Doctrina y Convenios
Sección 104
Contexto Histórico
En los primeros años de la restauración, la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días enfrentó desafíos económicos significativos. Para abordar estas dificultades y asegurar que las necesidades de los miembros se cubrieran de manera equitativa, se estableció la Firma Unida, posteriormente llamada la Orden Unida. Este sistema buscaba que los bienes de los miembros se consagraran al Señor y se distribuyeran según las necesidades y las responsabilidades de cada individuo.
El 23 de abril de 1834, en un consejo liderado por José Smith en Kirtland, Ohio, el Profeta recibió esta revelación. En el contexto, la Orden Unida enfrentaba problemas serios debido a la desobediencia, la avaricia y la falta de integridad de algunos de sus miembros. Se había considerado disolver la organización el 10 de abril, pero esta revelación aclaró que, en lugar de terminar con la orden, debía reorganizarse para corregir sus problemas estructurales y doctrinales.
El Señor indicó que los bienes de la orden debían dividirse en mayordomías individuales para los participantes. Cada persona tendría la responsabilidad de administrar estos bienes como mayordomo, rindiendo cuentas de su uso al Señor. Además, se establecieron dos tesorerías: una sagrada, destinada a la impresión de las Escrituras, y otra general, para las operaciones diarias de la orden.
El fracaso de algunos miembros en guardar sus convenios llevó al Señor a separar las operaciones de la Orden Unida en Kirtland y Sion (Misuri). Cada una debía funcionar de manera independiente, pero ambas permanecían bajo los principios de la consagración.
Otro desafío que enfrentaba la Iglesia en este momento era la deuda colectiva. El Señor enfatizó la importancia de pagar todas las deudas y prometió ablandar el corazón de los acreedores si los santos eran humildes y obedientes. La revelación subraya que los santos debían actuar con diligencia, humildad y fe para recibir la bendición de ser liberados de la servidumbre económica.
La revelación también estableció principios duraderos, como la responsabilidad individual en el uso de los bienes temporales, la importancia de la unidad en el consejo y la necesidad de actuar con integridad en todos los asuntos temporales y espirituales.
Esta sección refleja un momento crucial en la historia de la Iglesia, donde la consagración y la administración de bienes temporales se pusieron a prueba. A través de la revelación, el Señor no solo corrigió errores, sino que reafirmó principios eternos sobre la mayordomía, la unidad y la fe en Su provisión. La reorganización de la Orden Unida y la implementación de estas medidas sentaron las bases para un manejo más eficiente y justo de los recursos de la Iglesia en los años venideros.
La Sección 104 enfatiza los principios de consagración, mayordomía, unidad y responsabilidad. Estos versículos enseñan que las bendiciones del Señor se reciben mediante la obediencia, el servicio a los demás y la fe en Su provisión. Los principios revelados son eternos y siguen siendo una guía poderosa para la administración de los bienes y el fortalecimiento espiritual de los santos en todas las épocas.
Versículo: 1 “De cierto os digo, mis amigos, os doy consejo y un mandamiento concerniente a todos los bienes de la orden, la cual mandé organizar y establecer para que fuera una orden unida, una orden sempiterna para el beneficio de mi iglesia y para la salvación de los hombres hasta que yo venga.”
El Señor establece que la Orden Unida es un principio eterno, diseñado para beneficiar a la Iglesia y a la humanidad. Este sistema refleja la ley celestial de consagración, que busca promover la equidad, el progreso espiritual y la preparación para la Segunda Venida de Cristo.
“De cierto os digo, mis amigos”
El Salvador se dirige a los Santos como “amigos”, mostrando Su amor, cercanía y relación personal con ellos. Este término refleja que el Evangelio es un camino de compañerismo con Cristo, no una imposición distante.
En Juan 15:14-15, el Salvador dijo: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando… ya no os llamaré siervos… sino que os he llamado amigos.” El élder Jeffrey R. Holland declaró: “El Señor no solo nos ama; también confía en nosotros. Nos llama amigos porque desea caminar junto a nosotros.” (Conferencia General, abril de 2016).
Esta frase establece un fundamento de confianza y amor. El Salvador se relaciona con los Santos de manera personal, implicando que sus mandamientos y consejos son para su bienestar eterno.
“Os doy consejo y un mandamiento”
El consejo del Señor no es meramente una sugerencia, sino un mandamiento divino que requiere obediencia. Los consejos del Señor siempre están diseñados para el bienestar y la salvación de Sus hijos.
En Doctrina y Convenios 58:26-27, el Señor enseña que no es suficiente esperar mandamientos específicos, sino que debemos actuar conforme a los principios que Él revela. “Es menester que todo hombre sea diligente en hacer muchas cosas por su propia voluntad.” El presidente Thomas S. Monson afirmó: “Cuando el Señor da un mandamiento, es porque sabe que podemos obedecerlo y porque será para nuestra felicidad.” (Conferencia General, octubre de 2010).
Los mandamientos son expresiones del amor y la sabiduría de Dios, diseñados para guiar a Sus hijos hacia la salvación. Este “consejo y mandamiento” refleja la necesidad de vivir conforme a los principios revelados.
“Concerniente a todos los bienes de la orden, la cual mandé organizar y establecer”
Esto hace referencia a la Orden Unida, una organización económica establecida por el Señor para promover la igualdad, la autosuficiencia y el bienestar entre los miembros de la Iglesia. Su propósito era asegurar que no hubiera pobres entre ellos (véase Moisés 7:18).
Brigham Young enseñó: “La Orden Unida es un sistema para bendecir a todos, no para empobrecer a nadie.” (Discourses of Brigham Young, pág. 225). En Doctrina y Convenios 104:16, el Señor declara: “Es mi propósito proveer para mis santos.”
Este principio subraya la importancia de una administración justa y equitativa de los recursos dentro de la Iglesia, promoviendo la unidad y el cuidado mutuo.
“Para que fuera una orden unida, una orden sempiterna”
La unidad es un principio eterno que refleja la naturaleza de Dios y Su Reino. La “orden sempiterna” indica que el sistema establecido no era solo temporal, sino que reflejaba un principio celestial.
En Moisés 7:18, se describe a la ciudad de Sion como un pueblo “de un solo corazón y una sola mente.” El presidente Henry B. Eyring enseñó: “La unidad no es opcional en la obra de Dios; es el camino hacia la exaltación.” (Conferencia General, abril de 2008).
La unidad entre los Santos es esencial para reflejar el carácter de Sion y preparar el mundo para la venida del Salvador.
“Para el beneficio de mi iglesia y para la salvación de los hombres”
El propósito de la Orden Unida era doble: beneficiar temporal y espiritualmente a los miembros de la Iglesia, y contribuir a la salvación de la humanidad al vivir principios cristianos.
En Mosíah 4:26, se nos recuerda: “Deberéis impartir de vuestros bienes a los pobres.” El presidente Spencer W. Kimball declaró: “No podemos ser exaltados solos; debemos preocuparnos por nuestros hermanos y hermanas.” (Conferencia General, abril de 1978).
Este principio destaca que la verdadera salvación incluye tanto el cuidado espiritual como el temporal, extendiéndose más allá de la esfera personal hacia una preocupación por toda la humanidad.
“Hasta que yo venga”
El Señor recuerda que Su Segunda Venida es un evento seguro y que los principios establecidos en la Orden Unida preparan a los Santos para ese día. El Evangelio siempre apunta hacia el retorno glorioso del Salvador.
En Doctrina y Convenios 45:39, el Salvador declara: “Y cuando veáis estas cosas, sabréis que la hora está cerca.” El élder D. Todd Christofferson enseñó: “Vivimos con la mirada fija en la venida de Cristo, preparando nuestro corazón y nuestra vida para recibirlo.” (Conferencia General, octubre de 2011).
Este recordatorio constante de la Segunda Venida subraya la urgencia de vivir según los principios del Evangelio para estar preparados espiritualmente.
Este versículo combina principios eternos como la unidad, la administración justa y el cuidado mutuo, todo ello fundamentado en el amor y la relación personal con Cristo. La Orden Unida no era solo un sistema económico, sino una manifestación práctica de la ley celestial de consagración, un modelo para construir Sion en la tierra.
El profeta José Smith enseñó: “El propósito de la Orden Unida es elevar a todos, espiritual y temporalmente, para reflejar la luz de Cristo.” La implementación de estos principios es un recordatorio de que el Evangelio no solo transforma nuestras vidas espirituales, sino que también tiene un impacto directo en nuestras relaciones y en la forma en que cuidamos unos de otros.
Versículo: 4 “Por consiguiente, ya que algunos de mis siervos no han guardado el mandamiento, sino que han quebrantado el convenio por motivo de su avaricia, y con palabras fingidas, los he maldecido con una maldición muy grave y penosa.”
El incumplimiento de los convenios conlleva consecuencias espirituales y temporales. Este versículo subraya que la obediencia a los principios de la consagración es fundamental para recibir las bendiciones prometidas, mientras que la desobediencia trae maldiciones.
“Por consiguiente, ya que algunos de mis siervos no han guardado el mandamiento”
Este fragmento subraya la importancia de la obediencia a los mandamientos de Dios. La revelación indica que incluso los siervos del Señor (aquellos que tienen llamamientos y responsabilidades sagradas) pueden fallar en su fidelidad.
El presidente Thomas S. Monson dijo: “La obediencia es la marca del verdadero discípulo. Obedecer los mandamientos de Dios conduce a la felicidad, mientras que la desobediencia inevitablemente nos lleva al sufrimiento” (Obedience Brings Blessings, abril de 2013). Esto refleja que el llamado o posición en la Iglesia no asegura la perfección; la obediencia sigue siendo un esfuerzo personal y continuo.
“sino que han quebrantado el convenio por motivo de su avaricia”
Este pasaje señala cómo el pecado de la avaricia puede llevar a quebrantar convenios sagrados, algo que se considera muy grave en la doctrina de la Iglesia.
El élder Jeffrey R. Holland explicó: “La avaricia, en cualquiera de sus formas, nos aleja del Salvador. Es el deseo de poseer más de lo que necesitamos, especialmente a expensas de otros” (Are We Not All Beggars?, octubre de 2014). Los convenios son compromisos solemnes con Dios; romperlos por razones egoístas demuestra una falta de integridad espiritual y una desviación de los principios del evangelio.
“y con palabras fingidas”
La hipocresía, simbolizada aquí por “palabras fingidas,” es condenada en las escrituras como una actitud incompatible con el discipulado verdadero.
El Salvador mismo enseñó: “Este pueblo de labios me honra, pero su corazón está lejos de mí” (Mateo 15:8). También, el presidente Dieter F. Uchtdorf dijo: “No podemos engañar a Dios; nuestras intenciones y sinceridad son conocidas por Él” (On Being Genuine, abril de 2015). Las palabras vacías o manipuladoras no tienen cabida en el evangelio; deben alinearse con las acciones y los deseos del corazón.
“los he maldecido con una maldición muy grave y penosa”
Esta expresión ilustra las consecuencias espirituales y temporales del pecado. Las escrituras enfatizan que las maldiciones son el resultado natural de las elecciones que alejan a las personas de Dios.
El presidente Spencer W. Kimball enseñó: “Dios no castiga arbitrariamente; las maldiciones son a menudo el resultado lógico de nuestras propias decisiones” (The Miracle of Forgiveness, p. 6). La “maldición” puede interpretarse como la pérdida de bendiciones espirituales y protección divina, lo cual es “grave y penoso” tanto para el individuo como para la comunidad.
Este versículo resalta el daño espiritual causado por la desobediencia, el quebrantamiento de convenios y la hipocresía. A través de este lenguaje fuerte, el Señor recuerda a Sus siervos la seriedad de mantener sus compromisos con Dios. En el contexto del evangelio, la avaricia y las palabras fingidas son incompatibles con los principios de integridad y pureza de corazón.
El arrepentimiento es la clave para superar estas transgresiones. Como enseñó el élder D. Todd Christofferson: “El arrepentimiento no es castigo; es la esperanza del cambio que Dios nos ofrece” (The Divine Gift of Repentance, octubre de 2011).
La aplicación de este versículo en la vida cotidiana exige una revisión sincera de nuestras acciones e intenciones. Al buscar vivir los convenios con integridad y humildad, podemos evitar las consecuencias espirituales descritas aquí y avanzar hacia una relación más cercana con el Salvador.
Versículo: 11 “Os mando que os organicéis y le señaléis a cada cual su mayordomía.”
Cada miembro es responsable de administrar los bienes que el Señor les asigna. Este principio enfatiza que somos mayordomos de las bendiciones temporales y espirituales, y que debemos rendir cuentas de su uso al Señor.
“Os mando que os organicéis”
La organización es un principio divino que refleja el orden de Dios. En Doctrina y Convenios 88:119 se instruye a establecer “una casa de oración, una casa de ayuno, una casa de fe, una casa de aprendizaje, una casa de gloria, una casa de orden”. Este llamado a la organización asegura que los esfuerzos colectivos estén alineados con los propósitos del Señor.
Presidente Russell M. Nelson enseñó: “El Señor opera mediante un orden perfecto. Todo en Su plan eterno está organizado para brindar propósito y felicidad” (Conferencia General, abril 2021). Este mandato resalta que la obra de Dios no puede realizarse sin orden. El caos es contrario al carácter divino, y la organización prepara el terreno para la eficacia en el cumplimiento de Sus propósitos.
“Y le señaléis a cada cual su mayordomía”
La mayordomía es el principio mediante el cual Dios delega responsabilidades específicas a Sus hijos para administrar Su obra y recursos. Cada persona tiene una responsabilidad única que cumplir en el reino de Dios.
Élder Neal A. Maxwell declaró: “Ser un buen mayordomo significa que aceptamos nuestras asignaciones divinas y rendimos cuentas al Maestro de nuestra mayordomía” (Conferencia General, octubre 1991). Doctrina y Convenios 104:13-14 reafirma: “Os doy esto para que seáis mayordomos sobre muchas cosas… porque la tierra es mía”. Este principio subraya la individualidad en el plan de Dios. Cada persona tiene un propósito único y un rol específico que cumplir, ya sea en la Iglesia, la familia o la comunidad. Ser un buen mayordomo implica diligencia y un esfuerzo consciente por magnificar el llamamiento recibido.
El versículo Doctrina y Convenios 104:11 encapsula dos principios fundamentales del evangelio: el orden y la responsabilidad individual. La organización asegura la eficiencia y la unidad en el reino de Dios, mientras que la asignación de mayordomías refuerza la importancia del esfuerzo individual en la obra colectiva. Este versículo también refleja el carácter justo y equitativo de Dios, quien asigna a cada persona según sus talentos y capacidades, como se enseña en la parábola de los talentos (Mateo 25:14-30).
Además, este mandato nos recuerda que nuestra mayordomía no solo incluye bienes temporales, sino también dones espirituales, responsabilidades familiares y oportunidades para servir. El principio de rendir cuentas ante Dios impulsa a actuar con propósito y rectitud en todas nuestras asignaciones.
Por lo tanto, este versículo nos invita a reflexionar sobre cómo estamos organizando nuestras vidas y magnificado nuestras mayordomías. Al seguir este consejo divino, podemos contribuir más plenamente al avance del reino de Dios en la tierra.
Doctrina y Convenios 104:11–13
“Organizaos y nombrad a cada hombre su mayordomía, para que cada hombre dé cuenta a mí de la mayordomía que le haya sido asignada. Porque es conveniente que yo, el Señor, haga a cada hombre responsable como mayordomo de las bendiciones terrenales que he hecho y preparado.”
La orden unida, un grupo de líderes de la Iglesia organizado en 1832 para ayudar al obispo a administrar la ley de consagración, fue disuelta en 1834 (DyC 104). A los miembros se les llamó a poseer propiedades conjuntamente y a organizar un almacén para el beneficio de los pobres (DyC 78:3–4; 82:11–12). Entonces, como ahora, a cada uno de nosotros se nos da una responsabilidad de mayordomía. En nuestros hogares y unidades de la Iglesia tenemos responsabilidades sagradas por las cuales rendiremos cuentas. Al Señor le importa mucho cuán en serio tomamos nuestras mayordomías asignadas. ¿Ponemos las cosas importantes en primer lugar en nuestro matrimonio y relaciones familiares? ¿Magnificamos nuestros llamamientos y servimos a otros con disposición? ¿Ejercemos dignamente nuestro sacerdocio para bendecir a quienes están dentro y fuera de nuestra familia?
¿Consagramos nuestro tiempo y energías para edificar el reino? Doctrina y Convenios 104 nos enseña a ser mayordomos sabios y diligentes de todo lo que Dios nos ha dado.
Este pasaje de Doctrina y Convenios revela una de las verdades más profundas del Evangelio: la mayordomía personal ante Dios. El Señor establece que cada bendición temporal o espiritual que recibimos no es una posesión absoluta, sino una confianza sagrada. Esto se relaciona directamente con la ley de consagración, un principio eterno del Reino de Dios donde se espera que sus ciudadanos vivan en rectitud, unidad y servicio mutuo.
Cuando el Señor dice que “hace a cada hombre responsable”, nos recuerda que la rendición de cuentas es inseparable del discipulado fiel. No importa si nuestra mayordomía es grande o pequeña—ya sea una familia, un llamamiento, bienes materiales o dones espirituales—todos deberemos dar cuenta de cómo usamos lo que se nos dio.
Este principio también invita a la autoevaluación: ¿Estoy siendo un buen mayordomo de mi tiempo, talentos y recursos? ¿Estoy cuidando a los pobres y necesitados? ¿Estoy sirviendo donde se me ha llamado?
La doctrina de la mayordomía que enseña Doctrina y Convenios 104 nos recuerda que todo lo que poseemos proviene del Señor, y seremos responsables ante Él por cómo lo utilizamos. La vida no es solo una experiencia de acumulación, sino un proceso sagrado de administración con propósito eterno.
Ser un buen mayordomo implica actuar con sabiduría, sacrificio y servicio. Al vivir este principio, nos acercamos más al ideal de Sion, donde “no hay pobres entre ellos” (Moisés 7:18), y donde cada miembro contribuye al bienestar espiritual y temporal de los demás.
Así, este pasaje no solo nos instruye, sino que nos llama a una vida más consagrada, más comprometida y más semejante a la de Cristo.
Versículo: 16 “La tierra está llena, y hay suficiente y de sobra; sí, yo preparé todas las cosas, y he concedido a los hijos de los hombres que sean sus propios agentes.”
El Señor asegura que ha provisto abundancia para todos, pero también delega en nosotros la responsabilidad de administrar estos recursos de manera justa y equitativa. Esto resalta la importancia de ayudar a los necesitados y ejercer nuestro albedrío en armonía con los principios del Evangelio.
“La tierra está llena, y hay suficiente y de sobra”
Este enunciado resalta la suficiencia de los recursos que Dios ha provisto para la humanidad. El uso de las palabras “suficiente y de sobra” subraya que la creación divina no es escasa ni limitada, sino abundante y capaz de satisfacer las necesidades de todos.
Este concepto refleja la generosidad de Dios y Su capacidad creadora. También implica la responsabilidad del ser humano de administrar los recursos terrenales de manera justa y equitativa, conforme al principio del mayordomía.
El presidente Spencer W. Kimball enseñó: “El Señor ha provisto abundantemente para el sustento del hombre; no obstante, la pobreza y las privaciones existen debido a la mala administración y al egoísmo humano” (Teachings of Spencer W. Kimball, pág. 77).
“Sí, yo preparé todas las cosas”
Dios, como el Creador y Arquitecto divino, afirma que todas las cosas han sido preparadas bajo Su diseño perfecto. Esta frase implica que los recursos naturales y las condiciones de la tierra son parte del plan divino para la vida y la salvación de los seres humanos.
Esto se conecta con la enseñanza de que Dios es el creador de todas las cosas visibles e invisibles (véase Moisés 2:1 y Alma 30:44). La preparación divina está relacionada con Su amor y Su deseo de que los hombres prosperen tanto espiritual como temporalmente. Esta declaración invita a la gratitud y al reconocimiento de que, como criaturas de Dios, somos dependientes de Su planificación.
Y he concedido a los hijos de los hombres que sean sus propios agentes”
Aquí se introduce el principio del albedrío, uno de los fundamentos doctrinales más importantes en la teología de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Dios permite que las personas elijan por sí mismas cómo actuar en relación con los recursos, las bendiciones y las pruebas que Él ha dispuesto.
El profeta Lehi enseñó que “los hombres son libres según la carne; y todo les es dado para que actúen por sí mismos y no para que se les actúe” (2 Nefi 2:27). Esto significa que, aunque Dios provee todo, los individuos son responsables de cómo ejercen su albedrío. La concesión del albedrío es una expresión del amor de Dios por Sus hijos y de Su respeto por su capacidad de elegir. Sin embargo, esta libertad también conlleva la responsabilidad de actuar con justicia y de aceptar las consecuencias de nuestras decisiones.
Este versículo encapsula principios clave del evangelio relacionados con la abundancia, la responsabilidad y el albedrío. Al recordar que la tierra está llena y que todo ha sido preparado por Dios, se nos invita a actuar como mayordomos sabios y agradecidos de las bendiciones terrenales. Además, la mención del albedrío subraya que somos agentes morales, responsables no solo de nuestras acciones sino también del impacto que estas tienen sobre otros y sobre el medio ambiente.
El élder D. Todd Christofferson enseñó: “El albedrío moral es un don de Dios. La forma en que lo ejercemos puede ennoblecer nuestra alma o endurecer nuestro corazón, dependiendo de si actuamos con rectitud o no” (Conferencia General, octubre de 2009).
Este pasaje nos llama a la acción justa y al uso responsable de los recursos, reconociendo que todo pertenece al Señor y que nuestro propósito en la vida es actuar de acuerdo con Sus mandamientos para alcanzar la exaltación.
Doctrina y Convenios 104:17–18
“Porque la tierra es llena, y hay suficiente, y de sobra.
Por tanto, si alguno toma de la abundancia que yo he hecho, y no da de su porción… a los pobres y necesitados, alzará sus ojos en el infierno, entre tormentos, con los impíos.”
El Señor creó los cielos, la tierra y todo lo que hay en ellos (3 Nefi 9:15). Aquel que conoce todas las cosas desde el principio hasta el fin y todo lo intermedio, nos conoce a cada uno de nosotros y también sabe cuántas personas vivirán en la tierra. Él ha provisto suficientes recursos para que todas nuestras necesidades físicas puedan ser satisfechas si los utilizamos adecuadamente. Esto no significa que podamos desperdiciar la plenitud de la tierra e ignorar el mandato del Señor de ser mayordomos sabios (DyC 104:12–13). Debemos disfrutar de la abundancia de vida que el Señor ha provisto y compartir nuestra generosidad con los demás. Además, no podemos llevarnos nada de la plenitud de la tierra a la vida venidera. Solo llevamos con nosotros el corazón y el alma: nuestra caridad, nuestra sabiduría, nuestra naturaleza y disposición para compartir con los demás. Todos nosotros en este hermoso planeta participamos de la abundancia del Señor. La vida misma es un don. Pero debemos dar de vuelta con libertad, voluntad y generosidad.
Este pasaje doctrinal enfatiza una verdad eterna: la tierra tiene suficiente para todos, pero su equidad depende del corazón humano. El Señor declara que ha hecho la tierra llena, suficiente y con sobra. No hay escasez en Su creación, sino mal uso, egoísmo y falta de distribución justa.
La advertencia es clara: retener la abundancia para uno mismo y no compartir con los pobres y necesitados equivale a alinearse con los impíos, y tendrá consecuencias eternas. Esta enseñanza no solo nos invita a la caridad, sino a una transformación interna del carácter: a ser generosos, sabios y compasivos.
La doctrina también resalta que la mayordomía incluye justicia y misericordia. No basta con disfrutar de las bendiciones de la vida; se espera que ayudemos a aliviar la carga de otros. Además, se nos recuerda que lo material no tiene valor eterno. Solo lo que cultivamos en el alma perdura más allá de la tumba.
La enseñanza de Doctrina y Convenios 104:17–18 nos llama a reconocer que somos administradores, no dueños, de los bienes de la tierra. La abundancia fue diseñada por Dios para ser compartida, no acaparada. El verdadero valor eterno está en la caridad y la disposición generosa del alma.
En una época donde abunda la desigualdad y el consumismo, esta revelación es una invitación poderosa a vivir de manera más justa, altruista y centrada en Cristo. El discipulado verdadero se mide por cuánto amamos y cuánto damos, no por cuánto acumulamos.
En resumen: la abundancia de la tierra es un don divino, y nuestra responsabilidad es compartirla con generosidad, sabiduría y amor cristiano.
Versículo: 18 “De manera que, si alguno toma de la abundancia que he creado, y no reparte su porción a los pobres y a los necesitados, conforme a la ley de mi evangelio, en el infierno alzará los ojos con los malvados, estando en tormento.”
Este versículo recalca la responsabilidad de compartir con los necesitados. El egoísmo y la falta de caridad son incompatibles con los principios del Evangelio, y tienen consecuencias eternas.
“De manera que, si alguno toma de la abundancia que he creado…”
Este pasaje enseña que toda creación y abundancia provienen de Dios. En el Salmo 24:1 se declara: “De Jehová es la tierra y su plenitud; el mundo y los que en él habitan.” La abundancia que poseemos es un don divino, y somos mayordomos responsables. Gordon B. Hinckley enseñó: “Somos mayordomos de todo lo que Dios nos ha dado. Él espera que manejemos estas cosas con sabiduría y que pensemos en aquellos que tienen menos.” (Liahona, mayo de 1995). Esta frase pone énfasis en la naturaleza temporal de nuestra riqueza y la responsabilidad divina asociada a ella. No somos dueños absolutos de nuestras posesiones; más bien, somos administradores de la creación divina.
“…y no reparte su porción a los pobres y a los necesitados…”
Aquí se introduce la ley de consagración en su sentido práctico: dar a los pobres y necesitados según lo que poseemos. El presidente Thomas S. Monson enseñó: “La medida de nuestro verdadero discipulado es cómo tratamos a los pobres y los necesitados entre nosotros” (Liahona, noviembre de 2009). El élder Jeffrey R. Holland declaró: “La pobreza existe en un mundo donde Dios creó suficiente para todos. Nuestra tarea es ayudar a aliviarla con nuestras ofrendas y nuestra compasión.” (Liahona, noviembre de 2014). Este llamado a compartir refleja una expectativa del Evangelio: que vivamos en caridad, reconociendo que ayudar a los necesitados es una expresión de nuestra devoción a Cristo.
“…conforme a la ley de mi evangelio…”
La ley del Evangelio incluye el principio de dar generosamente y vivir en caridad. En Doctrina y Convenios 42:30, el Señor ordena: “Y recordaréis a los pobres, consagrando de vuestros bienes para su sostén.” El élder D. Todd Christofferson explicó: “La ley del Evangelio nos enseña que cada uno de nosotros tiene una responsabilidad hacia los demás, especialmente hacia aquellos que están en necesidad.” (Liahona, noviembre de 2011). Actuar conforme a esta ley implica no solo dar, sino hacerlo con el espíritu de Cristo. El Evangelio es una guía para actuar en compasión y equidad, elevando a los demás.
“…en el infierno alzará los ojos con los malvados, estando en tormento.”
Este pasaje subraya la consecuencia espiritual de la avaricia y el egoísmo. El Salvador enseñó en Lucas 16:19-31, la parábola del hombre rico y Lázaro, que el egoísmo resulta en tormento espiritual. El presidente Marion G. Romney dijo: “La negligencia hacia los pobres y necesitados no solo trae sufrimiento a ellos, sino que pone en peligro nuestra alma.” (Conference Report, octubre de 1954). Este llamado a evitar el tormento eterno es un recordatorio solemne de que nuestras acciones tienen consecuencias eternas. Nuestra relación con los necesitados refleja nuestra relación con Dios.
El versículo 18 es una enseñanza clara sobre el principio de la mayordomía y el amor al prójimo. Nos recuerda que la riqueza y los recursos que poseemos no son exclusivamente nuestros, sino que forman parte de un sistema divino de justicia y misericordia. Como discípulos de Cristo, estamos llamados a actuar con caridad y compartir con los menos favorecidos.
Este principio no solo beneficia a los necesitados, sino que también purifica nuestra alma y nos prepara para regresar a la presencia de Dios. Al vivir de acuerdo con la ley de Su Evangelio, mostramos nuestro amor por el Salvador, quien dio todo por nosotros.
La invitación de este versículo es personal: examinar nuestras posesiones y nuestras acciones hacia los necesitados. ¿Estamos utilizando nuestra “abundancia” para bendecir a otros? ¿Estamos viviendo como verdaderos discípulos? Al hacerlo, encontramos gozo y nos alineamos con los propósitos eternos de nuestro Padre Celestial.
Versículo: 60 “Y prepararéis una tesorería para vosotros, y la consagraréis a mi nombre.”
La tesorería sagrada asegura que los recursos sean utilizados exclusivamente para la obra del Señor, como la impresión de las Escrituras y otros fines sagrados. Esto refleja la importancia de la transparencia y la consagración en la administración de los bienes de la Iglesia.
“Y prepararéis una tesorería para vosotros…”
Este pasaje introduce el concepto de la tesorería, que simboliza un lugar o sistema de administración de bienes consagrados para el beneficio colectivo del pueblo de Dios. En Doctrina y Convenios 42:33-34, el Señor también instruye sobre el uso de los bienes consagrados en una tesorería para suplir las necesidades de los pobres. El presidente Brigham Young enseñó: “Nuestro deber es preparar un lugar seguro donde los recursos que consagramos puedan ser utilizados para edificar el reino de Dios.” (Discourses of Brigham Young, 1848). La preparación de una tesorería no se limita a un lugar físico, sino que simboliza también una organización espiritual y temporal que asegura que los recursos del Señor sean administrados sabiamente.
“…y la consagraréis a mi nombre.”
Consagrar algo “a mi nombre” significa dedicarlo al servicio de Dios y a Su obra. Este principio refleja el mandato de que todo lo que hagamos, ya sea en lo temporal o lo espiritual, debe estar alineado con los propósitos divinos. En Doctrina y Convenios 58:27, se enseña que los santos deben ser “ansiosamente dedicados a una causa buena.” El presidente Gordon B. Hinckley declaró: “Cuando consagramos nuestros bienes y nuestras vidas al Señor, encontramos verdadero propósito y gozo eterno.” (Liahona, mayo de 1998). La consagración implica la dedicación de bienes, tiempo y esfuerzos al Reino de Dios. Es un acto de obediencia y fe que transforma lo material en algo sagrado.
El versículo 60 enfatiza el principio de la mayordomía consagrada, donde los bienes temporales son preparados y dedicados al servicio del Señor. Este mandato refleja el propósito eterno de administrar los recursos con sabiduría y para la edificación del Reino de Dios en la tierra.
La tesorería puede interpretarse no solo como un depósito físico, sino también como una forma de organizar y gestionar recursos con transparencia y propósito divino. La consagración a “mi nombre” recalca que todo debe apuntar a los principios del Evangelio: la caridad, el progreso espiritual y la preparación para el regreso del Salvador.
El llamado a preparar una tesorería consagrada al nombre del Señor subraya el equilibrio entre los aspectos temporales y espirituales de nuestra vida. Este versículo invita a reflexionar sobre cómo utilizamos nuestros recursos personales y colectivos para apoyar la obra del Señor. Al consagrar nuestras ofrendas, tiempo y habilidades a Su nombre, demostramos nuestra devoción y fe en Su obra eterna.
¿Cómo podemos, en nuestra vida personal, dedicar nuestras “tesorerías” al Señor? Este versículo nos anima a buscar maneras de administrar nuestras bendiciones con el propósito de edificar Su reino y bendecir a quienes nos rodean. En la medida en que lo hagamos, nos convertimos en instrumentos en Sus manos para avanzar Su causa en la tierra.
Versículo: 71 “Y en esto consistirá la voz y el común acuerdo de la orden.”
La unidad y el consenso son esenciales en la administración de los bienes de la Iglesia. Este principio asegura que las decisiones sean justas y reflejen la voluntad colectiva bajo la guía del Espíritu.
“Y en esto consistirá la voz”
La frase enfatiza el principio de unidad y revelación colectiva en los asuntos espirituales y administrativos de la Iglesia. Este principio está estrechamente relacionado con la revelación y la guía divina a través de la autoridad del sacerdocio.
El presidente Gordon B. Hinckley declaró: “La Iglesia opera bajo el principio de consejo. Nadie actúa por sí solo; buscamos la guía del Señor y el consenso entre los líderes” (Conferencia General, octubre de 1990). La “voz” aquí representa la guía inspirada y autorizada de los líderes, quienes buscan la voluntad de Dios antes de tomar decisiones. En un contexto doctrinal, este concepto se alinea con el orden revelado del sacerdocio, donde las decisiones importantes no se toman unilateralmente sino a través del Espíritu Santo.
“y el común acuerdo”
El principio del “común acuerdo” se refiere al consentimiento unánime en los consejos, en los que la participación de todos los miembros es esencial. Esto está basado en el patrón celestial de unidad y orden en los consejos.
El élder M. Russell Ballard enseñó: “El Señor guía Su Iglesia a través de consejos. Los consejos bien organizados y presididos funcionan según el modelo del cielo, donde la unidad se obtiene al invitar a cada miembro a contribuir con sus pensamientos e impresiones” (Conferencia General, abril de 1994).El “común acuerdo” refuerza la importancia de la unidad entre los líderes y los miembros, quienes deben sostener las decisiones y participar activamente en el proceso revelador. Esta unidad no solo asegura decisiones inspiradas, sino que también refleja la doctrina de que Dios opera en armonía.
“de la orden”
La “orden” hace referencia al orden del sacerdocio, el cual sigue un modelo divinamente establecido. Este término subraya la importancia del orden jerárquico y la administración bajo la autoridad delegada de Dios.
El presidente Boyd K. Packer afirmó: “El sacerdocio es el poder de Dios delegado al hombre para actuar en Su nombre, y siempre opera bajo un orden revelado y organizado” (Conferencia General, abril de 1993).La “orden” en este contexto indica no solo la estructura de la Iglesia sino también la manera en que las decisiones y acciones se llevan a cabo bajo principios revelados, asegurando que todo se haga “en orden” (1 Corintios 14:40).
Este versículo, aunque breve, encapsula principios esenciales sobre el gobierno divino en la Iglesia: la revelación, la unidad y el orden. La “voz” simboliza la dirección inspirada, el “común acuerdo” asegura la unanimidad en espíritu y propósito, y la “orden” establece el fundamento en el sacerdocio.
En su conjunto, este modelo promueve un liderazgo inspirado, una participación activa y una administración que refleja la naturaleza organizada y unificada del reino de Dios. Esto no solo asegura decisiones correctas sino también la edificación de los miembros y la fortaleza de la Iglesia como una comunidad de fe.
Versículo: 78 “Además, de cierto os digo en cuanto a vuestras deudas, he aquí, es mi voluntad que las paguéis todas.”
El Señor enseña la importancia de la responsabilidad financiera. Pagar las deudas es una manifestación de integridad y fe, y el Señor promete Su ayuda si actuamos con diligencia y humildad.
“Además, de cierto os digo en cuanto a vuestras deudas…”
El Señor reconoce que las deudas son una realidad en la vida mortal, pero Su Evangelio establece principios para administrarlas y librarse de ellas. El manejo responsable de las finanzas forma parte de la ley de mayordomía. El presidente Gordon B. Hinckley enseñó: “Las deudas son como una telaraña. Mientras más profundo estemos en ellas, más difícil es salir. Vivamos dentro de nuestras posibilidades y evitemos la esclavitud de la deuda.” (Liahona, noviembre de 1998). El reconocimiento de las deudas refleja la naturaleza práctica del Evangelio. Se nos enseña que debemos enfrentar nuestras responsabilidades financieras como una expresión de obediencia y mayordomía.
“…he aquí, es mi voluntad…”
La frase subraya que el deseo del Señor es que vivamos en libertad, tanto espiritual como temporal. El cumplimiento de Su voluntad en nuestras vidas incluye la obediencia a principios financieros que promuevan la autosuficiencia y la paz. El presidente Thomas S. Monson declaró: “La obediencia a la voluntad del Señor siempre trae bendiciones, incluyendo aquellas relacionadas con nuestra estabilidad económica.” (Liahona, noviembre de 2012). Esta parte recalca la importancia de alinear nuestras prioridades financieras con los principios del Evangelio. La voluntad de Dios no solo abarca mandamientos espirituales, sino también cómo manejamos nuestros recursos temporales.
“…que las paguéis todas.”
La instrucción directa de pagar todas las deudas resalta la importancia de la integridad financiera. El Apóstol Pablo también enseñó: “No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros” (Romanos 13:8). La responsabilidad de pagar lo que debemos es un reflejo de nuestra honestidad y carácter cristiano. El élder Joseph B. Wirthlin enseñó: “Cuando hacemos todo lo posible por pagar nuestras deudas, demostramos nuestra integridad y compromiso con los principios divinos.” (Liahona, mayo de 2004). Pagar nuestras deudas no es solo una cuestión financiera, sino una expresión de rectitud y responsabilidad. Este principio fortalece nuestra confianza en el Señor y nuestra relación con quienes nos rodean.
Este versículo enseña que la libertad temporal y espiritual están entrelazadas. El Señor nos llama a ser responsables en nuestras finanzas, entendiendo que el endeudamiento excesivo puede limitar nuestra capacidad de servir y cumplir con nuestras responsabilidades espirituales. La mayordomía sobre los recursos que hemos recibido es fundamental para vivir conforme a Su Evangelio.
En un sentido más amplio, este principio también nos invita a liberar las cargas, ya sean deudas financieras o espirituales, para vivir en libertad en Cristo. El cumplimiento de este mandamiento fomenta la autosuficiencia y la paz personal y familiar.
La instrucción del Señor en cuanto a las deudas es clara: debemos asumir responsabilidad sobre nuestras obligaciones y esforzarnos por pagarlas. Al hacerlo, no solo mostramos integridad, sino que también evitamos las trampas de la dependencia y el estrés financiero. Este principio se alinea con el consejo repetido por los profetas modernos de vivir dentro de nuestras posibilidades y prepararnos para tiempos difíciles.
Este versículo nos lleva a considerar cómo estamos manejando nuestras finanzas y si nuestras decisiones reflejan principios del Evangelio. Al esforzarnos por cumplir con este mandamiento, encontramos libertad temporal, estabilidad y una mayor capacidad para servir y contribuir al reino de Dios.
Doctrina y Convenios 104:78–79
“De cierto os digo, en cuanto a vuestras deudas: He aquí, es mi voluntad que paguéis todas vuestras deudas. Y es mi voluntad que os humilléis ante mí y obtengáis esta bendición por medio de vuestra diligencia y humildad y la oración de fe.”
Los profetas de los últimos días siempre han aconsejado a los Santos respecto a las deudas. El presidente Gordon B. Hinckley dijo: “Muchos de nuestros miembros están muy endeudados por cosas que no son del todo necesarias… Les insto como miembros de esta Iglesia a liberarse de las deudas donde sea posible y a tener un pequeño ahorro para tiempos difíciles” (Liahona, noviembre de 2001, pág. 73). Décadas antes, el presidente Heber J. Grant dijo: “Si hay algo que traiga paz y contentamiento al corazón humano y al hogar, es vivir dentro de nuestras posibilidades. Y si hay algo que sea agobiante, desalentador y desmoralizante, es tener deudas y obligaciones que no se pueden cumplir” (Normas del Evangelio, pág. 111). Salir de las deudas y mantenerse libre de ellas requiere humildad, diligencia y ferviente oración. Podemos comenzar desde donde estamos, poco a poco, a vivir conforme a nuestros ingresos para así disfrutar la paz y el contentamiento que trae esa libertad.
El Señor, en Su sabiduría, establece en este pasaje un principio eterno que combina lo temporal con lo espiritual: la importancia de vivir sin deudas. Él no solo nos manda a pagar nuestras obligaciones, sino que también indica el camino para lograrlo: humildad, diligencia y la oración de fe.
Esto sugiere que las finanzas personales no son solo un asunto práctico, sino también espiritual. La humildad nos permite reconocer nuestras limitaciones; la diligencia nos impulsa a actuar con constancia; y la oración de fe abre la puerta a la guía divina en decisiones económicas.
La carga de la deuda puede debilitar el alma, destruir relaciones familiares y limitar nuestro servicio en el Reino. La autosuficiencia temporal, en cambio, fortalece la fe, libera recursos para bendecir a otros y permite mayor paz en el hogar.
Doctrina y Convenios 104:78–79 nos recuerda que la voluntad del Señor es que seamos libres de deudas, no sólo por razones financieras, sino porque esa libertad nos prepara para servir mejor, vivir con paz y actuar con mayor fe.
El consejo de los profetas ha sido constante: vivamos dentro de nuestras posibilidades, evitemos deudas innecesarias y cultivemos un espíritu de responsabilidad temporal y espiritual. No es simplemente un mensaje de administración financiera, sino una invitación a confiar en el Señor, actuar con sabiduría y prepararnos para mayores bendiciones.
En resumen, la obediencia en lo temporal refleja fidelidad en lo espiritual, y cada paso que damos hacia la autosuficiencia abre la puerta a la paz duradera que solo Dios puede dar.
Versículo: 81 “Ahora, escribid conforme a lo que dictare mi Espíritu, y ablandaré el corazón de vuestros acreedores para que sea quitado de sus mentes el deseo de afligiros.”
El Señor promete intervenir en favor de los santos si siguen Su guía. Esto subraya la relación entre la obediencia a los mandamientos y la provisión divina en tiempos de necesidad.
“Ahora, escribid conforme a lo que dictare mi Espíritu…”
Esta frase resalta la importancia de la revelación personal y la inspiración divina en el manejo de asuntos temporales. El Señor instruye a Sus siervos a actuar bajo la dirección del Espíritu Santo, incluso en circunstancias difíciles como la gestión de deudas. El élder Richard G. Scott enseñó: “El Espíritu Santo nos guía en nuestras decisiones diarias cuando buscamos Su dirección con fe y humildad” (Liahona, mayo de 2004). La invitación a escribir bajo la guía del Espíritu subraya que nuestras acciones deben ser influenciadas por la voluntad divina, lo que garantiza decisiones alineadas con los propósitos del Evangelio.
“…y ablandaré el corazón de vuestros acreedores…”
Este pasaje muestra el poder del Señor para influir en los corazones de otros, especialmente en contextos de dificultad. Enseña que Dios puede intervenir para mitigar conflictos y resolver problemas cuando buscamos Su ayuda. El presidente Thomas S. Monson enseñó: “El Señor puede suavizar corazones y abrir puertas cuando confiamos en Él y actuamos con fe” (Liahona, noviembre de 2009). Esta frase refleja la misericordia de Dios y Su capacidad para intervenir en nuestras relaciones temporales, siempre que actuemos con rectitud y bajo Su dirección.
“…para que sea quitado de sus mentes el deseo de afligiros.”
Dios promete aliviar las cargas emocionales y espirituales que otros puedan imponer sobre nosotros. Al cumplir con nuestras responsabilidades y buscar la guía divina, el Señor puede transformar situaciones de conflicto en paz. El élder Jeffrey R. Holland declaró: “El Señor puede calmar tormentas internas y externas si acudimos a Él con humildad y confianza” (Liahona, noviembre de 1999). La promesa de que el deseo de afligir sea quitado subraya la naturaleza pacificadora de Dios y Su compromiso de proteger a Sus hijos fieles de sufrimientos innecesarios.
El versículo 81 enseña un principio fundamental del Evangelio: al actuar bajo la inspiración del Espíritu Santo, Dios interviene en nuestras circunstancias, ablandando corazones y aliviando tensiones. Este versículo conecta lo temporal con lo espiritual, demostrando que incluso en asuntos cotidianos como las deudas, el Señor está dispuesto a brindar Su ayuda divina.
La frase también resalta la importancia de la fe y la obediencia, ya que la intervención de Dios está condicionada a nuestro esfuerzo por buscar Su guía y actuar según Sus mandamientos.
Este versículo nos invita a confiar en la guía del Espíritu Santo en todas nuestras acciones, incluso en momentos de desafío temporal. Al escribir y actuar conforme al Espíritu, abrimos la puerta para que el Señor actúe a nuestro favor, ablandando corazones y resolviendo conflictos.
Este principio nos recuerda que no enfrentamos solos nuestras pruebas. Al buscar la dirección del Señor, no solo encontramos soluciones, sino también paz y consuelo en medio de las dificultades. ¿Estamos confiando en Su guía y permitiendo que Su Espíritu dirija nuestras acciones incluso en asuntos temporales? Al hacerlo, demostramos nuestra fe en Su amor y poder infinito.
Versículo: 82 “Y si vosotros sois humildes y fieles, e invocáis mi nombre, he aquí, os daré la victoria.”
El Señor asegura a los santos que Su poder está disponible para superar los desafíos, siempre que ellos actúen con humildad y fe. Esta promesa brinda esperanza y fortaleza espiritual.
“Y si vosotros sois humildes”
La humildad es un principio fundamental en el evangelio. Es la disposición de someterse a la voluntad de Dios, reconociendo nuestra dependencia de Él. La humildad abre el corazón a la revelación y a las bendiciones divinas.
El presidente Ezra Taft Benson enseñó: “La humildad no es pensar menos de uno mismo, sino pensar menos en uno mismo y más en Dios” (Conferencia General, abril de 1989). La humildad es un requisito para recibir las bendiciones prometidas en el evangelio. Aquellos que se acercan a Dios con un corazón humilde están más preparados para recibir Su guía y protección.
“y fieles”
La fidelidad implica una confianza constante en Dios y el cumplimiento diligente de Sus mandamientos, incluso en medio de pruebas o adversidades. Ser fiel es perseverar hasta el fin.
El élder Jeffrey R. Holland afirmó: “La fidelidad significa confiar en Dios en toda circunstancia, incluso cuando no entendemos completamente Sus propósitos” (Conferencia General, abril de 2011). La fidelidad no solo se refiere a la obediencia externa, sino también a un compromiso interno con el Señor. Esta frase destaca que la humildad debe ir acompañada de fidelidad activa para acceder a las promesas de Dios.
“e invocáis mi nombre”
Invocar el nombre del Señor es un acto de fe y adoración. Implica la oración sincera, la búsqueda de Su guía y la dependencia en Su poder redentor.
El élder Bruce R. McConkie enseñó: “Invocar el nombre del Señor es orar con fe, pidiendo en Su nombre, de acuerdo con Su voluntad y en el espíritu de gratitud” (Doctrina Mormona, pág. 530). Este llamado a invocar el nombre del Señor subraya la importancia de la oración como un medio para acceder a Su poder y dirección. Es un recordatorio de que todas nuestras bendiciones provienen de Él.
“he aquí, os daré la victoria”
La victoria prometida por el Señor no siempre se manifiesta de manera inmediata o terrenal, sino que a menudo es espiritual y eterna. Él asegura a Sus hijos que si confían en Él, vencerán las pruebas del mundo.
El presidente Russell M. Nelson declaró: “La victoria final pertenece al Salvador. Aquellos que permanezcan fieles a Él compartirán Su victoria eterna” (Conferencia General, abril de 2019). La victoria que el Señor promete es la capacidad de superar los desafíos terrenales, el pecado y, finalmente, la muerte. Este triunfo se asegura mediante Su gracia y nuestra fidelidad.
Este versículo presenta un camino claro hacia las bendiciones y la fortaleza divina. La humildad y la fidelidad son las condiciones requeridas para recibir las promesas del Señor. Invocar Su nombre mediante la oración y la adoración es el medio para conectarnos con Su poder. La victoria prometida no es solo un resultado terrenal sino, más importante aún, espiritual y eterno.
Este principio doctrinal invita a los discípulos a desarrollar una relación profunda con el Señor, confiando en que Su gracia es suficiente para lograr la victoria sobre las pruebas de la vida y obtener la salvación final.
























