Doctrina y Convenios
Sección 128
La sección 128 enseña que los bautismos por los muertos deben registrarse correctamente, que esta obra es central en la redención universal, que depende de las llaves de sellamiento restauradas, y que une a vivos y muertos en una gran cadena de salvación. Termina con un llamado al gozo y a la confianza en que la obra de Dios triunfará gloriosamente.
Contexto histórico y antecedentes
Wilford Woodruff escribió que: “José ha sido privado del privilegio de aparecer abiertamente y privado de la compañía de su propia familia porque los alguaciles lo persiguen para destruirlo sin causa. Sin embargo, el Señor está con él. … Últimamente, José ha presentado a la Iglesia algunos principios gloriosos del Señor acerca del bautismo por los muertos y otros temas interesantes; se ha aparecido ocasionalmente en medio de los santos, lo cual ha sido un gran consuelo.”
“Parece que el bautismo por los muertos ocupa mi mente”, escribió José. Menos de una semana después de dictar la sección 127, José dictó una explicación mucho más extensa y detallada sobre el orden de las ordenanzas sagradas: la sección 128. Esta añade instrucciones prácticas a la revelación de la 127, la cual establecía que, para que los bautismos por los muertos fueran válidos, debían ser registrados por un testigo ocular. José propone que haya un registrador para cada uno de los cuatro barrios de Nauvoo, y que cada uno rinda cuentas a un registrador general de la Iglesia, responsable de recopilar, certificar y conservar los registros.
El versículo 5 utiliza tres palabras relacionadas: orden, ordenanza y ordenar. Boyd K. Packer citó la definición del Oxford English Dictionary de “orden” como “arreglo en secuencia o en posición relativa apropiada” y señaló cuán a menudo las Escrituras enfatizan la importancia del orden. “Ordenanza”, escribió el presidente Packer, deriva de “orden”. Definió una ordenanza como “la ceremonia mediante la cual las cosas se ponen en el orden adecuado.” “Ordenar”, “pariente cercano de las otras dos palabras”, es el proceso de poner en orden, lo que incluye nombrar apropiadamente a alguien para el ministerio. “De todo este trabajo con el diccionario”, dijo el élder Packer, “surge la impresión de que una ordenanza, para ser válida, debe hacerse en el orden apropiado.” Eso es precisamente el punto de José en la sección 128. Para ser válida, una ordenanza debe ser ordenada de Dios, o, en otras palabras, hecha conforme al orden o procedimiento que Él dicta.
A partir del versículo 6, José traza la doctrina de registrar las ordenanzas terrenales de principio a fin a través de la Biblia para fundamentar lo que había enseñado. Comienza con el libro de Apocalipsis, en el cual Juan vio que los muertos serían juzgados por lo que está registrado en la tierra, lo cual se refleja en el libro de la vida guardado en el cielo (DyC 128:6–8). “A algunos les puede parecer una doctrina muy atrevida de la que hablamos”, dice José, refiriéndose al poder del sacerdocio para sellar ordenanzas terrenales en los cielos. Pero, en defensa de ello, evoca la descripción de Mateo 16 de la promesa de Jesús a Pedro de darle las llaves de sellamiento para atar en la tierra y en los cielos (vv. 9–10). Luego José se vuelve al simbolismo del bautismo y cita la enseñanza de Pablo en 1 Corintios 15 y Hebreos 11:40. Añade además la profecía de Malaquías sobre la misión de Elías de unir a las generaciones antes de la segunda venida del Salvador y la amplía en su significado.
Al enseñar sobre las ordenanzas del templo, José señala que la dispensación de la plenitud “ahora comienza a introducirse, para que una unión entera, completa y perfecta, y la soldadura” de generaciones, dispensaciones y, en realidad, de la familia humana, pueda lograrse (DyC 128:11–18). José se torna exultante ante esta perspectiva. A partir del versículo 19, se lanza en una celebración de la Restauración. Al enumerar las fuentes de su conocimiento y poder del sacerdocio, José hace una lista de un verdadero “Quién es quién” de mensajeros celestiales que había visto: Moroni, Miguel, Pedro, Santiago, Juan, Gabriel, Rafael, “todos declarando su dispensación, sus derechos, sus llaves, sus honores, su majestad y gloria, y el poder de su sacerdocio; dando línea sobre línea, precepto sobre precepto; aquí un poco, allí otro poco; consolándonos al mostrar lo que ha de venir, confirmando nuestra esperanza” (vv. 19–22). Al menos uno de los eventos a los que se refiere —Miguel enseñándole cómo detectar mensajeros falsos (v. 20)— debió haber ocurrido antes de que José se mudara del río Susquehanna a Ohio en 1831, aunque esta es la primera mención conocida de ello. Estos versículos constituyen al menos una respuesta parcial a las preguntas de cuándo y por quién fue investido José con poder del sacerdocio, habilitándolo para conferir las ordenanzas del templo a los santos.
En resumen, José tuvo experiencias revelatorias y aprendió gloriosas verdades que no compartía fácilmente, sino solo en los lugares y momentos correctos con personas preparadas. Esto es emocionante y, en un último estallido de júbilo, José celebró la profundidad de la solución revelada al terrible problema teológico que ha desconcertado a todo cristiano pensante: “¿Qué hay de aquellos que nunca escucharon?” La respuesta: “El Rey Emanuel … ordenó, antes que existiera el mundo, aquello que nos permitiría redimirlos de su prisión; porque los prisioneros saldrán libres” (DyC 128:22).
José había pasado el invierno de 1838–39 en una fría y diminuta celda en Liberty, Misuri, y cuando dictó la sección 128, estaba oculto de intentos ilegales de extraditarlo a Misuri. Tenía cierta noción de lo que se sentía al ser liberado de una prisión. José cerró la sección 128 entusiasmado con estas “nuevas de gran gozo” (DyC 128:19) y les dice a los santos qué hacer con ellas. Es lo mismo que los profetas y apóstoles actuales del Señor nos instan a hacer:
“Así que ofrezcamos, como iglesia y como pueblo, y como Santos de los Últimos Días, al Señor una ofrenda en rectitud; y presentemos en su santo templo, cuando esté terminado, un libro” —o, más recientemente, archivos electrónicos o tarjetas— “que contengan los registros de nuestros muertos, los cuales sean dignos de toda aceptación” (v. 24).
En otras palabras, organicemos a las familias en el orden que Dios ha establecido. Tomemos familias desordenadas y pongámoslas en orden mediante el cumplimiento de las ordenanzas sagradas en la Casa del Señor.
Habiendo mostrado que el bautismo por los muertos fue practicado por los primeros cristianos pero no desde entonces, el profesor Hugh Nibley preguntó:
“¿De dónde obtuvo José Smith su conocimiento? Pocas, si acaso alguna, de las fuentes citadas en esta discusión estaban disponibles para él; las mejores de ellas se han descubierto solo en los últimos años, mientras que las citas de las otras solo se encuentran dispersas a intervalos en obras tan voluminosas que, aun si hubiesen estado disponibles para el Profeta, él, careciendo de ayudas modernas, habría tenido que dedicar toda una vida a rastrearlas. Y aun si hubiese encontrado tales pasajes, ¿cómo podrían haber significado más para él de lo que significaron para los teólogos más célebres de mil años, que no pudieron darles sentido alguno? Esta es una región en la que grandes teólogos se han perdido y confundido; establecer una doctrina y práctica racional y satisfactoria en terrenos tan inciertos es, en verdad, un logro tremendo.”
Es imposible calcular los resultados de estas revelaciones, estas nuevas de gran gozo. Gracias a ellas, innumerables prisioneros de espíritu han sido liberados. “¿No seguiremos adelante en tan grande causa?” (DyC 128:22).
Contexto adicional por Casey Paul Griffiths
El 7 de septiembre de 1842, José Smith estaba en la clandestinidad cuando dictó una carta dando instrucciones a los santos sobre cómo llevar registros al realizar bautismos por los muertos. El Profeta se había visto obligado a ocultarse cuando se enviaron hombres para apresarlo bajo cargos de que estaba involucrado en un intento de asesinato contra Lilburn W. Boggs, el exgobernador de Misuri. Esta carta daba seguimiento a las enseñanzas de una epístola escrita el 1 de septiembre sobre los procedimientos apropiados para efectuar y registrar los bautismos vicarios por los difuntos. En su segunda epístola, José profundizó con más detalle, abriendo las Escrituras para explicar cómo las ordenanzas vicarias crean un “vínculo soldador” entre los vivos y los muertos (DyC 128:18).
A petición de José, la carta fue leída a los santos “en el Bosquecillo cerca del Templo.” William Clayton registró en el diario de José que “las importantes instrucciones contenidas en la carta anterior causaron una profunda y solemne impresión en la mente de los santos, y manifestaron su intención de obedecer las instrucciones al pie de la letra.” La carta fue publicada poco después, en la edición del 1 de octubre de 1842 de Times and Seasons. Bajo la dirección de José Smith, la carta fue incluida en la edición de 1844 de Doctrina y Convenios.
Doctrina y Convenios 128:1
Como he declarado… que os escribiría de vez en cuando para daros información sobre muchos temas, ahora retomo el tema del bautismo por los muertos, ya que dicho asunto parece ocupar mi mente y presionar mis sentimientos.
El Señor usa una infinidad de maneras para revelarse a Sus hijos. Aquel que es omnipotente y omnisciente difícilmente está limitado en la forma en que hace conocer Su mente y Su voluntad. Tal como se registra en Doctrina y Convenios 8:2–3, el Espíritu puede revelarnos cosas a la mente (en forma de pensamientos) y al corazón (en forma de sentimientos), y estas dos formas pueden actuar como un equilibrio la una para la otra.
Las revelaciones de Dios son casi siempre lo que llamaríamos racionales. Es impresionante notar que alguien tan experimentado en las cosas del Espíritu como el Profeta de la Restauración reconociera como revelación aquello que Dios había hecho ocupar su mente y presionar sus sentimientos.
Es una gran lección para quienes aspiran a una comunión perfecta con los cielos: nunca superaremos las simples y directas manifestaciones del Espíritu Santo.
En esta carta, José Smith abre su corazón con la sencillez de quien está acostumbrado a caminar con el cielo. Su deseo de seguir escribiendo a los santos “para dar información sobre muchos temas” no era un gesto casual; era el reflejo de un alma que vivía en constante comunión con Dios, que sentía un deber sagrado de compartir las cosas que el Espíritu le revelaba. Y en ese momento, confiesa que un tema —el bautismo por los muertos— “ocupa su mente y presiona sus sentimientos”. Esa frase encierra una de las descripciones más puras de lo que significa recibir revelación.
El Señor no siempre habla con voz audible ni mediante visiones deslumbrantes. A menudo, Su voz llega como una impresión persistente que ilumina el pensamiento y conmueve el corazón. José reconocía que cuando un principio del Evangelio se instalaba poderosamente en su mente y le conmovía profundamente, eso era una comunicación divina. En ese reconocimiento, nos enseña a discernir la voz de Dios en la nuestra propia conciencia santificada.
El equilibrio entre la mente y el corazón, descrito también en Doctrina y Convenios 8:2–3, es el patrón de toda revelación auténtica. La mente sola puede razonar sin sentir; el corazón solo puede sentir sin entender. Pero cuando ambos se armonizan bajo la influencia del Espíritu Santo, la persona llega a saber con certeza. Así lo vivió José: la doctrina del bautismo por los muertos no fue simplemente una idea teológica, sino un sentimiento que lo “presionaba”, que lo urgía a actuar y a enseñar.
Esta experiencia nos invita a considerar cómo obra el Espíritu en nuestra vida. Quizá no escuchemos truenos ni veamos visiones, pero cuando algo santo ocupa de continuo nuestra mente y conmueve profundamente nuestro corazón, es muy posible que el Señor nos esté hablando. Aprender a reconocer esas manifestaciones sencillas y directas es parte de crecer espiritualmente.
El profeta nos recuerda que las revelaciones más sublimes pueden venir en las formas más humildes. No debemos despreciar las impresiones suaves, los pensamientos recurrentes de bondad o las emociones puras que ennoblecen el alma. Allí reside el lenguaje silencioso del Espíritu. Y cuando aprendemos a reconocerlo —como José lo hizo— descubrimos que Dios sigue hablándonos “de vez en cuando”, conforme estemos dispuestos a escuchar y obedecer.
Doctrina y Convenios 128:2–4
La importancia de los registros sagrados en las ordenanzas del templo
Cuando el profeta José Smith escribió las palabras contenidas en Doctrina y Convenios 128:2–4, estaba revelando una verdad profunda sobre la naturaleza eterna de las ordenanzas: que no sólo deben realizarse con autoridad, sino también registrarse de manera apropiada y fiel. En el reino de Dios, todo acto que tenga consecuencias eternas debe ser debidamente documentado, porque el registro es lo que da testimonio en los cielos de que la obra se llevó a cabo en la tierra conforme al orden divino.
El profeta explicó que hay un orden celestial en el cual “lo que sea registrado en la tierra será registrado en los cielos”. Así, el acto de anotar o escribir no es un mero procedimiento administrativo, sino una extensión del convenio mismo. Es una manifestación tangible de la ley celestial que une el tiempo con la eternidad. Cuando se registra una ordenanza, se está sellando el testimonio de que ésta ocurrió con la debida autoridad, de acuerdo con la voluntad de Dios.
El élder Rudger Clawson ilustró esta doctrina con claridad al enseñar que, en los primeros días de la Iglesia, algunas ordenanzas por los muertos debieron repetirse porque no habían sido registradas ni presenciadas correctamente. Este detalle puede parecer menor, pero en realidad revela la estricta exactitud con que el Señor gobierna Sus asuntos. En Su casa, nada se deja al azar. Cada bautismo, cada sellamiento, cada investidura realizada en el templo debe ser cuidadosamente registrada, porque esos registros servirán como evidencia ante los tribunales celestiales.
La meticulosidad del registro refleja la santidad del acto. No basta con realizar la ordenanza; debe constar con testigos y documentación, pues Dios es un Dios de orden. Tal como lo expresó el élder Clawson, “el Señor no aceptará nada de lo que se haga en el templo si no se anota en la debida forma”. De este modo, la escritura se convierte en una forma de sellamiento, una certificación eterna que asegura la validez del convenio.
Esta enseñanza también nos invita a reflexionar sobre la fidelidad personal. Así como las ordenanzas requieren un registro, nuestras vidas espirituales también se “registran” simbólicamente ante Dios. Cada promesa guardada, cada acto de fe, cada servicio prestado queda grabado en los libros celestiales. En última instancia, cuando comparezcamos ante el Señor, seremos medidos por los registros de nuestra obediencia y devoción.
Por tanto, Doctrina y Convenios 128:2–4 no sólo nos enseña una ley administrativa, sino una ley espiritual de orden, exactitud y verdad. En el plan divino, el registro es testimonio; el testimonio es verdad; y la verdad permanece para siempre.
Versículos 1–4
Importancia de los registros precisos
José Smith enfatiza que los bautismos por los muertos deben anotarse cuidadosamente, con testigos, para que tengan validez en la tierra y en los cielos.
En estos versículos, el profeta José Smith enseña que los bautismos por los muertos —y en general las ordenanzas sagradas— deben llevar un registro fiel y cuidadoso, acompañado por testigos. La instrucción no es meramente administrativa, sino profundamente doctrinal, con implicaciones eternas.
El Señor establece que no basta realizar la ordenanza; es necesario documentarla con precisión. Esto enseña que Dios es un Dios de orden (1 Corintios 14:33, 40) y que en Su reino las cosas deben hacerse de manera correcta y formal. La anotación en libros oficiales no es un añadido humano, sino parte del procedimiento divino que asegura la validez de lo hecho en la tierra.
El requerimiento de testigos para los bautismos por los muertos refleja la antigua ley bíblica: “por boca de dos o tres testigos se decidirá todo asunto” (Deuteronomio 19:15). Doctrinalmente, esto fortalece la validez y veracidad de la ordenanza, evitando dudas, errores o fraudes, y dejando constancia de que se ha hecho conforme a la autoridad del sacerdocio.
El profeta introduce el principio de que lo que se registra en la tierra será registrado en el cielo. El registro no es un simple libro administrativo, sino un documento sagrado que sirve como acta oficial ante Dios. De este modo, lo temporal (el libro terrenal) se convierte en reflejo de lo eterno (el registro celestial).
La orden de registrar cuidadosamente revela que el Señor espera exactitud de Sus santos. La precisión en los nombres, fechas y circunstancias es un acto de respeto hacia los difuntos y hacia la obra de redención. La exactitud no es burocracia, sino reverencia.
Los versículos 1–4 de la sección 128 muestran que la obra del Señor se realiza con solemnidad, orden y exactitud. Los registros de la Iglesia son tan sagrados como las ordenanzas mismas, porque de su fidelidad depende que las ordenanzas sean reconocidas en los cielos. En última instancia, esta enseñanza nos recuerda que la obediencia en los detalles refleja nuestra fe en el Dios de orden, y que cada nombre registrado es un alma preciosa ante Él.
Doctrina y Convenios 128:6–9
Los registros terrenales como testimonio en el juicio y la obra por los muertos
En Doctrina y Convenios 128:6–9, el profeta José Smith toma las solemnes palabras del apóstol Juan en Apocalipsis 20:12 —“Y los muertos fueron juzgados por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras”— y las ilumina con una nueva y gloriosa perspectiva revelada. Juan había visto en visión los libros que se abrirían en el gran día del juicio, y José Smith explicó que esos “libros” son tanto los registros terrenales como los celestiales, los cuales darán testimonio de la fidelidad de los hijos de Dios y de las ordenanzas realizadas en su favor.
El profeta enseñó que el Señor ha establecido un orden perfecto: “Lo que sea registrado en la tierra, será registrado en los cielos.” Esta doctrina une lo temporal y lo eterno, lo visible y lo invisible. En el contexto de la obra por los muertos, esta conexión adquiere un significado trascendental. Los registros que se llevan cuidadosamente en los templos del Señor no son simples archivos administrativos, sino testigos vivos de la redención de las almas. Ellos se convierten en evidencia ante el tribunal de Dios de que la misericordia de Cristo fue extendida más allá del velo, y de que los convenios fueron debidamente efectuados bajo Su autoridad.
De esta manera, las palabras de Juan encuentran su cumplimiento literal y simbólico. Los “libros” no sólo son los textos sagrados o los registros escritos, sino también los corazones y las vidas de los hijos de Dios. Como explicó el élder Bruce R. McConkie, el “libro de la vida” es en realidad “nuestra propia vida, nuestra obra, el relato de nuestros actos transcrito en nuestras almas”. Cada pensamiento, palabra y acción queda impreso en nosotros mismos, como si nuestra existencia entera fuese un registro que un día será leído ante el Juez Supremo.
Esta enseñanza nos revela un principio profundamente justo: el juicio final no será arbitrario ni basado en recuerdos confusos, sino en registros perfectos. Los libros en el cielo y los libros en la tierra coincidirán; los sellos del templo y los testimonios del Espíritu darán fe de las obras hechas en nombre de los vivos y los muertos.
Así, la declaración de Juan no es una metáfora distante, sino una descripción literal del proceso divino de justicia y misericordia. En los templos del Señor se están escribiendo los capítulos finales de esa gran crónica de redención. Cada nombre inscrito, cada ordenanza registrada, es una línea más en el relato eterno del amor redentor de Cristo.
La obra por los muertos, entonces, no sólo rescata almas del olvido, sino que preserva su historia en los anales eternos de la salvación. En última instancia, cuando los libros sean abiertos, los registros de la tierra —hechos con fe y exactitud en la casa del Señor— serán la voz misma de testimonio que proclame: “He aquí, tu obra está completa en Cristo.”
Versículos 5–9
Correspondencia entre lo terrenal y lo celestial
Se enseña que lo que se registra en la tierra será registrado en los cielos. Los registros de la Iglesia son una parte sagrada de la obra de salvación.
En estos versículos, el profeta José Smith desarrolla con más profundidad el principio de que lo que se registra en la tierra, debidamente y bajo autoridad, será registrado en los cielos. El mensaje trasciende lo administrativo y revela un principio eterno: la unión de lo temporal con lo celestial en la obra de salvación.
El Señor enseña que los libros y registros de la Iglesia no son simples documentos humanos, sino parte de la obra redentora. Así como las Escrituras son registros sagrados de la palabra revelada, también los registros de las ordenanzas son escritura oficial reconocida por Dios.
El profeta explica que esta correspondencia entre lo terrenal y lo celestial es posible gracias a las llaves del sacerdocio, entregadas por el Señor a Sus siervos (véase Mateo 16:19). Lo que se hace bajo esas llaves en la tierra —cuando se registra fielmente— queda sellado en el cielo. Este principio reafirma la doctrina de la autoridad divina como requisito indispensable para que las ordenanzas tengan validez eterna.
Los registros de bautismos por los muertos aseguran que los difuntos sean recordados y que las ordenanzas a su favor tengan eficacia eterna. La exactitud de estos registros refleja el cuidado divino por cada alma, enseñando que en el plan de salvación nadie queda olvidado.
El mandato de registrar demuestra cómo Dios conecta lo visible con lo invisible: lo que los hombres ven y escriben en la tierra tiene su contraparte en los cielos. Doctrinalmente, esto enseña que el Reino de Dios no es meramente espiritual ni meramente temporal, sino la perfecta unión de ambos.
La repetición de este principio en varios versículos muestra que no es un detalle menor, sino parte de la ley celestial que rige la obra de redención. La obediencia exacta al mandamiento de registrar asegura que las ordenanzas no sean inválidas o incompletas.
Los versículos 5–9 nos recuerdan que en la Iglesia de Cristo todo lo que se hace en la tierra debe estar alineado con lo celestial. Los registros sagrados son una manifestación tangible de la seriedad y validez de las ordenanzas. En ellos se cumple la doctrina de que el Reino de Dios une lo temporal y lo eterno, lo terrenal y lo celestial, en una sola gran obra de salvación.
Doctrina y Convenios 128:7
“El libro que era el libro de la vida es el registro que se guarda en los cielos; el principio concuerda precisamente con la doctrina que se os manda en la revelación… para que en todos vuestros registros pueda ser registrado en el cielo.”
Ni nuestras buenas obras ni nuestra participación en las ordenanzas salvadoras en esta tierra pasarán inadvertidas o quedarán sin registrarse en lo que llamamos el libro de la vida del Cordero.
El presidente Brigham Young explicó:
“Recibimos el evangelio, no para que nuestros nombres sean escritos en el libro de la vida del Cordero, sino para que nuestros nombres no sean borrados de ese libro.
Mi doctrina es que nunca ha existido hijo o hija de Adán y Eva nacidos en esta tierra cuyos nombres no hayan sido ya escritos en el libro de la vida del Cordero; y allí permanecerán hasta que su conducta sea tal que el ángel encargado del registro tenga autoridad para borrarlos y registrarlos en otro lugar.”
(Journal of Discourses, 12:101)
En resumen, nuestro deseo es que nuestros nombres sean “registrados en el libro de los nombres de los santificados, aun de aquellos del mundo celestial” (DyC 88:2).
En una de las epístolas más sublimes del profeta José Smith —escrita desde Nauvoo en 1842 y hoy conservada en Doctrina y Convenios 128—, el Señor reveló verdades profundas sobre el poder del registro sagrado: “El libro que era el libro de la vida es el registro que se guarda en los cielos… para que en todos vuestros registros pueda ser registrado en el cielo.” Estas palabras, aunque parecen administrativas, en realidad encierran una de las doctrinas más sublimes del plan de salvación: todo acto santo hecho en la tierra tiene su reflejo eterno en los cielos.
En aquel tiempo, el profeta enseñaba a los santos sobre la importancia de llevar registros precisos de las ordenanzas vicarias del templo. Pero su mensaje va mucho más allá del ámbito terrenal: nos revela que la obra de salvación —ya sea por los vivos o por los muertos— tiene un eco eterno que queda inscrito en el “libro de la vida del Cordero.” No hay acto de fe, servicio u obediencia que pase inadvertido ante Dios. Cada promesa guardada, cada lágrima ofrecida en oración, cada ordenanza realizada con pureza de corazón, queda registrada en el cielo.
Brigham Young amplió esta enseñanza con una perspectiva esperanzadora: todos los hijos de Adán y Eva han sido inscritos en ese libro desde antes de nacer, y permanecerán allí mientras vivan en armonía con la luz de Cristo. El evangelio, entonces, no se nos da simplemente para escribir nuestro nombre en el libro celestial, sino para mantenerlo allí. Las decisiones diarias, la constancia en el bien y la fidelidad a los convenios determinan si nuestros nombres permanecen entre los de los justos o se borran del registro de los fieles.
Esta revelación también nos enseña algo profundamente personal: el cielo lleva un registro de personas, no de estadísticas. No somos números en una lista eterna, sino hijos e hijas de un Padre que conoce nuestro nombre, nuestras luchas y nuestras victorias. En la infinita economía divina, cada alma cuenta, y cada paso hacia Cristo tiene valor eterno.
Cuando el Señor nos invita a llevar registros —en la Iglesia, en el templo, e incluso en la historia de nuestras familias— nos está enseñando a reflejar Su propia obra. Los registros del cielo y los de la tierra deben “concuerdar precisamente,” no solo en lo administrativo, sino en lo espiritual: que lo que hacemos aquí sea digno de ser sellado allá.
Así, el “libro de la vida” no es un símbolo distante, sino una realidad viva: un testimonio celestial de nuestra fidelidad a los convenios. Mantener nuestro nombre escrito en ese libro implica perseverar hasta el fin, crecer en santidad y vivir de manera que el cielo tenga razón para recordar nuestras obras con gozo.
Al final, nuestro mayor anhelo no es solo ser conocidos por Dios, sino ser recordados por Él entre los justos, inscritos eternamente “en el libro de los nombres de los santificados, aun de aquellos del mundo celestial.” (DyC 88:2). Y esa inscripción no se logra de una vez, sino día a día, al vivir dignamente del nombre del Cordero.
Doctrina y Convenios 128:8–12
La obra por los muertos y la unión eterna entre el cielo y la tierra
En Doctrina y Convenios 128:8–12, el profeta José Smith revela uno de los principios más sublimes del Evangelio restaurado: la unión inseparable entre los cielos y la tierra por medio de las ordenanzas sagradas y del poder del sacerdocio. La obra por los muertos no es simplemente un gesto simbólico de amor, sino la manifestación viva de la doctrina del sellamiento: aquello que se hace en la tierra, bajo la autoridad de Dios, se reconoce y se confirma en los cielos.
El profeta enseñó que “cualquier cosa que liguéis en la tierra, será ligada en los cielos”, y esa declaración —tomada del mismo Salvador en Mateo 16:19— alcanza su pleno cumplimiento en la dispensación del cumplimiento de los tiempos. Los templos del Señor son los lugares donde esta unión se materializa. Cada bautismo vicario, cada sellamiento, cada registro debidamente anotado, se convierte en un punto de conexión entre las dos esferas de la existencia: la mortal y la eterna.
La precisión en los registros adquiere aquí una dimensión divina. No se trata solo de cumplir un requisito formal, sino de establecer un testimonio que actúa como puente entre mundos. El acto de registrar en la tierra garantiza que el acto quede sellado en el cielo. Así, cuando José Smith declara que “de los libros serán juzgados vuestros muertos”, está explicando que el tribunal de Dios se basa en los sellamientos efectuados conforme al orden eterno, y no en simples intenciones o deseos humanos.
El poder que hace posible esta unión es el poder del sacerdocio, el mismo que posee las llaves del reino y que permite ligar lo mortal con lo inmortal. Sin ese poder, dice el profeta, “todo acto, toda ordenanza y toda intención justa… resultaría inútil”. En otras palabras, sólo lo que se hace con la autoridad divina perdura; lo demás se disuelve con el polvo del tiempo.
Esta doctrina nos muestra la perfecta organización del plan de salvación: Dios no deja nada incompleto. La redención de los muertos requiere de la cooperación de los vivos, y la fidelidad de los vivos se perfecciona en su servicio hacia los muertos. En los templos, los dos mundos se encuentran; las generaciones pasadas y las presentes se enlazan en un lazo eterno de amor, fe y obediencia.
Por tanto, la obra vicaria no solo salva almas, sino que cumple la gran visión profética de unir a toda la familia humana bajo un mismo convenio. Allí, en el santo templo, el cielo y la tierra se tocan, y las promesas de Abraham se renuevan generación tras generación. Es allí donde se realiza el milagro del Evangelio restaurado: que ninguna bendición eterna queda incompleta, y que en Cristo, todas las cosas —los vivos y los muertos, lo celestial y lo terrenal— finalmente se vuelven una sola.
Versículos 10–12
La doctrina del bautismo por los muertos
Se explica que los vivos pueden recibir ordenanzas en favor de los muertos, en cumplimiento de la voluntad de Dios y en armonía con la doctrina de la resurrección.
En estos versículos, el profeta José Smith explica de manera más directa y clara la doctrina del bautismo por los muertos, subrayando que esta práctica no es invención humana, sino parte del plan de Dios desde la eternidad.
El bautismo por los muertos es la evidencia de que Dios desea que todos Sus hijos tengan la oportunidad de recibir el Evangelio, aun aquellos que murieron sin conocerlo (véase 1 Pedro 4:6). Esto muestra que la salvación es inclusiva y universal, y que la expiación de Cristo se extiende más allá del velo.
El profeta enseña que el bautismo es indispensable para entrar en el Reino de Dios (Juan 3:5). Como muchos han muerto sin recibirlo, el Señor estableció el principio de la obra vicaria. Doctrinalmente, esto mantiene el equilibrio entre justicia y misericordia: nadie puede entrar sin la ordenanza, pero todos tendrán la oportunidad de recibirla, aunque sea mediante representantes vivos.
José Smith vincula esta práctica con la doctrina de la resurrección de los muertos. Así como Cristo resucitó, todos resucitarán; y para estar preparados para esa vida futura, los difuntos necesitan recibir las ordenanzas salvadoras. Esto confirma que el bautismo por los muertos no es un ritual aislado, sino parte del plan divino que culmina en la resurrección y exaltación.
Estos versículos introducen el concepto de que los vivos y los muertos dependen unos de otros. El bautismo vicario une a las familias a través de las generaciones y establece un lazo de servicio desinteresado que trasciende la mortalidad. Es un cumplimiento de la visión de Malaquías de que el corazón de los hijos se volvería a los padres y el de los padres a los hijos (Malaquías 4:6).
Al explicar esta práctica, José Smith deja en claro que no es un añadido moderno, sino una doctrina revelada que armoniza con las enseñanzas bíblicas y con la misión redentora de Cristo. La Restauración no inventa, sino que devuelve al mundo una verdad eterna.
Los versículos 10–12 confirman que el bautismo por los muertos es una doctrina central del Evangelio restaurado. Su propósito es asegurar que todos los hijos de Dios —vivos o muertos— tengan la oportunidad de recibir las ordenanzas de salvación. Esta práctica refleja el perfecto equilibrio entre la justicia (la necesidad del bautismo) y la misericordia (la oportunidad universal), y se relaciona íntimamente con la doctrina de la resurrección.
Doctrina y Convenios 128:12–13
El bautismo por los muertos como ordenanza simbólica de muerte y resurrección
En Doctrina y Convenios 128:12–13, el profeta José Smith profundiza en el significado simbólico del bautismo por los muertos, revelando que esta ordenanza es mucho más que un acto ritual de redención vicaria. Es una representación sagrada de las más grandes verdades del plan de salvación: la muerte, la resurrección y la vida eterna.
El presidente Joseph Fielding Smith enseñó que la ubicación de la pila bautismal en los templos —siempre debajo del nivel del suelo— no es accidental. El Señor dispuso que así fuera para recordarnos la condición de aquellos por quienes se efectúa la obra: los muertos que yacen en sus tumbas. Cuando los vivos descienden a la pila en nombre de sus antepasados, simbólicamente bajan al reino de los muertos, extendiendo su mano en representación del Salvador mismo, quien “descendió debajo de todas las cosas” para llevar a cabo la redención universal. De esa manera, el acto de bautizar por los muertos se convierte en una dramatización de la victoria de Cristo sobre la tumba.
El simbolismo no se limita a la ubicación física. El propio acto del bautismo —sumergirse completamente en el agua y salir de ella— representa la muerte y la resurrección. Es el entierro del “viejo hombre” del pecado, como enseñó el apóstol Pablo (Romanos 6:6), y el nacimiento a una nueva vida en Cristo. Así, tanto los vivos como los muertos participan del mismo patrón divino: morir al pasado, renacer por medio de la fe y caminar en novedad de vida.
El agua, en este contexto, se convierte en una tumba simbólica y, al mismo tiempo, en una matriz espiritual. La persona que desciende al agua es sepultada en figura, y al emerger, se levanta en semejanza de una resurrección. Por eso, el bautismo no sólo limpia de pecado, sino que también enseña una lección eterna: que la vida triunfa sobre la muerte y que toda alma, mediante la expiación de Cristo, puede ser restaurada a la presencia de Dios.
Para los muertos, la ordenanza vicaria del bautismo abre las puertas de esa resurrección espiritual. Es como si, a través del acto de fe de los vivos, el Señor extendiera Su poder redentor más allá del velo, permitiendo que aquellos que partieron sin el conocimiento del Evangelio reciban la misma oportunidad de renovación y entrada en el reino celestial.
En resumen, el bautismo por los muertos no es sólo una obra de amor redentor, sino una representación poderosa de las leyes eternas que gobiernan la vida, la muerte y la inmortalidad. Cada inmersión en la pila bautismal es un testimonio silencioso de la verdad más sublime del Evangelio: que en Cristo, la muerte no es el final, sino el comienzo de una nueva y gloriosa existencia.
Versículos 13–15
El templo como lugar ordenado para la obra vicaria
José Smith aclara que estas ordenanzas deben realizarse en lugares sagrados y dedicados, destacando la necesidad de templos para la redención de los muertos.
En estos versículos, José Smith explica que las ordenanzas vicarias —como el bautismo por los muertos— deben realizarse en lugares santos y apartados, lo cual introduce de manera directa la necesidad de los templos. Esta instrucción revela verdades doctrinales fundamentales sobre el orden divino y el papel del templo en el plan de salvación.
José recalca que el bautismo por los muertos debe efectuarse en un lugar consagrado, no de manera improvisada o en cualquier fuente de agua. Doctrinalmente, esto enseña que el templo es el único lugar autorizado donde Dios acepta estas ordenanzas, porque ha sido santificado para ese propósito.
Así como en la antigüedad el tabernáculo y el templo de Jerusalén eran centros de culto ordenado, en la dispensación de la plenitud de los tiempos el Señor manda que Su obra vicaria se realice en templos dedicados. Esto refleja que la salvación no se lleva a cabo de manera desordenada, sino bajo normas divinas.
El lugar donde se realizan las ordenanzas influye en su validez. El Señor acepta las ordenanzas efectuadas en templos, porque son lugares apartados del mundo y consagrados exclusivamente a Su nombre. Esto enseña que lo sagrado requiere un espacio sagrado, lo cual eleva nuestra comprensión del templo como un puente entre lo terrenal y lo celestial.
José Smith introduce aquí la visión de que el templo es la clave de la redención tanto de vivos como de muertos. En él se efectúan las ordenanzas de bautismo, investidura y sellamiento que garantizan que toda la familia humana pueda recibir la plenitud de las bendiciones de Dios.
Construir templos en medio de persecución y pobreza requería gran sacrificio. Esto enseña que el Señor pide a Su pueblo esfuerzos significativos para establecer lugares sagrados. La edificación del templo no era solo un mandamiento arquitectónico, sino una prueba de fe y consagración.
Los versículos 13–15 enseñan que la obra vicaria pertenece al templo, la casa del Señor. Allí, y solo allí, las ordenanzas se realizan en el orden divino y con validez eterna. El templo no es un símbolo, sino un requisito en el plan de salvación, donde el cielo y la tierra se unen para redimir tanto a los vivos como a los muertos.
Doctrina y Convenios 128:14–18
El bautismo por los muertos: la expresión suprema del amor redentor y la unión eterna de los hijos de Dios
En Doctrina y Convenios 128:14–18, el profeta José Smith declara con gozo que el bautismo por los muertos es “el tema más glorioso de todos los que pertenecen al evangelio”. Con estas palabras, el Profeta no exageraba. En este pasaje se entrelazan tres principios sublimes que revelan el alcance universal del plan de salvación: la redención mutua de vivos y muertos, la manifestación del amor y la misericordia de Dios, y el cumplimiento de la gran misión de Elías al unir todas las dispensaciones y familias de la tierra.
1. La redención compartida de vivos y muertos: José Smith enseña que “los muertos no pueden ser perfeccionados sin nosotros, ni nosotros sin ellos” (v. 15). En esta frase resuena la verdad eterna de que el plan de Dios no es individualista, sino colectivo. El Evangelio no busca salvar almas aisladas, sino familias eternas. Los convenios sellados en los templos establecen un vínculo tan poderoso que trasciende la muerte, uniendo las generaciones en una cadena inquebrantable de amor y salvación.
Por medio del bautismo por los muertos, los vivos extienden las bendiciones del Evangelio a sus antepasados, mientras que los muertos, desde el mundo de los espíritus, aguardan con fe la oportunidad de aceptar esas ordenanzas. Así, ambas esferas colaboran en la gran obra redentora de Cristo. En este sentido, la salvación es una empresa conjunta, una comunión de santos que abarca tanto a los que caminan sobre la tierra como a los que reposan bajo ella.
2. El tema más glorioso del Evangelio: la misericordia divina sin fronteras: El bautismo por los muertos es una de las manifestaciones más bellas del carácter de nuestro Padre Celestial: Su amor no conoce límites de tiempo ni de espacio. Mientras que las iglesias de los hombres no pueden extender su alcance más allá de la tumba, el Evangelio restaurado lo hace con poder divino. Como expresó el presidente Rudger Clawson, “¡Ah, la belleza de la justicia y la misericordia de Dios, que no hace acepción de personas!”
En el plan de Dios, nadie queda excluido. Todo espíritu que alguna vez habitó la tierra tendrá la oportunidad de oír el Evangelio y de aceptar, si así lo desea, las ordenanzas necesarias para su exaltación. De esta manera, la Iglesia del Señor representa la justicia perfecta, pero también la infinita compasión del Salvador, quien descendió al mismo reino de los espíritus para proclamar libertad a los cautivos (véase 1 Pedro 3:18–20; D. y C. 138:18–19).
3. La misión de Elías y el vínculo eterno de las dispensaciones: El profeta José Smith también enseñó que la obra por los muertos cumple la profecía de Malaquías sobre la venida de Elías (véase D. y C. 128:17–18). Sin las llaves del sellamiento que él trajo, “toda la tierra sería herida con una maldición”. El presidente Joseph Fielding Smith explicó que si no existiera este poder de unir a los padres con los hijos, “toda la obra de Dios fracasaría y quedaría en nada”.
La venida de Elías aseguró que las familias pudieran ser eternamente unidas, que las dispensaciones pasadas y presentes se enlazaran en una sola gran redención. Gracias a esas llaves, la obra de los patriarcas, profetas y santos de todas las épocas se enlaza en un mismo propósito: preparar a la familia humana para la venida de Cristo y la gloriosa restauración de todas las cosas.
Conclusión: la coronación del plan de salvación. El bautismo por los muertos no es un principio periférico del Evangelio; es su culminación. Es el acto por el cual el amor de Dios vence las fronteras del tiempo, la muerte y el olvido. Une a Adán con su posteridad, a los padres con los hijos, a los vivos con los muertos, en una gran cadena de redención que envuelve el universo entero.
Por eso el profeta José Smith se regocijó al llamarlo “el tema más glorioso de todos los que pertenecen al evangelio”. En esta doctrina resplandece la justicia perfecta del cielo, pero también su misericordia infinita. En ella, los cielos y la tierra se unen; los siglos se enlazan; y la promesa divina se cumple: “He aquí, yo os envío al profeta Elías… y él hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres.”
Doctrina y Convenios 128:18
La dispensación del cumplimiento de los tiempos: la gran consumación de la obra de Dios
En Doctrina y Convenios 128:18, el profeta José Smith se refiere con profunda reverencia a “la dispensación del cumplimiento de los tiempos”, la era en la cual todo lo que Dios ha revelado desde el principio del mundo converge en un glorioso propósito: unir en Cristo todas las cosas, tanto las del cielo como las de la tierra. Esta es la dispensación de la Restauración final, la más grande de todas, aquella que corona las labores de los profetas de las edades pasadas y da cumplimiento a los designios eternos del Padre Celestial.
El élder Charles W. Penrose explicó que esta dispensación es la “gran obra de consumación de los propósitos del Todopoderoso”. En ella, no solo se reúnen los hijos de Dios dispersos entre las naciones para edificar Sion, sino también las huestes de los justos que han partido de esta vida y que el Señor traerá consigo en Su venida gloriosa. Así, el recogimiento de Israel no se limita a un acontecimiento geográfico o cultural, sino que abarca una redención universal: la unión de vivos y muertos, de los cielos y de la tierra, bajo el reinado eterno de Cristo.
Esta visión grandiosa nos muestra que todo lo que los profetas antiguos —desde Adán hasta Juan el Revelador— vieron y profetizaron converge en la dispensación actual. El Señor ha restaurado en ella todas las llaves, ordenanzas y verdades que existieron en las dispensaciones anteriores. Lo que fue revelado en parte a Abraham, Moisés, Elías, Pedro o Pablo, ahora se manifiesta en plenitud por medio del Evangelio restaurado. De ahí que José Smith la describiera como la dispensación en que se “resume, reúne y restaura” todo lo que pertenece a la salvación del hombre.
En este contexto, la obra del templo y el bautismo por los muertos ocupan un lugar central. Son el símbolo y el medio de esa unión universal que caracteriza la dispensación del cumplimiento de los tiempos. A través del poder del sellamiento —las llaves que Elías devolvió a la tierra— las familias de todas las épocas se enlazan en una gran red de redención. Las ordenanzas vicarias unen a los vivos con sus antepasados, haciendo posible que el amor familiar trascienda la muerte y alcance la eternidad.
El élder Penrose también enseñó que en esta dispensación se revelarán “las cosas que se han conservado ocultas desde la fundación del mundo”. El conocimiento espiritual, las verdades perdidas y las glorias que el hombre no había podido comprender serán dadas en plenitud. El cielo mismo parece haberse inclinado sobre la tierra para derramar su sabiduría, y los hombres y mujeres fieles participan ahora de esa revelación continua.
En definitiva, la “dispensación del cumplimiento de los tiempos” es la obra culminante de Dios antes de la Segunda Venida de Su Hijo. Es la época en la que se sellan los eslabones rotos, se restaura la plenitud del Evangelio y se prepara al mundo para la redención final.
Así, en las palabras del profeta José Smith, esta dispensación representa “una cabeza de las dispensaciones, una plenitud de tiempos, en que se reunirán todas las cosas que están en Cristo”. En ella, el cielo y la tierra cantan un mismo himno: el de la redención universal, la victoria sobre la muerte y la gloriosa consumación del plan eterno del Padre.
Versículos 16–18
La unión entre vivos y muertos
El profeta explica que los santos de todas las épocas dependen unos de otros: sin la obra por los muertos, los vivos no pueden alcanzar la perfección, ni los muertos sin los vivos. Aquí cita la profecía de Malaquías sobre Elías y la unión de las generaciones.
En estos versículos, el profeta José Smith enseña uno de los principios más profundos de la Restauración: la interdependencia eterna entre vivos y muertos. El plan de salvación no puede cumplirse en su plenitud sin la unión de las generaciones, y esto se realiza por medio de las llaves del sellamiento restauradas por el profeta Elías.
El profeta declara que “los vivos no pueden ser perfeccionados sin los muertos, ni los muertos sin los vivos”. Esto revela que el plan de salvación es colectivo, no individualista. La exaltación se logra en el contexto de una gran familia eterna que une a todas las generaciones.
José cita la profecía de Malaquías (Malaquías 4:5–6) que anunciaba la venida de Elías antes del día grande y terrible del Señor. El cumplimiento se dio en el Templo de Kirtland en 1836, cuando Elías restauró las llaves del sellamiento (véase D. y C. 110:13–16). Esto conecta directamente la doctrina del bautismo por los muertos y las ordenanzas del templo con la profecía del Antiguo Testamento.
Elías vino para que el corazón de los hijos se volviera hacia los padres y el de los padres hacia los hijos. Esto no es solo un sentimiento de aprecio familiar, sino un poder real que une generaciones a través de convenios y ordenanzas. El amor eterno se convierte en vínculo eterno gracias al sacerdocio y a los templos.
La enseñanza de que “ni los vivos ni los muertos pueden ser perfeccionados separados” subraya que la perfección es una obra conjunta. Doctrinalmente, esto enseña que el cielo no está compuesto de individuos aislados, sino de familias selladas y unidas en Cristo.
La unión entre vivos y muertos se realiza en los templos, donde se efectúan las ordenanzas que trascienden la mortalidad. El templo es, por tanto, el símbolo y el lugar real donde se cumple la visión de una familia eterna.
Los versículos 16–18 nos enseñan que el plan de salvación es una gran obra de unión. Los vivos necesitan a los muertos para completar la cadena de redención, y los muertos dependen de los vivos para recibir ordenanzas que ellos no pudieron realizar en la vida. La profecía de Malaquías y la misión de Elías se cumplen en la obra del templo, donde el amor eterno se convierte en poder eterno y une a toda la familia humana en Cristo.
Doctrina y Convenios 128:19
“¿Qué oímos ahora en el evangelio que hemos recibido? Una voz de gozo, una voz de misericordia desde los cielos y una voz de verdad desde la tierra.”
El evangelio es un mensaje de buenas nuevas y felicidad, de alegres noticias, de gran gozo y cosas buenas; es un testimonio de verdad y un mensaje de misericordia para toda la tierra (DyC 128:19).
Todo esto abarca tanto a los vivos como a los muertos.
“Este no es un evangelio de tristeza, es un evangelio de gozo,”
dijo el presidente Gordon B. Hinckley.
“Debemos ser felices en él. Debemos sonreír al hablar de él.
Oh, a veces hay preocupación, pero también hay oración para ocuparse de ello.
A veces me detengo a contemplar con asombro todo lo que estamos intentando hacer como Iglesia para hacer del mundo un mejor lugar donde vivir, un lugar más iluminado.
Estamos intentando realizar una gran obra: la obra del Salvador.”
(Teachings of Gordon B. Hinckley, 246)
Nosotros, que poseemos el evangelio, somos ricamente bendecidos.
Entre las líneas radiantes de la epístola profética registrada en Doctrina y Convenios 128, resuena una pregunta cargada de júbilo celestial: “¿Qué oímos ahora en el evangelio que hemos recibido? Una voz de gozo, una voz de misericordia desde los cielos y una voz de verdad desde la tierra.” (DyC 128:19). Con estas palabras, el profeta José Smith proclamó la esencia del evangelio restaurado: no un mensaje de temor o condena, sino de esperanza, perdón y alegría eterna.
El evangelio de Jesucristo es, en su núcleo, un mensaje de buenas nuevas. Es la proclamación de que la muerte ha sido vencida, que el pecado puede ser perdonado, y que la familia humana puede ser reunida eternamente mediante los convenios del templo. Es la voz combinada de cielo y tierra que anuncia que el amor de Dios no tiene límites ni fronteras. El evangelio es el lenguaje de la alegría eterna: una “voz de gozo” para los vivos y para los muertos, para los que buscan redención y para los que aguardan liberación más allá del velo.
El presidente Gordon B. Hinckley, con su característico optimismo y fe luminosa, enseñó que “este no es un evangelio de tristeza, es un evangelio de gozo.” Sus palabras recuerdan que el discípulo de Cristo no está llamado a vivir con semblante sombrío, sino con un corazón agradecido. Sí, hay pruebas y preocupaciones, pero el gozo del evangelio las trasciende. En la oración, en el servicio y en la esperanza, hallamos consuelo y fortaleza.
El gozo que el evangelio ofrece no depende de las circunstancias, sino del conocimiento. Saber quién es Dios, quiénes somos nosotros y cuál es nuestro destino eterno, da al alma una paz que el mundo no puede ofrecer. El evangelio no niega el dolor, pero lo transforma: convierte la aflicción en aprendizaje, la pérdida en promesa, y la muerte en un nuevo amanecer.
El profeta José Smith comprendió que la Restauración no solo traía nuevas doctrinas, sino una nueva voz: la de la misericordia. Desde los cielos se escucha el llamado del Salvador a todo hijo e hija de Dios: “Venid a mí.” Desde la tierra se levanta el testimonio de Sus santos, proclamando que esa voz aún se oye, que el gozo de la redención es real y accesible para todos.
Nosotros, que poseemos este conocimiento, somos verdaderamente bienaventurados. Hemos recibido un evangelio que ilumina la mente, ablanda el corazón y transforma la vida. No es un evangelio de restricciones, sino de liberación; no un mensaje de desesperanza, sino de eterna alegría.
Por eso, el Señor nos invita a reflejar Su luz con gratitud y entusiasmo. Que nuestras palabras y actos sean también “una voz de gozo y de verdad desde la tierra.” Que el mundo, al mirarnos, sienta el eco de esa melodía celestial que comenzó con los ángeles en Belén y que aún resuena hoy: “Os ha nacido un Salvador, que es Cristo el Señor.”
Este es, en verdad, el evangelio del gozo.
Versículos 19–21
Manifestaciones divinas que confirman la obra
Se testifica que ángeles, profetas y el mismo Hijo de Dios han dado testimonio de esta obra redentora. Se recuerda la visión en el templo de Kirtland, donde Elías restauró las llaves de sellamiento.
En estos versículos, José Smith ofrece un testimonio poderoso de que la obra de redención de los muertos ha sido confirmada por manifestaciones divinas, incluyendo visitaciones de ángeles, profetas antiguos y del mismo Jesucristo. Así, establece la autoridad y la veracidad de la obra vicaria en el plan eterno.
José Smith enumera diversas visitaciones: el Padre y el Hijo, Moroni, Juan el Bautista, Pedro, Santiago, Juan, Moisés, Elías y Elías el Profeta (Elijah). Esta lista muestra que la Restauración no es un esfuerzo humano, sino una obra celestial donde los cielos y la tierra cooperan para traer nuevamente el Evangelio en su plenitud.
Cada manifestación estuvo relacionada con una clave o principio específico:
- Juan el Bautista restauró el Sacerdocio Aarónico.
- Pedro, Santiago y Juan restauraron el Sacerdocio de Melquisedec.
- Moisés entregó las llaves para reunir a Israel.
- Elías (Elias) confirió las llaves del Evangelio de Abraham.
- Elías el Profeta (Elijah) restauró las llaves de sellamiento para unir a vivos y muertos.
Esto muestra que todas las visitaciones apuntaban hacia la plenitud de la redención, tanto para vivos como para muertos.
José recuerda la visión de 1836 en el Templo de Kirtland (véase D. y C. 110), donde se restauraron las llaves de sellamiento. Ese evento confirma que la obra del templo es la culminación de la Restauración y que los templos son el espacio donde el cielo y la tierra se encuentran.
Aunque muchos mensajeros participaron, el testimonio central proviene de Cristo mismo, quien guió la obra desde el principio. Su autoridad garantiza que todo lo restaurado tiene validez eterna.
El hecho de que profetas de diferentes épocas entregaran llaves muestra la continuidad del plan de salvación. El Evangelio restaurado en los últimos días no es una obra nueva, sino la misma obra eterna confirmada en todas las dispensaciones.
Los versículos 19–21 muestran que la obra de redención de vivos y muertos está respaldada por el más alto testimonio: el de Jesucristo, Sus ángeles y Sus profetas. La Restauración no solo devuelve principios doctrinales, sino también las llaves de autoridad necesarias para que esta obra tenga validez eterna. Así, los templos se convierten en el cumplimiento tangible de todas estas manifestaciones divinas.
Doctrina y Convenios 128:19–23
Un llamado al regocijo por la gloriosa obra de redención
En los versículos finales de Doctrina y Convenios 128, el profeta José Smith, movido por una inspiración celestial, eleva su alma en un himno de júbilo. Su carta, que comenzó como una instrucción doctrinal sobre los registros y la obra por los muertos, culmina en un cántico poético de adoración y gratitud. El tono cambia: ya no habla solo como maestro o revelador, sino como un adorador arrebatado por el Espíritu, que contempla la magnitud del plan divino y no puede contener su gozo.
El profeta ha explicado que la obra vicaria une a los cielos y la tierra, que los vivos y los muertos son perfeccionados juntos, que las llaves del sacerdocio están otra vez entre los hombres y que todas las dispensaciones convergen en esta última. Ante esa visión sublime, su corazón estalla en un canto que recuerda el espíritu de los antiguos salmos de Israel. Con frases inspiradas tomadas de las Escrituras, José Smith exalta la gloria de Dios y convoca a toda la creación —cielos, montañas, valles, ríos y ángeles— a unirse en un coro universal de alabanza.
“¡Que el monte de Sion se regocije, que las hijas de Judá se alegren!” exclama el Profeta (v. 19). En su mente y en su espíritu, la restauración no es solo un acontecimiento doctrinal, sino un drama cósmico: los cielos se abren, los espíritus son liberados, los templos se llenan de luz, y la redención se derrama sobre vivos y muertos. Esta visión lo lleva a un éxtasis profético, donde cada elemento de la creación participa del gozo de la salvación.
Sus palabras finales —“Que oigan las montañas y los valles, las olas del mar y las riberas del Jordán; que se regocijen los muertos, y que todos los hijos de Dios canten juntos Aleluya”— son un eco de los salmos de David, de las visiones de Isaías y de los cánticos de Moisés. Pero en ellas hay algo nuevo: una alegría que brota del cumplimiento de todas las cosas, del saber que la obra redentora no se ha detenido en la tumba, sino que se extiende hasta los confines de la eternidad.
Este cántico no solo expresa la emoción personal de José Smith; es también una invitación a todos los santos. Nos llama a unirnos en el mismo espíritu de regocijo, sabiendo que formamos parte de la gran obra del Señor. Participar en la redención de los muertos, sellar familias, edificar templos y mantener registros sagrados no son tareas administrativas, sino actos de adoración. Cada nombre escrito, cada ordenanza cumplida, cada oración pronunciada en el templo constituye una nota más en este himno de salvación que resuena a través de los siglos.
Así, Doctrina y Convenios 128 culmina no con una orden, sino con una exclamación de esperanza: “Sea bendito el nombre de Dios para siempre, que envió a su Hijo para abrir los cielos, revelar las llaves, restaurar el conocimiento y permitir que el gozo eterno fluya en los corazones de los hombres.”
El profeta José Smith se une a los ángeles en su júbilo, y nos invita a hacer lo mismo. Este pasaje no solo enseña doctrina; canta la redención. Y en ese canto, toda alma fiel puede hallar su propia voz y decir, con los santos de todas las edades: “¡Aleluya, porque el Señor Dios omnipotente reina!”
Doctrina y Convenios 128:20–21
José Smith y su comunión con los profetas y dispensadores de todas las épocas
En Doctrina y Convenios 128:20–21, el profeta José Smith eleva una doxología —un cántico de alabanza— en la que exulta por la restauración de las llaves del sacerdocio y menciona con gratitud a los grandes mensajeros que las trajeron. En un solo pasaje, José recuerda a Moroni, a Juan el Bautista, a Pedro, Santiago y Juan, a Moisés, Elías y Elías el Profeta, entre otros. Cada uno de estos seres celestiales había venido a entregarle una porción de autoridad divina, necesaria para establecer sobre la tierra la plenitud del Evangelio de Jesucristo.
Este pasaje nos ofrece una ventana única al conocimiento profético de José Smith. No solo sabía de estos personajes por los registros antiguos, sino que los conocía personalmente. Había visto sus rostros, escuchado sus voces y recibido sus llaves. Su experiencia no era la de un estudioso que reconstruye el pasado, sino la de un profeta que participa activamente en la misma obra eterna que ellos iniciaron.
El élder John Taylor explicó el porqué de esta comunión celestial. José Smith, dijo, fue puesto a la cabeza de “la dispensación del cumplimiento de los tiempos”, la cual abarca y culmina todas las dispensaciones previas. Era necesario, por tanto, que los profetas de cada época —quienes poseían las llaves y conocimientos específicos de sus respectivas misiones— se reunieran con él para transmitirle su autoridad y sabiduría. Solo así podría restaurarse en la tierra el Evangelio en su plenitud y reunir “todas las cosas en Cristo, así las que están en los cielos como las que están en la tierra” (Efesios 1:10).
En este sentido, la vida del profeta José Smith se convierte en un puente entre los mundos y las edades. En él convergen las dispensaciones de Adán, Noé, Abraham, Moisés, los apóstoles antiguos y los profetas de los últimos días. Fue instruido por quienes habían abierto y cerrado los ciclos de revelación en otras épocas, y ahora él debía ser el dispensador final, aquel que reuniría todos los hilos sueltos de la historia sagrada.
El élder Taylor señaló que el conocimiento de José Smith sobre estos personajes era tan real que podía describirlos con detalle: “Si le hubieran preguntado cómo era Adán, él os lo diría sin titubear… También podría decir cómo son Pedro, Santiago y Juan, porque los vio.” Estas palabras nos revelan la magnitud de la obra profética que se le confió. No se trataba de un simbolismo, sino de encuentros reales con seres resucitados y glorificados que portaban la autoridad del cielo.
De esta manera, los versículos 20 y 21 de Doctrina y Convenios 128 no solo conmemoran las apariciones de estos mensajeros, sino que celebran la grandeza de la dispensación actual. El profeta, consciente del privilegio y la responsabilidad que implicaba reunir todas las llaves del sacerdocio, estalla en gratitud: “¡Sea bendito Dios! ¡Bendito sea Su glorioso nombre, que ha traído a la luz de nuevo la plenitud de Su Evangelio eterno!”
En esta exaltación poética, José Smith no habla solo como hombre, sino como testigo ocular de la eternidad. Su gozo es el de quien ha visto la armonía divina de los siglos, el entrelazamiento perfecto de las dispensaciones, y ha comprendido que toda la historia sagrada —desde Adán hasta el presente— es un solo himno de redención, una sola obra en Cristo, un solo reino bajo un solo Dios.
Doctrina y Convenios 128:22
La urgencia de una causa tan grande — la obra redentora por los muertos
En Doctrina y Convenios 128:22, el profeta José Smith exclama con poder: “¿No deberíamos ir adelante en una causa tan grande? ¡Adelante, pues, y no retrocedáis; valor, hermanos, y adelante a la victoria!” Estas palabras, cargadas de fervor espiritual, resuenan como un llamado eterno a la acción. No es simplemente una invitación al entusiasmo, sino una exhortación profética a participar activamente en la gran obra de redención que abarca tanto a los vivos como a los muertos.
José Smith comprendía la magnitud de lo que el Señor había puesto en manos de Su pueblo. La obra por los muertos no era un deber secundario o simbólico, sino una causa divina que implicaba la salvación de almas inmortales. Por eso la describe como “tan grande”: porque su alcance es infinito, su urgencia inaplazable y su bendición eterna.
El profeta veía esta obra como parte inseparable del mismo plan de salvación. Sin ella, la familia humana quedaría incompleta; la redención de Cristo, sin efecto total. Es por eso que su llamado tiene el tono de un comandante espiritual que convoca a sus soldados al campo de batalla del tiempo y la eternidad. “Adelante, y no retrocedáis” —dice— porque el enemigo del olvido, la indiferencia y la pereza espiritual amenaza con romper el eslabón que une a las generaciones.
Más de un siglo después, el presidente Spencer W. Kimball sintió ese mismo fuego en su alma. Él percibió que la obra vicaria en los templos es tan urgente como la obra misional en el mundo. Dijo con vehemencia: “Siento que existe la misma urgencia acerca de la obra vicaria… esta obra por los muertos constituye mi constante preocupación.” Así como el evangelio debe llegar a los confines de la tierra, también debe alcanzar las profundidades del mundo de los espíritus. Ambos esfuerzos son misiones hermanas: uno predica a los vivos, el otro libera a los muertos.
El presidente Kimball profetizó, con visión inspirada, que vendría un período de construcción intensiva de templos —profecía que hoy vemos cumplida— y que cada miembro debía participar activamente mediante la investigación genealógica, la historia familiar y las ordenanzas vicarias. Su llamado fue tan urgente como el del Profeta de la Restauración: acelerar la obra, consagrar el tiempo, y dedicar la mente y el corazón a redimir a los antepasados.
Esta urgencia no proviene del deber institucional, sino del amor. Cuando comprendemos que millones de nuestros hermanos y hermanas esperan su oportunidad de recibir el Evangelio, sentimos en el alma el eco de las palabras de José Smith: “¿No deberíamos ir adelante en una causa tan grande?” Es una causa que trasciende la mortalidad, que expande la visión espiritual y que nos permite participar directamente en la obra de Cristo, quien descendió al mundo de los espíritus para abrir las puertas de la prisión.
En última instancia, este versículo nos recuerda que la obra del Señor no puede detenerse. El cielo y la tierra se mueven al unísono para lograr la redención universal. Cada generación tiene su parte en el milagro: los antiguos profetas que trajeron las llaves, los santos modernos que construyen templos, y los fieles de hoy que buscan nombres, hacen convenios y unen familias.
En verdad, no hay obra más grande ni más urgente. Como enseñó José Smith y repitió Spencer W. Kimball, el llamado sigue vigente: “¡Adelante, y no retrocedáis!” Porque en esta causa —la más grande de todas— participamos del mismo poder redentor del Salvador y nos convertimos en colaboradores con Él en la eterna labor de salvar almas.
Doctrina y Convenios 128:23
El regocijo del profeta José Smith ante la obra redentora universal
En Doctrina y Convenios 128:23, el profeta José Smith alcanza uno de los momentos más sublimes y poéticos de todas sus revelaciones. Sus palabras rebosan gozo, entusiasmo y reverencia. Después de contemplar la magnitud del plan de salvación, la unión de los vivos y los muertos, y la restauración de las llaves del sacerdocio, el profeta no puede contener su júbilo y estalla en una exhortación: “Regocíjense los cielos, regocíjense la tierra; y testifiquen de ello todas las cosas.”
Este regocijo no es el de un triunfo personal, sino el de un alma que ha vislumbrado la consumación de la obra de Dios. José Smith había visto cómo la restauración del Evangelio traía esperanza no sólo a los hombres y mujeres de su tiempo, sino también a las incontables multitudes del mundo de los espíritus. Comprendía que gracias a la venida de Elías, la cadena de la redención estaba completa; que ningún ser humano quedaría fuera del alcance de la misericordia divina. En ese entendimiento, su corazón se desbordó con el mismo gozo que los ángeles experimentan cuando una sola alma se arrepiente.
El élder Orson Pratt, comentando ese mismo espíritu de júbilo, expresó: “Estamos dispuestos a viajar por el mundo entero para salvar a los vivientes… y a construir templos para salvar a los muertos.” Este sentimiento de disposición total a servir refleja el verdadero espíritu del Evangelio: el amor sin límites, el sacrificio constante y el deseo ardiente de llevar la luz de Cristo a toda criatura, en esta vida y en la venidera.
El regocijo del profeta, entonces, no era mera emoción; era adoración pura. En sus palabras se siente el eco del “Hosanna” de los cielos. Él ve la Creación entera —las montañas, los ríos, las estrellas, los ángeles y los espíritus redimidos— uniéndose en un solo canto de alabanza por la victoria de Cristo sobre la muerte y el infierno. Este pasaje no sólo enseña doctrina: canta la redención del universo.
El élder Pratt describió ese mismo gozo cósmico al decir: “Regocíjense los vivientes; regocíjense los difuntos. Regocíjense los cielos y la tierra. ¡Canten hosanna y gloria a Dios en los cielos todas las creaciones!” Su llamado es universal, porque la salvación de Dios también lo es. Cuando comprendemos la magnitud de esta obra —que abarca todas las generaciones, todas las dispensaciones y todos los mundos—, no podemos menos que unirnos a ese cántico: “¡Hosanna al Altísimo, porque Su brazo se ha extendido para salvar a los hijos e hijas de los hombres!”
El profeta José Smith se regocijó porque había contemplado el poder redentor de Cristo en acción: un poder que rompe las cadenas de la muerte, que une familias eternamente y que ofrece esperanza incluso a los que partieron sin conocer la verdad. Por eso su carta culmina en una sinfonía de alabanza: porque entendió que en esta última dispensación, el cielo y la tierra, los vivos y los muertos, los pasados y los futuros, todos participan de la misma alegría eterna.
Así, su voz —y la de todos los santos que participan en esta obra— se une a la gran canción de redención que resuena a través de los siglos:
“Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra; porque ha llegado el día de Su poder, y Su amor ha alcanzado a todos Sus hijos.”
Versículos 22–24
Llamado a regocijarse en la obra de redención
El profeta concluye con un tono triunfante, invitando a los santos a regocijarse en esta gran obra que unirá a toda la familia humana y dará cumplimiento al plan eterno de Dios.
Estos versículos concluyen la epístola de José Smith con un tono vibrante y triunfante. Después de detallar la doctrina del bautismo por los muertos, la necesidad de registros sagrados y la restauración de las llaves del sellamiento, el profeta invita a los santos a regocijarse en la grandeza de la obra de redención que Dios ha puesto en sus manos.
José llama a que todo lo creado —cielos, tierra, montañas, ríos, hombres y ángeles— se regocije en esta obra. Esto refleja la doctrina de que la redención no solo afecta a individuos, sino al universo entero, porque toda la creación participa en el plan de salvación (Moisés 7:48–50; Romanos 8:19–22).
El profeta describe esta obra como el “glorioso cumplimiento de las profecías”, la unión de los vivos con los muertos en una sola familia en Cristo. Doctrinalmente, esto enseña que la culminación del plan de salvación no es individual, sino colectiva, alcanzando a todas las generaciones mediante los convenios del templo.
El tono de júbilo refleja la victoria de Jesucristo sobre la muerte y el infierno. Gracias a Su expiación y resurrección, vivos y muertos tienen acceso a la salvación. El regocijo de José Smith es un eco del canto de triunfo que las Escrituras anuncian: “¡Sorbida es la muerte en victoria!” (1 Corintios 15:54).
El profeta no solo describe la obra, sino que convoca a los santos a unirse con entusiasmo. El mensaje es que la participación en la obra de redención no debe hacerse con peso o tristeza, sino con alegría, pues es un privilegio incomparable contribuir a la salvación de los hijos de Dios.
Al llamar a regocijarse, José dirige la mirada de los santos hacia la visión de una familia humana completa, redimida y unida en Cristo. Este es el fruto final del sellamiento y de la obra del templo: la unión de todas las generaciones en una cadena eterna.
Los versículos 22–24 cierran la sección 128 con un estallido de gozo y esperanza. El profeta declara que la obra de redención es motivo de júbilo para toda la creación, porque asegura la unión de vivos y muertos en una gran familia eterna en Cristo. Es un llamado a los santos de todos los tiempos a participar con fe y alegría en la obra del templo, sabiendo que en ella se cumple el plan eterno de Dios y se garantiza la victoria final sobre la muerte.
Doctrina y Convenios 128:24
Los hijos de Leví y la ofrenda en justicia — el sacrificio santo de los últimos días
En el versículo final de Doctrina y Convenios 128, el profeta José Smith concluye su carta con una visión sagrada y simbólica: la de los hijos de Leví ofreciendo al Señor una “ofrenda en justicia”. Estas palabras encierran un profundo significado doctrinal que conecta la antigua adoración del templo en Israel con la obra redentora de los templos modernos en la dispensación del cumplimiento de los tiempos.
Históricamente, los hijos de Leví eran los encargados del ministerio sagrado en la casa de Dios. Eran los custodios del tabernáculo y del templo, los responsables de preparar los sacrificios, cuidar los utensilios santos y asegurar que todo acto de adoración se hiciera conforme a la ley divina (Éxodo 25–28; Números 8:24–26). Su ministerio representaba el orden y pureza del culto, pues su servicio debía realizarse “en justicia”, con corazón limpio y manos consagradas.
Pero en los últimos días, el Señor amplió esa imagen simbólica. En Doctrina y Convenios 84, explicó que los “hijos de Leví” modernos son aquellos que reciben y magnificarán los sacerdocios aarónico y melquisedec, sirviendo fielmente en la edificación de Su Iglesia y en la administración de las ordenanzas del templo. Ellos son los que trabajan para “edificar mi iglesia… y son santificados por el Espíritu para la renovación de sus cuerpos” (D. y C. 84:31–33). Así, todo poseedor digno del sacerdocio, y toda persona que sirve en la obra del templo, llega a ser parte de esa descendencia espiritual de Leví.
La “ofrenda en justicia” que presentan estos hijos de Leví no consiste ya en corderos ni holocaustos, sino en sacrificios espirituales: su tiempo, su devoción, su pureza, y su servicio amoroso a los vivos y a los muertos. Cada bautismo vicario, cada investidura, cada sellamiento registrado y cumplido en los templos es parte de esa ofrenda. Es un sacrificio moderno, ofrecido no en el altar de piedra, sino en el altar del corazón consagrado.
El profeta José Smith enseñó que los Santos de los Últimos Días, mediante esta obra, llegan a ser “salvadores en el monte de Sión” (véase Abdías 1:21). Al efectuar ordenanzas vicarias, participan en la misión redentora de Cristo, extendiendo Su expiación más allá del velo. Es una responsabilidad divina y, al mismo tiempo, un privilegio sin igual. En palabras del propio José: “Ningún pueblo ha tenido la oportunidad de hacer tanto bien durante su vida como los Santos de los Últimos Días.”
Sin embargo, esta oportunidad también implica urgencia. Los muertos no pueden salvarse sin la obra de los vivos, y los vivos no pueden alcanzar la exaltación sin estar unidos a sus antepasados. La cadena eterna de la familia de Dios sólo se mantiene intacta cuando cada generación cumple su parte en la redención de las demás. Por eso el profeta advirtió que quienes descuidan esta obra “ponen en peligro su propia salvación.”
En este contexto, la “ofrenda en justicia” no es sólo un acto de adoración, sino la consumación de todo el plan de salvación. Representa la plenitud del sacerdocio, la unidad de los cielos y la tierra, y el triunfo del amor eterno sobre la muerte y el olvido.
José Smith concluye esta carta —una de las más inspiradas de su ministerio— con un llamado ardiente al servicio y al sacrificio: que los santos se consuman en esta causa gloriosa, que agoten sus vidas en un servicio abnegado y santo (véase D. y C. 123:13). Para él, no había obra más digna, más sagrada ni más celestial.
Así, los “hijos de Leví” de hoy somos nosotros: hombres y mujeres que, revestidos de convenios y guiados por el Espíritu, servimos en los templos del Señor. Nuestra ofrenda no son animales, sino almas. No ofrecemos incienso, sino fe, amor y servicio. Y cuando esa ofrenda es presentada “en justicia”, asciende al cielo como testimonio de que la gran obra de redención sigue adelante hasta que toda la familia humana —vivos y muertos— sea unida en Cristo, el gran Sumo Sacerdote de la eternidad.
Doctrina y Convenios, sección 128
La obra redentora de los muertos — la plenitud del Evangelio restaurado
La sección 128 de Doctrina y Convenios constituye una de las expresiones más sublimes de la teología revelada por medio del profeta José Smith. Es una carta que combina instrucción, revelación, doctrina y adoración. En ella se revela el propósito eterno de Dios de redimir a toda la familia humana, uniendo a los vivos y a los muertos por medio del poder del sacerdocio y de las ordenanzas sagradas del templo.
Desde sus primeros versículos, el profeta enseña que las ordenanzas deben registrarse correctamente, pues los registros terrenales son los testigos celestiales de que la obra se ha cumplido con autoridad divina. Lo que se ata en la tierra es atado en los cielos, y los libros de los templos se convierten en los “libros” de los que habló Juan, que serán abiertos en el día del juicio. Así, la administración del Evangelio se fundamenta en orden, exactitud y santidad.
José Smith eleva luego su enseñanza a un plano más amplio, mostrando que la obra por los muertos es el corazón mismo de la dispensación del cumplimiento de los tiempos. Es la obra que une las dispensaciones, que cumple la profecía de Elías y que impide que la tierra sea herida con una maldición. Gracias a ella, los vivos y los muertos son perfeccionados juntos en Cristo, y las generaciones se enlazan en una gran cadena de redención y amor eterno.
En los versículos finales, el profeta deja de escribir como maestro y habla como poeta y adorador. Su espíritu se llena de gozo indescriptible ante la magnitud de la obra restaurada. Con un lenguaje semejante a los salmos, convoca a toda la creación —montañas, mares, cielos, ángeles y hombres— a regocijarse en la redención universal. Su carta termina siendo un himno, una sinfonía de alabanza a Dios por haber traído de nuevo el poder y las llaves del sacerdocio, y por permitir que Sus hijos participen en Su obra salvadora.
El mensaje final de la sección 128 es claro y trascendente: la obra del Señor no tiene fin, y cada miembro de Su Iglesia está llamado a participar en ella con urgencia, gozo y devoción. Esta es “una causa tan grande” que consume la vida, ennoblece el alma y acerca a los hombres al corazón de Dios.
En esta revelación, José Smith no sólo enseña doctrina: abre las puertas del templo y del cielo, invitando a todos los santos a entrar y participar en la obra más gloriosa de todas: la de salvar almas —vivas o muertas— y unir eternamente a la familia de Dios bajo el pacto de Cristo.
Comentario final
La sección 128 es como una carta de victoria escrita en medio de la adversidad. José Smith, escondido de sus perseguidores, no habla con desaliento ni temor, sino con la voz firme de un profeta que contempla el plan de Dios en toda su grandeza. Allí enseña que los bautismos por los muertos, y todas las ordenanzas, deben llevarse a cabo con orden y exactitud, y que sus registros no son simples papeles, sino documentos sagrados que tendrán validez en los cielos. Lo que escriben manos mortales en la tierra es reconocido por el Señor en la eternidad.
El profeta declara que el bautismo por los muertos es una muestra de la infinita misericordia de Dios: nadie queda excluido de la salvación, ni los vivos ni los muertos. Pero también recuerda que esta obra no puede hacerse de manera improvisada; debe realizarse en templos, lugares santos donde el cielo y la tierra se tocan. Allí se cumple la visión de que las familias se unan eternamente.
En un lenguaje lleno de poder, José explica que vivos y muertos se necesitan mutuamente: los muertos dependen de los vivos para recibir las ordenanzas, y los vivos dependen de los muertos para alcanzar la perfección. Así se cumple la promesa de Malaquías de que Elías vendría a volver el corazón de los hijos hacia los padres y de los padres hacia los hijos.
El profeta recuerda que esta obra ha sido confirmada por la visita de ángeles, por antiguos profetas y por el mismo Jesucristo. El cielo entero ha testificado que esta labor es verdadera. Y entonces, como un cántico de triunfo, concluye llamando a toda la creación a regocijarse: montañas, ríos, ángeles y santos, todos deben alabar a Dios porque Su plan redentor se está cumpliendo.























