Doctrina del Evangelio

Capítulo 7

Los Primeros Principios Del Evangelio


CÓMO PUEDE PURIFICARSE EL PECADOR. No se puede tomar a un asesino, un suicida, un adúltero, un mentiroso o uno que fue o es totalmente abominable en esta vida, y con sencillamente efectuar una ordenanza del evangelio, limpiarlo de todo pecado y conducirlo a la presencia de Dios. Él no ha instituido un plan de esta naturaleza, y no se puede hacer. Él ha dicho que hemos de arrepentimos de nuestros pecados. Los inicuos tendrán que arrepentirse de su maldad. Los que mueren sin el conocimiento del evangelio tendrán que llegar a conocerlo, y los que pecan contra la luz tendrán que pagar hasta el último cuadrante por su transgresión y por haber abandonado el evangelio, antes de poder volver a él. No lo olvidéis. Élderes de Israel, no olvidéis esto, ni tampoco vosotras, madres en Israel; y al procurar salvar, bien sea a los vivos o a los muertos, tened presente que no podéis hacerlo sino de acuerdo con el principio de su arrepentimiento y aceptación del plan de vida. Es la única manera en que podéis lograrlo. —C. R. de octubre, 1907, págs. 6, 7.

LA FALSEDAD DEL ARREPENTIMIENTO EN EL LECHO DE MUERTE. No creo en las ideas que a veces oímos proponerse en el mundo acerca de que poco importa lo que los hombres hagan en esta vida si tan sólo confiesan a Cristo al fin de su jornada en la vida; que con eso es suficiente, y que al hacerlo recibirán su pasaporte al cielo. Yo denuncio esta doctrina. No es según las Escrituras, es irrazonable, es inexacta, y en nada aprovechará a hombre alguno, no importa quién sostenga tal idea; probará ser un fracaso completo a los hombres. Como seres razonables, como hombres y mujeres de inteligencia, no podemos sino admirar y honrar la doctrina de Jesucristo, que es la doctrina de Dios, y la cual requiere que haya rectitud en la vida de todo hombre y mujer, pureza en sus pensamientos, justicia en su andar y comportamientos diarios, devoción al Señor, amor por la verdad, amor por sus semejantes y sobre todas las cosas del mundo, el amor a Dios. Estos son los preceptos que inculcó el Hijo de Dios cuando anduvo entre sus hermanos en el meridiano de los tiempos. Enseñó estos preceptos, los ejemplificó en su vida y continuamente prescribió que se hiciera la voluntad de quien lo envió. —C. R. de octubre, 1907, pág. 3.

EL CAMBIO QUE VIENE CON EL ARREPENTIMIENTO Y EL BAUTISMO. Ese cambio viene hoy a todo hijo e hija de Dios que se arrepiente de sus pecados, se humilla delante del Señor y busca el perdón y la remisión del pecado mediante el bautismo por inmersión, por uno que tenga la autoridad para administrar esta sagrada ordenanza del evangelio de Jesucristo. Porque es el renacimiento que Cristo declaró a Nicodemo ser absolutamente esencial para que los hombres puedan ver el reino de Dios, y sin el cual nadie puede entrar en dicho reino. Cada uno de nosotros tal vez puede recordar el cambio que hubo en nuestro corazón cuando fuimos bautizados para la remisión de nuestros pecados. Tal vez no es propio que uno hable de sí mismo o de sus propias experiencias, porque puede haber, entre los que escuchan mi voz, quienes se opongan a que un hombre hable de sí mismo, y especialmente cuando dice algo bueno de su persona; sin embargo, no hablo de mí mismo, sino de la influencia y el poder del Espíritu Santo que sentí cuando fui bautizado para la remisión de mis pecados. La sensación que vino sobre mí fue una de paz pura, de amor y de luz. Sentí en mi alma que si yo había pecado —y ciertamente no me encontraba sin pecados— se me había perdonado, y que efectivamente fui limpiado del pecado; mi corazón quedó impresionado y sentí que no dañaría ni al insecto más pequeño debajo de mis pies. Sentí que quería hacer el bien dondequiera, a quien quiera y a toda cosa. Sentí una renovación de vida, una renovación del deseo de hacer lo que era bueno. No quedó en mi alma ni una partícula del deseo hacia lo malo. Es cierto que era muy pequeño cuando me bauticé, pero tal fue la influencia que vino sobre mí, y yo sé que vino de Dios, y fue y siempre ha sido para mí un testimonio viviente de mi aceptación por parte del Señor.

¡Oh, si pudiera haber guardado ese mismo espíritu y ese mismo deseo sincero en mi corazón todo momento de mi vida desde ese día hasta éste! Sin embargo, muchos de nosotros que hemos recibido ese testimonio, ese renacimiento y cambio de corazón, aun cuando hayamos errado en nuestro juicio o cometido muchos equívocos, y tal vez a menudo no hayamos logrado la norma verdadera en nuestra vida, nos hemos arrepentido de lo malo y periódicamente hemos buscado el arrepentimiento de manos del Señor; de modo que hasta el día de hoy el mismo deseo y propósito que penetró nuestras almas cuando fuimos bautizados y recibimos la remisión de nuestros pecados, aún posee nuestro corazón y es todavía el sentimiento y pasión predominantes de nuestra alma. Aunque a veces seamos movidos a ira, y nuestro enojo nos impulse a decir y hacer cosas que no son agradables a la vista de Dios, sin embargo, en cuanto recobramos la calma y nos recuperamos de nuestra recaída en el poder de las tinieblas, inmediatamente nos sentimos humildes, arrepentidos y pedimos perdón del mal que nos hemos causado a nosotros mismos y tal vez a otros. Se sobrepone el gran, sincero y predominante deseo que nace de la verdad y del testimonio del Espíritu Santo en el corazón de aquellos que obedecen la verdad y nuevamente toma posesión de nuestras almas para guiarnos adelante por el camino del deber. Este es mi testimonio y sé que es verdadero. —C. R. de abril, 1898, págs. 65, 66.

LA NECESIDAD DEL BAUTISMO. «La luz ha venido al mundo, y quien no quiera verla será condenado.» La verdad está aquí, ¿y se quejarán en lo futuro los hombres que hoy viven, de no tener la verdad en su corazón? Ciertamente que no. Está aquí para todos los que quieran buscarla, y será para su destrucción si no la obtiene.

El Salvador dijo a Nicodemo: «El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios», y esto es verdad hoy. El hombre tiene que nacer de la ignorancia a la verdad, hoy mismo, antes que pueda esperar ver diferencia alguna entre un Santo de los Últimos Días y otro que no es de la fe. Si no nace de esta manera, es más ciego que aquel que Cristo sanó, porque teniendo ojos, no ve, teniendo oídos, no oye.

¿Hay diferencia alguna entre el hombre bautizado y el que no lo ha sido? Os digo que existe toda la diferencia del mundo, pero sólo por el Espíritu se discierne. Es una diferencia enorme, demasiado grande para que la pueda comprender uno que no posee el Espíritu. Tomemos a dos hombres; podrán ser iguales en lo que a bondad concierne, podrán ser igualmente morales, caritativos, honrados y justos, pero uno se ha bautizado y el otro no. Hay una diferencia muy grande entre ellos, porque uno es hijo de Dios, redimido por haber cumplido sus leyes, mientras que el otro permanece en las tinieblas.

Las Escrituras dicen que un rico difícilmente podrá entrar en el reino de los cielos, pero esto no significa que las riquezas condenarán a un hombre; de ninguna manera. A Dios le complace que podamos adquirir riquezas, porque finalmente tiene por objeto darnos toda la tierra como herencia eterna; pero es el amor a las riquezas lo que mata. Hay un gran abismo que separa a los que entran en la Casa del Señor para tomar esposas, de los que no se casan de esta manera, un abismo muy grande, pero para el ojo que no es espiritual no se manifiesta diferencia alguna.

Doy gracias a Dios por el «mormonismo», así llamado; es el poder de Dios para salvación. Es el deber de todo Santo de los Últimos Días saber de su verdad y ejemplificarla. Su destino es vencer el error y reemplazarlo con justicia y paz. —De un sermón, pronunciado en Logan el 2 de febrero de 1909.

CUÁNDO SE HAN DE BAUTIZAR LOS NIÑOS. Confesamos haber quedado sumamente sorprendidos, cuando asistimos a una de nuestras convenciones más recientes de la Escuela Dominical, al enterarnos de que en algunos barrios de la Iglesia solamente una o dos veces al año se proporciona a los niños de los miembros la oportunidad de ser bautizados. Sostenemos la opinión de que en toda estaca de Sión debe haber oportunidades para efectuar bautismos cada día de cada mes, y cada mes de cada año, porque creemos que es una práctica admirable cuando los padres, de conformidad con las revelaciones de Dios, habiendo enseñado a sus hijos los primeros principios del evangelio —fe, arrepentimiento y bautismo— los llevan a bautizar el día de su cumpleaños, al llegar a los ocho años de edad. Esta práctica tiene muchas ventajas. En primer lugar, cuando un niño se bautiza en su cumpleaños, no se le dificulta recordar el día en que se efectuó esa ordenanza sagrada en su caso. Además, evita la tendencia manifestada por algunos de demorar y postergar deberes que sería mejor llevar a efecto en su tiempo y ocasión apropiados. Una vez que el niño ha pasado los ocho años, no parece haber necesidad particular de efectuar inmediatamente la ordenanza, y los padres tienden a aplazarlo día tras día y semana tras semana, hasta que pasan los meses y no se hace nada en cuanto al asunto. Si acontece que el Señor se lleva al niño mientras tanto, entonces el rito tiene que efectuarse en su favor después de su partida de entre nosotros. Cuánto mejor es que el niño tenga la oportunidad de hacer esta sumamente importante obra por sí mismo. —Juvenile Instructor, tomo 40, pág. 337 (1 de junio, 1905).

LOS PECADOS SON LAVADOS POR MEDIO DE LA EXPIACIÓN. Cuando cometemos pecado, es necesario que nos arrepintamos de él y hagamos una restitución hasta donde nuestras fuerzas nos lo permitan. Cuando no podamos hacer una restitución por lo malo que hayamos cometido, entonces debemos solicitar la gracia y misericordia de Dios para que nos limpie de esa iniquidad.

Los hombres no pueden perdonarse sus propios pecados; no pueden purificarse a sí mismos de las consecuencias de sus pecados. Pueden dejar de pecar y pueden obrar rectamente en lo futuro, y hasta ese punto sus hechos son aceptables ante el Señor y dignos de consideración. Mas, ¿quién reparará los agravios que hayan ocasionado a sí mismos y a otros, y los cuales parece imposible que ellos mismos reparen? Mediante la expiación de Jesucristo serán lavados los pecados de aquel que se arrepienta, y aunque fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana. Esta es la promesa que se os ha ofrecido. Los que no hemos pagado nuestros diezmos en lo pasado y, por tanto, hemos contraído con el Señor obligaciones que no estamos en posición de cumplir, Él no lo requerirá más de nuestras manos, sino que nos perdonará por lo pasado, si observamos esta ley honradamente en lo futuro. Es un acto generoso y bondadoso, y por el cual estoy agradecido. —C. R. de octubre, 1899, pág. 42.

CONDICIONES PARA EL BAUTISMO. Ninguna persona se puede bautizar debidamente a menos que tenga fe en el Señor Jesucristo y se haya arrepentido de sus pecados con un arrepentimiento del cual no hay que arrepentirse. Pero la fe viene por oír la palabra de Dios, y esto da a entender que se debe instruir al solicitante. La instrucción y preparación eficaces deben preceder la ordenanza, a fin de que el solicitante tenga la debida estimación y concepto de sus propósitos. En la misión de nuestro Salvador, el llamado al bautismo siempre iba precedido de instrucciones en cuanto a las doctrinas que El enseñaba. —Improvement Era, tomo 14, pág. 266.

LOS PRIMEROS PRINCIPIOS DEL EVANGELIO. Como Santos de los Últimos Días tenemos todo motivo para regocijarnos en el evangelio y en el testimonio que hemos recibido concerniente a su verdad. Repito, tenemos razón para regocijarnos y alegrarnos en extremo, porque poseemos el testimonio de Jesús, el espíritu de la profecía, acerca del cual la gente del mundo nada sabe, ni puede saber, sin obedecer el evangelio.

Jesús entendió perfectamente este asunto y lo explicó plenamente cuando dijo: «El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios.» A primera vista parecería que algo tan claro, tan razonable y tangible pudiera aclararse fácilmente al entendimiento de todos los hombres. De ahí el sentimiento que ha conducido a muchos de los Santos de los Últimos Días a creer, después que el Espíritu de Dios ha iluminado sus mentes —viendo las cosas tan claras y sencillas— que no sería sino cuestión de relatar a sus amigos y parientes lo que habían aprendido, y éstos gustosamente lo recibirían. Pero qué desilusión, después de haberles presentado las verdades del cielo con sencillez y claridad, oírlos decir: «¡No podemos verlo!»; o «¡No lo creemos!»; o quizá verlos oponerse rencorosamente, cosa que ha sido en gran manera la práctica más común del mundo. No pueden entenderlo. ¿Por qué? Porque como ha dicho Jesús, ningún hombre puede ver el reino si no nace de nuevo. Podréis predicar el evangelio a la gente, pero a menos que se humillen como niños ante el Señor, reconociendo que dependen de El para recibir luz y prudencia, no pueden verlo o sentirlo, aunque se lo prediquéis con cuanta claridad sea posible comunicar la verdad de una persona a otra. Y si alguien creyere vuestro testimonio, sólo sería una creencia; no verían como vosotros veis, ni entenderían como vosotros entendéis, sino hasta que rindieran obediencia a los requisitos del evangelio y recibieran el Espíritu Santo mediante la remisión de sus pecados. Entonces también ellos verán como vosotros veis, porque tendrán el mismo Espíritu; entonces amarán la verdad igual que vosotros, y se preguntarán por qué no pudieron comprenderla antes o por qué puede haber persona alguna de inteligencia común que no puede entender la verdad tan clara y eficaz.

De modo que, en primer lugar, es necesario tener fe en Dios, dado que la fe es el primer principio de la religión revelada y el fundamento de toda justicia.

Fe en Dios es creer que existe y que «es el único Gobernador supremo y Ser independiente, en quien toda plenitud y perfección, y toda buena dádiva y principio moran independientemente», y en quien la fe de todos los demás seres racionales debe concentrarse para lograr vida y salvación; y además, que es el gran Creador de todas las cosas; que es omnipotente, omnisciente y por medio de sus obras y el poder de su Espíritu, es omnipresente.

No sólo es necesario tener fe en Dios, sino también en Jesucristo, su Hijo, el Salvador del género humano y Mediador del nuevo convenio; y en el Espíritu Santo, el cual da testimonio del Padre y del Hijo «en todas las edades y para siempre».

Teniendo esta fe, se hace necesario el arrepentimiento. ¿Arrepentirse de qué? De todo pecado de que seamos culpables. ¿Cómo nos arrepentiremos de estos pecados? ¿Consiste el arrepentimiento en sentir congoja por haber hecho lo malo? Sí; ¿pero es todo? En ningún sentido. Sólo el arrepentimiento verdadero es aceptable ante Dios; nada sino esto cumplirá el propósito. Entonces, ¿qué es arrepentimiento verdadero? Arrepentimiento verdadero no sólo es sentir pesar por los pecados, y humilde penitencia y contrición delante de Dios, sino comprende la necesidad de apartarse del pecado, la discontinuación de toda práctica y hechos inicuos, una reformación completa de vida, un cambio vital de lo malo a lo bueno, del vicio a la virtud, de las tinieblas a la luz. No sólo esto, sino hacer restitución hasta donde sea posible, por todas las cosas malas que hayamos hecho, y pagar nuestras deudas y restaurar a Dios y a los hombres sus derechos, aquello que nosotros les debemos. Este es el arrepentimiento verdadero, y se requiere el ejercicio de la voluntad y toda la fuerza del cuerpo y mente para completar esta obra gloriosa del arrepentimiento; entonces Dios lo aceptará.

Habiéndose arrepentido de esta manera, el siguiente requisito es el bautismo, que también es un principio esencial del evangelio, porque sin él ningún hombre puede entrar en el convenio del evangelio. Es la puerta de la Iglesia de Cristo, y no podemos entrar allí de ninguna otra manera, porque Cristo lo ha dicho. «Aspersión» o «infusión» no es bautismo; bautismo significa inmersión en el agua, y debe administrarlo, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, uno que tenga la autoridad. El bautismo sin autoridad divina no es válido. Es un símbolo de la sepultura y resurrección de Jesucristo, y debe efectuarse a semejanza de ello, en la manera prescrita, por uno que ha sido comisionado de Dios. De lo contrario no es legal, y Él no lo aceptará ni traerá la remisión de pecados, el objeto para el cual se ha dispuesto; pero quienes tienen fe, se arrepienten verdaderamente y son «sepultados con él en el bautismo» por uno que tenga la autoridad divina, reciben la remisión de sus pecados y tienen derecho al don del Espíritu Santo mediante la imposición de manos.

Únicamente aquellos que han sido comisionados por Jesucristo tienen la autoridad o el poder para conferir este don. El oficio del Espíritu Santo es dar testimonio de Cristo o testificar de Él, y confirmar al creyente en la verdad, haciéndole recordar las cosas que han pasado y mostrando o revelando a su mente cosas presentes y venideras. «Más el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho.» «Él os guiará a toda la verdad.» De modo que sin la ayuda del Espíritu Santo ningún hombre puede conocer la voluntad de Dios, o saber que Jesús es el Cristo, el Redentor del mundo, o que el camino que sigue, la obra que lleva a cabo o su fe son aceptables a Dios, y a causa de ello le lograrán el don de la vida eterna, el mayor de todos los dones. (Juan 14:26; 16:13).

«Pero —dirá uno que se opone— ¿no tenemos la Biblia, y no pueden las Santas Escrituras hacernos sabios para salvación?» Sí, con la condición de que las obedezcamos. «Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra.» La «buena obra» es el gran desiderátum. La Biblia misma no es sino la letra muerta; es el Espíritu el que da vida. La manera de obtener el Espíritu es lo que se indica tan claramente en las Escrituras; no hay otro modo. Por tanto, la obediencia a estos principios es absolutamente necesaria, a fin de lograr la salvación y exaltación manifestadas por medio del evangelio.

En cuanto a la cuestión de autoridad, casi todo depende de ella. No puede efectuarse ninguna ordenanza con la aceptación de Dios sin autoridad divina. No importa cuán fervientemente los hombres puedan creer u orar, a menos que estén investidos con la autoridad divina, no pueden hacer más que obrar en su propio nombre, pero no legal o aceptablemente en el nombre de Jesucristo, en cuyo nombre deben hacerse todas estas cosas. Algunos suponen que esta autoridad puede derivarse de la Biblia, pero nada podría ser más absurdo. La Biblia no es más que un libro que contiene los escritos de hombres inspirados, «útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia», y en tal calidad la consideramos sagrada; pero el Espíritu, poder y autoridad por el cual ha sido escrita no puede encontrarse dentro de sus páginas, ni derivarse de ella. «Porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo.» Si con leer y creer la Biblia se pudiera obtener esta autoridad, todos los que leyeran y creyeran la Biblia la tendría, unos y otros igualmente. Yo he leído la Biblia, y tengo tan amplia razón para creerla como cualquier otro, y efectivamente la creo con todo mi corazón; pero esto no me da la autoridad para instruir a los hombres en el nombre del Señor, ni para oficiar en las ordenanzas sagradas del evangelio. Si las Escrituras fuesen la única fuente de conocimiento, careceríamos de conocimiento para nosotros mismos y tendríamos que fundar nuestra esperanza de salvación en una creencia sencilla en los testimonios y palabras de otros. Esto no es suficiente para mí; debo saber por mí mismo, y si voy a funcionar como maestro de estas cosas, debo estar investido con la misma luz, conocimiento y autoridad que aquellos que antiguamente obraron en un llamamiento semejante. De otra manera, ¿cómo podría declarar la verdad y dar testimonio como ellos lo hicieron? ¿Qué derecho tendría yo de decir «así dice el Señor», y llamar a los hombres a que se arrepintieran y se bautizaran en el nombre del Señor, o que «a este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros [los apóstoles] somos testigos»; y por lo que, sepa todo hombre «ciertísimamente que a este Jesús [que fue crucificado] Dios le ha hecho Señor y Cristo»? Ningún hombre, sin el Espíritu Santo, del cual disfrutaron los antiguos apóstoles, pude saber estas cosas, y por tanto, no puede declararlas con autoridad, ni enseñar ni preparar al género humano para la salvación de Dios. Dios Todopoderoso es la única fuente de la cual se puede obtener este conocimiento, poder y autoridad, y esto mediante las operaciones del Espíritu Santo. Las Escrituras pueden servirnos de guía para conducimos a Dios y, consiguientemente, a la posesión de todas las cosas necesarias para la vida y la salvación, pero no pueden hacer más. Habiendo recibido el beneficio de este ejemplo y efectuado las obras indicadas tanto por Cristo como por sus apóstoles, antiguos y modernos, me siento feliz por el privilegio de declarar a los habitantes de la tierra que yo he recibido este testimonio para mí mismo. Sé que estas cosas son verdaderas. Jesús mi Redentor vive, y Dios lo ha hecho Señor y Cristo. Es el deber del hombre conocer y adorar al Dios verdadero en el nombre de Jesús, y en espíritu y en verdad. El Espíritu Santo tiene como deber y oficio ayudar al hombre y capacitarlo para este servicio. Por motivo de tropiezos e infidelidad, el hombre podrá fracasar; pero el Espíritu de Dios jamás fracasará ni abandonará al fiel discípulo. Puedo decir, en calidad de uno que ha llevado el experimento a la práctica —porque puede llamarse experimento para el principiante—que todos los que siguen el camino y aceptan la doctrina que así se ha indicado, podrán, por medio de su fidelidad, conocer la verdad y conocer la doctrina si es de Dios o del hombre, y se regocijarán en ella como sucede con todos los buenos y fieles Santos de los Últimos Días.

Tenemos una ordenanza que ahora estamos administrando, el Sacramento de la Cena del Señor. Es una ordenanza del evangelio, una que es necesario que observen todos los creyentes, como cualquier otra ordenanza del evangelio. ¿Cuál es el propósito de la misma? Es para que continuamente tengamos presente al Hijo de Dios, que nos ha redimido de la muerte eterna y nuevamente nos ha vuelto a vida mediante el poder del evangelio. Antes de la venida de Cristo a la tierra, se hacía recordar esto a los habitantes de la tierra, a quienes se predicaba el evangelio, por medio de otra ordenanza que era un tipo del gran sacrificio que se efectuaría en el meridiano de los tiempos. De ahí que, después de ser expulsado del jardín, se le mandó a Adán que ofrendara sacrificios a Dios; mediante este acto, él y todos los que tomaban parte en el ofrecimiento de sacrificios recordaban al Salvador que habría de venir para redimirlos de la muerte, la cual, de no ser por la expiación que El efectuó, los excluiría para siempre de morar nuevamente en la presencia de Dios. Pero en su vida y muerte se cumplió este mandamiento, y entonces El instituyó la Cena y mandó a sus discípulos que la comieran en toda época futura, a fin de que pudieran recordarlo y tener presente que Él los había redimido y también, que habían hecho convenio de guardar sus mandamientos y andar con El en la regeneración. De modo que es necesario tomar la Santa Cena, como testimonio ante El de que lo recordamos y que estamos dispuestos a guardar los mandamientos que Él nos ha dado, a fin de que tengamos su Espíritu para que esté con nosotros siempre, aun hasta el fin, y también para que continuemos en el perdón de los pecados. En las varias dispensaciones existen algunas diferencias respecto de ciertos requisitos del evangelio. Por ejemplo, en los días de Noé, cuando éste predicó el evangelio al mundo antediluviano, le fue dado un mandamiento especial de construir un arca, para que en caso de que la gente lo rechazara a él y al mensaje que le fue enviado, pudieran salvarse él y cuantos en él creyesen, de la destrucción que los esperaba. En esta dispensación tenemos un principio o mandamiento semejante. ¿Cuál es? Es el recogimiento del pueblo en un lugar. Es tan necesario que los creyentes observen el recogimiento de este pueblo, como observar la fe, el arrepentimiento, el bautismo o cualquier otra ordenanza. Es parte esencial del evangelio en esta dispensación, tal como la necesidad de que Noé edificara un arca para su salvación fue parte del evangelio en su dispensación. En aquella época un diluvio destruyó el mundo; ahora va a ser destruido por guerras, pestes, hambres, terremotos, tormentas y tempestades, por el mar que se desbordará de sus límites, vapores venenosos, microbios, enfermedades y por fuego y los relámpagos de la ira de Dios derramados para la destrucción de Babilonia. La proclamación del ángel a los justos de esta dispensación es: «Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados, ni recibáis parte de sus plagas» (Apocalipsis 18:4).

También creemos en el principio de revelación directa de Dios al hombre.

Es parte del evangelio, pero no es algo particular de esta dispensación. Es común a todas las edades y dispensaciones del evangelio. Sin revelación no puede administrarse el evangelio ni continuar existiendo la Iglesia de Dios. Cristo está a la cabeza de su Iglesia y no el hombre, y la comunicación sólo se puede mantener de acuerdo con el principio de revelación directa y continua. No es un principio hereditario; no puede transmitirse de padre a hijo, ni de una generación a otra, antes es un principio viviente y vital, del cual se puede disfrutar únicamente en ciertas condiciones, a saber, por medio de la fe absoluta en Dios y la obediencia a sus leyes y mandamientos. El momento en que se elimine este principio, en ese mismo instante la Iglesia quedará a merced de las olas, por haber sido separada de su cabeza viviente. No puede continuar en tal condición, sino tendrá que cesar de ser la Iglesia de Dios y, como la nave al garete, sin capitán, brújula o timón, quedará a merced de las tormentas y olas de pasiones humanas siempre contendientes, intereses mundanos, orgullo y necedades, para naufragar finalmente en los escollos de la superstición y la superchería sacerdotal. El mundo religioso se encuentra en esta situación hoy, madurando para la gran destrucción que lo espera; más para quienes son dignos de la vida eterna hay un arca dispuesta, en el recogimiento de los miembros a las cámaras del Omnipotente, donde serán preservados hasta que pase la indignación de Dios.

El matrimonio también es un principio u ordenanza del evangelio, sumamente esencial para la felicidad del género humano, pese a la falta de importancia que muchos le imputan, o a la liviandad con que lo consideran. No hay ningún principio superfluo o innecesario en el plan de vida, pero no hay principio de mayor importancia o más esencial para la felicidad del hombre —no sólo aquí, sino especialmente en la otra vida— que el del matrimonio. Sin embargo, todos son necesarios. ¿De qué le serviría a uno ser bautizado y no recibir el Espíritu Santo? Y supongamos que avanza un poco más, que recibe el Espíritu Santo y con ello logra el testimonio de Jesús, y luego para allí. ¿De qué le serviría? Para nada, antes aumentaría su condenación, porque sería igual que esconder su talento en la tierra. Para lograr la plenitud de las bendiciones debemos recibir la plenitud del evangelio; mas con todo, los hombres serán juzgados y recompensados según sus obras. «Al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado.» Los que reciben una parte del evangelio con la luz y conocimiento para comprender otros principios, y no los obedecen, caerán bajo esta ley; por tanto, a éstos les será aumentada su condenación, y lo que ya recibieron puede serles quitado y entregado a quienes sean más dignos.

La obediencia es un requisito del cielo, y por ende, un principio del evangelio. ¿Se requiere a todos ser obedientes? Sí, a todos. ¿Contra su voluntad? En ningún sentido. No hay poder dado al hombre, ni medio legal que pueda usarse para obligar a los hombres a obedecer la voluntad de Dios contra su deseo, sino la persuasión y los buenos consejos; pero hay un castigo que acompaña la desobediencia, el cual deben padecer todos aquellos que no obedecen las claras verdades y leyes de los cielos. Yo creo en lo que expresó el poeta:

«El hombre tiene libertad de escoger lo que será; mas Dios la ley eterna da, que El a nadie forzará.

«El con cariño llamará, y abundante luz dará; diversos dones mostrará, más fuerza nunca usará.»

¿Es difícil la tarea de obedecer el evangelio? No. Es fácil para aquellos que poseen el espíritu del mismo. La mayor parte de los de esta congregación pueden testificar que en cuanto al evangelio, el «yugo es fácil, y ligera la carga». Los que lo han abrazado serán juzgados de acuerdo con sus obras al respecto, sean buenas o malas. A quienes son desleales a sus convenios, tal vez se les dirá más adelante: «Apartaos de mí.» En vano hablarán de sus buenas obras y fe anteriores. ¿Por qué? Porque no es de los ligeros la carrera, ni la guerra de los fuertes, sino de los que perseveran hasta el fin. Debemos salvarnos de esta perversa generación. Es una faena continua, pero la fuerza de los justos aguantará el día. Jesús dijo: «En la casa de mi Padre muchas moradas hay.» Hay una gloria o mansión de la cual el sol es el símbolo; otra, cuyo tipo es la luna, y una más, semejante a las estrellas; y en ésta la condición de sus ocupantes será diferente, así como las estrellas difieren en apariencia. Cada hombre recibirá de acuerdo con sus obras y conocimiento. «Estos son los que dicen ser de Pablo, y de Apolos, y de Cefas. Son los que declaran ser unos de uno y otros de otro: unos de Cristo y otros de Juan, algunos de Moisés y otros de Elías, unos de Esaías y otros de Isaías y otros de Enoc; mas no recibieron el evangelio ni el testimonio de Jesús» (Doctrinas y Convenios 76:99-101). De manera que se administrará justicia imparcial a todos, y nadie se perderá sino los hijos de perdición. —Journal of Discourses, tomo 14, pág. 266.

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