Doctrina y Convenios
Sección 121
Contexto histórico y antecedentes
La sección 121 da un giro inesperado al antiguo problema del sufrimiento y el poder. Si Dios es benevolente y poderoso, ¿por qué la gente sufre?
El problema se vuelve más agudo para quienes suponen que Dios debería ejercer su benevolencia y poder evitando todo sufrimiento. Eso parece incongruente con Su plan, en el cual Jesucristo, el ser más inocente y amoroso, sufrió más que nadie. José interiorizó estas lecciones en una celda diminuta, insalubre y helada cerca del río Misuri. Ocurrió así:
El gobernador de Misuri emitió una orden a la milicia para expulsar a los Santos de los Últimos Días, quienes fueron abusados, violados y obligados a entregar sus propiedades, mientras soldados ciudadanos mataban su ganado y saqueaban sus hogares. El general Lucas arrestó a José. Emma y sus hijos se aferraron a él, mientras un guardia maldecía a José III, de seis años, y amenazaba con matarlo si no se apartaba. José fue llevado a Richmond, Misuri, donde escribió a Emma, tan positivamente como pudo, que estaba encadenado a sus hermanos “en cadenas así como en los lazos del amor eterno.”
El 1 de diciembre de 1838, José Smith y cinco de sus hermanos en la fe fueron encarcelados en Liberty, Misuri, acusados de traición contra el estado tras una audiencia preliminar. Un comité de la legislatura de Misuri concluyó después que la audiencia parcializada “no fue del carácter que debería desearse como base de una investigación justa y sincera.” Su hermano Hyrum la llamó un “tribunal fingido”, después de que el juez declarara “que no había ley para nosotros, ni para los ‘mormones’ en el estado de Misuri.”
Cuatro meses y cinco días de invierno más tarde, José y sus compañeros seguían languideciendo en la cárcel de Liberty, un calabozo estrecho, sin camas ni letrina, esperando juicio por un cargo capital, sin esperanza de un debido proceso. Mientras tanto, los santos habían sido expulsados en pleno invierno por una turba bajo el disfraz de órdenes oficiales del gobernador, con la ayuda de un grupo de apóstatas.
De hecho, muchos de los amigos más leales y firmes de José lo habían abandonado. La mayoría de los testigos del Libro de Mormón, aunque aún seguros de su testimonio, se volvieron en su contra. Algunos apóstoles fueron antagonistas, entre ellos Thomas Marsh y Orson Hyde, quienes afirmaron que era traición que José profetizara sobre el reino de Dios (véase sección 65). William Phelps usó su poderosa pluma contra él. El exapóstol William McLellin, quien nunca dudó de que José fuera profeta (véase sección 66), saqueó a los santos y expresó su deseo de golpearlo.
Algunos santos perdieron toda fe en que “Dios ha sido nuestro guía.” Habían esperado liberación, pero nunca llegó. Incluso Sidney Rigdon, consejero de la Primera Presidencia y compañero de sufrimiento en la cárcel, resentía que Dios no hubiera usado Su poder para librar a los santos del padecimiento. “Si alguna vez hubo un momento para abandonar la causa, este era,” escribió Richard Bushman.
José meditaba sobre el sufrimiento de los santos y el poder de Dios. ¿Por qué habían sido derrotados? Nunca cuestionó sus propias revelaciones, ni dudó de la validez de los mandamientos. No se preguntó si había cometido un error al enviar a los santos a Misuri o al requerirles reunirse. Cuestionó la aparente ausencia de Dios. ¿Dónde estaba Él cuando Sus santos lo necesitaban?
José presentó estas preguntas al Señor en una carta a los santos en marzo de 1839. Las secciones 121, 122 y 123 provienen todas de esta profunda carta.8 Doctrina y Convenios 121:1–6 sigue a la descripción que José hace de la cárcel como “un infierno rodeado de demonios.” Más preocupantes para él eran las viudas y huérfanos de los hombres asesinados en Haun’s Mill y “la mano implacable” de la opresión. Fue sobre la duración de estas injusticias que preguntó: “¿Hasta cuándo… sí, oh Señor, hasta cuándo?” (DyC 121:1–3).
José repasó las acciones de apóstatas, jueces, abogados, el gobernador “y los procedimientos parciales y viles de la legislatura,” antes de decir cómo las cartas de Emma, de su hermano y del obispo Partridge habían reconfortado su corazón. “Y cuando el corazón está lo suficientemente contrito,” escribió, “entonces la voz de la inspiración se desliza y susurra,” seguido por la respuesta a su oración en los versículos 7–25.
La respuesta del Señor al “¿hasta cuándo?” fue “por un corto momento”, acompañada de una maldición a los enemigos de José y la identificación de su verdadera motivación: el pecado personal (DyC 121:17). El Señor los separa “de las ordenanzas de mi casa” y promete justos castigos por sus pecados (v. 20). Los versículos 26–33 contienen las bendiciones prometidas de un convenio, cuyos términos y condiciones anteceden a las promesas, pero no fueron incluidos en la parte canonizada de la carta de José:
“Que la honestidad y la sobriedad, la franqueza y la solemnidad, la virtud, la pureza, la mansedumbre y la sencillez coronen nuestras cabezas en todo lugar, y en fin lleguemos a ser como niños pequeños, sin malicia, engaño ni hipocresía; y ahora, hermanos, después de vuestras tribulaciones, si hacéis estas cosas y ejercéis ferviente oración y fe ante Dios, entonces Él os concederá las bendiciones exaltadoras prometidas en los versículos 26–33.”
Los versículos 34–46 tienen más sentido en el contexto de la consagración. La parte de la carta que precede a estos versículos advierte contra “cualquiera de entre vosotros que aspire a su propia grandeza y busque su opulencia mientras sus hermanos gimen en pobreza y duras pruebas.” Entonces José explica por qué muchos son llamados y pocos escogidos: “Porque sus corazones están tan puestos en las cosas de este mundo y aspiran a los honores de los hombres, que no aprenden esta lección: que quien oculta sus pecados, gratifica su orgullo, tiene ambición vana o explota a los débiles y pobres, no puede tener sacerdocio.”
Lamentablemente, la mayoría de los mortales eligen no someterse al poder del Salvador para cambiar su naturaleza y disposición. La mayoría oprime a su prójimo tan pronto como puede. Esto está prohibido por el evangelio en general y por la sección 121 en particular. Ella prescribe el antídoto de las cualidades divinas: persuasión, longanimidad, mansedumbre, amor puro y conocimiento. La reprensión debe hacerse en el momento preciso, “cuando el Espíritu Santo te mueva”, y la corrección debe hacerse con agudeza, como el bisturí de un cirujano, dejando el menor daño posible y “mostrando después un aumento de amor hacia aquel a quien reprendiste” (DyC 121:43).
Ese es el modo de gobernar de Dios: un dominio justo. Los versículos 45–46 resumen cómo funciona. Los que eligen la caridad por encima de la codicia y la virtud por encima del egoísmo heredan “un dominio eterno” (DyC 121:46). Los que deciden compartir y no coaccionar cuando tienen un poco de poder son los únicos en quienes Dios confía para darles más. El adagio está equivocado: el poder absoluto no corrompe absolutamente. Más bien, un poco de poder, mal usado, lleva a la pérdida del sacerdocio, mientras que la fidelidad al sacerdocio acumula más poder, suavemente, como el rocío del cielo (v. 45).
¡Qué irónico lugar era la cárcel de Liberty! José estaba sin poder… excepto que no lo estaba en absoluto. Era el único hombre en la tierra en ese tiempo en plena posesión de las llaves del sacerdocio restauradas por ángeles ministrantes. Las personas poderosas que lo oprimían —antiguos amigos y enemigos declarados— estaban a punto de quedar sin poder. Tal vez, justamente porque era un lugar de sufrimiento, Liberty (un microcosmos de la mortalidad) fue el entorno ideal para interiorizar la verdad de que los mortales que vencen su naturaleza y eligen ejercer poder al servicio de los demás como lo hace Dios —con sacrificio y sufrimiento— no tendrán que forzar a nadie ni a nada, y sin embargo su reino crecerá para siempre.
Contexto adicional por Casey Paul Griffiths
En 1838, las tensiones entre los santos y sus vecinos en el norte de Misuri escalaron hasta convertirse en una terrible secuencia de hechos violentos. Las hostilidades comenzaron el 6 de agosto de 1838, cuando un grupo de hombres santos de los últimos días intentó votar en Gallatin, Misuri, y se les prohibió hacerlo en las urnas. Se desató una sangrienta pelea, aunque afortunadamente nadie murió. Desde agosto hasta septiembre, grupos de justicieros asaltaron los asentamientos de los santos con creciente frecuencia y severidad. Algunos santos organizaron sus propias fuerzas de defensa, conocidas informalmente como los “danitas.”
Del 1 al 10 de octubre, trescientos miembros de las turbas rodearon la comunidad de los santos en DeWitt, sometiéndolos a un asedio. Cuando se pidió al gobernador de Misuri, Lilburn L. Boggs, que interviniera, respondió que “la disputa era entre los mormones y la turba” y que ellos “debían resolverla por su cuenta.”
Esperando encontrar poca resistencia, las fuerzas de la turba comenzaron a planear la expulsión de los santos de todo el norte de Misuri. En respuesta a estos planes, los santos pasaron de una resistencia pasiva a una activa, moviéndose para detener nuevas incursiones en su territorio. El 18 de octubre, tres compañías de santos de Adam-ondi-Ahmán lanzaron ofensivas en Millport, Gallatin y el área conocida como Grindstone Fork. La situación siguió agravándose después de la batalla del Río Torcido (Crooked River), en la que el apóstol David W. Patten fue asesinado junto con otros dos miembros de un grupo de rescate de los santos, mientras que también murió un hombre del bando contrario.
Cuando el gobernador Boggs recibió noticias de la batalla del Río Torcido, respondió emitiendo la infame “orden de exterminio” el 27 de octubre. La orden decía en parte: “los mormones deben ser tratados como enemigos y deben ser exterminados o expulsados del Estado si es necesario para la paz pública; sus atropellos son indescriptibles.” El 30 de octubre, un destacamento de la milicia de Misuri atacó a un grupo de santos en Hawn’s Mill, matando a diecisiete e hiriendo a varios más. Mientras tanto, siguiendo las órdenes del gobernador, la milicia de Misuri comenzó a concentrarse en las afueras de Far West, sede de la Iglesia.
Menos de tres días después de haberse dado la orden de exterminio, alrededor de 2.500 soldados estatales se reunieron al sur de Far West, preparándose para un asalto total contra los santos en la ciudad. Cuando llegó a Far West la noticia de la masacre en Hawn’s Mill, los líderes de la Iglesia buscaron una manera de terminar el conflicto sin más derramamiento de sangre. George Hinkle, comandante de la milicia de Far West, fue elegido para negociar con la milicia estatal fuera de la ciudad. Hinkle regresó y pidió que José Smith, Sidney Rigdon y otros líderes de la Iglesia lo acompañaran al campamento enemigo para continuar las negociaciones. Pero al llegar, Hinkle los traicionó y los entregó como prisioneros a la milicia.
El general Samuel D. Lucas, al mando en ese momento, realizó un consejo de guerra apresurado y sentenció a los líderes capturados a ser ejecutados a la mañana siguiente en la plaza de Far West. Alexander Doniphan, el comandante de la milicia encargado de llevar a cabo las ejecuciones, se negó rotundamente. En una carta a Lucas escribió: “Esto es un asesinato a sangre fría. No obedeceré su orden. Mi brigada marchará hacia Liberty mañana a las 8 en punto; y si ejecuta a estos hombres, lo haré responsable ante un tribunal terrenal, que Dios me ayude.” Intimidado por la firme postura de Doniphan, Lucas ordenó que José y sus compañeros fueran llevados a una cárcel en Independence, Misuri. Durante las siguientes semanas fueron trasladados entre cárceles en Independence y Richmond, hasta que finalmente llegaron a Liberty, Misuri, el 1 de diciembre. Cinco prisioneros santos —José Smith, Hyrum Smith, Caleb Baldwin, Alexander McRae y Lyman Wight— permanecieron encarcelados allí desde el 1 de diciembre de 1838 hasta el 6 de abril de 1839. Sidney Rigdon también fue recluido en Liberty Jail, aunque fue liberado en febrero de 1839 por motivos de salud. Los hombres en Liberty Jail fueron retenidos como rehenes judiciales, mantenidos presos para asegurar que los santos abandonaran el estado.
Doctrina y Convenios 121, 122 y 123 son extractos de una carta escrita en dos partes por José y sus compañeros desde la cárcel. La carta fue dirigida “a la iglesia de los santos de los últimos días en Quincy, Illinois, y dispersos en el extranjero, y en particular al obispo [Edward] Partridge.” La primera parte tiene dieciocho páginas y fue enviada el 20 de marzo de 1839, cerca del final del tiempo que los prisioneros pasaron en Liberty Jail. José envió la carta a su esposa Emma porque deseaba que ella, junto con su madre y su padre, “la leyeran primero.” Luego Emma compartió la epístola con la Iglesia. La segunda parte de la carta, enviada pocos días después, tiene diez páginas. En ambas partes José Smith escribió directamente a los santos, pero los escritos también incluyen lenguaje revelatorio en el que el Señor habló a José, brindándole consejo y consuelo. En muchos aspectos, la carta recuerda a las epístolas escritas por Pablo en el Nuevo Testamento.
Para la edición de 1876 de Doctrina y Convenios, Orson Pratt, actuando bajo la dirección de Brigham Young, seleccionó múltiples extractos de la carta para colocarlos en tres secciones de Doctrina y Convenios. No se sabe cómo ni por qué eligió las secciones que eligió. Estas epístolas, escritas en medio del sufrimiento extremo del Profeta en la cárcel de Liberty, contienen algunas de las expresiones más sublimes de todas las revelaciones recibidas por José Smith.
Véase “Historical Introduction,” Carta a la Iglesia y a Edward Partridge, 20 de marzo de 1839, JSP.
Versículos 1–6
La súplica del profeta en la aflicción
José Smith clama al Señor desde la cárcel de Liberty, preguntando por qué el pueblo de Dios sufre persecuciones y parece no recibir ayuda inmediata. Expresa dolor y anhelo por liberación.
Estos versículos nos muestran a José Smith en una de las experiencias más oscuras y difíciles de su vida: la cárcel de Liberty. Sus palabras son un testimonio de la humanidad de los profetas: ellos también sufren, se angustian y claman al cielo buscando respuestas. José no solo ora por sí mismo, sino también por los santos que padecían persecuciones, expulsiones y violencia.
Doctrinalmente, este pasaje nos enseña varias lecciones:
- La oración en la tribulación
El dolor no es impedimento para orar, sino una de las razones más poderosas para hacerlo. El Señor permite que Sus siervos experimenten sufrimientos para refinar su fe y mostrar que Su poder se perfecciona en la debilidad humana (cf. Éter 12:27). - La aparente demora de Dios
José pregunta por qué el Señor “retiene su mano” y permite tanto dolor. Este sentimiento refleja una verdad universal: muchas veces la intervención divina no llega en el momento que esperamos. El Señor prueba la paciencia y confianza de Sus hijos, sabiendo que la eternidad pondrá en perspectiva lo que ahora parece insoportable. - Cristo como modelo de súplica
Así como el Salvador clamó en Getsemaní y en la cruz (“¿Por qué me has desamparado?”), el profeta también experimentó la sensación de abandono. Pero esas súplicas no son señal de incredulidad, sino de la relación íntima que existe entre el siervo y Dios. El clamor sincero abre la puerta al consuelo celestial. - Empatía en el liderazgo
José no clama únicamente por su dolor, sino por los sufrimientos de los santos. Esto muestra que el verdadero liderazgo se basa en llevar las cargas del pueblo, reflejando el ejemplo de Cristo, quien llevó los pecados y dolores de toda la humanidad.
Doctrina y Convenios 121:1
“Oh Dios, ¿dónde estás? ¿Y dónde está el pabellón que cubre tu morada oculta?”
Las cartas del profeta José Smith desde la Cárcel de Liberty a los Santos están entre las más conmovedoras e inspiradoras de toda nuestra literatura.
Es difícil imaginar pasar varios meses en un lugar tan confinado, sucio y degradante.
El Profeta de la Restauración clamó —como seguramente cada uno de nosotros lo habría hecho— al Dios de toda la creación, suplicando consuelo, dirección y liberación.
Todos nosotros, en algún momento, nos preguntamos dónde está Dios, por qué el bien no prevalece, y por qué los malvados y viciosos parecen prosperar en este mundo terriblemente injusto.
Aunque quizás ninguno de nosotros se ofrecería voluntariamente a soportar las pruebas de José para aprender sus lecciones, cada uno de nosotros puede beneficiarse de esas mismas lecciones.
La Cárcel de Liberty resultó ser una época de santificación, una era de iluminación extraordinaria, un período de gestación espiritual para el hombre llamado a dirigir la dispensación final.
La Cárcel de Liberty fue, como observó el élder B. H. Roberts, un “Templo-Prisión” (Comprehensive History of the Church, 1:527–28).
El clamor de Doctrina y Convenios 121:1 —“Oh Dios, ¿dónde estás? ¿Y dónde está el pabellón que cubre tu morada oculta?”— es una de las expresiones más humanas y sublimes que jamás hayan brotado de un profeta. Con esas palabras, José Smith, encarcelado injustamente en las profundidades de la Cárcel de Liberty, eleva un lamento que resuena en todo corazón creyente que ha sentido el aparente silencio de los cielos.
Este versículo no es solo una súplica; es una ventana al alma de un profeta probado al límite. Durante esos meses de invierno de 1838–1839, José Smith y sus compañeros estuvieron encerrados en condiciones miserables: el aire fétido, el suelo helado, el alimento envenenado, el cuerpo debilitado y la mente acosada por la preocupación por los Santos perseguidos en Misuri. Y, sin embargo, de esa oscuridad nació una de las revelaciones más luminosas del Evangelio restaurado.
El grito “Oh Dios, ¿dónde estás?” no es una expresión de duda, sino de fe sometida a prueba. Es la voz de quien conoce a Dios lo suficiente como para buscarlo aun cuando parece ausente. Es la oración del justo que se atreve a preguntar, no por incredulidad, sino por amor, por anhelo de cercanía divina. Muchos de los grandes siervos de Dios —Job, David, Enoc, y hasta el mismo Cristo en Getsemaní— pronunciaron clamores semejantes. Así, la Cárcel de Liberty se convierte en un eco del Calvario, donde el silencio de Dios no es abandono, sino preparación para la gloria.
El élder B. H. Roberts llamó a Liberty “un Templo-Prisión”, y con razón. En ese lugar, José fue moldeado no como prisionero del hombre, sino como discípulo del sufrimiento redentor. Allí aprendió —y nos enseñó— que las cárceles del cuerpo pueden ser los talleres del alma, donde el Espíritu Santo cincela la fe hasta volverla inquebrantable.
Doctrinalmente, este versículo enseña una de las lecciones más difíciles del discipulado: Dios no siempre evita nuestras pruebas, pero siempre está dentro de ellas. El “pabellón” que cubre Su morada no significa ausencia; significa misterio, una cobertura temporal que nos invita a confiar sin ver. En palabras del presidente Spencer W. Kimball, “a veces, cuando parece que el Señor nos ha dejado solos, es porque confía en que podemos andar por fe.”
De las tinieblas de Liberty emergieron verdades de luz incomparable: que los sufrimientos del alma pueden “dar experiencia y ser para nuestro bien” (DyC 122:7), que el poder del sacerdocio debe ejercerse solo con amor y mansedumbre (DyC 121:41–46), y que el corazón que soporta la adversidad con paciencia será “exaltado” (DyC 121:8).
Narrativamente, la escena es casi sagrada. Un profeta en cadenas, rodeado de sus compañeros, escribe cartas que se convertirán en escritura. Las paredes de piedra no detuvieron la voz de la revelación; al contrario, la amplificaron. Liberty fue el horno donde la fe de José fue refinada, y el lugar donde el Señor mostró que el dolor puede ser un instrumento de revelación.
En la vida de cada creyente llega un momento de “Liberty Jail”: una etapa en que las oraciones parecen rebotar en el cielo cerrado, en que el socorro tarda y el alma se siente sola. Pero si respondemos como lo hizo José —con fe persistente, esperanza viva y oración constante—, ese valle de sombra se convierte en santuario, y el silencio de Dios se transforma en Su voz más profunda.
Así, Doctrina y Convenios 121:1 nos enseña que incluso el grito desesperado puede ser una forma de adoración. En la aparente ausencia de Dios, el alma aprende a conocerlo de verdad. La Cárcel de Liberty fue, para José, lo que Getsemaní fue para Cristo: el lugar donde la oscuridad preparó el amanecer.
Doctrina y Convenios 121:7–8
“Hijo mío, la paz sea con tu alma; tu adversidad y tus aflicciones serán sólo por un breve momento; y entonces, si las sobrellevas bien, Dios te exaltará en lo alto; triunfarás sobre todos tus enemigos.”
Para el profeta José, la Cárcel de Liberty resultó ser una escuela de santificación.
El Señor, con perfecta empatía, le ofreció consuelo y aliento.
A los seguidores de Cristo no se les promete liberación de la tribulación, sino fuerza para soportarla:
“Aliviaré las cargas que se hayan puesto sobre vuestros hombros… para que sepáis de cierto que yo, el Señor Dios, visito a mi pueblo en sus aflicciones”
(Mosíah 24:14).
Tres meses después de su experiencia en la Cárcel de Liberty, el Profeta escribió:
“Después que una persona tiene fe en Cristo, se arrepiente de sus pecados y se bautiza para la remisión de sus pecados y recibe el Espíritu Santo… entonces debe continuar humillándose ante Dios.
Cuando el Señor lo haya probado completamente y vea que el hombre está decidido a servirle a cualquier precio, entonces el hombre hallará su llamamiento y su elección se hará segura.”
(Enseñanzas del Profeta José Smith, 150)
El pasaje de Doctrina y Convenios 121:7–8 representa uno de los momentos más tiernos y sublimes del diálogo entre el cielo y un alma sufriente. El Señor, con una voz llena de amor paternal, consuela a Su profeta encarcelado con palabras que han dado esperanza a innumerables creyentes desde entonces:
“Hijo mío, la paz sea con tu alma; tu adversidad y tus aflicciones serán sólo por un breve momento; y entonces, si las sobrellevas bien, Dios te exaltará en lo alto; triunfarás sobre todos tus enemigos.”
Estas líneas no solo fueron dirigidas a José Smith en su prisión de Liberty, sino que son también un mensaje universal para todos los que, en algún punto de su vida, se encuentran en su propia “cárcel de aflicción.”
El Señor no promete que la prueba desaparecerá, sino que pone la adversidad en perspectiva eterna. “Por un breve momento” —así describe Dios lo que a los ojos humanos parece interminable. Esa frase encierra una verdad consoladora: el tiempo mortal, con todas sus angustias, es apenas un instante en la eternidad. Lo que ahora parece insoportable será, un día, solo una breve sombra ante la luz de la gloria venidera.
En este pasaje se revela también la naturaleza redentora del sufrimiento. El Señor no dice “si las evitas”, sino “si las sobrellevas bien.” La manera en que enfrentamos la tribulación define su poder transformador. Sufrir bien es sufrir con fe, con esperanza, con humildad y sin perder la mirada en Cristo. Es reconocer que el propósito del dolor no es destruirnos, sino purificarnos.
El versículo siguiente, “Dios te exaltará en lo alto,” muestra el contraste divino entre el pozo y el trono. Desde una celda fría, el Señor promete a Su profeta exaltación y victoria. En otras palabras, las circunstancias más bajas pueden ser preludio de las más altas bendiciones. La exaltación prometida no era solo futura —en la vida eterna— sino también presente, pues de la prisión de Liberty surgirían revelaciones que elevarían el entendimiento espiritual de la Iglesia entera.
El propio José Smith, meses después, comprendió la lección y la expresó con sabiduría eterna:
“Cuando el Señor lo haya probado completamente y vea que el hombre está decidido a servirle a cualquier precio, entonces el hombre hallará su llamamiento y su elección se hará segura.”
Esa reflexión muestra que la prueba no es un castigo, sino una preparación. Solo cuando Dios sabe que puede confiarnos Su poder sin que nos enorgullezcamos, nos permite participar de Su gloria.
El mensaje central de estos versículos es que las pruebas son temporales, pero el carácter que forjan es eterno. La paz del alma no depende de la ausencia de sufrimiento, sino de la presencia de Cristo en medio de él. Él mismo, el Varón de Dolores, aprendió obediencia por lo que padeció (Hebreos 5:8), y ahora enseña a Sus siervos a hacer lo mismo.
Doctrinalmente, este pasaje muestra el principio de la exaltación por medio de la fidelidad en la adversidad. Quien soporta con fe y buen ánimo recibe no solo consuelo, sino poder. “Triunfarás sobre todos tus enemigos” no es una promesa de venganza, sino de victoria espiritual: la paz interior que ni los hombres ni las circunstancias pueden arrebatar.
En última instancia, Doctrina y Convenios 121:7–8 nos enseña que las prisiones del alma —ya sean físicas, emocionales o espirituales— pueden convertirse en santuarios donde se oye la voz de Dios. Las palabras “Hijo mío, la paz sea con tu alma” son el bálsamo divino que sana, fortalece y transforma. La adversidad, vista con los ojos de la fe, deja de ser castigo y se convierte en camino a la exaltación.
Doctrina y Convenios 121:9–10
“Tus amigos estarán a tu lado, y te saludarán de nuevo con corazones cálidos y manos amistosas. No eres como Job; tus amigos no contenderán contra ti, ni te acusarán de transgresión, como lo hicieron con Job.”
Los relatos de las vidas de los fieles Job y José son instructivos e inspiradores.
A diferencia de Job, la esposa, la familia y los verdaderos amigos de José Smith lo amaron y lo apoyaron en sus tribulaciones.
A diferencia de José, el sufrimiento de Job terminó, sus bienes fueron restaurados y vivió una larga vida de prosperidad.
A cada uno de nosotros se nos dan desafíos personalizados para que podamos ser enseñados y refinados en el desarrollo de los atributos de la divinidad.
En un sentido muy real, todos estamos juntos en esto.
Mientras luchamos a través de la vida como “conciudadanos con los santos y miembros de la familia de Dios” (Efesios 2:19), ¡cuánta diferencia hacen las palabras bondadosas!
¡Qué dulce es el sonido de la voz de un amigo leal!
Qué reconfortantes son las palabras y los actos amorosos de aquellos que se preocupan.
No hay travesía sin dificultades, ni estaciones sin pruebas para nadie.
Pero los desafíos de la vida son más llevaderos, las cargas más ligeras, y los gozos más profundos cuando tenemos a amigos y seres amados a nuestro lado.
El pasaje de Doctrina y Convenios 121:9–10 nos revela una faceta profundamente humana y consoladora de la experiencia profética de José Smith. En medio del aislamiento y la aflicción de la Cárcel de Liberty, el Señor lo conforta no solo con promesas espirituales, sino también con una bendición muy terrenal y tierna: la compañía de los amigos fieles.
“Tus amigos estarán a tu lado, y te saludarán de nuevo con corazones cálidos y manos amistosas. No eres como Job; tus amigos no contenderán contra ti, ni te acusarán de transgresión, como lo hicieron con Job.”
Estas palabras son un recordatorio de que Dios no nos consuela únicamente con doctrinas, sino también con personas. El amor divino se expresa muchas veces a través de los brazos, las voces y las manos de los amigos que Él pone en nuestro camino.
La comparación con Job es muy significativa. Job fue un hombre justo probado hasta el límite, abandonado por casi todos, e incluso acusado por sus amigos de haber pecado para merecer su desgracia. José Smith, en cambio, aunque padeció la crueldad de sus enemigos, fue sostenido por el amor de sus seres queridos. Su esposa Emma le escribió cartas llenas de fe y ternura; sus padres, hermanos y compañeros en la cárcel compartieron su dolor y esperanza; y los fieles Santos oraron y trabajaron por su liberación. Así, el Señor le asegura: “Tus amigos estarán a tu lado.”
Doctrinalmente, este pasaje enseña una verdad preciosa: la amistad es un don divino y un instrumento del consuelo celestial. El Salvador mismo modeló este principio cuando llamó a Sus discípulos “amigos” (Juan 15:15), enseñando que la amistad leal es una forma de amor cristiano. En tiempos de aflicción, los amigos verdaderos se convierten en ángeles terrenales que alivian nuestras cargas y fortalecen nuestra fe.
El contraste entre Job y José también ilustra cómo Dios personaliza las pruebas para cada uno de Sus hijos. Ningún camino de sufrimiento es idéntico; cada uno está diseñado para desarrollar en nosotros cualidades distintas: paciencia, humildad, empatía o dependencia del Señor. Job aprendió a confiar en Dios aun cuando se sintió solo; José aprendió a reconocer el valor eterno del apoyo fraternal. Ambos fueron refinados, pero por medios diferentes.
El texto nos invita además a reflexionar sobre nuestro propio papel: ¿somos nosotros esos amigos leales que “saludan con corazones cálidos y manos amistosas”? En un mundo frío y hostil, la bondad puede ser una manifestación del poder del sacerdocio y del Espíritu. Las palabras amables, la presencia silenciosa, la comprensión sin juicio son formas de ministrar que sanan el alma tanto como las bendiciones del cielo.
La última parte del comentario —“los desafíos de la vida son más llevaderos… cuando tenemos a amigos y seres amados a nuestro lado”— expresa el espíritu de Sion: una comunidad de consuelo mutuo. Nadie fue diseñado para caminar solo. En el plan eterno, la exaltación misma no es una experiencia solitaria, sino relacional; es vivir eternamente en compañía de los que amamos.
Así, Doctrina y Convenios 121:9–10 no solo consuela a un profeta encarcelado, sino que enseña a todos los discípulos de Cristo que las pruebas se hacen más livianas cuando se comparten, y que el amor leal de los amigos es una de las más dulces manifestaciones del poder de Dios. En los momentos oscuros, el Señor puede no disipar de inmediato la tormenta, pero casi siempre envía —como a José— un amigo con un corazón cálido y una mano amiga.
Versículos 7–10
Consuelo y promesa divina
El Señor responde a José: sus aflicciones son “por un breve momento” y serán para su bien. Se le asegura exaltación si es fiel.
Después del clamor doloroso de José, el Señor responde con palabras de ternura y poder: “Hijo mío, la paz sea con tu alma; tu adversidad y tus aflicciones no serán más que por un breve momento”. Estos versículos marcan el contraste entre la perspectiva mortal y la visión eterna de Dios.
El lenguaje paternal de Dios
El Señor inicia Su respuesta con “Hijo mío”, mostrando la relación íntima y amorosa que tiene con José Smith. Esta expresión revela que, aun en medio de la prueba, los hijos de Dios no están olvidados, sino acompañados por un Padre celestial que los conoce y se dirige a ellos con ternura.
La perspectiva del tiempo eterno
Lo que para los hombres parece insoportable y largo, para Dios es apenas “un breve momento”. Esta enseñanza nos invita a mirar la vida y sus pruebas desde la eternidad, recordando que la gloria prometida trasciende cualquier sufrimiento presente (cf. 2 Corintios 4:17).
El valor redentor de la adversidad
El Señor declara que estas aflicciones serán “para tu bien”. La adversidad se convierte en instrumento de crecimiento, refinamiento espiritual y preparación para responsabilidades mayores. La tribulación no es castigo arbitrario, sino parte del proceso de santificación de los escogidos.
La promesa de exaltación
El Señor asegura a José que, si es fiel, recibirá “una gloria más allá de toda descripción”. La exaltación no se obtiene a pesar de las pruebas, sino a través de ellas. Las tribulaciones soportadas con paciencia se transforman en la evidencia de la fidelidad del discípulo de Cristo.
Los versículos 7–10 enseñan que Dios responde con amor a Sus hijos en la aflicción, que nuestras pruebas son temporales en comparación con la eternidad, y que cada sufrimiento fielmente soportado se convierte en preparación para la gloria eterna. Así, el dolor adquiere sentido cuando se contempla a la luz de la promesa divina de exaltación.
Versículos 11–16
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
En Doctrina y Convenios 121:11–16, el Señor se dirige directamente al destino de los perseguidores de los santos. Por ejemplo, el Señor compara sus perspectivas con la “escarcha” (versículo 11). Hoar es una palabra del inglés antiguo que simplemente significa “blanco”, y el término hoar frost se refiere a la escarcha matutina que rápidamente desaparece con la luz y el calor del sol. El Señor coloca muchas maldiciones sobre los perseguidores de los santos en los versículos 11–16. Estas maldiciones son directas, pero apropiadas para los crímenes que estos perseguidores cometieron contra los santos en Misuri. Aunque el Señor desanima la contención (3 Nefi 11:27), algunas acciones —como el robo, la agresión sexual y el asesinato abierto que sufrieron algunos santos en Misuri— requieren una reprensión severa.
Antes de que el Profeta y sus compañeros fueran llevados a la cárcel de Liberty, pasaron un tiempo en la cárcel de Richmond. Parley P. Pratt, quien estuvo presente allí, registró este intercambio entre José Smith y sus guardias en Richmond:
“En una de esas tediosas noches habíamos permanecido recostados como si durmiéramos, hasta pasada la medianoche, y nuestros oídos y corazones habían sido heridos mientras escuchábamos durante horas los chistes obscenos, las horribles blasfemias y el lenguaje soez de nuestros guardias, con el coronel Price a la cabeza, mientras se relataban unos a otros sus hechos de saqueo, asesinato, robo, etc., que habían cometido entre los ‘mormones’ en Far West y sus alrededores. Incluso se jactaban de haber forzado a esposas, hijas y vírgenes, y de haber disparado o destrozado el cráneo de hombres, mujeres y niños.
Escuché hasta que me sentí tan disgustado, conmocionado, horrorizado y lleno del espíritu de justicia indignada, que apenas pude contenerme de levantarme y reprender a los guardias, pero no había dicho nada a José ni a nadie más, aunque estaba acostado junto a él y sabía que estaba despierto.
De repente él se levantó y habló con voz de trueno, o como el rugido de un león, pronunciando, según recuerdo, las siguientes palabras:
¡SILENCIO, demonios del abismo infernal! En el nombre de Jesucristo os reprendo y os mando callar; no viviré un minuto más escuchando tal lenguaje. Cesad de hablar así o tú o yo moriremos ¡EN ESTE INSTANTE!
Cesó de hablar. Se mantuvo erguido con terrible majestad. Encadenado, y sin arma alguna —tranquilo, sereno y digno como un ángel— miró hacia abajo a los temblorosos guardias, cuyas armas bajaron o cayeron al suelo; cuyas rodillas chocaban entre sí, y que, encogiéndose en un rincón o agazapados a sus pies, le rogaron perdón y permanecieron en silencio hasta que hubo un cambio de guardia.”
Como epílogo a este impactante episodio, Parley reflexionó sobre lo que era la verdadera majestad frente a la persecución:
“He visto a los ministros de justicia, vestidos con togas magistrales, y a criminales procesados ante ellos, mientras la vida pendía de un suspiro, en los tribunales de Inglaterra; he presenciado un Congreso en solemne sesión dando leyes a las naciones; he tratado de concebir reyes, cortes reales, tronos y coronas, y emperadores reunidos para decidir el destino de los reinos; pero dignidad y majestad sólo las he visto una vez, cuando se alzaron encadenadas, a medianoche, en un calabozo, en un oscuro pueblo de Misuri.”
Doctrina y Convenios 121:16
“Malditos sean todos los que levantaren el talón contra mi ungido, dice el Señor, y clamaren que ha pecado cuando no ha pecado ante mí, dice el Señor, sino que ha hecho lo que fue recto ante mis ojos y lo que le mandé.”
Una terrible ironía acompaña a aquellos —ya sea dentro o fuera de la fe— que permanecen al margen y atacan, insultan o acusan a los hombres encargados de guiar el destino del reino del Señor.
El élder Harold B. Lee nos recordó: “[Marquen] bien a aquellos que hablan mal de los ungidos del Señor, porque hablan desde corazones impuros.” (Conference Report, octubre de 1947, pág. 67)
El propio hermano José explicó: “Aquel hombre que se levanta para condenar a otros, hallando defectos en la Iglesia, diciendo que están fuera del camino, mientras él mismo se considera justo, sabed con certeza que ese hombre está en el camino hacia la apostasía; y si no se arrepiente, apostatará, así como Dios vive.” (Enseñanzas del Profeta José Smith, 156–157)
Con frecuencia, aprendemos mucho más sobre los acusadores de los líderes de la Iglesia que sobre los mismos líderes. Tales ataques, por lo general, son más autobiográficos que verídicos.
El pasaje de Doctrina y Convenios 121:16 constituye una de las declaraciones más solemnes del Señor respecto al trato que deben recibir Sus siervos escogidos. Pronunciada en un momento de amarga persecución contra el profeta José Smith, esta revelación expresa la profunda gravedad espiritual que conlleva oponerse a los ungidos del Señor.
“Malditos sean todos los que levantaren el talón contra mi ungido, dice el Señor, y clamaren que ha pecado cuando no ha pecado ante mí, dice el Señor, sino que ha hecho lo que fue recto ante mis ojos y lo que le mandé.”
Estas palabras no son una defensa personal de José, sino una declaración divina de principios eternos. El Señor establece que aquellos a quienes Él ha llamado y ungido para dirigir Su obra lo hacen bajo Su autoridad, y quienes los atacan injustamente se colocan en oposición directa al propio Dios. Resistir a Sus siervos es resistir a Su voz; levantar el talón contra Su ungido es patear la piedra del fundamento del reino.
El élder Harold B. Lee advirtió sabiamente: “Marquen bien a aquellos que hablan mal de los ungidos del Señor, porque hablan desde corazones impuros.” La murmuración, la crítica destructiva o la acusación injusta hacia los líderes espirituales no es una simple falta de cortesía; es una señal de orgullo y endurecimiento del corazón. En lugar de inspirar luz, tales palabras revelan la oscuridad interior de quien las pronuncia.
El propio José Smith enseñó con claridad: “Aquel hombre que se levanta para condenar a otros… está en el camino hacia la apostasía.”
Esa advertencia no solo fue válida en su época; lo es también hoy. La crítica constante a los líderes de la Iglesia —ya sean generales o locales— suele ser el preludio del alejamiento espiritual. El patrón es siempre el mismo: primero, la duda; luego, la crítica; después, la incredulidad; finalmente, la separación de la fe.
Doctrinalmente, este pasaje enseña la importancia del principio de la unción y la autoridad divina. El Señor llama a hombres y mujeres imperfectos, pero los santifica en Su servicio. Sus debilidades no invalidan Su obra; al contrario, la magnifican, pues demuestran que el poder proviene de Dios y no del hombre (véase 2 Corintios 4:7). Por eso, juzgar o condenar a los siervos del Señor es desconocer Su manera de obrar: Él elige instrumentos frágiles para realizar tareas eternas.
También hay en este pasaje una advertencia contra la arrogancia espiritual. Quien se erige como juez de los líderes del Señor, afirmando ver más claramente que ellos, está cayendo en la trampa de la autosuficiencia. El enemigo siempre ha susurrado la misma tentación: “Yo lo haría mejor.” Pero en el reino de Dios, la autoridad no se autoproclama; se delega. Y el respaldo del cielo no se obtiene por autoconfianza, sino por obediencia.
El comentario final —que los ataques suelen ser más autobiográficos que verídicos— encierra una verdad penetrante. Quienes acusan con dureza a los líderes de la Iglesia suelen estar, en realidad, revelando el estado de su propia alma. La crítica injusta es con frecuencia una proyección de frustraciones personales, heridas no sanadas o incredulidad disimulada. En cambio, quienes son puros de corazón hallan gozo en sostener, orar por y edificar a los siervos de Dios, aun cuando no comprendan todas las decisiones que se tomen.
En última instancia, Doctrina y Convenios 121:16 nos enseña que la lealtad a los líderes del Señor no es idolatría, sino expresión de fe en el Dios que los llamó. No se trata de creer que los profetas son infalibles, sino de creer que el Señor los inspira, dirige y corrige cuando es necesario. La verdadera prueba de discipulado no es qué tanto confiamos en los hombres, sino qué tanto confiamos en que Dios guía a Sus hombres.
Así, el mandamiento de no levantar el talón contra el ungido del Señor no es una advertencia de temor, sino una invitación a la humildad. En un mundo que se deleita en criticar, el discípulo de Cristo elige sostener, orar, y permanecer fiel. Porque al defender al ungido, defiende al Ungidor.
Versículos 11–25
Juicio sobre los inicuos
Se anuncia que los perseguidores y los que obran iniquidad tendrán su paga, y el juicio de Dios caerá sobre ellos. La justicia divina es segura, aunque no siempre inmediata.
Después de consolar a José Smith, el Señor dirige Su palabra hacia los perseguidores de los santos y aquellos que se oponen a Su obra. Estos versículos contienen fuertes advertencias y declaraciones de justicia divina. Aunque los impíos puedan prosperar por un tiempo, el Señor asegura que recibirán su pago y que Su justicia es ineludible.
El contraste entre los justos y los inicuos
Mientras los justos reciben consuelo y promesas de gloria, los inicuos son advertidos de la destrucción que les espera. Esta sección nos recuerda que el plan de salvación incluye tanto misericordia para los arrepentidos como justicia para los rebeldes.
La aparente prosperidad de los malvados
Los perseguidores de la Iglesia parecían triunfar en ese momento: encarcelaban a los líderes, expulsaban a los santos de sus tierras y los despojaban de sus bienes. Sin embargo, el Señor revela que su éxito es pasajero y que la justicia divina no se detiene, aunque tarde en llegar desde la perspectiva mortal.
El principio de la retribución divina
El Señor declara que el juicio vendrá sobre los inicuos “en su plenitud” y que los malvados “se reirán por un tiempo, pero pronto llorarán amargamente”. Esto enseña que toda obra será juzgada, y que nadie puede escapar de la balanza perfecta de Dios (véase Mosíah 27:31; Alma 41:3–4).
El castigo de la corrupción espiritual
Entre los que reciben mayor condenación están los que “se ensalzan en sus propios ojos” y “persiguen al justo y derraman sangre inocente”. La arrogancia, el abuso de poder y la violencia contra los hijos de Dios son pecados que claman al cielo y atraen el juicio más severo.
La seguridad de la justicia divina
Aunque el mundo parezca injusto, el Señor asegura que Su justicia es perfecta e inevitable. La enseñanza doctrinal es clara: el hombre puede resistir, oprimir y abusar por un tiempo, pero la justicia eterna finalmente pondrá todas las cosas en orden.
Los versículos 11–25 de Doctrina y Convenios 121 enseñan que la aparente victoria de los inicuos es solo temporal, y que la justicia de Dios caerá inexorablemente sobre ellos. Mientras los justos reciben consuelo y gloria eterna, los malvados, si no se arrepienten, cosecharán destrucción y vergüenza. El mensaje es de esperanza para los santos perseguidos: el Señor no olvida, y en Su tiempo todo será juzgado con rectitud.
Versículos 17–25
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
Doctrina y Convenios 121:17–25 parece estar dirigido a “aquellos que juran falsamente contra mis siervos” (DyC 121:18), es decir, a los apóstatas que se volvieron contra José Smith y los santos durante las persecuciones en Misuri. Entre quienes podrían estar incluidos en este grupo se hallan los apóstoles Thomas B. Marsh, Orson Hyde y William McLellin, así como asociados cercanos como William W. Phelps. Thomas B. Marsh incluso juró en una declaración que “el plan de dicho Smith, el Profeta, es apoderarse de este Estado; y profesa ante su pueblo la intención de apoderarse de los Estados Unidos, y finalmente de todo el mundo… que haría de ello un solo reguero de sangre desde las Montañas Rocosas hasta el Océano Atlántico.” Orson Hyde presentó una declaración similar contra el Profeta. En respuesta a la apostasía de este grupo, el Señor declara que son apartados de las “ordenanzas de mi casa” (DyC 121:19) y pierden su derecho —y el de su posteridad— al poder del sacerdocio (DyC 121:21).
En una carta de 1834 enviada a la Iglesia, José Smith y otros líderes reflexionaron sobre las persecuciones infligidas a los fieles por antiguos miembros de la fe:
“De los apóstatas los fieles han recibido las persecuciones más severas: Judas fue reprendido e inmediatamente entregó a su Señor en manos de sus enemigos, porque Satanás entró en él. Hay una inteligencia suprema concedida a aquellos que obedecen el evangelio con pleno propósito de corazón, la cual, si se peca contra ella, deja al apóstata desnudo y desprovisto del Espíritu de Dios, y en verdad están cercanos a la maldición, y su fin es ser quemados. Cuando esa luz que estaba en ellos es quitada, llegan a estar tan oscurecidos como antes habían sido iluminados. Y entonces, no es de extrañar si todo su poder se alista contra la verdad, y ellos, como Judas, procuran la destrucción de aquellos que fueron sus mayores benefactores.”
Debemos recordar que muchos de los que apostataron en Misuri —como Orson Hyde, William W. Phelps y Thomas B. Marsh— más tarde se arrepintieron y regresaron a la fe. Tristemente, otros, como William McLellin, Sampson Avard y George Hinkle, nunca regresaron.
Doctrina y Convenios 121:33
“Tan posible sería que el hombre extendiera su débil brazo para detener el curso decretado del río Misuri, o hacerlo volver hacia atrás, como impedir que el Todopoderoso derrame conocimiento desde el cielo sobre las cabezas de los Santos de los Últimos Días.”
Los enemigos de la Iglesia se esforzaron incesantemente por detener la maravillosa obra del Señor persiguiendo y encarcelando al profeta José.
Estos moradores de la oscuridad pensaban que si lograban separar al profeta de su pueblo, los Santos o el propio profeta se debilitarían y desfallecerían.
Pero no conocían a Dios ni a Sus propósitos —ni a Su profeta ungido—.
Los adversarios del Señor no pudieron colocar al profeta fuera del alcance del cielo.
La revelación continuó fluyendo hacia el profeta en prisión, convirtiendo aquel lugar de confinamiento en un santuario de inspiración, un templo de verdad.
Los enemigos de la rectitud fueron impotentes para impedir el avance del reino del Señor —entonces y ahora—.
Oh, pueden ocasionalmente obtener una victoria sobre un alma que suelta la vara de hierro, pero la obra del Señor continúa y crece, sin obstáculos, sin trabas, imparable.
Al final, la guerra será ganada por el Señor, Su profeta y Sus santos.
El versículo de Doctrina y Convenios 121:33 es una poderosa afirmación de la invencible soberanía de Dios y de la futilidad de toda oposición contra Su obra eterna. Nacido en medio del sufrimiento de Liberty Jail, este pasaje convierte la angustia del confinamiento en una visión majestuosa del poder de la revelación divina:
“Tan posible sería que el hombre extendiera su débil brazo para detener el curso decretado del río Misuri, o hacerlo volver hacia atrás, como impedir que el Todopoderoso derrame conocimiento desde el cielo sobre las cabezas de los Santos de los Últimos Días.”
Estas palabras del Señor, reveladas al profeta José Smith, destilan tanto consuelo como poder. En su aparente derrota —encarcelado, calumniado y separado de los suyos— José recibió la certeza de que ningún poder humano puede frenar la marcha de la verdad.
El Señor utiliza una imagen vívida: intentar detener Su obra es tan inútil como tratar de hacer que un río cambie de dirección. Es decir, la voluntad divina es un torrente incontenible, un flujo perpetuo de conocimiento, luz y revelación. Los hombres pueden construir diques de oposición, pero no pueden contener el caudal del Espíritu. La metáfora del río Misuri —tan familiar para los Santos de aquel tiempo— encierra la idea de movimiento, fuerza y destino. Así es la obra del Señor: viva, dinámica, indetenible.
Los enemigos del Evangelio en tiempos de José creyeron que, al apresar al profeta, podían silenciar la voz de la revelación. Pero Dios convirtió esa prisión en un templo de comunicación celestial. Mientras las paredes de Liberty pretendían aislarlo del mundo, el cielo se abría sobre él. Allí nacieron algunas de las revelaciones más profundas de la dispensación: enseñanzas sobre la adversidad, el poder del sacerdocio, la naturaleza de la caridad y la justicia de Dios. La cárcel no detuvo la revelación; la catalizó.
Doctrinalmente, este pasaje afirma que la revelación continua es el sello distintivo de la Iglesia verdadera. Los hombres pueden encarcelar cuerpos, censurar palabras o ridiculizar la fe, pero no pueden cerrar los cielos. Cuando el Señor desea derramar conocimiento, lo hace —a Su manera, en Su tiempo y sobre quienes estén dispuestos a recibirlo.
La historia de la Iglesia testifica de ello: cada vez que la oposición ha intentado suprimir la obra del Señor, esta ha crecido con más fuerza. Los mártires en Carthage no detuvieron el movimiento; lo avivaron. Las expulsiones de Misuri y Nauvoo no acabaron con Sion; la desplazaron hacia las montañas, donde floreció. Así ha sido siempre, y así seguirá siendo, porque el poder del Todopoderoso no puede ser contenido por los brazos de los mortales.
El pasaje también nos enseña algo personal y profundo: el “derramamiento de conocimiento” no es solo colectivo, sino individual. Cada Santo de los Últimos Días tiene acceso al mismo poder revelador. Ninguna circunstancia —ni cárcel, ni enfermedad, ni soledad— puede impedir que el Espíritu Santo ilumine la mente y el corazón de quien busca a Dios. La fe convierte cualquier celda en santuario, cualquier noche en amanecer.
Finalmente, este versículo proclama la certeza profética del triunfo final del Evangelio: “la obra del Señor continuará y crecerá, sin obstáculos, sin trabas, imparable.” Los enemigos del Reino pueden ganar batallas temporales, pero jamás la guerra. El destino de la Iglesia está asegurado por el mismo Dios que dirige las estrellas y guía los ríos.
Así, Doctrina y Convenios 121:33 nos recuerda que, aunque los hombres intenten detener el curso de la verdad, la revelación sigue su camino, como un río que no conoce fronteras. La voz de Dios no puede ser silenciada, Su profeta no puede ser olvidado, y Su obra no puede ser detenida. El torrente de la Restauración sigue fluyendo, y llevará consigo a todos los que elijan aferrarse a la vara de hierro y marchar río arriba, hacia la eternidad.
Versículos 26–33
Los misterios y el poder de Dios
El Señor promete que, en los tiempos de los gentiles y de la redención de Sion, se revelarán grandes misterios y verdades ocultas desde la eternidad.
Después de hablar del juicio sobre los inicuos, el Señor vuelve Su atención a los fieles y les promete una herencia espiritual gloriosa: el acceso a misterios divinos y a la revelación de verdades que han estado ocultas desde la eternidad. Este pasaje abre una perspectiva de esperanza y conocimiento que contrasta con la condena de los impíos.
El carácter revelador de Dios
El Señor se complace en dar a conocer “cosas grandes y maravillosas” a Sus hijos. No es un Dios distante que oculta Su voluntad, sino un Padre que revela Su plan a quienes están preparados espiritualmente.
El tiempo de los gentiles y la redención de Sion
Se profetiza que habrá un tiempo especial en el que los gentiles (las naciones fuera de Israel) recibirán la plenitud del evangelio. Al mismo tiempo, Sion será redimida y establecida en poder. La revelación de misterios está vinculada al progreso de la obra de Dios en la tierra y a la preparación del mundo para la Segunda Venida.
La revelación como herencia del justo
El Señor promete revelar “cosas que han sido reservadas desde la fundación del mundo”. Esta es una doctrina clave: los fieles, al mantenerse puros, son dignos de recibir un conocimiento que el mundo no puede comprender ni descubrir por medios humanos. La revelación es tanto un don como una responsabilidad.
El poder espiritual ligado al conocimiento
El acceso a los misterios de Dios no es solo intelectual, sino que confiere poder espiritual. Saber quién es Dios, cuál es nuestro destino eterno y cómo obrar rectamente aumenta nuestra capacidad de resistir al mal y cumplir con la misión divina.
El equilibrio entre justicia y revelación
En los versículos anteriores se habló del juicio sobre los inicuos; aquí se presenta el otro lado: la recompensa de los fieles. Mientras los rebeldes reciben condenación, los obedientes son introducidos en la luz del conocimiento divino y en los secretos de la eternidad.
Los versículos 26–33 de Doctrina y Convenios 121 nos muestran que el plan de Dios no se limita a juzgar, sino también a revelar. A los fieles se les promete acceso a misterios divinos reservados desde la eternidad, en preparación para la redención de Sion y la gloria venidera. La revelación es tanto una manifestación del amor de Dios como un anticipo del poder eterno que los justos heredarán.
Doctrina y Convenios 121:35–36
“Tienen sus corazones tan puestos en las cosas de este mundo… que no aprenden esta lección: que los derechos del sacerdocio están inseparablemente ligados con los poderes del cielo, y que los poderes del cielo no pueden ser controlados ni manejados sino conforme a los principios de la rectitud.”
Muy a menudo vivimos por debajo de nuestros privilegios espirituales porque nos sentimos demasiado atraídos por los encantos y tesoros de este mundo.
Los poderes del cielo sólo pueden ser ejercidos por quien se comunica regularmente con los cielos, aquel cuya aspiración es obtener la aprobación divina, no los aplausos de los inconstantes y perecederos.
Los poderes de Dios no pueden ser invocados por quien se especializa en los poderes de la tierra.
La rectitud conduce al poder.
La humildad resulta en fortaleza.
La sumisión y la entrega producen la victoria definitiva sobre los tropiezos de este mundo terrenal.
A medida que “crecemos para el Señor” (Helamán 3:21; DyC 109:15), nos volvemos más discernidores: nuestros sentidos espirituales anhelan las cosas eternas.
En resumen, los poderes de la divinidad sólo fluyen a través de los que temen a Dios.
El pasaje de Doctrina y Convenios 121:35–36 es una de las más profundas y penetrantes revelaciones sobre el verdadero poder del sacerdocio y las condiciones espirituales que lo acompañan. En él, el Señor revela que la autoridad divina no se concede simplemente por la imposición de manos o por un llamamiento visible, sino que su eficacia depende por completo del estado interior del corazón.
“Tienen sus corazones tan puestos en las cosas de este mundo… que no aprenden esta lección: que los derechos del sacerdocio están inseparablemente ligados con los poderes del cielo, y que los poderes del cielo no pueden ser controlados ni manejados sino conforme a los principios de la rectitud.”
Estas palabras fueron pronunciadas en el contexto de la Cárcel de Liberty, donde el profeta José Smith reflexionaba sobre los abusos de poder cometidos por algunos líderes y sobre las causas espirituales del sufrimiento de los Santos. Pero más allá de la historia, este versículo enseña una lección universal: el poder celestial no se compra con posición, se conquista con pureza.
El Señor contrasta dos tipos de poder: el poder del mundo y el poder del cielo. El primero se obtiene mediante el control, la ambición, el orgullo o la manipulación; el segundo, mediante la rectitud, la humildad y la obediencia. Los “poderes del cielo” —es decir, la influencia espiritual, la autoridad moral, la capacidad de obrar milagros y de bendecir vidas— no pueden ser controlados por quien busca su propia gloria o se aferra a los intereses temporales.
Cuando los corazones se “ponen en las cosas de este mundo”, se interrumpe el flujo de la revelación y se extingue la influencia divina. No se trata de que Dios retire Su poder por castigo, sino que los canales del alma se obstruyen con deseos terrenales. La codicia, el orgullo y la vanagloria actúan como muros que impiden que la luz del cielo penetre en el corazón.
Doctrinalmente, este versículo enseña que los derechos del sacerdocio son inseparables de la rectitud. Tener el sacerdocio no significa poseer poder; significa recibir el potencial de acceder a él si se vive conforme a los principios del Evangelio. El poder espiritual no se delega, se gana por santidad. El Señor confiere autoridad, pero el individuo determina su eficacia por su fidelidad.
La frase “los poderes del cielo no pueden ser controlados ni manejados sino conforme a los principios de la rectitud” también encierra una advertencia. Intentar ejercer influencia espiritual sin rectitud es abusar del sacerdocio, y ese abuso provoca el retiro inmediato del Espíritu. Es por eso que el Señor enseña en los versículos siguientes que “cuando tratamos de cubrir nuestros pecados, o de satisfacer nuestro orgullo… los cielos se retiran” (DyC 121:37).
En el plano personal, este pasaje nos invita a evaluar nuestras motivaciones. ¿Anhelamos el poder espiritual para servir o para destacar? ¿Buscamos la aprobación del Señor o los aplausos del mundo? El verdadero discípulo no aspira a controlar, sino a consagrar; no busca reconocimiento, sino redención.
Como enseña el comentario, la rectitud conduce al poder, la humildad resulta en fortaleza, y la sumisión produce victoria. Estas paradojas espirituales son el reflejo del Reino de Dios, donde el más grande es el que sirve, y el más poderoso es el que se arrodilla.
A medida que crecemos en santidad —“creciendo para el Señor” (Helamán 3:21; DyC 109:15)— nuestros sentidos espirituales se refinan. Aprendemos a discernir entre lo duradero y lo temporal, entre la gloria del cielo y la vanidad de la tierra. El corazón puro se convierte en un conductor del poder divino, porque no busca nada para sí.
En resumen, Doctrina y Convenios 121:35–36 nos enseña que el poder de Dios no se mide por la autoridad formal, sino por la pureza del alma. Los “poderes del cielo” fluyen solo a través de los que temen a Dios y se humillan ante Él. El Señor no comparte Su poder con quienes lo usan para engrandecerse, pero lo derrama sin medida sobre los que se vacían de sí mismos para servir. Allí donde hay humildad, hay fuerza celestial; donde hay santidad, hay poder verdadero.
Versículos 34–36
La escasez de los que son verdaderamente fieles
Muchos son llamados, pero pocos son escogidos porque no han aprendido a obedecer a Dios y someterse a Su voluntad.
Estos versículos son una de las declaraciones más conocidas y solemnes de la revelación: “Muchos son llamados, pero pocos son escogidos”. Aquí el Señor explica por qué, a pesar de que muchos reciben una invitación divina, solo algunos llegan a ser verdaderamente escogidos y portadores del poder de Dios.
La amplitud del llamamiento
El “muchos son llamados” enseña que el Señor abre la puerta de Su obra a gran cantidad de personas: mediante el bautismo, el servicio en la Iglesia, o incluso llamados específicos al sacerdocio y al discipulado. Dios invita ampliamente, mostrando Su deseo de salvar a todos.
La condición de ser escogido
Ser “escogido” no depende solamente de ser llamado o recibir una ordenación. Es el resultado de la fidelidad personal, la obediencia a Dios y la disposición a someter la propia voluntad a la de Él. Esto enseña que la elección divina no es arbitraria, sino el reflejo del carácter y de la obediencia del individuo.
El obstáculo principal: el corazón en lo mundano
El Señor explica que muchos pierden la condición de ser escogidos porque buscan su propio engrandecimiento, desean la alabanza de los hombres y ponen su corazón en lo temporal más que en lo eterno. El orgullo y el egoísmo son las causas más comunes de la pérdida del poder espiritual.
La relación con el sacerdocio
El sacerdocio solo se otorga y se sostiene en rectitud. Cuando alguien busca usarlo para dominar o para beneficio propio, el cielo retira su aprobación. Por eso, aunque muchos sean ordenados, no todos permanecen en el poder del sacerdocio: solo los “escogidos” que aprenden a ser obedientes.
Lección universal para los discípulos
Estos versículos no aplican solo a los líderes o poseedores del sacerdocio, sino a todo discípulo de Cristo. Muchos aceptan el evangelio, pero pocos perseveran en la fidelidad y en el sometimiento total a la voluntad de Dios.
Los versículos 34–36 enseñan que el Señor llama a muchos, pero solo los que viven en obediencia, humildad y sacrificio llegan a ser “escogidos”. La verdadera fidelidad no se mide por el llamamiento recibido, sino por la disposición de someter la voluntad propia a la de Dios y mantener el corazón centrado en lo eterno.
Doctrina y Convenios 121:37
“Cuando emprendemos cubrir nuestros pecados… o ejercer dominio o compulsión sobre las almas de los hijos de los hombres, en cualquier grado de injusticia, he aquí, el Espíritu del Señor se aflige; y cuando se retira, amén al sacerdocio o a la autoridad de ese hombre.”
Si un poseedor del sacerdocio se vuelve injusto en su vida o en el ejercicio de su autoridad, su poder en el sacerdocio cesa y se convierte en una fuente de condenación en lugar de bendición.
“La indignidad debilita la capacidad del hombre para bendecir a otros por medio de su sacerdocio.”
Sin embargo, si una persona indigna es llamada inadvertidamente a realizar una ordenanza, la ordenanza sigue siendo válida porque el individuo la ejecuta no tanto por su propia autoridad como por haber sido debidamente designado como agente de la Iglesia.
Basar la validez de las ordenanzas en la dignidad del oficiante inevitablemente suscitaría dudas y confusión. Por lo tanto, la eficacia de las ordenanzas depende de la dignidad de quienes las reciben, más que de la de quienes las realizan (Cowan, Answers, 138).
Aquellos que ejercen el sacerdocio conforme a los principios de rectitud serán escogidos para recibir una herencia de vida eterna.
El versículo de Doctrina y Convenios 121:37 es una de las declaraciones más solemnes y penetrantes del Señor sobre la responsabilidad moral y espiritual que conlleva portar Su sacerdocio. Aquí el Salvador advierte con absoluta claridad que ningún poder, autoridad ni título puede sostener a un hombre cuya conducta y motivaciones sean injustas.
“Cuando emprendemos cubrir nuestros pecados… o ejercer dominio o compulsión sobre las almas de los hijos de los hombres, en cualquier grado de injusticia, he aquí, el Espíritu del Señor se aflige; y cuando se retira, amén al sacerdocio o a la autoridad de ese hombre.”
Estas palabras revelan una verdad fundamental: el poder del sacerdocio es inseparable del Espíritu del Señor. Sin la compañía del Espíritu Santo, la autoridad del sacerdocio queda vacía, carente de fuerza y de legitimidad ante Dios. No importa el llamamiento, la posición ni el reconocimiento público: cuando el Espíritu se retira, el poder divino cesa, y el sacerdocio deja de ser una bendición y se convierte en condenación para quien lo posee indignamente.
El Señor identifica tres causas principales de esa pérdida espiritual: cubrir los pecados, gratificar el orgullo, y ejercer dominio injusto. Estas actitudes reflejan un corazón desenfocado —uno que busca el control más que el servicio, la apariencia más que la pureza, la autoridad personal más que la voluntad de Dios. Cada vez que un hombre intenta imponer su voluntad o manipular a otros, el Espíritu se entristece y se retira. En ese instante, el poder del sacerdocio se apaga, como una lámpara sin aceite.
El comentario doctrinal de Richard O. Cowan aclara un principio clave: aunque la indignidad personal debilita la capacidad del portador del sacerdocio para bendecir a otros espiritualmente, las ordenanzas mismas permanecen válidas si son realizadas bajo la debida autoridad. Esto se debe a que el poder del sacerdocio reside en Dios y en Su Iglesia, no en la perfección del individuo. De lo contrario, la fe de los Santos estaría sujeta a la fragilidad humana, y nunca habría seguridad sobre la validez de los convenios.
Sin embargo, esa protección institucional no exime al oficiante de responsabilidad personal. Para él, ejercer el sacerdocio indignamente se convierte en una fuente de condenación. Cuanto mayor la autoridad recibida, mayor la rendición de cuentas ante el Señor. En palabras del presidente Spencer W. Kimball, “el sacerdocio no es un premio al mérito, sino una llamada al servicio; y cuando se convierte en motivo de orgullo, se pervierte su propósito.”
Doctrinalmente, este versículo enseña que la rectitud es la fuente del poder espiritual. El sacerdocio no se ejerce por coerción, sino por influencia pura; no se sostiene por el miedo, sino por el amor; no se impone, sino que se gana. Por eso, en los versículos siguientes, el Señor describe el verdadero modelo de autoridad divina: persuasión, longanimidad, mansedumbre, amor sincero y caridad sin fingimiento (DyC 121:41–42).
Cuando el poder se usa para dominar o manipular, se convierte en tiranía; pero cuando se ejerce con humildad y rectitud, se convierte en canal del poder de Cristo. De ahí que el Señor advierta que “amén al sacerdocio de ese hombre” —una expresión breve, pero definitiva—: significa que el cielo ya no lo reconoce como Su representante.
El verdadero poseedor del sacerdocio, por el contrario, no busca controlar, sino elevar; no manda, sino sirve; no impone, sino inspira. Vive de tal manera que el Espíritu siempre pueda estar con él, porque sin el Espíritu no hay sacerdocio, y sin rectitud no hay Espíritu.
En resumen, Doctrina y Convenios 121:37 nos enseña que el sacerdocio es poder divino condicionado por la pureza del corazón. No se ejerce con fuerza, sino con fe; no se mantiene por autoridad terrenal, sino por aprobación celestial. El hombre que honra su sacerdocio con justicia y humildad recibe no solo el poder de actuar en nombre de Dios, sino también la promesa más grande de todas: una herencia eterna entre los justos, en la presencia del Rey de Reyes.
Doctrina y Convenios 121:39
“Hemos aprendido por triste experiencia que es la naturaleza y disposición de casi todos los hombres, tan pronto como consiguen un poco de autoridad, como ellos suponen, comienzan inmediatamente a ejercer dominio injusto.”
Un ángel enseñó al rey Benjamín que “el hombre natural es enemigo de Dios, y lo ha sido desde la caída de Adán, y lo será para siempre jamás, a menos que ceda a los atractivos del Espíritu Santo” (Mosíah 3:19).
El hombre caído (no redimido) es egoísta, autocomplaciente y, al final, autodestructivo.
Al no haber entregado su corazón a Dios, ve las cosas no como son, sino como él es. Está sujeto a su propia voluntad miope. Tal persona también tiene hambre de poder, ansiosa por sobresalir y poseer más que su prójimo. Así, fácilmente recurre al ejercicio de un dominio injusto.
Por otro lado, los individuos que han sido lavados y limpios en la sangre del Cordero disfrutan de la influencia refinadora del Espíritu Santo, buscan el bien de los demás, extienden la mano para levantar al caído y hallan su mayor felicidad en el éxito de sus semejantes.
El versículo de Doctrina y Convenios 121:39 ofrece una radiografía espiritual del corazón humano caído y una advertencia eterna sobre el peligro del poder sin pureza. Pocas escrituras describen con tanta precisión la tendencia del hombre natural a corromper la autoridad y a abusar del dominio que le ha sido confiado:
“Hemos aprendido por triste experiencia que es la naturaleza y disposición de casi todos los hombres, tan pronto como consiguen un poco de autoridad, como ellos suponen, comienzan inmediatamente a ejercer dominio injusto.”
Estas palabras, reveladas al profeta José Smith en la cárcel de Liberty, no son el producto de la frustración de un prisionero, sino la enseñanza profunda de un hombre iluminado por la revelación en medio del sufrimiento. En un contexto de persecución, traición y abuso de poder, el Señor expone una verdad universal: el poder, cuando se combina con el egoísmo, se convierte en opresión.
Desde la caída de Adán, el hombre natural busca afirmarse a sí mismo, imponer su voluntad y ejercer control. El rey Benjamín, en Mosíah 3:19, lo expresó claramente: “El hombre natural es enemigo de Dios.” Esa enemistad se manifiesta, entre otras formas, cuando el ser humano usa la autoridad —ya sea espiritual, familiar, social o política— para dominar en lugar de servir. El alma no redimida se complace en el control; el alma santificada se deleita en la compasión.
El Señor no dice que esta tendencia sea exclusiva de los impíos, sino que afecta a “casi todos los hombres.” Esta expresión revela la profundidad de la caída: incluso los buenos, los que tienen buenas intenciones, pueden caer en el error del dominio injusto si no vigilan su corazón. La historia de la humanidad —y a veces incluso la historia eclesiástica— da testimonio de este principio. Sin la constante influencia del Espíritu Santo, el poder tiende a corromper, y el orgullo espiritual es una de las formas más peligrosas de corrupción.
Doctrinalmente, este versículo enseña que la verdadera autoridad no consiste en mandar, sino en ministrar. La autoridad del sacerdocio no es un privilegio para gobernar, sino una oportunidad para bendecir. Por eso, el Señor aclara en los versículos siguientes que el poder de Dios “no puede ni debe ser usado sino con persuasión, longanimidad, mansedumbre y amor sincero” (DyC 121:41–42). En otras palabras, la única forma legítima de ejercer poder espiritual es imitando a Cristo, quien tuvo todo poder y, sin embargo, lo usó siempre para elevar a los demás.
La diferencia entre el hombre natural y el hombre santificado es, entonces, el corazón. El primero busca controlar; el segundo busca consagrar. El primero desea que otros le sirvan; el segundo busca servir. El primero usa el poder para afirmarse; el segundo lo utiliza para ennoblecer. Quien ha sido “lavado y limpio en la sangre del Cordero” ya no siente hambre de dominio, sino deseo de ministrar. Su gozo no proviene de ser obedecido, sino de ver a otros progresar.
La descripción final del comentario resume magistralmente este contraste: los hombres caídos “tienen hambre de poder”, mientras que los redimidos “extienden la mano para levantar al caído.” Esa es la diferencia entre el dominio de los hombres y el poder de Dios.
En última instancia, Doctrina y Convenios 121:39 no solo denuncia una debilidad humana; también ofrece un camino de redención. Reconocer nuestra tendencia al dominio injusto es el primer paso para someterla al Espíritu. Solo cuando aprendemos a ceder a los “atractivos del Espíritu Santo” (Mosíah 3:19), el orgullo se convierte en mansedumbre, y el deseo de controlar se transforma en deseo de servir.
Así, el Señor nos enseña que el poder verdadero no se ejerce hacia abajo, sino hacia arriba: no para someter a otros, sino para elevarlos. Y cuando el corazón del hombre deja de buscar autoridad y empieza a buscar caridad, entonces su influencia se convierte en un reflejo del poder mismo de Cristo, quien reina no por compulsión, sino por amor eterno.
Versículos 37–40
El uso indebido del sacerdocio
El poder del sacerdocio no puede usarse para obtener ambición, dominio o compeler a los hombres. Cuando se busca la gloria personal, se pierde el poder.
Estos versículos son una advertencia solemne respecto al poder del sacerdocio y su naturaleza espiritual. Aunque un hombre sea ordenado, ese poder no permanece automáticamente con él: depende de su rectitud y del modo en que ejerza su autoridad.
1. El sacerdocio depende de la rectitud
El Señor declara que, en el momento en que un poseedor del sacerdocio intenta cubrir sus pecados, satisfacer su orgullo o ejercer control injusto sobre otros, “los cielos se retiran” y el Espíritu del Señor se aparta. Esto subraya que el sacerdocio no es un derecho perpetuo, sino un poder que se sostiene únicamente en justicia.
2. La corrupción del poder
El texto advierte contra tres peligros comunes:
Encubrir los pecados: vivir en hipocresía mientras se ejerce un cargo sagrado.
Satisfacer el orgullo: usar el sacerdocio para engrandecerse o buscar reconocimiento.
Dominar con dureza: intentar imponer obediencia por la fuerza o la manipulación.
Cada una de estas actitudes refleja un espíritu contrario al de Cristo y lleva a la pérdida del poder espiritual.
3. El sacerdocio no da derecho al dominio
El Señor establece que el sacerdocio no es un instrumento de coacción. No se puede compeler a nadie a creer, obedecer o seguir por la fuerza. El evangelio opera sobre principios de libertad, persuasión y amor.
4. La gloria personal como enemigo del poder divino
Cuando el hombre busca la alabanza del mundo, pierde el respaldo del cielo. La autoridad de Dios no puede ser usada para fines egoístas, porque Su poder está inseparablemente ligado a la humildad, la pureza y la intención desinteresada de bendecir a los demás.
5. El sacerdocio como reflejo de Cristo
Estos versículos enseñan que el sacerdocio solo funciona cuando se ejerce a la manera de Cristo, quien sirvió, amó y se sacrificó por los demás. Cualquier intento de usarlo de forma diferente es una distorsión y lleva a la pérdida del poder.
Los versículos 37–40 nos enseñan que el sacerdocio no es un poder automático ni un privilegio para dominar. Es un don divino que se sostiene solo por rectitud, humildad y servicio. Cuando se usa para orgullo, control o ambición personal, los cielos retiran su aprobación y el poder se desvanece.
Doctrina y Convenios 121:41
“Ningún poder o influencia se puede ni se debe mantener por virtud del sacerdocio, sino por persuasión, por longanimidad, por mansedumbre y por amor no fingido.”
Aquellos que son llamados a portar el santo sacerdocio de Dios también son llamados a hacerlo con fidelidad y devoción, a guiar, dirigir y elevar a otros en el proceso.
La rectitud no puede imponerse. La conformidad no puede forzarse.
Ni siquiera los fines más nobles del líder pueden alcanzarse por virtud del sacerdocio ni por posición o poder.
Quienes ejercen un dominio justo lo hacen con motivos rectos, y tales personas nunca necesitan obligar a otros a obedecer. Las personas se sienten inspiradas a seguir a un líder humilde, porque tal líder actúa conforme al modelo del Buen Pastor.
El versículo de Doctrina y Convenios 121:41 constituye el corazón moral y espiritual de toda la doctrina del poder del sacerdocio. En él, el Señor define con claridad cómo debe —y cómo no debe— ejercerse la autoridad divina: “Ningún poder o influencia se puede ni se debe mantener por virtud del sacerdocio, sino por persuasión, por longanimidad, por mansedumbre y por amor no fingido.”
Estas palabras, reveladas al profeta José Smith durante su encarcelamiento en la Cárcel de Liberty, son una joya doctrinal que revela el carácter mismo de Dios. El Señor nos enseña que Su poder no se basa en la fuerza ni en la imposición, sino en el amor, la paciencia y la verdad. El poder del sacerdocio no es coercitivo, sino redentor; no domina, sino que invita.
En el mundo, la autoridad suele entenderse como control: quien tiene poder lo ejerce sobre otros, imponiendo su voluntad. Pero en el Reino de Dios ocurre lo contrario. El verdadero liderazgo espiritual no busca someter, sino inspirar. Los hombres y mujeres de Dios no gobiernan por mandato, sino por ejemplo; no imponen obediencia, sino que despiertan deseo de obedecer.
El Señor aclara que “ningún poder ni influencia se puede ni se debe mantener por virtud del sacerdocio.” Es decir, el simple hecho de poseer el sacerdocio o tener una posición de liderazgo no garantiza influencia espiritual. Esa influencia solo se mantiene —y solo se justifica— cuando procede de un corazón lleno de caridad y de humildad. El sacerdocio, sin amor, se convierte en un cascarón vacío; la autoridad, sin rectitud, se transforma en tiranía.
Por eso, el Señor describe los principios de la verdadera autoridad divina:
- Persuasión: el arte sagrado de convencer con la verdad y con el ejemplo, no con la presión.
- Longanimidad: la capacidad de soportar con paciencia y sin irritación las debilidades ajenas.
- Mansedumbre: la disposición de actuar con gentileza y control, aun teniendo poder para imponer.
- Amor no fingido: el amor genuino que busca el bien del otro sin manipulación ni interés personal.
Estas cualidades son las mismas que definen al Buen Pastor, el modelo supremo de liderazgo. Cristo no manda a Sus ovejas con gritos ni amenazas; las llama por su nombre, y ellas lo siguen porque reconocen Su voz (Juan 10:3–4). Así debe ser también todo aquel que ejerce autoridad en Su nombre: un líder humilde cuya fortaleza radica en su compasión.
El comentario que acompaña el versículo expresa esta verdad con claridad: “La rectitud no puede imponerse. La conformidad no puede forzarse.” Aun los fines más nobles pierden su santidad cuando se intentan lograr por medios coercitivos. Dios jamás fuerza a Sus hijos a ser justos, porque el amor forzado deja de ser amor, y la obediencia forzada deja de ser fe.
Doctrinalmente, este pasaje establece que el sacerdocio es una mayordomía, no un privilegio. Su propósito no es engrandecer al que lo posee, sino capacitarlo para servir. Cuando el portador del sacerdocio actúa con rectitud, su influencia se extiende de manera natural; no necesita imponer, porque el Espíritu confirma su autoridad.
Por otro lado, cuando un hombre usa el sacerdocio para controlar, manipular o intimidar, el Espíritu se retira y el poder cesa (véase DyC 121:37). De este modo, el Señor pone una muralla divina contra el abuso de autoridad: nadie puede usar Su poder con fines egoístas sin perderlo.
En la práctica, este principio no solo se aplica al sacerdocio, sino a todo liderazgo cristiano: en el hogar, en la Iglesia y en la comunidad. Un esposo, un obispo o un maestro que dirige por amor genuino genera respeto duradero; quien lo hace por miedo o manipulación solo siembra resentimiento.
Así, Doctrina y Convenios 121:41 nos enseña que el poder verdadero —el que cambia corazones y eleva almas— no proviene de la posición, sino de la pureza. El Señor nos llama a liderar como Él lo hace: con ternura, paciencia y caridad inquebrantable.
En resumen, la autoridad del sacerdocio no consiste en mandar, sino en ministrar. Quienes ejercen dominio justo lo hacen sin compulsión, porque el amor mismo se convierte en su influencia. Y quienes siguen a tales líderes lo hacen voluntariamente, no por obligación, sino porque en ellos reconocen el reflejo del poder del Salvador, cuya voz siempre persuade, nunca impone.
Versículos 41–43
El poder del sacerdocio rectamente ejercido
El verdadero liderazgo en el sacerdocio se ejerce con persuasión, longanimidad, mansedumbre, amor sincero, bondad y reprensión justa.
Tras advertir sobre el uso indebido del sacerdocio (vv. 37–40), el Señor revela aquí los principios eternos que sustentan el verdadero liderazgo espiritual. Estos versículos no solo describen cómo debe ejercerse el sacerdocio, sino que también reflejan el carácter mismo de Dios en Su trato con Sus hijos.
El sacerdocio se ejerce con persuasión y amor
El Señor enseña que la autoridad espiritual nunca debe basarse en la fuerza o la coacción, sino en la persuasión, la paciencia y el amor sincero. La verdadera influencia no proviene de imponer, sino de invitar y edificar. Esto demuestra que el sacerdocio es un poder moral y espiritual, no político ni coercitivo.
Longanimidad y mansedumbre
La longanimidad (paciencia prolongada) y la mansedumbre (humildad y autocontrol) son virtudes indispensables para quien lidera en nombre de Dios. Solo un corazón paciente y humilde puede inspirar confianza y mantener el respaldo del cielo.
Amor sincero y bondad
El Señor recalca que el amor sincero, no fingido ni interesado, es la base del liderazgo divino. La bondad, expresada en hechos concretos, convierte al líder en un reflejo del amor de Cristo y abre el corazón de los demás para recibir guía espiritual.
La reprensión justa
El sacerdocio no significa tolerancia pasiva ante el error. Cuando es necesario corregir, debe hacerse con claridad y justicia, y “cuando sea preciso”. Sin embargo, la corrección debe ser seguida de un aumento del amor, para que la persona corregida no sienta rechazo, sino edificación y esperanza de mejora.
El modelo de Cristo
Jesucristo mismo ejemplificó estos principios: persuadía con parábolas, mostraba paciencia infinita con Sus discípulos, amaba con pureza, sanaba con bondad, y aun cuando reprendía (como al limpiar el templo o corregir a Pedro), lo hacía con el fin de edificar y salvar.
Los versículos 41–43 muestran que el verdadero poder del sacerdocio se ejerce según los principios del amor cristiano: persuasión, paciencia, mansedumbre, sinceridad, bondad y corrección justa. Este liderazgo no busca dominar, sino edificar, reflejando la manera en que Cristo mismo gobierna a Su pueblo.
Doctrina y Convenios 121:43
“Reprendiendo con severidad cuando seas movido por el Espíritu Santo; y entonces demostrando después un aumento de amor hacia aquel a quien has reprendido, no sea que te considere su enemigo.”
Ocasionalmente, el líder justo está obligado a reprender “con severidad cuando sea necesario” (DyC 121:43). Esto significa corregir o reprender tempranamente, en el momento más oportuno, y hacerlo con firmeza —es decir, con claridad y especificidad—.
No es difícil discernir el motivo detrás de una reprensión. Surgen ciertas preguntas:
¿Ha sido quien reprende verdaderamente movido por el Espíritu Santo? ¿Es el amor por la persona reprendida el verdadero motivo de la corrección? ¿Siente la persona reprendida que es amada? ¿Fluye con facilidad una expresión de amor hacia quien ha sido reprendido, o ese esfuerzo resulta forzado? ¿Está quien reprende más motivado por salvar el alma del otro o por preservar su propia imagen?
Verdaderamente, como observó el apóstol Pedro: “La caridad cubrirá multitud de pecados” (JST 1 Pedro 4:8).
No es casualidad que el líder más grande del mundo haya sido también el que más amó al mundo.
El versículo de Doctrina y Convenios 121:43 presenta una de las lecciones más delicadas y profundas sobre el arte divino de corregir con amor. En él, el Señor enseña que la corrección —cuando es inspirada y motivada por la caridad pura— puede ser una de las expresiones más elevadas del amor cristiano:
“Reprendiendo con severidad cuando seas movido por el Espíritu Santo; y entonces demostrando después un aumento de amor hacia aquel a quien has reprendido, no sea que te considere su enemigo.”
Este principio se encuentra en perfecta armonía con el carácter de Cristo. El Salvador no evitaba corregir, pero nunca lo hacía por enojo ni por orgullo; siempre lo hacía con el único propósito de salvar, sanar y elevar. Su corrección, aunque firme, estaba envuelta en ternura. Así reprendió al joven rico con amor (Marcos 10:21), a Pedro con compasión (“Apártate de mí, Satanás”), y a los fariseos con justicia y verdad. Cada palabra de exhortación provenía del mismo corazón que luego oró en el Calvario: “Padre, perdónalos.”
El mandamiento de “reprender con severidad” no justifica dureza ni aspereza. “Severidad” aquí significa claridad, valentía y precisión moral. Es la firmeza que evita el silencio cómplice, la que habla cuando el amor exige decir la verdad. Sin embargo, esa reprensión solo debe hacerse cuando uno es “movido por el Espíritu Santo.” Sin la guía del Espíritu, la corrección se convierte en crítica; con el Espíritu, se convierte en instrumento de redención.
El comentario adjunto plantea preguntas inspiradas que todo líder o padre podría hacerse antes de corregir a alguien:
- ¿Ha sido quien reprende realmente movido por el Espíritu?
- ¿Es el amor el verdadero motivo de la corrección?
- ¿Siente la persona reprendida que es amada?
Estas preguntas reflejan el espíritu del Evangelio en su máxima pureza. Porque la prueba del amor verdadero no está en evitar la corrección, sino en hacerlo sin herir el alma.
La segunda parte del versículo —“demostrando después un aumento de amor”— es tan esencial como la primera. Es el antídoto contra la herida emocional que podría causar una reprensión. El Señor sabe que incluso una corrección justa puede ser dolorosa, por lo que ordena que inmediatamente después fluya el consuelo del afecto genuino. El amor debe ser visible y renovado, no solo asumido. La persona reprendida debe sentir que la corrección proviene del mismo amor que la sostiene, no del orgullo que la condena.
El apóstol Pedro lo expresó así: “La caridad cubrirá multitud de pecados” (JST 1 Pedro 4:8). Cuando el amor guía cada palabra, los errores pierden su poder destructivo y las heridas comienzan a sanar. El amor no ignora las faltas, pero las corrige sin humillar; no calla ante el error, pero habla con compasión.
Doctrinalmente, este versículo revela que la autoridad del sacerdocio se sostiene no por el control, sino por la caridad. La corrección inspirada no es un ejercicio de poder, sino una manifestación de servicio. Los verdaderos líderes —ya sean padres, maestros o portadores del sacerdocio— entienden que corregir a alguien sin destruir su confianza es un acto sagrado.
En la práctica, este principio nos invita a equilibrar la verdad y la ternura. La verdad sin amor hiere; el amor sin verdad consiente el error. Pero cuando ambos se combinan, producen redención. Así lideró Cristo: con la voz firme del Maestro y el corazón tierno del Pastor.
Por eso, el comentario concluye con una observación sublime: “No es casualidad que el líder más grande del mundo haya sido también el que más amó al mundo.” En esa frase se resume todo el Evangelio del liderazgo cristiano. La autoridad más poderosa es la del amor. La reprensión más eficaz es la que nace del afecto sincero. Y el alma más grande es la que, después de corregir, abraza más fuerte.
En resumen, Doctrina y Convenios 121:43 nos enseña que el poder de la corrección radica en su propósito: sanar, no herir; restaurar, no humillar. El líder inspirado no busca tener la razón, sino ayudar a que otro encuentre el camino correcto. Y cuando esa corrección viene acompañada de amor aumentado, el Espíritu confirma su origen divino. Porque solo el amor verdadero tiene la autoridad para reprender y la gracia para perdonar.
Doctrina y Convenios 121:45
“Y sean tus entrañas llenas de caridad hacia todos los hombres, y hacia la casa de la fe, y que la virtud adorne tus pensamientos incesantemente; entonces tu confianza se fortalecerá en la presencia de Dios; y la doctrina del sacerdocio destilará sobre tu alma como el rocío del cielo.”
El poder del sacerdocio proviene del puro amor de Cristo que habita en el corazón; proviene de la castidad y la fidelidad, de manos puras y pensamientos limpios.
Los poseedores del sacerdocio —aunque mortales e imperfectos— pueden tener la confianza que nace de la dignidad, la dulce seguridad que acompaña a la rectitud.
La confianza en el Señor es lo opuesto al orgullo o la autosuficiencia espiritual.
Los poseedores dignos del sacerdocio tienen una confianza en el Señor que nace de la humildad y la mansedumbre, del valor y la fortaleza que provienen de la sumisión.
Esta confianza es el resultado de aplicar los principios de rectitud en la vida.
Aunque los hombres reciban los derechos del sacerdocio, no podrán cosechar sus bendiciones eternas si son indignos o usan el sacerdocio para fines injustos.
Aquellos que poseen este poder y autoridad son herederos de la vida eterna si ejercen su sacerdocio con rectitud y viven en el reino con un solo propósito: la gloria de Dios.
El versículo de Doctrina y Convenios 121:45 es, sin duda, uno de los pasajes más exquisitos y reveladores sobre la naturaleza espiritual del sacerdocio y la pureza de vida que requiere. En una sola frase, el Señor describe la fuente, el carácter y los frutos del poder divino en el hombre:
“Y sean tus entrañas llenas de caridad hacia todos los hombres, y hacia la casa de la fe, y que la virtud adorne tus pensamientos incesantemente; entonces tu confianza se fortalecerá en la presencia de Dios; y la doctrina del sacerdocio destilará sobre tu alma como el rocío del cielo.”
Estas palabras no solo instruyen, sino que transforman: trazan el camino que conduce del deber a la santidad, del llamamiento al carácter.
1. La raíz del poder: la caridad: El poder del sacerdocio no proviene del título, ni de la posición, ni siquiera de la ordenación. Proviene del puro amor de Cristo que mora en el corazón del poseedor. El Señor comienza Su instrucción no hablando de autoridad ni de conocimiento, sino de caridad. “Sean tus entrañas llenas de caridad hacia todos los hombres” implica un amor que es interno, constante y universal —un amor que no distingue entre amigo y enemigo, entre justo e injusto.
La caridad es más que un sentimiento; es el poder mismo del sacerdocio hecho emoción. Cuando un hombre ama como Cristo ama, se convierte en un canal de Su poder. Por eso, el verdadero portador del sacerdocio no manda: bendice; no exige: sirve; no busca dominar: ama.
2. La pureza interior: virtud en pensamiento: El Señor añade: “Que la virtud adorne tus pensamientos incesantemente.” La rectitud no es solo una cuestión de acción, sino de intención. La palabra “adornar” sugiere belleza interior: que los pensamientos puros embellecen el alma del sacerdote de la misma manera que las flores adornan un altar.
La pureza mental —la castidad, la honestidad, la fidelidad en las intenciones— es el fundamento del poder espiritual. Los pensamientos impuros, el orgullo, la codicia o el resentimiento son como polvo que obstruye el canal del Espíritu. En cambio, cuando la mente se mantiene limpia, la revelación fluye con naturalidad, y la confianza ante Dios crece sin culpa ni vergüenza.
3. La recompensa: confianza ante Dios: “Entonces tu confianza se fortalecerá en la presencia de Dios.” Esta es una promesa extraordinaria. Mientras el mundo busca confianza en el aplauso, en la apariencia o en el poder, el Señor promete una confianza sagrada: la paz interior que surge de saber que uno vive en armonía con Dios.
Esa confianza no es arrogancia ni presunción; es serenidad espiritual. Es la certeza de que, aunque somos mortales e imperfectos, hemos hecho lo posible por ser limpios ante Él. Quien vive así no teme ni al juicio ni a la muerte, porque su corazón está en paz.
4. El resultado: la doctrina del sacerdocio: Finalmente, el Señor promete que “la doctrina del sacerdocio destilará sobre tu alma como el rocío del cielo.”
Esta es una de las imágenes más hermosas de todas las Escrituras. El rocío cae suavemente, silencioso, sin estruendo ni anuncio, pero da vida a todo lo que toca. Así también, el poder y la doctrina del sacerdocio se revelan de manera apacible, constante y vivificante a quienes son puros de corazón.
El sacerdocio, en este sentido, no es solo un poder para actuar en nombre de Dios, sino también una doctrina para vivir como Él vive. El hombre que cultiva caridad y virtud no solo posee el sacerdocio, sino que se convierte en sacerdote del corazón, un reflejo vivo del carácter de Cristo.
5. La promesa eterna: Como bien señala el comentario, “los hombres pueden recibir los derechos del sacerdocio, pero no podrán cosechar sus bendiciones eternas si son indignos o lo usan para fines injustos.” El sacerdocio no garantiza exaltación; la rectitud en su ejercicio sí. Quienes portan el sacerdocio con pureza y lo usan solo para glorificar a Dios se convierten en herederos de vida eterna.
Doctrina y Convenios 121:45 enseña que el verdadero poder espiritual es inseparable del amor puro y la virtud constante. Cuando la caridad llena el corazón y la pureza adorna los pensamientos, el alma se convierte en un templo viviente, y el sacerdocio deja de ser un deber para convertirse en una manifestación natural del poder divino.
El rocío del cielo cae sobre aquellos cuyas manos son limpias y cuyos corazones son puros. Y en ese suave descenso del Espíritu, el discípulo de Cristo descubre que la autoridad más grande del universo no se impone ni se exige: se gana amando como ama Dios.
Versículos 44–46
Las bendiciones de la rectitud
Quienes ejercen rectamente el sacerdocio se vuelven inseparables de las virtudes divinas: la confianza se fortalece, el Espíritu Santo acompaña siempre y se promete la gloria eterna.
Estos versículos son la culminación de toda la enseñanza de la sección 121: después de advertir sobre la pérdida del sacerdocio por abuso (vv. 37–40) y de describir los principios de su recto ejercicio (vv. 41–43), el Señor revela aquí las bendiciones extraordinarias que acompañan a quienes permanecen fieles en rectitud.
Un amor constante y renovado
El Señor enseña que, tras reprender con justicia, debe aumentar “más abundantemente el amor”. Esta disposición genera confianza mutua y abre el corazón de quienes son guiados. Es un principio eterno: el verdadero líder nunca aleja, sino que atrae con mayor ternura después de corregir.
Confianza en la presencia de Dios
El justo que ejerce bien el sacerdocio llega a tener “la confianza de que estará en la presencia de Dios sin que tiemble”. La rectitud da seguridad espiritual, elimina la culpa y prepara al siervo para comparecer con paz ante el juicio divino.
La compañía constante del Espíritu Santo
El Señor promete que el Santo Espíritu será un “compañero constante”. No se trata de influencias esporádicas, sino de una guía permanente, que convierte al individuo en un templo viviente donde el Espíritu mora siempre.
La unción de virtudes divinas
El texto enseña que la rectitud permite que el hombre se revista de virtudes celestiales: fe, esperanza, caridad, conocimiento, templanza. Estas cualidades no solo se manifiestan en acciones externas, sino que se convierten en parte inseparable del carácter.
La promesa de gloria eterna
El Señor declara que el justo recibirá “dominio eterno” y que ese dominio “fluirá sin imponer, para siempre jamás”. Esto describe la manera celestial de gobernar: no por fuerza ni coerción, sino por el poder natural del amor y la rectitud, un dominio que se perpetúa en la eternidad.
Los versículos 44–46 nos muestran que la rectitud en el sacerdocio no solo atrae la confianza de los hombres, sino también la aprobación de Dios. Quien vive de esta manera recibe la compañía constante del Espíritu, la seguridad de estar preparado para ver a Dios, y la promesa de un dominio eterno basado en el amor. Es la descripción de lo que significa llegar a ser un verdadero rey y sacerdote en el reino de Dios.
Doctrina y Convenios 121:46
“El Espíritu Santo será tu compañero constante, y tu cetro será un cetro inmutable de rectitud y de verdad; y tu dominio será un dominio eterno, y sin medios compulsivos fluirá hacia ti para siempre jamás.”
Un poseedor digno del sacerdocio tiene la compañía de un miembro de la Deidad que lo guía y protege constantemente. Un poseedor digno del sacerdocio inspira a otros hacia la bondad al dirigir con integridad y bendecir a todos con quienes entra en contacto.
El poder prometido a un poseedor justo del sacerdocio en la mortalidad continuará con él eternamente, pues alcanzará la vida eterna y presidirá en rectitud para siempre.
No obstante, estas bendiciones sublimes no son sólo para el poseedor del sacerdocio; él es bendecido en relación con los demás.
El sacerdocio es amor —el amor puesto en acción—.
Uno no puede darse a sí mismo una bendición del sacerdocio.
Es en los momentos de la vida diaria —al asociarse con los vecinos y los miembros del barrio, al servir en llamamientos en la Iglesia— que desarrollamos los atributos de la divinidad y aprendemos lo que significa sostener y honrar el sagrado poder del sacerdocio de Dios.
Las bendiciones del sacerdocio están inseparablemente ligadas a los principios de la rectitud.
El versículo de Doctrina y Convenios 121:46 es la culminación sublime de uno de los discursos más inspirados sobre el sacerdocio y el poder divino jamás revelados. En estas palabras finales, el Señor promete a Sus siervos justos una recompensa celestial que trasciende la mortalidad:
“El Espíritu Santo será tu compañero constante, y tu cetro será un cetro inmutable de rectitud y de verdad; y tu dominio será un dominio eterno, y sin medios compulsivos fluirá hacia ti para siempre jamás.”
Aquí el Señor describe no solo el destino glorioso del portador digno del sacerdocio, sino también la naturaleza misma del poder celestial: un poder que no se impone, sino que fluye; no se exige, sino que se atrae; no se mantiene por fuerza, sino por santidad.
El pasaje comienza con una promesa sagrada: “El Espíritu Santo será tu compañero constante.” Este es el más alto de todos los dones, pues significa la compañía continua de un miembro de la Deidad. Cuando un hombre vive de modo digno del sacerdocio, no está solo; camina acompañado por la voz de la verdad, la guía de la revelación y la protección divina.
El Espíritu Santo es el sello de la aprobación celestial sobre un sacerdocio puro. No solo confirma las ordenanzas y las decisiones inspiradas, sino que transforma el carácter del que lo posee. Donde mora el Espíritu, hay paz; donde se retira, hay confusión. Así, la constante compañía del Espíritu Santo es tanto la señal como la fuente del poder divino en la vida diaria.
La segunda promesa del Señor es que el poseedor digno tendrá un “cetro inmutable de rectitud y de verdad.”
El cetro simboliza autoridad real —el poder de gobernar—, pero en el Reino de Dios, el cetro no representa dominio sobre otros, sino autoridad moral nacida de la integridad. El cetro de un rey terrenal puede imponerse con fuerza; el del sacerdote justo se ejerce con justicia y ejemplo.
“Inmutable” significa que este poder no depende de circunstancias ni de aprobación humana. El hombre recto no necesita manipular ni persuadir por medios mundanos; su poder radica en la coherencia entre lo que es y lo que predica. La verdad y la rectitud lo convierten en un faro de confianza para los demás.
El Señor continúa: “Tu dominio será un dominio eterno.”
El dominio del que se habla no es el de la conquista o el control, sino el de la influencia divina. En la eternidad, aquellos que aprenden a presidir en rectitud —sin orgullo, sin coerción, sin egoísmo— recibirán responsabilidades mayores, pues el poder celestial solo se confía a quienes lo usan para servir.
Este “dominio eterno” no se pierde con la muerte ni se limita al tiempo; es la continuidad natural del liderazgo justo ejercido en la tierra. Así como el Salvador reina porque sirvió sin egoísmo, también los fieles reinarán porque aprendieron a gobernar sus propias pasiones, a presidir con humildad y a dirigir con amor.
La frase final —“y sin medios compulsivos fluirá hacia ti para siempre jamás”— es una de las descripciones más bellas de cómo opera el poder divino. El poder del sacerdocio no se toma, se recibe; no se controla, se canaliza.
El verbo “fluir” sugiere un movimiento natural, continuo, espontáneo. Así es el poder del cielo: se derrama sin esfuerzo sobre quienes viven en armonía con sus leyes. No hay lucha por retenerlo, porque no se basa en mérito propio, sino en la sintonía del alma con Dios.
La palabra “compulsión” también encierra un contraste crucial: el dominio del mundo se impone; el dominio de Dios se invita. El verdadero poder espiritual nunca fuerza la obediencia, sino que inspira amor y respeto. Es el mismo poder con que Cristo atrae a los corazones: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí” (Juan 12:32).
El comentario lo expresa bellamente: “El sacerdocio es amor —el amor puesto en acción—.”
Todo lo que el sacerdocio toca —ordenanzas, bendiciones, liderazgo, servicio— está orientado al bienestar de otros. El portador del sacerdocio no lo ejerce para sí mismo; sus manos son instrumentos para sanar, levantar y fortalecer a los demás. De hecho, ningún hombre puede bendecirse a sí mismo con su sacerdocio. El poder del sacerdocio solo existe cuando se da.
Y es precisamente en esos actos cotidianos —al ministrar, servir, consolar o enseñar— donde se desarrolla el verdadero carácter celestial. No hay mayor demostración de poder que la de un hombre que, con mansedumbre, usa su autoridad para bendecir sin buscar gloria.
Finalmente, el Señor deja claro que “las bendiciones del sacerdocio están inseparablemente ligadas a los principios de la rectitud.”
El poder no puede divorciarse de la pureza. No hay atajos espirituales ni méritos automáticos. Cada don del sacerdocio —revelación, consuelo, autoridad, dominio eterno— se sostiene únicamente mediante la obediencia, la humildad y el amor.
Doctrina y Convenios 121:46 describe el ideal celestial de un poseedor del sacerdocio: un hombre que vive en pureza, sirve con amor, y gobierna con rectitud. Su poder no se manifiesta en mandatos ni en fuerza, sino en paz, en ejemplo y en la presencia constante del Espíritu Santo.
Cuando el sacerdocio se ejerce de esa manera, su influencia fluye sin interrupción —como un río de luz y verdad— que bendice a todos los que toca. Y en la eternidad, ese flujo no cesará, porque el amor que lo origina es eterno.
Así, el portador digno del sacerdocio descubre que su mayor poder no está en mandar, sino en reflejar al Salvador, cuyo dominio no tiene fin, y cuyo cetro, desde siempre, es rectitud y verdad.
Conclusión final de Doctrina y Convenios 121
La sección 121 nace del clamor de un profeta encarcelado injustamente, rodeado de dolor y persecución. Desde la oscuridad de Liberty Jail, José Smith eleva su voz al cielo, preguntando por qué los justos sufren mientras los inicuos parecen triunfar. La respuesta del Señor transforma ese momento de angustia en una de las revelaciones más sublimes sobre la justicia divina, el propósito del sufrimiento y la verdadera naturaleza del sacerdocio.
El Señor primero consuela: las pruebas son “por un breve momento” y, si se soportan con fidelidad, se convierten en preparación para una gloria indescriptible. Después asegura que la justicia caerá inexorablemente sobre los inicuos, aunque la venganza no sea inmediata a los ojos de los hombres. En contraste, a los fieles se les promete un derramamiento de revelación, el acceso a misterios reservados desde la eternidad, y la seguridad de que la luz triunfará sobre las tinieblas.
En este marco, el Señor enseña una de las verdades más solemnes del evangelio: muchos son llamados, pero pocos son escogidos. La diferencia radica en el corazón: los que buscan orgullo, dominio o la gloria de los hombres pierden el poder de Dios. En cambio, quienes ejercen el sacerdocio y la autoridad espiritual a la manera de Cristo —con persuasión, paciencia, mansedumbre, amor sincero y corrección justa— reciben un poder que no puede ser destruido ni arrebatado.
La revelación culmina con una visión gloriosa: el justo, fortalecido en la rectitud, se llena de confianza en la presencia de Dios, camina siempre acompañado del Espíritu Santo y recibe un dominio eterno que fluye sin necesidad de imponer, porque descansa en la fuerza del amor divino.
La sección 121 es un himno de esperanza en medio de la tribulación. Enseña que las pruebas pulen al discípulo, que la justicia de Dios es segura, que el sacerdocio es inseparable de la rectitud, y que la gloria eterna aguarda a quienes siguen el ejemplo de Cristo en humildad y amor.
























