Doctrina del Evangelio

Capítulo 16

El Matrimonio, El Hogar y La Familia


LA NECESIDAD DEL MATRIMONIO. La casa del Señor es una casa de orden y no de confusión y esto significa que el varón no es sin la mujer, ni la mujer sin el varón en el Señor; y que ningún hombre puede ser salvo ni exaltado en el reino de Dios sin la mujer, y ninguna mujer, sola, puede lograr la perfección y exaltación en el reino de Dios. Esto es lo que significa. Dios instituyó el matrimonio en el principio. Hizo al hombre a su propia imagen y semejanza, varón y hembra, y en su creación se tuvo por meta que quedasen unidos en los sagrados vínculos del matrimonio, y uno no es perfecto sin el otro. Además, significa que no hay unión por tiempo y por eternidad que pueda consumarse fuera de la ley de Dios y el orden de su casa. Los hombres podrán desearlo, podrán efectuarlo según las fórmulas de esta vida, pero carecerá de vigencia, a menos que se haga y se confirme por autoridad divina, en el nombre del Padre, v del Hijo, y del Espíritu Santo. —C.R. de abril, 1913, págs. 118, 119.

EL MATRIMONIO ES ORDENADO Y APROBADO POR DIOS. ‘Y además, de cierto os digo, que quien prohíbe casarse no es ordenado de Dios, porque El decretó el matrimonio para el hombre» (Doctrinas y Convenios 49:15).

Deseo recalcar esto. Quiero que los jóvenes de Sión comprendan que la institución del matrimonio no es hechura del hombre; es de Dios. Es honorable, y ningún hombre, si está en edad de casarse, está cumpliendo con su religión si permanece soltero. No se ha dispuesto simplemente para la conveniencia del hombre; para acomodarla a sus propios conceptos y propias ideas; para casarse y luego divorciarse; para adoptar y entonces descartar, según su gusto. Con el matrimonio se relacionan graves consecuencias, las cuales se extienden desde este tiempo presente hasta toda la eternidad; pues por este medio se engendran almas en el mundo, y hombres y mujeres llegan a tener su ser en el mundo. El matrimonio es la preservación de la raza humana. Sin él, se frustrarían los propósitos de Dios; la virtud sería destruida para verse desplazada por el vicio y la corrupción, y la tierra quedaría desolada y vacía.

Tampoco son de naturaleza efímera ni de carácter temporal las relaciones que existen, o que deben existir, entre padres e hijos y entre hijos y padres. Son de consecuencias eternas y se extienden allende el velo, a pesar de todo lo que podamos hacer. El hombre y la mujer que en la providencia de Dios, sirven de agentes para traer almas al mundo, son hechos tan responsables, ante Dios y los cielos, por estos actos, como Dios mismo lo es por las obras de sus propias manos y la revelación de su propia sabiduría. El hombre y la mujer que participan en esta ordenanza del matrimonio están tomando parte en algo de un carácter tan trascendental y de tan tremenda importancia, que de ello dependen la vida y la muerte y la propagación eterna; de ello dependen la felicidad eterna o la miseria sin fin. Por tal razón Dios ha protegido esta sagrada institución con los castigos más severos, y ha declarado que al que sea infiel en la relación conyugal, al que sea culpable de adulterio, se le aplique la pena de muerte. Es la ley de las Escrituras, aun cuando no se lleva a la práctica hoy día por motivo de que la civilización moderna no reconoce las leyes de Dios respecto a la situación moral del género humano. El Señor mandó: «El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada» (Génesis 9:6). En esto Dios ha dado la ley. La vida es cosa importante; y ningún hombre tiene derecho alguno de quitar la vida, a menos que Dios lo haya mandado. La ley de Dios en cuanto a la violación del convenio conyugal es igualmente estricta, y está a la par de la ley contra el homicidio a pesar de que aquélla no se impone.

Toda persona joven debe entender lo anterior completamente en toda la iglesia. Las autoridades de la misma y los maestros de nuestras asociaciones deben inculcar la naturaleza sagrada del matrimonio y enseñar el deber de contraerlo cual se nos ha revelado en los postreros días. Debe haber en la Iglesia una reforma a este respecto y crearse un sentimiento a favor del matrimonio honorable, a fin de poder disuadir a cualquier hombre o mujer joven, que sea miembro de la Iglesia, de contraer matrimonio que no sea mediante la autoridad que es aprobada por Dios; y ningún hombre que posea el sacerdocio, y sea digno, y tenga la edad, debe permanecer soltero. También deben enseñar que la ley de castidad es de la más vital importancia, tanto para los niños, como para los hombres y mujeres. Es un principio esencialmente importante para los hijos de Dios toda su vida, desde la cuna hasta el sepulcro. Dios ha decretado temibles castigos para quienes quebranten su ley de castidad, de virtud, de pureza. Cuando la ley de Dios esté en vigor entre los hombres, serán desarraigados aquellos que no sean absolutamente puros y limpios y sin mácula, tanto hombres como mujeres. Esperamos que las mujeres sean puras; esperamos que sean sin mancha y sin mácula; y es igualmente tan necesario e importante para el hombre que sea puro y virtuoso, como lo es para la mujer; por cierto, ninguna mujer sería otra cosa sino pura, si los hombres lo fuesen. El evangelio de Jesucristo es la ley del amor, y el amar a Dios con todo el corazón y con toda la mente es el principal mandamiento; y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo, como a ti mismo. Esto también debe tenerse presente en la relación conyugal, pues aun cuando se ha dicho el deseo de la mujer será para su marido, y que él se enseñoreará de ella, se tiene por objeto que esta potestad se ejerza con amor y no con tiranía. Dios jamás gobierna tiránicamente, sino cuando los hombres se corrompen a tal grado que no son dignos de vivir. Entonces, y en tales condiciones, la historia de todos su hechos con el género humano es que Él envía juicios sobre ellos y los destruye, —Improvement Era, págs. 713-717 (julio de 1902).

RECTITUD V NECESIDAD DEL MATRIMONIO. Muchas personas se imaginan que hay algo pecaminoso en el matrimonio, y existe una tradición apóstata al respecto; pero esto es un concepto falso y muy perjudicial,, Al contrario, Dios no sólo recomienda, sino manda el matrimonio. Mientras el hombre todavía era inmortal, antes que el pecado entrara en el mundo, nuestro Padre Celestial mismo efectúo el primer matrimonio. Unió a nuestros primeros padres en los lazos del santo matrimonio y les mandó fructificar y multiplicarse y llenar la tierra. El jamás ha cambiado, ni abrogado, ni anulado dicho mandamiento; antes ha continuado en vigor por todas las generaciones de la raza humana.

Sin el matrimonio, se frustrarían los propósitos de Dios en lo que a este mundo concierne, pues no habría quienes guardaran sus otros mandamientos.

Parece haber un algo superior a las razones que se manifiestan a la mente humana, de por qué la castidad trae fuerza y poder a los pueblos de la tierra, pero así es.

En la actualidad una ola de iniquidad está ahogando al mundo civilizado. Una de las razones principales de ello es el descuido en cuanto al matrimonio; ha perdido su santidad a los ojos de la gran mayoría. Cuando más, es un contrato civil, pero con mayor frecuencia es un accidente o capricho, o un medio para satisfacer las pasiones. Y cuando se desprecia o se pierde de vista el carácter sagrado de este convenio, entonces la violación de los votos conyugales, según la actual enseñanza moral de las masas, es sólo una mera trivialidad, una indiscreción sin importancia.

La indiferencia en cuanto al matrimonio, esta tendencia de postergar sus responsabilidades hasta la edad madura, que tan perniciosamente aflige a la cristiandad, se está haciendo sentir en medio de los miembros.

Ciertamente no favorecemos los matrimonios a una edad sumamente temprana, tan comunes hace algunos siglos.

Pero lo que deseamos recalcar en los miembros de la Iglesia es que la unión legítima de los sexos es una ley de Dios; que para ser bendecidos por El debemos honrar esa ley; que si no lo hacemos, el simple hecho de que somos llamados por su nombre no nos salvará de los males consiguientes al descuido de esta ley; que efectivamente somos su pueblo sólo cuando observamos su ley; que cuando no lo hacemos podemos esperar que nos sobrevengan los mismos resultados desafortunados que se derraman sobre el resto de la humanidad por las mismas causas.

Creemos que todo hombre que posee el santo sacerdocio debe estar casado, salvo las contadas excepciones de aquellos que por enfermedades mentales o físicas no están en posición de casarse. La calidad de todo hombre se deteriora en proporción a su ineptitud para el estado de matrimonio. Sostenemos que ningún varón, apto para casarse, está observando en forma completa su religión si permanece soltero. Se perjudica a sí mismo, retardando su progreso y limitando sus experiencias, y perjudica a la sociedad con el ejemplo indeseable que da a otros, aparte de lo cual constituye un elemento peligroso dentro de la comunidad.

Decimos a nuestros jóvenes, contraed matrimonio y casaos como es debido. Casaos dentro de la fe, y sea realizada la ceremonia en el lugar que Dios ha señalado. Vivid de tal manera que seáis dignos de esta bendición. Sin embargo, si los obstáculos que de momento no es posible vencer, impiden esta forma más perfecta de matrimonio, id a vuestro obispo para que él efectúe la ceremonia, y entonces a la primera oportunidad, id al templo. Mas no os caséis con los que no son de la Iglesia, porque estas uniones casi invariablemente conducen a la infidelidad y a las riñas, y con frecuencia por último a la separación; además no son gratas a los ojos del cielo. El creyente y el incrédulo no deben unirse en yugo, porque tarde o temprano, en tiempo o en la eternidad, tendrán que ser divididos nuevamente.

Y ahora deseamos con un santo celo hacer hincapié en la enormidad de los pecados sexuales. A pesar de que con frecuencia los consideran insignificantes aquellos que no conocen la voluntad de Dios, son una abominación a los ojos de Él; y si vamos a continuar siendo su pueblo favorecido, debemos huir de ellos como de las puertas del infierno. Los malos resultados de estos pecados se manifiestan tan palpablemente en el vicio, el crimen, la miseria y la enfermedad, que parecería que todos, tanto jóvenes como ancianos, los podrían percibir y advertir. Están destruyendo al mundo, y si hemos de ser preservados, debemos aborrecerlos, rehuirlos y no cometer ni el menor de ellos, porque debilitan y enervan. Matan al hombre espiritualmente y lo hacen indigno de la compañía de los justos y de la presencia de Dios. —Juvenile Instructor, tomo 37, pág. 400 (1 de julio de 1902).

EL HOMBRE Y LA MUJER ENTRAN EN EL CIELO. Ningún hombre entrará jamás sino hasta que haya cumplido su misión, porque hemos venido aquí para ser hechos conforme a la semejanza de Dios. Él nos creó en el principio a su imagen y semejanza, y nos creó varón y hembra. Jamás podríamos ser a imagen de Dios, si no fuésemos varones así como hembras. Leed las Escrituras, y veréis por vosotros mismos cómo Dios lo ha hecho. Nos ha creado a su propia imagen y semejanza, y aquí estamos hombres y mujeres, padres e hijos. Y debemos llegar a ser cada vez más como El: más como El en amor, en caridad, en perdón, en paciencia, en longanimidad y tolerancia; en pureza de pensamientos y hechos, en inteligencia y en todos aspectos, a fin de que seamos dignos de la exaltación en su presencia. Es por esto que hemos venido a la tierra; ésta es la obra que tenemos que efectuar. Dios nos ha mostrado el camino y nos ha dado los medios con los cuales podemos llevar a efecto y cumplir nuestra misión sobre la tierra y perfeccionar nuestro destino, porque se nos ha destinado y preordinado para llegar a ser como Dios, y a menos que lleguemos a ser como El, nunca se nos permitirá morar con El. Cuando lleguemos a ser como El, veréis que nos presentaremos ante El en la forma que fuimos creados, varón y hembra. La mujer no irá allí sola, ni el hombre llegará allí sólo para reclamar la exaltación. Podrán lograr cierto grado de salvación individualmente, pero cuando sean exaltados tendrán que ser de acuerdo con la ley del reino celestial. No pueden ser exaltados de ninguna otra manera, ni los vivos ni los muertos. Conviene que aprendamos algo acerca de por qué edificamos templos y por qué obramos en ellos por los muertos así como por los vivos. Lo hacemos a fin de que podamos llegar a ser como El y morar con El eternamente, para que lleguemos a ser hijos de Dios, herederos de Dios y coherederos con Jesucristo. —Sermón en el Tabernáculo, 12 de junio de 1898.

EL MATRIMONIO TIENE POR OBJETO HENCHIR LA TIERRA. Los que toman sobre sí la responsabilidad de la vida casada deben tener cuidado de no abusar del curso de la naturaleza, de no destruir el principio de la vida dentro de ellos ni violar ninguno de los mandamientos de Dios. El mandamiento de multiplicar y henchir la tierra que El dio en el principio, está aún en vigor para con los hijos de los hombres. Posiblemente no haya mayor pecado que puedan cometer aquellos que han aceptado este evangelio, que el impedir o destruir la vida en la manera indicada. Nacemos en el mundo para que tengamos vida, y vivimos para que logremos la plenitud de gozo; y si queremos obtener la plenitud de gozo, debemos obedecer la ley de nuestra creación y la ley mediante la cual podremos lograr la consumación de nuestras rectas esperanzas y deseos, a saber, la vida eterna. —C.R. de abril de 1900, pág. 40.

MATRIMONIO ETERNO. ¿Por qué nos enseñó Dios el principio de la unión eterna del hombre y su esposa? Porque Él sabía que éramos sus hijos aquí, para permanecer hijos suyos para siempre jamás, y que éramos tan verdaderamente individuales y que nuestra individualidad era tan idéntica como la del Hijo de Dios, y, por tanto, continuaría por los siglos de los siglos, de modo que el hombre que recibiera a su esposa por el poder de Dios, por tiempo y por toda la eternidad, tendría el derecho de reclamarla, y ella el de reclamar a su marido en el mundo venidero. No habría cambio en ninguno de los dos sino de mortal a inmortal; ninguno de los dos sería otro sino él o ella mismos, sino que poseerán su identidad en el mundo venidero precisamente como ejercen su individualidad y disfrutan de su identidad aquí. Dios ha revelado este principio y surte su efecto en la evidencia que poseemos de la resurrección real y literal del cuerpo, tal como es y como lo han declarado los profetas en el Libro de Mormón. — C.R. de abril, 1912, págs. 136, 137; Mosíah 15:20-23; 16:7-11; Alma 40.

ETERNIDAD DE LAS ORGANIZACIONES FAMILIARES. Nuestras asociaciones (como familia) no tienen por objeto ser exclusivamente por esta vida, por tiempo, a distinción de la eternidad. Vivimos por tiempo y por la eternidad; establecemos asociaciones y relaciones por tiempo y por toda la eternidad. Nuestros afectos y nuestros deseos han sido dispuestos y preparados para durar no sólo en la vida temporal o terrenal, sino por toda la eternidad. ¿Quiénes, aparte de los Santos de los Últimos Días, dan cabida al concepto de que continuaremos como organización familiar allende el sepulcro; el padre, la madre, los hijos, reconociéndose el uno al otro en las relaciones que guardan entre sí y en las cuales se hallan unidos unos a otros, siendo esta organización familiar una unidad en la grande y perfecta organización de la obra de Dios, y todo ello destinado a continuar por tiempo y por la eternidad? Estamos viviendo por la eternidad y no meramente por el momento. La muerte no nos separa el uno del otro si hemos contraído las relaciones sagradas unos con otros en virtud de la autoridad que Dios ha revelado a los hijos de los hombres. Nuestras relaciones se establecen por la eternidad. Somos seres inmortales, y nuestra mira es el crecimiento que puede lograrse en la vida exaltada después que hayamos manifestado nuestra fidelidad y lealtad a los convenios que hemos concertado aquí, y entonces recibiremos una plenitud de gozo. Un hombre y una mujer que han aceptado el evangelio de Jesucristo y han empezado la vida juntos deben ser capaces, mediante su fuerza, ejemplo e influencia, de causar que sus hijos los emulen llevando vidas de virtud, de honor y de integridad al reino de Dios, lo cual redundará en su propio beneficio y salvación. Ninguno, mejor que yo, puede aconsejar a mis hijos con mayor sinceridad y solicitud por su felicidad y salvación; nadie tiene mayor interés en el bienestar de mis propios hijos que yo. No puedo estar satisfecho sin ellos; son parte de mí; son míos; Dios me los ha dado, y quiero que sean humildes y sumisos a los requisitos del evangelio. Quiero que hagan lo recto y sean justos en todo detalle, a fin de que sean dignos de la distinción que el Señor les ha concedido de contarlos entre los de su pueblo del convenio, un pueblo escogido sobre todos los demás, porque se han sacrificado por su propia salvación en la verdad.

Hablando de las modas del mundo, no es mi deseo decir mucho acerca del asunto, pero sí creo que vivimos en una época cuya tendencia misma se dirige hacia el vicio y la maldad. Creo que hasta un grado muy elevado, las modas del día, y especialmente las modas de las mujeres, tienden hacia la maldad y no hacia la virtud o la modestia, y deploro este hecho tan palpable, pues lo vemos por todos lados. Los jóvenes quieren tener casas suntuosas, lujosas en todos sus enseres y tan modernas como las de cualquier otro, antes de querer casarse. Creo que es un error; creo que los jóvenes, y también las señoritas deben estar dispuestos, aun en esta época y en las situaciones actuales, a entrar juntos en los vínculos sagrados del matrimonio y abrirse camino hacia el éxito, hacer frente a sus obstáculos y dificultades y continuar juntos hasta la victoria, cooperando en sus asuntos temporales a fin de poder lograrla. Entonces aprenderán a amarse mejor el uno al otro, serán más unidos durante sus vidas y el Señor los bendecirá más abundantemente. Lamento, creo que es una maldad atroz, que exista entre cualquiera de los miembros de la Iglesia el sentimiento o deseo de impedir el nacimiento de sus hijos. Creo que es un crimen, cuando esto acontece, si el marido y su mujer gozan de salud y vigor y se hallan libres de impurezas que pudieran transmitir a su posteridad. Creo que cuando las personas empiezan a restringir o a evitar el nacimiento de sus hijos, con el tiempo van a segar desengaños. No me refreno en decir que creo que es uno de los crímenes mayores del mundo en la actualidad, esta práctica inicua. —Relief Society Magazine, tomo 4, págs. 314-318 (junio de 1917).

LA IMPORTANCIA DE CASARSE DENTRO DE LA IGLESIA. Se me perdonará —ya que me parece que en todas partes es bien sabido que digo lo que pienso, si es que voy a hablar— si os digo a vosotros, mormones, judíos y gentiles, creyentes e incrédulos, presentes en esta congregación, prefiero llevar a uno de mis hijos al sepulcro que verlo apartarse de este evangelio. Más preferible sería llevar a mis hijos al cementerio y verlos sepultados en su inocencia, que verlos contaminados por las maneras de vivir del mundo. Yo mismo preferiría ir al sepulcro, que estar unido a una esposa fuera de los vínculos del nuevo y sempiterno convenio. Tan sagrado así lo estimo yo; pero algunos miembros de la Iglesia no consideran el asunto en igual manera. Algunos piensan que es poca la diferencia que hay en que una señorita se case con un hombre en la Iglesia, lleno de la fe del evangelio, o con un incrédulo. Algunos de nuestros jóvenes se han casado fuera de la Iglesia; pero son bien pocos los que han hecho esto que no han llegado al fracaso. Yo quisiera ver que los varones que son Santos de los Últimos Días se casaran con mujeres de entre los Santos de los Últimos Días; y que los metodistas se casaran con metodistas, católicos con católicas, presbiterianos con presbiterianas, etc. Consérvense dentro de los límites de su propia fe e iglesia. No viene a mi pensamiento otra cosa, en el sentimiento religioso, que pudiera afligirme más intensamente que ver a uno de mis hijos casarse con una joven incrédula, o a una de mis hijas casarse con un hombre incrédulo. Mientras viva, y si quieren escuchar mi voz, podréis estar seguro de ello, ninguno de ellos jamás lo hará, y quiera Dios que todo padre en Israel lo considere como yo, y lo lleve a efecto tal como es mi intención. —C,R. de octubre, 1909, págs. 5, 6.

NO HAY CASAMIENTO EN EL CIELO ¿Por qué enseñó Jesús la doctrina de que nadie se casa ni se da en casamiento en la otra vida? ¿Por qué enseñó la doctrina de que el Padre instituyó el matrimonio, y que tuvo por objeto que se efectuara en este mundo? ¿Por qué reprendió a los que intentaron tenderle una trampa cuando le plantearon el ejemplo de la ley de Moisés, porque fue Moisés el que escribió la ley que Dios le había dado, de que si un hombre se casaba en Israel y moría sin tener hijos, era el deber de su hermano tomar su viuda y levantar descendencia a su hermano, y cuando siete de estos hermanos (indudablemente un problema que estos hombres presentaron al Salvador a fin de confundirlo, de ser posible) la habían tenido por esposa, a cuál de ellos pertenecería en la resurrección, ya que se habría casado con todos? Jesús les declaró: «Erráis, ignorando las escrituras y el poder de Dios». No entendían el principio de sellar por tiempo y por toda la eternidad; que lo que Dios ha unido, ni el hombre ni la muerte pueden apartarlo. (Mateo 19:6) Se habían desviado de este principio. Había caído en desuso entre ellos; habían cesado de entenderlo y, por consiguiente, no comprendían la verdad; pero Cristo la comprendía. La mujer sólo podía ser, en la eternidad, la esposa del hombre al cual, mediante el poder de Dios, ella había sido unida por la eternidad, así como por esta vida; y Cristo entendía el principio, pero no echó sus perlas delante de los cerdos que lo tentaban. —C.R. de abril, 1912, pág. 136.

SE PROHIBE EL MATRIMONIO PLURAL. Declaración oficial —»Por cuanto se han hecho circular numerosos informes al respecto de que se han efectuado matrimonios plurales en contravención de la declaración oficial del presidente Woodruff del 26 de septiembre de 1890, comúnmente llamado el Manifiesto, expedida por el citado presidente Woodruff y aprobado por la Iglesia durante su Conferencia General del 6 de octubre de 1890, en la cual se prohíbe todo matrimonio que violare la ley del país, yo, Joseph F. Smith, Presidente de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, por la presente afirmo y declaro que ningún matrimonio de esta naturaleza se ha efectuado con la aprobación, consentimiento o conocimiento de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días; y por la presente anuncio que todo matrimonio de esta naturaleza está prohibido, y si oficial o miembro alguno intenta solemnizar o contraer esta forma de matrimonio, será considerado transgresor de los preceptos de la Iglesia, y juzgado de acuerdo con las leyes y reglamentos de la misma, y excomulgado de ella.

Joseph F. Smith,

Presidente de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. –

C.R. de abril, 1904, pág. 75.

DECLARACIÓN ADICIONAL SOBRE EL MATRIMONIO PLURAL. Hemos anunciado en conferencias anteriores, como lo anunció el presidente Woodruff, como lo hizo el presidente Snow y como lo hemos reiterado yo y mis hermanos, y lo ha confirmado La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, que los matrimonios plurales han cesado en la Iglesia. No hay en la actualidad hombre alguno en esta Iglesia o en cualquier otra parte, fuera de ella, que tenga la autoridad para solemnizar un matrimonio plural, ¡ni uno solo! No hay hombre o mujer en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días que esté autorizado para contraer matrimonio plural. No es permitido, y nos hemos estado esforzando hasta el máximo de nuestras habilidades para evitar que los hombres sean conducidos por alguna persona intrigante a una condición desafortunada prohibida por las conferencias y por la voz de la Iglesia, condición que, por lo menos hasta cierto grado, ha traído el oprobio sobre el pueblo. Quiero decir que hemos estado haciendo cuanto nos ha sido posible para impedirlo o hacerlo cesar; y a fin de poder lograr esto, hemos estado buscando con todo nuestro empeño a los hombres que han sido los agentes y la causa de que los miembros sean desviados. Hallamos que es muy difícil seguirles la pista, pero cuando los encontremos y podamos comprobarles esto, haremos con ellos lo mismo que a otros que hemos podido encontrar. -C.R. de abril, 1911, pág. 8.

SON DESEABLES EL MATRIMONIO Y LAS FAMILIAS GRANDES. El estado de soltero y las familias pequeñas inculcan en la mente la idea superficial de que son cosa deseable, porque traen consigo sólo una responsabilidad mínima. El espíritu que esquiva la responsabilidad, esquiva el trabajo. La ociosidad y el placer desalojan a la industria y al esfuerzo activo. El amor de los placeres y de una vida holgada se convierten, a su vez, en exigencias para los jóvenes que se niegan a considerar como un deber sagrado el matrimonio y su consiguiente crecimiento familiar. La verdadera culpa descansa en los jóvenes. La libertad de la época los desvía de las sendas del deber y la responsabilidad hacia las asechanzas de un mundo amador de placeres. Sus hermanas son las víctimas del abandono y de un gran perjuicio social y familiar.

Las mujeres se casarían, si pudieran, y aceptarían gustosamente las responsabilidades de la vida familiar. Esta pérdida que el hogar sufre es algo que la nación ha de sentir al pasar los años. El tiempo justificará las leyes de Dios y la verdad de que la felicidad humana individual se encuentra en el deber, y no en los placeres ni en el escape de las preocupaciones.

El espíritu del mundo es contagioso; no podemos vivir en medio de tales condiciones sociales sin sentir el efecto de sus incitaciones. Nuestros jóvenes se verán tentados a seguir el ejemplo del mundo que los rodea. Ahora mismo existe una fuerte tendencia de hacer broma de las obligaciones del matrimonio. Se presenta el pretexto de la ambición como excusa para postergar el matrimonio hasta que se realice algún objeto especial. Algunos de nuestros jóvenes destacados desean completar primeramente algún curso de estudios dentro o fuera de su localidad. Siendo ellos directores naturales dentro de la sociedad, su ejemplo es peligroso y la excusa es impropia. Sería mucho mejor que muchos de estos jóvenes jamás fueran a la universidad, que presentar la excusa de la vida universitaria como causa para postergar el matrimonio hasta más allá de la edad apropiada. —Juvenile Instructor, tomo 40, págs. 240, 241 (15 de abril de 1905).

SED FIELES A VUESTRAS ESPOSAS E HIJOS. ¡Oh hermanos míos!, sed leales a vuestras familias; sed fieles a vuestras esposas e hijos.

Enseñadles el camino de la vida; no permitáis que se aparten a tal grado de vosotros, que no os presten atención ni a vosotros ni a ningún principio de honor, pureza o verdad. Enseñad a vuestro hijos que no pueden cometer pecado sin violar su conciencia; enseñadles la verdad, para que no se aparten de ella. Instruidlos en su camino, y aun cuando fueren viejos no se apartarán de él. Si conserváis a vuestros jóvenes cerca de vuestro corazón, al alcance de vuestros brazos; si les hacéis sentir que los amáis, que sois sus padres, que ellos son vuestros hijos, y los conserváis cerca de vosotros, no se apartarán muy lejos de vosotros, ni cometerán ningún pecado muy grave. Pero cuando los echáis a la calle, los alejáis de vuestro cariño a las tinieblas de la noche, a la sociedad de los depravados y perdidos; cuando os aburrís, cuando os cansáis de su ruido y gritos inocentes en casa, y les decís: «Váyanse con su ruido a otra parte», es esta manera de tratar a vuestros hijos lo que los aleja de vosotros y ayuda a convertirlos en criminales e incrédulos; y no podéis daros el lujo de hacer esto. ¿Cómo me sentiría yo al entrar en el reino de Dios (si tal cosa llega a ser posible), y viera a uno de mis hijos afuera entre los hechiceros, los fornicarios y los que aman y fabrican mentiras, y esto porque desatendí mi deber para con él, o no lo restringí debidamente? ¿Pensáis que seré exaltado en él, reino de mi Dios con esa mancha y tacha en mi alma? ¡Os digo que no! Ningún hombre puede llegar allí hasta que expíe semejante crimen, porque es un crimen a la vista de Dios y del hombre el que un paire descuide o intencionalmente desatienda a sus hijos. Tales son mis sentimientos. Cuidad a vuestros hijos; son la esperanza de Israel, y sobre ellos descansará, de aquí a poco, la responsabilidad de llevar el reino de Dios sobre la tierra. El Señor los bendiga y los guarde en las vías de la rectitud, humildemente ruego, en el nombre de Jesús. Amén. —C.R. de abril, 1902, pág. 87.

RESPETAMOS LOS DERECHOS DE OTROS. Sinceramente espero que logremos inculcar en los pensamientos de los de la generación creciente una consideración sincera, no sólo con respecto a ellos mismos, sino un sincero respeto en cuanto a los derechos y privilegios de otros. No sólo se debe enseñar a nuestros hijos a respetar a sus padres y sus madres, hermanos y hermanas, sino que debe enseñárseles a respetar a todo el género humano, y especialmente se les debe instruir, enseñar y acostumbrar a honrar a los ancianos y a los incapacitados, a los desafortunados y a los pobres, a los necesitados y aquellos que carecen de la simpatía del género humano.

Con demasiada frecuencia vemos la tendencia, por parte de nuestros hijos, de reírse de los desafortunados. Viene pasando un pobre cojo, o un pobre hombre mentalmente retardado, y los niños le hacen burla y dicen cosas impropias acerca de él. Esto es un error completo, y tal espíritu nunca debe manifestarse entre los hijos de los Santos de los Últimos Días. Debe enseñárseles algo mejor que esto en el hogar; debe enseñárseles algo mejor en nuestras. Escuelas Dominicales y, en lo que a esto atañe, en todas las escuelas donde asistan nuestros hijos. Debe enseñarse a nuestros niños a venerar lo que es santo, lo que es sagrado. Deben venerar el nombre de Dios deben conservar en sagrada veneración el nombre del Hijo de Dios No deben tomar él santo nombre de ellos en vano, y también se les debe enseñar a respetar y venerar los templos de Dios, los sitios donde adoran sus padres y madres. También se les debe enseñar a nuestros hijos que tienen derechos en la casa del Señor igual que sus padres e igual que sus vecinos o cualquier otro. Siempre me duele ver a nuestros pequeñitos ser privados de este derecho. En nuestra reunión de la tarde presencié una pequeña circunstancia en el pasillo. Un niñito ocupaba un asiento al lado de su madre. Vino alguien, levantó al niño de su asiento, y se sentó, dejando al niño de pie. Quiero deciros, mis hermanos y hermanas, que lo ocurrido me llegó al corazón. Nunca afligiría yo por nada que tuviera la forma de remuneración de carácter Mundano, el corazón de un niño pequeño, en la casa de Dios, no fuese que dejara en su mente una impresión que convirtiera la casa de adoración en un sitio desagradable para él, y preferiría no estar dentro de sus muros, que venir para ser ofendido. –Juvenile Instructor, tomo 11, pág. 697; Conferencia Semestral de la Escuela Dominical, 9 de octubre de 1904.

EL TRATO MUTUO ENTRE ÉL E SPOSO, LA ESPOSA Y LOS HIJOS. Los padres, en primer lugar, bien sea que lo hagan o no, deben amarse y respetarse mutuamente y tratarse el uno al otro con decoro respetuosos consideración bondadosa en todo momento. El esposo debe tratar a su esposa con la mayor cortesía y respeto. Nunca debe insultarla; nunca debe hablar de ella desdeñosamente, antes siempre debe darle la más alta estimación en el hogar, en presencia de sus hijos. No siempre lo hacemos, quizás; tal vez algunos de nosotros nunca lo hacemos; mas no obstante, es verdad que debemos hacerlo. También la esposa debe tratar al marido con el mayor interés y cortesía. Sus palabras dirigidas a él no deben ser mordaces, cortantes o burlonas; no debe proferirle críticas indirectas; no debe importunarlo con regaños; no debe tratar de provocar su enojo o causar situaciones desagradables en el hogar. La esposa debe ser una alegría para su marido, y debe vivir y conducirse de tal manera en el hogar, que éste se convierta en el sitio más gozoso y más bendito sobre la tierra para su esposo. Tal debe ser la situación del esposo y de la esposa, del padre y de la madre, dentro de los sagrados recintos de ese lugar santo, el hogar. Entonces les será fácil a los padres inculcar en el corazón de los hijos no sólo amor por su madre y su padre, no sólo respeto y cortesía para con sus padres, sino amor, cortesía y respeto entre los niños en el hogar. Los hermanitos respetarán a sus hermanitas los niños se respetarán el uno al otro; las niñas se respetarán unas a otras, y los niños y las niñas se respetarán y se tratarán mutuamente con ese amor, esa deferencia y respeto que debe observarse en el hogar por parte de los niños. Entonces le será fácil a la maestra, de la Escuela Dominical continuar la instrucción del niño bajo la santa influencia de esa organización; y el niño será dócil y fácil de guías, porque se ha establecido el fundamento de una educación correcta en el corazón y mente del niño en su hogar. La maestra entonces puede ayudar a los niños, criados bajo estas influencias correctas, a rendir respeto y cortesía a todos los hombres, y especialmente a los desafortunados, los ancianos y los inválidos. —C.R. de abril, 1905, págs. 84, 85.

DEBEMOS SERVIR DE EJEMPLO A NUESTRAS FAMILIAS. Cuando pienso en nuestras madres, las madres de nuestros hijos, y comprendo que bajo la inspiración del evangelio llevan vidas virtuosas, puras y honorables, son fieles a sus esposos, fieles a sus hijos y a sus convicción del evangelio, ¡oh, cómo se llena mi alma de amor puro por ellas! ¡Cuán nobles y cuál divinamente entregadas, cuán selectas, cuán deseables y cuán indispensables son para la realización de los propósitos de Dios y el cumplimiento de sus decretos! Hermanos míos, ¿podéis maltratar a nuestras esposas, las madres de vuestros hijos? ¿Podéis refrenaros de tratarlas con amor y bondad? ¿Podéis refrenaros de hacer su vida lo más cómoda y feliz que sea posible, aligerando sus cargas hasta donde vuestra habilidad lo permita, haciendo agradable la vida para ellas y para sus hijos en sus hogares? ¿Cómo podéis evitarlo? ¿Cómo puede cualquiera refrenarse de sentir un interés intenso por la madre de sus hijos, y también por estos? Si poseemos el Espíritu de Dios, no podemos obrar de otra manera. Es sólo cuando los hombres se apartan del espíritu recto, cuando se desvían de su deber, que desatienden o deshonran el alma que les ha sido confiada. Tienen la obligación de honrar a sus esposas e hijos. Hombres inteligentes, comerciantes, hombres de negocios, hombres que se ven constantemente envueltos en los afanes de la vida y tienen que dedicar sus energías y pensamientos a sus obras y deberes, tal vez no disfruten de tanta asociación con sus familias como quisieran, pero si el Espíritu del Señor los acompaña en el cumplimiento de sus deberes temporales, jamás abandonarán a las madres de sus hijos ni a sus hijos o dejarán de enseñarles los principios de la vida y darles un ejemplo digno. No hagáis vosotros mismos cosa alguna respecto de la cual tengáis que decir a vuestro hijo: «No hagas eso.» Vivid de tal manera que podáis decir: «Hijo mío, haz lo que yo hago; sígueme; emula mi ejemplo.» Tal es la manera en que deben vivir los padres, cada uno de nosotros; y es una vergüenza, una cosa debilitante y bochornosa el que cualquier miembro de la Iglesia siga un curso que él sabe que no es recto, y que no quiere que sus hijos sigan. —C.R. de abril, 1915, págs. 6, 7.

LA NOBLEZA MAS AUTÉNTICA. Al fin y al cabo, el hacer bien las cosas que Dios dispuso que fuesen la suerte común de todo el género humano, constituye la nobleza más auténtica. Lograr el éxito como padre o como madre es superior a lograr el éxito como general o estadista. Una es grandeza universal y eterna, la otra es efímera. Es cierto que esta grandeza secundaria puede sumarse a lo que designamos común, pero cuando dicha grandeza secundaria no se agrega a lo que es fundamental, es meramente un honor sin sustancia y se desvanece del bien común y universal en la vida, aun cuando logre ocupar un lugar en las páginas aisladas de la historia. Nuestra primera preocupación, después de todo, nos hace volver a la bella amonestación de nuestro Salvador: «Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas» (Mateo 6:33).

Nunca debemos desalentarnos en las tareas diarias que Dios ha decretado como la suerte común del hombre. Deben emprenderse los deberes de cada día con un espíritu gozoso, y con el pensamiento y la convicción de que nuestra felicidad y bienestar eternos dependen de efectuar bien lo que hemos de hacer, lo que Dios nos ha dado como deber. Muchos no son felices porque se imaginan que deberían estar haciendo algo excepcional o algo extraordinario. Algunas personas prefieren ser la flor de un árbol y ser vistos con admiración, que ser parte permanente del mismo y llevar la vida común de su existencia.

No intentemos substituir una vida artificial por la vida verdadera. Realmente feliz es aquel que puede ver y apreciar la belleza con la que Dios ha adornado las cosas comunes de la vida. —Juvenite Instructor, tomo 40, págs. 752, 753 (15 de diciembre de 1905).

LOS PADRES SON RESPONSABLES DE SUS HIJOS. Los padres en Sión tendrán que responder por los actos de sus hijos, no sólo hasta que lleguen a los ocho años de edad, sino tal vez durante toda la vida de sus hijos, si es que desatendieron su deber en cuanto a ellos mientras éstos se hallaban bajo su cuidado y orientación, y los padres eran los responsables de ellos. -C.R. de abril 1910, pág. 6.

CONFIANZA FALSA. No permita Dios que haya uno de nosotros tan imprudentemente condescendiente, tan irreflexivo y tan superficial en nuestro cariño por nuestros hijos, que por temor de ofenderlos no nos atrevamos a marcarles el alto en un curso errado, en hacer las cosas malas y en su desatinado amor por las cosas del mundo más que por las cosas de la justicia. Deseo decir esto: Algunos han llegado a tener una confianza tan ilimitada en sus hijos, que no creen posible que estos sean desviados o hagan lo malo; no creen que puedan hacer cosas malas, porque les tienen gran confianza. De ello resulta que los dejan libres, en la mañana, al mediodía y en la noche, para que concurran a toda clase de diversiones y entretenimientos, frecuentemente acompañados de aquellos a quienes no conocen ni comprenden. Algunos de nuestros hijos son tan inocentes, que no sospechan de la maldad; y por consiguiente, no están prevenidos y caen en los lazos del mal. No me agrada, y me desplace hablar a la ventura, por decirlo así, porque no sé qué me sobrevendrá en lo futuro. No sé qué aflicciones me esperan en mis hijos o en los hijos de ellos. No puedo decir lo que traerá el porvenir; pero yo sentiría hoy que mi vida habría sido un fracaso, en parte, si en este momento alguno de mis hijos repudiase su fidelidad a su padre o a su madre y tomara el freno en su propia boca, por decirlo así, para obrar a su gusto en el mundo, sin consideración a sus padres. -C,R. de octubre, 1909. Life of Joseph F. Smith, pág. 404.

EL PADRE ES LA AUTORIDAD QUE PRESIDE EN LA FAMILIA. No hay autoridad mayor en los asuntos relacionados con la organización familiar, y especialmente cuando preside esta organización uno que posee el sacerdocio mayor, que la del padre. Esta autoridad es tradicional, y entre el pueblo de Dios se ha respetado altamente en todas las dispensaciones, y con frecuencia se ha recalcado en las enseñanzas de los profetas que fueron inspirados de Dios. El orden patriarcal es de origen divino y continuará por tiempo y por la eternidad. De modo que hay una razón particular por la que los hombres, mujeres y niños deben entender este orden y esta autoridad en las casas del pueblo de Dios, y procurar convertirlas en lo que Dios tuvo por objeto que fuesen, una calificación y preparación para la exaltación más alta de sus hijos. En el hogar, la autoridad presidente siempre está investida en el padre, y en todas las cosas del hogar y asuntos de la familia no hay otra autoridad superior. Para ilustrar este principio, tal vez baste un solo ejemplo. En ocasiones sucede que los élderes son llamados para ungir a los miembros de una familia. Entre estos élderes puede haber presidentes de estaca, apóstoles o aun miembros de la Primera Presidencia de la Iglesia. No es propio que en estas circunstancias el padre se haga a un lado y espere que los élderes dirijan la administración de esta importante ordenanza. El padre está allí y es su derecho y su deber presidir. Debe designar al que ha de administrar el aceite y al que ha de ofrecer la oración, y no debe sentir que por motivo de encontrarse presente alguien de entre las autoridades presidentes de la Iglesia, él queda despojado de su derecho de dirigir la administración de esa bendición del evangelio en su hogar. (Si el padre está ausente, la madre debe pedir que se haga cargo la autoridad mayor que esté presente.) El padre preside en la mesa, en la oración y da instrucciones generales referentes a su vida familiar, pese a quien esté presente. Se debe enseñar a las esposas e hijos a sentir que se ha establecido el orden patriarcal en el reino de Dios para un propósito sabio y benéfico, y deben sostener al jefe de la casa y alentarlo en el cumplimiento de sus deberes, y hacer cuanto esté a su alcance para ayudarlo en el ejercicio de los derechos y privilegios que Dios ha conferido sobre el que está a la cabeza del hogar. Este orden patriarcal tiene su divino espíritu y propósito, y los que lo desprecian por este o aquel pretexto no están de conformidad con el espíritu de las leyes de Dios cual fueron dispuestas para ser reconocidas en el hogar. No es meramente asunto de quién pueda ser el más apto; ni tampoco es enteramente cuestión de quién esté llevando la vida más digna. Es principalmente asunto de ley y orden, y su importancia frecuentemente se ve en el hecho de que la autoridad permanece y es respetada mucho después que un hombre ya no es realmente digno de ejercerla.

Esta autoridad lleva en sí una responsabilidad, y grave por cierto, así como sus derechos y privilegios; y los hombres jamás serán demasiado ejemplares en su vida, y todo cuidado es poco para vivir de acuerdo con esta importante regla de conducta ordenada de Dios en la organización familiar. Sobre esta autoridad se basan determinadas promesas y bendiciones, y aquellos que la observan y respetan tienen ciertos derechos a favores divinos, los cuales no pueden recibir, a menos que respeten y observen las leyes que Dios ha establecido para la reglamentación y autoridad del hogar. «Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da», ley fundamental dada a Israel antiguo, y es obligatoria para todo miembro de la Iglesia en la actualidad, porque la ley es eterna.

La necesidad, pues, de organizar el orden patriarcal y autoridad del hogar descansa sobre principios así como sobre la persona que posee esa autoridad; y entre los Santos de los Últimos Días debe cultivarse cuidadosamente la disciplina familiar fundada en la ley de los patriarcas, y entonces los padres podrán eliminar muchas de las dificultades que hoy debilitan su posición en el hogar a causa de hijos indignos.

Los principios aquí expuestos son de mayor importancia de la que muchos padres hasta ahora les han atribuido, y la desafortunada posición actual en los hogares de muchos de los élderes de Israel se debe en forma directa a la falta de estimación de su veracidad, —Juveniles Instructor, tomo 37, pág. 148 (1 de marzo de 1902).

DEBERES DE LOS PADRES. Ojalá vivan los padres en Israel como deben vivir, traten a sus esposas como deben tratarlas, hagan sus hogares lo más cómodo que puedan, alivien las cargas de sus compañeras cuanto puedan, den un ejemplo recto a sus hijos, les enseñen a que se reúnan con ellos en sus oraciones, en la mañana y al anochecer, y al sentarse para tomar sus alimentos, a que reconozcan la misericordia de Dios en darles el alimento que comen y la ropa que visten, y a que reconozcan la mano de Dios en todas las cosas. Este es nuestro deber, y si no lo hacemos, el Señor no quedará complacido, porque Él lo ha dicho. Él se complace únicamente con aquellos que reconocen su mano en todas las cosas. -C.R. de octubre, 1909, pág. 9; D. y C. 59:7, 21.

LA MATERNIDAD ES EL FUNDAMENTO DEL HOGAR Y LA NACIÓN. La maternidad constituye el fundamento de la felicidad en el hogar y de la prosperidad en la nación. Dios ha impuesto sobre los hombres y las mujeres obligaciones muy sagradas en lo que respecta a la maternidad, y son obligaciones que no se pueden pasar por alto sin incurrir en el desagrado divino. En 1 Timoteo 2:13-15, nos es dicho que «Adán fue formado primero, después Eva; y Adán no fue engañado, sino que la mujer, siendo engañada, incurrió en transgresión. Pero se salvará engendrando hijos, si permaneciere en fe, amor y santificación, como modestia». ¿Puede salvarse sin tener hijos? Verdaderamente corre un riesgo muy grave si intencionalmente desprecia lo que es un requisito declarado de Dios. ¿Cómo declarará su inocencia cuando no es inocente? ¿Cómo disculpará su falta cuando está en ella?

Por lo general, no se niega la cuestión de la obligación de los padres en el asunto de los hijos. Sin embargo, con demasiada frecuencia se excusa la falta de cumplimiento de dicha obligación.

«La herencia de Jehová —nos es dicho— son los hijos»; y también son, según el salmista, «cosas de estima». Si los hijos son privados de su primogenitura, ¿cómo podrán ser cosa de estima en las manos del Señor? No son una fuente de debilidad y pobreza a la vida familiar, porque traen consigo ciertas bendiciones divinas que contribuyen a la prosperidad del hogar y la nación. «Como saetas en mano del valiente, así son los hijos habidos en la juventud. Bienaventurado el hombre que llenó su aljaba de ellos; no será avergonzado cuando hablare con los enemigos en la puerta» (Salmos 127.4,5).

¿Qué respuesta darán los hombres y mujeres para justificar su conducta que contraviene los mandamientos de Dios? Aquellos cuyos corazones están cerca de las leyes más sagradas de Dios harán grandes sacrificios para cumplirlas sinceramente.

Sin embargo, recientemente ha surgido una condición en nuestra vida social que está pugnando contra los divinos requisitos de la maternidad. Hombres y mujeres presentan la excusa del tremendo aumento en el costo de engendrar hijos. Las cosas esenciales para ser madre, en cuestión de los honorarios del médico, cargos de enfermeras y cuentas del hospital son tan elevadas, que desalientan a los hombres y a las mujeres cuyos medios son escasos. La carga de estos gastos ciertamente se está haciendo pesada, y si es que van a obstruir el cumplimiento de los requisitos de Dios, algo debe hacerse, bien sea para eliminarlos o reducirlos, y se debe disponer de algún medio que proteja a la familia y al país de la destrucción. Es un problema que bien se merece la atención de nuestros legisladores, quienes la asignan generosamente para asuntos que son insignificantes, en comparación con la salud, riqueza y prosperidad física de la nación. —Juvenile Instructor, tomo 50, págs. 290, 291 (mayo de 1915).

EL ÉXITO DEL ESPOSO DEPENDE DE LA ACTITUD DE LA ESPOSA. No hay organización o gobierno en el mundo tan perfectamente dispuesto para la educación de hombres y mujeres a fin de ocupar responsabilidades ejecutivas, como La iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. El gobierno en el hogar y en la Iglesia constituye una parte importante de la vida de la gente, y el gobierno en el hogar es la base de todo feliz gobierno en la Iglesia o el Estado. En el hogar, la madre es el principal elemento disciplinario en los primeros años de la vida del niño, y su influencia y disciplina determinan en gran manera la habilidad de sus hijos para asumir los cargos mayores en la Iglesia y el Estado al llegar a su madurez.

Sin embargo, aparte del gobierno del hogar, las mujeres con frecuencia se hallan al lado de sus maridos en puestos de responsabilidad y comparten hasta cierto grado el éxito o fracaso consiguiente a la administración de esos asuntos por parte de sus maridos. Al seleccionar a los hombres que han de ocupar cargos de responsabilidad en la Iglesia, sucede, y no ocasionalmente, que un hombre útil y competente deja de ser considerado por motivo de la deplorable falta de aptitud en la esposa; y aunque ésta no siempre sea un estorbo a las oportunidades de su marido, no obstante, puede serle un grave impedimento en el cumplimiento de los deberes correspondientes a su puesto. Si nuestras hermanas solamente pudieran comprender lo útil que podrían ser a sus maridos que tienen puestos de responsabilidad en la iglesia, y si pudieran sentir orgullo y gozo en la administración de los asuntos por parte de su esposo, se mejoraría grandemente, en muchos casos, el comportamiento de los hombres en puestos públicos.

La palabra y la ley del Señor son tan importantes para las mujeres que desean llegar a conclusiones prudentes, como lo son para los hombres; y las mujeres deben estudiar y considerar los problemas de esta gran obra de los últimos días desde el punto de vista de las revelaciones de Dios, y según obre en ellas su Espíritu, el cual tienen derecho de recibir por medio de la oración sincera nacida del corazón. La mujer en quien no hay una devoción sincera hacia las cosas de Dios, no está preparada para colocarse al lado de su esposo y gozar de su confianza en las responsabilidades más graves que descansan sobre él en el gobierno de la Iglesia. Hay razón para que los maridos les retengan su confianza a sus esposas y se nieguen a que influyan en ellos, cuando son mujeres cuyas ambiciones mundanas y falta de estimación de las cosas divinas las conducen a luchar por ventajas personales y beneficios egoístas. Las esposas de los que dirigen deben abrigar sentimientos generosos hacia todo lo relacionado con los asuntos que sus esposos presiden. Tales mujeres no deben ser exclusivistas en sus relaciones sociales, y deben evitar las maldades que frecuentemente vienen de ceder a la influencia y opiniones de grupos pequeños que buscan fines egoístas y ventajas personales. -Juvenile Instructor. tomo 38, págs. 371, 372 (1903).

EL DEBER DE LOS PADRES. Es el deber de los Santo de los Últimos Días enseñar la verdad a sus hijos, instruirlos en su carrera, enseñarles los primeros principios del evangelio, la necesidad del bautismo para la remisión de los pecados y para hacerse miembros de la Iglesia de Cristo; enseñarles la necesidad de recibir el don del Espíritu Santo por la imposición de manos, el cual los guiará a toda verdad y les revelará cosas pasadas y cosas venideras, y les manifestará más claramente las cosas presentes que están ante ellos, para que puedan comprender la verdad y andar en la luz como Cristo está en la luz, a fin de que puedan tener hermandad con El y su sangre pueda limpiarlos de todo pecado. —C.R. de abril, 1912, pág. 135.

BENDICIÓN Y NOMBRAMIENTO DE NIÑOS PEQUEÑOS. De acuerdo con la regla de la Iglesia, los niños que nacen a los miembros de la misma son llevados a la reunión mensual de ayuno en su barrio respectivo, y allí son bendecidos y reciben su nombre por mano del obispado o bajo su dirección. Es usual que en tal ocasión el obispo invite al padre del niño, si está presente y es un élder digno, a que tome parte con el obispado en la ordenanza. Esto es propio en toda ocasión, dado que la bendición pronunciada en tal forma tiene el carácter de una bendición paterna. El secretario del barrio toma nota de la ordenanza efectuada en dicha reunión del barrio.

Sin embargo, un padre que posee el sacerdocio mayor tal vez quiera bendecir y dar el nombre a su niño en el hogar, quizá en una fecha anterior a la que conviniera o fuera posible que la madre y el niño asistieran a la reunión de ayuno en el barrio. Puede haber élderes que deseen efectuar esta ordenanza dentro de su propio círculo familiar, como a los ocho días de haber nacido el niño. Esto también es propio, porque el padre, si es digno de su sacerdocio, goza de ciertos derechos y autoridad dentro de su familia, comparables con los del obispo en lo que al barrio respecta. Con demasiada frecuencia entre nosotros, el jefe de familia, aun cuando posee el sacerdocio mayor, deja de magnificar su llamamiento como el director espiritual de su familia. Mejor sería que todo élder que fuera padre se elevara a la dignidad de su cargo y oficiara en su santo oficio dentro de su organización familiar. Puede solicitar la ayuda de cualesquier otros que sean dignos poseedores de la autoridad requerida del sacerdocio, pero suyo es el privilegio de estar a la cabeza de su casa y efectuar las ordenanzas relacionadas con su familia. Surge la pregunta, y recientemente se ha presentado en forma concreta: Si un élder efectúa la ordenanza de dar el nombre y bendecir a su propio niño en el hogar, ¿se hace necesario que repita la ordenanza en la reunión del barrio? A esto respondemos: No. La bendición del padre es autoritativa, apropiada y suficiente; pero en cada uno de estos casos se debe informar cuanto antes al obispo del barrio, el cual indicará al secretario que haga un registro completo y correcto del asunto, anotando el nombre del niño, la fecha de nacimiento y de la bendición y demás informes respecto de los padres, etc., en los libros del barrio. Es el deber de los maestros y presbíteros asegurarse, durante las visitas a las casas de los miembros, de que todo este género de registros se haga en forma completa y sin dilación.

La repetición de la ordenanza de dar nombre y bendecir a los niños tiende a disminuir nuestra estimación de la autoridad y santidad que acompañan la bendición del padre dentro de su familia.

No debe olvidarse, sin embargo, que si el niño no es bendecido ni se le da un nombre, mediante la autoridad apropiada en el hogar, se le debe llevar a la reunión de ayuno del barrio en la primera oportunidad, para que allí reciba la bendición, y su nombre quede debidamente inscrito en los libros de la iglesia. —Juvenile Instructor, tomo 38 (enero de 1903).

TENED CUIDADO DE VUESTROS HIJOS. Algunos han llegado a tener una confianza tan ilimitada en sus hijos, que no creen posible que éstos sean desviados o hagan lo malo; no creen que puedan hacer cosas malas, porque les tienen gran confianza. De ello resulta que los dejan libres, en la mañana, al mediodía y en la noche, para que concurran a toda clase de diversiones y entretenimientos, frecuentemente acompañados de aquellos a quienes no conocen ni comprenden. Algunos de nuestros hijos son tan inocentes, que no sospechan de la maldad y por consiguiente, no están prevenidos y caen en los lazos del mal. —C.R. de octubre, 1909, pág. 4.

EL DEBER DE INSTRUIR A LOS HIJOS. Otro deber grande e importante que pesa sobre este pueblo es enseñar todo principio del evangelio a sus hijos desde la cuna hasta que llegan a ser hombres y mujeres, y procurar, hasta donde les sea posible a los padres, inculcar en el corazón de ellos el amor por Dios, por la verdad, la virtud, la honradez, el honor y la integridad a todo lo que es bueno. Esto es de importancia para todos los hombres y mujeres que están a la cabeza de una familia en la casa de fe. Enseñad a vuestros hijos el amor de Dios; enseñadles a amar los principios del evangelio de Jesucristo. Enseñadles a amar a sus semejantes, y especialmente a amar a los que con ellos son miembros de la Iglesia, para que sean leales a su hermandad con el pueblo de Dios. Enseñadles a honrar el Sacerdocio, a honrar la autoridad que Dios ha conferido sobre su Iglesia para el gobierno apropiado de la misma. —C.R. de abril, 1915, págs. 4, 5.

LO QUE HABÉIS DE ENSEÑAR A VUESTROS HIJOS. Somos un pueblo cristiano, creemos en el Señor Jesucristo y sentimos que es nuestro deber reconocerlo como nuestro Salvador y Redentor. Enseñadlo a vuestros hijos. Enseñadles que le fue restaurado al Profeta José Smith el sacerdocio que poseían Pedro, Santiago y Juan, quienes fueron ordenados por mano del Salvador mismo. Enseñadles que José Smith el Profeta fue escogido y llamado de Dios, siendo todavía un jovencito, para poner el fundamento de la Iglesia de Cristo en el mundo, para restaurar el santo sacerdocio y las ordenanzas del evangelio, las cuales son necesarias para habilitar a los hombres a fin de que puedan entrar en el reino de los cielos. Enseñad a vuestros hijos a que respeten a sus vecinos; enseñadles a que respeten a sus obispos y a los maestros que llegan a sus casas para instruirlos. Enseñad a vuestros hijos a respetar a los ancianos, las canas y los cuerpos endebles. Enseñadles a venerar a sus padres y a recordarlos honorablemente, y ayudar a todos los incapacitados y menesterosos. Enseñad a vuestros hijos, como a vosotros mismos se os ha enseñado, a honrar el sacerdocio que poseéis, el sacerdocio que poseemos como élderes en Israel. Enseñad a vuestros hijos a honrarse a sí mismos; enseñadles a honrar el principio de la presidencia mediante el cual se conservan intactas las organizaciones, y por medio del cual se preservan la fuerza y el poder para el bienestar y felicidad y edificación del pueblo. Enseñad a vuestros hijos que en la escuela deben honrar a sus maestros en lo que es verdadero y honrado, en lo que es digno en el hombre y la mujer, y meritorio; y enseñadles también a evitar los malos ejemplos de sus maestros fuera de la escuela y los malos principios de hombres y mujeres que a veces actúan como maestros de escuela. Enseñad a vuestros hijos a honrar la ley de Dios y la ley del estado y la ley de nuestro país. Enseñadles a respetar y estimar con honor a los que el pueblo elige para estar a la cabeza de ellos y ejecutar la justicia y administrarla ley. Enseñadles a ser leales a su patria, leales a la justicia, rectitud y honor; y de este modo llegarán a ser hombres y mujeres escogidos sobre todos los hombres y mujeres del mundo. —C.R. de abril, 1917, pág. 5, 6.

LO QUE DEBE ENSEÑARSE A LOS NIÑOS. Os suplico, mis hermanos y hermanas que tenéis hijos en Sión, y sobre quienes descansa la responsabilidad mayor, que les enseñéis los principios del evangelio; enseñadles a tener fe en el Señor Jesucristo y en el bautismo para la remisión de los pecados cuando lleguen a los ocho años de edad. Sus padres deben instruirlos en cuanto a los principios del evangelio de Jesucristo, o la sangre de los hijos será sobre los vestidos de esos padres. Me parece un deber tan claro y tan necesario que ellos procuren que sus hijos aprovechen las oportunidades que a éstos se conceden al ser educados e instruidos en estos principios, en las Escuelas Dominicales que se han establecido en la Iglesia y que se realizan domingo tras domingo para el beneficio de sus hijos. Me sentiría despreciable, diría yo, en mi propia mente, en mis propios sentimientos, si tuviese hijos cuyos padres descuidasen estos asuntos. Nuestros pequeñitos están sumamente ansiosos de asistir a la Escuela Dominical, pese a lo que suceda: llueva o haga frío o tiempo agradable, o lo que sea; estén sanos o enfermos, no puede impedírseles ir a la Escuela Dominical a menos que haya una fuerte razón para ello. —C.R. de abril, 1905, pág. 81.

LA INSTRUCCIÓN DE LOS NIÑOS EN EL HOGAR Y EN LA ESCUELA DOMINICAL. No se requiere argumento alguno para convencer a nuestra mente que nuestros niños llegarán a ser casi cualquier cosa que queramos. Nacen sin conocimiento o entendimiento, las criaturas más impotentes de la creación animal que hay en el mundo. El pequeñito comienza a aprender después que nace, y todo lo que sabe depende grandemente de su ambiente, las influencias bajo las cuales se cría, la bondad con que se le trata, los nobles ejemplos que se le dan y las santas influencias, o lo contrario, del padre y la madre en su mente infantil. Llegará a ser principalmente el producto de su ambiente y de sus padres y maestros.

El niño de la más humilde de nuestras tribus indígenas que nace en una tienda y el niño que nace con todas las comodidades comienzan en un estado casi igual, en lo que a sus posibilidades de aprender concierne. Mucho depende de la influencia bajo la cual se cría. Notaréis que la influencia más potente en la mente de un niño, para persuadirlo a aprender, progresar o realizar cosa alguna, es la influencia del amor. Más es lo que se puede lograr para bien por medio del amor no fingido, cuando se trata de criar a un niño, que por cualquier otra influencia a la cual se le pueda someter. El niño que no puede ser dominado por el látigo o gobernado por la violencia, puede ser dirigido en un instante por el afecto y la simpatía no fingidos. Sé que es verdadero, y este principio existe en toda condición de la vida.

La maestra de la Escuela Dominical debe gobernar a los niños, no por la fuerza, con palabras duras o regaños, sino mediante el cariño y ganando su confianza. Si la maestra logra la confianza de un niño, no es imposible realizar toda cosa buena deseada con tal niño.

Quisiera que se entendiese que yo creo que la mayor de las leyes y mandamientos de Dios es amar al Señor nuestro Dios con toda nuestra mente, alma y fuerza, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos; y si este principio se observa en el hogar, los hermanos y hermanas se amarán el uno al otro; serán bondadosos y serviciales unos con otros, manifestando el principio de la bondad y siendo solícitos unos hacia otros. En estas circunstancias el hogar se aproxima al estado de un cielo en la tierra, y los niños que se crían bajo estas influencias jamás las olvidarán; y aun cuando se encuentren en lugares difíciles, sus recuerdos volverán al hogar donde gozaron de estas influencias tan santas, y predominará la parte buena de su naturaleza, pese a las pruebas o tentaciones.

Hermanos y hermanas de la Escuela Dominical, os imploro que enseñéis y gobernéis por el espíritu de amor y tolerancia hasta que podáis vencer. Si los niños son rebeldes y difíciles de gobernar, sed pacientes con ellos hasta que podáis vencer por el amor, y habréis ganado sus almas y podréis dar forma a su carácter como os parezca.

Algunos niños no quieren a sus maestros, y éstos son impacientes con ellos y se quejan de que son muy mal educados, indóciles y malos. Por su parte, los niños refieren a sus padres cuánto aborrecen a sus maestros, y dicen que no quieren seguir yendo a la escuela por ser la maestra tan irritable. He sabido de estas cosas y sé que son ciertas. Por otra parte, si los niños dicen al padre y a la madre: «Creemos que tenemos la mejor maestra del mundo en nuestra Escuela Dominical»; o «Tenemos en nuestra escuela la mejor maestra que jamás ha habido», esto comprueba que tales maestras se han ganado el cariño de los niños, y estos pequeñitos son como barro en las manos del alfarero, y se les puede dar la forma que se desee. Tal es la posición en que debíais estar vosotras las maestras, y si lográis su cariño, esto es lo que los niños dirán de vosotras. —C.R. de octubre, 1902, págs. 92, 93.

ENSEÑAD EL EVANGELIO A LOS NIÑOS. ES el deber de los padres enseñar a sus hijos los principios del evangelio, y a ser serios e industriosos en su juventud. Se les debe inculcar, desde la cuna hasta el día en que dejan el techo de sus padres para formar sus propios hogares y tomar sobre sí mismos las responsabilidades de la vida, que hay un tiempo para sembrar y otro para cosechar, y que según lo que el hombre siembre, eso mismo segará. La siembra de hábitos malos en la juventud no producirá cosa mejor que el vicio, y de la siembra de las semillas de la indolencia invariablemente se cosechará la pobreza y la falta de estabilidad en la vejez. Lo malo engendra lo malo, y lo bueno producirá lo bueno.

He oído a algunos decir: «Sólo una vez pasamos por aquí, y lo mismo da que nos divirtamos y logremos lo que podamos mientras nos dure la vida.» Esto concuerda con la predicción del Libro de Mormón: «Y habrá muchos que dirán: Comed, bebed y divertíos, porque mañana moriremos; y nos irá bien. . . Sí, y habrá muchos que de esta manera enseñarán falsas, vanas y locas doctrinas; y se engreirán en sus corazones, y tratarán afanosamente de ocultar sus designios del Señor, y sus obras se harán en las tinieblas» (2 Nefi 28:7-9).

Den los padres en Sión algo que hacer a sus hijos, a fin de que estos puedan aprender las artes de la industria y a estar capacitados para desempeñar responsabilidades cuando les sean impuestas. Instruidlos en alguna ocupación útil, para que tengan una manera segura de ganarse la vida cuando comiencen a vivir por sí mismos. Recordad que el Señor ha dicho que «el ocioso no comerá el pan del trabajador», sino que todos deben ser industriosos en Sión. Tampoco deben propender a las risotadas, a las conversaciones livianas e imprudentes, ni al orgullo del mundo ni los deseos de concupiscencia, porque estas cosas no sólo no convienen, sino que son pecados graves a los ojos del Señor. Leemos que «la paga del pecado es la muerte» y la muerte es el destierro del Espíritu y de la presencia del Señor.

Y sobre todas las cosas, instruyamos a nuestros hijos en cuanto a los principios del evangelio de nuestro Salvador, a fin de que se familiaricen con la verdad y anden en la luz que aquélla derrama en todos los que quieren recibirla. «El que temprano me busca, me hallará—dice el Señor— y no será abandonado.» Nos conviene por tanto, comenzar temprano en la vida a viajar por el sendero recto y angosto que conduce a la salvación eterna. —Juvenile Instructor, tomo 52, págs. 19, 20 (enero de 1917); Romanos 6:25; Proverbios 8:17.

ENSEÑAD A LOS NIÑOS LA HISTORIA DE LA MUERTE DE JESUS. ¿Se debe enseñar a los niños pequeños de la clase de párvulos los acontecimientos que condujeron a la muerte de nuestro Salvador? Según un principio extensamente aceptado, no es deseable enseñar a estos pequeñitos las cosas que son horripilantes a la naturaleza infantil, y lo que se puede decir de los niños se aplica igualmente a todo período de la vida del alumno. Sin embargo, la muerte no es un horror puro y simple, porque con ella se relacionan algunas de las verdades más profundas e importantes de la vida humana. Aun cuando angustia en extremo a quienes tienen que sufrir la separación de sus seres queridos, la muerte es una de las bendiciones más grandes de la economía divina, y creemos que se debe enseñar algo de su significado verdadero a los niños en la época más temprana posible de su vida.

Nacemos con objeto de poder vestirnos de mortalidad, es decir, vestir nuestros espíritus con un cuerpo. Esta bendición es el primer paso hacia un cuerpo inmortal: el segundo paso es la muerte. Esta se encuentra en el camino del progreso eterno, y aunque dura de soportar, nadie que cree en el evangelio de Jesucristo, y especialmente en la resurrección, querría que fuese de otra manera. Debe instruirse a los niños, en los primeros años de su vida, que la muerte es realmente una necesidad así como una bendición, y que sin ella no estaríamos tu podríamos estar satisfechos y ser supremamente felices. En la crucifixión y resurrección de Jesús se basa uno de los principios más sublimes del evangelio. Si se enseñara esto a los niños en sus tiernos años, la muerte no tendría la influencia de horror que existe en la mente de muchos de ellos.

No hay duda de que los niños tendrán algún contacto relacionado con la muerte, aun durante sus años de párvulos, y sería un gran alivio para la condición confusa y perpleja de sus mentes, si se les hiciera alguna declaración inteligente en cuanto al porqué de la muerte. En ninguna parte puede encontrarse una explicación de la muerte más sencilla y convincente a la mente de un niño, que la muerte de nuestro Maestro, debido a la relación que tiene y que siempre debe tener con la gloriosa resurrección. —Juvenile Instructor, tomo 40, pág. 336 (1 de junio de 1905).

PRUDENCIA EN DAR A LOS NIÑOS. Les causa gran satisfacción a los padres poder corresponder a los deseos de sus hijos, pero indudablemente es crueldad hacia un niño darle todo lo que pide. Prudentemente pueden negarse a los niños cosas que aun en sí mismas son inofensivas. Nuestros placeres más frecuentemente dependen de la calidad de nuestros deseos que de verlos satisfechos. Se puede colmar a un niño de regalos que le traen poco o ningún placer, sencillamente porque no los desea. De manera que la educación de nuestros deseos es de importancia trascendental a nuestra felicidad en la vida; y cuando aprendamos que hay una educación para nuestro intelecto, y emprendamos esa educación con prudencia y sabiduría, haremos mucho para aumentar no sólo nuestra felicidad sino nuestra utilidad en el mundo.

Los métodos de Dios para educar nuestros deseos son, desde luego, siempre los más perfectos; y si aquellos que tienen en sus manos la facultad para educar y dirigir los deseos de los niños imitaran la prudencia que El manifiesta, los niños tendrían mayor éxito en combatir las dificultades que afligen a los hombres en todas partes en la lucha por la existencia. ¿Y cuáles son los métodos de Dios? En todo aspecto de la naturaleza se nos enseñan las lecciones de la paciencia y de la espera. Queremos las cosas mucho antes de recibirlas, y el hecho de que las hayamos deseado por largo tiempo las torna más preciosas aun cuando nos llegan. En la naturaleza tenemos nuestra temporada de siembra y de siega, y si se enseña a los niños que los deseos que siembran podrán cosecharse con el tiempo, mediante la paciencia y el trabajo, aprenderán a apreciar el haber alcanzado una meta por largo tiempo esperada. La naturaleza nos resiste y sigue amonestándonos a que esperemos; de hecho, nos vemos compelidos a esperar.

Un hombre tiene mucha mayor capacidad para disfrutar de aquello que le ha costado un número de años de trabajo, que aquel que recibe como obsequio un objeto similar. Por tanto, es cosa sumamente desafortunada para los niños cuando sus padres debilitan grandemente, o casi destruyen por completo la capacidad del niño para gozar de varios de los placeres más sanos de la vida. El niño que recibe todo lo que quiere, y cuando lo quiere, es realmente digno de lástima, porque carece de la habilidad para disfrutarlo. Puede haber cien veces más placer en una moneda de plata para un niño, que para otro.

Nuestros deseos son los móviles más poderosos que nos incitan a la energía y nos impulsan a producir y a crear en la vida. Si son débiles, nuestras creaciones probablemente serán pequeñas e insignificantes. El dinero por el cual un joven tiene que trabajar es de valor en su vida, y tiene un verdadero poder adquisitivo que es superior al del dinero que se le regala; y lo que se dice de los jóvenes se aplica igualmente a las niñas y señoritas. La joven que gana algo, que trabaja persistente y pacientemente para tener dinero que puede llamar propio, tiene una capacidad para disfrutar de los objetos de sus deseos que es muy superior a la de la joven que nunca aprendió a ganar dinero. También conoce y aprecia el valor del dinero más que aquella que nunca tuvo que esperar hasta ganarlo. Es un error el que los padres supongan que una hija nunca debe verse obligada a ganar algo. Todo esfuerzo que hacemos hacia la realización de nuestros deseos proporciona fuerza y carácter tanto al hombre como a la mujer. El que edifica una casa disfruta mucho más al ocuparla, que el que la recibe como regalo.

Tan malo es dar sistemáticamente a un niño cuanto desea, como negarle todo. Cuando los padres condescendientes imaginan que están contribuyendo al placer de la vida de sus hijos dándoles cuanto desean, de hecho están destruyendo la capacidad de sus hijos para disfrutar del cumplimiento de sus deseos, debilitados y pervertidos por el exceso de complacencia. La habilidad para dar prudentemente a los niños es una aptitud rara, y sólo se adquiere mediante el juicioso y prudente ejercicio del más alto sentido del deber que los padres pueden abrigar por sus hijos. Siempre es preferible el deber a la complacencia. —Juvenile Instructor, tomo 38, pág. 400 (1 de julio de 1903)

NO IMPONGAMOS JURAMENTOS A LOS NIÑOS. Nos parece cuestionable el criterio de imponer cualquier clase de juramento a los niños. Nosotros mismos no imponemos juramentos a nuestros hijos, y no vemos motivo para permitir que otros lo hagan. Se pueden dar instrucciones a los niños, amonestándolos a no usar bebidas alcohólicas o tabaco, y lograrlo sin necesidad de requerirles un juramento, con sólo imponerle esa responsabilidad. No debe permitirse que un hombre o grupo alguno de gente reúna a nuestros niños con objeto de afiliarse con alguna sociedad de templanza, sin que primero obtengan el consentimiento de los padres o tutores de estos niños, y demos por sentado que no se dará tal consentimiento. También damos por sentado que los consejos de educación no permitirán que tal se haga regularmente en las escuelas públicas sin el permiso de referencia.

Debe entenderse que nosotros, los Santos de los Últimos Días, enseñamos la templanza y la moralidad como parte de nuestra religión, y que nos consideramos competentes para hacer esta clase de obra entre nuestros propios hijos sin la ayuda de sociedades de templanza de otras partes. —Juvenile Instructor, tomo 37, pág. 720 (1 de diciembre de 1902).

LOS NIÑOS TIENEN IGUALES DERECHOS QUE LOS MAYORES EN LA CASA DEL SEÑOR. Se debe enseñar a nuestros niños que ellos tienen derechos en la casa del Señor, al igual que sus padres y al igual que sus vecinos o cualquier otro. —C.R. de octubre, 1904, pág. 88.

NO HIPOTEQUÉIS VUESTRAS CASAS. Hermanos míos, cuidaos de imponer algún gravamen sobre el techo que cubre la cabeza de vuestras esposas y vuestros hijos. No lo hagáis, no abruméis vuestras tierras con hipotecas, porque es de vuestras granjas que obtenéis vuestro alimento y los medios para proporcionaros vuestra ropa y demás necesidades de la vida. Conservad vuestras posesiones libres de compromisos. Liquidad vuestras deudas cuanto antes, y no os endeudéis más, porque así es la manera en que se cumplirá la promesa de Dios a los miembros de su Iglesia de que llegarán a ser el más rico de todos los pueblos del mundo. Pero esto no se realizará mientras sigáis hipotecando vuestras casas y granjas o. contrayendo deudas superiores a vuestra habilidad para pagar, con lo que, tal vez, vuestro nombre y crédito caigan en la deshonra por haberos extendido demasiado. Un buen lema al respecto es éste: «Nunca extiendas el brazo más allá de lo que puedas recoger.» -C.R. de abril, 1915, pág. 11.

NO HAY SUSTITUTO PARA EL HOGAR. La tendencia cada vez mayor por todo el país, de abandonar el hogar por el hotel y la vida nómada, con su espíritu continuamente agitado e inquieto, también se manifiesta acá y allá entre los Santos de los Últimos Días. Tal vez no sea inoportuna una palabra de amonestación en esta oportunidad, a aquellos que se imaginan que hay cierto encanto así como beneficio en recorrer el mundo en busca de placeres y novedades consiguientes al frecuente cambio de domicilio.

No hay sustituto para el hogar. Su fundamento es tan antiguo como el mundo, y su misión fue establecida por Dios desde las épocas más remotas. De Abraham nacieron dos razas antiguas, representadas en Isaac e Ismael. Una de ellas edificó casas estables y estimó su tierra como herencia divina. De la otra provinieron los hijos del desierto, y tan intranquilos como las arenas siempre inestables, sobre las cuales se plantaban sus tiendas. Desde ese día hasta el tiempo presente el hogar ha sido la característica principal que distingue a las naciones superiores de las inferiores. De modo que el hogar es más que una habitación es una institución que significa estabilidad y amor en el individuo así como en las naciones.

No puede haber felicidad genuina aparte y separada del hogar, y todo esfuerzo que se hace por santificar y preservar su influencia ennoblece a quienes trabajan y se sacrifican por establecerlo. Los hombres y las mujeres a menudo intentan reemplazar la vida del hogar con alguna otra clase de vida; quieren hacerse creer que el hogar significa restricción, que la libertad mayor es la oportunidad más amplia para ir donde uno quiera. No hay felicidad sin servicio, y no hay servicio mayor que el que convierte al hogar en una institución divina y fomenta y preserva la vida familiar.

Quienes esquivan las responsabilidades del hogar carecen de un elemento importante del bienestar social. Podrán entregarse a los placeres sociales, pero éstos son superficiales y resultan en desilusiones más adelante en la vida. Las ocupaciones del hombre a veces lo alejan de su hogar, pero el pensamiento de poder volver a casa siempre es una inspiración que conduce a las buenas obras y a la devoción. Cuando la mujer abandona el hogar y sus deberes, el caso es más deplorable. Los malos efectos no se limitan sólo a la madre; se priva a los niños de un derecho sagrado, y su amor queda despojado de su punto de recuperación dentro de los muros del hogar. Las memorias más perdurables de la niñez son las que se relacionan con el hogar, y los recuerdos más estimados de la vejez son aquellos que evocan las asociaciones de la juventud y sus felices contornos.

Debe desalentarse esta disposición entre los miembros de andar errando. Si las comunidades han de emprender el vuelo, dejad ir a los jóvenes y transmítanse los antiguos hogares de generación en generación y establézcase el hogar con la idea de que va a ser una morada para la familia de una generación a otra, que será un monumento a su fundador y una herencia de todo lo que es sagrado y estimado en la vida del hogar. Sea éste la meca a la cual una posteridad cada vez más numerosa pueda hacer su peregrinación. El hogar, un hogar estable y puro, es la más alta garantía de estabilidad social y de permanencia en el gobierno.

El Santo de los Últimos Días que no tiene la ambición para establecer un hogar y darle permanencia, no tiene un concepto completo del deber sagrado que el evangelio le impone. En ocasiones podrá ser necesario mudar de residencia, pero nunca debe hacerse por causas ligeras o triviales, ni para satisfacer un espíritu inquieto. Siempre que se construyan hogares, debe prevalecer en todo momento la idea de permanencia. Muchos de los miembros viven en partes del país que son menos productivas que otras, que poseen pocos atractivos naturales; sin embargo aman sus hogares y su ambiente, y los hombres y mujeres más estables de tales comunidades son los últimos en abandonarlas. No hay en la riqueza o en la ambición cosa alguna que pueda reemplazar el hogar. Su influencia es una necesidad esencial para la felicidad y bienestar del hombre. —Juvenite Instructor, tomo 58, págs. 145, 146(1 de marzo de 1903).

LA ADORACIÓN EN EL HOGAR. En el evangelio tenemos la verdad. Si tal es el caso, y doy mi testimonio de que así es, entonces bien vale la pena todo esfuerzo nuestro por comprender la verdad, cada cual por sí mismo, y comunicarla a nuestros hijos mediante el espíritu y la práctica. Son demasiados los que dejan la orientación espiritual de sus hijos a la ventura o a otros, más bien que a sí mismos, y piensan que las organizaciones son suficientes para la instrucción religiosa. Nuestros cuerpos físicos pronto se extenuarían si les diéramos de comer sólo una vez a la semana, o dos, como algunos de nosotros solemos alimentar nuestros cuerpos espirituales y religiosos. Nuestros asuntos materiales serían mucho menos prósperos si únicamente los atendiésemos dos horas a la semana, como algunos parecen hacer con sus asuntos espirituales, especialmente, si aparte de esto nos conformamos, como algunos lo hacen en sus asuntos religiosos, con permitir que otros los manejen.

No; al contrario, esto debe hacerse todos los días y en el hogar, por medio del precepto, la enseñanza y el ejemplo. Hermanos, hay en el hogar sumamente poca devoción religiosa, amor y temor de Dios, demasiada mundanería, egoísmo, indiferencia y falta de reverencia en la familia, o jamás existirían estas cosas tan abundantemente por fuera. De manera que el hogar es lo que necesita reformarse. Procurad hoy y mañana, efectuar un cambio en vuestro hogar orando dos veces al día con vuestra familia; llamad a vuestros hijos ya vuestra esposa a que oren con vosotros; pedid una bendición sobre todo alimento que comáis. Pasad diez minutos leyendo un capítulo de las palabras del Señor en la Biblia, el Libro de Mormón, Doctrinas y Convenios, antes de acostaros o antes de salir a vuestro trabajo cotidiano. Alimentad vuestro ente espiritual en el hogar, así como en los lugares públicos. Abunden en vuestras familias el amor y la paz y el Espíritu del Señor, bondad, caridad, sacrificio en bien de otros. Desterrad las palabras ásperas, las envidias, los odios, el mal hablar, el lenguaje obsceno y las indirectas y blasfemias, y dejad que el Espíritu de Dios se posesione de vuestros corazones. Enseñad a vuestros hijos estas cosas, con espíritu y poder, apoyados y fortalecidos por la práctica personal; hacedles ver que sois sinceros y que lleváis a la práctica lo que predicáis. No pongáis a vuestros hijos en manos de especialistas, antes instruidlos por vuestro propio precepto y ejemplo en el seno de vuestro propio hogar, y sed vosotros mismos especialistas en la verdad. Sean vuestras reuniones, escuelas y organizaciones el suplemento a nuestras enseñanzas e instrucciones, más bien que nuestros únicos y principales maestros. No se extraviaría un niño de cada cien, si el ambiente, el ejemplo e instrucción del hogar concordasen con la verdad en el evangelio de Cristo cual se ha revelado y enseñado a los Santos de los Últimos Días. Padres y madres, vosotros sois principalmente los culpables de la infidelidad e indiferencia de vuestros hijos. Podéis remediar el mal mediante la sincera adoración, ejemplo, instrucción y disciplina en el hogar. —Improvement Era, tomo 7, pág. 135 (diciembre de 1904).

LA BASE DE UN HOGAR VERDADERO. Un hogar no es hogar, en lo que al evangelio concierne, a menos que exista perfecta confianza y amor entre el esposo y la esposa. El hogar es un sitio de orden, amor, unión, reposo, seguridad y confianza absoluta; donde no puede entrar el murmullo de la sospecha de infidelidad; donde el hombre y la mujer tienen confianza implícita en el honor y virtud de uno y otro. —

EL HOGAR IDEAL. ¿Qué, pues, constituye un hogar ideal —un hogar modelo— tal como deben ambicionar establecerlo los Santos de los Últimos Días; cual un hombre joven, comenzando su vida, desearía edificar para sí mismo? Y me vino la respuesta: Es uno en el cual toda cuestión mundana es de importancia secundaria; uno en el cual el padre está consagrado a la familia con que Dios lo ha bendecido, considerándola de importancia primordial, uno en el cual los de su familia, a su vez, le permiten vivir en sus corazones; uno en el cual hay confianza, unión, amor, devoción sagrada entre el padre y la madre, entre hijos y padres; uno en el cual todo deleite de la madre está en sus hijos, apoyada por el padre, todos ellos morales, puros, temerosos de Dios. Así como se juzga el árbol por su fruto, igualmente juzgamos el hogar por los hijos. En el hogar ideal los padres verdaderos crían hijos amorosos, considerados, leales hasta la muerte para con el padre, la madre y el hogar. Allí existe el espíritu religioso, porque tanto los padres como los hijos tienen fe en Dios y sus hechos concuerdan con esa fe; los miembros de la familia se hallan libres de los vicios y contaminaciones del mundo; son puros en cuanto a su moralidad, con corazones rectos que no admiten cohecho ni tentaciones, que ocupan un lugar elevado en las exaltadas normas de hombres y mujeres. Paz, orden y contentamiento reinan en el corazón de sus moradores, sean ricos o pobres en cosas materiales. No hay remordimientos vanos ni expresiones descontentas contra el padre, por parte de los hijos e hijas, en que dicen: «Si solamente tuviésemos esto o aquello, o fuésemos como tal o cual familia, o pudiésemos hacer lo que fulano o mengano», quejas que han causado a los padres muchos pasos inciertos, ojos llenos de lágrimas, noches de inquietud y ansiedad indecible. En su lugar existe esa amorosa consideración hacia el padre y la madre, con la cual los hijos y las hijas trabajan con el deseo y determinación de llevar parte de la carga que por tantos años ha agobiado a sus padres. Allí encontramos el beso para la madre, el cariño para el padre, el pensamiento de que ha sacrificado sus propias esperanzas y ambiciones, su fuerza, aun la vida misma en bien de sus hijos; hay agradecimiento en calidad de pago por todo lo que se les ha dado.

En el hogar ideal el alma no está hambrienta, ni se paralizan el desarrollo y expansión de los sentimientos más nobles sustituyéndolos con placeres burdos y sensuales. La meta principal no es acumular bienes materiales, que generalmente apartan más y más de lo verdadero, lo ideal, la vida espiritual; sino más bien consiste en producir riqueza del alma, la sensación de actos nobles, un derramamiento de amor y el deseo de ayudar.

No son las costosas pinturas, tapices, invalorables curiosidades, numerosos ornamentos, muebles lujosos, campos, rebaños, cosas y tierras lo que constituyen el hogar ideal, ni aun los deleites sociales y comodidad que muchos buscan tan tenazmente. Es más bien la belleza del alma; espíritus cultos, amorosos, fieles y leales; manos que ayudan y corazones que simpatizan; amor que no busca lo suyo; pensamientos y hechos que impulsan nuestras vidas hacia resultados más refinados —éstas cosas son las que constituyen el fundamento del hogar ideal. — Improvement Era, tomo 8, págs. 385-388 (1904-05).

EL FUNDAMENTO DE TODO LO BUENO EN EL HOGAR. En el hogar debida-mente ordenado se pone el fundamento mismo del reino de Dios, de la rectitud, del progreso, del desarrollo, de la vida eterna y del aumento eterno en el reino de Dios. No debe ser difícil considerar el hogar con la más alta reverencia y pensamientos exaltados, si puede fundarse sobre los principios de pureza, de cariño verdadero, de rectitud y justicia. El hombre y la mujer que tienen perfecta confianza el uno en el otro, y que determinan obedecer las leyes de Dios en sus vidas y cumplir la medida de su misión en la tierra, no estarían y nunca podrían estar contentos sin el hogar. Sus corazones, sus sentimientos, sus mentes, sus deseos se inclinarían naturalmente hacia el establecimiento de un hogar y familia y reino propios, hacia la colocación de los cimientos del crecimiento eterno y poder, gloria, exaltación y dominio por los siglos de los siglos. —Juvenile Instructor, tomo 51, págs. 739.

PROCURAD HOGARES. Según mi criterio, sería prudente y sabio que los jóvenes procurasen terrenos cerca del hogar paterno, así como del cuerpo de la Iglesia, donde pueden gozar de la ventaja de las Escuelas Dominicales y de las congregaciones de los miembros, y al hacerlo edificarán para sí mismos, más bien que permitir que lleguen forasteros y ocupen las tierras; forasteros con los cuales en muchos casos no tendríamos afinidad. Todos sabemos que hay algunas clases de gentes que llegan aquí, las cuales hasta la fecha no han demostrado ser vecinos con quienes uno desearía asociarse, y bien convendría que nuestra juventud permaneciera en las tierras donde nacieron y allí edificaran sus hogares. Diré que no aprobamos la disposición que algunos de ellos tienen de ir a un sitio lejano donde la vida, la propiedad y la libertad no están seguras. Deseamos que permanezcan juntos, para que, en caso de que sea necesario o conveniente que los miembros colonicen nuevas tierras, puedan hacerlo ordenadamente.

No quiero que se me interprete en el sentido de que estoy diciendo o pensando que un solo estado pequeño es de extensión suficiente para contener a todos los jóvenes, y creo que es prudente y necesario que los Santos de los Últimos Días aprovechen toda oportunidad que en este respecto sea posible. Creo que nuestros jóvenes deben buscar hogares en Utah, Idaho, Wyoming y Colorado, es decir, en nuestros propios estados, así como en los adyacentes, en la bendita tierra de América, bajo este notable y glorioso gobierno, donde están seguras y amparadas la vida, la propiedad y las libertades del hombre, donde la violencia del populacho y el espíritu revolucionario no andan al acecho, tal como sucede en otros países del mundo.

Otra cosa más. En los primeros días se hacía el esfuerzo para cooperar, combinarse y establecer industrias caseras para la producción de las cosas necesarias para el consumo de la gente, y lograr algún ingreso al mismo tiempo. En la actualidad hemos dejado que casi perezca el espíritu de la industria casera entre nosotros, y no vemos entre la gente la misma lealtad que debía haber, en lo que respecta a lo que se produce localmente. Hay muchas personas que prefieren patrocinar algún baratillero y comprar artículos mal elaborados, sólo porque pueden obtenerlos por unos cuantos centavos menos, que apoyar la industria casera y recibir algo que es auténtico y genuino. No debemos alentar el capital que viene de afuera y excluir el nuestro, ni patrocinar la mano de obra de otros más bien que la nuestra, sino que debemos fortalecer nuestras instituciones locales. —De un sermón, pronunciado en Logan, el 7 de abril de 1910.

SED DUEÑOS DE VUESTRAS PROPIAS CASAS. En los primeros años se estableció por regla entre los Santos de los Últimos Días dividir en tal forma las tierras, que cada familia pudiera tener una porción de terreno que pudiera llamar suyo; y este pueblo se ha preciado de decir que entre ellos hay más dueños de casas que entre cualquier otro pueblo de igual número. Esta condición tuvo una buena tendencia, y pese a lo que los hombres decían de nosotros, el hogar era la primera consideración entre los miembros. Es este amor por el hogar lo que ha dado fama a los miembros como colonizadores, fundadores de pueblos y rescatadores de los desiertos; pero parece que en las ciudades está entrando de moda la idea de que lo más novedoso es alquilar. Desde luego, este paso tal vez sea necesario como emergencia temporal, pero ninguna pareja joven debe establecerse con la idea de que esta situación, en lo que a ellos concierne, va a ser permanente. Todo hombre joven debe ambicionar poseer su propia casa; es mejor para él, para su familia, la sociedad, el estado y la Iglesia. Nada engendra la estabilidad, fuerza, poder, patriotismo, lealtad al país y a Dios como el ser dueño de su propia casa; un pedazo de tierra que vosotros y vuestros hijos podéis llamar vuestro. Además, son tantas las tiernas virtudes que se desarrollan con este dominio, que se hace doblemente fácil el gobierno de la familia a causa de ello.

Como pueblo, continuemos siendo diferentes del mundo en este respecto. Espero que los miembros siempre sean dueños de casas, y que nunca se conviertan en trotamundos, inquilinos y arrendatarios. Tan apartados debemos mantenernos de los conceptos prevalecientes en este respecto, como de algunas otras cosas. El pueblo de Sión tiene un destino más noble que el ser llevado de la nariz, por los caprichos del día. No es nuestra intención dejarnos llevar por tendencias malas, sino más bien gloriarnos en ir nosotros mismos a la cabeza en todo lo que contribuya al bienestar y felicidad del hogar, el desarrollo de la Iglesia y la prosperidad del estado. —Improvement Era, tomo 7, pág. 796 (agosto de 1904).

NO HIPOTEQUÉIS VUESTRAS CASAS. Cuando llega el pánico o sobreviene una severa crisis económica por causa de condiciones monetarias, el pueblo tiene entre sí una penosa lección objetiva sobre los perjuicios de hipotecar, especialmente sus casas y negocios.

Los hombres tienen la obligación, para con sus esposas e hijos, de ser prudentes y conservadores cuando los asuntos de los negocios llegan hasta el hogar, y es de dudarse si realmente tienen el derecho moral de exponer a esposas e hijos indefensos a las mercedes del prestamista. Los perjuicios son demasiado palpables para permitir que se hipotequen las casas que deben estar consagradas a las necesidades de quienes dependen de ellas.

Con frecuencia se ha advertido a los Santos de los Últimos Días, y en esta ocasión se les amonesta sinceramente a no sacrificar sus casas, y con ellas a sus esposas e hijos, en aras de la especulación financiera.

Lo que se enseñó en los primeros días de nuestra historia en esta región montañosa es igualmente cierto hoy, y todo Santo de los Últimos Días tiene el deber, en tanto que le sea posible, de ser dueño de su propia casa, de poseer una herencia terrenal. Nos hemos preciado de que entre los pueblos de todo el mundo, en ninguna parte puede encontrarse un porcentaje más elevado de personas que posean el título de propiedad de la casa en donde viven. En lugar de menguar año tras año el número total de casas que son propiedad de los Santos de los Últimos Días, debe haber un aumento. El asunto de que los miembros posean el título de propiedad de sus casas es algo más que la cuestión de que si será más costeable alquilar que ser dueño. Es una cuestión de importancia vital a nuestra posición futura y fuerza relativa en una tierra, a la cual tenemos derecho, de acuerdo con toda regla de equidad y prudencia. Hay una virtud, seguridad y certeza en ser uno dueño de su casa, que nunca llegan a conocer aquellos que transitan de un lugar a otro sin ninguna posesión terrenal. La influencia en la vida de un niño, que se deriva de poseer y ser dueño del hogar familiar, es en sí misma razón suficiente para protegerlo de los perjuicios repetidos de la hipoteca. Los Santos de los Últimos Días tienen la obligación para consigo mismos y para con Dios, de mantenerse firmes en la posesión de las tierras de las cuales han recibido sus escrituras, bien sea por compra o por arreglo. El mal de hipotecar las casas en manos de hombres y compañías procedentes del este, que no tienen más objeto que asegurar su kilo de carne, va en aumento entre la gente, y especialmente entre los que viven en las ciudades más grandes. En lo pasado se ha amonestado ampliamente a los miembros en contra de estas maldades. Si la necesidad obliga al marido a hipotecar la casa, hágalo de ser posible, por conducto de un amigo y no por medio de aquellos que pueden ser enemigos de los miembros. Si los Santos de los Últimos Días prestan atención a las prudentes amonestaciones y lecciones de lo pasado, vacilarán frente a las incitantes tentaciones que por todas partes se manifiestan, de hipotecar sus casas, sus negocios, canales y granjas, a cambio de los medios para especular y hacerse ricos. Se espera, por tanto, que en los casos en que los miembros hayan hipotecado sus casas, éstos persistirán en sus esfuerzos por librarlas de todo gravamen, y se les aconseja que conserven intactas y fuera de peligro las escrituras de sus tierras.

Las amonestaciones aquí dadas se dirigen especialmente a los que tienden a hipotecar con fines especulativos, y no a aquellos que tengan necesidad de obtener casas por medio de sociedades constructoras o de otras maneras, a base de abonos mensuales u otros pagos periódicos. Esta última práctica puede conducir a hábitos económicos, mientras que las especulaciones con demasiada frecuencia engendran un espíritu de extravagancia. —Juvenile Instructor, tomo 36, págs. 722, 723.

LOS PERJUICIOS DE LA HIPOTECA. ¡Qué condición tan bienaventurada resultaría en Sión, si se pudiera aclarar ampliamente a todo Santo de los Últimos Días, joven y anciano, el daño de endeudarse y de hipotecar su casa! Bueno sería, por cierto, si todo hombre que está pensando en empeñar su casa y terrenos por dinero, pudiera sentir algo del peso de la hipoteca y sus aflicciones consiguientes, a fin de que comprendiese su esclavitud y terror en forma tan completa antes del hecho, como seguramente los sentirá después. En tal caso, podría prevenírsele a tiempo a fin de evitar el paso fatal, y despertar como si fuera de un sueño horrendo, para regocijarse en su liberación. Con pocas excepciones, la hipoteca sobre la propiedad personal termina en desastre para el que la firma. . . ¿Qué pensaríamos de los hombres que pusieran en peligro la posición y el lugar del pueblo de Sión? La tierra de Sión es una herencia, y todo hombre que hipoteca su parte de esa herencia pone en peligro la tierra, de modo que no sólo se deshereda a sí mismo, sino también comete un crimen contra la comunidad entera y contra la inteligencia y prudencia que debe distinguir a todo verdadero Santo de los Últimos Días. El resultado de este acto es aterrador, y el contemplar tal cosa causa espanto a todo el que ama al pueblo de Dios, tanto más cuando uno posee el conocimiento de lo mucho que se ha extendido esta maldad.

De modo que la hipoteca, examinada en su verdadero aspecto, no sólo es una carga y perjuicio personales, que pueden causar que la familia de un hombre sea echada de su casa, y sus propias habilidades, felicidad y talentos resulten destruidos o lamentablemente disminuidos, sino que también constituye positivamente un crimen público en una comunidad como la nuestra. Deshacerse de sus herencias en Sión es semejante, en su naturaleza, al hecho de que una persona arranque y venda por dinero las losetas de oro con que están pavimentadas las calles de la ciudad celestial. Es intolerable, cuando se examina en su aspecto verdadero. Los antiguos proverbios de que «quien pide prestado, angustia se ha buscado», y que «la mentira va a cuestas de la deuda», deben hacer reflexionar a todo el que esté pensando en hipotecar. Más si la amonestación personal no es suficientemente fuerte, recuerde tal persona que su casa o granja probablemente se venderá por la mitad de su valor para liquidar su deuda, y que su familia que depende de él quedará sin abrigo y sustento adecuados; y si ninguna de estas dos razones es suficientemente fuerte para restringirlo, acuérdese de Sión y su herencia en ella, y proclámele ella su causa con la fuerza suficiente para hacerle comprender el triple crimen que está a punto de cometer, a fin de que detenga su mano y se salve de la humillación, zozobra, ansiedad y angustia que inevitablemente le sobrevendrán, a menos que se arrepienta. —Improvement Era, tomo 5, pág. 147 (diciembre de 1901).

NUESTRO PRIMER DEBER ES A LOS DE NUESTRA CASA. Quiero deciros que seremos sinceros con vosotros; opinamos que el primer deber de los Santos de los Últimos Días es procurar por sí mismos y por sus pobres; y luego, si podemos impartirlas a otros, y al grado que podamos, suministrar caridad y ayuda a otros que no sean de nuestra Iglesia; creemos que es nuestro deber hacerlo. Sin embargo, velemos primeramente por los miembros de nuestra propia casa: el hombre que no provee para los suyos, como se dijo en la antigüedad, es peor que un incrédulo. —C.R. de abril 1915, pág. 10.

LA MALDAD PREDOMINANTE DE LA INCONTINENCIA. El carácter de una comunidad o nación, es la suma total de las cualidades individuales de los miembros que la componen. Decir esto es expresar a la vez una perogrullada y un axioma de profunda importancia. La estabilidad de una estructura material depende de la integridad de sus varias partes y la conservación de una correlación correcta de las unidades que corresponda con las leyes de las fuerzas. La misma cosa se puede decir de instituciones, sistemas y organizaciones en general.

No sólo es fundamentalmente propio y de estricta conformidad con el espíritu, así como con la letra de la Palabra Divina, sino es absolutamente esencial a la estabilidad del orden social, que la ley secular defina y reglamente la relación conyugal. Los firmantes del contrato matrimonial deben definitivamente estar investidos con las responsabilidades de la posición que asumen; y por su fidelidad respecto de estas obligaciones tienen que responder el uno al otro, a la sociedad y a su Dios.

La unión sexual es lícita en el matrimonio, y si se participa en ella con recta intención, es honorable y santificadora; pero fuera de los vínculos del matrimonio, el acto sexual es un pecado degradante, abominable a la vista de Dios.

La infidelidad a los votos conyugales es una fuente fructífera de divorcio, con su extenso séquito de perjuicios consiguientes, entre los cuales no se quedan atrás la vergüenza y deshonra que sobrevienen a los desafortunados aunque inocentes niños. Los espantosos efectos del adulterio no pueden limitarse a las partes culpables. Bien sea que se sepa públicamente o se oculte parcialmente bajo el manto de un sigilo culpable, los resultados rebosan de malas influencias. Los espíritus inmortales que vienen a la tierra para tomar cuerpos de carne, tienen el derecho de nacer honorablemente de padres que se encuentren libres de la contaminación del pecado sexual.

Es deplorable el hecho de que la sociedad persiste en sujetar a la mujer a rendir cuentas más estrictamente que el hombre en el asunto de las ofensas sexuales. ¿Qué sombra de pretexto, no digamos justificación, podemos hallar para esta discriminación descarada y cobarde? ¿Acaso puede ser la corrupción moral menos asquerosa y pestífera en el hombre que en la mujer? ¿Hay menos peligro de contagiamos con un hombre leproso que con una mujer igualmente afligida?

En lo que toca a la mujer que peca, es inevitable que sufra, porque es segura la retribución, ya sea que venga inmediatamente o se postergue; pero en lo que toca a que la injusticia del hombre imponga sobre ella la consecuencia de las ofensas que él comete, éste es culpable de un pecado múltiple. Y el hombre es principalmente responsable de los pecados contra la decencia y la virtud, el peso de los cuales con demasiada frecuencia se echa a cuestas de la participante más débil en el crimen. La espantosa prevalencia de la prostitución, y la tolerancia y hasta condonación con que la así llamada sociedad civilizada trata este vil tráfico, son negras manchas en las páginas de la historia contemporánea. . .

Al igual que muchas enfermedades corporales, el crimen sexual arrastra consigo un séquito de males adicionales. Así como los efectos físicos de la embriaguez incluyen la deterioración de los tejidos y la alteración de funciones vitales, por lo que el cuerpo queda susceptible a cualquier enfermedad a que se le expone y, al mismo tiempo, disminuye su resistencia hasta el grado de una deficiencia fatal, en la misma manera la incontinencia expone el alma a diversos achaques espirituales, y le roba su resistencia así como su habilidad para recuperarse. La generación adúltera de la época de Cristo se hizo sorda a la voz de la verdad, y a causa de la condición enfermiza de su mente y corazón buscó señales y prefirió las fábulas vanas, más bien que el mensaje de salvación.

Aceptamos sin reserva o modificación la afirmación de Dios, dada por conducto de un antiguo profeta nefita: «Porque yo, el Señor Dios, me deleito en la castidad de las mujeres. Y las fornicaciones son una abominación para mí; así dice el Señor de los Ejércitos» (Jacob 2:28).

Sostenemos que sólo el derramamiento de sangre inocente sobrepuja al pecado sexual en la categoría de crímenes personales; y que el adúltero [que no se arrepiente] no tendrá parte en la exaltación de los bienaventurados.

Proclamamos como la palabra del Señor:

«No cometerás adulterio» (Éxodo 20:14).

«El que mira a una mujer para codiciarla, o si alguien comete adulterio en su corazón, no tendrá el Espíritu, sino que negará la fe.» —lmprovement Era, tomo 20, pág. 738 (junio de 1918); D. y C. 63:16.

GRADOS DE PECADO SEXUAL. Se dice que hay más tonos del color verde que de cualquier otro, así también opinamos nosotros que hay más variaciones o grados del pecado, en lo que atañe a la relación indebida de los sexos, que en cualquier otro acto malo que conocemos. Todos tienen que ver con una ofensa grave, a saber, el pecado contra la castidad; pero en numerosos casos se intensifica este pecado con la violación de convenios sagrados, a lo cual algunas veces se añade el engaño, la intimidación o la violencia.

Pese a lo mucho que se deben denunciar y deplorar todos estos pecados, nosotros mismos podemos ver la diferencia, tanto en intención como en consecuencia, entre la ofensa de una pareja de jóvenes que, habiéndose comprometido, cometen, en un momento de descuido, un pecado sin premeditación, y la de aquel que, habiendo entrado en lugares santos y contraído convenios sagrados, se pone a intrigar para robarle su virtud a la esposa de su vecino, ya sea por la astucia o por la fuerza, y realizar su vil intención.

No sólo existe una diferencia entre estas ofensas, juzgando desde el punto de vista de la intención, sino también del de las consecuencias. En el primer caso, la pareja de jóvenes que han transgredido pueden hacer una reparación parcial arrepintiéndose sinceramente y casándose. Sin embargo, hay un cosa que ellos no pueden reparar; no pueden restituir el respeto que se tenían el uno al otro, y con demasiada frecuencia, como resultado de esta pérdida de confianza, su vida conyugal se ve empañada o amargada por el temor que ambos tienen, de que el otro, habiendo pecado una vez, pueda hacerlo de nuevo. En el otro caso, se involucra a otras personas en forma desastrosa: se desbaratan familias, se impone la desdicha a personas inocentes, la sociedad siente los efectos, surge la duda en cuanto a los verdaderos padres de los niños y desde el punto de vista de las ordenanzas del evangelio, se ofusca el aspecto de la descendencia, y el árbol genealógico pierde todo valor; en suma, se cometen ofensas tanto en contra de los vivos como de los muertos, así como en contra de los que aún no han nacido, cosa que no está al alcance de los ofensores poder reparar o arreglar.

En ocasiones se presentan argumentos para limitar las disposiciones de la ley de Dios, cual se han dado en el libro de Doctrinas y Convenios, así en cuanto al castigo como al perdón para aquellos que han entrado en la Casa del Señor y recibido sus investiduras. Esto no es posible, en vista de que tantas de estas disposiciones fueron dadas en revelaciones publicadas varios años antes que se permitiera a los miembros recibir estas santas ordenanzas, de hecho, antes de que se construyera templo alguno. La ley, cual se ha dado, creemos que es general y que se aplica a todos los miembros; pero indudablemente, cuando además de la ofensa contra las leyes de la castidad se violan convenios, entonces el castigo por esta doble ofensa será correspondientemente mayor y más severo, ya sea en esta vida o en la venidera. —Juvenile Instructor, tomo 37, pág. 688 (15 de noviembre de 1902).

PUREZA. Hay algo en el hombre, una parte esencial de su mente, que recuerda acontecimientos de lo pasado y las palabras que hemos hablado en varias ocasiones. Fácilmente podemos evocar las palabras que hablamos en nuestra niñez; palabras que en nuestra infancia oímos pronunciar a otros, las podemos recordar aun cuando ya estemos entrados en años. Nos acordamos de palabras habladas en nuestra juventud y en los primeros años de nuestra edad viril, así como las palabras que se hablaron ayer. ¿Me permitís deciros que en realidad el hombre no puede olvidarse de nada? Podrá fallarle la memoria por un breve tiempo; tal vez no pueda recordar de momento algo que sabe o las palabras que ha pronunciado; tal vez no tenga a su disposición el poder para evocar estos acontecimientos y palabras; pero si Dios Omnipotente toca la fuente de la memoria y despierta el recuerdo, descubriréis entonces que no habéis olvidado ni siquiera una sola palabra vana que hayáis proferido. Creo que la palabra de Dios es verdadera y, por tanto, amonesto a la juventud de Sión, así como a los de edad avanzada, que se cuiden de decir cosas inicuas, de hablar mal y de tomar en vano el nombre de cosas sagradas y seres sagrados. Cuidad vuestras palabras para que no ofendáis ni aun al hombre, mucho menos a Dios.

Creemos que Dios vive y que es el juez de los vivos y de los muertos. Creemos que sus ojos están sobre el mundo y que El mira a sus serviles, errantes y débiles hijos sobre esta tierra. Creemos que estamos aquí porque Él lo dispuso, y no por elección; que estamos aquí para cumplir un destino y no para realizar un capricho o dar satisfacción a concupiscencias carnales. Creemos que somos seres inmortales; creemos en la resurrección de los muertos, y que así como Jesús salió de la tumba a vida eterna, habiéndose unido su espíritu y su cuerpo para nunca más ser separados, en igual manera ha abierto la puerta para que todo hijo e hija de Adán, vivos o muertos, salgan del sepulcro a vida nueva, para llegar a ser almas inmortales, cuerpo y espíritu unidos, para nunca más ser separados. Alzamos la voz contra la prostitución y toda forma de inmoralidad; no estamos aquí para cometer ninguna clase de inmoralidad. Sobre todas las cosas, la inmoralidad sexual es la más ofensiva a los ojos de Dios. Está en igual categoría que el asesinato mismo, y Dios Omnipotente fijó la pena de muerte para el asesino: «El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada.» Además dijo que el que comete adulterio ha de ser muerto. Por consiguiente, alzamos nuestra voz contra todo género de obscenidades.

Así pues, decimos a vosotros que os habéis arrepentido de vuestros pecados, que habéis sido sepultados con Cristo en el bautismo, que habéis sido levantados de la sepultura líquida a una vida nueva, nacidos del agua y del Espíritu, y que habéis sido hechos hijos del Padre, herederos de Dios y coherederos con Jesucristo; os decimos que si observáis la ley de Dios y cesáis de hacer lo malo, cesáis de ser obscenos, dejáis de ser inmorales, sexualmente o de otra manera, dejáis de ser profanos e infieles, y tenéis fe en Dios, creéis en la verdad y la recibís, y sois honrados con Dios y con los hombres, seréis exaltados y Dios os pondrá a la cabeza, tan cierto como observéis estos mandamientos. Quienes guarden los mandamientos de Dios, bien se trate de vosotros o de cualquier otro pueblo, se levantarán y no caerán, irán al frente y no detrás, irán hacia arriba y no hacia abajo. Dios los exaltará y magnificará delante de las naciones de la tierra, y pondrá sobre ellos el sello de su aprobación, los hará llamar suyos. Este es mi testimonio a vosotros. —Improvement Era, tomo 6, pág. 501 (mayo de 1903).

TRES PELIGROS AMENAZANTES. Hay por lo menos tres peligros que amenazan a la Iglesia por dentro, y es menester que las autoridades se den cuenta del hecho de que se debe amonestar incesantemente al pueblo en cuanto a estas cosas. Como yo los veo son: la adulación de los hombres prominentes del mundo, los falsos conceptos educativos y la impureza sexual.

Pero el tercer tema mencionado, el de la pureza personal, es tal vez de importancia mayor que cualquiera de los otros dos. Creemos en una norma de moralidad para los hombres y las mujeres. Si se pasa por alto la pureza de la vida, todos los demás peligros nos anegan, como los ríos de aguas al abrirse las compuertas. —Improvement Era, tomo 17, pág. 476 (marzo de 1914).

EL EVANGELIO ES COSA MAYOR. Uno de los deberes más importantes que descansan sobre los Santos de los Últimos Días es la debida instrucción y crianza de sus hijos en la fe del evangelio. El evangelio es la cosa mayor en todo el mundo; no hay nada con que se le pueda comparar. Las posesiones de esta tierra no son de consecuencia, cuando se comparan con las bendiciones del evangelio. Desnudos llegamos al mundo y desnudos saldremos, en lo que concierne a las cosas terrenales, porque tendremos que dejarlas atrás; pero las posesiones eternas que son nuestras mediante la obediencia al evangelio de Jesucristo no perecen. Los vínculos que Dios ha establecido entre mí y aquellos que Él me ha dado, así como la autoridad divina de la que gozo por conducto del santo sacerdocio, estas cosas son mías por toda la eternidad. Ningún poder aparte del pecado, la transgresión de las leyes de Dios, puede quitármelas; todas estas cosas son mías aun después de salir de esta probación. —Improvement Era, tomo 21, págs. 102, 103 (diciembre de 1917).

EL DEBER DEL ESPOSO PARA CON SU ESPOSA. Si hay hombre alguno que debiera merecer la maldición de Dios Omnipotente, ha de ser aquel que abandona a la madre de sus hijos, la esposa de su seno, la que ha puesto como sacrificio su propia vida una y otra vez por él y por sus hijos. Desde luego, esto supone que su mujer es una madre y esposa pura y fiel. — Improvement Era, tomo 21, pág. 105. (Diciembre de 1917.)

ESPOSAS Y ESPOSOS EN LA ETERNIDAD. Esperamos tener a nuestras esposas y esposos en la eternidad. Esperamos que nuestros niños nos reconozcan como sus padres y madres en la eternidad. Esto es lo que espero; no anhelo otra cosa; sin esto yo no podría ser feliz. El pensamiento o creencia de que se me negaría este privilegio en la otra vida me haría miserable desde este momento. No podría ser feliz otra vez sin la esperanza de que disfrutaré de la asociación de mis esposas e hijos en la eternidad. Si no tuviese esta esperanza, sería de todos los hombres el más desdichado, porque «si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres». Todos los que han gustado de la influencia del Espíritu de Dios y se ha despertado en ellos una esperanza de vida eterna, no pueden ser felices a menos que continúen bebiendo de esa fuente hasta quedar satisfechos, y es la única fuente de la cual pueden beber y quedar satisfechos. —Deseret Weekly News, tomo 33, pág. 131 (1884).

IMPORTANCIA DEL AFECTO FILIAL. No hagáis más pesada su carga [de vuestros padres] a causa de la negligencia, la extravagancia, o el mal comportamiento. Permitid más bien que os sea cortada vuestra mano derecha, o que sea arrancado vuestro ojo, antes que causar tristeza o angustia a vuestros padres por motivo de vuestro desafecto filial para con ellos. Así, pues, hijos, recordad a vuestros padres. Después que os han nutrido durante los tiernos años de vuestra infancia y niñez; después que os han alimentado y vestido y educado; después de haberos dado una cama para descansar y de haber hecho cuanto pudieron por vuestro bien, no los abandonéis cuando se vuelven endebles y los agobie el peso de sus años. No os olvidéis de ellos, antes estableceos cerca de ellos y haced cuanto podáis para velar por su comodidad y bienestar. —Improvement Era, tomo 21, pág. 105 (diciembre de Í917).

GOBIERNO FAMILIAR POR MEDIO DEL AMOR. He aprendido en mi niñez, como probablemente ha sucedido con la mayor parte de los niños, en parte por lo menos, que ningún amor en el mundo puede ser igual que el amor de una madre verdadera.

No lo pensaba en esos días, y no lo puedo comprender aún, cómo era posible que alguien amara a sus hijos más verdaderamente que mi madre. He pensado a veces, ¿cómo podrá aun el Padre amar a sus hijos más que mi madre a los suyos? Era vida para mí; era fuerza; era aliento; era amor que engendró el amor o la simpatía dentro de mí. Yo sabía que me amaba con todo su corazón. Amaba a sus hijos con toda el alma; trabajaba, se afanaba y se sacrificaba día y noche para lograr las comodidades y bendiciones temporales que escasamente podía dar a sus hijos como resultado de su propio trabajo. No había sacrificio, ya fuese de sí misma, de su propio tiempo, de sus momentos de reposo o placer u oportunidades para descansar, que valiera un momento de consideración, cuando era comparado con su deber y su amor respecto de sus hijos.

Cuando llegué a los quince años de edad y fui llamado para ir a un país extranjero a predicar el evangelio —o para aprender cómo, y aprenderlo para mí mismo— el ancla más fuerte que quedó establecida en mi vida, y que ayudó a conservar firmes mi ambición y mi deseo, a ponerme a nivel y a conservarme recto, fue ese amor que yo sabía que sentía por mí la que me había traído al mundo.

Un jovencito apenas, sin criterio maduro, sin la ventaja de una educación, colocado en medio de las incitaciones y tentaciones más grandes a que pudiera verse sujeto joven u hombre alguno; y sin embargo, cuando estas tentaciones llegaban a ser sumamente llamativas e incitantes para mí, el primer pensamiento que surgía en mi alma era éste: Recuerda el amor de tu madre. Recuerda cómo se afanó por tu bienestar; recuerda su disposición de sacrificar su vida por tu bien. Recuerda lo que te enseñó en tu niñez y cómo insistía en que leyeras el Nuevo Testamento, el único libro, con excepción de un corto número de libros escolares, que temamos en la familia o que estaba al alcance de nuestros medios en esa época. Este sentimiento para con mi madre llegó a ser una defensa, una barrera entre mí y la tentación, de modo que pude apartarme de la tentación y del pecado con la ayuda del Señor y el amor engendrado en mi alma por aquella que yo sabía que me amaba más que a cualquier otra persona en todo el mundo, y más de lo que pudiera amarme cualquier otro ser viviente.

Una esposa podrá amar a su marido, pero es diferente del amor de la madre por su hijo. La madre verdadera, la que tiene el temor de Dios y el amor de la verdad en su alma, jamás se escondería del peligro o del mal y dejar a su niño expuesto a estas cosas. Al contrario, así como es natural que las chispas salten hacia arriba, tan natural como aspirar el aliento de la vida, si un peligro amenazara a su hijo, ella se interpondría entre el niño y ese peligro; defendería a su hijo hasta lo último. Su vida sería nada en comparación con la vida de su niño. Tal es el amor de la verdadera maternidad por los hijos.

Su amor por su marido sería diferente, pues si a él lo amenazara algún peligro, tan natural como el que ella se interpusiera entre su hijo y el peligro, sería su disposición de colocarse más bien detrás de su esposo para que él le diera protección; y ésa es la diferencia entre el amor de la madre por los hijos y el amor de la esposa por su marido. Hay una diferencia muy grande entre los dos.

He aprendido a considerar en alta estima el amor de la madre. Con frecuencia he dicho, y lo vuelvo a repetir, que el amor de una madre verdadera se aproxima más al amor de Dios que cualquier otra clase de amor. El padre puede amar a sus hijos también; y enseguida del amor que la madre siente por su hijo, incuestionable y. propiamente también, viene el amor que el padre siente por su hijo. Sin embargo, como aquí lo ha ilustrado el hermano H. Anderson, el amor del padre es de una naturaleza o grado diferente al del amor de la madre por su hijo. Esto queda manifestado en el hecho, por él relatado, de tener el privilegio de trabajar con su hijo, teniéndolo en su presencia, conociéndolo más íntimamente, entendiendo sus características con mayor claridad, familiarizándose y relacionándose más estrechamente con él, el resultado de lo cual fue que su amor por su hijo aumentó, así como el del hijo por su padre, por la misma razón, sencillamente por motivo de esa asociación más íntima. En igual manera el niño aprende a amar mejor a su madre, por regla general, cuando ésta es buena, sabia, prudente e inteligente, porque el niño pasa más tiempo con ella; se familiarizan más y se entienden mejor el uno al otro.

Bien, éste es el pensamiento que deseo expresar: Padres, si queréis que vuestros hijos sean instruidos en los principios del evangelio, si queréis que amen la verdad y la entiendan, si deseáis que os obedezcan y se unan a vosotros, ¡amadlos!; mostradles que los amáis con toda palabra o acto relacionado con ellos. Por vuestro propio bien, por el amor que debe existir entre vosotros y vuestros hijos, pese a lo rebelde que sea o se porte éste o aquél, cuando les habléis, no lo hagáis con ira; no lo hagáis ásperamente con un espíritu condenador. Habladles con bondad; sometedlos y llorad con ellos si es necesario, y de ser posible, procurad que viertan lágrimas con vosotros. Suavizad sus corazones; procurad que se enternezcan hacia vosotros. No empleéis el látigo ni la violencia, más bien discutid, o mejor dicho, razonad; tratadlos con la razón, con la persuasión y con amor no fingido. Si no podéis conquistar a vuestros hijos e hijas por estos medios, se os tornarán rebeldes y no habrá manera en el mundo con que podáis conquistarlos. Pero procurad que sientan lo que vosotros sentís, que tengan interés en las cosas en que vosotros estáis interesados, que amen el evangelio como vosotros lo amáis, que se amen el uno al otro como vosotros los amáis y que amen a sus padres como éstos aman a sus hijos. No hay otra manera de hacerlo; no se puede lograr por la aspereza, ni tampoco por la fuerza; nuestros hijos son como nosotros; no se nos pudo arrear; no lo permitimos ahora. Somos semejantes a algunos otros animales que conocemos en el mundo. Podemos inducirlos; podemos conducirlos, ofreciéndoles algún estímulo y hablándoles con bondad; pero no podemos arrearlos; no lo consentirían. Nosotros nos negamos a ser arreados; el hombre no está acostumbrado a ello; no es tal su naturaleza.

No es la manera que en el principio Dios tuvo por objeto emplear para tratar con sus hijos, es decir, por la fuerza. Todo se hace por amor gratuito, por gracia regalada. El poeta lo expresó en estas palabras:

«El hombre tiene libertad de escoger lo que será; mas Dios la ley eterna da que El a nadie forzará.»

No podéis forzar a vuestros hijos a que entren en el cielo. Tal vez podríais impulsarlos al infierno empleando métodos ásperos en vuestros esfuerzos por hacerlos buenos, cuando vosotros mismos no sois tan buenos como debíais ser. El hombre que se irrita con su hijo, e intenta corregirlo cuando está dominado por la ira, está cometiendo el error más grave; es más digno de conmiseración y de condenación que el hijo que ha obrado mal. No podemos corregir a nuestros hijos sino por el amor, con bondad, por amor no fingido, por la persuasión y la razón.

Cuando yo era niño, hasta cierto punto caprichoso y desobediente —no una desobediencia intencional, sino que me olvidaba de lo que debía hacer— me iba con muchachos juguetones y me ausentaba cuando debía estar en casa, y olvidaba las cosas que se me habían mandado. Entonces volvía a casa, sentía mi culpa, sabía que era culpable, que había desatendido mi deber y merecía un castigo.

En una ocasión hice algo que no era propio y mi madre me dijo: «Mira, Joseph, si lo vuelves a hacer, tendré que azotarte.» Bien, pasó el tiempo y no me olvidé de esto, y volvía a hacer algo semejante; y esto es algo que yo admiraba en ella, tal vez más que cualquier otra cosa secundaria, y era que cuando prometía algo, lo cumplía. Nunca prometió, que yo sepa, cosa alguna que no haya cumplido.

Pues bien, fui llamado a cuentas. Me dijo: «Ya te lo dije. Sabías que si hacías esto tendría que castigarte, porque dije que lo haría. Tengo que hacerlo, aunque no quisiera. Me duele más que a ti, pero debo castigarte.»

Pues bien, tenía ya lista una pequeña correa, y mientras hablaba o razonaba conmigo mostrándome cuánto merecía yo el castigo y cuán doloroso era para ella aplicarlo, yo sólo pensaba en una cosa, y era ésta: «Por lo que más quiera, castígueme; no razone conmigo»; porque el golpe de su justa crítica y amonestación me hería mil veces más que el látigo. Sentía que al darme el azote, por lo menos habría pagado mi deuda en parte y expiado mi mala conducta. Sus razonamientos me herían hasta el alma; me llenaban de tristeza hasta lo más profundo de mi ser.

Podría haber soportado cien golpes con la correa, mejor que una conversación de diez minutos, en la cual yo sentía, y se me hacía sentir, que el castigo que se me administraba era penoso para ella, a quien yo amaba: ¡un castigo sobre mi propia madre!—Extractos de un discurso pronunciado en una reunión de «Noche de Hogar» en la Estaca de Granite, 1909. Improvement Era, tomo 13, págs. 276-280.

EL HOGAR Y EL NIÑO. Pero ¿qué estamos haciendo en el hogar para instruir a nuestros hijos? ¿Para iluminarlos? ¿Qué estamos haciendo para alentarlos a convertir el hogar en su centro de diversiones y en un sitio al cual pueden invitar a sus amigos a estudiar o divertirse? ¿Tenemos buenos libros, música y cuartos bien iluminados y ventilados para su comodidad y solaz? ¿Tenemos un interés personal en ellos y en sus asuntos? ¿Estamos proporcionándoles el conocimiento físico, el alimento mental, el ejercicio sano y la purificación espiritual que les permitirá llegar a tener cuerpos puros y robustos, ser ciudadanos inteligentes y honorables, fieles y leales Santos de los Últimos Días?

Frecuentemente pasamos por alto el hecho de darles alguna información concerniente a su bienestar corporal. En nuestras ciudades parece que estamos proporcionando a nuestros jóvenes demasiado ejercicio mental sin ninguna diversión ni trabajo físico, mientras que en las colonias del campo parece que los estamos sobrecargando de trabajo corporal, y en muchos casos nada o muy poco hacemos por su desarrollo y recreo mentales. Por consiguiente, en una parte buscan sitios y placeres prohibidos por motivo de demasiado ejercicio mental; y en otra, por insuficiencia del mismo.

Ahora bien, ¿estamos estudiando sus necesidades, como lo hacemos con nuestros propios asuntos, nuestras granjas y nuestros animales? ¿Estamos velando por ellos y, si se hace necesario, yendo a la calle por ellos cuando están ausentes y proporcionándoles en nuestro hogares las cosas que les hacen falta? ¿O estamos abandonando en sumo grado estas cosas en el hogar y en la instrucción del hogar, considerando a nuestros hijos como de valor secundario junto a nuestros caballos, ganado y tierras?

Estos son puntos importantes que hay que considerar, y los padres y las madres deben estudiarlos sinceramente, y con la misma franqueza resolverlos a su propia satisfacción. Bien podríamos invertir algunos de nuestros medios en el hogar para la comodidad, conveniencia, entretenimiento e instrucción de nuestros hijos. Bien podríamos dar a nuestros hijos e hijas un poco de tiempo para recreación y diversión, y proporcionar algo en el hogar para satisfacer su anhelo de distracción legítima, física así como mental, a la cual todo hijo tiene derecho, y la cual buscará en la calle o en lugares impropios si no se le proporciona en el hogar. Aparte de lo anterior y para complementar la instrucción en el hogar, se espera que nuestras organizaciones, en cuanto les sea posible, dispongan todo lo necesario para facilitar diversión y recreación sanas, físicas así como intelectuales, que servirán para atraer a nuestros jóvenes y conservarlos interesados, leales y conformes dentro de los linderos de nuestra propia influencia y organizaciones, —Improvement Era, tomo 11, págs. 302, 303 (1907-1908).

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