Doctrina del Evangelio

Capítulo 20

Misioneros


CÓMO SON LLAMADOS LOS MISIONEROS. Ninguna persona, aparte del Presidente de la Iglesia, tiene la autoridad para llamar misioneros a predicar el evangelio; otros podrán sugerir y recomendar, pero lo hacen a él, y él expide el llamado. Llamamos la atención a este hecho, pues ocasionalmente sucede que una de las autoridades generales, el presidente de la estaca o el obispo hablan con algún hermano acerca de salir a una misión, y éste se pone a trabajar en el acto y empieza a prepararse para salir, a veces hasta dando sus tierras en arrendamiento, o vendiendo sus posesiones o alquilando su propiedad. Entonces, al no fijársele una fecha para su salida, ni designársele el lugar donde va a trabajar, se siente desilusionado y apesadumbrado. —Juveniles Instructor, tomo 37, pág. 82 (febrero de 1902).

LO QUE SE REQUIERE DE LOS FUTUROS MISIONEROS. De acuerdo con los reglamentos actuales de la Primera Presidencia, ahora no se envía a cumplir misiones a hermanos que no tengan ellos mismos un testimonio de la verdad de la obra del Señor. Se juzga inconsecuente enviar hombres al mundo para que prometan a otros, mediante la obediencia al evangelio, lo que ellos mismos no han recibido. Ni se considera propio enviar hombres para reformarlos; refórmense primeramente en casa si no han estado guardando estrictamente los mandamientos de Dios. Esto se aplica a la Palabra de Sabiduría así como a todas las otras leyes del cielo. No hay reparo en que se llame a un hombre que en su juventud pudo haber sido hosco o rebelde, si en sus años postreros ha llevado una vida santa y producido el fruto precioso del arrepentimiento. Tampoco deben salir hombres que no gocen de buena salud; es poco lo que un élder enfermizo puede hacer él mismo, y a menudo impide la obra de su compañero; y con demasiada frecuencia tiene que ser enviado a casa después de una corta ausencia, ocasionando sufrimientos para él y gastos a los miembros o a la Iglesia, —Juveniles Instructor, tomo 37, pág. 82 (febrero de 1902)

LA CLASE DE HOMBRES QUE SE NECESITA PARA MISIONEROS. No queremos jóvenes que han estado en cantinas, que han entrado en casas de mala reputación, que han sido tahúres, que han sido borrachos, que han sido depravados en su vida. No queremos que esos entren en el ministerio de este santo evangelio para representar al Hijo del Dios viviente y el poder de la redención ante el mundo. Queremos jóvenes que han nacido o que han sido adoptados en el convenio; que se han criado en la pureza; que se han conservado sin mancha del mundo y pueden ir a las naciones de la tierra y decir a los hombres: «Seguidme, como yo sigo a Cristo.» Entonces desearíamos que supieran cantar y orar. Esperamos que sean honrados, virtuosos y fíeles hasta la muerte a sus convenios, a sus hermanos, a sus esposas, a sus padres y madres, a sus hermanos y hermanas, así mismos y a Dios. Cuando se cuenta con tales hombres para predicar el evangelio al mundo, bien sea que sepan o no sepan mucho al empezar, el Señor pondrá su Espíritu en el corazón de ellos y los coronará con inteligencia y poder para salvar las almas de los hombres; porque en ellos está el germen de la vida. No se ha viciado ni corrompido; no ha huido de ellos. —C.R. de octubre 1899, págs. 72, 73.

CUALIDADES NECESARIAS DE LOS MISIONEROS. Una cosa más; algunas de las cualidades indispensables que deben tener los élderes que salen al mundo a predicar son: humildad, mansedumbre y amor no fingido por el bienestar y salvación de la familia humana, y el deseo de establecer la paz y la justicia en la tierra entre los hombres. No podemos predicar el evangelio de Cristo sin este espíritu de humildad, mansedumbre, fe en Dios y confianza en sus promesas y palabra que nos ha dado. Podréis aprender toda la sabiduría de los hombres, pero eso no os habilitará para lograr estas cosas como lo hará la influencia humilde y orientadora del Espíritu de Dios. «Antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu.»

Es menester que los élderes que salen al mundo a predicar estudien el espíritu del evangelio, que es el espíritu de humildad, el espíritu de mansedumbre y verdadera devoción a cualquier propósito que emprendáis o determinéis lograr. Si se trata de predicar el evangelio, debemos dedicarnos a los deberes de ese ministerio y esforzarnos con toda nuestra habilidad a fin de capacitarnos para desempeñar esa obra particular; y la manera de hacerlo es vivir de tal forma que el Espíritu de Dios se comunique y esté presente con nosotros para dirigirnos en todo momento y hora de nuestro ministerio, tanto en la noche como en el día. -C.R. de abril, 1915, pág. 138.

CUALIDADES ADICIONALES DE LOS MISIONEROS. Hay muchos hombres excelentes, pero pocos misioneros verdaderamente buenos. Las características de un buen misionero son éstas: Un hombre que posee sociabilidad, cuya amistad es permanente y estimulante, que se puede granjear la confianza y favor de los hombres que se hallan en tinieblas.

Esto no puede hacerse de improviso; hay que conocer al hombre, estudiarlo, ganarse su confianza y hacerle sentir y saber que vuestro único deseo es hacerle un bien y bendecirlo; entonces podréis comunicarle vuestro mensaje y darle las buenas cosas que tenéis para él, bondadosa y amorosamente. Por tanto, al seleccionar a los misioneros, escoged a los que, tengan sociabilidad, aquellos en quienes haya amistad y no enemistad para con los hombres; y si no los tenéis en vuestro barrio, preparad y habilitad a varios jóvenes para esta obra. Algunos hombres jamás pueden llegar a ser buenos misioneros, y no debéis escoger a tales personas. Ante todas las cosas, un misionero debe tener en sí mismo el testimonio del Espíritu de Dios, el testimonio del Espíritu Santo. Si no tiene esto, no tiene nada que puede dar. Los hombres no son convertidos por la elocuencia o la oratoria; se convencen cuando quedan satisfechos de que tenéis la verdad y el Espíritu de Dios también. —Improvement Era, también Digest of Instructions, A.M.M.H.J. 1904.

LO QUE DEBEN ENSEÑAR LOS MISIONEROS. Se instruye a nuestros élderes aquí y se les enseña desde su niñez en adelante, que no van a salir para declarar la guerra a las organizaciones religiosas del mundo, cuando son llamados para ir a predicar el evangelio de Jesucristo, antes deben ir y llevar con ellos el mensaje que nos ha sido dado por conducto del Profeta José en esta última dispensación, a fin de que los hombres aprendan la verdad, si es que quieren. Son enviados para que lleven la rama del olivo de paz al mundo; para ofrecer el conocimiento de que Dios ha hablado una vez más desde los cielos a sus hijos sobre la tierra; que El en su misericordia restauró de nuevo al mundo la plenitud del evangelio de su Hijo Unigénito en la carne; que Dios ha revelado y restaurado al género humano el divino poder y la autoridad que hay en El mismo, mediante el cual quedan habilitados y autorizados para efectuar las ordenanzas del evangelio de Jesucristo que son necesarias para su salvación, y la efectuación de estas ordenanzas forzosamente ha de ser aceptable ante Dios, el cual les ha dado la autoridad para administrarlas en su nombre. Nuestros élderes son enviados a predicar el arrepentimiento del pecado; a predicar la rectitud; a predicar al mundo el evangelio de vida, de hermandad y de amistad entre el género humano; para enseñar a hombres y mujeres a hacer lo que es recto a la vista de Dios y en presencia de todos los hombres; para enseñarles el hecho de que Dios ha organizado su Iglesia, una Iglesia de la cual El mismo es el autor y fundador —no José Smith, no el presidente Brigham Young, no los Doce Apóstoles que han sido escogidos en esta dispensación. No corresponde a ellos el honor de establecer la Iglesia. Dios es su autor, su fundador, y nosotros somos enviados, y a la vez enviamos a nuestros élderes a que hagan esta proclamación al mundo, y lo dejamos al juicio y a la discreción de cada cual si quieren investigarlo, aprender la verdad por sí mismos y aceptarlo, o si prefieren rechazarlo. No les hacemos la guerra; si no lo reciben, no contendemos con ellos; si no quieren beneficiarse recibiendo el mensaje que les llevamos para su propio bien, sólo nos compadecemos. Sentimos compasión por aquellos que no quieren recibir la verdad y no quieren andar en la luz cuando está brillando delante de ellos; no odio, no enemistad, no el espíritu de condenación; nuestro deber es dejar la condenación en manos de Dios Omnipotente. Él es el único juez real, verdadero, justo e imparcial, y en sus manos dejamos el juicio. No es de nuestra incumbencia proclamar calamidades, juicios, destrucción y la ira de Dios sobre los hombres, si no quieren recibir la verdad. Lean ellos la palabra de Dios cual se encuentra en el Nuevo y el Antiguo Testamento; y si quieren recibirla, lean la palabra que ha sido restaurada por medio del don y poder de Dios a José el Profeta, cual se halla en Doctrinas y Convenios y en el Libro de Mormón. Lean ellos estas cosas, y en ellas aprenderán por sí mismos las promesas de Dios a los que no quieran escuchar cuando oigan la verdad, antes cierren los oídos y los ojos para que no entre la luz. No hay necesidad de repetir estas cosas ni abusar de los sentimientos y juicios de los hombres amenazándolos o amonestándolos de los peligros y calamidades que podrán venir sobre los impíos, los desobedientes, los desagradecidos y aquellos que no quieren someterse a la verdad. Ya lo aprenderán por sí mismos aunque nunca se lo mencionemos. —C.R. de abril, 1915, págs. 3, 4.

QUÉ Y CÓMO SE DEBE ENSEÑAR. Con frecuencia surge esta pregunta en la mente de los jóvenes que se encuentran en el campo de la misión: ¿Qué voy a decir? Y otra le sigue muy de cerca ¿Cómo lo voy a decir? Para los que salen con sinceridad y se han dedicado en casa a un estudio parcial de los principios del evangelio, la primera de las preguntas pronto se resolverá, aun cuando no hayan logrado el mejor uso de su tiempo y oportunidades en nuestras escuelas, asociaciones y reuniones religiosas. En poco tiempo hallarán atracción en los principios de verdad, y según se lo permita el tiempo, mediante una aplicación atenta, se familiarizarán con las enseñanzas contenidas en el evangelio de Jesucristo, cual se han revelado a los Santos de los Últimos Días y éstos las enseñan. Pero la segunda pregunta, tocante al mejor método de comunicar el mensaje que el misionero ha salido a proclamar, ésta no siempre se resuelve tan fácilmente; y sin embargo, el éxito o fracaso de una misión depende mayormente de la falsa o acertada resolución de este problema.

Aun cuando no se puede dar determinada regla, la experiencia ha demostrado que el modo más sencillo es el mejor. Habiendo aprendido los principios del evangelio por medio de un espíritu devoto y un estudio aplicado, dichos principios se deben presentar a los hombres con humildad, en la forma más sencilla de hablar, sin presunción o arrogancia y con el espíritu de la misión de Cristo. Tal cosa no puede lograrse si el joven misionero desperdicia sus esfuerzos en un intento vanaglorioso de convertirse en ruidoso orador. Este es el punto que deseo recalcar en los élderes, y aconsejarles que todo esfuerzo oratorio se reserve para las ocasiones y lugares propios. El campo de la misión no es el sitio para estos ensayos. El evangelio no se puede enseñar con éxito mediante una manifestación ostentosa de palabras y argumentos, sino más bien se expresa en afirmaciones modestas y racionales de su verdad sencilla, pronunciadas en una manera que llegue al corazón e impresione, la razón y el buen sentido común.

No es la frase pulida lo que es de valor, sino el concepto que encierra; ni es tanto la expresión sin tacha, como el espíritu que acompaña al orador, lo que despierta la vida y la luz en el alma. El espíritu no se manifestará en la persona que dedique su tiempo a que sus oyentes lo sientan; y esto es verdad ya sea que las palabras se hablen en conversación, cara a cara o en reuniones públicas. El espíritu no se manifestará en la persona que dedica su tiempo a comunicar lo que tiene que decir con palabras altisonantes o en una exhibición de oratoria. Este espera complacer artificialmente, y no eficazmente por medio del corazón.

Es de suma importancia, por tanto, que se predique el evangelio en la manera más sencilla e inteligible. Esto no significa que el lenguaje no debe ser de lo mejor, ni que no se debe emplear todo el pulimento posible, sino más bien que no debe haber nada de afectación, nada «fingido». Hay lo suficiente en el evangelio para ocupar nuestro tiempo y lenguaje sinceros, sin entregar nuestro tiempo a efectos artificiales. Por medio de la sinceridad y la sencillez el misionero no sólo se establecerá a sí mismo en la verdad, sino que su testimonio convencerá a otros. También aprenderá a depender de sí mismo con la ayuda de Dios; impresionará el corazón de las personas y tendrá la satisfacción de verlas llegar a un entendimiento de su mensaje. El espíritu del evangelio irradiará de su alma, y otros participarán de su luz y se gozarán en ella. El otro curso resultará ineficaz, no logrará ningún fin útil, ni para el propio misionero ni para quienes lo escuchen, antes conducirá a la vanidad, la vacuidad y la futilidad.

En el campo de la misión, así como en nuestras vidas diarias, es mejor ser naturales, racionales, no dados a la exageración de los dones espirituales, ni a una afectación destructora en cuanto a hechos o lenguajes. Es mejor desarrollar la sencillez de expresión, la sinceridad en nuestra manera, la humildad del espíritu y un sentimiento de amor por nuestros semejantes, y de este modo cultivar en nuestras vidas ese bien equilibrado sentido común que se ganará el respeto y la admiración de los de corazón sincero y asegurará la continua presencia y ayuda del Espíritu de Dios, —improvement Era, tomo 8, págs. 940-943 (octubre de 1905).

NO TODOS ESTÁN PREPARADOS PARA ACEPTAR EL EVANGELIO. Me impresionaron las palabras de uno de los hermanos referentes a las muchas personas que vieron y escucharon al profeta José Smith y, sin embargo, no creyeron que era profeta de Dios o uno a quien el Omnipotente había levantado para establecer los fundamentos de esta gran obra de los postreros días. Decían que el Señor no se lo había revelado a ellos. Ahora bien, no voy a contradecir esta afirmación ni a impugnarla, pero me vino al pensamiento que hay miles de hombres que han escuchado la voz de los siervos inspirados de Dios, a los cuales el Omnipotente ha dado testimonio de la verdad, más con todo, no han creído. Es mi opinión que el Señor da fe de los testimonios de sus siervos a aquellos que los escuchan; y a éstos queda decidir si endurecerán o no sus corazones contra la verdad, y no escucharla y sufrir las consecuencias. Creo que el Espíritu de Dios Omnipotente descansa sobre la mayoría de los élderes que salen al mundo para proclamar el evangelio. Creo que el testimonio del Espíritu de Dios acompaña sus palabras; pero no todos los hombres se hayan dispuesto para recibir al testigo y al testimonio del Espíritu, y la responsabilidad descansará en ellos. Sin embargo, tal vez sea posible que el Señor retenga su espíritu a algunos para algún propósito sabio en El, a fin de que no sean abiertos sus ojos para ver, ni sean vivificadas sus mentes para comprender la palabra de verdad. Por lo general, sin embargo, es mi opinión que todos los que buscan la verdad y están dispuestos a aceptarla, recibirán también el testimonio del Espíritu que acompaña las palabras y testimonios de los siervos de Dios; mientras que aquellos cuyos corazones se endurecen en contra de la verdad y no la reciben cuando se les testifica de ella, permanecerán ignorantes y sin un entendimiento del evangelio. Creo que hay decenas de millares de personas que han escuchado la verdad y se han compungido de corazón, pero están buscando cuanto refugio les sea posible encontrar para esconderse de sus convicciones de la verdad. Es entre los de esta clase donde hallaréis a los enemigos de la causa del Señor; están combatiendo la verdad a fin de ocultarse de las convicciones que de ella tienen. Hay hombres, posiblemente al alcance de mi voz, ciertamente dentro de los límites de esta ciudad, que han leído nuestros libros, han escuchado los discursos de los élderes y se han familiarizado con las doctrinas de la Iglesia; pero no quieren reconocer —por lo menos, manifiestamente— la verdad de este evangelio y la divinidad de esta obra. Bien, la responsabilidad descansa en ellos, y Dios los juzgará y obrará con ellos en su propia manera y tiempo. Muchos de ellos, debido a sus esfuerzos por desacreditar la causa de Sión, están despertando la atención de la gente del mundo hacia el mormonismo, de modo que inconscientemente están adelantando la causa de Sión sin darse cuenta. Doy gracias a Dios mi Padre, porque El convierte en bien el mal que sus enemigos proponen contra su pueblo; y continuará haciéndolo. Las nubes podrán acumularse sobre nuestra cabeza, y como ha sucedido en lo pasado, parecerá imposible que las atravesemos; sin embargo, nunca puede haber nubes tan tenebrosas, tan oscuras o tan densas, que Dios no pueda disipar en su propio tiempo, y tornar en bien el mal que amenace. Lo ha hecho en lo pasado y lo hará en lo futuro, porque suya es la obra, no de los hombres. —C.R. de abril, 1899, págs. 40, 41.

NUESTROS MIEMBROS SON GENEROSOS CON LOS MISIONEROS. Creo que puedo decir con toda confianza que los Santos de los Últimos Días, por regla general, son de las personas más hospitalarias y generosas y de buen corazón que puede haber sobre la tierra. No hace mucho que uno de nuestros élderes volvió de una misión al Sur. En su mente había surgido la pregunta o duda de que si los Santos de los Últimos Días en Sión serían tan generosos, tan hospitalarios, de tan buen corazón y tan dispuestos a recibir y alojar a un desconocido como la gente del Sur, y determinó poner a prueba el asunto. La historia de sus visitas a algunos de nuestros miembros se publicó en el Improvement Era, núm. 6, tomo 1, pág. 399. No puedo darlo en detalle, sino únicamente intentaré presentaros un breve bosquejo. Haciéndose pasar como ministro del evangelio del Estado de Tennessee, que viajaba sin bolsa ni alforja, como generalmente lo han estado haciendo los élderes de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, visitó al hermano B.Y. Hampton, de la Casa Hampton, y le pidió alojamiento gratis. El hermano Hampton en el acto consintió en recibirlo. Fue en seguida a la peluquería Temple Barber Shop con igual representación, y pidió que se le afeitara y se le recortara el cabello también sin paga, solicitud que en el acto le fue concedida, y se le despidió con un «vuelva usted». Luego visitó al hermano Henry Dinwoodey, y presentándose como anteriormente lo había hecho, le pidió dinero para pagar su pasaje en el ferrocarril, rumbo al Norte, y sin más, el hermano Dinwoodey le facilitó el dinero. Necesitando un muelle real en el reloj que llevaba, fue a los hermanos John Daynes e hijo, se presentó como antes, y con toda buena voluntad le compusieron el reloj. Acto seguido fue a Thomas G. Webber de la tienda Z.C.M.I. y en la misma forma pidió un par de zapatos, que el coronel Webber generosamente le obsequió. Como le faltaba el relleno de un diente, llegó al establecimiento dental del doctor Fred Clawson, a quien convenció, tras un poco de dificultad, que no era uno de sus amigos y compañeros de escuela, sino realmente un ministro del evangelio del mismo nombre, procedente de Tennessee; y el doctor asintió sin reparo en rellenarle el diente sin dinero o precio. Así quedó demostrado que los Santos de los Últimos Días eran tan generosos y de buen corazón, dispuestos a ayudar al desconocido de otra religión, como lo son las buenas gentes de los estados del Sur, y de hecho, de cualquier otro país. Habiendo puesto estos miembros a la prueba, en otras palabras, habiéndolos pesado en la balanza sin que ninguno de ellos faltara, para su alegría mutua les explicó en forma completa sus motivos y quién era él. Y cuando el élder les devolvió sus obsequios o se negó a recibir los favores que le habían hecho sin la debida remuneración en cada caso, como yo lo entiendo, los hermanos insistieron en que las cosas que hicieron por él las habían hecho de buena fe y esperaban que él las aceptara, pues creían que un élder que había pasado dos años y más en una misión, trabajando sin bolsa ni alforja, probablemente estaría tan necesitado de tal ayuda como el ministro forastero que había personificado. —C.R. de abril, 1898, págs. 46, 47.

CONSEJOS A LOS MISIONEROS. La obra misional efectuada por La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es un tema de comentarios y asombro cada vez más extensos entre la gente del mundo que llega a enterarse de su desarrollo y resultados. Esta sensación de asombro se combina con la admiración en la mente de aquellos que estudian los detalles de nuestro sistema misional y que pueden apreciar la abnegación, la fe perseverante y la confianza temerosa en Dios que distinguen a los misioneros de la Iglesia. El hecho de que aquellos de nuestros miembros que salen a una misión costean sus propios gastos, no perciben sueldo, por cierto, sin esperanza de recompensa pecuniaria, permanecen fuera de su casa durante algunos años, usualmente los primeros años de su edad viril —años considerados como de mayor valor en la formación del curso que ha de seguir el individuo y la posición que ocupará en la vida— tal cosa, por cierto, bien puede despertar la sorpresa y admiración del mundo.

Muchos de nuestros misioneros devotos se esfuerzan valientemente día tras día por hacer lo mejor que pueden y por mejorar lo que han podido hacer mejor; grande es y más grande aún será su recompensa. Otros carecen de energía y esfuerzos; su obra, si acaso se lleva a cabo, se hace sin ánimo, y sus pensamientos siempre miran adelante a la época de su relevo y regreso al hogar.

Para los primeros, los días son demasiado cortos y los meses demasiado pocos para la obra exaltada en la que encuentran tan genuina satisfacción y felicidad. Para los otros, los días pasan lentamente y las semanas son pesadas.

Cada élder particular depende principalmente de la orientación del espíritu de su llamamiento, del cual debe estar lleno. Si no logra cultivar ese espíritu, que es el espíritu de energía y aplicación, en breve se volverá letárgico, indolente e infeliz. Todo misionero debe esforzarse por dedicar parte de cada día al estudio y meditar con oración los principios del evangelio y la teología de la Iglesia. Debe leer, reflexionar y orar. Es verdad, nos oponemos a la preparación de sermones fijos que se pronunciarán con la idea de impresionar con su efecto retórico y su ostentación oratoria; sin embargo, cuando un élder se pone de pie para dirigirse a una congregación en casa o fuera de casa, debe estar completamente preparado para su sermón. Su mente debe estar bien abastecida de pensamientos que valgan la pena expresar, que valgan la pena escuchar y recordar; entonces el espíritu de inspiración hará surgir las verdades que necesiten sus oyentes y dará a sus palabras el tono de autoridad.

Hermanos, vosotros a quienes se aplican estas palabras de amonestación —por vuestro propio bien, cuando no por el bien de aquellos cuyo bienestar está en vuestras manos— cuidaos de la indolencia y el descuido. El adversario está más que afanoso de aprovecharse de vuestra apatía, y podéis perder el testimonio mismo, del cual se os ha enviado a dar fe ante el mundo.

Quisiéramos recomendar a los presidentes de conferencias y a otros oficiales presidentes en las varias ramas de la Iglesia, que donde sea posible procuren que los élderes que están bajo su cargo se ciñan regular y sistemáticamente a un estudio de los libros canónicos y de otras publicaciones aprobadas de la Iglesia, y de esta manera se habiliten de un modo más completo en calidad de maestros ante el mundo.

Es poca la excusa que hay para el perezoso en cualquier situación de la vida; abunda el trabajo para todo el que quiera obrar; pero donde hay menos excusa o disculpa es en el caso del misionero apático o perezoso que aparenta estar ocupado en el servicio de su Señor.

Sinceramente se recomienda a los élderes que anden fuera de casa en una misión, y por cierto a los Santos de los Últimos Días en general, que eviten argumentos y debates contenciosos sobre temas doctrinales. La manifestación de la verdad del evangelio no depende de una discusión acalorada; el mensaje de la verdad se comunica más eficazmente cuando se expresa con palabras de sencillez y simpatía.

La historia de nuestra labor misional que ya se ha escrito pone de manifiesto la inutilidad de los debates y argumentos públicos entre nuestros élderes y sus contrarios, y esto a pesar del hecho de que en la gran mayoría de estos encuentros, nuestros representantes han logrado un triunfo retórico. Un testimonio de la verdad es más que un simple asentimiento mental; es una convicción del corazón, un conocimiento que llena el alma entera del que lo recibe.

Se envía a los misioneros para predicar y enseñar los primeros principios de evangelio, a Cristo y a El crucificado, y prácticamente ninguna otra cosa más en el ramo de la doctrina teológica. No están comisionados para exponer sus propios conceptos sobre asuntos complicados de teología, ni para dejar perplejos a sus oyentes con una exhibición de conocimiento profundo. Maestros son y maestros deben ser, si es que van a cumplir en medida alguna la responsabilidad de su alto llamamiento; pero deben enseñar aproximándose lo más que puedan a los métodos del Maestro, procurando guiar mediante el amor por sus semejantes, con explicaciones y persuasión sencillas, no tratando de convencer por la fuerza.

Hermanos, dejad a un lado estos temas de discusión infructuosa; conservaos cerca de las enseñanzas de la palabra revelada cual se expone en los libros canónicos de la Iglesia y por medio de las palabras de los profetas vivientes, y no permitáis que una diferencia de opiniones sobre asuntos incomprensibles de doctrina ocupe toda vuestra atención, no sea que os alejéis unos de otros y quedéis separados del Espíritu del Señor.

Los hermanos deben estudiar cuidadosamente los libros canónicos de la^ Iglesia y otros escritos aprobados, y comentarlos. Todo Santo de los Últimos días, y particularmente todo élder en el campo de la misión, debe procurar instruirse en el evangelio; mas no hay que olvidar que para entender acertadamente los escritos inspirados, el lector mismo debe tener el espíritu de inspiración, y este espíritu jamás nos impulsará hacia una discusión hostil o competencias de verbosidad.

Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás que sea deseable, incluso el conocimiento que anheláis, os será dado. —Juvenile Instructor, tomo 38, pág. 624 (15 de octubre, 1903).

PALABRAS A LOS MISIONEROS. Esta es una labor importante, una de incalculable valor y beneficio en Sión. A fin de lograr el éxito, debéis estar del lado del Señor; debéis contar con la cooperación del Espíritu de Dios. Debéis sentir la importancia de vuestra misión y esa misión consiste en vigorizar a los que tienen a su cargo la responsabilidad y el cuidado de los jóvenes de Israel. Vuestro deber es enseñarles a desempeñar su obra eficazmente, y cuál es la mejor manera de lograr la salvación de la juventud. Por tanto, debéis poseer el espíritu de la misión en vuestros corazones, y debéis orar y ser humildes para poder lograrlo. Sed afables y bondadosos para que podáis hacer frente a todas las dificultades. No os desaniméis, antes seguid adelante, hasta que todos los obstáculos cedan el paso a vuestros esfuerzos. —Improvement Era, tomo 3, págs. 129, 130 (diciembre de 1899).

LOS MISIONEROS Y LA PALABRA DE SABIDURÍA. Los jóvenes que violan la Palabra de Sabiduría no pueden esperar lograr el éxito como misioneros. Su observancia es necesaria para el fervor y certeza espirituales que llevan la convicción al corazón de aquellos que reciben las palabras de los élderes. La absoluta necesidad de obedecer la Palabra de Sabiduría en el campo de la misión dicta la medida de que todos aquellos que desobedecen esta ley importante, se reformen antes de poder esperar realizar cosa alguna que ayude a otros, bien sea por medio del precepto o el ejemplo.

No hay ningún Santo de los Últimos Días de pensamientos serios, que no mire hacia adelante con cierto agrado hacia el día en que su hijo sea llamado a cumplir una misión. No puede conferirse a un hogar mayor honor que un llamamiento de representar la obra del Señor entre las naciones; mas con todo, los padres con demasiada frecuencia se muestran indiferentes en cuanto a la preparación que sus hijos reciben antes de ser llamados a cumplir una misión. La observancia de la Palabra de Sabiduría es fundamental en esta preparación. Considero este tema de importancia tal, que en una conferencia reciente en la Estaca de Beaver [en la parte sur del Estado de Utah], me sentí impulsado a tratarlo extensamente. Los siguientes extractos de dicho discurso podrán ser motivo de interés y honda preocupación a todo lector de la revista Juvenile Instructor:

«Ahora con todo el corazón deseo—no porque yo lo digo, sino porque está escrito en la palabra del Señor— que obedecieseis esta Palabra de Sabiduría. Nos fue dada ‘no por mandamiento’; pero se convirtió en mandamiento para los miembros por la palabra del presidente Brigham Young. Se ha escrito para nuestra orientación, para nuestra felicidad y progreso en todo principio perteneciente al reino de Dios, por tiempo y por toda la eternidad; y os suplico que la observéis. Os hará bien; ennoblecerá vuestras almas; librará vuestros pensamientos y vuestros corazones del espíritu de destrucción; os hará sentir como Dios, que cuida aun de las aves, de modo que no caen a tierra sin que Él lo note; os acercará a la semejanza del Hijo de Dios, el Salvador del mundo, que sanó a los enfermos, hizo que los cojos saltaran de gozo, restauró el oído a los sordos y la vista a los ciegos, que impartió paz, gozo y consuelo a todos aquellos con quienes tuvo contacto y que curó y nada destruyó, salvo la higuera estéril, y esto fue para manifestar su poder más que cualquier otra cosa.

«Y todos los santos que se acuerden de guardar y hacer estas cosas, rindiendo obediencia a los mandamientos, recibirán salud en su ombligo y médula en los huesos;

«Y hallarán sabiduría y grandes tesoros de conocimiento, aun tesoros escondidos;

«Y correrán sin cansarse y no desfallecerán al andar.

«Y yo, el Señor, les hago una promesa, que el ángel destructor pasará de ellos, como de los hijos de Israel, y no los matará» (Doctrinas y Convenios 89:18-21).

«¿No son suficientes esta gloriosas promesas para inducirnos a obedecer esta Palabra de Sabiduría? ¿No hallamos aquí algo que merece nuestra atención? ¿No son para ser deseados estos ‘grandes tesoros’ de conocimiento, sí, ‘tesoros escondidos’? Pero cuando veo a hombres y mujeres que están habituándose al uso del té y del café, a las bebidas alcohólicas o al tabaco en forma cualquiera, me digo a mí mismo: He aquí hombres y mujeres que no estiman la promesa que Dios les ha ofrecido. La hallan bajo sus pies y la tratan como si fuera nada. Desprecian la palabra de Dios y la contravienen en sus hechos. Entonces, cuando les sobreviene la aflicción, están casi con deseos de maldecir a Dios, porque El no escucha sus oraciones, y quedan solos para soportar enfermedad y dolor.

«Y entre las cosas menores que debemos hacer está el cumplimiento de la Palabra de Sabiduría. Hermanos y hermanas, no seáis tan débiles. Recuerdo una circunstancia que sucedió hace tres años en un grupo con el cual yo viajaba. Había uno o dos que persistían en beber su té y su café en todo lugar en donde se detenían. Yo seguía predicando la Palabra de Sabiduría por todo el viaje, pero decían: ‘¿Y qué tiene que ver? Allí está fulano de tal, y él bebe té y café.’ De este modo los actos de una mujer o de un hombre contrarrestaban no sólo lo que yo o mis hermanos decíamos al respecto, sino también la misma palabra de Dios. En una ocasión yo dije: ‘Oh sí, usted dice que es bueno un poco de té o café, pero el Señor dice que no. ¿A quién seguiré?’ El Señor dice que si obedecemos la Palabra de Sabiduría estarán a nuestra disposición grandes tesoros de conocimiento y tesoros escondidos; correremos sin fatigarnos y andaremos sin desmayar, y el ángel destructor pasará de nosotros como de los hijos de Israel, y no nos matará. Más la clase de hombres a quienes me refiero dicen en efecto: ‘No nos importa lo que diga o prometan el Señor, nosotros beberemos té y café de todos modos.’ Tales personas darán un mal ejemplo, pese a lo que otros digan o a lo que Dios haya dicho. Se vuelven insensibles al freno y hacen lo que les parece, sin importar el efecto que pueda surtir en los miembros. Yo digo: ¡Fuera tales prácticas! Si no pudiera viajar con el pueblo de Dios y observar las leyes de Dios, yo dejaría de viajar. Más si el Señor me da la fuerza para observar su palabra, de modo que pueda enseñarla concienzudamente, desde el corazón así como con los labios, os visitaré, y obraré con vosotros, y abogaré con vosotros. Oraré por vosotros, y os suplicaré sinceramente, mis hermanos y hermanas, y especialmente a los jóvenes de Sión, que ceséis de practicar estas cosas prohibidas y que observéis la ley de Dios, para que podáis correr sin fatigaros, andar y no desmayar, y tener acceso a los grandes tesoros de conocimiento, tesoros ocultos y a toda bendición que el Señor ha prometido como resultado de la obediencia.» —Juvenile Instructor, tomo 37, pág. 721 (diciembre de 1902).

ADVERTENCIA A LOS MISIONEROS. Me causa pena decirlo, pero si estos dos jóvenes que recientemente se ahogaron, se hubieran apartado de los ríos donde no tenían ningún deber ni llamamiento particular, no se habrían ahogado como sucedió. Quisiera que los presidentes de misión y los élderes que se hallan en el mundo entendiesen que no es bueno y no es prudente que nuestros misioneros salgan en excursiones a lagos peligroso o ríos o cuerpos de agua, sólo por diversión. Mejor sería que se retirasen de ellos. El Señor los protegerá en el desempeño de su deber, y si tienen mejor cuidado de su salud, no habrá tantos que sean víctimas de las enfermedades. Sabemos de algunos incidentes que causaron la muerte de algunos de nuestros hermanos que han fallecido en el campo de la misión. Les faltó precaución; no ejercieron la debida prudencia ni criterio; se extralimitaron en cuanto a sus fuerzas y no se cuidaron como debieron haberlo hecho. No digo esto para culpar a estos hermanos. No tengo la menor duda de que obraron de acuerdo con el mejor criterio que había en ellos; pero hay tal cosa como sobrepasarse. Un hombre puede ayunar y orar hasta matarse, mas no hay necesidad de ello ni prudencia en hacerlo. Yo digo a mis hermanos, cuando están ayunando y orando por los enfermos y por aquellos que necesitan la fe y la oración, que no se sobrepasen de lo que es juicioso y prudente en el ayuno y la oración. El Señor puede escuchar una oración sencilla ofrecida con fe, de una media docena de palabras, y reconocerá el ayuno que no necesitará durar más de veinticuatro horas, con la misma disposición y eficacia con que contestaría una oración de mil palabras y un ayuno de un mes. Así que recordadlo. Tengo en mente a los élderes que hoy están cumpliendo misiones, deseosos de sobrepujar a sus compañeros. Cada cual desea lograr el mayor número de «notas altas» de buena actuación, de modo que se esfuerza más de lo que su vigor se lo permite, y es imprudente hacer tal cosa. El Señor aceptará lo que es suficiente, con mayor complacencia y satisfacción, que aquello que es demasiado e innecesario. Es buena cosa ser sinceros, ser diligentes, perseverar y ser fíeles todo el tiempo, pero en ocasiones podemos ser extremosos en estas cosas cuando no tenemos necesidad. La Palabra de Sabiduría enseña que cuando nos fatiguemos, debemos parar y descansar. Cuando sintamos que nos está venciendo el agotamiento por causa de habernos esforzado en exceso, la prudencia nos amonestaría a que esperásemos, a que nos detuviéramos; a que no tomásemos ningún estimulante para impelernos a extralimitamos, antes de ir a donde podamos acostarnos y descansar y recuperarnos de acuerdo con las leyes de la naturaleza. Esa es la mejor manera de hacerlo.

Ahora bien, no culpo a mis queridos hermanos a quienes la muerte ha llegado en el extranjero; no obstante, deseo que pudieran haberse y se hubieran librado de ella. —C.R. de octubre, 1912, págs. 134, 135.

SE DEBE PROTEGER LA SALUD DE LOS MISIONEROS. Los presidentes de todas las misiones tienen instrucciones precisas de la Presidencia de la Iglesia de proteger cuidadosamente la salud de los élderes que están obrando bajo su dirección. Estos presidentes de misión también tienen instrucciones de mandar a casa a todos y a cada uno de los élderes cuya salud u otras circunstancias puedan exigir que vuelvan a casa. —C.R. de octubre, 1904, pág. 41.

MISIONEROS ENFERMOS. Quisiera exhortar a los élderes que se hallan en la misión, así como a los que en lo futuro vayan a salir a una misión, a nunca dejar que entre en su corazón el pensamiento de que se les criticará o que sufrirán menoscabo en cuanto a su carácter o su posición en la iglesia porque su salud no les permite cumplir una misión de dos o tres años fuera de casa. Quisiéramos que más bien sintieran dentro de sí mismos una aversión sana hacia el volver a casa sin haber cumplido una misión honorable, cuando su salud y otras condiciones; les permitan hacerlo; y si hay en ellos renuencia alguna relacionada con volver a casa antes de cumplir su misión, tal sentimiento deberá estar basado en este principio. —C.R. de octubre, 1904, pág. 42.

CUIDADO DE LOS MISIONEROS QUE VUELVEN. También es cosa buena que los obispos de los barrios velen por sus misioneros que han regresado. Es una pena que después de que vuelven a casa tantos de nuestros jóvenes que salen y cumplen con una buena misión, las autoridades presidentes de la Iglesia aparentemente los olvidan o desatienden, y se les permite que se desvíen nuevamente al descuido y a la indiferencia, y tal vez, finalmente, que se aparten por completo de sus deberes en la Iglesia. Debe conservárseles ocupados; debe mantenérseles activos en la obra del ministerio, de alguna manera, para que mejor puedan retener el espíritu del evangelio en su mente y en su corazón, y ser útiles tanto en casa como fuera de casa.

No se puede negar el hecho de que se requiere un servicio misional, y es tan necesario en Sión, sea aquí en casa, como en el extranjero. Muchas personas parecen ser negligentes en cuanto a la debida instrucción de sus hijos. Vemos a muchos jóvenes que están cayendo en costumbres y hábitos muy descuidados, cuando no perniciosos. Todo joven misionero que vuelve de su misión, lleno de fe y buen deseo, debe tomar sobre sí la responsabilidad de llegar a ser, hasta donde sea posible, un salvador de sus compañeros jóvenes y de menos experiencia, en casa. Cuando un misionero que ha vuelto ve a un joven que se está yendo por malos caminos y acostumbrándose a hábitos malos, debe sentir que tiene el deber de hacerse cargo de él, en colaboración con las autoridades presidentes de la estaca o del barrio en donde vive, y ejercer todo el poder y la influencia que pueda para salvar a ese joven errante, que carece de la experiencia que han logrado nuestros élderes fuera de casa, y de este modo ser el medio de salvar a muchos y establecerlos más firmemente en la verdad. —C.R. de octubre 1914, Pág. 4, 5).

TRABAJO PARA LOS MISIONEROS QUE VUELVEN. Deberían tener mucha demanda los misioneros que han vuelto, en las situaciones donde hacen falta corazones valientes, mentalidades fuertes y manos dispuestas. El genio del evangelio no es una bondad negativa, es decir, simplemente la ausencia de lo que es malo; representa una energía agresiva, bien orientada hacia una bondad positiva, en una palabra, trabajo.

Oímos mucho de hombres especialmente talentosos, de otros que son genios en los asuntos del mundo, y muchos de nosotros nos hacemos creer que no somos capaces de mucho y, por tanto, por qué no pasar la vida desahogadamente, ya que no pertenecemos a esa clase favorecida. Es cierto que no se ha dotado a todos con los mismos dones, ni en cada uno existe la fuerza de un gigante; sin embargo, todo hijo y toda hija de Dios ha recibido algún talento, y cada cual tendrán que rendir cuentas precisas del uso o abuso que se haga de él. El espíritu del genio es el espíritu del trabajo arduo, afán laborioso, devoción con toda el alma a las faenas del día.

Nadie piense que cualquier trabajo honorable es degradante; no sintáis desagrado en cuanto al trabajo manual, sino dejad que la mente dirija las manos con destreza y energía. El ejemplo que dio nuestro finado y querido presidente Wilford Woodruff se ha citado frecuentemente fuera de aquí, y se pone a la vista para la admiración y emulación de los que no son de nosotros; así sucede con la mayor parte de los hombres principales de nuestra Iglesia. Este hombre aun en su edad avanzada, hacía su parte del trabajo físico y se regocijaba en su habilidad para «azadonar su surco» y no quedarse atrás de sus nietos en el trabajo de la granja.

«Hijo mío, levántate, y manos a la obra, y el Señor estará contigo.» —Juvenile Instructor, tomo 38, pág. 689.

EL DEBER DE LA PERSONA QUE ES LLAMADA A UNA MISIÓN. Cuando se llama a un hombre para salir a una misión, y le es designado el campo donde va a trabajar, me parece que debía decir en su corazón: «No se haga mi voluntad, sino la tuya, oh Señor.»—Deseret Weekly News, tomo 33, pág. 226, (1884).

Deja un comentario