Doctrina del Evangelio

Capitulo 23

El gobierno político


LOS DIEZ MANDAMIENTOS. Creo con toda mi alma en el evangelio de Jesucristo y en la ley de Dios, y estimo que no hay hombre o mujer honrado e inteligente que pueda menos que creer en la justicia, rectitud y pureza de las leyes que Dios escribió sobre las planchas de piedra. Estos principios, que es mi intención leeros, son el fundamento y los principios básicos de la constitución de nuestro país [Estados Unidos], y son eternos, permanecen para siempre y no pueden cambiarse o pasarse por alto impunemente:

«Y habló Dios todas estas palabras, diciendo: Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre. No tendrás dioses ajenos delante de mí» (Éxodo 20:1-3).

Eso es lo que significa ahora, y lo que significaba para los Santos de los Últimos Días, y lo que estos entendían que significaba cuando aceptaron el evangelio de Jesucristo.

«No tendrás dioses ajenos delante de mí.» Él es el Padre de nuestros espíritus, el Padre de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, que es nuestro Dios; y no hemos de tener a ningún otro delante de Él.

«No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra.

«No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos» (Éxodo 204-6).

Los incrédulos os dirán: «Cuán injusto, cuán cruel, cuán contrario a la naturaleza de Dios es visitar las iniquidades de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que aborrecen a Dios.» ¿Cómo lo entendéis vosotros? De esta manera, y concuerda precisamente con la ley de Dios. El incrédulo transmitirá la incredulidad a sus hijos si puede. El fornicario no levantará una posteridad pura y recta. Más bien comunicará las semillas de la enfermedad y de la miseria, cuando no de la muerte y destrucción, a su descendencia, y continuará sobre sus hijos y descenderá a los hijos de sus hijos hasta la tercera y cuarta generación. Es perfectamente natural que los hijos hereden de sus padres, y si éstos siembran las semillas de la corrupción, el crimen y las enfermedades asquerosas, sus hijos segarán el fruto. Esto no es lo que Dios desea, porque Él quiere que los nombres no pequen, y así no transmitan las consecuencias de su pecado a sus hijos, sino que guarden sus mandamientos y se conserven libres del pecado y de la imposición de los efectos del pecado sobre su descendencia. Más si los hombres no quieren escuchar al Señor, antes se convierten en ley para sí mismos y cometen pecados, justamente segarán las consecuencias de su propia iniquidad, y naturalmente impartirán sus frutos a sus hijos hasta la tercera y cuarta generación. Las leyes de la naturaleza son las leyes de Dios, y Él es justo; no es Dios el que infringe estos castigos; son los efectos de desobedecer sus leyes. Los resultados de los propios hechos del hombre lo acompañan.

«No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano» (Éxodo 20:7).

Este es un principio eterno; no es uno que podemos obedecer hoy y desobedecer mañana, o que podemos aceptar hoy como parte de nuestra fe y mañana abandonarlo impunemente. Es un principio inherente del plan de vida y salvación para la regeneración del género humano.

«Acuérdate del día de reposo para santificarlo. Seis días trabajarás, y harás toda tu obra; más el séptimo día es reposo para Jehová tu Dios; no hagas en él obra alguna, tú ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu bestia, ni tu extranjero que está dentro de tus puertas» (Éxodo 20:8-10).

Es decir, honrarás el día de reposo y lo santificarás. ¿Lo hacemos? ¿Es necesario hacerlo? Es absolutamente necesario que lo hagamos a fin de que estemos de conformidad con las leyes y mandamientos de Dios; y cuando quebrantamos esa ley o ese mandamiento, somos culpables de transgredir la ley de Dios. ¿Y cuál será el resultado si continuamos? nuestros hijos seguirán nuestros pasos; también ellos despreciarán el mandamiento de Dios de santificar un día de cada siete, y perderán el espíritu de la obediencia a las leyes de Dios y sus requisitos, tal como lo perderá el padre si continúa violando los mandamientos.

«Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da» (Éxodo 20:12).

¿Cuándo tendremos la edad suficiente para no necesitar este mandamiento? ¿Cuándo podremos dejarlo de lado? ¿Cuándo llegaremos a la época en que podremos deshonrar a nuestro padre y nuestra madre? ¡Nunca! Es un principio eterno y me causa pena decirlo —no pena por los japoneses o por los chinos, a quienes solemos tildar de naciones paganas— no me apeno por ellos sino al comparamos con ellos. Estas naciones dan el ejemplo al mundo civilizado cristiano en el honor que confieren sobre sus padres, y sin embargo, este pueblo y nación cristianos, junto con todas las naciones cristianas de la tierra, que tienen la palabra de Dios y los consejos del Hijo de Dios para guiarse, no son los primeros en dar un ejemplo de obediencia, como debían estar haciéndolo, a este gran mandamiento del Señor: «Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da.»

Además: «No matarás.» Es un mandamiento de Dios. Es irrevocable, a menos que Él lo revoque; vosotros y yo no podemos revocarlo; no debemos transgredirlo; es obligatorio en cuanto a nosotros; no debemos quitar la vida que no podemos restaurar o devolver. Es una ley eterna e invariable.

«No cometerás adulterio.» ¡Es igualmente invariable; igualmente eterno!, porque el adúltero no tiene cabida en el reino de Dios, ni puede lograr allí una exaltación.

«No hurtarás.»

«No hablarás contra tu prójimo falso testimonio.»

«No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo» (Éxodo 20:7-17).

«No codiciarás.» Podemos decir que estamos agradecidos porque el Señor ha bendecido a nuestro prójimo más de lo que nos ha bendecido a nosotros. Podemos dar gracias que el Señor ha dado a nuestro prójimo mayor prudencia y habilidad para beneficiarse honradamente, pero no debemos codiciárselo. No debemos ser envidiosos, porque se nos manda no serlo.

Ahora bien, éstos son los mandamientos de Dios; los principios contenidos en estos mandamientos del gran Dios Eterno son los principios que sirven de base a la Constitución de nuestro país (Estados Unidos) y de todas las leyes justas. José Smith el Profeta se sintió inspirado a firmar y ratificar esta verdad y predijo, además, que llegaría el tiempo en que la Constitución de este país pendería cual si fuera de un hilo, y que los Santos de los Últimos Días, más que cualquier otro pueblo en el mundo, acudirían al socorro de ese grande y glorioso paladión de nuestra libertad. No podemos tolerar el pensamiento de que sea hecha pedazos o destruida, ni hollada bajo los pies, ni despreciada por los hombres. No podemos tolerar el concepto expresado en una ocasión por un hombre de alta autoridad en la nación, cuando dijo: «¡Al diablo la Constitución; el sentir popular del pueblo es la constitución!» Tal es el sentir del anarquismo que hasta cierto grado se ha extendido, y se está extendiendo sobre el país de libertad y el hogar del valiente. No lo toleramos; los Santos de los Últimos Días no pueden tolerar semejante espíritu. Es anarquía; significa destrucción; es el espíritu del gobierno del populacho, y el Señor sabe que hemos padecido bastante por causa de los populachos, y no queremos más. Nuestros miembros en México están sintiendo hoy los efectos de ese mismo espíritu. No queremos más, y no podemos darnos el lujo de ceder a ese espíritu o apoyarlo en grado mínimo. Debemos sostenernos y afrontar como pedernal todo espíritu o género de desprecio o falta de respeto hacia la Constitución de nuestro país y las leyes constitucionales de nuestra Patria. —C.R. de octubre, 1912. págs. 10, 11.

LAS LEYES DE DIOS Y LAS LEYES DEL PAÍS. Casi todos los hermanos que han hablado en esta conferencia se han referido a las circunstancias, en las cuales nosotros, como pueblo, ahora nos hallamos; y tal parecería innecesario que yo hiciera alguna otra referencia adicional a este tema tan predominante, con el que los miembros generalmente están más o menos familiarizados, y en el cual nosotros por fuerza estamos considerablemente interesados. Sin embargo, aun cuando los hermanos que han hablado se han referido meramente a algunas de las palabras del Profeta José y a los temas de las revelaciones dadas por medio de él a la Iglesia, siento la impresión de leer a oídos de la congregación uno o dos pasajes de las revelaciones a las que previamente se ha hecho referencia. Llamaré, por tanto, la atención de esta congregación a un versículo o dos de la revelación dada en el año 1831, que se encuentra en Doctrinas y Convenios:

«Ninguno quebrante las leyes del país, porque quien guarda las leyes de Dios no tiene necesidad de infringir las leyes del país.

«Sujetaos, pues, a las potestades existentes, hasta que reine aquel cuyo derecho es reinar, y someta a todos sus enemigos debajo de sus pies.

«He aquí, las leyes que habéis recibido de mi mano son las leyes de la iglesia, y en esta luz las habéis de presentar. He aquí, en esto hay sabiduría» (D. y C. 58: 21-23).

Cito lo siguiente de una revelación dada en diciembre de 1833:

«De acuerdo con las leyes y constitución del pueblo que yo he permitido que se establecieran, y que deben preservarse para los derechos y protección de toda carne, conforme a principios justos y santos; «para que todo hombre pueda obrar en doctrina y principio pertenecientes a lo futuro, de acuerdo con el albedrío moral que yo le he dado, para que todo hombre responda por sus propios pecados en el día del juicio.

«Por tanto, no es justo que un hombre sea esclavo de otro.

«Y para este fin he establecido la constitución de este país, por mano de hombres sabios que levanté para este propósito mismo, y redimí la tierra por la efusión de sangre» (Doc. y Con. 101:77-80).

Además, en otra revelación:

«Y ahora, de cierto os digo concerniente a las leyes del país, es mi voluntad que mi pueblo procure hacer cuanto yo le mande.

«Y la ley del país, que es constitucional, que apoya ese principio de libertad en la preservación de derechos y privilegios, pertenece a toda la humanidad y es justificable ante mí.

«Por tanto, yo, el Señor, os justifico, así como a vuestros hermanos de mi iglesia, en apoyar la que fuere ley constitucional del país;

«y en cuanto a la ley del hombre, lo que sea más o menos que esto, del mal proviene.

«Y yo, Dios el Señor, os hago libres, por consiguiente, sois verdaderamente libres; y la ley también os hace libres.

«Sin embargo, cuando los inicuos gobiernan, el pueblo se lamenta.

«Por tanto, debe buscarse diligentemente a hombres honrados y sabios, y a hombres buenos y sabios debéis apoyar; de lo contrario, si es menos que esto, del mal procede.

«Y os doy un mandamiento, que vosotros desecharéis todo lo malo y os allegaréis a todo lo bueno, y que viváis de acuerdo con toda palabra que sale de la boca de Dios.

«Porque él dará a los fieles línea sobre línea, precepto tras precepto; y en esto os juzgaré y probaré.

«Y el que perdiere su vida en mi causa, por amor de mi nombre, la hallará otra vez, sí, vida eterna.

«No temáis, pues, a vuestros enemigos, porque he decretado en mi corazón probaros en todas las cosas, dice el Señor, para ver si permanecéis en mi convenio hasta la muerte, a fin de que seáis hallados dignos.

«Porque si no permanecéis en mi convenio, no sois dignos de mí» (D. y C. 984-15).

Esta, como yo lo entiendo, es la ley de Dios a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días en todo el mundo. Y lo que aquí se nos requiere se debe obedecer y llevar a efecto en forma práctica en nuestra vida a fin de que logremos el cumplimiento de las promesas que Dios ha hecho al pueblo de Sión. Y además está escrito que en tanto que hagáis las cosas que os mando, dice el Señor, entonces estoy obligado; de lo contrario, no hay promesa. Por consiguiente, sólo podemos esperar que las promesas declaradas se apliquen a nosotros cuando hagamos las cosas que se nos mandan. (D. y C. 82:10; 101:7; 12447-49.)

Se nos dice en estos pasajes que nadie tiene necesidad de violar las leyes del país si guarda las leyes de Dios; pero esto queda aclarado más ampliamente en el pasaje que leí en seguida, a saber, que la ley del país, la cual nadie tiene necesidad de violar, es la ley constitucional del país, y así es como Dios mismo la ha definido. Y lo que sea más o menos que esto, del mal proviene. Ahora bien, me parece que esto aclara a tal grado el asunto, que no es posible que hombre alguno que profesa ser miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, cometa un error o tenga duda con respecto al curso que debe seguir bajo el mandamiento de Dios en cuanto a la observancia de las leyes del país. Yo sostengo que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días siempre ha sido fiel a las leyes constitucionales de nuestro país. Sostengo, además, que tengo derecho a esta opinión como ciudadano norteamericano, como uno que no sólo nació en tierra americana, sino que desciende dé padres que por muchas generaciones nacieron en este país. Tengo el derecho de interpretar la ley en esta manera y formar mis propias conclusiones y expresar mis opiniones al respecto, pese a las opiniones de otros hombres.

Me pregunto: ¿Qué ley has violado? ¿Cuál ley constitucional no has observado? Estoy obligado, no sólo por la lealtad que debo al gobierno de los Estados Unidos, sino por mandamiento efectivo de Dios Todopoderoso, a observar y obedecer toda ley constitucional del país; y sin vacilación declaro a esta congregación que jamás he violado ni transgredido ley alguna. No estoy sujeto a ningún castigo de la ley, porque desde mi juventud me he esforzado por ser un ciudadano obediente a la ley, y no sólo esto, sino en ser un pacificador, un predicador de justicia y predicar la justicia no únicamente con la palabra sino con el ejemplo. Por tanto, ¿qué tengo que temer? El Señor Omnipotente requiere que este pueblo observe las leyes del país, que se someta a los «poderes existentes», en tanto que éstos se guíen por los principios fundamentales del buen gobierno; pero El los hará responsables si aprueban medidas inconstitucionales y decretan leyes injustas y proscriptoras, como lo hicieron Nabucodonosor y Darío en relación con los tres jóvenes hebreos y Daniel. Si los legisladores se proponen quebrantar su juramento, violar sus convenios y su fe con el pueblo, y se apartan de las disposiciones de la Constitución, ¿dónde está la ley, humana o divina, que me obliga como individuo, a proclamar abierta y francamente la aceptación de sus actos?. . .

Deseo expresar aquí mi afirmación de que el pueblo llamado Santos de los Últimos Días, como frecuentemente se ha repetido en este pulpito, son el pueblo más obediente a la ley, más pacífico, longánime y paciente que pueda hallarse hoy dentro de los límites de esta República, y quizás en cualquier otra parte sobre la faz de la tierra; y es nuestra intención continuar observando la ley, en lo que a la ley constitucional de nuestro país concierne, y esperamos hacer frente, como hombres, a las consecuencias de nuestra obediencia a las leyes y mandamientos de Dios. Tales son mis sentimientos, brevemente expresados, sobre este asunto. —Journal of Discourses, tomo 23, pág. 69-71.

NO HAY NACIONALIDADES EN LA IGLESIA. Al hablar de nacionalidades, todos entendemos o deberíamos entender, que en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no hay ni escandinavos, ni suizos, ni alemanes, ni rusos, ni ingleses ni ninguna otra nacionalidad. Hemos llegado a ser hermanos en la casa de fe, y debemos tratar a la gente de estas naciones que están en guerra con otras, con la debida bondad y consideración. No es sino natural que aquellos que nacen en un país, aunque hayan emigrado del mismo, que han dejado allí a sus parientes, muchos de ellos, naturalmente abriguen un sentimiento de ternura hacia su madre patria. Pero los Santos de los Últimos Días que han venido a este país procedentes de Inglaterra, y de Francia, Alemania, Escandinavia y Holanda, pese a aquello en que esté involucrada su patria, no es de nuestra incumbencia distinguirlos en manera alguna, criticándolos o quejándonos de ellos o condenándolos por motivo del sitio en que nacieron. Nada tuvieron que ver con el lugar en que nacieron, y han venido aquí para ser Santos de los Últimos Días, no para ser alemanes, ni escandinavos, ni ingleses, ni franceses, ni pertenecer a ningún otro país del mundo. Han venido^ aquí para ser miembros de La Iglesia de Jesucristo de Santos de los Últimos Días, y buenos y leales ciudadanos de los Estados Unidos y de los varios estados donde radiquen, y de otros lugares por todo el mundo, donde los Santos de los Últimos Días están estableciendo hogares para sí mismos. —C.R. de abril, 1917, pág. 11.

LOS SANTOS DE LOS ÚLTIMOS DÍAS SON LEALES A LOS ESTADOS UNIDOS. Siempre debemos tener presente que no sólo somos ciudadanos del reino de Dios, sino ciudadanos de los Estados Unidos y de los estados donde moramos. Siempre hemos sido leales, tanto a nuestro estado o nación, como a la Iglesia de Dios, y desafiamos al mundo a que compruebe lo contrario. Hemos estado dispuestos a luchar en los combates de nuestro país, defender su honor, apoyar y sostener su buen nombre, y es nuestro propósito perseverar en esta lealtad a nuestra nación y a nuestro pueblo hasta el fin. —C.R. de abril, 1905, pág. 46.

LEALTAD A LA CONSTITUCIÓN DE LOS ESTADOS UNIDOS. Espero con toda el alma que los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días sean leales, dentro de su corazón y de su alma, a los principios de la Constitución de nuestro país. De éstos procede la libertad de que gozamos. Han sido los medios para garantizar al extranjero que ha entrado por nuestra puerta, así como a todos los ciudadanos de este país, la libertad que poseemos. No podemos volver las espaldas a principios como estos. Podremos faltarles a aquellos que dejan de aplicar la ley como debían; podremos estar descontentos con el fallo de los jueces y desear que fuesen quitados de su lugar; pero la ley dispone modos y medios para que se hagan todas estas cosas de acuerdo con la Constitución de nuestro país, y nos será mejor soportar los males que tenemos más bien que precipitarnos hacia cosas peores cuyos resultados desconocemos. —C.R. de octubre, 1912, pág. 8.

ORGULLO PATRIÓTICO. Me siento orgulloso de la nación de la cual somos parte, porque estoy convencido en mi propia mente que no hay otra nación sobre la faz del mundo donde el Señor Todopoderoso pudo haber establecido su Iglesia con tan poca dificultad y oposición como lo hizo aquí en los Estados Unidos. Era un país libre, y la tolerancia religiosa era el sentir de los habitantes del país. Era el asilo de los oprimidos; se invitaba a todos los pueblos del mundo a venir aquí para establecer hogares libres para sí mismos, y en estas circunstancias tolerantes el Señor pudo establecer su Iglesia y ha podido conservarla y preservarla hasta este tiempo, de modo que ha crecido y se ha extendido hasta llegar a ser respetada, no sólo por sus miembros, no sólo por los pocos años de edad que ha cumplido, sino respetada por motivo de su inteligencia, respetada a causa de su honradez, su pureza, unión e industria, y todas sus virtudes. —C.R. de abril, 1905, pág. 6.

ORIGEN Y DESTINO DE LOS ESTADOS UNIDOS; LEALTAD DE LOS SANTOS DE LOS ÚLTIMOS DÍAS. El Todopoderoso levantó esta gran nación americana por el poder de su mano omnipotente, a fin de que fuera posible establecer el reino de Dios sobre la tierra en los últimos días. Si el Señor no hubiese preparado el camino estableciendo los fundamentos de esta nación gloriosa, habría sido imposible (bajo las leyes estrictas y el fanatismo de los gobiernos monárquicos del mundo) haber puesto los cimientos para la venida de su gran reino. El Señor ha hecho esto; su mano ha estado sobre esta nación, y es su propósito y plan engrandecerla, hacerla más gloriosa que todas las otras y darle dominio y poder sobre la tierra, a fin de que todos los que se encuentran en la servidumbre y en la esclavitud puedan ser traídos a gozar de la más completa independencia y libertad de conciencia que los hombres inteligentes pueden ejercer en la tierra. La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días será un fuerte apoyo de la nación de la cual somos parte, en el cumplimiento de este gran propósito. No hay actualmente, sobre la tierra de Dios, personas más leales a su país que los Santos de los Últimos Días a esta nación. No pueden encontrarse mejores, más puros o más honorables ciudadanos de los Estados Unidos, que los que se hallan dentro del ámbito de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Testifico de esto y sé de lo que hablo. Jamás hemos sido enemigos de nuestra nación; siempre hemos sido fieles a ella. Aun cuando se nos ha perseguido, hemos dicho: «Pondremos en tí nuestra confianza. Hemos sido echados y calumniados, no por la nación, sino por insidiosos, impíos, infames, hipócritas, mentirosos y engañosos lobos con piel de ovejas, los cuales celosa y constantemente están alzando la voz de indignación contra el pueblo del convenio de Dios. Nuestro gobierno nos habría amparado y protegido, habría preservado nuestros derechos y libertades y nos habría defendido para poder disfrutar de nuestras posesiones, de no haber sido por estos canallas infernales que son enemigos de la moralidad y la verdad. Si acaso hay algo despreciable, si puede haber cosa alguna que jamás entrará en el reino de Dios, es aquel que miente deliberadamente; y si no se ha mentido en cuanto a nosotros, si no se nos ha vituperado y calumniado en estas últimas fechas, entonces no sé qué cosa es mentir. Pues bien, sigan con sus mentiras los falsificadores. Aparentemente hay personas que están condenadas a mentir. El presidente Woodruff solía decir que había algunos en su época que habían nacido para mentir, y fueron fieles a su misión. Todavía tenemos con nosotros algunos de éstos que nacen mentirosos y aún siguen fieles a su misión. Tal parecería que no pueden decir la verdad; a menudo no lo hacen cuando sería para su propio provecho. Sigan, pues, mintiendo cuanto deseen. Sin embargo, hagamos nosotros lo recto; obedezcamos las leyes de Dios y las leyes del hombre, honremos nuestra afiliación con el reino de Dios, nuestra ciudadanía en el Estado de Utah y nuestra más amplia ciudadanía en la nación de la cual somos parte, y entonces Dios nos sostendrá y preservará, y seguiremos creciendo como lo hemos hecho desde el principio, sólo que nuestro crecimiento futuro se acelerará y llegará a ser mucho mayor que en lo pasado. Estas calumnias y falsedades que se hacen circular por todas partes con la mira de provocar el enojo de la nación contra nosotros serán barridas con el tiempo, y por causa de estas falsas representaciones, la verdad se manifestará con mayor claridad y sencillez al mundo. Así se cumplirá, la palabra del Señor, de que no pueden hacer nada en contra, sino a favor del reino de Dios. Esta es la obra del Señor, no del hombre; y El la hará triunfar. La está extendiendo en el mundo y arraigándola profundamente en la tierra, a fin de que sus ramas crezcan y se extiendan y se vea su fruto por toda la extensión de la tierra. —C.R. de abril, 1903, págs. 73, 74).

LOS SANTOS DEBEN SERVIR A DIOS. Los Santos de los Últimos Días se encuentran en medio de estas montañas con el propósito expreso de servir a Dios Omnipotente. No hemos venido aquí para servirnos a nosotros mismos, ni para servir al mundo. Estamos aquí porque hemos creído en el evangelio que se ha restaurado en los postreros días por conducto del profeta José Smith. Estamos aquí porque creemos que Dios Omnipotente ha organizado su Iglesia y ha restaurado la plenitud del evangelio y el santo sacerdocio. Estamos aquí porque hemos recibido el testimonio del Espíritu de Dios de que el curso que hemos seguido en este aspecto es recto y aceptable a la vista del Señor. Estamos aquí porque hemos venido a obedecer el mandamiento del Omnipotente. —C.R. de octubre, 1899, pág. 43.

GUIADOS POR DIOS AL OESTE. Siguiendo un paralelo, nuestros miembros podrían hacer volver su memoria hasta Ohio, Misurí o Illinois, y evocar acontecimientos y condiciones que existieron en esos primeros días, a causa de los cuales nuestro pueblo fue molestado, acometido por el populacho, perseguido, aborrecido y desahuciado de sus posesiones de Ohio, Misurí e Illinois. Les fue difícil a nuestros miembros en aquella época, y en las condiciones que entonces existían, ver cómo Dios en su providencia iba a disponer cosas buenas para su pueblo, permitiendo que existiesen tales condiciones. Pero en la actualidad, ¿quién disputará el hecho de que, aun cuando fuimos compelidos a salir de Ohio, Misurí e Illinois contra nuestra voluntad, nuestros deseos, nuestros intereses temporales, como se suponía, esto habría de redundar finalmente en provecho nuestro? ¿Quién de nosotros sostendrá ahora que la Providencia imperante que nos trajo a este lugar cometió un error? ¡Ninguno de nosotros! Cuando lo examinamos retrospectivamente, vemos con toda claridad, fuera de toda posibilidad de dudas, que la mano de Dios intervino en ello; y aun cuando fue necesario que se nos desalojara de los lugares en donde habíamos plantado los pies en terreno que nuestros padres adquirieron del gobierno de los Estados Unidos y de los antiguos colonos, y aunque nos vimos obligados a hacerlo en contra de nuestros supuestos intereses, ahora vemos que ha resultado en la mayor bendición posible para nosotros y la Iglesia.

¿Qué pudimos haber hecho en Ohio? ¿Qué lugar había en el Condado de Caldwell, para que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días creciera y se desarrollara, o en el de Jackson, o en el de Clay en Misurí? ¿Dónde tenía esta Iglesia la oportunidad, en el estado de Illinois —un estado populoso, sus tierras ocupadas por habitantes más antiguos, antipáticos y poco amistosos— para extenderse, crecer y plantar los pies en la tierra, como hoy la poseemos? No tenían fe en nuestras buenas intenciones ni en la divinidad de nuestra causa. Nos temían porque los santos eran progresistas. El espíritu de crecimiento, desarrollo y adelanto distinguió la vida y obras y existencia de las comunidades de los Santos de los Últimos Días, así como ha sucedido con nuestros miembros en México. —C.R. de octubre, 1912, pág. 6.

EL PATRIOTISMO VERDADERO. El patriotismo es algo que se debe buscar, y se encontrará en vivir rectamente, no en frases o palabras altisonantes. El verdadero patriotismo es parte de la solemne obligación que descansa sobre la nación, así como el individuo y el hogar. La reputación de nuestra nación debe protegerse tan sagradamente como el buen nombre de nuestra familia. Todo ciudadano debe defender esa reputación, y debe enseñarse a nuestros hijos a defender el honor de su patria en toda circunstancia. Un espíritu verdaderamente patriótico en el individuo engendra un interés y simpatía públicos que deben estar a la altura de la grandeza de nuestra nación. El hecho de ser un ciudadano verdadero de un gran país nada le quita a la grandeza individual, antes la aumenta. Mientras que un pueblo grande y bueno necesariamente añade grandeza y bondad a la vida nacional, la grandeza de la nación reacciona en sus ciudadanos y les añade honor y les asegura su bienestar y felicidad. Los ciudadanos leales probablemente serán los últimos en quejarse de las faltas y fracasos de nuestros administradores nacionales. Preferirían ocultar las fallas que existen e intentar persuadirse a sí mismos que son transitorias, y que con el tiempo pueden ser y serán corregidas. No obstante, es un deber patriótico proteger a nuestra nación, cuandoquiera y dondequiera que podamos, de esas tendencias inconstantes y revolucionarias que destruyen la prosperidad y estabilidad de una nación. —Juvenile Instructor, tomo 47, págs. 388, 389 (julio de 1912).

IMPORTANCIA DEL PATRIOTISMO NACIONAL. Nuestro bienestar nacional siempre debe ser un tema que ha de hallarse hondamente arraigado en nuestras mentes y ejemplificarse en nuestras vidas particulares, y el anhelo por el bienestar de nuestra nación debe ser más fuerte que la afiliación con el partido político. El bienestar de la nación significa el bienestar de cada uno de sus ciudadanos. Para ser una nación digna y próspera, debe poseer las cualidades que corresponden a las virtudes individuales. La actitud de nuestro país respecto de otras naciones siempre debe ser honrada y libre de sospechas, y todo buen ciudadano debe sentirse celoso de la reputación de nuestro país, tanto aquí como en el extranjero. De modo que el patriotismo nacional es algo más que una simple expresión de estar dispuestos a ir a la lucha, en caso necesario. —Juvenile Instructor, tomo 47, pág. 389 (julio de 1912).

LA IGLESIA NO ES PARTIDARIA. La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no es una Iglesia partidaria; no es una secta. Es La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Es la única que hoy existe en el mundo que puede llevar y que legítimamente lleva el nombre de Jesucristo y su autoridad divina. Hago esta afirmación con toda sencillez y candor delante de vosotros y de todo el mundo, pese a lo amargo que parezca la verdad a quienes se oponen y no tienen motivo para tal oposición. No obstante, es cierto y permanecerá cierto hasta que venga aquel que tiene el derecho a regir entre las naciones de la tierra y entre cada uno de los hijos de Dios en todo el mundo, y tome las riendas del gobierno y reciba a la desposada que estará dispuesta para la venida del Esposo. —Improvement Era, tomo 20, pág. 639 (mayo de 1918). También págs. 132, 133 de esta obra.

LA IGLESIA ES LEAL. Todas las Iglesias afirman haber sido nombradas divinamente, y anteponen a Dios a la patria; y cualquier hombre que rinde homenaje verdadero a Dios no puede violar la ley, porque su vida no lo permite. Nadie puede ser un buen Santo de los Últimos Días y no ser leal a los mejores intereses y al bienestar general de su país. Después de todos estos años, es una necedad decir que la Iglesia siente antagonismo hacia el gobierno nacional. La parte que nuestros miembros desempeñaron en las dificultades con México y España debería ser suficiente para tachar de falsas estas afirmaciones para siempre. La lealtad que la Iglesia requiere a sus miembros no les impide que sean fieles ciudadanos del país. Más bien les ayuda; la fidelidad a la Iglesia habilita al hombre para dar mejor cabida al homenaje patriótico hacia su nación y patria. Nada se requiere a un Santo de los Últimos Días que en manera alguna pueda interpretarse como oposición a la lealtad hacia el país, y por tal razón el senador Smoot no tiene obligaciones con la Iglesia que puedan entrar en conflicto con su lealtad al país. Está claro que es injustificable la campaña de los ministros. —Improvemente Era, tomo 7, pág. 382 (marzo de 1904).

LOS SANTOS DE LOS ÚLTIMOS DÍAS SON BUENOS CIUDADANOS. Un buen Santo de los Últimos Días es un buen ciudadano en todo aspecto. Deseo decir a los jóvenes de nuestra comunidad, sed Santos de los Últimos Días ejemplares y no permitáis que nada os impida aspirar a los puestos más altos que nuestra nación puede ofrecer. Habiendo logrado un puesto, dejad que vuestra virtud, integridad, honradez, habilidad, vuestras enseñanzas religiosas, inculcadas en vuestro corazón en el regazo de vuestras devotas madres mormonas, «así alumbren delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mateo 5:16).

LA IGLESIA NO RESPONDE POR LOS PARTIDOS POLÍTICOS. La Iglesia de Cristo no es responsable de los hechos de ninguno de los partidos políticos en sentido o forma alguna. Si lo fuera, cesarían sus riñas y contiendas, y dejarían de existir el rencor y la animosidad que manifiestan unos contra otros. Si algo tuviésemos que ver con ellos, pondríamos fin a sus disputas, y tendríamos paz en sus filas. El hecho de que riñen en la forma que lo hacen es prueba positiva de que nada tenemos que ver con ellos. —C.R. de abril, 1899, pág. 41.

LA IGLESIA NO TIENE QUE VER CON LA POLÍTICA. La Iglesia no se ocupa de la política; sus miembros pertenecen a los partidos políticos según su elección: a los republicanos, a los demócratas o a ningún partido. No se les pide, y mucho menos se les requiere, que voten de este modo o de aquel, cosa que los ministros protestantes les requieren a sus miembros para hacer la contra a los Santos de los Últimos Días. Pero no puede negárseles justamente sus derechos como ciudadanos, y no hay razón para ello, pues por regla general son tan leales, tan sobrios, tan bien educados, tan honrados, industriosos, virtuosos, morales, frugales y dignos en todo otro renglón, como cualquier otro pueblo de este país o de la tierra, en lo que a esto concierne. Creo que son un poco mejor en estas cosas que la mayor parte de las demás comunidades o individuos.

A los jóvenes que se sienten desalentados por estos ataques infundados contra los miembros, así como a los misioneros que en el mundo son echados y perseguidos, quisiera decir: No temáis, no disminuyan vuestras obras en bien de la verdad; vivid como corresponde a los santos. Estáis en el camino verdadero y el Señor no permitirá que vuestros esfuerzos fracasen. Esta Iglesia no corre ningún peligro por la oposición y persecución que viene de afuera. Hay más razón para temer el descuido, el pecado y la indiferencia internas; más peligro que el individuo deje de hacer lo recto y de conformar su vida con las doctrinas reveladas de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Si hacemos lo recto, todo saldrá bien, el Dios de nuestros padres nos sostendrá y toda oposición sólo redundará en una difusión mayor del conocimiento de la verdad. —Improvement Era, tomo 6, pág. 625 (junio de 1903)

APARTAOS DEL ESPÍRITU DE VIOLENCIA DE LOS POPULACHOS. No hay en el mundo quien deplore más que los Santos de los Últimos Días la prevalencia y brutalidad de la violencia de las turbas. Si la violencia del populacho en este país, no se originó con las expulsiones y persecuciones de los Santos de los Últimos Días, cierto es que ningún otro grupo de personas de este país han sufrido más y por mayor tiempo, debido a la anarquía del populacho, que los Santos de los Últimos Días. Por más de medio siglo los mormones han sido víctimas de la violencia ilícita del populacho, en contra de lo cual muy poco se ha dicho, por la principal razón de que el odio y el prejuicio habían acosado a las víctimas por tan largo tiempo, que el mundo se había acostumbrado a retirar de ellos toda simpatía. El hecho de golpear, echar fuera y dar de balazos a los élderes «mormones» en el Sur no provocó ninguna ansiedad, y sólo muy poca objeción por parte de la prensa; y al élder «mormón», puro y recto en su vida, se le ha extendido menos simpatía que a ese violador de negros, el cual mereció, tal vez, el castigo, no obstante la manera inexcusable en que se le impuso.

Se amonesta a los Santos de los Últimos Días en Utah, y en todas partes, a que sincera y devotamente eviten como sagrado deber religioso, el espíritu de la violencia de la turba. Es mejor ser paciente y soportar la proscripción de los derechos humanos, que violar las instituciones de nuestro país y reemplazar la ley y el orden con la violencia. Si el régimen del populacho extiende su horrendo dominio en este país tan rápidamente en lo futuro como lo ha hecho en lo pasado, bien puede llegar a las comunidades donde viven los miembros antes que se den cuenta de su presencia. Por tanto, no sólo es el deber de todo Santo de los Últimos Días refrenarse de la violencia e ilícita conducta de grupos de hombres resueltos a la destrucción del ser humano, sino ejercer su influencia y poder para impedir que otros se bañen las manos en la sangre de sus semejantes, —Juvenile Instructor, tomo 38, pág. 564 (septiembre de 1903).

EL PELIGRO DE LOS POPULACHOS. Una de las amenazas más grandes para nuestro país es el que se combinen los hombres en turbas irresponsables, arrebatadas, locas de prejuicios, odio y fanatismo, al mando de hombres de ambición, o pasión, u odio. No hay ninguna otra cosa en el mundo que pueda yo concebir, que sea tan completamente detestable a Dios y a los hombres buenos, como una combinación de hombres y mujeres llenos de espíritu canallesco. La aglomeración de hombres para contener o impedir que llegue el abastecimiento de alimentos a la boca del obrero honrado, para no dejar comer al hombre que está dispuesto a trabajar, junto con la esposa e hijos que dependen de él, porque no está dispuesto a unirse al populacho, es uno de los peligros más infames que amenaza a los habitantes de nuestro país en la actualidad. No importa quiénes sean o el nombre por el cual sean conocidos, son una amenaza para la paz del mundo. -C.R. de octubre, 1911, pág. 122.

LAS BASES DE LOS SINDICATOS LABORALES. Si es que vamos a tener organizaciones laborales entre nosotros —y no hay ninguna buena razón para que nuestros jóvenes no se organicen en tal forma— deben establecerse sobre bases sensatas y ser dirigidas por hombres que no desatienden a sus familias ni todos sus intereses. El espíritu de buena voluntad y hermandad, como lo tenemos en el evangelio de Cristo, debe caracterizar su conducta y sus organizaciones. Porque debe entenderse que la nota religiosa es y siempre debe ser la nota tónica de nuestro carácter y de todos nuestros actos.

Aun cuando no hay razón para que los obreros no se unan para su propia protección y beneficios mutuos, hay todas las razones para que, al hacerlo tomen en consideración los derechos de sus semejantes, protejan celosamente la propiedad y eliminen de sus métodos de combate el boicoteo, las huelgas de solidaridad y el delegado ambulante. —Improvement Era, tomo 6, pág. 182 (agosto de 1903).

SINDICATOS OBREROS. Los sindicatos obreros descubrirán que a ellos se aplica la misma ley eterna de justicia que se aplica al individuo; que deben conservarse el trato justo y la conducta razonable, si es que se van a evitar los infortunios económicos. Cuando en los sindicatos haya Santos de los Últimos Días, éstos deben asumir una actitud conservadora y jamás incitar los prejuicios del hombre encendiendo sus pasiones. No puede haber objeción a una contienda firme y persistente en bien de los derechos del obrero, si esta pugna se lleva a ^ cabo con el espíritu de la razón y del trato justo. Los Santos de los Últimos Días deben, sobre todas las cosas, considerar sagrada la vida y la libertad de sus semejantes, así como sus derechos sobre la propiedad, y conservar inviolable todo derecho que corresponde a la humanidad.

Los sindicatos están impulsando a nuestros miembros hacia una actitud inconsecuente y peligrosa cuando obligan a los Santos de los Últimos Días dentro del gremio a que hagan la guerra a sus hermanos que no pertenecen a la agrupación, y de este modo negarles a cierta clase de nuestros miembros los derechos más sagrados y dados de Dios, a fin de que la otra clase logre algunas ventajas sobre un tercero, a saber, su patrón. Tal conducta destruye la libertad de la cual todo hombre tiene el derecho de disfrutar, y finalmente conducirá al espíritu de contención y apostasía.

No es fácil comprender cómo los Santos de los Últimos Días pueden aprobar los métodos de los sindicatos obreros modernos. En calidad de pueblo hemos padecido mucho a causa del prejuicio irracional de las clases, así como del odio de las mismas, para querer tomar parte en agitaciones violentas injustas. Nadie niega los derechos de los obreros de unirse para exigir una porción justa de la prosperidad de nuestro país, so condición de que el sindicato se guíe por el mismo espíritu que debe influir en aquellos que profesan guiarse por una conciencia cristiana.

En la situación actual entre el capital y el trabajo debe haber intereses mutuos; y al mismo tiempo los obreros deben comprender que tiene sus límites la presión que el capital puede soportar bajo el peso de lo que se le exige. La competencia siempre ha dado alguna medida de alivio al obrero por la necesidad que el capital tiene de servicio humano, así que los hombres no deben dejarse llevar por el supuesto poder de exigencias arbitrarias que los sindicatos obreros en muchos casos ahora imponen a las empresas. La pretensión de los sindicatos de que sean reconocidos es con frecuencia un elemento muy indefinido, porque nadie parece saber precisamente qué significa éste reconocimiento hoy, o lo que ha de significar en el futuro. Si por reconocimiento se da a entender que se concede a cualquier clase de hombres el derecho exclusivo de ganarse la vida por medio de su trabajo, entonces dicho reconocimiento debe resistirse persistente y resueltamente.

Los Santos de los Últimos Días sean miembros o no de los sindicatos, saben perfectamente bien si las exigencias individuales o colectivas son arbitrarias e injustas, y no perderán nada si varonilmente se niegan a violar su sentido de justicia. —Juveníle Instructor, tomo 38, pág. 370 (junio de 1903).

LA CAUSA DE LA GUERRA. La condición del mundo en la actualidad presenta un cuadro deplorable, en lo que a las convicciones, fe y poder religioso de los habitantes de la tierra concierne. Vemos a nación contra nación en orden de combate; y sin embargo, en cada uno de estos países hay pueblos cristianos, así llamados, que profesan adorar al mismo Dios, profesan tener creencia en el mismo Redentor divino, muchos de ellos profesando ser maestros de la palabra de Dios y ministros de vida y salvación para con los hijos de los hombres; y con todo, estas naciones están divididas una contra la otra, y cada cual está orando a su Dios que derrame su ira sobre sus enemigos y les dé el triunfo y les conceda su propia preservación. ¿Sería posible, podría ser posible que existiera esta condición, si las gentes del mundo realmente poseyeran el conocimiento verdadero del evangelio de Jesucristo? Y si en verdad poseyeran el Espíritu del Dios viviente, ¿podría existir tal condición? No; no podría existir, antes cesaría la guerra y llegarían a su fin las contiendas y las luchas. No sólo no existiría el espíritu de guerra, sino que el espíritu de contienda y lucha que ahora existe entre las naciones de la tierra, que es el elemento principal de la guerra, dejaría de ser. Sabemos que el espíritu de la lucha y la contienda existe en un grado alarmante entre toda la gente del mundo. ¿Por qué existe? Porque no son uno con Dios ni con Cristo. No han entrado en el redil verdadero, y como resultado no poseen el espíritu del Pastor verdadero en grado suficiente para gobernar y dirigir sus actos conforme a las vías de paz y rectitud. De modo que contienden y luchan unos con otros, y por último se levanta nación contra nación en cumplimiento de las palabras de los profetas de Dios, de que la guerra sería derramada sobre todas las naciones. No quiero que penséis que yo creo que Dios ha dispuesto o decretado que vengan guerras entre la gente del mundo, o que las naciones se levanten una contra la otra en guerra y se empeñen en la destrucción de una y otra. Dios no propuso ni causó tal cosa. Es deplorable a los cielos que tal condición exista entre los hombres, pero existe, y los hombres lanzan sobre sí mismos la guerra y la destrucción a causa de su iniquidad, y esto porque no quieren permanecer en la verdad de Dios, andar en su amor y tratar de establecer y conservar la paz en el mundo en lugar de las luchas y contiendas. —C.R. de octubre, 1914, págs. 7, 8.

ACTITUD EN CUANTO A LA GUERRA. Nosotros no queremos la guerra; no queremos ver que nuestro país vaya a la guerra. Quisiéramos verlo como el árbitro de paz para con todas las naciones. Quisiéramos ver al gobierno de los Estados Unidos fiel a la Constitución, un instrumento inspirado por el espíritu de sabiduría de Dios. Queremos ver que la benignidad, el honor, la gloria, el buen nombre y la potente influencia para la paz que hay en esta nación se extiendan hasta el extranjero, no sólo en Hawai y las Filipinas, sino hasta las islas del mar al oriente y poniente de nosotros. Queremos ver que el poder, la influencia para bien, para elevar al género humano y para el establecimiento de principios rectos se extienda hasta estos pobres e inofensivos pueblos del mundo, para establecer paz, buena voluntad e inteligencia entre ellos, a fin de que, de ser posible, lleguen a ser iguales a las naciones esclarecidas del mundo. —C.R. de octubre, 1912, pág. 7.

DESEAMOS LA PAZ. Deseamos la paz en el mundo. Queremos que el amor y la buena voluntad existan sobre la tierra entre todos los pueblos del mundo; pero jamás podrá venir al mundo ese espíritu de paz y amor que debe existir, hasta que el género humano reciba la verdad de Dios y el mensaje que Dios tiene para ellos y reconozcan su poder y autoridad que son divinos, y que nunca se encuentran en la sabiduría sola de los hombres. —C.R. de octubre, 1914, pág. 7.

CUANDO VENDRÁ LA PAZ. Jamás tendremos paz hasta que tengamos la verdad. Jamás podremos establecer la paz sobre la tierra y la buena voluntad sino hasta que hayamos bebido de la fuente de la rectitud y la verdad eterna, cual Dios la ha revelado al hombre. —C.R. de octubre, 1914, pág. 129.

EN LA TIERRA PAZ, BUENA VOLUNTAD PARA CON LOS HOMBRES. Ciertamente vivimos en tiempos dificultosos, y pese a la paz que prevalece en nuestra propia tierra, no estamos libres de dificultades en casa. Hay entre nosotros actualmente, me da pena decirlo, el germen del espíritu que ha provocado en gran manera las condiciones que hoy existen en Europa: inquietud interna, falta de satisfacción, descontento, contiendas internas sobre asuntos político, obreros y religiosos, y casi todas las demás cosas de que adolece la sociedad en esta época. Y ese mismo germen que ha provocado los terribles resultados que vemos en las naciones de Europa es el que está trabajando entre nosotros hoy. No debemos olvidarlo, ni tampoco pasarlo por alto.

Solamente hay un poder, y uno solo, que puede evitar las guerras entre las naciones de la tierra, y es la religión pura y sin mancha delante de Dios el Padre. Ninguna otra cosa podrá realizarlo. Es muy común en la actualidad la expresión de que hay algo de bueno en todas las religiones. Efectivamente lo hay; pero no es suficiente el bien que hay en las denominaciones del mundo para evitar la guerra, ni para impedir las contiendas, luchas, divisiones y odios del uno contra el otro.

Si juntamos en una todas las doctrinas buenas de todas las denominaciones del mundo, éstas no constituyen el bien en cantidad suficiente para evitar las maldades que existen en el mundo. ¿Por qué? Porque las denominaciones carecen del conocimiento esencial de la revelación y verdad de Dios, y no disfrutan de ese Espíritu que viene de Dios, que guía a toda verdad e inspira a los hombres a hacer lo bueno y no lo malo, a amar más bien que aborrecer, a perdonar en lugar de abrigar rencores, a ser buenos y generosos, no inhumanos y mezquinos.

Vuelvo a repetir, pues, sólo hay un remedio que puede evitar que los hombres vayan a la guerra, cuando se sientan dispuestos a ello, y es el Espíritu de Dios que inspira a amar, no a aborrecer; que guía a toda verdad, no al error; que inclina a los hijos de Dios a reverenciarlo a Él y a sus leyes y a estimarlas sobre todas las demás cosas del mundo.

El Señor nos ha dicho que vendrían estas guerras. No hemos ignorado que estaban pendientes y que probablemente se derramarían sobre las naciones de la tierra en cualquier momento. Hemos estado esperando el cumplimiento de las palabras del Señor, de que vendrían. ¿Por qué? ¿Por qué el Señor así lo quería? No; en ningún sentido. ¿Fue porque el Señor lo predestinó o lo dispuso en grado alguno? No; de ningún modo. ¿Por qué? Fue por motivo de que los hombres no prestaron atención a Dios el Señor, y Él sabía de antemano los resultados que sobrevendrían por causa de los hombres y por causa de las naciones de la tierra; y por tanto, Él pudo predecir lo que les acontecería y lo que les sobrevino como consecuencia de sus propios hechos, y no porque El haya dispuesto tal cosa contra ellas, pues sólo están padeciendo y cosechando los resultados de sus propios actos.

Pues bien, mis hermanas, «en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres» es nuestro lema. Tal es nuestro principio; tal es el principio del evangelio de Jesucristo. Y aun cuando a mí me parece malo, impíamente malo, imponer la guerra sobre cualquier nación o a cualquier pueblo, creo que es recto y justo que toda persona defienda su propia vida, sus propias libertades y sus propios hogares con la última gota de su sangre. Creo que es recto, y creo que el Señor apoyará a cualquier pueblo en la defensa de su propia libertad de adorar a Dios conforme a los dictados de su conciencia; a cualquier pueblo que esté tratando de proteger a sus esposas e hijos de los destrozos de la guerra. Más no queremos que se nos imponga la necesidad de tener que defendernos.

Si la condición del mundo tiene para vosotros el mismo aspecto que para mí en la actualidad, me parece que tenéis dentro de vuestros corazones y mentes una de las evidencias más fuertes que jamás haya llegado a vuestra comprensión en cuanto a la certeza de la declaración que Dios comunicó al mundo por medio de José Smith, al respecto de que «con sus labios me honran, pero su corazón está lejos de mí; enseñan como doctrinas mandamientos de hombres, teniendo apariencia de piedad, más negando la eficacia de ella», y no la tienen. (José Smith 2:19). En Alemania, en estos días, protestantes y católicos están orando a Dios que les permita triunfar de sus enemigos. En Francia y en Inglaterra, en Rusia, Bélgica y Austria, y en todos los demás países que están en guerra unos con otros, están orando, protestantes y católicos juntos, que se les dé la victoria. Los aliados están suplicando la victoria al mismo Dios, que se supone ser, porque son conocidas como naciones cristianas y son miembros de las mismas iglesias y adoran según las mismas formas de religión y, sin embargo, están invocando a Dios la una contra la otra, para que los defienda de sus enemigos y fortalezca sus armas para destruir a sus contrarios. ¿Qué es lo que esto prueba? Prueba lo que Dios dijo. No tienen su Espíritu; no tienen su poder para guiarlos; no poseen su verdad, y por consiguiente, las condiciones precisas que existen son el resultado de esta incredulidad en cuanto a la verdad; y este sistema de adorar a hombres y organizaciones y poderes de hombres les falta el poder de Dios.

Ahora bien mis hermanas, estoy hablando según mi punto de vista, y mi punto de vista es que Cristo fue debidamente nombrado y enviado al mundo para aliviar al hombre del pecado mediante el arrepentimiento; para salvar a los del género humano de la muerte que vino sobre ellos a causa del pecado del primer hombre. Lo creo con toda el alma. Creo que Dios Omnipotente levantó a José Smith para renovar el espíritu, poder y plan de la Iglesia de Dios, del evangelio de Cristo y del santo sacerdocio. Lo creo con todo el alma, o no estaría aquí. Por tanto, me baso en este principio: que la verdad está en el evangelio de Jesucristo, que el poder de redención, el poder de paz, de buena voluntad, de amor, caridad y perdón, así como el poder de la hermandad con Dios, se encuentran en el evangelio de Jesucristo y en la obediencia al mismo por parte de la gente. Por tanto reconozco, y no sólo reconozco, sino afirmo que no hay nada mayor en la tierra y en los cielos que la verdad del evangelio de Dios que Él ha preparado y restaurado para la salvación y la redención del mundo. Y es por ese medio que la paz vendrá a los hijos de los hombres, y no vendrá al mundo de ninguna otra manera. Las naciones no pueden tenerla sin que vengan a Dios, de quien podrán recibir el espíritu de unión y el espíritu de amor. Y las organizaciones del mundo que se han formado con la mira de combinar a los hombres contienen en sí mismas tantos de los elementos de la autodestrucción, que no pueden existir por mucho tiempo en su presente situación y bajo las influencias que las conservan unidas hoy. Puedo deciros que no hay combinación formada por los hombres que haya de prosperar ni continuar en pie, a menos que esté fundada en los principios de verdad, rectitud y justicia hacia todos. Cuando un hombre viene a mí y me dice: «Tienes que ser mi siervo, tienes que obedecerme o sujetarte a mi plan o te haremos morir de hambre», no importa cuántos elementos de bondad existan en la organización que intenta privarme del derecho de adorar a Dios de acuerdo con los dictados de mi conciencia, o que me impediría desempeñar un trabajo honrado para ganarme el pan, hay en dicha organización los elementos de la decadencia y la destrucción, y no puede durar, porque está en error, en completo error.

En el evangelio existe la luz de la libertad. Los hombres adoran a Dios conforme a los dictados de su propia conciencia. En ningún sentido podemos obligaros a obedecer los principios del evangelio.

Tal es el principio del evangelio de Jesucristo; pero estas organizaciones formadas por los hombres os obligarán a hacer lo que ellas quieren, o de lo contrario os condenarán y destruirán; y en esto yacen los elementos de su propia destrucción, porque sólo pueden durar por un tiempo. —Relief Society Magazine, tomo 2, pág. 13 (enero de 1914).

LA LLAVE DE LA PAZ. Sólo una cosa puede traer la paz al mundo: la aceptación del evangelio de Jesucristo, correctamente entendido, y obedecido y practicado por los gobernantes así como por el pueblo. Los Santos de los Últimos Días lo están predicando con poder a todas las naciones, tribus, lenguas y pueblos, y no está muy lejano el día en que su mensaje de salvación penetrará profundamente el corazón de la gente común, que, al llegar el tiempo, sincera y honradamente dará su fallo no sólo contra un cristianismo falso, sino contra la guerra y los que hacen guerra, como crímenes contra la raza humana. Por años se ha sostenido que la paz sólo viene mediante la preparación para la guerra; el conflicto actual servirá para comprobar que la paz sólo viene mediante la preparación para la paz, mediante la instrucción del pueblo en rectitud y justicia, y seleccionando gobernantes que respetarán la justa voluntad del pueblo.

De aquí a poco se obedecerá la voz del pueblo, y el verdadero evangelio de paz dominará el corazón de los poderosos. Entonces será imposible que los caciques militares tengan potestad sobre la vida y muerte de millones de hombres, como ahora la tienen, para decretar la ruina del comercio, la industria y los sembrados, o causar que indecible agonía mental y miseria humana azoten a las naciones como plagas y pestilencias. Tal parece que, tras la devastación de las guerras, como se promete en las Escrituras (¿y quién dirá que no pudiera ser tras esta guerra?), los que se han constituido a sí mismos en monarcas deben ceder el lugar a gobernantes elegidos por el pueblo, los cuales se guiarán por las doctrinas de amor y paz cual se enseñan en el evangelio de nuestro Señor. Entonces se instituirá un nuevo orden social en el cual el bienestar de todos será la consideración principal, y a todos se les permitirá vivir en la más completa libertad y felicidad. —Improvement Era, tomo 17, pág. 1074 (septiembre de 1914).

DIOS CONTIENDE CON LAS NACIONES EN GUERRA. ¿Se hallarían en guerra las naciones de la tierra, como ahora lo están, si el Espíritu de Dios Omnipotente hubiese llenado sus almas y las hubiese impulsado y conducido en sus propósitos? No; de ninguna manera. La ambición y el orgullo del mundo, y el amor del poder y la determinación por parte de los gobernantes de vencer a sus competidores en los juegos nacionales de la vida, impiedad de corazón, ambición de poder y la grandeza del mundo, han conducido a las naciones de la tierra a reñir unas con otras y las han conducido a la guerra y la destrucción de ellas mismas. Supongo que no hay nación en el mundo en la actualidad que no esté contaminada más o menos con este mal. Podrá ser posible, tal vez, imputar el origen de este mal, o la mayor parte del mismo, a determinada nación de la tierra; pero no sé. Esto sí creo con todo mi corazón, que la mano de Dios está contendiendo con ciertas naciones de la tierra para que preserven y protejan la libertad humana, la libertad para adorar de acuerdo con los dictados de la conciencia, la libertad y el derecho inalienables del hombre para organizar gobiernos nacionales en la tierra y escoger a sus propios gobernantes, hombres a quienes puedan seleccionar como ejemplos de honor, de virtud y verdad, hombres de prudencia, comprensión e integridad; hombres que se preocupan por el bienestar de aquellos que los eligen para gobernar, para decretar y ejecutar las leyes con justicia. Creo que la mano del Señor está sobre las naciones del mundo hoy, a fin de llevar a efecto este dominio y este reinado de libertad y rectitud entre las naciones de la tierra; y ciertamente es dura la materia con la que tiene que trabajar. Está trabajando con hombres que nunca oraron, hombres que jamás han conocido a Dios, ni a Jesucristo, al cual el Padre ha enviado al mundo, ya que el conocerlos constituye la vida eterna. Dios está tratando con naciones de incrédulos, hombres que no temen a Dios ni aman la verdad, hombres que no respetan la virtud de la vida pura. Dios está tratando con hombres llenos de orgullo y ambición; y temo que le será difícil la tarea de gobernarlos y dirigirlos rectamente en el curso que Él quiere que sigan para realizar sus propósitos; pero se está esforzando por ennoblecerlos. Dios está procurando bendecir, beneficiar, hacer feliz y mitigar la condición de sus hijos en el mundo con objeto de librarlos de la ignorancia y darles un conocimiento de Él, para que puedan aprender acerca de sus caminos y andar por sus veredas a fin de que siempre los acompañe su Espíritu para llevarlos a toda verdad. —Improvement Era, tomo 20, pág. 823 (julio de 1917)

COMPORTAMIENTO DE LOS JÓVENES EN EL EJÉRCITO. Por tanto, cuando nuestros jóvenes, y hombres de edad madura son invitados y escogidos, seleccionados y llamados para que vayan y ayuden a proteger y defender estos principios, esperamos y rogamos, y ciertamente tenemos alguna razón para creerlo, que habrá algunos, por lo menos, de entre la gran familia del género humano en el mundo, en quienes exista alguna afinidad con el Espíritu de Dios y por lo menos, algún deseo, alguna inclinación de prestar atención al susurro de la voz quieta y apacible del Espíritu que conduce a la paz y a la felicidad, al bienestar y ennoblecimiento de la raza humana en el mundo y a la vida eterna. Cuando un Santo de los Últimos Días, un hombre tal vez nacido y criado dentro de los vínculos del nuevo y sempiterno convenio del evangelio, se da de alta en el ejército de los Estados Unidos, en la Guardia Nacional, cosa que os ha recomendado el presidente Pendrase, y que yo confirmo y recalco—porque creo que los ciudadanos del estado deben unirse, y las ciudades y el estado deben estar unidos y extenderse simpatía y hermandad recíprocamente, más de lo que podrían esperar recibir de los que son de otros estados y lugares, para quienes son extranjeros y desconocidos— que nuestros jóvenes, nacidos aquí como ya se ha dicho, al ser llamados al ejército de los Estados Unidos, espero y ruego que lleven consigo el Espíritu de Dios, no el espíritu de derramar sangre, del adulterio, de la impiedad, sino el espíritu de rectitud, el espíritu que conduce a hacer el bien, a edificar, a beneficiar al mundo y no a destruir ni derramar sangre. Recordad el pasaje de las Escrituras que aquí citó el presidente Lund, cual se relata en el Libro de Mormón, concerniente a los jóvenes que renunciaron a la guerra y al derramamiento de sangre, vivieron puros e inocentes, libres de los pensamientos contaminadores de la contienda, de la ira o de la iniquidad en sus corazones; más cuando la necesidad lo exigió y fueron llamados a que salieran a defender sus vidas y las de sus padres y madres, así como sus hogares, ellos salieron —no para destruir, sino para defender, no para derramar sangre sino más bien para salvar la sangre de los inocentes e inofensivos y de los amadores de la paz entre el género humano.

¿Olvidarán sus oraciones los hombres que salen de Utah, de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días? ¿Olvidarán a Dios? ¿Se olvidarán de las enseñanzas que han recibido de sus padres en sus casas? ¿Olvidarán los principios del evangelio de Jesucristo y los convenios que han hecho en las aguas del bautismo y en lugares sagrados, o saldrán como hombres en todo sentido: hombres puros, de elevados pensamientos; hombres honrados y virtuosos, hombres de Dios? Eso es lo que me preocupa.

Quiero ver que la mano de Dios se manifieste en los hecho de los hombres que salen de entre las filas de la Iglesia de Jesucristo y del Estado de Utah para ayudar a defender los principios de la libertad y del gobierno sano para la familia humana. Quiero verlos vivir de tal manera que puedan gozar de comunicación con el Señor, en sus campamentos y en sus lugares secretos, y que en medio de la batalla puedan decir: «Padre, mi vida y mi espíritu están en tus manos».

Quiero ver que los jóvenes que salgan de aquí en esta causa se sientan igual que nuestros misioneros cuando se les envía al mundo, llevando consigo el espíritu que siente una madre buena cuando se despide de su hijo la mañana que él sale para su misión. ¡Lo abraza con todo el amor maternal que hay en su alma!

Yo sé lo que siente la madre por su hijo cuando éste sale de casa a una misión, donde se encontrará en medio de desconocidos, sin amigos, tratando de predicar el evangelio en el mundo. Ella le dice: «Hijo mío, te he enseñado los principios del evangelio, te he enseñado sobre mis rodillas a orar a Dios desde el tiempo en que eras pequeño hasta que llegaste a la edad viril. Te he enseñado la virtud; te he enseñado el honor; te he enseñado a defender la verdad y honrar a tu padre y a tu madre en el mundo, y al hacerlo honrarás a los padres y a las madres y las hijas de todos los hombres, dondequiera que vayas. ¡Nunca pienses en tu vida deshonrar a la esposa o hija de ningún hombre, así como jamás pensarías en deshonrar a tu madre o a tu hermana! Sal limpio de tu hogar al mundo; consérvate puro y sin mancha del mundo, y el pecado no surtirá efecto en ti, y Dios te protegerá. Estarás en sus manos. Entonces, si sucediere algo que te costara la vida, la entregarás en el servicio de la humanidad y de Dios. Darías tu vida pura y sin mancha. Tu espíritu se elevaría desde la casa de barro que habitaste en este mundo hasta la gloriosa presencia de Dios, sin mancha, sin contaminación, puro y limpio como el espíritu de un niño que acaba de nacer en el mundo. De modo que serás aceptado de Dios, dispuesto para recibir tu corona de gloria y galardón eterno.»

En igual manera yo diría: «Hijo mío, mi hijo y vuestro hijo, cuando salgas a arrostrar los desastres que afligen al mundo, ve como si fueras a una misión; sé tan bueno, tan puro y tan leal en el ejército de los Estados Unidos como en el ejército de los élderes de Israel que están predicando el evangelio de amor y paz al mundo. Entonces, si inevitablemente eres víctima de la bala del enemigo, irás tan puro como has vivido; serás digno de tu recompensa; habrás demostrado que eres un héroe, y no sólo un héroe, sino un siervo valiente del Dios viviente, digno de su aceptación y de ser admitido en la amorosa presencia del Padre.»

Es en cosas tales como ésta que podemos ver la mano de Dios. Si nuestros jóvenes solamente salieran al mundo en esta forma, llevando consigo el espíritu del evangelio y el comportamiento de verdaderos Santos de los Últimos Días, pese a lo que les sucediera en la vida, perseverarían con los mejores. Podrán soportar lo que cualquier otro posiblemente pueda soportar en cuanto a fatigas o sufrimientos, en caso necesario, y al enfrentarse a la prueba, podrán soportarla porque no temerán la muerte. Se verán libres del miedo a las consecuencias de su propia vida. ¡No tendrán necesidad de temer a la muerte, porque han cumplido en su obra; han guardado la fe; son puros de corazón y dignos de ver a Dios!

Yo mismo abrigo algunos sentimientos en cuanto a estas cosas, porque tengo hijos propios y amo a mis hijos. Se han criado conmigo. ¡Son míos! El Señor me los dio. Espero reclamarlos, mediante la relación de padre e hijos que existe entre nosotros, por todas las eternidades venideras. Preferiría ver a mis hijos caer por las balas de los enemigos de Dios y la humanidad, de aquellos que son enemigos de la libertad de los hijos de los hombres, mientras estuviesen defendiendo la causa de la rectitud y la verdad, mil veces más que verlos padecer la vil muerte de pecadores y transgresores de la ley de Dios. Aunque en la batalla la muerte podría ser instantánea, o tal vez tomara algún tiempo, para uno cuya causa es justa sería una muerte honorable; pero la que es ocasionada por la transgresión de las leyes de Dios, por el veneno y la ponzoña del pecado, ha de temerse más, mil veces más, que morir sin pecado en defensa de la causa de la verdad.

No quiero ver que ninguno de mis hijos pierda la fe en el evangelio de Jesucristo. No quiero ver a uno solo de ellos negar a Cristo, el Hijo de Dios viviente, el Salvador del mundo. No quiero que ninguno de ellos le vuelva las espaldas a la misión divina del profeta José Smith, cuya sangre corre por sus venas. ¡Mil veces preferiría verlos perecer en defensa de una causa recta, mientras se sostienen firmes en la fe, que verlos vivir para negar esa fe y el Dios que les dio la vida! ¡Tal es mi posición con respecto a los asuntos que tenemos frente a nosotros en este momento! —Improvement Era, tomo 20, pág. 824 (julio de 1917).

MENSAJE A LOS JÓVENES EN LA GUERRA. Nuestro país está en guerra. Los enemigos del gobierno representativo y de la libertad individual nos han impuesto esta lamentable condición. El despotismo se está esforzando por lograr el dominio y establecer su poderío en la tierra. Muchos de nuestros jóvenes que se han criado en la Iglesia y han aprendido los principios del evangelio en las Escuelas Dominicales y otras organizaciones de la Iglesia han sido llamados a portar armas en defensa de nuestras libertades y de la libertad e independencia del mundo. Con toda probabilidad serán enviados al frente de batalla antes que pasen muchos meses, para ocupar sus lugares en las trincheras de los campos de batalla europeos y tomar parte en este espantoso conflicto que no tiene paralelo en lo que el mundo ha visto hasta el día de hoy.

De la manera más sincera esperamos que nuestros jóvenes sean leales a su país y se mantengan honorablemente en su defensa y se muestren dignos en todo sentido, como defensores de los principios por los cuales nació nuestro gobierno y por los cuales existen aún.

Al salir a la guerra, existe la probabilidad de que a estos jóvenes los confronte un peligro mucho mayor que el que pueden esperar de las balas del enemigo. Hay muchas cosas malas que usualmente van en pos de ejércitos enfilados y pertrechados para la guerra, y envueltos en batallas, peores aún que una muerte honorable que pudiera sobrevenirles en el campo de batalla. No es tan importante cuándo se llame a nuestros jóvenes ni adonde tengan que ir; pero sí es de mucha importancia para sus padres, amigos y compañeros en la verdad, y sobre todo para ellos mismos, cómo se hallan al salir. Como miembros de la Iglesia han sido instruidos toda su vida a guardarse puros y sin mancha de los pecados del mundo, a respetar los derechos de otros, a ser obedientes a principios rectos, a recordar que la virtud es uno de los dones más estimados de Dios; además, que deben respetar la castidad de otros, y mil veces preferir la muerte que profanarse cometiendo un pecado mortal. Queremos que salgan limpios, tanto en pensamiento como en hecho, con fe en los principios del evangelio y en la gracia redentora de nuestro Señor y Salvador. Quisiéramos que recordaran que sólo cuando llevan vidas limpias y fieles pueden esperar lograr la salvación prometida mediante el derramamiento de la sangre de nuestro Redentor.

Si salen de esta manera, dignos de tener el Espíritu del Señor como compañero, libres del pecado y confiando en el Señor, entonces, pese a lo que les suceda, sabrán que han alcanzado gracia a los ojos de Dios. Si la muerte les sobreviene mientras se encuentran en el cumplimiento de su deber en defensa de su Patria, no tienen por qué temer, porque su salvación es segura. Además, en tales condiciones tendrán mayor derecho a las bendiciones del Omnipotente, e igual que los dos mil jóvenes del ejército de Helamán, habrá mayor probabilidad de que reciban el cuidado protector del Señor.

Salgan con el espíritu de verdad y rectitud, el espíritu que los impulsará a salvar más bien que a destruir, que conduce a hacer lo bueno más bien que a cometer lo malo; con amor en el corazón por sus semejantes, preparados para enseñar a todo el género humano los principios salvadores del evangelio. Y si, en defensa de los principios por los cuales han salido, les fuere requerido derramar la sangre de algunos de las fuerzas contendientes, no será pecado, y la sangre de sus enemigos no será requerida de sus manos.

No sentiremos temor por aquellos que sean fíeles a los convenios que han hecho en las aguas del bautismo y tengan cuidado de observar los mandamientos de Dios. Si mueren, morirán en el Señor y se presentarán delante de El sin mancha y libres de ofensa. Y si vuelven sin daño, daremos el crédito a nuestro Padre Celestial por su cuidado protector que estuvo con ellos en el desempeño de su peligroso deber. Mientras estén ausentes, las oraciones de los miembros ascenderán a favor de ellos para que sean protegidos, y sinceramente esperamos que estas oraciones no sean infructuosas, y ciertamente serán útiles si nuestros jóvenes continúan siendo dignos de la misericordia del Señor. —Juvenile Instructor, tomo 52, pág. 404, agosto de 1917.

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