Capítulo 24
Vida y salvación eternas
VIDA Y SALVACIÓN ETERNAS. Todo hombre que nace en, el mundo morirá. No importa quién sea ni dónde esté, si su nacimiento fue entre los ricos y nobles o entre los humildes y pobres del mundo; sus días están contados ante el Señor y en el debido tiempo llegará al fin. Debemos pensar en esto. No para que andemos con corazones agobiados o miradas tristes; en ningún sentido. Me regocijo porque he nacido para vivir, para morir y para volver a vivir. Doy gracias a Dios por esta inteligencia. Me da un gozo y paz que el mundo no puede dar, ni tampoco puede quitar. Dios me ha revelado esto en el evangelio de Jesucristo; sé que es verdadero. Por tanto, no tengo por qué estar triste, nada que me cause pesar. Todo aquello con lo que tengo que ver en este mundo tiene por objeto sostenerme, darme gozo y paz, esperanza y consuelo en esta vida presente, y una esperanza gloriosa de salvación y exaltación en la presencia de mi Dios en el mundo venidero. No tengo razón para llorar ni por causa de la muerte. Es cierto, soy lo suficientemente débil como para llorar por la muerte de mis amigos y parientes; podré derramar lágrimas cuando vea la aflicción de otros. Siento simpatía en mi alma por los hijos de los hombres. Puedo llorar con ellos cuando lloran, puedo regocijarme con ellos cuando se regocijan; pero no tengo motivo para lamentar ni para estar triste porque llega la muerte al mundo. Me estoy refiriendo ahora a la muerte temporal, la muerte del cuerpo. Se ha desvanecido todo temor de esta muerte entre los Santos de los Últimos Días. No le tienen miedo a la muerte temporal, porque saben que así como ésta viene sobre ellos por la transgresión de Adán, así también por la rectitud de Jesucristo vendrá a ellos la vida, y aun cuando mueran, volverán a vivir. Teniendo este conocimiento, se regocijan hasta en la muerte, porque saben que de nuevo se levantarán y que nuevamente se verán allende el sepulcro. Saben que el espíritu no muere, que no sufre alteración alguna, sino el cambio de la reclusión en este cuerpo de barro a la libertad y a la esfera en que actuó antes de venir a esta tierra. Somos engendrados a semejanza del propio Cristo. Moramos con el Padre y con el Hijo en el principio, como hijos e hijas de Dios, y en el tiempo señalado vinimos a esta tierra para tomar un cuerpo sobre nosotros a fin de que fuésemos hechos conforme a la semejanza e imagen de Jesucristo y llegar a ser como El, y poder tener un tabernáculo para que pudiésemos pasar por la muerte como El pasó por la muerte, para que pudiésemos resucitar de entre los muertos tal como Él ha resucitado. Así como Él fue la primicia de la resurrección de los muertos, nosotros seremos los segundos frutos de la resurrección, porque así como El resucitó, también resucitaremos nosotros. ¿De qué, pues, hay que estar tristes? ¿Qué es lo que puede agobiarnos el corazón o afligirnos en este respecto? Absolutamente nada. ¿Tristeza en pensar que viviremos para siempre? ¡Qué va! ¿Hay motivo para afligirnos con saber que resucitaremos de los muertos y poseeremos el mismo cuerpo que ocupamos aquí en el estado terrenal? ¿Hay razón para afligirnos en esta grande y gloriosa verdad del evangelio que nos ha sido revelada en esta dispensación? Ciertamente no puede haber tristeza alguna relacionada con tal concepto. Sólo debe haber gozo en cuanto a este conocimiento, ese gozo que brota de los diez mil sentimientos y afectos del alma humana: el gozo que sentimos de asociarnos con hermanos, con esposas e hijos, con padres y madres, con hermanos y hermanas. Todos estos pensamientos gozosos surgen en nuestras almas al pensar en la muerte y la resurrección. ¿Qué razón hay en ello para que estemos tristes y afligidos? Al contrario, es motivo de alegría inefable y felicidad pura. Yo no puedo expresar el gozo que siento al pensar en reunirme con mi padre y mi preciosa madre que me dio a luz en medio de la persecución y la pobreza, que me llevó en sus brazos y fue paciente, tolerante, tierna y fiel durante todos los momentos de mi impotencia en el mundo. El pensamiento de volverla a ver — ¿Quién puede expresar el gozo? El pensamiento de reunirme con mis hijos que han pasado por el velo antes que yo, y de ver a mis parientes y amigos— ¡qué dicha me trae! Porque sé que los veré allá. Dios me ha mostrado que es verdad; El me lo ha aclarado en respuesta a mi oración y devoción, tal como lo ha aclarado al entendimiento de todos los hombres que diligentemente han procurado conocerlo. —C.R. de octubre, 1899, págs. 70, 71.
ESTRECHA RELACIÓN CON LA VIDA VENIDERA. Estoy seguro de que el profeta José Smith y sus coadjutores, los cuales bajo la orientación e inspiración del Omnipotente, y por su poder, iniciaron esta obra de los últimos días, se regocijarían y se regocijan, si se les permitiese ver, iba yo a decir, la escena que estoy presenciando en este tabernáculo, pero creo que tienen el privilegio de mirarnos a nosotros, así como el ojo omnividente de Dios puede ver toda porción de la obra de sus manos. Porque yo creo que a los que han sido escogidos en esta dispensación, así como en dispensaciones anteriores, para establecer los fundamentos de la obra de Dios entre los hijos de los hombres, para su salvación y exaltación, no les será negado ver desde el mundo de los espíritus, los resultados de sus propias obras, esfuerzos y misión que les fueron designados por la sabiduría y propósito de Dios para ayudar a redimir y salvar de sus pecados a los hijos del Padre. De modo que siento bastante confianza en que los ojos del Profeta José y de los mártires de esta dispensación, y de Brigham y de John y de Wildford, junto con los fieles hombres que se asociaron con ellos en su ministerio sobre la tierra, están protegiendo cuidadosamente los intereses del reino de Dios en el cual obraron y por el cual se esforzaron durante su vida terrenal. Creo que se sienten tan profundamente interesados hoy en nuestro bienestar, cuando no con mayor capacidad, con mucho más interés, allende el velo, que cuando estuvieron en la carne. Creo que saben más; creo que sus mentes se han ensanchado hasta sobrepujar el entendimiento que tuvieron en la vida terrenal, y que su interés en las obras del Señor, a las cuales dieron sus vidas y su mejor servicio, ha crecido y se ha extendido. Algunos sentirán y pensarán que este concepto es un poco exorbitante, y sin embargo, creo que es cierto; y siento en mi corazón que me hallo en la presencia no sólo del Padre y del Hijo, sino en la presencia de aquellos a quienes Dios comisionó, levantó e inspiró para poner los fundamentos de la obra en la cual nos ocupamos. Además de este sentir, me siento constreñido a decir que en este momento yo no diría ni haría cosa alguna que fuese considerada desatinada o imprudente, o que ofendiera a cualquiera de mis previos compañeros o colaboradores en la obra del Señor.
No quisiera decir cosa alguna ni expresar un solo pensamiento que afligiera el corazón de José, o de Brigham, o de John, o de Wildford, o de Lorenzo, o de cualquiera de sus fieles coadjutores en el ministerio. En ocasiones el Señor ensancha nuestra visión desde este punto de vista y desde este lado del velo, al grado que sentimos y parecemos comprender que podemos mirar allende el tenue velo que nos separa de esa otra esfera. Si por la influencia iluminante del Espíritu de Dios y por las palabras que han hablado los santos profetas de Dios, nosotros podemos ver allende el velo que nos separa del mundo de los espíritus, seguramente aquellos que ya han pasado pueden vernos a través del velo con mayor claridad que con la que nos es posible a nosotros verlos desde nuestro campo de acción. Creo que nos movemos y tenemos nuestro ser en la presencia de mensajeros celestiales y de seres celestiales. No estamos separados de ellos. Empezamos a comprender con una plenitud cada vez mayor, a medida que nos familiarizamos con los principios del evangelio, cual se han revelado de nuevo en esta dispensación, que estamos íntimamente relacionados con nuestros parientes, con nuestros antepasados, nuestros amigos, compañeros y coadjutores que han llegado antes que nosotros al mundo de los espíritus. No podemos olvidarlos; no cesamos de amarlos; siempre los tendremos en el corazón, en la memoria, y así nos relacionamos con ellos y nos unen a ellos vínculos que no podemos quebrantar, que no podemos disolver ni librarnos de ellos. Si así es con nosotros en nuestra condición finita, rodeados de nuestras debilidades carnales, falta de visión, falta de inspiración y sabiduría periódicamente, cuánto más cierto y razonable y consecuente es creer que quienes han sido fieles, que han pasado de esta vida, todavía están ocupados en la obra de salvar las almas de los hombres, en abrir las puertas de la visión a los que están encarcelados y en proclamar la libertad a los cautivos y que nos ven mejor que nosotros a ellos, que nos conocen mejor que nosotros los conocemos. Ellos han progresado; nosotros estamos progresando; estamos creciendo como ellos han crecido; estamos acercándonos a la meta que ellos han logrado y, por tanto, afirmo que vivimos en su presencia, que ellos nos ven, que están atentos a nuestro bienestar; que nos aman ahora más que nunca. Porque ahora ellos ven los peligros que nos amenazan; pueden comprender mejor que antes las debilidades que pueden desviarnos por caminos tenebrosos y prohibidos. Ven las tentaciones y maldades que nos acosan en la vida y la inclinación del ser mortal de ceder a la tentación y a la comisión de cosas malas; de ahí que su solicitud por nosotros y su amor por nosotros y su afán por nuestro bienestar debe ser mayor que los que sentimos por nosotros mismos. Doy gracias a Dios por la impresión que poseo y disfruto, y por la comprensión que tengo de que me encuentro no sólo en la presencia de Dios Omnipotente, mi Hacedor y mi Padre, sino en la presencia de su Hijo Unigénito en la carne, el Salvador del mundo; y me encuentro en la presencia de Pedro y Santiago (y tal vez los ojos de Juan también están sobre nosotros y no lo sabemos), y que también me encuentro en la presencia de José, de Hyrum, de Brigham y de John, así como de los que han sido valientes en el testimonio de Jesucristo y fieles a su misión en el mundo, que ya han pasado de esta vida. Cuando yo muera, quiero tener el privilegio de verlos, consciente de que he seguido su ejemplo, que he llevado a cabo la misión en la que se ocuparon, tal como ellos la habrían realizado; que he sido tan fiel en el cumplimiento del deber que se me ha encargado y requerido, como ellos fueron fieles en su época; y que cuando los vea los veré como los conocí aquí, con amor, armonía, unión y con confianza perfecta de que he cumplido con mi deber, así como ellos con el suyo.
Espero que me perdonéis mi emoción. ¿No sentiríais vosotros emociones extrañas si sintieseis que estabais en la presencia de vuestro Padre, en la presencia misma de Dios Omnipotente, en la presencia misma del Hijo de Dios y de ángeles santos? Os sentiríais muy emocionados, muy sensibles. Yo lo siento hasta lo más profundo de mi alma en este momento. Por tanto, espero que me perdonéis si manifiesto algunos de mis sentimientos verdaderos. —C.R. de abril, 1916, págs. 2-4.
LA CONDICIÓN EN UNA VIDA FUTURA. Como sabéis, algunos sueñan y piensan y enseñan que toda la gloria que esperan recibir en el mundo venidero es sentarse en la luz y la gloria del Hijo de Dios y cantar alabanzas y canciones de gozo y gratitud toda su vida inmortal. Nosotros no creemos en tales cosas. Creemos que todo hombre tendrá que hacer su obra en el otro mundo, tan verdaderamente como la que tuvo que hacer aquí, y una obra mayor que la que puede efectuar aquí. Creemos que vamos por el camino del progreso, del desarrollo en cuanto a conocimiento, entendimiento y toda cosa buena, y que continuaremos creciendo, avanzando y desarrollándonos por las eternidades que nos esperan. Eso es lo que creemos. —C.R. de abril, 1912, pág. 8.
LA MUERTE ESPIRITUAL. Pero deseo decir una o dos cosas respecto de otra muerte, la cual es una muerte más terrible que la del cuerpo. Cuando Adán, nuestro primer padre, comió del fruto prohibido, transgredió la ley de Dios y quedó sujeto a Satanás, se le desterró de la presencia de Dios y fue expulsado a las tinieblas espirituales de afuera. Esta fue la primera muerte. Viviendo aún, estaba muerto, muerto en cuanto a Dios, muerto en cuanto a la luz y la verdad, muerto espiritualmente, expulsado de la presencia de Dios; se interrumpió la comunicación con el Padre y el Hijo. Fue expulsado de la presencia de Dios en forma tan completa como lo fueron Satanás y las huestes que lo siguieron. Esa fue la muerte espiritual. Más el Señor dijo que no permitiría que Adán y su posteridad padecieran la muerte temporal sino hasta que se les proporcionara el medio por el cual pudieran ser redimidos de la primera muerte, que es espiritual. Por tanto, le fueron enviados ángeles a Adán, los cuales le enseñaron el evangelio y le revelaron el principio mediante el cual podría ser redimido de la primera muerte y volver del destierro y de las tinieblas de afuera a la maravillosa luz del evangelio. Se le enseñó la fe, arrepentimiento y bautismo para la remisión de pecados en el nombre de Jesucristo, el cual habría de venir en el meridiano de los tiempos y quitar el pecado del mundo; y así se le dio la oportunidad de ser redimido de la muerte espiritual antes de padecer la muerte temporal.
Todo el mundo actual, me da pena decirlo, con excepción de un puñado de personas que han obedecido el nuevo y sempiterno convenio, está ahora padeciendo esta muerte espiritual. Se hallan expulsados de la presencia de Dios; están sin Dios, sin la verdad del evangelio, y sin el poder de la redención, porque no conocen a Dios ni su evangelio. A fin de que puedan ser redimidos y ser salvos de la muerte espiritual, que cubre el mundo como un manto, deben arrepentirse de sus pecados y ser bautizados para la remisión de los mismos por uno que tenga la autoridad, a fin de que puedan nacer de Dios. Por eso es que queremos que salgan al mundo estos jóvenes a predicar el evangelio. Aun cuando ellos mismos tal vez entiendan muy poco, el germen de vida está con ellos; han nacido de nuevo; han recibido el don del Espíritu Santo y poseen la autoridad del santo sacerdocio mediante el cual pueden ministrar en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Aunque en el principio no saben sino poco, pueden aprender, y a medida que aprenden pueden predicar, y según se presente la oportunidad pueden bautizar para la remisión de pecados. Por tanto, queremos que cumplan con su deber en casa; queremos sobre todas las cosas que sean de limpio corazón. C.R. de octubre, 1899, pág. 72.
EL PECADO IMPERDONABLE. Ahora bien, si Judas verdaderamente conoció el poder de Dios y participó del mismo efectivamente negando la «verdad» y desafiando «ese poder», «habiendo negado al Espíritu Santo después de haberlo recibido», y habiendo negado al «Unigénito» después que Dios se lo había revelado, entonces no puede haber ninguna duda de que padecerá la segunda muerte.
El que Judas haya participado de todo este conocimiento—el que se le hayan revelado estas grandes verdades, el que haya recibido el Espíritu Santo por el don de Dios —y se encontraba, por tanto, en posición de cometer el pecado imperdonable, es algo que para mí no está claro del todo. Tengo en mi mente la fuerte impresión de que ninguno de los discípulos poseía la luz, conocimiento o sabiduría suficientes al tiempo de la crucifixión, ni para exaltación ni para condenación, porque fue más adelante cuando se abrió su mente para comprender las Escrituras y fueron investidos con poder de lo alto, sin el cual no eran más que niños en conocimiento, en comparación con lo que más tarde llegaron a ser bajo la influencia del Espíritu.
Saulo de Tarso, dueño de una extraordinaria inteligencia y conocimiento, instruido a los pies de Gamaliel estrictamente conforme a la ley, persiguió a los santos hasta la muerte, aprehendiendo y entregando en cárceles a hombres y mujeres; y al ser derramada la sangre del mártir Esteban, Saulo estaba presente, cuidando las ropas de los que le quitaron la vida, y consintió en su muerte. Además, «asolaba la iglesia, y entrando casa por casa arrastraba a hombres y mujeres, y los entregaba en la cárcel». Y cuando los mataban, él alzaba la voz en contra de ellos, «castigándolos en todas las sinagogas, los forzaba a blasfemar y enfurecido sobremanera contra ellos, los perseguía hasta en las ciudades extranjeras»; y sin embargo, este hombre no cometió ningún pecado imperdonable, porque no conocía al Espíritu Santo (Hechos 8:3; 9:1; 22:4; 26:10, 11). Por otra parte, como consecuencia del crimen de adulterio con Betsabé y por ordenar que Urías fuese puesto al frente de la batalla en época de guerra, donde fue muerto por el enemigo, David, varón conforme al propio corazón de Dios, fue despojado del sacerdocio y del reino y su alma fue echada en el infierno. ¿Por qué? Porque «el Espíritu Santo habló por boca de David», o en otras palabras, David poseía el don del Espíritu Santo y tenía el poder para hablar por la luz del mismo. Mas hasta David, aun cuando culpable de adulterio y del asesinato de Urías, recibió la promesa de que su alma no permanecería en el infierno, que significa, como yo lo entiendo, que hasta él se salvará de la segunda muerte.
Mientras colgaba de la cruz, en la agonía de la muerte, estando a punto de entregar su espíritu, nuestro misericordioso y glorioso Salvador, exhaló esta memorable y misericordiosa oración: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34).
Ninguno puede pecar contra la luz sino hasta que la tenga, ni contra el Espíritu Santo sino hasta que lo haya recibido por el don de Dios, mediante la vía o manera designada. El pecar contra el Espíritu Santo, el Espíritu de Verdad, el Consolador, el Testigo del Padre y del Hijo, el negarlo deliberadamente y desafiarlo después de haberlo recibido, es lo que constituye este pecado. ¿Poseyó Judas esta luz, este testimonio, este Consolador, este bautismo de fuego y del Espíritu Santo, esta investidura de lo alto? Si así fue, lo recibió antes de la traición y, consiguientemente, antes que los otros once apóstoles. Y siendo así, tal vez diréis: «Es un hijo de perdición sin esperanza.» Pero si él carecía de este glorioso don y derramamiento del Espíritu, mediante el cual vino el testimonio a los once y sus mentes fueron abiertas para ver y conocer la verdad para poder testificar de Él, entonces, ¿en qué consistió el pecado imperdonable de esta pobre criatura errante, que no logró más en la escala de la inteligencia, honor o ambición, que traicionar al Señor de gloria por treinta piezas de plata?
Mas no sabiendo si Judas cometió el pecado imperdonable, ni que fue un «hijo de perdición sin esperanza» que padecerá la segunda muerte, ni cuánto conocimiento poseía mediante el cual pudo cometer tan grande crimen, yo prefiero, hasta no estar mejor enterado, formarme el misericordioso concepto de que él podrá ser contado entre aquellos por quienes nuestro bendito Maestro rogó: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34). —Improvement Era, tomo 21, pág. 732 (junio de 1918).
LA RESURRECCIÓN. Hablando de la resurrección, el tema sobre el cual tanto se ha hablado durante esta conferencia —y muy apropiadamente— distintamente creemos que el propio Jesucristo es el verdadero y el único modelo verdadero de la resurrección de los hombres de muerte a vida. Creemos que no hay ninguna otra forma de resurrección de muerte a vida; que así como se levantó y preservó su identidad, hasta las cicatrices de las heridas en sus manos, pies y costado, a fin de poder comprobar por sí mismo a los que dudaban de la posibilidad de resucitar de los muertos, que ciertamente Él era el mismo, el Señor crucificado, sepultado en la tumba y levantado nuevamente de muerte a vida, así será con vosotros y con todo hijo o hija de Adán que nace en el mundo. No perderéis vuestra identidad como Cristo no la perdió; resucitaréis de la muerte otra vez a la vida, tan ciertamente como Cristo se levantó de la muerte otra vez a la vida, tan seguramente como habían resucitado de la muerte a la vida de aquellos que ministraron al profeta José Smith. Por tanto, de la misma manera en que Cristo ha sido resucitado, así vendrá nuevamente la vida y la resurrección de muerte a vida a todos los que descienden de nuestros primeros padres. El poder y la rectitud del Hijo de Dios han vencido la muerte que vino al mundo por la transgresión de Adán, y han dominado su terror. El vino a redimir al hombre de la muerte temporal, y también para salvarlo de la muerte espiritual, si éste se arrepiente de sus pecados y cree en el nombre de Cristo, sigue su ejemplo y obedece sus leyes. -C.R. de abril, 1912, págs. 135, 136.
LA NATURALEZA DE LOS ÁNGELES MINISTRANTES. NOS ha dicho el profeta José Smith que «no hay ángeles que ministran en esta tierra sino los que pertenecen o han pertenecido a ella». Por tanto, cuando son enviados mensajeros para ministrar a los habitantes de esta tierra, no son extraños, antes vienen de las filas de nuestros parientes y amigos, semejantes y consiervos. Los antiguos profetas que murieron fueron los que vinieron a visitar a sus semejantes sobre la tierra. Vinieron a Abraham, a Isaac y Jacob; fueron estos seres—seres santos si me hacéis favor— los que sirvieron al Salvador y lo ministraron en el monte. El ángel que visitó a Juan en su destierro y desplegó ante su vista acontecimientos futuros en la historia del hombre sobre la tierra, fue uno que ya había estado aquí, que se había afanado y padecido en común con el pueblo de Dios; porque recordaréis que Juan, después que sus ojos hubieron presenciado la gloria del gran futuro, estaba a punto de caer a sus pies para adorarlo, cosa que le fue prohibida en el acto. «Mira, no lo hagas; porque yo soy consiervo tuyo, de tus hermanos los profetas, y de los que guardan las palabras de este libro. Adora a Dios» (Apocalipsis 22:9). Jesús ha visitado a los moradores de esta tierra de cuando en cuando. Visitó al hermano de Jared y se le manifestó en su cuerpo espiritual, tocando con su dedo ciertas piedras que el hermano de Jared había fundido de la roca, causando que diesen luz a él y a su pueblo en los barcos en los cuales cruzaron las aguas del gran mar para llegar a esta tierra. Visitó a otros en diversos tiempos, antes y después de haber encarnado. Fue Jesús el que creó esta tierra; por tanto es su herencia y Él tiene todo derecho de venir y ministrar en bien de los habitantes de ella. Vino en el meridiano de los tiempos y tomó sobre sí un tabernáculo de carne durante unos treinta y tres años entre los hombres, introduciendo y enseñando la plenitud del evangelio e invitando a todos los hombres a que siguieran sus pasos, a que hicieran las mismas cosas que El hizo, a fin de que fuesen dignos de heredar con El la misma gloria. Después de padecer la muerte corporal, no sólo se apareció a sus discípulos y a otros en el continente oriental, sino también a los habitantes de este continente, y ministró entre ellos como lo hizo con los de la tierra de Palestina. En igual manera nuestros padres y madres, hermanos, hermanas y amigos que han dejado ya esta tierra, por haber sido fieles y dignos de disfrutar de estos derechos y privilegios, pueden recibir una misión de visitar nuevamente a sus parientes y amigos en la tierra, trayendo de la Presencia divina mensajes de amor, de amonestación, o reprensiones e instrucción para aquellos a quienes aprendieron a amar en la carne. Y así es con la hermana Cannon. Ella puede volver para visitar a sus amigos, si es que concuerda con la sabiduría del Omnipotente. Hay leyes a las cuales deben sujetarse aquellos que se encuentran en el paraíso de Dios, así como hay leyes a las cuales nosotros estamos sujetos. Es nuestro deber familiarizamos con estas leyes, a fin de que aprendamos a vivir de acuerdo con su voluntad mientras moremos en la carne, para que tengamos el derecho de salir en la mañana de la primera resurrección, revestidos de gloria, inmortalidad y vidas eternas, y se nos per-mita sentarnos a la diestra de Dios en el reino de los cielos. Y a menos que nos familiaricemos con tales leyes y vivamos de conformidad con ellas, no esperemos poder disfrutar de estos privilegios. José Smith, Hyrum Smith, Brigham Young, Heber C. Kimball, Jedediah M. Grant, David Patten, Joseph Smith padre y todos esos hombres nobles que tomaron parte activa en el establecimiento de esta obra, y que murieron leales y fieles a su cometido, tienen el derecho y privilegio y poseen las llaves y poder de ministrar al pueblo de Dios que vive ahora en la carne, en igual grado y de acuerdo con los mismos principios que el derecho que los antiguos siervos de Dios tenían de volver a la tierra y ministrar a los santos de Dios en su época.
Estos son principios correctos. No hay duda alguna en mi mente al respecto. Concuerda con las Escrituras; concuerda con la revelación de Dios al profeta José Smith y es un tema que podemos meditar con gozo y tal vez provecho para nosotros, si es que tenemos el Espíritu de Dios para que nos dirija. —Discurso en los funerales de Elizabeth H. Cannon, salones de asamblea del Barrio Catorce, Salt Lake City, 29 de enero de 1882, Journal of Discourses, tomo 22, págs. 350-353.
REDENCIÓN ALLENDE EL SEPULCRO. «¡Pero ay de aquel a quien la ley es dada; sí, que tiene todos los mandamientos de Dios, como nosotros, y los quebranta, y malgasta los días de su probación, porque su estado es terrible!» (2 Nefi 9:27-38; véase también Alma 1140, 41).
Ahora bien, es evidente que los que tal hacen no tienen oportunidad alguna de lograr la redención, pese a lo que se pueda hacer por ellos en esperanza o por fe, porque habrán pecado contra la vida y el conocimiento, y han merecido, por tanto, la condenación. En ninguna parte se revela que éstos serán perdonados en alguna ocasión, aunque se nos informa que no todos los juicios de Dios son dados a-los hombres.
No hay otro medio de salvación revelado o dado a los hijos de los hombres sino el que ofrece el Hijo de Dios, y quienes lo rechazan, bien sea antes o después que lo hayan recibido en parte, no pueden ser salvos porque rechazan el medio de su redención y salvación. No sucede otro tanto con aquellos a quienes Cristo fue a comunicar el evangelio mientras su cuerpo yacía en la tumba; éstos fueron desobedientes al mensaje de Noé, que para ellos fue una advertencia de que se arrepintieran o serían destruidos por un diluvio. No se nos dice hasta qué punto se les proclamó la plenitud del evangelio de Cristo, pero sólo podemos suponer que el mensaje de Noé no fue la plenitud del evangelio, sino una proclamación de arrepentimiento del pecado a fin de que escaparan de la destrucción por medio del diluvio. Endurecieron su corazón contra el mensaje de Noé, se negaron a recibirlo y fueron castigados por su desobediencia al ser destruidos por las aguas, y así en parte pagaron el castigo de su rebeldía; pero por no haber recibido la luz, no se les podía condenar como a aquellos de quienes se habla en 2 Nefi 9, a los cuales se habían dado todos los mandamientos de Dios.
Por consiguiente, Jesús fue con su mensaje a los espíritus encarcelados de estos antediluvianos y les proclamó libertad y redención mediante la obediencia en el mundo de los espíritus, a fin de que pudiera hacerse la obra por ellos en la carne y fueran juzgados en carne según los hombres, pero vivieran en espíritu según Dios. De modo que no hay conflicto en estos pasajes de las Escrituras. Desde luego, hay una diferencia entre los que reciben la luz del evangelio y el testimonio de Jesucristo, y posteriormente se rebelan contra esa luz y la rechazan, con lo que exponen a Cristo a vituperio y lo crucifican para sí mismos, y aquellos de quienes dice Alma: «Por tanto, los malvados permanecen como si no se hubiese hecho ninguna redención.» Estos no se hallan bajo una condenación tan grave como aquellos que lo han recibido y rechazado; pero en tanto que permanezcan impenitentes e impíos, no hay más redención para ellos que para los otros; pero es posible que se arrepientan en el mundo de los espíritus.
Referente a la liberación de los espíritus de su encarcelamiento, desde luego creemos que sólo se puede realizar después que se les haya predicado el evangelio en el espíritu, y ellos lo acepten, y los vivos hagan por ellos la obra necesaria para su redención. Con objeto de que se pueda acelerar esta obra, a fin de que puedan recibir el beneficio de este rescate en el mundo de los espíritus todos los que crean, se ha revelado que la gran tarea en el Milenio será la obra en los templos para la redención de los muertos, y entonces esperamos poder disfrutar de los beneficios de revelaciones por medio del Urim y Tumim, o por los medios que el Señor revele, concernientes a aquellos por quienes se ha de hacer la obra, a fin de que no trabajemos en la ventura, ni sólo por la fe, sin conocimiento, sino con el conocimiento preciso que nos será revelado. Concuerda con la razón que, aun cuando se debe predicar el evangelio a todos, buenos y malos, o mejor dicho a los que quieran, así como a los que no quieran arrepentirse en el mundo de los espíritus, tal como se hace aquí, la redención vendrá solamente a aquellos que se arrepientan y obedezcan. Indudablemente se concede mucha indulgencia a las personas que están deseosas de hacer la obra por sus muertos, y en algunos casos podrá hacerse la obra por personas muy indignas. No se deduce, sin embargo, que éstas recibirán beneficio alguno a causa de ello, y lo correcto sería hacer la obra únicamente por aquellos de quienes tenemos testimonio que lo recibirán. Sin embargo, estamos dispuestos a dar a los muertos el beneficio de la duda, ya que es mejor hacer la obra por muchos que sean indignos que pasar por alto a uno que sea digno. Hoy conocemos en parte y vemos en parte, pero miramos constantemente hacia adelante hasta el día en que llegue lo que es perfecto. Se deja mayormente al criterio de nuestro propio albedrío aquí, de ejercer nuestra propia inteligencia y de recibir toda la luz que sea revelada, al grado que estemos capacitados para recibirla, y únicamente aquellos que buscan la luz y la desean son los que probablemente la hallarán. —Improvement Era, tomo 5, págs. 145-147 (diciembre de 1901).
LA NATURALEZA DE LA MUERTE. Dios ha decretado leyes para gobernar todas sus obras, y en particular ha dado leyes para gobernar a su pueblo que se compone de sus hijos e hijas. Hemos venido para morar en la carne, para obtener un cuerpo para nuestros espíritus inmortales; o en otras palabras, hemos venido con objeto de llevar a efecto una obra semejante a la que realizó el Señor Jesucristo. El propósito de nuestra existencia terrenal es que recibamos una plenitud de gozo y que lleguemos a ser hijos e hijas de Dios en el sentido más completo de la palabra, siendo herederos de Dios y coherederos con Jesucristo, para ser reyes y sacerdotes para Dios, y heredar gloria, dominio, exaltación, tronos y todo poder y atributo que nuestro Padre Celestial ha desarrollado y posee. Este es el objeto de nuestra existencia sobre esta tierra. A fin de lograr esta posición exaltada, es necesario que pasemos por esta experiencia terrenal o probación, por medio de la cual podremos mostrar que somos dignos, mediante la ayuda de nuestro hermano mayor Jesús. El espíritu sin el cuerpo no es perfecto; no está capacitado sin el cuerpo, para poseer una plenitud de la gloria de Dios y, por consiguiente, no puede cumplir su destino sin el cuerpo. Somos preordinados para ser hechos conforme a la semejanza del Señor Jesucristo; y a fin de poder llegar a ser como El, debemos seguir sus pasos hasta que nos santifiquemos por la ley de la verdad y la rectitud. Esta es la ley del reino celestial, y cuando muramos, el poder de la misma nos levantará en la mañana de la primera resurrección, revestidos de gloria, inmortalidad y vidas eternas. A menos que guardemos la ley que Dios nos ha dado en la carne, la cual tenemos el privilegio de recibir y entender, no podremos ser vivificados por su gloria, ni recibir la plenitud de ella, ni la exaltación del reino celestial.
«Hay una ley, irrevocablemente decretada en el cielo antes de la fundación del mundo, sobre la cual todas las bendiciones se basan; y cuando recibimos una bendición de Dios, es porque se obedece aquella ley sobre la cual se basa» (Doctrinas y Convenios, 130:20-21).
Debemos, por tanto, aprender las leyes del cielo, que son las leyes del evangelio, vivir de acuerdo con ellas y obedecerlas con todo nuestro corazón y perseverar en ellas con fe, perfeccionándonos por este medio para poder recibir la plenitud de la gloria de ese reino. . .
Mientras nos encontramos en el estado terrenal estamos estancados, y sólo vemos como si fuera a través de un espejo, oscuramente; vemos en parte únicamente, y nos es difícil comprender las cosas más pequeñas con que nos relacionamos. Más cuando nos vistamos de inmortalidad, nuestra condición será muy diferente, porque ascenderemos a una esfera más extensa, aunque no nos perfeccionaremos inmediatamente después de salir del cuerpo, porque el espíritu sin el cuerpo no es perfecto, y el cuerpo sin el espíritu está muerto. Durante el intervalo entre la muerte del cuerpo y su resurrección de la tumba, el espíritu desincorporado no se perfecciona, de modo que no está preparado para entrar en la exaltación del reino celestial, pero disfruta del privilegio de elevarse en medio de seres inmortales y de gozar, hasta cierto grado, de la presencia de Dios; no la plenitud de su gloria, no la plenitud de la recompensa que buscamos y que es nuestro destino recibir, si somos hallados fieles a la ley del reino celestial, sino únicamente en parte.
Al espíritu recto que sale de esta tierra le es designado su lugar en el paraíso de Dios; tiene sus privilegios y honores que, desde el punto de vista de excelencia, sobrepujan y trascienden la comprensión humana; y en este campo de acción continúa sus obras, disfrutando de esta recompensa parcial por su recta conducta en la tierra, y en este aspecto es muy diferente al estado del cuerpo del cual ha salido. Pues mientras que el cuerpo duerme y se descompone, el espíritu recibe un nuevo nacimiento; se le abren las puertas de la vida y nace de nuevo a la presencia de Dios. El espíritu de nuestra querida hermana, al salir de este mundo, nace de nuevo en el mundo de los espíritus; vuelve allí de la misión que ha estado cumpliendo en este estado de probación, habiéndose ausentado unos cuantos años del padre, la madre, parientes, amigos, vecinos y de todo lo que se estimaba; ha vuelto más cerca del círculo familiar, a amistades y escenas de antaño, algo muy parecido al hombre que vuelve a casa después de una misión al extranjero, para unirse de nuevo con su familia y amigos, y disfrutar del gozo y comodidades de su hogar.
Tal es la condición de esta hermana, cuyos restos se encuentran ante nosotros ahora, y de cada uno que ha sido fiel a la virtud y a la pureza en el transcurso de su viaje aquí en la tierra, pero más particularmente de aquellos que mientras se encontraban aquí tuvieron el privilegio de obedecer el evangelio y vivieron felices y leales a sus convenios. En lugar de continuar aquí entre las cosas que se desvanecen con el tiempo, rodeados como estamos de las debilidades de un mundo caído y sujetos a congojas y aflicciones terrenales, ellos son librados de estas cosas para entrar en un estado de gozo, gloria y exaltación; no una plenitud de alguna de estas cosas, sino para esperar la mañana de la resurrección de los justos, para salir del sepulcro y redimir el cuerpo y volverse a unir con él, y así tornarse en alma viviente, un ser inmortal, para nunca más morir. Habiendo cumplido su obra, habiendo pasado por su probación terrenal y cumplido su misión aquí abajo, entonces está preparado para el conocimiento y gloria y exaltación del reino celestial. Esto fue lo que Jesús hizo, y Él es nuestro precursor, nuestro ejemplo. Tenemos que andar por el camino que Él nos señaló si esperamos morar y ser coronados con El en su reino. Debemos obedecer y poner nuestra confianza en El, sabiendo que es el Salvador del mundo.
¿Qué razón tenemos para lamentar? Ninguna, salvo que se nos priva por un corto número de días del compañerismo de alguien que amamos. Y si somos fieles mientras estamos en la carne, le seguiremos en breve y nos regocijaremos de haber tenido el privilegio de pasar por el estado terrenal, y de haber vivido en una época en la cual se estaba predicando la plenitud del evangelio eterno, mediante el cual seremos exaltados, porque no hay exaltación sino por medio de la obediencia a la ley. Toda bendición, privilegio, gloria o exaltación se logra únicamente por medio de la obediencia a la ley sobre la cual estas cosas se prometen. Si obedecemos la ley, recibiremos la recompensa; pero no podemos recibirla de ninguna otra manera. Regocijémonos, pues, en la verdad, en la restauración del sacerdocio, ese poder delegado al hombre en virtud del cual el Señor aprueba en los cielos lo que el hombre hace en la tierra. El Señor nos ha enseñado las ordenanzas del evangelio mediante las cuales podemos perfeccionar nuestra exaltación en su reino. No estamos viviendo como los paganos, sin ley; lo que se requiere para nuestra exaltación se ha revelado. Por tanto, nuestro deber consiste en obedecer las leyes; y entonces recibiremos nuestra recompensa, no importa que llegue la muerte en la niñez, la edad viril o la vejez, todo es lo mismo; mientras vivamos de acuerdo con la luz que poseemos, no seremos privados de ninguna bendición ni despojados de ningún privilegio, porque después de esta vida terrenal hay un tiempo, y se ha dispuesto una manera para que podamos cumplir la medida de nuestra creación y destino, y efectuar en forma completa la gran obra para la cual se nos ha enviado, aunque nos lleve hasta un futuro remoto antes que podamos cumplirla totalmente.
Jesús no había completado su obra cuando fue muerto su cuerpo, ni la terminó después de su resurrección de los muertos; aun cuando había realizado el propósito para el cual vino a la tierra en esa época, todavía no cumplía toda su obra. ¿Y cuándo será esto? Sólo cuando haya redimido y salvado a todo hijo e hija de nuestro padre Adán que han nacido o que nacerán sobre esta tierra hasta el fin del tiempo, salvo a los hijos de perdición. Esta es su misión’. Nosotros no terminaremos nuestra obra sino hasta que nos hayamos salvado a nosotros mismos, y en seguida, hasta que hayamos salvado a todos los que dependen de nosotros; porque nosotros hemos de llegar a ser salvadores en el monte de Sión, así como Cristo. Somos llamados a esta misión. Los muertos no pueden perfeccionarse sin nosotros, ni tampoco nosotros sin ellos. Todos tenemos una misión que cumplir por parte y a favor de ellos; tenemos que efectuar cierta obra a fin de liberar a aquellos que, por motivo de su ignorancia y las circunstancias desfavorables en que fueron colocados mientras estuvieron aquí, no están preparados para la vida eterna; tenemos que abrirles la puerta efectuando las ordenanzas que ellos no pueden hacer por sí mismos, y que son esenciales para su liberación del «encarcelamiento», a fin de que salgan y vivan según Dios en el espíritu y sean juzgados según los hombres en la carne.
El profeta José Smith ha dicho que este es uno de los deberes más importantes que descansan sobre los Santos de los Últimos Días. ¿Y por qué? Porque esta es la dispensación del cumplimiento de los tiempos, la cual introducirá el reinado milenario, y en la cual deben cumplirse todas las cosas de que se habló por boca de los santos profetas desde el principio del mundo, y han de quedar unidas en una todas las cosas, tanto las que están en el cielo, como las que están en la tierra. Tenemos esta obra por delante, o por lo menos todo cuanto podamos realizar, dejando el resto a nuestros hijos, en cuyos corazones debemos inculcar la importancia de esta obra, instruyéndolos en el amor de la verdad y en el conocimiento de estos principios, para que cuando nosotros pasemos de esta vida, habiendo hecho cuanto podamos, ellos puedan entonces emprender la obra y continuarla hasta que sea consumada.
El Señor bendiga a esta familia afligida y la consuele en su pérdida. Los que mueren en el Señor no gustarán la muerte. Cuando Adán comió el fruto prohibido fue echado de la presencia de Dios a las tinieblas de afuera; es decir, quedó excluido de la presencia de su gloria y del privilegio de su sociedad, lo cual fue la muerte espiritual. Esta fue la primera muerte; verdaderamente fue muerte, porque quedó excluido de la presencia de Dios; y desde ese día la posteridad de Adán ha estado padeciendo el castigo de esta muerte espiritual, que es el destierro de la presencia del Señor y de la sociedad de seres santos. Esta primera muerte será también la segunda muerte. Ahora estamos viendo los restos de nuestra hermana fallecida; la parte inmortal de ella se ha ido ¿Adonde? ¿A las tinieblas de afuera? ¿Excluida de la presencia de Dios? ¡No!, antes ha nacido de nuevo en su presencia, restaurada o nacida de muerte a vida, a inmortalidad y a gozo en su presencia. Esta, pues, no es muerte; y así es con todos los santos que mueren en el Señor y el convenio del evangelio. Vuelven de en medio de la muerte a la vida, donde la muerte no tiene poder.
No hay muerte sino para aquellos que mueren en el pecado, sin la esperanza segura y firme de la resurrección de los justos. No hay muerte cuando continuamos en el conocimiento de la verdad y tenemos esperanza de una resurrección gloriosa. La vida y la inmortalidad salen a la luz por medio del evangelio; de modo que aquí no hay muerte; aquí hay un sueño tranquilo, un descanso pacífico por una corta temporada y entonces saldrá ella nuevamente para disfrutar de esta morada. Si falta cosa alguna en lo concerniente a las ordenanzas de la Casa del Señor, que se haya omitido o no realizado, estas cosas podrán efectuarse a favor de ella. Aquí están su padre y madre, sus hermanos y hermanas; ellos saben las ordenanzas que es necesario efectuar a fin de asegurar todo beneficio y bendición que le habría sido posible recibir en la carne. Estas ordenanzas nos han sido reveladas para este propósito mismo, a fin de que naciésemos de en medio de las tinieblas a la luz; de la muerte a la vida.
De manera que vivimos; no morimos; no pensamos en la muerte, antes pensamos en la vida, inmortalidad, gloria, exaltación y en ser vivificados por la gloria del reino celestial y recibir de la misma, sí, la plenitud. Este es nuestro destino; esta es la posición exaltada que podemos lograr; y no hay poder que pueda privarnos o despojarnos de ella, si somos fieles o leales al convenio del evangelio. —Discurso en los funerales de Emma Wells, Salt Lake City, 11 de abril de 1878. —Jornal of Discourses, tomo 19, págs. 258-265.
LA RESURRECCIÓN. Guiado por el Espíritu del Señor Jesús, por la fe en Dios, en el testimonio de sus profetas y las Escrituras, yo acepto la enseñanza de la resurrección con todo el corazón y me regocijo en su confirmación por parte de la naturaleza, mediante el despertar que ocurre cada primavera sucesiva. El Espíritu de Dios me testifica y me ha revelado, a mi completa satisfacción personal, que hay vida después de la muerte, y que el cuerpo que sepultamos aquí se reunirá con nuestro espíritu, a fin de llegar a ser un alma perfecta, capaz de recibir una plenitud de gozo en la presencia de Dios. —Improvement Era, tomo 16, págs. 508-510 (1912-1913).
EL PRINCIPIO DE LA RESURRECCIÓN. Es cierto que todos estamos revestidos de lo mortal, pero nuestros espíritus existieron mucho antes que tomaran sobre sí este cuerpo que ahora habitamos. Cuando este cuerpo muere, el espíritu no muere; es un ser inmortal, y cuando queda separado del cuerpo emprende el vuelo al lugar que se le ha preparado, y allí espera la resurrección del cuerpo, cuando el espíritu nuevamente regresará y volverá a ocupar este cuerpo que habitó en este mundo.
Este grande y glorioso principio de la resurrección ya no es una teoría, como algunos piensan, sino un hecho consumado que ha sido comprobado al punto de resistir con éxito toda contradicción duda o controversia. Job, que vivió antes de la resurrección de Cristo, en posesión del espíritu de profecía, vio el tiempo de la resurrección. El comprendió el hecho; entendió los principios y conoció el poder y designio de Dios para llevarlo a cabo, y predijo que se efectuaría. Declara: «Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo.» Y dice además: «Y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios» (Job 19:25, 26). Adelantó su vista a algo que aún no se realizaba, algo que jamás se había efectuado en este mundo antes de su época. No se llevó a efecto sino hasta mucho después de sus días. Habiendo recibido el espíritu del evangelio y de revelación, quedó capacitado para mirar hacia adelante hasta un tiempo que aún no existía, y ver que su cuerpo, que se había deshecho y vuelto polvo, se levantaba de entre los muertos. Lo que él vio por el ojo de la fe ha llegado a ser historia verdadera para nosotros, y poseemos no sólo el relato del hecho, sino un conocimiento, por el testimonio del Espíritu Santo, de que es verdad. Por tanto, no nos hallamos en la situación de Job; vivimos en los postreros tiempos que abundan en grandes y gloriosos acontecimientos, y entre los mayores se destaca este glorioso principio de la resurrección de los muertos, que no es ya meramente una profecía, una esperanza anhelada o promesa profética, sino una realidad; porque mucho antes de nuestra época efectivamente se ha cumplido. El propio Cristo rompió las barreras de la tumba, conquistó la muerte y el sepulcro, y al resucitar fue las «primicias de los que durmieron». Pero, dirá alguien, ¿cómo podemos saber que Jesús fue muerto o que resucitó? Tenemos evidencia suficiente para mostrar que Jesús fue muerto y que resucitó? Tenemos el testimonio de sus discípulos, y ellos proporcionan evidencias irrefutables de que presenciaron su crucifixión y vieron las heridas de los clavos y de la lanza que recibió en la cruz. También testificaron que su cuerpo fue depositado en un sepulcro en el cual ninguno había sido puesto, e hicieron rodar una gran piedra a la entrada y se fueron.
Sin embargo, los sacerdotes principales y los fariseos no estaban satisfechos con la crucifixión y la sepultura de nuestro Señor y Salvador; se acordaron que viviendo aún había dicho que después de tres días resucitaría, de modo que pusieron una fuerte guardia para vigilar el sepulcro, y pusieron un sello sobre la piedra, no fuera que sus discípulos llegaran de noche y se robaran el cuerpo y dijeran al pueblo: «Resucitó de los muertos»; y con ello perpetuaran un fraude en el mundo.
¡Más he aquí lo asombroso! Por este hecho esos guardias incrédulos llegaron a ser testigos del hecho de que descendió un personaje celestial y quitó la piedra y que Jesús salió. Los discípulos dan testimonio y testifican de la resurrección, y su testimonio no puede ser impugnado. De modo que está en vigor, y es verdadero y fiel.
Pero, ¿es ésta la única evidencia de que podemos depender? ¿No tenemos otra cosa más que el testimonio de los discípulos antiguos en que basar nuestras esperanzas? Gracias a Dios que tenemos más; y la evidencia adicional que poseemos nos habilita para ser testigos de la verdad del testimonio de los antiguos discípulos. Recurrimos al Libro de Mormón, y éste testifica de la muerte y resurrección de Jesucristo en términos claros e inequívocos; podemos ir al libro de Doctrinas y Convenios, que contiene las revelaciones de esta dispensación, y hallamos allí evidencia clara y bien definida. Tenemos el testimonio del profeta José Smith, el testimonio de Oliverio Cowdery y el testimonio de Sidney Rigdon, que vieron al Señor Jesús —el mismo que fue crucificado en Jerusalén— y que Él se manifestó a ellos, José y Sidney testifican al respecto:
«Nosotros, José Smith, hijo, y Sindney Rigdon, estando en el Espíritu el día dieciséis de febrero del año mil ochocientos treinta y dos, fueron abiertos nuestros ojos e iluminados nuestros entendimientos por el poder del Espíritu, al grado de poder ver y comprender las cosas de Dios, aun aquellas cosas que existieron desde el principio, antes que el mundo fuese, las cuales el Padre decretó por medio de su Hijo Unigénito que estaba en el seno del Padre desde el principio, de quien damos testimonio, y el testimonio que damos es la plenitud del evagelio de Jesucristo, que es el Hijo, a quien vimos y con el cual conversamos en la visión celestial.» (Doctrinas y Convenios 76:11-14).
Fueron llamados para ser testigos especiales de Jesucristo y de su muerte y su resurrección.
Tenemos también el testimonio de la crucifixión y resurrección dado por los antiguos discípulos que vivieron en este continente. Encontraréis su testimonio escrito en el Libro de Mormón. Los discípulos que vivieron en este continente se dieron cuenta de lo que había ocurrido en Jerusalén, porque el Señor les mostró estas cosas. Después de su resurrección se manifestó a sus discípulos sobre este continente y les mostró las heridas que había recibido en el Calvario. Se convencieron de que Jesús era el Cristo y el Redentor del mundo. Lo vieron en la carne y dan testimonio de ello, y su testimonio es verdadero. Tenemos el testimonio de muchos testigos; tenemos el testimonio de once testigos especiales del origen divino del Libro de Mormón, Libro que testifica de la resurrección de Cristo, dado que contiene los anales de los profetas antiguos y discípulos de Cristo sobre este continente, con lo que se confirman sus testimonios.
¿Es ésta toda la evidencia que tenemos? No. José Smith osadamente declaró al mundo que si el género humano se arrepintiera sinceramente de sus pecados y se bautizara autorizadamente, no sólo lograría la remisión de sus pecados, sino que por la imposición de manos recibiría el Espíritu Santo, y sabría de la doctrina por sí mismo. De modo que todos los que obedecen la ley y permanecen en la verdad llegan a ser testigos de ésta y de otras verdades igualmente grandes y preciosas. En la actualidad hay miles de los Santos de los Últimos Días que viven en Utah y por todo el mundo, que han logrado la posesión de estas cosas, tanto hombres como mujeres. Si testificamos con nuestros hechos, y desde el corazón, de nuestra determinación de cumplir el parecer y la voluntad del Señor, recibiremos esta certeza doble de una gloriosa resurrección y podremos decir como dijo el profeta Job, y su declaración fue gloriosa: «Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán y no otro» (Job 19:25-27). Miles han recibido este testimonio y pueden testificar ante Dios y testifican de corazón que saben estas cosas.
Yo doy mi testimonio, y si es verdadero, ciertamente es de igual vigor y efecto que el testimonio de Job, los testimonios de los discípulos de Jerusalén, los discípulos sobre este continente, de José Smith o de cualquier otro hombre que dijo la verdad. Todos son de igual fuerza y surten efecto en el mundo. Si ningún hombre jamás hubiese testificado de estas cosas sobre la faz de la tierra, yo quiero decir como siervo de Dios, independientemente de los testimonios de los hombres y de todo libro que jamás se haya escrito, que yo he recibido el testimonio del Espíritu en mi propio corazón, y testifico ante Dios, ángeles y hombres, sin temor de las consecuencias, que yo sé que mi Redentor vive, que lo veré cara a cara, y estaré con El en mi cuerpo resucitado sobre esta tierra, si soy fiel; porque Dios me ha revelado esto. He recibido el testimonio, y yo doy mi testimonio, y mi testimonio es verdadero.
El testimonio de los Santos de los Últimos Días aumenta, a la vez que se ajusta al de los discípulos de Jesucristo que vivían en Jerusalén, con el de los que vivían sobre este continente, con el del profeta José Smith, el de Oliverio, Sidney y otros, en lo concerniente a nuestro Redentor crucificado y resucitado, porque aquéllos no lo recibieron de éstos, sino por el mismo Espíritu mediante el cual ellos lo recibieron. Ningún hombre recibió jamás este testimonio a menos que el Espíritu de Dios se lo haya revelado.
Veremos al hermano Urie de nuevo. La hermana Urie se unirá a él allende el sepulcro. El espíritu y el cuerpo volverán a reunirse. Nos veremos unos a otros en la carne, en los mismos cuerpos que poseemos aquí durante el estado terrenal. Nuestros cuerpos se levantarán tal como sean sepultados, aunque se efectuará una restauración; todo órgano, todo miembro del cuerpo que haya sido mutilado, toda deformación sufrida en un accidente o por alguna otra causa será restaurada y corregida. Todo miembro y coyuntura serán restaurados a su propia estructura. Nos conoceremos unos y otros, y disfrutaremos mutuamente de nuestra asociación por todas las interminables edades de la eternidad, si guardamos la ley de Dios. Tenemos la responsabilidad de permanecer leales y fíeles, guardar nuestros convenios e instruir a nuestros hijos en las vías de la santidad, la virtud y la verdad, en los principios del evangelio, para que con ellos podamos estar preparados para gozar del día perfecto y eterno. —Discurso pronunciado en los funerales de James Urie, Barrio Dieciséis, Salt Lake City, 3 de febrero de 1883.— Journal of Discourses, tomo 24, págs. 75-82.
DE LA RESURRECCIÓN. Creo que así como Cristo se levantó de los muertos, también se levantarán todos los fieles. Todos nos volveremos a ver unos a otros. Yo sé que Jesús es el Cristo, que después de su muerte y sepultura se levantó de los muertos y fue hecho primicias de la resurrección. Para todos los creyentes, y particularmente para los Santos de los Últimos Días, hay un dulce consuelo en este conocimiento, así como en pensar que mediante la obediencia a las ordenanzas y principios del evangelio que Cristo, nuestro Salvador, enseñó y prescribió al pueblo y a sus discípulos, los hombres volverán a nacer, redimidos del pecado, se levantarán del sepulcro e, igual que Jesús, volverán a la presencia del Padre. La muerte no es el fin. Cuando nosotros, con tristeza, entregamos a nuestros amados a la tumba, tenemos la seguridad, basada en la vida, palabras y resurrección de Cristo, de que nuevamente nos volveremos a ver y nos estrecharemos la mano y nos asociaremos con ellos en una vida mejor, donde se pone fin a la tristeza y a las penas, y donde no habrá más separación.
Este conocimiento es uno de los mayores estímulos que tenemos para vivir rectamente en esta vida, para pasar por la vida terrenal obrando, sintiendo y efectuando el bien. Los espíritus de todos los hombres, en cuanto se separan de este cuerpo mortal, sean buenos o malos, son llevados, nos dice el Libro de Mormón, a ese Dios que les dio la existencia (Alma 40:11), donde se lleva a efecto una separación, un juicio parcial, y los espíritus de los que son justos son recibidos en un estado de felicidad que se llama paraíso, un estado de descanso, un estado de paz, donde aumentan en sabiduría, donde descansan de todas sus penas y donde la zozobra y la aflicción no molestan. Los inicuos, por otra parte, no tienen parte ni porción del Espíritu del Señor, y serán echados a las tinieblas de afuera, pues se dejaron llevar cautivos del maligno por motivo de su propia iniquidad. Y en este intervalo, entre la muerte y la resurrección del cuerpo, permanecen las dos clases de almas, en felicidad o en miseria, hasta el tiempo señalado por Dios para que los muertos resuciten y sean reunidos el espíritu junto con el cuerpo para comparecer ante Dios y ser juzgados de acuerdo con sus obras. Este es el juicio final.
Si el hombre ha obedecido los principios del evangelio, si ha utilizado su influencia para buenos fines, no ha perjudicado a nadie, si ha amado la justicia y despreciado los malos hechos y ha entregado su cuerpo a ese reposo de los justos en la tumba, yo siento y sé que, además del estado prometido de paz y descanso en el paraíso para el espíritu, habrá una gloriosa reunión del cuerpo y del espíritu, un refulgente despertar para él en la resurrección y un futuro subsiguiente lleno de felicidad. Cuándo será este tiempo, nadie lo sabe sino Dios, pero sabemos que todos los hombres se levantarán de los muertos.
Ahora bien, yo sé que estas palabras son verdaderas; sé que son verdaderas por las impresiones de la inspiración de Dios que llena todo mi ser con este conocimiento. Para mí, concuerdan con la sabiduría de Dios y con sus santos propósitos. Tenemos el testimonio de Cristo, el testimonio de los profetas, el susurro del Espíritu Santo; y con estas evidencias no puedo sino creer y saber que hay una resurrección de los muertos, una resurrección literal y verdadera del cuerpo. No puedo creer que un Dios sabio y misericordioso crearía a un hombre como nuestro amigo y hermano, justo, honorable, honrado en todos sus tratos y en su vida, para que viviera únicamente un corto número de años, y entonces dejara de existir para siempre y nunca más fuera conocido. Así como Jesús se levantó de los muertos, también se levantarán él y todos los inocentes y justos. Los elementos, que integran este cuerpo temporal no perecerán, no dejarán de existir, sino que en el día de la resurrección estos elementos nuevamente se juntarán, cada hueso a su hueso, y la carne a su carne. El cuerpo se levantará tal como es sepultado, porque no hay crecimiento o desarrollo en la sepultura; tal como es depositado, así se levantará, y el cambio a la perfección vendrá por medio de la ley de la restitución. —Improvement Era, tomo 7, pág. 619 (junio de 1914).
LA RESURRECCIÓN Y EL JUICIO FINAL. Cuando el espíritu sale del cuerpo, inmediatamente vuelve a Dios, dice el profeta, para ser consignado a su lugar, bien sea para asociarse con los justos y los nobles que han vivido en el paraíso de Dios, o ser encerrado en la prisión para esperar que el cuerpo resucite de la tumba. Por tanto, sabemos que el hermano [William] Clayton ha vuelto a Dios; ha ido a recibir este juicio parcial del Omnipotente que se relaciona con el período intermedio entre la muerte del cuerpo y su resurrección, o sea la separación del espíritu del cuerpo y su reunión consiguiente. Este juicio sólo se dicta sobre el espíritu; pero llegará el tiempo, que será después de la resurrección, y que se reunirá el cuerpo y el espíritu, cuando sobre todo hombre se decretará el juicio final. Esto va de acuerdo con la visión de Juan el Revelador:
«Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras.
«Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos. . . y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte segunda.
«Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego» (Apocalipsis 20:12-15).
Este es el juicio final que todos recibiremos después que hayamos cumplido esta misión terrenal nuestra.
El Salvador no terminó su obra al fallecer en la cruz, cuando exclamó: «Consumado es» (Juan 19:30). Al pronunciar estas palabras Él no estaba refiriéndose a su gran misión en la tierra, sino meramente al padecimiento que sufrió. Yo sé que el mundo cristiano dice que hablaba de la gran obra de la redención. Sin embargo, es un grave error y sirve para indicar el límite de su conocimiento del plan de vida y salvación. Digo que se refería meramente a la agonía de la muerte y a los dolores que sentía por la iniquidad de los hombres que llegaron hasta el extremo de crucificar a su Redentor. Fue este sentimiento, y sólo esto, lo que le impulsó a exclamar con la agonía de su alma: «Consumado es», tras lo cual expiró.
Mas su obra no estaba completa; de hecho, apenas había comenzado. Si hubiese concluido allí, en lugar de ser el Salvador del mundo, El junto con todo el género humano, habría perecido irremediablemente, para nunca más salir de la tumba, porque desde el principio se designó que El fuese las primicias de los que durmieron; era parte del gran plan que El rompiese las ligaduras de la muerte y lograra triunfar del sepulcro. Por tanto, si hubiese cesado su misión cuando entregó el espíritu, el mundo habría dormido en el polvo en una muerte interminable, para nunca jamás volver a vivir. No fue sino una pequeña parte de la misión del Salvador la que se efectuó cuando El padeció la muerte; de hecho, la parte menor; la mayor parte quedaba aún por hacer.
Consistía en su resurrección de la tumba, en salir de muerte a vida, en reunir de nuevo el espíritu y el cuerpo para poder llegar a ser alma viviente; y hecho esto, quedó entonces preparado para volver al Padre; y todo esto concordó estrictamente con el gran plan de salvación. Pues al propio Cristo, aunque sin pecado, le fue requerido cumplir la ordenanza exterior de su bautismo, a fin de cumplir toda justicia.
Así que, después de su resurrección de los muertos pudo volver al Padre para recibir el merecido encomio: Bien hecho; has realizado tu obra, has cumplido tu misión, has labrado la salvación para todos los hijos de Adán; has redimido a todos los hombres de la tumba, y mediante su obediencia a las ordenanzas del evangelio que has establecido, también pueden ser redimidos de la muerte espiritual, volver de nuevo a nuestra presencia y participar con nosotros de gloria, exaltación y vida eterna.
Y así será cuando salgamos de la tumba, cuando suene la trompeta y se levanten nuestros cuerpos y nuevamente entren en ellos nuestros espíritus y se conviertan en almas vivientes para nunca más ser disueltas o separadas, sino para llegar a ser inseparables, inmortales, eternas.
Entonces nos presentaremos ante el tribunal de Dios para ser juzgados. Así lo dice la Biblia, así lo dice el Libro de Mormón y así lo dicen las revelaciones que han venido directamente a nosotros por conducto del profeta José Smith. Y entonces aquellos que no se hayan sujetado o rendido obediencia a la ley celestial, no serán vivificados por la gloria celestial; y quienes no se hayan sujetado o rendido obediencia a la ley terrestre, no serán vivificados por la gloria terrestre; y los que no se hayan sujetado ni rendido obediencia a la ley telestial, no serán vivificados por la gloria telestial, sino que recibirán un reino sin gloria.
Los hijos de perdición, aquellos que en un tiempo poseyeron la luz y la verdad, pero que se apartaron de ellas, y negaron al Señor, exponiéndolo a vituperio, como lo hicieron los judíos cuando lo crucificaron y dijeron: «Su sangre sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos»; aquellos que contra la luz y el conocimiento, consienten en el derramamiento de sangre inocente, a éstos les será dicho: «Apartaos de mí, malditos» (Mateo 25-41); nunca os conocí; apartaos a la segunda muerte, el destierro de la presencia de Dios para siempre jamás, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga, en donde no hay redención, ni en tiempo ni en la eternidad. En esto consiste la diferencia entre la segunda muerte y la primera, en la cual el hombre murió espiritualmente; porque de la primera puede ser redimido por la sangre de Cristo, mediante la obediencia a las leyes y ordenanzas del evangelio; pero de la segunda, no hay redención alguna.
Leemos en el libro de Doctrinas y Convenios que el diablo tentó a Adán, y éste comió del fruto prohibido y transgredió el mandamiento, por lo que quedó sujeto a la voluntad del diablo porque cedió a la tentación, y por motivo de su transgresión «murió espiritualmente, que es la primera muerte, la misma que es la última muerte, que es espiritual, y que se pronunciará sobre los inicuos cuando yo les diga: Apartaos, malditos» (Doctrinas y Convenios 29:41).
Pero, ¿quiénes recibirán este castigo? Solamente aquellos que lo merezcan; aquellos que comentan el pecado imperdonable.
Luego existe el destierro del transgresor (no los hijos de perdición) en la prisión, un lugar de castigo, sin exaltación, sin aumento, sin dominio o poder, cuyos habitantes, después de su redención, podrán llegar a ser siervos de aquellos que han obedecido las leyes de Dios y guardado la fe. Tal será el castigo de aquellos que rechazan la verdad mas no pecan de muerte. —Discurso pronunciado en los funerales de William Clayton, en el salón del Barrio diecisiete, Salt Lake City, 7 de diciembre de 1879.—Journal of Discourses, tomo 21, págs. 9-13 (1881).
LA CONDICIÓN DE LOS NIÑOS EN EL CIELO. Si hemos recibido el testimonio del espíritu de verdad en nuestras almas, sabemos que todo va bien con nuestros niños pequeños que mueren, que no podríamos mejorar su condición aunque quisiéramos; y mucho menos se mejoraría su condición si pudiéramos hacerlos volver, por razón de que mientras el hombre se halle en el mundo como ser mortal, rodeado de las cosas malas que hay en el mundo, tiene riesgos por delante y está sujeto a peligros y descansan sobre él responsabilidades que pueden traer resultados fatales a su futura prosperidad, felicidad y exaltación. Sólo aquellos que estén completa y firmemente fundados en la verdad, que estén establecidos en los principios de vida, son los únicos que podrán reclamar con seguridad el galardón de los fieles y una exaltación en la presencia del Padre. En cuanto un hombre se aparta de la verdad que lo une a Dios, precisamente en ese momento se expone al peligro de caer.
Más en cuanto a los niños pequeños que mueren en su infancia e inocencia, antes de llegar a la edad de responsabilidad y no son capaces de cometer pecado, el evangelio nos revela el hecho de que son redimidos y Satanás no tiene poder en ellos; ni tampoco la muerte tiene poder alguno en ellos. Son redimidos por la sangre de Cristo, y son salvos tan cierto como que la muerte ha venido al mundo a causa de la caída de nuestros primeros padres. Está escrito, además, que Satanás no tiene poder sobre los hombres o mujeres, sino el que él logra sobre ellos en este mundo. En otras palabras, no están sujetos a Satanás ninguno de los hijos del Padre que son redimidos mediante la obediencia, la fe, el arrepentimiento y el bautismo para la remisión de los pecados, y viven en esa condición redimida y en esa condición mueren. Por tanto, él no tiene poder sobre ellos; están completamente fuera de su alcance, tal como los niños pequeños que mueren sin pecar. Esto es un consuelo para mi mente y una gloriosa verdad en la cual mi alma se deleita. Estoy agradecido a mi Padre Celestial que me lo ha revelado, porque me trae un consuelo que ninguna otra cosa puede darme, y trae a mi espíritu un gozo que nada me puede quitar, salvo el conocimiento por parte mía de haber pecado y transgredido la luz y conocimiento que pudiera haber poseído.
En estas circunstancias nuestros queridos amigos que ahora se ven privados de su pequeñito tienen gran motivo para alegrarse y regocijarse, aun en medio de la profunda tristeza que sienten por la pérdida de su pequeñito por un tiempo. Saben que él está bien; tienen la certeza de que su pequeñito ha muerto sin pecado. Estos niños se encuentran en el seno del Padre; heredarán su gloria y su exaltación y no se les privará de las bendiciones que les corresponden, porque en la economía del cielo y en la sabiduría del Padre, que dispone todas las cosas debidamente, aquellos que mueren como niños pequeños no incurren en ninguna responsabilidad por haberse ido, ya que de sí mismos no tenían la inteligencia y prudencia para cuidarse ellos mismos y entender las leyes de la vida; y en la sabiduría, misericordia y economía de Dios nuestro Padre Celestial, les será proporcionado más adelante todo lo que podrían haber obtenido y disfrutado si se les hubiese permitido vivir en la carne. Nada perderán por haber sido separados de nosotros en esta manera.
Para mí esto es un consuelo. El profeta José Smith, bajo Dios, fue quien promulgó estos principios. Él se comunicó con los cielos. Dios se le manifestó y le hizo saber los principios que tenemos ante nosotros y que están comprendidos en el evangelio eterno. José Smith declaró que la madre que sepulta a su niño pequeño, y se ve privada del privilegio, el gozo y la satisfacción de criarlo en este mundo hasta su desarrollo completo como hombre o mujer, tendrá todo el gozo, satisfacción y placer, después de la resurrección, y aún más de lo que habría sido posible tener en el estado terrenal, de ver a su hijo desarrollarse hasta la medida completa de la estatura de su espíritu. Si esto es cierto, y yo lo creo, ¡qué consuelo es! Jesucristo era el Hijo de Dios antes de venir al mundo; sin embargo, vino como niño, creció y se desarrolló hasta la edad viril, y al separarse de su cuerpo, su espíritu fue a proclamar el evangelio a los espíritus que se hallaban encarcelados, dotado con toda la inteligencia, poderes y facultades que tuvo en la carne, salvo la posesión del cuerpo, y en esto llegó a ser completamente semejante a Dios. Así creo yo que es con todos los hombres que vienen al mundo. Todo espíritu que viene a esta tierra a tomar sobre sí un cuerpo es un hijo o hija de Dios, y posee toda la inteligencia y todos los atributos de que puede disfrutar cualquier hijo o hija, bien sea en el mundo de los espíritus o en este mundo, salvo que en el espíritu, y separados del cuerpo, les faltaba únicamente el cuerpo para ser semejantes a Dios el Padre. Se ha dicho que Dios es espíritu, y que aquellos que lo adoran deben adorarlo en espíritu y en verdad; pero es un espíritu que posee un cuerpo de carne y huesos, tangible como el del hombre, y por tanto, para poder ser semejantes a Dios y a Jesús, todos los hombres deben tener un cuerpo. No importa si estos cuerpos alcanzan su madurez en este mundo, o si tienen que esperar hasta alcanzarla en el mundo venidero. De acuerdo con las palabras del Profeta José Smith, el cuerpo se desarrollará, bien sea en tiempo o en la eternidad, hasta alcanzar la estatura completa del espíritu; y cuando la madre queda privada del placer y gozo de criar a su niño hasta el estado maduro de hombre y mujer en esta vida, por causa de la muerte, tal privilegio le será devuelto en la vida venidera, y disfrutará de él con una plenitud más completa de lo que le habría sido posible hacerlo aquí. Cuando lo haga allá será con el conocimiento absoluto de que no habrá fracasos en los resultados, mientras que aquí no se saben los resultados sino hasta después de haber pasado la prueba.
Teniendo presente estos pensamientos, me consuelo en el hecho de que allende el velo de la muerte volveré a ver a mis hijos que han fallecido; he perdido algunos, y he sentido, creo yo, todo lo que un padre puede sentir con la pérdida de mis hijos. Lo he sentido vivamente, porque amo a los niños, y tengo particular propensión hacia los pequeñitos, pero me siento agradecido a Dios por el conocimiento de estos principios, porque ahora tengo toda confianza en su palabra y en su promesa de que en lo futuro poseeré todo lo que me pertenece, y mi gozo será completo. No seré privado de ningún privilegio o bendición de la cual me haya hecho digno, y que propiamente se me pueda confiar, sino que todo don y toda bendición de que yo pueda hacerme digno, los poseeré, bien sea en tiempo o en eternidad, y esto no importará; así que reconozco la mano de Dios en todas estas cosas y digo en mi corazón: «Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito.» Así es como debemos sentirnos en lo que concierne a nuestros hijos, a nuestros parientes o amigos o las vicisitudes, cualesquiera que sean, por las cuales tengamos que pasar.
La belleza de esto para mí es que sé estas cosas, que estoy satisfecho con ellas y que en tanto que posea el espíritu de verdad, ningún temor abrigo de que en mi mente vaya a entrar alguna duda o incertidumbre en cuanto a estos principios. Hay sólo un curso que yo podría seguir, el cual produciría desconfianza y temor, temblor y duda en cuanto a estas cosas; y es que yo negara la verdad y me apartara de las influencias orientadoras del Espíritu Santo; porque yo sé que mientras un hombre se encuentre bajo la influencia orientadora del Espíritu de Dios, ramea podía negar estas verdades que Dios le ha revelado, y en tal condición no está sujeto al poder de Satanás. Es sólo cuando quebranta la ley de Dios y excluye estos principios de sus pensamientos, que se sujeta a los poderes malignos, se entenebrece su mente y entonces empieza a dudar y a temer. Más si un hombre tiene el Espíritu de Dios en su corazón —ese espíritu que revela las cosas de Dios a los hombres y les permite conocer la verdad como Dios la conoce— jamás puede dudar de las cosas que Dios le ha revelado. Por tanto, me regocijo en estas verdades porque sé que son verdaderas. Yo sé que si el hermano Heber y su compañera son fieles a la luz que poseen y los convenios que han concertado ante el Señor, tan ciertamente como están viendo la pequeña forma que hoy yace ante ellos, así heredarán el gozo y la posesión y la gloria de este pequeñito que ahora ha fallecido. Todo aquel que tiene el espíritu de verdad en su alma debe sentir que tal cosa es cierta. —Discurso en los funerales de Daniel Wells Grant, hijo de Heber J. Grant y Emily Wells de Grant en la residencia de la familia, Salt Lake City, 12 de marzo de 1895.— Young Woman’s Journal, tomo 6, págs. 369-374.
EL ESTADO DE LOS NIÑOS EN LA RESURRECCIÓN. Los espíritus de nuestros niños son inmortales antes de venir a nosotros, y sus espíritus, tras la muerte corporal, son como lo eran antes de venir. Son como se habrían visto si hubiesen vivido en la carne hasta alcanzar su madurez o desarrollar sus cuerpos físicos a la estatura completa de sus espíritus. Si vieseis a alguno de vuestros niños que ha muerto, tal vez se os manifestaría en una forma en que pudieseis reconocerlo, la forma de su niñez; pero si viniera a vosotros como mensajero con alguna verdad importante, tal vez vendría como vino al obispo Edward Hunter el espíritu de su hijo (que murió en su niñez), en su estatura de hombre viril, y se manifestó a su padre y dijo: «Soy tu hijo.»
El obispo Hunter no podía comprenderlo. Fue a mi padre y dijo: «Hyrum, ¿qué significa esto? Sepulté a mi hijo cuando sólo era un niñito, pero ha venido a mí como hombre ya crecido, un joven noble y glorioso, y declaró ser mi hijo. ¿Qué significa?» Mi padre (Hyrum Smith el patriarca) le dijo que el Espíritu de Jesucristo se había desarrollado completamente antes de nacer en el mundo; y en igual manera nuestros hijos han alcanzado su desarrollo completo y poseen su estatura cabal en el espíritu antes de llegar al estado terrenal, la misma estatura que poseerán después que hayan salido de su condición terrenal, y como también se verán después de la resurrección, cuando hayan cumplido su misión.
José Smith enseñó la doctrina de que el niño pequeño que muere se levantará como niño en la resurrección; e indicando a la madre de un niño sin vida, le dijo: «Usted tendrá el gozo, el placer y la satisfacción de criar a ese niño, después de su resurrección, hasta que alcance la estatura completa de su espíritu.» Hay restitución, hay crecimiento, hay desarrollo después de resucitar de la muerte. Amo esta verdad; imparte a mi alma un caudal de felicidad, de gozo y agradecimiento. Gracias al Señor que nos ha revelado estos principios.
En 1854 me reuní con mi tía, la esposa de mi tío Don Carlos Smith, la madre de esa niñita de quien hablaba el profeta José Smith cuando dijo a su madre que tendría el gozo, el placer y la satisfacción de criar a esa niña después de la resurrección hasta que alcanzara la estatura completa de su espíritu; y que sería un gozo mucho mayor que el que posiblemente pudiera sentir en el estado terrenal, porque se vería libre de la aflicción, el temor e impedimentos de la vida terrenal, y que sabría más de lo que pudiera haber sabido en esta tierra. Estuve con esa viuda, la madre de esa niña, y ella me relató esta circunstancia y me dio testimonio de que eso fue lo que dijo el profeta José Smith mientras hablaba en los funerales de su hijita.
Un día estaba conversando con uno de mis cuñados, Lorin Walker, que se casó con mi hermana mayor. En el curso de la conversación mencionó por casualidad que había estado presente en los funerales de mi sobrina Sophronia, y que había oído al profeta José Smith declarar precisamente las palabras que mi tía Agnes me había referido.
Le pregunté: «Lorin, ¿qué dijo el Profeta?» y él repitió, lo mejor que pudo recordar, lo que el Profeta José dijo con relación a los niños pequeños. El cuerpo permanece sin desarrollo en la tumba, pero el espíritu vuelve a Dios que lo dio. Más adelante, en la resurrección, el espíritu y el cuerpo se unirán de nuevo; el cuerpo se desarrollará y crecerá hasta alcanzar la estatura completa del espíritu, y el alma resucitada continuará hasta la perfección. De modo que ahora tenía las palabras de dos testigos que escucharon esta doctrina que declaró el Profeta José Smith, la fuente de conocimiento.
Finalmente tuve una conversación con la hermana M. Isabella Home. Esta empezó a relatarme las circunstancias de haber estado presente en los funerales a que me refiero, cuando José habló de la muerte de los pequeñitos, su resurrección como niños pequeños, y de la gloria, honor, gozo y felicidad que la madre conocería al criar a sus hijos pequeños en la resurrección, hasta que alcanzaran la estatura completa de su espíritu. «Pues yo oí a José Smith declarar tal cosa—me dijo. — Yo estuve presente en esos funerales.» Así me dijo la hermana Isabella Home.
Entonces le pregunté:
—¿Por qué no lo había mencionado antes? ¿Cómo es que lo ha guardado para sí tantos años? ¿Por qué no ha permitido que la Iglesia sepa algo acerca de esta declaración del Profeta?
—No sabía si era mi deber hacerlo o no —me contestó— o si sería propio o no.
—¿Quién más estuvo presente?
—Mi esposo estuvo allí.
—¿Se acuerda él de esto?
—Sí, él lo recuerda.
—Bien, ¿me firmarán usted y el hermano Horne una declaración escrita, afirmando el hecho bajo juramento?
—Con el mayor gusto— fue su respuesta.
De modo que tengo el testimonio en forma de documento de los hermanos Horne, además del testimonio de mi tía y el de mi hermano político con respecto a las palabras del Profeta José en esos funerales.
Poco tiempo después, para gozo y satisfacción mía, el primer hombre a quien oí mencionar el asunto en público fue Franklin D. Richards, y cuando él lo declaró, sentí en mi alma: la verdad ha salido a luz. La verdad prevalecerá; es poderosa y vivirá porque no hay poder que pueda destruirla. Los presidentes Woodruff y Cannon aprobaron la doctrina y después de esto yo la prediqué.
Buena cosa nos es no tratar de presentar doctrina nueva o conceptos nuevos y avanzados tocante a principios y doctrinas relacionadas con, o que se suponen estar relacionados con el evangelio de Jesucristo, sin considerarlos cuidadosamente, con la experiencia de los años, antes que intentemos hacer una prueba doctrinal y presentarla al pueblo del Señor. Hay tantas verdades sencillas, las cuales es necesario entender, que nos han sido reveladas en el evangelio, que es una imprudencia extrema por parte nuestra querer ir más allá de la verdad que se ha revelado, sino hasta que hayamos dominado y podamos comprender la verdad que tenemos. Hay mucho a nuestro alcance que aún no hemos dominado. —Improvement Era, tomo 21, págs. 567-573 (mayo de 1918).
DISCURSO EN LOS FUNERALES DE MARY A. FREEZE. Parece que no es mucho lo que queda por decir. Apruebo de todo corazón y en forma completa cuanto sentimiento compasivo se ha expresado aquí esta tarde tocante a nuestra finada hermana. Yo la he conocido por un buen número de años como obrera de la Iglesia y he tenido el placer de verla frecuentemente en los varios cargos que ella ha desempeñado y en cada ocasión me ha impresionado cada vez más la pureza de carácter y de espíritu de esta mujer. Había una serenidad en cuanto a su apariencia, su conversación y su conducta que parecían indicar un carácter de mucha madurez y un principio de vida bien establecido. Nada de lo que yo pude observar en ella tenía la apariencia de ser voluble, inconstante o inestable, sino que en todas las cosas su manera de vivir indicaba una vida de estabilidad, de confianza y fidelidad para con el Señor y sus convenios.
Después de escuchar las muchas buenas cosas que se han dicho (mas como lo expresó el hermano Joseph E. Taylor, «no se ha dicho ni Ja mitad») en Jo que concierne a la justa vida y obras de nuestra querida hermana, vienen a mi mente ¡as benditas esperanzas que se transmiten a nuestras almas por medio de nuestra fe en el evangelio de nuestro Señor Jesucristo, la esperanza que ese evangelio inculcó en nuestras almas de que estamos siguiendo los pasos de nuestro Redentor, y que todo hombre y mujer que sigue sus pasos llegará a ser como El, disfrutará de los benditos privilegios que El conoció, pasará por las diversas pruebas que El pasó y finalmente llegará a la misma meta y será bendecido con los mismos privilegios, poder, gloria y exaltación que El mismo confirmó, comprobó y cumplió en su vida y muerte y resurrección de la muerte nuevamente a la vida. No puedo concebir cosa más deseable que la que se nos asegura en el evangelio de Jesucristo, de que aun cuando muramos, sin embargo, volveremos a vivir; que a pesar de que morimos y nos disolvemos en los elementos naturales de los cuales se compone nuestro cuerpo, sin embargo, estos elementos nuevamente serán restaurados el uno al otro y serán reorganizados y nuevamente volveremos a ser almas vivientes como lo hizo el Salvador antes de nosotros; y porque Él lo hizo, ahora es posible que el resto de nosotros lo hagamos. ¡No hay cosa más gozosa en que pensar que en el hecho de que el hermano Freeze, que amó a su esposa y por quien él fue amado, y a quien él fue fiel y la cual fue fiel a él todos los días en que se asoció con él como esposa y madre, tendrá el privilegio de salir en la mañana de la primera resurrección revestido de inmortalidad y vida eterna para reanudar la relación que existió entre ellos en esta vida, la relación de esposo y esposa, de padre y madre, de padres de sus hijos, ya que establecieron el fundamento de gloria y exaltación eternas en el reino de Dios! La vida sin esta esperanza me parecía a mí ser vana; y sin embargo, no hay nada que yo haya descubierto en el mundo, que dé esta seguridad, sino el evangelio de Jesucristo. Ninguna cosa jamás lo ha indicado en una forma tangible sino el evangelio de Jesucristo. Jesucristo ha puesto este fundamento, ha enseñado este principio y esta verdad, y ha proclamado el memorable concepto de que «el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá; y todo aquel que vive y cree en mí no morirá eternamente» (Juan 11:25-26).
Para mí esto explica la expresión del hermano Joseph E. Taylor, cuando dijo que no sintió la presencia de la muerte cuando fue a visitarla. ¿Sentís vosotros la presencia de la muerte en este lugar? Él no la sintió en esa ocasión. Momentos antes que partiera su espíritu, no había allí ningún elemento de la muerte. El elemento de disolución, es decir, la separación de lo espiritual y lo temporal, de lo inmortal de lo mortal, fue visible, pero ante la presencia del Espíritu del Señor y con la esperanza transmitida en el evangelio del Hijo de Dios de que «el que cree en mí aunque esté muerto, vivirá; y todo aquel que vive y cree en mí no morirá eternamente», y con el conocimiento del hecho de que esta buena mujer había observado y efectuado, creído y seguido toda disposición que el Señor ha dado, mediante las cuales podemos preparamos para disfrutar la plenitud de estas bendiciones, ¿qué razón podía haber en tales circunstancias, para pensar en la muerte? No fue muerte, sino un cambio de mortalidad a inmortalidad; por cierto, de la muerte a vida eterna.
Ahora bien, yo creo que si hay alma alguna en el mundo que tenga el derecho a la dicha o cumplimiento de esas palabras del Hijo de Dios, esta buena mujer lo tiene; porque creo que, de acuerdo con su conocimiento, ella fue fiel a todo principio mediante los cuales ella podría cumplir el propósito de esas palabras y recibir la confirmación de las mismas en el mundo venidero.
No me parece que sea propio o necesario que ocupe mucho tiempo, pero mientras hablaban los hermanos y hermanas, llegó como cosa natural este pensamiento a mi mente: ¿En qué se ocupará ella en la vida venidera? ¿Qué hará allá? Nos es dicho que no estará desocupada; no podría estarlo. En los planes de Dios no hay tal cosa como ociosidad; Dios no está complacido con el concepto de ociosidad. Él no está inactivo, y no hay tal cosa como inercia en la providencia y propósitos de Dios. Estamos creciendo y avanzando, o retrocediendo; no permanecemos estacionarios; debemos crecer. Los principios de crecimiento y desarrollo eternos tienden a la gloria, a la exaltación, a la felicidad y a una plenitud de gozo. ¿Qué es lo que ella ha estado haciendo? Entre otras cosas, ha estado trabajando en el templo; también ha estado trabajando como ministra de vida entre las mujeres jóvenes de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Ha obrado diligente y sinceramente tratando de persuadir a las hijas de Sión a que lleguen al conocimiento de la verdad cual ella lo poseía. Parecía estar completamente establecida en la verdad. Jamás he descubierto el menor síntoma de duda en su mente en lo concerniente al evangelio de Jesucristo. Ha estado trabajando para hacer llegar a otras de las hijas de Sión a la misma norma de conocimiento, fe y entendimiento de los principios del evangelio de Cristo que ella misma poseía; un ángel ministrador y madre en Israel, trabajando por la salvación de otras hijas y otras madres en Israel. ¿Se puede concebir algo mayor que un llamamiento de esa naturaleza? Luego, como dije, ha estado trabajando en el templo. ¿Con qué objeto? Para administrar las ordenanzas que Dios ha revelado como esenciales para la salvación de los vivos y su preparación para una exaltación y gloria mayores aquí y en la vida venidera, así como para la redención de los muertos. ¿Podéis concebir cosa mayor? En mi opinión, no hay cosa tan grande y tan gloriosa en este mundo como trabajar por la salvación de los vivos y la redención de los muertos. Leemos que el Salvador fue a predicar el evangelio a los espíritus encarcelados, mientras su cuerpo reposaba en la tumba. Fue parte de la gran misión que tenía que desempeñar; fue enviado a predicar el evangelio no solamente a los que moraban en la carne, sino que fue preordinado y ungido de Dios para abrir las puertas de la prisión a los que se encontraban encarcelados, y para proclamarles su evangelio.
Siempre he creído y creo aún con toda el alma, que hombres como Pedro y Santiago y los doce discípulos que el Salvador escogió en su época, han estado ocupados todos los siglos que han pasado desde que padecieron el martirio por el testimonio de Jesucristo, en proclamar la libertad a los cautivos en el mundo de los espíritus y en abrir las puertas de sus prisiones. No creo que pudieran estar desempeñando ninguna otra obra mayor. Su llamamiento y unción especiales que recibieron del propio Señor fue salvar al mundo, proclamar la libertad a los cautivos y abrir las puertas de la prisión a los que se hallaban atados con las cadenas de tinieblas, superstición e ignorancia. Creo que los discípulos que han fallecido en esta dispensación—José el Profeta, y su hermano Hyrum, y Brigham, y Heber, Willard, Daniel, John y Wildford y el resto de los profetas que han vivido en esta dispensación, y que se han asociado íntimamente con la obra de la redención y las demás ordenanzas del evangelio del Hijo de Dios en este mundo-están predicando el mismo evangelio que ellos obedecieron y predicaron aquí, a los que se hallan en tinieblas en el mundo de los espíritus y que no tuvieron tal conocimiento antes de morir. Debe predicárseles el evangelio; nosotros no podemos perfeccionarnos sin ellos; ellos no pueden perfeccionarse sin nosotros.
Ahora bien, de todos estos millones de espíritus que han vivido en la tierra y han muerto sin el conocimiento del evangelio, de generación en generación desde el principio del mundo, podemos estar seguros de que por lo menos entre éstos la mitad son mujeres. ¿Quién va a predicar el evangelio a las mujeres? ¿Quién va a llevar el testimonio de Jesucristo al corazón de las mujeres que han muerto sin el conocimiento del evangelio? Según mi modo de pensar, la respuesta es fácil. Estas buenas hermanas que han sido apartadas, ordenadas para la obra, llamadas y autorizadas por la autoridad del santo sacerdocio para ministrar a las de su propio sexo en la casa de Dios, en bien de los vivos y de los muertos, estarán plenamente autorizadas y facultadas para predicar el evangelio y ministrar a las mujeres mientras los élderes y profetas lo prediquen a los hombres. Las cosas por las que pasamos aquí son una semejanza de las cosas de Dios y de la vida venidera. Existe una semejanza muy grande entre los propósitos de Dios según se manifiestan aquí y sus propósitos cual se llevan a efecto en su presencia y reino. Los que son autorizados para predicar el evangelio aquí y han sido comisionados para efectuar esa obra aquí, no estarán ociosos después que hayan fallecido, antes continuarán ejerciendo los derechos que recibieron aquí bajo el sacerdocio del Hijo de Dios para ministrar en bien de la salvación de aquellos que han muerto sin el conocimiento de la verdad. Algunos de vosotros comprenderéis si os digo que varias de estas buenas mujeres que han fallecido de hecho han sido ungidas reinas y sacerdotisas para Dios y para con sus maridos, a fin de que continúen su obra y sean madres de espíritus en el mundo venidero. El mundo no entiende esto; no puede recibirlo; no percibe su significado, y a veces es difícil de comprender para aquellos que debían estar bien compenetrados del espíritu del evangelio —aun para algunos de nosotros— pero es verdad.
El Señor bendiga al hermano Freeze. Como ha dicho la hermana Martha Tingey, la hermana Freeze jamás pudo haber efectuado la obra que logró, de no haber sido porque él la apoyó en sus esfuerzos. El consintió que ella parcialmente desatendiera sus deberes domésticos a fin de trabajar en un campo más extenso por la salvación de otros. Y aquí quisiera dirigir una palabra a vosotras, madres. ¡Oh madres, la salvación, la misericordia, la vida eterna comienzan en el hogar! «¿Qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?» ¿Qué me aprovecharía, si saliera al mundo y ganara extranjeros para el redil de Dios y perdiera a mis propios hijos? ¡Oh Dios, no permitas que pierda a los míos! No puedo perder a los míos, los que Dios me ha dado y por quienes soy responsable ante el Señor, y los cuales dependen de mí para que les dé orientación, instrucción y una influencia correcta. Padre, no permitas que pierda el interés en los míos tratando de salvar a otros. La caridad empieza por el hogar; la vida eterna debería empezar en el hogar. Yo me sentiría muy mal si más adelante se me hiciera comprender que por desatender mi hogar, tratando de salvar a otros, yo había perdido a los míos. No quiero eso. El Señor me ayuda a salvar a los míos hasta donde uno puede ayudar a otros. Comprendo que no puedo salvar a nadie, pero puedo enseñarles cómo se pueden salvar. Puedo dar el ejemplo a mis hijos en cuanto a la manera de salvarse, y es mi deber hacer esto primero; se lo debo a ellos más que a cualquier otra persona en el mundo. Entonces, cuando haya logrado la obra que debo efectuar dentro de mi propio círculo familiar, permítaseme extender mi facultad para hacer el bien hasta donde yo pueda.
Mis hermanos y hermanas, yo sé, como sé que vivo, que José Smith fue, y es, y siempre será el instrumento elegido de Dios el Padre Eterno para poner los fundamentos de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y establecer el reino de Dios sobre la tierra, para nunca jamás volver a ser derribado. Os lo testifico. Sé, tan cierto como que vivo, que toda doctrina que él enseñó tiene por objeto edificar, ennoblecer, ensanchar el alma, establecer la paz y la justicia en el corazón de los hijos de los hombres y conducirlos a Dios, y no apartarlos de Él. Lo sé, tan cierto como que vivo. Es verdad y doy gracias a Dios porque, igual que a mi querida hermana, cuyos restos terrenales están ante nosotros, Él me ha hecho creerlo y aceptarlo sin reserva. Lo creo con todo mi corazón, así como creo que vivo y como creo en mi propia madre y padre. Esforcémonos todos por lograr esta creencia, y si lo hacemos, recibiremos gozo y satisfacción y entraremos en el reposo de Dios aquí mismo en el mundo; porque quienes entran en el reposo de Dios aquí, nunca más serán perturbados por las alucinaciones del pecado y la maldad y los enemigos de la verdad no tendrán poder en ellos.
Mi oración es que Dios nos ayude a llegar hasta ese punto, y que las bendiciones del Señor acompañen a la familia de los hermanos Freeze y a sus hijos, para que ninguno de ellos jamás tome un camino que ocasione tristeza a su querida y santa madre. Este ha sido uno de los estímulos de mi vida, una de las cosas que ha hecho que me esfuerce en hacer lo bueno. No afligiría a mi bendita madre a sabiendas, por ninguna cosa del mundo. No hay cosa alguna entre los cielos y yo que compensaría la comisión de algo que afligiera o perjudicara a mi madre. ¿Por qué? Porque me amaba; habría muerto por mí una y otra vez, si tal cosa fuese posible, sólo para salvarme. ¿Por qué afligirla; por qué decepcionarla? ¿Por qué he de tomar un curso que sea contrario a su propia vida y a las enseñanzas que me dio durante su vida? Porque ella me enseñó honor, y virtud, y verdad, e integridad en cuanto al reino de Dios; y me enseñó no sólo por medio de preceptos sino por el ejemplo. No la afligiría por nada del mundo. Niños y niñas, no hagáis cosa alguna que aflija a vuestra madre. Vosotros sabéis que fue un Santo de los Últimos Días; sabéis que fue fiel a sus convicciones. Sed fieles como ella lo fue, y vive el Señor, que seréis exaltados con vuestra madre y tendréis la plenitud de gozo, lo cual ruego que Dios os conceda en el nombre de Jesús. Amén. —Young Woman’s Journal, tomo 23, págs. 128-133 (1911).
LA RESURRECCIÓN. Voy ahora a tomarme la libertad de leer algunos pasajes de las Escrituras, y en el curso de mi lectura, expresaré mi creencia y convicción tocante a lo que nosotros creemos, como Santos de los Últimos Días, respecto de la resurrección de los muertos. No tomaré el trabajo ni el tiempo de tratar el tema en detalle, porque son muchos los pasajes esparcidos por todo el Nuevo Testamento que se pueden citar sobre el tema, en las declaraciones del Hijo de Dios; sino más bien me conformaré con leer la descripción de su resurrección. Todos sabemos que fue levantado sobre la cruz, que fue herido en el costado, que su sangre brotó de su cuerpo, que gimió sobre la cruz y entregó el espíritu; que su cuerpo fue quitado de la cruz, embalsamado, envuelto en una sábana limpia y colocado en un sepulcro nuevo en el cual nadie había sido puesto. Y entonces, recordando sus palabras de que iba a entregar su cuerpo y lo volvería a recoger, la afirmación que El hizo de que ese templo iba a ser destruido pero que en tres días se volvería a levantar, que iba a dar su vida y volverla a tomar, los principales de los sacerdotes fueron a las autoridades mayores y exigieron que fuese puesta una gran piedra a la entrada del sepulcro y que colocaran un sello, no fuera que sus discípulos llegaran de noche, se llevaran el cuerpo, y esparcieran entre el público la palabra de que había resucitado de entre los muertos. Así que, se dispuso una guardia de soldados para vigilar la tumba y se colocó una gran piedra en la entrada del sepulcro, sobre la cual se puso un sello de acuerdo con el relato que se halla en las Escrituras, de modo que sería absolutamente imposible que los discípulos de Cristo perpetraran un fraude sobre el mundo, robándose y llevándose el cuerpo de Cristo clandestinamente y luego proclamando al mundo que su cuerpo había resucitado de los muertos. Algunas veces, aun los enemigos de la verdad y los que están procurando destruirla llegan a ser el medio involuntario de verificar la verdad y colocarla fuera de toda posibilidad de duda; porque si ellos mismos no hubiesen tomado estas precauciones, y si la guardia no hubiese estado en la tumba para vigilar el sepulcro y ver que no se cometiera ningún fraude, entonces fácilmente podrían haber ido al mundo y decir: «Es que sus discípulos llegaron y se llevaron el cuerpo; entraron a hurtadillas de noche y se lo robaron.» Pero se taparon su propia boca con su vano esfuerzo por destruir el efecto que su resurrección de los muertos surtiría en la mente del pueblo y en la historia del mundo.
Tomás, uno de los Doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús después de su resurrección. «Le dijeron, pues, los otros discípulos: Al» Señor hemos visto. Él les dijo: Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré» (Juan 20:25).
Tenemos muchos Dídimos en nuestra época y generación, pero esperamos que aquí no haya ninguno, sino más bien esa otra clase a que se refirió Jesús.
«Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro, y con ellos Tomás. Llegó Jesús, estando las puertas cerradas, y se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Entonces Tomás respondió y le dijo: Señor mío, y Dios mío. Jesús le dijo: Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron y creyeron» (Juan 20:26-29).
El discípulo que escribió esto, el discípulo amado, el que fue testigo personal, que corrió al sepulcro y llegó primero que Pedro, y miró dentro, y entonces entró después de Pedro, el mismo que ha escrito estas palabras, dice también: «Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre» (Juan 20:30, 31).
Ahora bien, lo que quiero traer a vuestra mente es, enfáticamente, la innegable, inequívoca y franca descripción del cuerpo, el cuerpo resucitado del Señor Jesucristo, dada en esta narración de su resurrección y aparición a sus discípulos, la cual hace desvanecer toda imaginación o pensamiento de que la muerte del cuerpo y la separación del espíritu y el cuerpo constituyen la resurrección de los muertos. ¿No es así? Cristo es el Hijo de Dios y sus discípulos dan fiel testimonio de la verdad como ellos la presenciaron, como declaran que la vieron; pues afirman que la vieron con sus ojos, la oyeron con sus oídos, sintieron conmovidos su corazones y examinaron las heridas con sus manos, para ver y palpar que efectivamente era el mismo individuo, la misma persona, el mismo cuerpo que fue crucificado, con las mismas señales de las heridas que le infligieron en el cuerpo mientras colgaba de la cruz —todo esto debe servir para demostraros que la resurrección de Cristo fue la resurrección de El mismo y no de su espíritu. Antes de continuar deseo leeros otros pasajes del capítulo vigesimocuarto de Lucas:
«Y he aquí, dos de ellos iban el mismo día a una aldea llamada Emaús, que estaba a sesenta estadios de Jerusalén. E iban hablando entre sí de todas aquellas cosas que habían acontecido. Sucedió que mientras hablaban y discutían entre sí, Jesús mismo se acercó, y caminaba con ellos. Más los ojos de ellos estaban velados, para que no le conociesen» (Lucas 24:13-16).
Y caminó y conversó con ellos y les aclaró las Escrituras, pero ellos no sabían que era El. Personalmente no sabían que era Cristo resucitado.
«Y aconteció que estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan y lo bendijo, lo partió, y les dio.»
Este no es el testimonio de Juan; es el testimonio de Lucas, otro de los discípulos de Cristo.
«Entonces les fueron abiertos los ojos, y le reconocieron; más él desapareció de su vista. Y se decían el uno al otro: ¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras? Y levantándose en la misma hora, volvieron a Jerusalén, y hallaron a los once reunidos, y a los que estaban con ellos, que decían: Ha resucitado el Señor verdaderamente, y ha aparecido a Simón. Entonces ellos contaban las cosas que les habían acontecido en el camino, y cómo le habían reconocido al partir el pan. Mientras ellos aún hablaban de estas cosas, Jesús se puso en medio de ellos, y les dijo: Paz a vosotros. Entonces, espantados y atemorizados, pensaban que veían espíritu. Pero él les dijo: ¿Por qué estáis turbados, y vienen a vuestro corazón estos pensamientos? Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. Y diciendo esto, les mostró las manos y los pies. Y como todavía ellos, de gozo, no lo creían, y estaban maravillados, les dijo: ¿Tenéis aquí algo que comer? Entonces le dieron parte de un pez asado, y un panal de miel. Y él lo tomó, y comió delante de ellos. Y les dijo: Estas son las palabras que os hablé, estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos» (Lucas 24:30-44).
¿Aceptaremos ahora las definiciones que dan las Escrituras acerca de la resurrección del cuerpo? ¿Aceptaremos la manifestación de Cristo en su propia persona resucitada de los muertos? ¿O tomaremos la opinión del reverendo Sr. Phillip de que la muerte del cuerpo y la separación del espíritu es la resurrección de los muertos? ¿Cuál escogéis?
José el Profeta declaró en el libro de Doctrinas y Convenios (Sec. 130:22) que el Padre tiene un cuerpo de carne y huesos, tangible como el del hombre, y que el Hijo de Dios tiene un cuerpo de carne y huesos, como El mismo ha declarado tener, y no es meramente un espíritu, sino un ser resucitado, un alma resucitada. Y el Espíritu Santo es un personaje de espíritu, mas no un personaje de huesos y carne, como lo son el Padre y el Hijo. Por consiguiente, el Espíritu Santo puede conferirse a los hombres, y puede morar con ellos por un tiempo o continuamente, de acuerdo con su dignidad, y puede apartarse de ellos según El disponga.
Ahora voy a leer un poco del Libro de Mormón, un tomo de Escrituras que fue traducido por el don y el poder de Dios, porque la voz de Dios declaró a los Tres Testigos que fue traducido por el don y el poder de Dios, y que era verdadero. Los Tres Testigos declararon y testificaron en cuanto a su verdad, y ocho testigos adicionales, aparte del Profeta José, declararon que vieron las planchas y las tuvieron en sus manos y vieron los grabados que había sobre ellas; y que sabían que José Smith tenía las planchas de las cuales se tradujo el Libro de Mormón. Y una de las cosas que más confunden a los científicos es ir descubriendo, en las huellas de las antiguas civilizaciones de este continente, evidencias y pruebas de la divinidad del Libro de Mormón, que no pueden impugnar o contradecir. Y lo que los asombra es cómo José Smith —un hombre sin conocimiento de historia, teología o ciencia, prácticamente sin conocimiento tomado de los libros— pudo aproximarse a tal grado a los hechos que hoy están descubriendo los exploradores y científicos en toda esta región histórica que abarca el Libro de Mormón, y dicen que los deja perplejos. Les causa asombro que tres hombres pudieran testificar, como lo han hecho los Tres Testigos del Libro de Mormón, y que los ocho testigos adicionales también testificaran como lo han hecho, y sin que, ninguno de ellos jamás repudiara su testimonio. No pueden entenderlo ni explicarlo de acuerdo con ningún principio científico. En caso de haber sido un fraude, y si estos hombres fueron engañados o cayeron en una trampa, y todo se hizo por medio de la sofistería o con objeto de engañar al mundo, ciertamente uno o más de ellos habrían descubierto la verdad antes de morir y denunciado el fraude. Pero no; ninguno de ellos jamás lo hizo. Apostataron de José, mas no negaron la divinidad del Libro de Mormón; permanecieron fieles y leales a su testimonio al respecto. Es verdad, declararon que José Smith se había desviado, que la Iglesia se había descarriado, tal como lo han declarado todos los demás apóstatas. Jamás hemos visto a ningún apóstata, dondequiera que sea, admitir que estaba en error; al contrario, siempre afirman que ellos tienen la razón y la Iglesia está errada. Así fue con Oliverio Cowdery, hasta que se arrepintió y volvió a la Iglesia.
Así fue con David Whitmer hasta el día de su muerte. Creía que José se había desviado, primero, en decir que había recibido el Sacerdocio de Melquisedec así como el Aarónico. Admitía y creía que recibió el Sacerdocio Aarónico y que fue ordenado por mano de Juan al Bautista, pero negaba la ordenación efectuada por manos de Pedro, Santiago y Juan en cuanto al Sacerdocio de Melquisedec; y consiguientemente, se puso a trabajar y organizó una iglesia y presidencia según el orden del Sacerdocio Aarónico. Sin embargo, nunca negó hasta el día de su muerte, su testimonio como uno de los tres testigos, y con sus últimas palabras declaró que era verdadero su testimonio contenido en este libro.
Otro tanto hizo Oliverio Cowdery. Volvió a la Iglesia después de decir muchas cosas malas y andar errante por algún tiempo, y confesó sus imprudencias y sus malos actos, y dijo que si tan sólo se le permitiera volver como simple miembro de la Iglesia, sería todo lo que podría pedir o pediría. Se creía indigno de cosa alguna mejor o mayor, y se le permitió volver y ser bautizado.
Martin Harris también volvió y fue bautizado en la Iglesia y murió con su testimonio en sus labios, porque ninguno de ellos repudió jamás su testimonio.
Además, tampoco lo hizo ninguno de los ocho testigos; ni tampoco el Profeta José. De manera que aquí tenemos un libro cuyos testigos permanecen irrecusables y cuya integridad ningún poder bajo el reino de los cielos puede desmentir, porque dijeron la verdad y permanecieron en la verdad que dijeron hasta que murieron en la carne.
Ahora bien, uno de los antiguos discípulos o profetas que vivió sobre este continente, que fue inspirado de Dios y más tarde comunicó al mundo este mensaje que se grabó en planchas de oro, y se preservó, se transmitió y se reveló en esta dispensación del mundo, dice algo precioso sobre este tema. Esto no viene de Jerusalén; no es un mensaje que fue comunicado a los discípulos de Cristo en Jerusalén, sino un mensaje declarado por un profeta que vivió sobre este continente; y éstas son sus palabras:
«Y vendrá al mundo para redimir a su pueblo [así dice porque está hablando antes de la venida de Cristo] para redimir a su pueblo; y tomará sobre sí las transgresiones de aquellos que crean en su nombre; y éstos son los que tendrán vida eterna, y a nadie más viene la salvación.»
Permítaseme recalcar: Vendrá al mundo «y tomará sobre sí las transgresiones de aquellos que crean en su nombre»; y aquellos que crean harán las obras que Él mande. Ningún hombre que cree en la verdad se negará jamás a hacer lo que sea requerido. Y éstos son los que creen, los que tendrán vida eterna, y la salvación a nadie más viene.
«Por tanto, los malvados permanecen como si no se hubiese hecho ninguna redención, a menos que sea el rompimiento de las ligaduras de la muerte; pues he aquí, viene el día en que todos se levantarán de los muertos y comparecerán ante Dios, y serán juzgados según sus obras. Ahora, hay una muerte que se llama la muerte temporal; y la muerte de Cristo desatará las ligaduras de esta muerte temporal, de modo que todos se levantarán de esta muerte. El espíritu y el cuerpo serán reunidos otra vez en su perfecta forma; los miembros así como las coyunturas serán restaurados a su propia forma, tal como nos hallamos ahora; y seremos llevados ante Dios, conociendo tal como ahora conocemos, y tendremos un vivo conocimiento de toda nuestra culpa. Pues bien, esta restauración vendrá sobre todos, tanto viejos como jóvenes, esclavos así como libres, varones así como hembras, malvados así como justos; y no se perderá ni un solo pelo de sus cabezas, sino que todo será restablecido a su perfecta forma, o en el cuerpo, cual se encuentra ahora; y serán llevados y presentados ante el tribunal de Cristo el Hijo, y Dios el Padre, y el Espíritu Santo, que son un eterno Dios, para ser juzgados por sus obras, sean buenas o malas. He aquí, te he hablado concerniente a la muerte del cuerpo terrenal y también acerca de la resurrección del cuerpo terrenal. [No la resurrección del espíritu, sino la resurrección del cuerpo terrenal.] Te digo que este cuerpo terrenal se levanta como cuerpo inmortal, es decir, de la muerte, sí, de la primera muerte a vida, de modo que no pueden morir ya más; sus espíritus se unirán a sus cuerpos para no ser separados nunca más, por lo que esta unión se torna espiritual e inmortal para no volver a ver corrupción» (Alma 1140-45).
Esta es la doctrina de los Santos de los Últimos Días. Esta es la resurrección de Jesucristo, y así como Él es las primicias de la resurrección de los muertos, así como resucitó, en igual manera resucitará El a todos los hijos de su Padre sobre quienes cayó la maldición de Adán. Porque por cuanto la muerte temporal vino sobre todos por un hombre, también por la rectitud de Cristo todos saldrán a vida mediante la resurrección de los muertos sobre todos los hombres, sean buenos o malos, sean blancos o negros, esclavos o libres, doctos o indoctos, jóvenes o ancianos, poco importa. La muerte que vino como consecuencia de la caída de nuestros primeros padres es deshecha por la resurrección del Hijo de Dios, y ni vosotros ni yo podremos impedirlo. —Journal of Discourses, 26 de octubre de 1867.
LA OBRA POR LOS MUERTOS. La obra por nuestros muertos que el Profeta José nos impuso mediante un mandato más que ordinario, en el que se nos instruye que procuremos por aquellos de nuestros parientes y antepasados que han muerto sin el conocimiento del evangelio, no se debe desatender. Debemos aprovechar estas sagradas y potentes ordenanzas del evangelio que se han revelado como esenciales para la felicidad, salvación y redención de aquellos que vivieron en este mundo en una época en que no pudieron conocer el evangelio y murieron sin conocerlo, y ahora están esperando que nosotros, sus hijos, que vivimos en una época en que pueden efectuarse estas ordenanzas, hagamos la obra necesaria para que sean librados de sus prisiones. Mediante nuestros esfuerzos en bien de ellos, las cadenas de la servidumbre caerán de sus manos y se disiparán las tinieblas que los rodean, a fin de que brille sobre ellos la luz y en el mundo de los espíritus sepan acerca de la obra que sus hijos han hecho aquí por ellos, y se regocijarán con vosotros en vuestro cumplimiento de estos deberes. —C.R. de octubre, 1916, pág. 6.
LAS ORDENANZAS DEL TEMPLO SON INVARIABLES. Estamos desempeñando la obra del templo. Hemos construido cuatro templos en esta región, y construimos dos templos en las tierras del este antes de venir aquí. Durante la vida del profeta José Smith se construyó y se dedicó uno de los dos, y se echaron los cimientos del otro y los muros iban progresando bien cuando padeció el martirio. Se completó mediante los esfuerzos de los miembros en las circunstancias más difíciles, y en la pobreza, y se dedicó al Señor. Allí se administraron las ordenanzas de la Casa de Dios, tal como el propio profeta José Smith las había enseñado a las autoridades principales de la Iglesia. El mismo evangelio, las mismas ordenanzas, la misma autoridad y bendiciones que el profeta José Smith administró y enseñó a sus coadjutores, ahora las están disfrutando los Santos de los Últimos Días y se les están enseñando en los cuatro templos que se han construido en estos valles de las montañas. Cuando escuchéis a alguien decir que hemos alterado las ordenanzas, que hemos transgredido las leyes o quebrantado los convenios sempiternos que se concertaron bajo la administración personal del Profeta José Smith, decidles por parte mía, y por parte del presidente Snow, del presidente Cannon y de todos los que hoy viven y que recibieron bendiciones y ordenanzas bajo la mano del profeta José Smith, que están en error. El mismo evangelio prevalece hoy, y las mismas ordenanzas se administran hoy, tanto por los vivos como por los muertos, que el Profeta mismo administró y comunicó a la Iglesia. – C.R. de octubre, 1900, págs. 46, 47.
EL CUIDADO Y LA NECESIDAD DE TEMPLOS. Creemos que debe hacerse un esfuerzo por preservar los templos de Dios, estas casas que se han erigido con el propósito de administrar en ellas las ordenanzas del evangelio por los vivos y por los muertos. Deseamos que se preserven estos edificios y se reparen y se conserven en una condición sana, a fin de que el Espíritu del Señor more en ellos, y para que quienes allí administren puedan sentir la presencia e influencia de su Espíritu. También opinamos que cuando llegue el tiempo y nos veamos libres de las obligaciones que ahora pesan sobre nosotros, se deben preparar otros lugares a conveniencia de los Santos de los Últimos Días en las estacas más lejanas, a fin de que aquellos que viven a distancias considerables de ese centro puedan tener el privilegio de recibir las ordenanzas del evangelio sin incurrir en los fuertes gastos y pérdida de tiempo que hoy se requieren para viajar desde ochocientos hasta mil seiscientos kilómetros para poder llegar a las casas de Dios. Esperamos ver el día en que haremos construir templos en varias partes del país, donde se necesiten para la comodidad de los miembros; pues comprendemos que una de las responsabilidades mayores que hoy descansan sobre el pueblo de Dios es que su corazón se vuelva a sus padres y hagan la obra que sea menester por ellos, a fin de que puedan quedar propiamente unidos en los vínculos del nuevo y sempiterno convenio de generación en generación, porque el Señor ha dicho, mediante el Profeta, que ésta es una de las responsabilidades mayores que descansan sobre nosotros en estos postreros días. —C.R. de octubre, 1902, págs. 2, 3.
LA PREDICACIÓN DEL EVANGELIO EN EL MUNDO DE LOS ESPÍRITUS. Nunca jamás ha llegado al conocimiento de la raza humana, desde la fundación del mundo, un nombre que haya costado tanto, que haya realizado tanto, que se haya reverenciado y honrado tanto, como el nombre de Jesucristo, en otro tiempo tan aborrecido y perseguido, y por último, crucificado. El día vendrá, y no está muy distante, cuando el nombre del profeta José Smith se mencionará junto con el nombre de Jesucristo de Nazaret, el Hijo de Dios, como su representante y su agente, a quien El escogió, ordenó y apartó para poner de nuevo los fundamentos de la Iglesia de Jesucristo con todos los poderes del evangelio, todos los ritos y privilegios, la autoridad del santo sacerdocio y todo principio necesario para preparar y habilitar tanto a los vivos como a los muertos para heredar la vida eterna y lograr la exaltación en el reino de Dios. Llegará el día en que vosotros y yo no seremos los únicos que creamos esto, sino que habrá millones de vivos y muertos que proclamarán esta verdad. Este evangelio revelado al Profeta José ya se está predicando a los espíritus encarcelados, aquellos que han salido de este campo de acción al mundo de espíritus sin el conocimiento del evangelio. José Smith les está predicando este evangelio; También Hyrum Smith; también Brigham Young, así como todos los fieles apóstoles que vivieron en esta dispensación bajo la administración del Profeta José. Se encuentran allí, habiendo llevado consigo el santo sacerdocio que recibieron por autoridad y que les fue conferido en la carne; están predicando el evangelio a los espíritus encarcelados, porque mientras su cuerpo yacía en la tumba, Cristo fue a proclamar libertad a los cautivos y abrió las puertas de la prisión a los que se hallaban encarcelados. No sólo éstos están desempeñando tal obra, sino otros cientos y millares; los élderes que han muerto en el campo de la misión no han terminado su misión, antes la están continuando en el mundo de los espíritus. Posiblemente el Señor lo consideró necesario o propio llamarlo allá en esa forma. Yo no voy a dudar de ese punto en lo mínimo, ni impugnarlo. Lo dejo en las manos de Dios, porque creo que todas estas cosas redundarán en algo bueno, porque el Señor no permitirá que sobrevenga cosa alguna a su pueblo en el mundo, sin que El finalmente no lo torne para su beneficio mayor. — Conferencia de la A.M.M., 5 de junio de 1910; Young Woman’s Journal, tomo 21, págs. 456, 460.
LA VISIÓN DE LA REDENCIÓN DE LOS MUERTOS. El día tres de octubre del año mil novecientos dieciocho, me hallaba en mi habitación meditando sobre las Escrituras y reflexionando en el gran sacrificio expiatorio que el Hijo de Dios realizó para redimir al mundo, y el grande y maravilloso amor manifestado por el Padre y el Hijo en la venida del Redentor al mundo, a fin de que la humanidad pudiera ser salva mediante la expiación de Cristo y la obediencia a los principios del evangelio.
Mientras me ocupaba en esto, mis pensamientos se tornaron a los escritos del apóstol Pedro a los santos de la Iglesia primitiva esparcidos por el Ponto, Galacia, Capadocia y otras partes de Asia, donde se había predicado el evangelio después de la crucifixión del Señor. Abrí la Biblia y leí el tercero y cuarto capítulos de la primera epístola de Pedro, y al leer me sentí sumamente impresionado, más que en cualquiera otra ocasión, por los siguientes pasajes:
«Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios, siendo a la verdad muerto en la carne, pero vivificado en espíritu;
«en el cual también fue y predicó a los espíritus encarcelados,»
«los que en otro tiempo desobedecieron, cuando una vez esperaba la paciencia de Dios en los días de Noé, mientras se preparaba el arca, en la cual pocas personas, es decir, ocho, fueron salvadas por agua» (1 Pedro 3:18-20).
«Porque por esto también ha sido predicado el evangelio a los muertos, para que sean juzgados en carne según los hombres, pero vivan en espíritu según Dios» (1 Pedro 4:6).
Mientras meditaba estas cosas que están escritas, fueron abiertos los ojos de mi entendimiento y el Espíritu del Señor descansó sobre mí, y vi las huestes de los muertos, pequeños así como grandes. Y se hallaba reunida en un lugar una compañía innumerable de los espíritus de los justos que habían sido fieles en el testimonio de Jesús mientras vivieron en la carne, y que habían ofrecido un sacrificio a semejanza del gran sacrificio del Hijo de Dios y habían padecido tribulaciones en el nombre de su Redentor. Todos estos habían partido de la vida terrenal, firmes en la esperanza de una gloriosa resurrección mediante la gracia de Dios el Padre y de su Hijo Unigénito, Jesucristo.
Vi que estaban llenos de gozo y de alegría, y juntos se regocijaban porque estaba próximo el día de su liberación. Se hallaban reunidos esperando el advenimiento del Hijo de Dios al mundo de los espíritus para declarar su redención de las ligaduras de la muerte. Su polvo inerte iba a ser restaurado a su forma perfecta, cada hueso a su hueso, y los tendones y la carne sobre ellos, el espíritu y el cuerpo iban a ser unidos para nunca más ser separados, a fin de que pudieran recibir una plenitud de gozo.
Mientras esta innumerable multitud esperaba y conversaba, regocijándose en la hora de su liberación de las cadenas de la muerte, apareció el Hijo de Dios y declaró libertad a los cautivos que habían sido fieles; y allí les predicó el evangelio eterno, la doctrina de la resurrección y la redención del género humano de la caída y de los pecados individuales, con la condición de que se arrepintieran. Más a los inicuos no fue, ni se oyó su voz entre los impíos y los impenitentes que se habían profanado mientras estuvieron en la carne; ni tampoco vieron su presencia ni contemplaron su faz los rebeldes que rechazaron los testimonios y amonestaciones de los antiguos profetas. Prevalecían las tinieblas donde estos se hallaban; pero entre los justos había paz, y los santos se regocijaron en su redención y doblaron la rodilla y reconocieron al Hijo de Dios como su Redentor y Libertador de la muerte y de las cadenas del infierno. Sus semblantes brillaban, y el resplandor de la presencia del Señor descansó sobre ellos, y cantaron alabanzas a su santo nombre.
Me maravillé, porque yo entendía que el Salvador había pasado unos tres años de su ministerio entre los judíos y los de la casa de Israel, tratando de enseñarles el evangelio eterno y llamarlos al arrepentimiento; y sin embargo, no obstante sus poderosas obras y milagros y proclamación de la verdad con gran poder y autoridad, fueron pocos los que escucharon su voz, y se regocijaron en su presencia, y recibieron la salvación de sus manos. Pero su ministerio entre los que habían muerto se limitó al breve tiempo que transcurrió entre la crucifixión y su resurrección; y me causaron admiración las palabras de Pedro en donde decía que el Hijo de Dios predicó a los espíritus encarcelados que en otro tiempo fueron desobedientes, cuando una vez esperaba la paciencia de Dios en los días de Noé, y cómo le fue posible predicar a esos espíritus y efectuar la obra necesaria entre ellos en tan corto tiempo.
Y en mi admiración, mis ojos fueron abiertos y se vivificó mi entendimiento, y percibí que el Señor no fue en persona entre los inicuos ni los desobedientes que habían rechazado la verdad, para instruirlos; más he aquí, organizó sus fuerzas y nombró mensajeros de entre los justos, investidos con poder y autoridad, y los comisionó para que fueran y llevaran la luz del evangelio a los que se hallaban en tinieblas, es decir, a todos los espíritus de los hombres. Y así se predicó el evangelio a los muertos; y los mensajeros escogidos salieron a declarar el día aceptable del Señor y a proclamar la libertad a los cautivos que se hallaban encarcelados, sí, a todos los que estaban dispuestos a arrepentirse de sus pecados y recibir el evangelio. Así se predicó el evangelio a los que habían muerto en sus pecados, sin el conocimiento de la verdad, o en transgresión por haber rechazado a los profetas. A estos se enseñó la fe en Dios, el arrepentimiento del pecado, el bautismo vicario para la remisión de los pecados, el don del Espíritu Santo por la imposición de las manos y todos los demás principios del evangelio que les era menester conocer a fin de habilitarse, para que fuesen juzgados en carne según los hombres, pero vivieran en espíritu según Dios.
De modo que se dio a conocer entre los muertos, pequeños así como grandes, tanto a los injustos como a los fieles, que se había efectuado la redención por medio del sacrificio del Hijo de Dios sobre la cruz. Así fue como se hizo saber que nuestro Redentor pasó su tiempo, durante su permanencia en el mundo de los espíritus, instruyendo y preparando a los fieles espíritus de los profetas que habían testificado de El en la carne, para que pudieran llevar el mensaje de redención a todos los muertos, a quienes Él no podía ir personalmente por motivo de su rebelión y transgresión, para que éstos también pudieran escuchar sus palabras por medio del ministerio de sus siervos.
Entre los grandes y poderosos que se hallaban reunidos en esta congregación de los justos estaban nuestro padre Adán, el Anciano de Días y padre de todos, y nuestra gloriosa madre Eva, con muchas de sus fieles hijas que habían vivido en el curso de las edades y adorado al Dios verdadero y viviente. Abel, el primer mártir estaba allí, y su hermano Set, uno de los poderosos, cuya semejanza era la imagen misma de su padre Adán. Noé que había amonestado en cuanto al diluvio; Sem, el gran sumo sacerdote; Abraham, el padre de los fieles; Isaac, Jacob y Moisés, el gran legislador de Israel; Isaías el cual declaró por profecía que el Redentor fue ungido para sanar a los quebrantados de corazón, para publicar libertad a los cautivos y la apertura de la cárcel a los presos, también estaban allí.
Además, Ezequiel, a quien se mostró en una visión el gran valle de huesos secos que iban a ser revestidos de carne para salir otra vez como almas vivientes en la resurrección de los muertos; Daniel, que previo y predijo el establecimiento del reino de Dios en los postreros días, para nunca jamás ser derribado o dado a otro pueblo; Elías, que estuvo con Moisés en el monte de la transfiguración; Malaquías, el profeta que testificó acerca de la venida de Elías el profeta —de quien Moroni también habló a José Smith, declarando que habría de venir antes de que llegara el grande y terrible día del Señor— también estaban allí. El profeta Elías había de plantar en el corazón de los hijos las promesas hechas a sus padres, presagiando la gran obra que se efectuaría en los templos del Señor en la dispensación del Cumplimiento de los Tiempos para la redención de los muertos, y para sellar los hijos a sus padres, no sea que toda la tierra sea herida con una maldición y quede enteramente desolada en su venida.
Todos éstos y muchos más, aun los profetas que vivieron entre los nefitas y testificaron acerca de la venida del Hijo de Dios, se hallaban entre la innumerable asamblea esperando su liberación, porque los muertos habían considerado como un cautiverio la larga separación de sus espíritus y cuerpos. El Señor instruyó a éstos y les dio poder para salir, después que El resucitara de los muertos, y entrar en el reino de su Padre para ser coronados con inmortalidad y vida eterna, y en adelante continuar sus labores como el Señor lo había prometido, y de ser partícipes de todas las bendiciones que estaban reservadas para aquellos que lo aman.
El profeta José Smith y mi padre, Hyrum Smith, y Brigham Young, John Taylor, Wilford Woodruff y otros espíritus selectos que fueron reservados para nacer en el cumplimiento de los tiempos a fin de participar en la colocación de los cimientos de la gran obra de los últimos días, incluso la construcción de templos y la efectuación en ellos le las ordenanzas para la redención de los muertos, también estaban en el mundo de los espíritus. Observé que también ellos se hallaban entre los nobles y grandes que fueron escogidos en el principio para ser gobernantes en la Iglesia de Dios. Aun antes de nacer, ellos, con muchos otros, recibieron sus primeras lecciones en el mundo de los espíritus y fueron preparados para venir en el tiempo oportuno del Señor para obrar en su viña en bien de la salvación de las almas de los hombres.
Vi que los fieles élderes de esta dispensación, cuando salen de la vida terrenal, continúan sus obras en la predicación del evangelio de arrepentimiento y redención, mediante el sacrificio del Unigénito Hijo de Dios, entre aquellos que están en tinieblas y bajo la servidumbre del pecado en el gran mundo de los espíritus de los muertos. Los muertos que se arrepientan serán redimidos, mediante su obediencia a las ordenanzas de la Casa de Dios, y después que hayan pagado el castigo ce sus transgresiones y sean purificados, recibirán una recompensa según sus obras, porque son herederos de salvación.
Tal fue la visión de la redención de los muertos que me fue revelada, y doy testimonio, y sé que este testimonio es verdadero mediante la bendición de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo. Así sea. Amén. — Joseph F. Smith.
El 31 de octubre de 1918 esta Visión de la Redención de los Muertos se remitió a los consejeros de la Primera Presidencia, al Consejo de los Doce y al Patriarca, por quienes fue unánimemente aceptada. —Improvement Era, tomo 22, págs. 166-170 (diciembre de 1918).
MODERACIÓN EN LOS SEPELIOS. Una buena amiga, a quien frecuentemente se recure para que se encargue de las formalidades relacionadas con los muertos, nos llama la atención en una carta, a la extravagancia manifestada en la inhumación de nuestros amigos y parientes fallecidos. Ella cree que el Señor no se complace con la profusión de flores, las costosas ropas y aun los ornamentos de oro tales como anillos y otras joyas que se usan para adornar a los muertos.
Ciertamente recomendamos moderación y prudencia en el usó de flores, el alquiler de coches y la compra de ataúdes. En las antiguas escrituras tenemos numerosos ejemplos de sencillez en los sepelios. Aun cuando no se nos requiere seguir estos ejemplos literalmente, deben servirnos de lección para evitar la ostentación y llevar a efecto estos asuntos con sólo las manifestaciones y preparaciones que muestren el debido respeto por el fallecido y consideración apropiada por los vivos.
Con relación a la ropa, la mortaja que usan los Santos de os Últimos Días es más que suficiente para nuestra época. Otras prendas adicionales son innecesarias, cosa que claramente puede indicar el buen sentido común, dado que el enterrar joyas con los muertos no puede lograr ningún propósito útil. Da la apariencia de vanidad, y podría ser una tentación para los saqueadores de sepulcros, un pensamiento naturalmente horrible. En igual manera se ha de proceder en cuanto a los coches y féretros; debe procurarse sólo lo que sea necesario y modesto. —Improvement Era, tomo 12, pág. 145 (diciembre de 1908).
¿A QUIÉNES NO BENEFICIARÁ EL EVANGELIO? Y el que cree, y es bautizado, y recibe la luz y testimonio de Jesucristo, y anda bien por una temporada, recibiendo la plenitud de las bendiciones del evangelio en este mundo, y más tarde, violando sus convenios, se vuelve por completo al pecado, se encontrará entre aquellos a quienes el evangelio jamás puede llegar en el mundo de espíritus; y todos estos quedan fuera del alcance de su poder salvador; gustarán la segunda muerte y serán desterrados de la presencia de Dios eternamente. —C.R. de octubre, Deseret Weekly News, tomo 24, pág. 708 (187’5).
EL HOMBRE NO PUEDE SALVARSE EN LA INIQUIDAD. Hay entre nosotros algunos que sienten tanto afán y tienen tanto afecto por algunos de sus parientes que han sido culpables de todo género de abominaciones e iniquidad en el mundo, que en el momento en que mueren dichos parientes, se presentan y piden permiso para entrar en la Casa de Dios a fin de efectuar las ordenanzas del evangelio para su redención. No los culpo por su cariño para con sus muertos, ni los culpo por el deseo de su corazón de hacer algo en bien de su salvación; pero no admiro su criterio, ni puedo concordar con el concepto que ellos tienen de lo recto y lo justo. No se puede tomar a un asesino, un suicida, un adúltero, un mentiroso o uno que fue o es completamente abominable en su vida, y con sencillamente efectuar una ordenanza del evangelio, purificarlo del pecado e introducirlo en la presencia de Dios. Él no ha instituido ningún pían de este género, y no se puede hacer. —Life of Joseph F. Smith, recopilación de Joseph Fielding Smith, pág. 399.
EL PRINCIPIO DEL BAUTISMO POR LOS MUERTOS. Aquí es donde caben los principios del bautismo por los muertos y de la obra vicaria y heredades, según se revelaron por medio del profeta José Smith, a fin de que ellos pueda recibir una salvación y una exaltación; no diré una plenitud de bendición y gloria, sino una recompensa de acuerdo con sus méritos y la justicia y la misericordia de Dios, tal como será con vosotros y conmigo. Pero existe esta diferencia entre nosotros y los antediluvianos; ellos rechazaron el evangelio y, por consiguiente, no recibieron la verdad ni el testimonio de Jesucristo, por lo que no pecaron en contra de la plenitud de la luz, mientras que nosotros hemos recibido la plenitud del evangelio y se nos concede el testimonio de Jesucristo y un conocimiento del Dios viviente y verdadero, cuya voluntad también tenemos el privilegio de conocer, a fin de que la cumplamos. Ahora, si nosotros pecamos, pecamos en contra de la luz y conocimiento, y tal vez podamos llegar a ser culpables de la sangre de Jesucristo, y para este pecado no hay perdón, ni en este mundo ni en el venidero. CR.de octubre, Deseret Weekly News, tomo 24, pág. 708 (1875).
























