Doctrina del Evangelio

Capitulo 8

La Iglesia y el hombre


LA IGLESIA SOBREPUJA A SUS MIEMBROS. «El mormón moderno va muy adelante del mormonismo.» La verdad es todo lo contrario de tal afirmación. El «mormonismo» va muy adelante del «mormón» moderno o de cualquiera otra clase. Porque no hay un miembro de la Iglesia en cien, y tal vez ni en toda la Iglesia haya uno solo que pueda alcanzar las altas normas de fe, virtud, honor y verdad incorporadas en el evangelio de Jesucristo. —Juvile Instructor, Tomo 41, pág. 144, 1 de marzo de 1906.

EL EVANGELIO ES LA COSA MÁS IMPORTANTE. La religión que hemos abrazado no es una religión dominguera; no es meramente una profesión; es una sumamente —iba a decir una sumamente terrible realidad— y creo que habría justificación para usar tal expresión, porque tiene sabor de vida para vida, o de muerte para muerte. En caso de ser, y me perdonarán por usar esta expresión, en caso de ser lo que profesamos que es, y la razón por la cual la hemos abrazado, lo que creemos que es como miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, viene a ser para nosotros la cosa más importante del mundo; y los resultados que logremos en este mundo y en el venidero dependerán de nuestra integridad hacia la verdad, y de nuestra constancia en obedecer sus preceptos, en regirnos por sus principios y requisitos. —C. R. de abril, 1916, pág. 2.

EL DESARROLLO PERSONAL ES DE AYUDA A LA IGLESIA. Quienes trabajen por su propio bienestar, su propia salvación y desarrollo en el conocimiento de los principios que acercan más a los hombres a Dios y los hacen más semejantes a Él, habilitándolos mejor para el cumplimiento de los deberes requeridos de sus manos, estarán edificando en igual manera la Iglesia. —C. R. de abril, 1914, pág. 2.

CONVENIOS DE LOS SANTOS DE LOS ÚLTIMOS DÍAS. Entre los convenios se hallan éstos: que cesarán del pecado y de toda injusticia; que obrarán justicia en sus vidas; que se abstendrán del uso de intoxicantes, del uso de bebidas alcohólicas de todo género, del uso del tabaco, de toda cosa vil y de ser extremosos en cualquier aspecto de la vida; que no tomarán el nombre de Dios en vano; que no hablarán falso testimonio contra su prójimo; que procurarán amar al prójimo como a sí mismos; que llevarán a la práctica la Regla de Oro del Señor, de obrar con otros como quieren que otros obren con ellos. Estos principios quedan comprendidos en los convenios que las ^ personas han hecho en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, y se espera que los oficiales y autoridades presidentes vean de que los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días guarden estos convenios que han hecho con el Señor, y que observen estos principios y los adapten en sus vidas para llevarlos a la práctica, a fin de que verdaderamente sean la sal de la tierra; no sal que se ha desvanecido y no sirve más que para ser echada fuera y hollada bajo los pies de los hombres, sino sal que retiene su sabor y es sana; a fin de que el pueblo de Dios sea una luz a esta generación y al mundo, y para que los hombres vean buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos; y para que a pesar de enemigos llenos del espíritu de persecución que dicen todo género de cosas malas contra los Santos de los Últimos Días, aquellos que hayan entrado en el convenio del evangelio puedan guardar los mandamientos, obedecer los dictados del Espíritu del Señor que lleguen a ellos, obrar justicia en la tierra y seguir por el camino que Dios Omnipotente les ha señalado, cumpliendo y haciendo su voluntad y sus propósitos concernientes a ellos en el día postrero. —C. R. de octubre, 1904, págs. 4, 5.

ES UN PRIVILEGIO ASOCIARSE CON LA IGLESIA. Lo considero un gran privilegio el que se me permita vivir y asociarme con mis hermanos y hermanas en la gran causa que estamos desempeñando. En lo personal, no tengo porqué vivir el resto de mi vida sino por esta causa. Ha sido en gran manera, casi totalmente, el objeto de la vida para mí desde mi niñez; y me siento muy agradecido por haber tenido el privilegio de relacionarme con la obra misional de la Iglesia, y espero y confío poder continuar en este ministerio el resto de mis días. Siento en mi corazón que no hay cosa mayor para mí, ni para ningún otro ser viviente, que estar afiliado con la causa de la verdad, y ciertamente creo que estamos obrando en la causa de la verdad y no del error. —C. R. de abril, 1912, pág. 2.

EL VALOR DE SER MIEMBRO DE LA IGLESIA. Mi posición como miembro de la Iglesia vale más para mí que esta vida, diez mil veces más. Porque en esto tengo vida eterna; en esto tengo la gloriosa promesa de asociarme con mis amados por toda la eternidad. Mediante la obediencia a esta obra, en el evangelio de Jesucristo, reuniré alrededor de mí a mi familia, a mis hijos, a los hijos de mis hijos, hasta que lleguen a ser tan numerosos como la descendencia de Abraham, o incontables como las arenas en la playa del mar. Porque éste es mi derecho y privilegio, y es el derecho y privilegio de todo miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días que posee el sacerdocio y lo magnifica a la vista de Dios. Sin esto, hay muerte y desolación, desintegración y desheredación; sin esto puede haber oportunidad de llegar a ser un espíritu ministrante, siervo de siervos por las incontables edades; pero en este evangelio hay la oportunidad de llegar a ser un hijo de Dios, a imagen y semejanza del Padre y de su Hijo Unigénito en la carne. Prefiero llevar a mis hijos e hijas al sepulcro, mientras todavía son inocentes, que verlos en los lazos de la iniquidad, incredulidad y espíritu de apostasía tan comunes en el mundo, y ser desviados del evangelio de salvación. —C. R. de abril, 1912, págs. 136, 137.

LA IMPORTANCIA DE TENER NUESTRO NOMBRE EN LOS REGISTROS DE LA IGLESIA. A algunas personas podrá importarles muy poco si sus nombres están en los registros o no, pero esto se debe a que no conocen las consecuencias. Si sus nombres no están inscritos, no sólo se verán privados de la ayuda a la cual tendrían derecho de recibir de la Iglesia, en caso de que la necesitaran, sino que serán privados de las ordenanzas de la Casa de Dios; serán separados de sus muertos y de sus padres que han sido fieles, o de aquellos que vengan después de ellos que sean fieles, y recibirán su porción con los incrédulos donde hay llanto y crujir de dientes. Quiere decir que seréis separados de vuestros padres y madres, de vuestros maridos, de vuestras esposas, vuestros hijos, y que no tendréis porción ni parte ni herencia en el reino de Dios, tanto por tiempo como por la eternidad. Surte un efecto muy grave y trascendental. —C.R. de octubre, 1899, pág. 42.

ORGANIZACIONES PRIVADAS. Para mí y para mi familia, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es suficiente, y no tengo ni el tiempo ni los medios para asociarme con organizaciones que no son de esta Iglesia, y que no tienen más objeto que acumular algo que mi esposa pueda recibir cuando yo muera. No puedo darme el lujo de hacerlo por esta razón: el Señor se ha dignado darme justamente lo suficiente para mis necesidades de día en día, y si me uniera a estas asociaciones con el fin de velar por el porvenir de mi familia, me vería obligado a desatender el pago de mis diezmos y obligaciones actuales, porque no contaría con los medios suficientes para pagar mis diezmos así como mis cuotas a estas asociaciones. Hemos conocido a miembros de la Iglesia, quienes, al preguntárseles por qué no pagaban sus diezmos, confesaron que pertenecían a organizaciones de una u otra clase, con las cuales estaban comprometidos a pagar determinada cantidad de dinero semanal o mensualmente; se habían unido a estas instituciones desde hacía varios años y habían invertido mucho dinero en ellas; y ahora, si no continuaban pagando sus cuotas, perderían todo lo que habían acumulado y entonces, en caso de muerte, sus familias quedarían sin los beneficios. Por esto podéis ver que se han sometido a la servidumbre bajo estas organizaciones privadas, y si quieren pagar diezmos, no pueden hacerlo. Ahora bien, si no lo hacen, estarán entre aquellos cuyos nombres no se hallarán inscritos en los libros de la ley del Señor y no tendrán herencia en la Sión de Dios. Además, hemos llamado a algunos de estos hombres a salir a una misión, pero no pudieron ir a predicar el evangelio a las naciones de la tierra. ¿Por qué? Porque pertenecían a ciertas asociaciones privadas, y se veían obligados a trabajar continuamente a fin de poder pagar sus cuotas, o perderían todo lo que habían invertido en ellas. —C. R. de octubre, 1899, pág. 40.[*N.T.]

SOCIEDADES SECRETAS. ES una verdad bien conocida que el consejo dado, en todos los casos, por la Primera Presidencia de la Iglesia ha sido, y es, que nuestros hermanos no se unan a organizaciones secretas por ningún motivo, y cuando ha habido algunos que ya se han afiliado, se les ha aconsejado, y se les aconseja que se aparten de dichas organizaciones en cuanto las circunstancias lo permitan y la prudencia lo dicte. Al tomar esta posición, no ha habido, ni se tiene por objeto que haya, controversia alguna con las sociedades ni con sus fines ni propósitos. No se toman en cuenta para nada los méritos de las varias cofradías; sus fines bien podrán ser de los más dignos y sus propósitos de los más loables. En lo que concierne a un miembro de nuestra Iglesia, este aspecto no entra en la discusión.

El evangelio de Jesucristo es verdadero y es un poder para salvación, tanto temporal como espiritual. El hombre que lo cumple en todo respecto tiene todo lo que cualquiera sociedad pueda ofrecerle, además de incontables verdades y consuelos adicionales: «Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas.» La Iglesia está organizada divinamente, y en su organización se ha dispuesto lo necesario para el desarrollo y la práctica de toda virtud conocida, toda caridad revelada. Por tal motivo, y por su promesa de vida y gloria eternas, el evangelio y la Iglesia divinamente establecida para su promulgación deben ser de mayor estima a un discípulo de Cristo que todas las demás cosas. «Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas.»

Los miembros de nuestra Iglesia que tienen la fe para prestar atención a las autoridades de la misma, no se unirán, por la razón que sea, a ninguna organización que el Señor no haya instituido para la edificación de Sión. Ni se tomarán la libertad, por ningún precio, de embeberse del espíritu del mundo ni de ser tentados a perder su fe, cosa que sucederá con aquellos que compartan sus intereses con otras organizaciones. Este es el testimonio de aquellos, que se han unido, y más tarde separado. No debe permitírseles a los miembros nada que tenga por objeto ocasionar la división y la debilidad en la Iglesia; sin embargo, no se ha de tratar ásperamente a los que han sido conducidos a unirse a otras instituciones, antes se les debe hacer entender la posición de la Iglesia, y al comprenderla, deben poner sus asuntos en orden para separarse, con humildad y arrepentimiento, de aquello que pone en peligro su categoría de miembros. —ímprovement Era, tomo 6, pág. 305 (febrero de 1903).

CHISMES. El credo «mormón» que reza: «No te metas en lo que no te incumbe», es un buen lema que pueden adoptar los jóvenes que aspiran al éxito y desean utilizar de la mejor manera su tiempo y su vida. Y al referirme a los jóvenes, incluyo también a los hombres y mujeres de edad avanzada y de edad media.

Téngase presente que no hay cosa tan despreciable como el chisme. El poeta Byron dijo algo muy acertado cuando puso estas palabras en boca de Don Juan:

«De hecho, nada hay que me cause tanto enfado como el chisme abominable, que, cual rumia, es por el ganado humano masticado.»

¡Cuán ocioso es andar acá y allá susurrando palabras misteriosas, palabras que a menudo carecen de fundamento, pero que se hablan con intención malsana, y tal vez con la idea de granjearle al divulgador algún respeto imaginario por causa de ser el supuesto poseedor de conocimiento especial! Pero este paso raras veces presagia algo bueno o impulsa a la boca humana a expresar agradecimiento por lo excelente, lo hermoso y lo verdadero en un hermano, vecino o amigo. Estos chismes e intromisiones constantemente ponen de manifiesto los defectos de sus víctimas, y los escándalos consiguientes vuelan como en alas de águila. El andar en esto también constituye un perjuicio positivo a la persona que a ello se dedica, porque teniendo constantemente presente los defectos de otros en su propia mente, echa a perder su propia habilidad para ver y estimar las virtudes de sus semejantes, y con ello sofoca la parte más noble de su ser.

Es mucho mejor que una persona trate de desarrollarse observando todas las buenas cualidades que pueda encontrar en otros, que estrangular el crecimiento de sus buenas virtudes cultivando un espíritu, intratable y entremetido. Las Escrituras apoyan este concepto. El gran salmista dice en sustancia en el salmo quince: «El que no calumnia con su lengua, ni hace mal a su prójimo, ni admite reproche alguno contra su vecino, habitará en el tabernáculo de Jehová y no resbalará jamás.» Habitar en el tabernáculo de Jehová quiere decir disfrutar de su Santo Espíritu. Por otra parte, el que profiere reproche alguno contra su vecino corre peligro de perder el Espíritu del Señor. «Pero mi vecino ha hecho esto, aquello o lo otro que está prohibido por la ley de la Iglesia o el buen uso, ¿por qué no he de llamarlo al orden?»—dirá uno. Pregúntese tal persona: «¿Es de mi incumbencia?» La respuesta vendrá de suyo: Si no es asunto mío, tenga yo la prudencia para no inmiscuirme. Porque «el que refrena sus labios es prudente, y el que pro-paga calumnia es necio»; y el Señor también declara por boca del salmista: «Al que solapadamente infama a su prójimo, yo lo destruiré.»

Sea la meta de los santos cultivar el espíritu de generosidad y buena voluntad cual se ejemplificó en la vida de Cristo y se proclamó cuando los ángeles anunciaron el mensaje: «En la tierra paz, buena voluntad para con los hombres», mensaje que se ha reiterado en la restauración moderna del evangelio. Estad constantemente pendientes de lo que es digno y noble en vuestros semejantes. Una persona se mejora cuando ve lo bueno en su vecino y lo comenta; por otra parte, hay satisfacción ilimitada en observar el efecto que dos o tres palabras de agradecimiento y aliento surten en los hombres, mujeres y niños con quienes nos asociamos. Llévenlo a la práctica aquellos que realmente desean probar la dulzura genuina de la vida.

A la inversa, el entremetido, el chismoso y el que critica pronto destruyen su propia capacidad para observar las buenas cualidades de la naturaleza humana, y no encontrándolas en otros, buscan en vano su influencia en sus propias almas.

En las organizaciones de la Iglesia existe un campo maravilloso para cultivar todas las virtudes del corazón humano. Corresponde a todo oficial y miembro de la Iglesia, y a las asociaciones y organizaciones de la misma, poner el ejemplo en hacer el bien; ser los primeros en prestar servicio en el ambiente de la solana y paz del evangelio; en elevar y no degradar; en alentar y no reprimir; en dispensar gozo y ahogar la tristeza; en refrenarse de calumniar y criticar, y con genio apacible y palabras bondadosas cultivar la parte noble de la naturaleza humana; en no inmiscuirse en asuntos ajenos, no criticar ni juzgar o deleitarse en andar con cuentos ni en escándalos, envidias y chismes.

De aceptarse este consejo, nuestra ética social en breve manifestaría una mejora asombrosa; la felicidad, la bella disposición, el amor y la pureza moral pronto aumentarían entre los miembros; el Espíritu de Dios se deleitaría en morar entre ellos y las buenas virtudes de la gente brotarían y se desarrollarían como la rosa con el tibio sol de verano. — Improvement Era, tomo 6, pág. 388 (marzo de 1903).

DESEAMOS SER CONOCIDOS COMO SOMOS. Deseamos que se nos conozca cómo somos. Queremos que se nos vea en nuestra verdadera condición. Queremos que el mundo nos conozca; que aprenda nuestra doctrina, entienda nuestra fe, nuestros propósitos y la organización de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Nos gustaría que supieran algo acerca del origen de esta obra, pero deseamos que la vean en su espíritu verdadero, y la única manera de realizarlo es que se ponga en contacto con nosotros el mundo de investigadores inteligentes, aquellos en quienes verdaderamente hay disposición para amar la verdad y la justicia, y cuyos ojos no son tan ciegos que no pueden ver la verdad cuando les es presentada. —C.R. de octubre, 1908, pág. 3.

COMO TRATAR A LOS QUE NO QUIEREN OBEDECER LA LEY DE LA IGLESIA. Me ha venido a la mente que es algo parecido a esto: que el cuerpo de la Iglesia es semejante al de un hombre, y sabemos que el sistema de los hombres a veces adolece de pequeños desórdenes, es decir, son mordidos a veces de las pulgas. Los pican las pulgas y los mosquitos y les causan pequeñas inflamaciones en la cara y manos. En ocasiones les salen furúnculos y carbuncos, tumores sebáceos y otras excrecencias que sólo requieren la aplicación de la lanceta para extraerles la materia o desprenderlos del cuerpo o cortarlos y deshacerse de ellos, a fin de que el organismo pueda ser depurado de sus efectos venenosos. Así es con la Iglesia. De cuando en cuando hay individuos que llegan a ser ley para sí mismos y siguen la inclinación de obrar su «buena gana», hasta que se encuentran en tal condición mental y espiritual, que se convierten en amenaza para el cuerpo eclesiástico. En otras palabras, son como un furúnculo, tumor o carbunco en el cuerpo, y hay que llamar al cirujano para que aplique el bisturí y los extirpe, a fin de que el cuerpo quede libre de ellos; y tal ha sido el caso desde el principio. —C.R. de abril, 1905, pág. 5.

LOS SANTOS DE LOS ÚLTIMOS DÍAS DEBEN PENSAR Y TRABAJAR. Para ser Santos de los Últimos Días, los hombres y mujeres deben pensar y trabajar; deben ser hombres y mujeres que reflexionan al asunto en su mente; hombres y mujeres que consideran cuidadosamente su curso de vida y los principios que han abrazado. Los hombres no pueden ser fieles Santos de los Últimos Días a menos que estudien y entiendan, hasta cierto grado por lo menos, los principios del evangelio que han recibido. Cuando oímos de personas que profesan ser Santos de los Últimos Días, que se salen de la tangente, que se van en pos de conceptos disparatados e insignificantes ideas absurdas, cosas que manifiestamente se oponen a la razón y al buen sentido, contrarias a los principios de justicia y la palabra del Señor que ha sido revelada a los hombres, debéis saber desde luego que tales personas no han estudiado los principios del evangelio y no saben mucho del mismo. Cuando las personas entienden el evangelio de Cristo, las veréis seguir adelante sin desviarse, de acuerdo con la palabra del Señor y la ley de Dios, estrictamente de conformidad con lo que es congruente, justo, recto y en todo sentido aceptable al Señor, el cual acepta únicamente lo que es recto y agradable a su vista; porque sólo aquello que es recto es de su agrado. —Improvement Era, tomo 14, pág. 72 (1910).

LA IDENTIDAD DE LA IGLESIA ES INALTERABLE. Tenemos una guía, así como una seguridad doble en qué basarnos para llegar a nuestras conclusiones correctas concernientes a la identidad perfecta de la Iglesia en la actualidad y de la Iglesia en los días de su primer profeta. El espíritu de lealtad y devoción, junto con el amor por la obra de edificar a Sión, caracterizan a los miembros, mientras que el diablo se enfurece ahora como lo hizo entonces. Es tan idéntico en este respecto el espíritu de ambos lados de la controversia, que es difícil imaginar que un Santo de los Últimos Días reflexivo pueda ser engañado en cuanto a la situación cual hoy existe.

Por sus frutos los conoceréis. El diablo causó que los hombres se enfurecieran por causa del Hogar de Nauvoo, la construcción del Templo de Nauvoo, la tienda de ladrillo del Profeta y la prosperidad material de los miembros en esa bella ciudad sobre las riberas del Misisipí; él provoca a los hombres a que se enfurezcan por el «mercantilismo», así llamado, de hoy. La envidia corrió desenfrenada entonces; es igual de mortífera hoy día. —fuvenile Instructor, tomo 40, pág. 497 (15 de agosto de 1905).

EN LA IGLESIA NO HAY CLASES O NACIONALIDADES. La hermandad e intereses comunes en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días figuran entre las grandes características de nuestra fe; por tanto, se debe desalentar en toda manera posible todo aquello que tienda a establecer distinción de clases, ya sea en la sociedad o entre nacionalidades. Dios no hace acepción de personas, ni glorifica a una clase para poner a otra en desventaja.

Una particularidad notable de los miembros que se han recogido de todas partes de la tierra es que casi son universalmente de la sangre de Efraín. Si han recibido el Espíritu Santo, son de un mismo espíritu, de modo que lo que causa discordia en el espíritu y unidad de los miembros procede del mal. El Espíritu de Dios jamás engendra la contienda, ni establece distinciones ni insiste en que las haya entre aquellos que han sido sus recipientes.

En la mente de algunas personas ha entrado el pensamiento de que tal o cual nacionalidad tiene derecho a cierta preferencia por motivo de sus grandes números o prominencia en ciertos respectos. Los asuntos de la Iglesia no se llevan a cabo de acuerdo con lo que constituye un buen o mal expediente; no hay expediente en la Iglesia sino el de prudencia y de verdad, y cada uno de sus miembros debe entender en forma completa que las distinciones de clases, así como de nacionalidades, son repugnantes y no concuerdan con la disciplina y el espíritu del gobierno de la Iglesia. Si a un hombre de tal o cual nacionalidad se le honra con un llamamiento importante, es por motivo del espíritu del hombre y no su nacionalidad; y los miembros pueden estar seguros de que cuando un hombre exige que se le reconozca, es presunción por parte de él, y no concuerda con la vida y el espíritu de nuestro Maestro. —Juvenile Instructor, tomo 37, pág. 658, (noviembre de 1902).

NO HAY NEUTRALES EN LA IGLESIA. En la Iglesia de Cristo no podemos ser neutrales o inactivos. Debemos progresar o retroceder. Es necesario que los Santos de los Últimos Días sigan esforzándose, a fin de que puedan conservar viva su fe y sus espíritus sean vivificados para el cumplimiento de sus deberes. Recordemos que estamos desempeñando la obra de Dios, con lo que quiero decir que nos hallamos ocupados en la obra que el Omnipotente ha instituido en la tierra para nuestra salvación individual. Todo hombre debe estar trabajando para su propio bien y para el bien de otros, hasta donde le sea posible. No se conoce tal cosa en lo que respecta a la ciencia de la vida, como el que un hombre trabaje exclusivamente para sí mismo. No se tiene por objeto que estemos aislados ahora ni en la eternidad. Cada individuo es una unidad en la casa de fe, y cada unidad debe sentir su parte correspondiente de la responsabilidad que descansa sobre el conjunto. Cada individuo debe ser diligente en el cumplimiento de su deber; y si hace esto, y se conserva puro y sin mancha del mundo, ayudará a otros a conservarse puros y sin mancha. Por ejemplo, el hombre que es fiel en observar el día de reposo y en cumplir con los deberes de ese día, por lo menos dará el ejemplo a todos aquellos con quienes se asocia. El hombre que hace sus oraciones ante el Señor dará un ejemplo a todos los demás que ven y conocen su conducta. El hombre que es honrado al tratar con su prójimo dará un buen ejemplo. Los que hacen esto son representantes genuinos de Sión; son los hijos de Dios de hecho y de verdad, y descansa en ellos el espíritu de la luz y el amor de Dios. Se encuentran en una condición de salvación, y continuarán en esa condición mientras sigan observando los principios del evangelio. Es inútil lamentar las maldades que nosotros mismos hemos provocado, a menos que mediante el arrepentimiento podamos hacer una restitución del mal que hayamos causado. Es atroz el que los hombres y mujeres se permitan desatender sus deberes a tal grado que, con su mala- conducta, originan males que en lo futuro no tendrán el poder para borrar ni resarcir. —Sermón del domingo 12 de junio de 1898.

EVÍTESE LA PREDILECCIÓN DOCTRINAL. Hermanos y hermanas, no tengáis vuestro «caballito de batalla». Dar precedencia a un tema es peligroso en la Iglesia de Cristo, peligroso porque se da prominencia indebida a ciertos principios o ideas, con lo que se deslustran y menoscaban otros igualmente importantes, igualmente obligatorios, con igual poder para salvar que las doctrinas o mandamientos favorecidos.

Esta predilección da un aspecto falso del evangelio del Redentor a quienes la apoyan; tergiversa sus principios y enseñanzas y los hace discordantes. Este punto de vista es innatural. Todo principio y práctica revelados de Dios son esenciales para la salvación del hombre, y el anteponer indebidamente uno de ellos, escondiendo y opacando todos los demás, es imprudente y peligroso; amenaza nuestra salvación porque obscurece nuestra mente y ofusca nuestro entendimiento. Tal concepto, no importa a cuál tema se dirija, limita la visión, debilita la percepción espiritual y opaca la mente, de lo cual resulta que aquel que adolece de esta perversidad y contracción de visión mental se coloca en una posición donde puede tentarlo el maligno, o por haberse opacado su vista o tergiversado su visión, juzga equivocadamente a sus hermanos y cede al espíritu de la apostasía. Está desquiciado ante el Señor.

Hemos notado esta dificultad: que los miembros que tienen una doctrina predilecta tienden a juzgar y a condenar a sus hermanos y hermanas que no son tan celosos como ellos en ese derrotero particular de su teoría favorita. El hombre que no da cabida en su mente más que a la Palabra de Sabiduría, probablemente encontrará una falta desmedida en cualquier otro miembro de la Iglesia que tenga ideas liberales en cuanto a la importancia de otras doctrinas del evangelio.

Esta dificultad tiene otro aspecto. El hombre que tiene su teoría predilecta está propenso a asumir la posición de que soy «más justo que tú», y llegar a engreírse y envanecerse, y mirar con desconfianza, cuando no con sentimientos más severos, a sus hermanos y hermanas que no viven a la perfección de acuerdo con esa ley particular. Este sentimiento perjudica a sus consiervos y ofende al Señor. «Antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu» (Proverbios 16:18).

Hay algunas verdades importantes en el plan de redención que son fundamentales. No se pueden pasar por alto; ninguna otra puede anteponérseles. Debemos aceptar con todo nuestro corazón la paternidad de Dios, la eficacia de la expiación de nuestro Señor y Salvador y la restauración del evangelio en estos postreros días. No podemos compensar la falta de fe en estas doctrinas esenciales con la más completa abstinencia de cosas que no son buenas para la salud, con el pago estricto del diezmo sobre nuestro «eneldo y comino», o la observancia de cualquier otra ordenanza exterior. El propio bautismo sin fe en Dios nada aprovecha, —Juvenile Instructor, tomo 37, págs. 176, 177 (marzo de 1902).

LAS RIQUEZAS NO LOGRAN FAVORES EN LA IGLESIA. Nunca debe propagarse la idea de que la persona rica en la Iglesia tiene derecho a mayor consideración que el miembro más humilde. En el mundo social, comercial y religioso, siempre ocuparán un lugar de importancia los hombres de virtudes y facultades superiores, bien sea que dichas virtudes y facultades se manifiesten en la habilidad para adquirir riquezas, lograr educación o demostrar genio y prudencia.

Sin embargo, una cosa es respetar la riqueza y su poder, y otra muy distinta es convertirse meramente en sus serviles aduladores. Desde su organización, ni la Iglesia, ni sus bendiciones o favores han estado sometidos jamás a las riquezas de este mundo, ni se han podido comprar. Ningún hombre puede esperar comprar los dones de Dios; y quienes intenten comprar los tesoros del cielo perecerán, y su dinero perecerá con ellos. Las riquezas podrán ejercer una influencia indebida y lograr prestigio en la sociedad, aun cuando su dueño carezca considerablemente de dignidad moral; y siendo un poder en sí mismas, pueden constituir un peligro por motivo de las posibilidades de corrupción y seducción. Por tanto, aquellos que han prestado atención a los argumentos falaces a favor de las ventajas del dinero y su poder, independientemente de la virtud, van a sufrir una gran decepción si obran de acuerdo con tales teorías falsas.

Lo que pasa es que en los jóvenes hay mucha propensión a confundir un saludo amigable y cordial de los que poseen riquezas, con una amistad genuina y confianza sincera. Tan dignos de nuestra conmiseración debían ser los ricos indignos, como los pobres que también lo son. Los que se imaginan que la riqueza puede reemplazar la virtud ciertamente sufrirán una decepción; y sin embargo, hay ocasiones en que los hombres imprudente y envidiosamente sugieren que la más alta recomendación social y posición religiosa, así como la amistad sincera de los de corazón puro, están sujetas a lo que ordenen las riquezas injustas.

Los apóstoles despreciaron el dinero que les ofreció Simón el mago por los dones que poseían y se pronunció una maldición sobre él y sobre su dinero. (Véase Hechos 8:14-23). —Juvenile Instructor, tomo 40, págs. 593, 594 (1 de octubre de 1905).

EL EVANGELIO CAUSA DISTURBIOS. En verdad, el evangelio nos está llevando contra la corriente de la humanidad pasajera. Nos interponemos en asuntos netamente humanos y perturbamos la corriente de la vida de varias maneras y en muchos lugares. A las personas que se hallan cómodamente establecidas y en buena situación económica, no les agrada que se les moleste. Se enfadan, y quisieran arreglar las cosas de una vez por todas de la manera más drástica. Los efectos producidos por ciertas causas son tan diferentes de cualquier cosa que jamás hemos conocido, que no podemos fiarnos de la filosofía para que nos oriente; y mucho menos podemos fiarnos de tomar por guía a los que tienen cierta clase de filosofía egoísta, la cual con ansia desean que otros sigan. Los que nos defienden, no infrecuentemente lo hacen con tono apologético. Los miembros nunca pueden seguir a salvo las protestas y consejos de aquellos que procuran que siempre marchemos de acuerdo con el mundo. Tenemos nuestra misión particular que llevar a cabo, y a fin de realizarla de conformidad con los propósitos divinos estamos yendo contra la corriente de las maneras del hombre. Llegamos a ser impopulares; el desprecio del mundo está sobre nosotros y somos el hijo que nadie quiere entre los pueblos de la tierra.

«HABIENDO ACABADO TODO, ESTAD FIRMES.» Hay algunos que valiente-mente están haciendo cuanto pueden para producir ciertos resultados. Combaten los males y resisten las ofensas causadas a ellos y a otros; pero cuando han sido derrotados, cuando ven que una causa justa sufre y que triunfan hombres inicuamente dispuestos, dejan de luchar. ¿Qué objeto tiene seguir?, es la pregunta predominante que viene a sus mentes. Ven a hombres inicuos que aparentemente han logrado el éxito; a hombres de mala reputación que son aclamados por sus semejantes, hasta que casi quedan convencidos de que el destino tiene sus recompensas para quienes hacen lo malo. Ninguna esperanza les inspira lo que parece ser una causa perdida. Todo está perdido —dicen— y tendremos que conformamos; y así lo dejan. Su corazón está desalentado; algunos casi dudan de los propósitos de la Providencia; poseen el valor de hombres de corazón valiente, mas no tienen el valor de la fe.

¡Qué diferente fue Pablo! Él había trabajado intrépidamente; había proclamado el mensaje divino, resistido al enemigo y éste aparentemente triunfó sobre él. Fue aprehendido, y los administradores de la ley lo sujetaron a un trato humillante. Estaba en cadenas y lo amenazaba la muerte, pero retuvo su valor; tenía el valor de la fe. Leamos estas emocionantes palabras que escribió a los efesios (Efesios 6:13), enviadas cuando la mayor parte de los hombres habrían considerado que su causa estaba perdida: «Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo acabado todo, estad firmes.»

Después que hayamos hecho todo cuanto podamos por la causa de la verdad y resistido el mal que los hombres nos hayan causado, y nos hayan abrumado sus maldades, todavía tenemos el deber de seguir firmes. No podemos darnos por vencidos; no debemos postrarnos. Las causas importantes no triunfan en una sola generación. El valor de la fe consiste en conservarse firme frente a la oposición arrolladora, cuando uno ha hecho cuanto ha podido. El valor de la fe es el valor del progreso. Los hombres que poseen esta cualidad divina siguen adelante; no se les permite estar inactivos aunque quisieran. No son sencillamente las criaturas de su propio poder y prudencia; son los instrumentos de una ley mayor y de un propósito divino.

Otros se darían por vencidos; preferirían evitar las dificultades. Cuando éstas sobrevienen, es de lo más lamentable para ellos. Esto es verdaderamente una pena. Según su manera de pensar, pudieron haberse evitado. Quieren quedar bien con el mundo. El decreto del mundo ha salido y ¿para qué resistirlo? «Hemos resistido el mal —dicen— y nos ha abrumado. ¿Para qué seguir resistiendo?» Estos hombres leen la historia, si acaso la leen, sólo a medida que la hacen; no pueden ver la mano de Dios en los asuntos de los hombres, porque ven únicamente con el ojo del hombre y no con el ojo de la fe. Toda resistencia ha salido de ellos; han excluido a Dios del asunto. No se han puesto toda la armadura que El ofrece. Sin ella, se llenan de temor y zozobra, y se hunden. A tales hombres les parece innecesario todo lo que provoca dificultades. Como santos de Dios, es nuestro deber «estar firmes», aun cuando el mal nos agobie.

«Y os doy el mandamiento de desechar todo lo malo y allegaros a todo lo bueno, para que viváis de acuerdo con toda palabra que sale de la boca de Dios.

«Porque él dará a los fieles línea por línea, precepto por precepto; y en esto os juzgaré y probaré.

«Y el que diere su vida en mi causa, por mi nombre, la hallará otra vez, sí, vida eterna.

«No temáis, pues, a vuestros enemigos, porque he decretado en mi corazón probaros en todas las cosas, dice el Señor, para ver si permanecéis en mi convenio hasta la muerte, a fin de que seáis hallados dignos.

«Porque si no permanecéis en mi convenio, no sois dignos de mí» (Doctrinas y Convenios 98:11-15). —Juvenile Instructor, tomo 39, págs. 496, 497 (15 de agosto de 1904).

NO SON RELIGIOSOS POR NATURALEZA. Algunas personas persisten en decir ocasionalmente que no son religiosas por naturaleza. ¿Quieren decir con esto que no congenia con ellos el asistir a reuniones, tomar parte en adorar, enseñar y predicar en los barrios? ¿O se refieren a algo más? Tal vez las restricciones morales que rigen a un obrero activo en la Iglesia no congenian con ellos. Razonan que es mejor no tener pretensiones que asumir más de lo que no pueden cumplir; y así se excusan declarando que no son religiosos por naturaleza.

Pero la religión no es una simulación ni ostentación exteriores, y el ser religioso no consiste totalmente en dar cumplimiento a las formas exteriores, aun cuando éstas sean las ordenanzas del evangelio. Ni tampoco es seña infalible de que es concienzuda la persona que toma parte activa en las organizaciones de la Iglesia. Los hombres inicuos pueden valerse de estas cosas para fines egoístas y perversos. He conocido a hombres que se unieron a nuestras organizaciones con tal objeto, y hombres que se han bautizado sin que nunca se hayan arrepentido.

¿Qué, pues, es religión? Santiago declara: «La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es ésta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo.» Esto puede interpretarse en el sentido de que uno que es religioso se acuerda de los desafortunados y hay en él un espíritu interno que lo impele a hechos bondadosos y a llevar una vida sin tacha; que es justo y verídico; que no tiene, como dice Pablo, más alto concepto de sí que el que debe tener; que es cariñoso, paciente en la tribulación, diligente, de buen ánimo, ferviente en espíritu, hospitalario, misericordioso; que aborrece lo malo y se allega a lo que es bueno. La posesión de tal espíritu y sentimientos es señal verdadera de que la persona es religiosa por naturaleza.

Las ordenanzas y requisitos exteriores de la Iglesia no son sino ayudas necesarias —mas no obstante indispensables— a la vida espiritual interior. La Iglesia misma, la organización, reuniones, ordenanzas, requisitos, únicamente son ayudas, pero muy necesarias, a la práctica de la religión verdadera; son ayos para dirigirnos por el camino de eterna luz y verdad.

Jóvenes, no digáis que no sois religiosos por naturaleza, con vertiendo esto en excusa para cometer hechos malos y prohibidos y para no identificaros con las organizaciones de la Iglesia, y con ello quizá apagando el Espíritu de Dios dentro de vosotros, que poseéis como primogenitura o que recibisteis por conducto de los siervos de Dios mediante la imposición de manos. Sed más bien religiosos, tanto en apariencia como en realidad, recordando lo que significa la religión verdadera. Así como el testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía, así también la posesión del conocimiento de que amáis la pureza, rectitud, honradez, justicia y buena conducta, es evidencia indisputable de que sois religiosos por naturaleza. Escudriñad vuestro corazón, y descubriréis, en lo más recóndito, que poseéis este conocimiento. Impulsad, pues, su crecimiento y desarrollo para lograr vuestra propia salvación. La Iglesia y sus quórumes y organizaciones os ayudarán, y el Dios viviente y amoroso añadirá sus copiosas bendiciones. —Ímprobamente Era, tomo 9, págs. 493-495 (1905-06).

ESFORZAOS POR VIVIR TODO EL EVANGELIO. El evangelio de Jesucristo, debidamente enseñado y entendido, inculca extensión, fuerza y poder. Produce hombres intelectualmente capaces y valientes. Les da criterio bueno y sano en los asuntos temporales así como espirituales. Hay razones por las que vale la pena que un joven lo acepte. Fuera del evangelio de Jesucristo, cual lo enseñan los Santos de los Últimos Días, y aun a veces dentro del redil, frecuentemente miramos a nuestro derredor y vemos a personas que se inclinan a ser extremosas, que son fanáticas. Podemos estar seguros de que esta clase de personas no entienden el evangelio. Han olvidado, si acaso una vez lo supieron, que es muy imprudente tomar, un fragmento de la verdad y tratarlo como si constituyera el todo.

Aun cuando los primeros principios del evangelio, la fe en Dios, el arrepentimiento, el bautismo para la remisión de pecados y la imposición de manos para recibir el Espíritu Santo, el sanar a los enfermos, la resurrección y, de hecho, todos los principios revelados del evangelio de Jesucristo son necesarios y esenciales en el plan de salvación, no es ni buena práctica ni sana doctrina, en este mundo o el venidero, tomar cualquiera de éstos, entresacarlo del plan completo de la verdad del evangelio, convertirlo en predilección especial y basar en él nuestra salvación y progreso. Todos ellos son necesarios.

Debe ser el deseo de los Santos de los Últimos Días llegar a ser tan amplios y extensos como el evangelio que les ha sido revelado divinamente. Por tanto, deben estar dispuestos a aceptar todas las verdades del evangelio que han sido reveladas, que ahora se están revelando y que en lo futuro se revelarán, e incorporarlas en la conducta de sus vidas diarias. Por medio de una vida honorable y recta, por la obediencia a los mandamientos de Dios y con la ayuda del Espíritu Santo nos colocaremos en posición de labrar nuestra propia salvación aquí y en lo futuro, tal vez «con temor y temblor», pero con certeza absoluta.

Esta es una obra que engrandece y ensancha a toda alma que se dedica a ella. Es una obra vitalicia digna del esfuerzo de todo hombre en el mundo. —Improvement Era, tomo 15, págs. 843-845 (1911-12).

BUSCAD Y HALLARÉIS. El hecho es que todo principio de sanar, todo principio del poder del Espíritu Santo y de Dios, que se han manifestado a los santos en todas las épocas, se han conferido a los Santos de los Últimos Días. No hay principio, no hay bendición ni ventaja, no hay verdad en ninguna otra sociedad u organización religiosa que no estén comprendidos en el evangelio de Jesucristo cual lo enseñó José Smith el Profeta, y después de él, los directores y élderes de esta Iglesia; pero requiere un esfuerzo de nuestra parte, algún esmero, alguna devoción para aprender y disfrutar estas cosas. Si las desatendemos, no seremos, desde luego, recipientes de las bendiciones que acompañan al esfuerzo, y que vienen de un entendimiento completo de estos principios. A esto se debe que otros pueden venir entre nosotros y proponer sus ideas, las cuales aun cuando no se comparan con las nuestras en sencillez, instrucción y verdad, las escuchan, sin embargo, personas a las cuales se hace creer que todas estas cosas son nuevas y no se encuentran en el evangelio de Jesucristo cual lo enseñan los Santos de los Últimos Días. Esta es una falsedad temible, y de la cual debe cuidarse todo el que ama el evangelio.

En La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días se hallarán, en mayor proporción que en cualquiera otra iglesia, los principios de vida y salvación; y si los escudriñamos en nuestra literatura y los aprendemos por nosotros mismos, si logramos que el Espíritu nos los confirme mediante nuestro recto vivir y los convertimos en parte de nosotros, hallaremos mayor consuelo y más ricas bendiciones, más grandes tesoros de vida eterna que en cualesquiera otras enseñanzas que pudiera darnos organización alguna sobre la tierra. —Improvement Era, tomo 12, pág. 561 (mayo de 1909).

EL ESPÍRITU DE LA RELIGIÓN. En toda vida llega una época grave. Hay una bifurcación en el camino, y aquello a lo cual os entreguéis os conducirá hacia arriba o hacia abajo. Sin el menor titubeo yo declaro en el nombre del Señor, que el espíritu que os impele a quejaros de que estáis cansados de asistir a las asambleas de adoración os ha desviado o desviará; y por otra parte, que los jóvenes que cultivan el verdadero espíritu de adoración y encuentran felicidad y agrado en las congregaciones de los santos y tienen suficiente interés en Dios y en la religión para apoyar la Iglesia y asistir a las reuniones, son las personas cuya influencia moral y espiritual dominará el sentimiento público y gobernará el estado y la nación. En cualquier conflicto con la indiferencia y el espíritu de los placeres mundanos, la influencia moral y sinceridad religiosa siempre conquistarán y gobernarán. —Improvement Era, tomo 6, pág. 944 (octubre de 1903).

EL SIGNIFICADO DEL ÉXITO. Diariamente vemos evidencias de una tendencia cada vez mayor, entre las masas del mundo civilizado, de considerar el éxito en la vida enteramente desde el punto de vista del progreso material. Al hombre que posee una casa hermosa y buenos ingresos se le considera como uno que ha logrado el éxito. La gente constantemente habla acerca de los que obtienen fortunas en la lucha por las riquezas. Se envidia a los hombres que logran obtener los honores conferidos por sus semejantes, estimándoseles sumamente afortunados. En todas partes los hombres oyen que se habla del éxito, como si éste pudiera definirse en una sola palabra, y como si la ambición más grande de los hombres y mujeres fuese la realización de alguna aspiración humana.

Todo este furor en cuanto al éxito simplemente indica el craso materialismo de la época en que vivimos. He aquí lo que un Comisionado de Educación del Estado dijo a un grupo de graduados: «No vayáis a creer que la gente se va a hacer a un lado porque habéis llegado. Van a estrujaros, y vosotros tendréis que estrujarlos a ellos. Os dejarán atrás, a menos que vosotros los dejéis atrás.» El mensaje de estas palabras es que para lograr el éxito hay que aprovecharnos de nuestros semejantes; hay que estrujarlos y dejados atrás, y esto por motivo de que si no los aventajáis, ellos se aprovecharán de vosotros.

Al fin y al cabo, ¿qué es el éxito y quiénes son competentes para juzgar? Las grandes masas que vivieron en la época de Jesús habrían dicho que su vida y enseñanzas terminaron en una derrota ignominiosa. Aun sus discípulos se sintieron desilusionados con su muerte; y sus esfuerzos por perpetuar su nombre y enseñanzas fueron colmados de oprobio y desprecio. No fue sino hasta siglos después que el mundo se dio cuenta del éxito de su vida. Podemos fácilmente comprender, por tanto, cómo es que se han tardado siglos en realizarse acontecimientos que inició alguna persona desconocida o despreciada. El triunfo de Jesús, por consiguiente, habría sido considerado por su generación como una de las paradojas de la historia.

Cuando fue muerto el profeta José Smith, sus enemigos se regocijaron en lo que ellos consideraban el deshonroso fin de su vida. Estaban seguros que todo cuanto había hecho terminaría con él, y así podrían decir que su vida había sido una parodia y un fracaso. Se verá por estos ejemplos que los contemporáneos de un hombre no siempre son competentes para determinar si su vida ha sido un éxito o un fracaso. El criterio sano tiene que esperar hasta futuras generaciones, quizás siglos.

Si en la actualidad vuestro vecino es una viuda pobre que está criando, en medio de las luchas más grandes y con pobreza intolerable, tres o cuatro o media docena de niños, tal vez nadie diría que su vida fue un éxito, y sin embargo, puede haber en su descendencia el embrión de una grandeza futura; las generaciones futuras bien podrían cubrir de gloria su maternidad.

Después de todo, el éxito del individuo debe determinarse por las necesidades eternas (así como presentes) del hombre, más bien que por las normas provisionales que los hombres establecen de conformidad con el espíritu de la época en que viven. Ciertamente nada es más fatal para nuestra dicha que la idea de que nuestro bienestar presente y eterno se funda en las riquezas y honores de este mundo.

Realmente parece perderse de vista en esta generación la gran verdad declarada por el Salvador, de que en nada se beneficiará un hombre, aun cuando ganare todo el mundo, si pierde su propia alma.

La medida del éxito, según lo declara la palabra de Dios, es la salvación del alma. El don mayor de Dios es la vida eterna. —Juvenile Instructor, tomo 39, págs. 561, 562 (15 de septiembre de 1904).

¿QUÉ SERÁ DE AQUELLOS QUE SON COMO YO? Hay muchas personas buenas en el mundo que creen en los principios del evangelio cual los enseñan los Santos de los Últimos Días y, sin embargo, por motivo de las circunstancias y el ambiente, no están preparadas públicamente para aceptarlos. Esto se manifiesta en el siguiente extracto de una carta escrita por un reverendo:

«¿Qué será de aquellos como yo, que creen esto respecto de ustedes, y sin embargo, están atados y sujetos por circunstancias tales como la mía? He sido ministro por cincuenta y cinco años; no podría cambiar ahora ni aunque quisiera.»

Como respuesta a la pregunta: «¿Qué será de aquellos que son como yo?», puede decirse que toda persona recibirá su justo galardón por el bien que haga y por cada uno de sus hechos; pero téngase presente que todas las bendiciones que vamos a recibir, ya sea aquí, ya sea allá, deben venir a nosotros como resultado de nuestra obediencia a las leyes de Dios sobre las cuales se basan dichas bendiciones. Nuestro amigo no será olvidado por la bondad que ha brindado a la obra y a los siervos del Señor, antes le será tomada en cuenta y será recompensado por su fe y por todo buen hecho y palabra. Sin embargo, hay muchas bendiciones que vienen de obedecer las ordenanzas del evangelio y de reconocer el sacerdocio autorizado^ del Padre y restaurado a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, bendiciones que no se pueden obtener sino hasta que la persona está dispuesta a cumplir con las ordenanzas y guardar los mandamientos revelados en nuestro día para la salvación del género humano. El investigador sincero verá y comprenderá esta verdad y obrará al respecto, ya sea en esta vida o en la venidera y, por supuesto no será sino hasta entonces que tendrá derecho a todas las bendiciones. Cuanto más pronto acepte, tanto más pronto recibirá las bendiciones, y si por su negligencia no acepta las leyes en este mundo, sabiendo que son verdaderas, es razonable suponer que surgirán desventajas que le ocasionarán un profundo remordimiento. —Improvement Era, tomo 16, págs. 70-72 (1912-13).

REPOSO PARA LOS DISCÍPULOS PACÍFICOS DE CRISTO. Deseo llamar la atención de los Santos de los Últimos Días a las palabras del profeta Moroni que dice, hablando de las instrucciones de su padre a los antiguos santos sobre este continente:

«Por tanto, quisiera hablaros a vosotros que sois de la Iglesia, que sois los pacíficos discípulos de Cristo, que habéis logrado la esperanza necesaria mediante la cual podréis entrar en el descanso del Señor, desde ahora en adelante, hasta que halléis reposo con él en el cielo.»

El pasaje anterior es muy significativo. El reposo de referencia no es un reposo físico, porque no hay tal cosa como reposo físico en la Iglesia de Jesucristo. Se está refiriendo al reposo y paz espirituales que nacen de una firme convicción de la verdad en la mente de los hombres. De modo que hoy podemos entrar en el reposo del Señor, si llegamos a entender las verdades del evangelio. No hay personas más merecedoras de este reposo, esta paz del espíritu, que los miembros de la Iglesia. Es cierto que no todos se sienten inestables; no todos necesitan buscar este reposo, porque hay muchos que ahora lo poseen, cuya mente ya está satisfecha, que han fijado la vista en la meta de su alto llamamiento con una determinación invencible en su corazón de permanecer firmes en la verdad, y que andan con humildad y justicia por el camino que ha sido indicado a los santos que son mansos discípulos de Jesucristo. Pero hay muchos que, no habiendo llegado a este punto de convicción determinada, son llevados por todo viento de doctrina, por lo que se sienten inquietos, inestables, intranquilos. Son los que se desaniman con lo que acontece en la Iglesia, y en la nación, y en las agitaciones de los hombres y asociaciones. Abrigan sentimientos de sospecha, inquietud, incertidumbre. Sus pensamientos están perturbados y se agitan con el menor cambio, como el que se encuentra desorientado en medio del mar.

¿A dónde enviaríais a las personas que se sienten inestables en cuanto a la verdad? La respuesta es clara. No encontrarán satisfacción en las doctrinas de los hombres. Búsquenla en la palabra escrita de Dios; suplíquenle en sus cámaras secretas, donde ningún oído humano pueda escuchar, y pidan luz en sus aposentos; obedezcan las doctrinas de Jesús, e inmediatamente empezarán a crecer en el conocimiento de la verdad. Este curso traerá la paz a sus almas, el gozo a su corazón y una convicción estable que ningún cambio podrá perturbar. Pueden estar bien seguros de que «aquel que ve en lo secreto los recompensará en público». Busquen fuerza en la Fuente de toda fuerza, y El proporcionará contentamiento espiritual, un reposo que no puede compararse con el reposo físico que viene después del trabajo. Todos los que buscan tienen el derecho de entrar en el reposo de Dios aquí en la tierra, y pueden hacerlo desde hoy en adelante, ahora, hoy; y al terminar la vida terrenal, también disfrutarán de ese reposo en el cielo.

Yo sé que Jesucristo es el Unigénito Hijo de Dios, que es el Redentor del mundo, que resucitó de los muertos; y que así como El resucitó, en igual manera toda alma que lleva la imagen de Dios se levantará de los muertos y será juzgada de acuerdo con sus obras, bien sean buenas o malas. En las eternidades interminables de nuestro Padre Celestial se regocijarán los justos, mientras la asociación y amor de sus familias y amigos los glorificarán por las edades venideras. Gozo y reposo inefables serán su recompensa.

Estas son algunas de las doctrinas del evangelio de Jesucristo en que creen los Santos de los Últimos Días. No deseo nada mejor; deseo satisfacerme en estas cosas y poseer esa paz y gozo que vienen de contemplar las oportunidades y verdades comprendidas en este evangelio. Si fuese a buscar estas verdades, ¿a dónde iría? No al hombre. Debo saber por mí mismo, de la fuente que proporciona estas bendiciones y dones; pero, ¿qué más podía pedir que un conocimiento de la resurrección, de que seré redimido de mis pecados y llegaré a ser perfecto en Cristo Jesús mediante la obediencia a su evangelio? ¿Hay doctrina alguna más razonable y más de conformidad con el libre albedrío que ésta? Es cierto que los antiguos filósofos nos enseñaron muchas cosas morales, pero en toda la filosofía del mundo, ¿dónde tenemos mejores enseñanzas que en el evangelio de Jesucristo que nos ha sido revelado, y el cual poseemos y del cual participamos? Ninguna doctrina jamás fue tan perfecta como la de Jesús. Cristo perfeccionó todo principio que previamente habían enseñado los filósofos del mundo; Él nos ha revelado el camino de la salvación desde el principio, y por todos los recorridos de esta vida hasta una exaltación y gloria interminables en su reino y a vida nueva en El. Nos ha enseñado que el hombre se compone de dos elementos, es progenie de Dios y que el cuerpo y el espíritu, unidos en un alma inmortal, finalmente se hallará en la presencia de su Hacedor, y verá como es visto y conocerá como es conocido. Cuando el Señor se comunica con el hombre, le habla a su alma inmortal, y satisfacción, y paz y gozo insuperables vienen a todos los que escuchan.

Verdaderamente feliz es el hombre que puede recibir este testimonio que satisface el alma, y sentirse tranquilo y no buscar otro camino hacia la paz sino por las doctrinas de Jesucristo. Su evangelio nos enseña a amar a nuestros semejantes, a tratar a otros como queremos que otros nos traten, a ser justos, misericordiosos, a perdonar y hacer toda cosa buena que tenga por objeto ensanchar el alma del hombre. Su filosofía perfeccionada también enseña que es mejor sufrir una ofensa que ofender, y que oremos por nuestros enemigos y por aquellos que nos ultrajan. No hay otros evangelios ni sistemas de filosofía que tengan estas señales de divinidad e inmortalidad. Uno busca en vano en las filosofías del mundo cualquier código de ética que asegure la paz y el reposo que podemos encontrar en el evangelio del Señor, a la vez comprensible y sencillo.

Al hombre o mujer joven que no sabe qué hacer en medio de las varias enseñanzas que existen en el mundo, yo diría: Escudriñad las Escrituras, buscad a Dios en oración y entonces leed las doctrinas que Cristo proclamó en su Sermón del Monte, cual se hallan en Mateo, y como las reiteró a los antiguos santos sobre este continente (3 Nefi). Habiendo estudiado estas normas espléndidas y escudriñado profundamente el significado de estos sentimientos incomparables, podéis desafiar a las filosofías del mundo o a cualquiera de sus éticas a que produzcan algo semejante. La sabiduría de los hombres no puede compararse con ellas. Conducen al reposo de los pacíficos discípulos de Cristo y habilitan al género humano para que pueda llegar a ser perfecto como Él es perfecto. Ningún otro filósofo ha dicho jamás, como dijo Jesús: «Venid a mí.» Desde el principio del mundo hasta el tiempo presente, ningún otro filósofo ha proclamado al pueblo palabras semejantes de amor, ni ha garantizado y declarado poder dentro de sí para salvar. La invitación del Señor a todos los hijos e hijas de los hombres es: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.»

Los Santos de los Últimos Días han respondido al llamado, y por este medio miles han encontrado un descanso y paz que sobrepuja todo entendimiento; y esto a pesar de las pruebas externas por fuego, y la agitación y contiendas por las cuales han pasado. Reposan en el conocimiento de que ningún hombre podría declarar o enseñar tal doctrina; es la verdad de Dios.

Doy gracias a nuestro Padre que he llegado al conocimiento de esta verdad, que yo sé que Jesús es el Cristo, y que únicamente en El hay reposo y salvación. Vive Dios, que están siendo engañados aquellos que siguen a los hombres y sus filosofías; pero felices son los que entran en el reposo de los pacíficos discípulos de Cristo y obtienen suficiente esperanza de ahora en adelante hasta que descansen con El en el cielo. Confían completamente en el poder salvador de su evangelio y, por tanto, se conservan tranquilos en medio de todo el tumulto mental y agitación pública que estorban su camino. —Improvement Era, tomo 7, págs. 714-718 (1903-04).

ARMONÍA. En cuanto a la armonía, con referencia especial al concepto que los Santos de los Últimos Días deben tener de ella, en lo que respecta a los miembros de la Iglesia o como subsiste en los quórumes del sacerdocio, quisiera decir que la armonía que se procura establecer entre los santos y en los miembros de los quórumes respectivos es la que viene de estar completamente de acuerdo en todas las cosas; de entender las cosas en la misma manera; esa armonía que nace del conocimiento perfecto, de la honradez perfecta, de la abnegación y amor perfectos. Tal es la armonía que la Iglesia quisiera inculcar en sus miembros, y tales los elementos en los que quisiera verla fundada.

Sucede con la armonía la misma cosa que con todos los ideales del evangelio. Los santos y élderes de la Iglesia tal vez no podrán lograrlos en su perfección en esta vida, pero pueden aproximarse a ellos. Aun cuando esto es cierto, en lo que respecta a todos los detalles del evangelio, e igualmente cierto en cuanto a la armonía perfecta que deseamos lograr, así como en otras condiciones ideales, reconocemos, sin embargo, el hecho de que es esencial en la Iglesia cierto grado de armonía «como principio básico. Este grado de armonía, esencial en la Iglesia, entre los miembros y en los quórumes del sacerdocio, no es ni difícil de entender ni dificultoso de lograr. Tampoco es un principio nuevo ni algo particular de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Es tan antiguo como la sociedad de los hombres, algo que tienen en común todos los hombres que trabajan mancomunadamente, en los parlamentos, congresos, convenciones, consejos, burocracias y conferencias de todo género. En La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días esta armonía esencial se compone de la unión o acuerdo necesarios para llevar a cabo los propósitos de la organización. En su mayor parte, estos propósitos se llevan a efecto por medio de los varios consejos del sacerdocio y las conferencias de la Iglesia; de modo que la obra se realiza mediante la labor combinada de grupos de individuos, y necesariamente debe ser según su acuerdo y consentimiento. Habiendo hombres de distinta inteligencia, criterio y temperamento, es natural que en la consideración de determinado asunto haya una variedad de conceptos, y la discusión del asunto casi siempre hará surgir diferentes opiniones. Dicho sea de paso, que nada de esto menoscaba la categoría de ningún asunto propuesto, dado que cuanto mayor sea la variedad de temperamentos y preparación de los conferencistas, tanto mayor será la diversidad de los puntos de vista desde los cuales se va a considerar el asunto en cuestión, y probablemente se presentará desde casi todo aspecto concebible y se manifestarán sus puntos fuertes así como los débiles, de lo cual resultará la formación del mejor criterio posible al respecto. Son estas consideraciones las que indudablemente dieron origen al aforismo: «En la multitud de consejeros está la sabiduría.» Por supuesto, a veces sucederá, en el curso de los consejos o conferencias, que no todos los presentes llegarán a un acuerdo perfecto con referencia al paso propuesto; pero al presentarse el asunto al criterio de los presentes, se descubre que la mayoría de los que tienen el derecho de decidir determinada cuestión la resuelven de cierta manera. Y ahora surge la pregunta, ¿qué curso han de seguir los que constituyen la minoría, los que no concuerdan perfectamente con la decisión? ¿Han de salir del concilio o conferencia y contender a favor de sus opiniones contra la decisión expresada, y aferrarse contumaz y tercamente a su propio criterio contra el de la mayoría de los del concilio o conferencia quienes tuvieron el derecho de determinar qué se habría de hacer al respecto? Me parece que la respuesta correcta es obvia: el criterio de la mayoría debe prevalecer. Si se trata de la decisión del consejo o conferencia, que tiene la última palabra en cuanto al asunto, se convierte en el paso decretado, la regla o ley, y debe sostenerse en tal calidad, hasta que un conocimiento más amplio o cambio de circunstancias causen que aquellos que legalmente establecieron la decisión la modifiquen o anulen.

Desde luego, si un miembro o miembros de la minoría consideran que la acción de la mayoría es una violación de algún principio fundamental, o que subvierte los derechos inherentes del hombre, contra lo cual es para ellos asunto de conciencia dirigir una protesta o rechazamiento absoluto, comprendo que tienen el derecho de proceder en tal forma; pero entiéndase que sería un acto revolucionario, una rebelión, y de persistir en ello, sólo resultaría en que tales personas se apartaran voluntariamente o fueran cesadas de la organización. No pueden esperar que se les retenga dentro de la confraternidad y seguir disfrutando de los derechos y privilegios de la Iglesia, y al mismo tiempo combatir sus decisiones o sus reglas y maneras de proceder. Pero ningún poder sobre la tierra, ciertamente ningún poder dentro de la Iglesia, puede evitar que los hombres que están descontentos con la Iglesia se aparten totalmente de ella; y es tal la desaprobación del mundo hacia la Iglesia, que dichas separaciones, en la mayor parte de los casos, se granjearían el aplauso del mundo. O si la desconformidad del miembro es únicamente con el quorum o consejo del sacerdocio con el que está relacionado, estaría libre para separarse de ese quorum o consejo y todavía seguir siendo miembro de la Iglesia. Por otra parte, la armonía que dije ser esencial en la Iglesia ciertamente requiere que la Iglesia no tolere, y ciertamente si la vida de la organización va a persistir, no puede tolerar estos conflictos internos, como los que acabo de mencionar, ya que conducirían a la confusión, anarquía, quebrantamiento y disolución final de la organización.

Hay otro elemento que ha de considerarse en este asunto de la armonía, como doctrina de la Iglesia, que tal vez no funcione en otros esfuerzos mancomunados de los hombres, a saber, la presencia viviente y fuerza eficaz del Santo Espíritu. Debe tenerse presente que dicho Espíritu, es preeminentemente llamado «el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre». Es el que enseña todas las cosas y hace recordar a los santos todas las instrucciones del Maestro. Es quien guía a toda verdad, y como en toda verdad hay unidad o armonía, se cree, por tanto, que si los santos poseen este Espíritu, la armonía en la Iglesia de Cristo será superior a la que se puede buscar o esperar en cualquier otra organización. Y por motivo de que los santos tienen libre acceso al Santo Espíritu, y pueden andar dentro de su luz y compañerismo y poseer la inteligencia que Él pueda comunicarles, se debe insistir en que exista una armonía más estricta entre los miembros que en una organización de los hombres, cualquiera que fuere. Por la misma razón se puede censurar con mayor severidad la falta de armonía, y denunciarse más justamente y castigarse con más prontitud la oposición y rebelión persistentes.

Sin embargo, deben ejercerse la paciencia y la caridad en todas las cosas; y no menos en buscar la armonía perfecta que esperamos lograr, que en otras cosas. Deben tomarse en cuenta el estado actual de conocimiento imperfecto y la lucha que es para todos los hombres vivir a esa altura espiritual donde pueden tener comunicación con Dios, y hacerse las concesiones necesarias a la debilidad e imperfección humanas. De modo que aun cuando siempre hay que exigir imperativamente la existencia de ese grado de armonía esencial como principio básico en la Iglesia, ésta, por otra parte, bien podría ejercer paciencia y caridad hacia todos sus miembros en el asunto de la armonía, hasta que amanezca sobre los santos el día de conocimiento más perfecto, día en que por motivo de más amplia difusión y profunda penetración del Santo Espíritu, podrán lograr la armonía perfecta unos con otros y con Dios. —Improvement Era, tomo 8, págs. 209-215 (1904-05).

EL CARÁCTER, DETERMINACIÓN Y MISIÓN DE LOS SANTOS DE LOS ÚLTIMOS DÍAS. No buscamos la perfección absoluta en el hombre. El ser mortal no es capaz de ser totalmente perfecto. No obstante, estamos facultados para ser tan perfectos en la esfera en la que se nos llama a estar y obrar, como el Padre Celestial lo está para ser puro y recto en la esfera más exaltada en que El obra. Encontramos en las Escrituras las palabras del propio Salvador a sus discípulos, en las que les requirió que fuesen perfectos, como su Padre Celestial es perfecto; que fuesen justos como Él es justo. No espero que podamos ser tan perfectos como Cristo, que podamos ser tan justos como Dios; pero sí creo que podemos esforzarnos por lograr esa perfección con la inteligencia que poseemos y el conocimiento que tenemos de los principios de vida y salvación. El deber de los Santos de los Últimos Días, y el deber supremo de los que dirigen esta obra de mejoramiento mutuo en la Iglesia, consiste en inculcar en el corazón de los jóvenes los principios de justicia, de pureza de vida, de honor, de rectitud y de humildad en todo, a fin de que podamos humillarnos delante de Dios y reconocer su mano en todas las cosas. Según sus revelaciones, no está complacido con aquellos que no reconocen su mano en todo. Cuando miramos las imperfecciones en nuestros semejantes y algunas de las inclinaciones de aquellos con quienes nos asociamos íntimamente en las varias organizaciones de la Iglesia, y vemos en ellos su tendencia natural a lo malo, al pecado, a la falta de consideración hacia las cosas sagradas y a veces su propensión a menospreciar y tratar livianamente, cuando no con escarnio, las cosas que deben ser más sagradas que la vida misma, parece que la tarea se vuelve casi desalentadora y nos parece imposible cumplir, a nuestra propia satisfacción y para la aceptación del Señor, aquello que nos hemos propuesto y la misión que hemos emprendido.

Pero, ¿qué haremos? ¿Desistiremos porque hay algunos con quienes nos ponemos en contacto que no están dispuestos a elevarse a la norma a la cual procuramos exaltarlos? ¡No! Alguien ha dicho que el Señor desprecia al que abandona la tarea, y no debe haber tal cosa como echarse atrás cuando ponemos la mano al arado para salvar a los hombres, salvar almas, exaltar al género humano, inculcar principios de rectitud y establecerlos, tanto por el precepto como por el ejemplo, en el corazón de aquellos con quienes nos asociamos. No debe haber tal cosa como desánimo. Podremos fracasar una y otra vez, pero si tal sucede, será en casos individuales. En ciertas condiciones y circunstancias tal vez no realicemos el objeto que nos hemos propuesto respecto de esta persona o aquella, o de varias personas que estemos tratando de beneficiar, ennoblecer, purificar e inculcar en su corazón los principios de justicia, de rectitud, de virtud y honor que los hará aptos para heredar el reino de Dios; para asociarse con ángeles, si es que vienen a visitar la tierra. Si fracasáis, no os preocupéis. Seguid adelante; intentadlo de vuelta; probadlo en otra parte. Nunca os deis por vencidos; no digáis que no se puede hacer. Fracaso debía ser una palabra desconocida para todo obrero en las Escuelas Dominicales, en las Asociaciones de Mejoramiento Mutuo, en nuestras Asociaciones Primarias, en los quórumes del sacerdocio, así como en todas las demás organizaciones de la Iglesia por todas partes. La palabra «fracasar» se debe borrar de nuestro vocabulario y pensamientos. No fracasamos cuando tratamos de beneficiar a los errantes y no quieren escuchar. Recibiremos la recompensa por todo el bien que hagamos; seremos premiados por todo el bien que deseemos hacer y nos esforcemos por realizar, aunque no lleguemos a lograrlo, porque seremos juzgados de acuerdo con nuestras obras, nuestras intenciones y propósitos. La víctima de la maldad o el pecado, aquel que procuramos beneficiar, mas no quiere ceder a nuestros esfuerzos para ayudarlo, podrá fracasar; pero nosotros que tratamos de elevarlo no fracasaremos, si no nos damos por vencidos.

Si seguimos intentando, el fracaso en no realizar determinada meta no debe desanimarnos; antes debemos volar a otra, continuar en la obra, continuar cumpliendo con nuestro deber paciente y determinadamente, procurando llevar a efecto el propósito que tenemos en mente.

Es el deber de los Santos de los Últimos Días, el deber de las organizaciones auxiliares de la Iglesia, de todos y cada uno, enseñar la divinidad de la misión de José Smith el Profeta a los niños que se hallan bajo nuestra influencia y cuidado. No lo olvidéis; no permitáis que él se desvanezca de vuestros pensamientos y mente. Recordad que Dios el Señor lo levantó para poner los fundamentos de esta obra, y por conducto de él, el Señor hizo cuanto se ha hecho, y vemos los resultados. Los hombres podrán burlarse de José Smith y su misión, así como se burlaron del Salvador y su misión. Podrán ridiculizar la misión de Cristo y reírse de ella y condenarla, mas con toda su condenación, sus burlas, sus mofas, su desprecio y persecución asesina de los santos de los días anteriores, del nombre de Dios, del nombre del humilde Nazareno, aquel que no tenía donde recostar su cabeza, que fue burlado, ultrajado, insultado, perseguido y obligado a esconderse y desterrarse una y otra vez porque atentaron contra su vida; aquel que fue acusado de obrar cosas buenas por el poder de Satanás, de violar el día de reposo porque permitió que en ese día sus discípulos recogieran espigas y las comieran; que fue llamado amigo de publícanos y pecadores, bebedor de vino y todas estas cosas; y finalmente fue crucificado, escarnecido, coronado de espinas, escupido, herido y ultrajado hasta ser levantado sobre la cruz con el grito: «Si eres hijo de Dios, desciende de la cruz», y aun los ladrones crucificados con Él se burlaron y lo ridiculizaron, diciendo que si era el Cristo, descendiera y los librara también a ellos —por todo esto pasó Jesús el Hijo de Dios; pero ¿cuál ha sido el resultado? Mirad al mundo cristiano así llamado en la actualidad. Nunca jamás se ha presentado un nombre a la inteligencia de la raza humana, desde la fundación del mundo, que haya logrado tanto, que haya sido tan reverenciado y honrado como el nombre de Jesucristo, en otro tiempo tan aborrecido y perseguido y crucificado. El día vendrá—y no está muy distante— en que el nombre del Profeta José Smith se mencionará junto con el de Jesucristo de Nazaret, el hijo de Dios, como su representante, como su agente a quien escogió, ordenó y apartó para poner de nuevo en el mundo el fundamento de la Iglesia de Dios, que en realidad es la Iglesia de Cristo, con todos los poderes del evangelio, todos los ritos y privilegios, autoridad del santo sacerdocio y todo principio necesario para preparar y habilitar tanto a los vivos como a los muertos para heredar la vida eterna y lograr la exaltación en el reino de Dios. Vendrá el día en que vosotros y yo no seremos ni con mucho los únicos en creer esto, sino que habrá millones de personas, vivas y muertas, que proclamarán esta verdad. El evangelio revelado por el Profeta José Smith se está predicando ya a los espíritus encarcelados, aquellos que han pasado de esta esfera de acción al mundo de espíritus sin el conocimiento del evangelio. José Smith les está predicando el evangelio, también Hyrum Smith, también Brigham Young y todos los fieles apóstoles que vivieron en esta dispensación, bajo la administración del Profeta José. Están allí, habiendo llevado consigo desde aquí el santo sacerdocio que recibieron bajo las manos y por la autoridad del Profeta José Smith. Con esa autoridad que les fue conferida en la carne, están predicando el evangelio a los espíritus encarcelados, tal como lo dispuso Cristo cuando su cuerpo yacía en la tumba y Él fue a proclamar libertad a los cautivos y abrir la puerta de la cárcel a los presos. No sólo éstos se hallan consagrados a tal obra, sino centenares y millares de otros seres. Los élderes que han muerto en el campo de la misión no han terminado sus misiones, sino que están continuándolas en el mundo de los espíritus. Posiblemente el Señor, al hacerlo, lo consideró necesario o propio llamarlos allá. No voy a dudar de tal concepto, por lo menos no voy a impugnarlo. Lo dejo en las manos de Dios, porque creo que todas estas cosas se tornarán para bien, porque el Señor no permitirá que sobrevenga a su pueblo en el mundo cosa alguna que El finalmente no vierta en beneficio mayor para ellos. — impmvement Era, tomo 13, págs. 1053-1061 (octubre de 1910).

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