier cosa que puedan encontrar, ¿y para qué? «¡Sólo por diversión!» No es que tengan hambre y necesiten la carne de su presa, sino simplemente porque les deleita disparar y destruir la vida. En lo que a esto concierne, soy firme creyente en las palabras sencillas de uno de los poetas:
«La vida que no puedes dar, tampoco la debes destruir,
Pues todas las cosas tienen derecho igual de vivir.»
—Juvenile Instructor, tomo 48, págs. 308, 309 (abril de 1913).
DISCURSO EN LA CEREMONIA DE GRADUACIÓN. El punto que parece ser el más palpable, y que, indudablemente, se manifestará con mayor fuerza a vuestros pensamientos, en esta ocasión, es que la misma termine pronto. Sin embargo, no sucede así con los esfuerzos de los alumnos de este colegio que hoy se gradúan con honores. Ante ellos se extiende un camino desconocido, sinuoso, sin fin, inexplorado aún por ellos, pese a lo bien trillado que ha sido por los fatigados pies de los peregrinos que han pasado a la otra vida. Por este camino abunda todo lo que hay en la vida, de bueno o de malo para ellos. Están entrando en el gran problema de la vida, y cada cual tendrá que resolver dicho problema por sí mismo. El problema de la muerte, que es la medianoche espiritual, el alma entenebrecida, se resolverá por sí mismo. Así como el arroyo fluye naturalmente por la pendiente hasta las aguas muertas de nuestro mar interno, así es la tendencia común del hombre natural de descender al obscuro valle de las sombras de la muerte. Ningún esfuerzo necesita hacer para alcanzar esta meta; con flotar perezosamente con la corriente de los sucesos comunes, llegará allí demasiado pronto. Sin embargo, para llegar a la fuente de la vida, a la cumbre de la existencia, la plenitud de la virilidad moral, religiosa e intelectual, el indicador de la verdad señala eternamente río arriba. Para alcanzar esta gloriosa fuente, para escalar esta cumbre majestuosa, uno debe trabajar, debe luchar contra la corriente, debe subir la pendiente; debe ascender, trabajar y perseverar. De esta manera logrará el éxito.
Es cosa muy importante hacer un comienzo en la vida. No menos importante es hacer ese comienzo sobre una base segura y adecuada. El hombre que va a escalar la cubre de Twin Peaks, cuyo pico se eleva hacia los cielos al sudoeste de nosotros, tiene ante sí una jornada larga y cansada antes de poder llegar a su destino. Aun cuando no está muy distante al empezar, si emprende el viaje hacia el noroeste, cuanto más tiempo continúe hacia ese rumbo, tanto más se alejará de su objetivo. Es verdad que puede circundar la tierra y, si conserva la debida orientación, finalmente volverá al punto; pero la eternidad, para circunnavegarla, es un globo asombroso, y descubriremos que nos será provechoso no emprender tal hazaña cuando fácilmente podemos evitarla si empezamos en la manera correcta. El error es cosa inútil y perjudicial, y siempre debemos estudiar cuidadosamente la manera de evitarlo. Los equívocos, si efectivamente lo son, jamás son afortunados, y pueden llegar a ser extremadamente dolorosos y difíciles de rectificar; pero cuanto antes se repare, tanto mejor. Es más valeroso y honorable repudiar y huir del error cuanto antes, pese al costo aparente del momento, o francamente admitir el equívoco y disculparse, y de este modo desecharlo, que doblegarse bajo el peso, que equivale a cobardía moral.
Los alumnos de esta escuela que ahora se gradúan en los ramos de educación que han estudiado, están a punto de comenzar la aplicación del conocimiento que han adquirido a los deberes prácticos de la vida. Podéis aplicar este conocimiento al desarrollo de los recursos y prosperidad naturales de nuestro país, al mejoramiento de los problemas sociales de la época en que vivís o podéis aplicarlo a la continuación de vuestro desarrollo intelectual, así como el de otros. Debéis utilizar sabiamente lo que habéis logrado por el estudio y con la cooperación de vuestros profesores para ayudaros en la adquisición de conocimiento adicional y mayor.
Sean cual fuere vuestro curso en lo futuro, o la selección de vuestra carrera, siempre tened presente la importante amonestación de las Escrituras: «Todo lo que te viniere a la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas; porque en el sepulcro, adonde vas, no hay obra, ni trabajo, ni ciencia, ni sabiduría» (Eclesiastés 9:10). Este pasaje se aplica directamente a la vida y muerte temporales, y a ellas solamente. Si una cosa vale la pena, debe hacerse bien y fiel y completamente. Son contados y raros los fracasos habidos en las ocupaciones legítimas de la vida que son causados únicamente por la naturaleza improductiva de las mismas. La gran mayoría de los fracasos resultan de la negligencia, la falta de atención cuidadosa, o de la ignorancia o falta de honradez por parte de los participantes, y no por causa del negocio mismo.
Seleccionad cuidadosamente vuestra ocupación, tomando en cuenta vuestras cualidades o adaptabilidad respecto de la misma; sea ésta algo digno de la ambición más noble y el deseo más puro, y entonces emprendedla con sinceridad, consagradle vuestro corazón y vuestra mente, con la consideración apropiada de otras cosas esenciales hasta que logréis el éxito. Deben evitarse los extremos. El fijar el corazón y la mente en un sólo objeto, pese a lo bueno que sea, y cerrar los ojos a todo lo demás en la vida, puede producir un experto, un fanático o un maniático, pero jamás un hombre prudente y de pensamientos liberales. Es una necedad enajenarse demasiado en cosas materiales. El trabajo y la distracción deben ir juntos, y la religión pura y sin mácula aliviará cualquiera carga que tengáis que llevar y ayudará a endulzar los ratos amargos de más de un alma acongojada. La combinación correcta de trabajo y distracción no sólo producirá la más alta capacidad mental, sino también las condiciones físicas más perfectas.
El hombre se compone de dos naturalezas; es espiritual y es físico. Lo segundo depende de lo primero en lo que a inteligencia y vida concierne. El cuerpo sin el espíritu está muerto, pero el espíritu es un principio y un ser inmortal e independiente. Es la parte más importante; y sin embargo, el hombre le dedica más consideración y trabajo al cuerpo, por regla general, que a la mejor parte. A ninguno de los dos se debe descuidar, y mucho menos lo espiritual. Esto es verdad, y es la verdad lo que hace libre al hombre. Con ella, se sostiene; sin ella, cae al suelo.
El gran Maestro del mundo ha dicho: «Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Juan 8:31, 32). Además: «La verdad es el conocimiento de las cosas como son, como eran y como han de ser» (Doctrinas y Convenios 93:24).
Este conocimiento de la verdad, combinado con la consideración apropiada hacia la misma y su fiel observancia, constituyen la educación verdadera. Meramente rellenar la mente con un conocimiento de los hechos, no es educación; la mente no sólo debe poseer el conocimiento de la verdad, sino el alma debe reverenciaría, atesorarla, y amarla como joya sin precio; debe orientar y dar forma a esta vida humana a fin de que cumpla su destino. No sólo debe abundar en la mente la inteligencia, sino que el alma debe estar llena de admiración y del deseo de inteligencia pura que viene de conocer la verdad. Esta sólo puede liberar a quien la posee y perdura en ella; y la palabra de Dios es verdad y permanecerá para siempre.
Educaos no sólo por tiempo, sino también por la eternidad. La segunda es la más importante de las dos. Por tanto, cuando hayamos completado los estudios de lo que es por tiempo y lleguemos a las ceremonias de comienzo relacionadas con la otra vida, descubriremos que nuestra obra no ha terminado, sino que apenas habrá empezado. Entonces podremos decir junto con el poeta:
«No digáis que la faena ha terminado. Pues nunca jamás fenece la necesidad De que existan el amor o la bondad; Decid, más bien, que apenas ha empezado.»
En conclusión, permítaseme repetir una parte del primer salmo: «Bienaventurado el varón que no anduvo en consejo de malos, ni estuvo en caminos de pecadores, ni en silla de escarnecedores se ha sentado; sino que en la ley de Jehová está su delicia, y en su ley medita de día y de noche. Será como árbol plantado junto a corrientes de aguas, que da su fruto en su tiempo, y su hoja no cae; y todo lo que hace, prosperará. No así los malos, que son como el tamo que arrebata el viento.»—Contributor, tomo 16, págs. 569-571. Discurso en la Ceremonia de Graduación del Colegio de los Santos de los Últimos Días, Salt Lake City, 5 de junio de 1895.
NUESTRO OBJETO PRINCIPAL DE LA VIDA. La consideración importante no es cuánto tiempo podemos vivir, sino cuán bien podemos aprender la lección de la vida y cumplir con nuestros deberes y obligaciones para con Dios y unos con otros. Uno de los objetos principales de nuestra existencia es que podamos ser conformes a la imagen y semejanza de aquel que peregrinó en la carne sin tacha, inmaculado, puro y sin mancha. No sólo vino Cristo a expiar los pecados del mundo, sino a poner un ejemplo ante todos los hombres y establecer la norma de la perfección de Dios, de la ley de Dios y de obediencia al Padre, —Improvement Era, tomo 21, pág. 104 (diciembre de 1907).
CÓMO AMAR AL PRÓJIMO. ¿Amar al prójimo como a vosotros mismos? ¿Cómo lo vais a hacer? Si vuestro prójimo está en peligro, protegedlo con toda la fuerza que tenéis. Si la propiedad de vuestro prójimo corre peligro de ser dañada, protegedla como lo haríais con la vuestra, hasta donde podáis. Si el hijo o hija de vuestro prójimo se está desviando, id a él directamente, con el espíritu de amor, y ayudadle a rescatar a su hijo. ¿Cómo hemos de amar al prójimo como nos amamos a nosotros mismos? Es la cosa más sencilla del mundo; pero demasiadas personas son egoístas y mezquinas, y no tienen esa amplitud de sentimientos que se extienden y toman en consideración el provecho y bienestar de su prójimo; y se concretan a su propio peculiar y particular beneficio, bendición y bienestar, y se sienten impulsados a decir: «Arrégleselas mi prójimo como pueda.» Este no es el espíritu que debe caracterizar a un Santo de los Últimos Días. —Improvement Era, tomo 21, págs. 103, 104 (diciembre de 1917).
LA PREGUNTA DE LAS AUTORIDADES DE LA IGLESIA. Hemos venido para preguntaros si concordáis estrictamente con los dos grandes mandamientos: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. . . y a tu prójimo como a ti mismo.» — Improvement Era, tomo 21, pág. 98 (diciembre de 1917. Mateo 22:34¬40).
EL PECADO DE LA INGRATITUD. Y creo que uno de los pecados mayores que hoy se puede imputar a los habitantes de la tierra es el pecado de la ingratitud, la falta de reconocer, por parte de ellos, a Dios y su derecho de gobernar y dirigir. Vemos que se levanta un hombre con dones extraordinarios o gran inteligencia, y sirve de instrumento para desarrollar algún principio grande. El y el mundo adjudican su gran genio y prudencia a la persona misma. El atribuye su éxito a sus propias energías, trabajo y capacidad mental. No reconoce la mano de Dios en cosa alguna relacionada con su éxito, antes lo desdeña por completo y toma la honra para sí mismo; esto puede aplicarse a casi todo el mundo. En todos los grandes descubrimientos modernos en el campo de la ciencia, en las artes, en la mecánica y en todo desarrollo material de la época, el mundo dice: «Nosotros lo hemos logrado.» El individuo dice: «Yo lo hice»; y no da el honor o el crédito a Dios. Ahora bien, he leído en las revelaciones dadas por conducto de José Smith el Profeta, que por esta causa Dios no está complacido con los habitantes de la tierra, sino que está enojado con ellos porque no reconocen su mano en todas las cosas. —Deseret Weekly News, tomo 33 pág. 130 (1884). Doctrinas y Convenios 59:21.
COMPASIÓN POR LOS ENEMIGOS. Os aseguro que me siento agradecido por el amor, las oraciones y el apoyo de amigos, y sinceramente deseo merecer su confianza. Personalmente, yo no tengo enemigos; mis enemigos no son míos, sino de aquel a quien estoy tratando de servir: El diablo no está muy interesado en mí. Yo soy insignificante, pero sí aborrece el sacerdocio, que es según el orden del Hijo de Dios. Amo a mis amigos y me compadezco de mis enemigos. —Carta al élder Joseph E. Taylor, 16 de noviembre de 1917, —Life of Joseph F. Smith, pág. 351.
























