Doctrina y Convenios
Sección 130
Contexto histórico y antecedentes
“Voy a ofrecerte algunas correcciones.” Eso fue lo que José le dijo a Orson Hyde durante el almuerzo del 2 de abril de 1843, después de que el élder Hyde hablara en una sesión matutina de la conferencia de estaca en Ramus, Illinois. Antes de su conversión al evangelio restaurado, el élder Hyde había sido predicador protestante, y mezcló ideas no restauradas en su sermón. Con sabiduría, el élder Hyde respondió a José: “Las recibiré agradecidamente.”
José, el élder Hyde y todos los demás estaban al tanto de las profecías de un contemporáneo llamado William Miller, quien había predicho que la segunda venida del Salvador ocurriría el 3 de abril de 1843, al día siguiente de la conferencia. El élder Hyde habló sobre lo que Juan 14:23 y 1 Juan 3:2 decían al respecto.
José predicó dos veces en la conferencia de estaca, ofreciendo correcciones a Hyde, respondiendo a la pregunta de William Clayton sobre la relatividad del tiempo y corrigiendo la predicción de Miller acerca de la Segunda Venida. William Clayton registró las enseñanzas de José en su diario, y luego Willard Richards las copió en el diario de José. Algunas de estas enseñanzas fueron aclaradas y preparadas para su publicación en el periódico de la Iglesia en la década de 1850, y finalmente añadidas en la edición de 1876 de Doctrina y Convenios.
La sección 130 comienza aclarando Juan 14:23, que profetiza que el Salvador se manifestará y revelará a su Padre Celestial. José enfatizó, en contraste con lo que sugirió el élder Hyde, que la aparición del Padre y del Hijo es literal. Ellos son Dioses exaltados, con cuerpo; la designación de Padre Celestial no es un eufemismo, y la relación social sellada aquí perdurará en la eternidad solo con “gloria eterna, la cual gloria no poseemos ahora” (DyC 130:2).
A partir del versículo 4, José responde a una pregunta que William Clayton le planteó sobre la relatividad del tiempo dependiendo de la cercanía a Dios. José declaró que el tiempo es relativo, pero que todos los ángeles que ministran en nuestra tierra han vivido o vivirán en esta tierra. Actualmente, los ángeles moran con Dios “en un globo semejante a un mar de fuego y vidrio” donde no existe el tiempo, ya que “el pasado, presente y futuro… están continuamente ante el Señor” (DyC 130:7). José enseñó que esta tierra se convertirá en un reino celestial, una gran piedra vidente en la cual sus habitantes podrán contemplar los reinos de menor gloria. Aún más emocionante, cada persona que entre en este reino recibirá una “piedra” personal como medio de aprendizaje y progreso eterno.
A partir del versículo 12, José profetiza la Guerra Civil estadounidense basándose en su revelación de diciembre de 1832 (véase la sección 87). Rechaza profetizar específicamente la fecha de la segunda venida del Salvador, habiendo aprendido la lección de una oración ferviente anterior, a la cual el Señor respondió con ambigüedad intencional, dejándole a José “incapaz de decidir” (DyC 130:16).
Uno de los resultados de la sección 130 es la aclaración de lo que no sabemos: el momento de la segunda venida del Salvador. No obstante, la sección no deja duda de que José era un verdadero profeta. Supo por revelación la naturaleza de la Guerra Civil estadounidense mucho antes de que sucediera. Como escribió el élder Neal A. Maxwell: “El Profeta José y las revelaciones confirman que Dios vive en un ‘ahora eterno’, donde el pasado, presente y futuro están continuamente ante Él. No está limitado por las perspectivas del tiempo como nosotros lo estamos.”
Los versículos 18–21 enseñan principios revelados en las secciones 51, 58, 88, 93 y en otros lugares, sobre la relación entre la ley de Dios, el albedrío individual y el crecimiento. La inteligencia se adquiere eligiendo obedecer diligentemente las leyes de Dios. Esta es una de las enseñanzas más profundas y exaltadoras de José.
Los dos últimos versículos aclaran la naturaleza de la Trinidad. En la conferencia, José centró sus enseñanzas en el Espíritu Santo. Dijo: “El Espíritu Santo es un personaje, y una persona no puede tener el personaje del E.S. en su corazón. El hombre puede tener los dones del E.S., y el E.S. puede descender sobre un hombre, pero no permanecerá con él.” Más tarde, historiadores de la Iglesia y apóstoles en la década de 1850 enmendaron el texto para aclarar de manera más explícita la naturaleza corporal del Padre y del Hijo.
La sección 130 captura vislumbres de las amplias enseñanzas de Nauvoo de José Smith. En los últimos años de su vida, José estaba enseñando ordenanzas del templo a santos selectos y principios relacionados al cuerpo general de los santos. Parte de la sección 130 consiste simplemente en respuestas fascinantes a preguntas de personas curiosas, pero está entretejida con enseñanzas del templo, incluyendo la naturaleza eterna de las relaciones sociales, la exaltación del hombre a la imagen de Dios, el templo celestial, la progresión eterna y el crecimiento por grados de conocimiento o inteligencia basado en la obediencia a las leyes de Dios. — por Steven C. Harper
Contexto adicional por Casey Paul Griffiths
El 1 de abril de 1843, José Smith viajó a Ramus, Illinois. Ramus era el hogar de su hermana Sophronia McCleary y de otros amigos como Benjamin Johnson. En el viaje lo acompañaron William Clayton, uno de sus escribas, y el apóstol Orson Hyde. A la mañana siguiente de su llegada, Orson Hyde se dirigió a los santos en Ramus, utilizando 1 Juan 3:2 y Juan 14:3 como base de su discurso. Ambos pasajes hablan de llegar a la presencia del Salvador.
1 Juan 3:2 dice: “Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es.”
Juan 14:3 declara: “Y si me voy y os preparo lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis.”
Después de compartir las Escrituras, el élder Hyde afirmó: “Es nuestro privilegio tener al Padre y al Hijo morando en nuestros corazones.”
La historia de José Smith registra: “Almorzamos con mi hermana Sophronia McCleary; cuando le dije al élder Hyde que iba a ofrecer algunas correcciones a su sermón de esta mañana, él respondió que serían recibidas con gratitud.” José Smith procedió a predicar a los santos tanto en la reunión de la tarde como en la de la noche. Doctrina y Convenios 130:1–7 se recibió durante la reunión de la tarde, mientras que los versículos 18–23 se dieron en su discurso nocturno. En algún momento del día, José también hizo varias “observaciones sobre la doctrina” relacionadas con los eventos previos a la Segunda Venida de Jesucristo.
William Clayton tomó notas de estos sermones y de otras conversaciones sostenidas durante el viaje, ampliando y aclarando los diálogos mientras los escribía. Después del viaje, Willard Richards copió las notas de Clayton en el diario de José Smith. Las notas originales de William Clayton ya no existen, pero, basándonos en otros discursos que él transcribió, lo más probable es que este sea un relato preciso de lo que el Profeta enseñó en Ramus.
Estas declaraciones seleccionadas de José Smith se publicaron por primera vez en el Deseret News el 9 de julio de 1856. Doctrina y Convenios 130 se incluyó por primera vez en la edición de 1876 de Doctrina y Convenios.
Véase “Historical Introduction,” Appendix 2: William Clayton, Journal Excerpt, 1–4 April 1843.
Doctrina y Convenios 130:1
“La apariencia del Salvador cuando vuelva a la tierra”
El Señor reveló por medio del profeta José Smith que Su venida será literal, visible y personal. No regresará como un espíritu invisible ni como una fuerza simbólica, sino tal como ascendió al cielo: como un hombre glorificado, con un cuerpo resucitado de carne y huesos. Su aspecto será familiar, lleno de majestad y poder, pero también reconocible para los suyos, tal como lo fue para Sus discípulos después de la resurrección.
Esta verdad reafirma la realidad física de la resurrección y la naturaleza tangible del reino celestial. Cristo, el Hijo de Dios, venció la muerte no solo para sí mismo, sino para todos los hombres, y Su regreso con un cuerpo glorificado será el cumplimiento de esa promesa eterna.
Saber que el Salvador volverá con cuerpo tangible y glorioso nos invita a prepararnos espiritualmente para reconocerlo. Su venida no será un misterio para los fieles, sino una manifestación de poder y amor. Cada vez que vivimos de manera digna de Su presencia —guardando convenios, sirviendo y esperando con fe—, nos preparamos para aquel día en que todo ojo le verá y cada rodilla se doblará ante Él, el Dios viviente que volverá en la misma forma en que partió: como nuestro Redentor resucitado y Señor eterno.
Versículos 1–2
Conocimiento eterno y sociedad celestial
La misma sociedad que disfrutamos aquí, basada en principios de rectitud, se disfrutará en la vida eterna. Todo conocimiento y principio que adquiramos ahora mediante diligencia y obediencia será para siempre.
José Smith enseñó que la vida eterna no será un estado de aislamiento ni de desconocimiento, sino la continuidad perfeccionada de la sociedad y del conocimiento que adquirimos en esta vida. Las relaciones justas, los lazos de amor y los principios de rectitud que cultivamos aquí permanecerán con nosotros más allá del velo. La sociedad celestial será una proyección glorificada de la sociedad terrenal, pero edificada sobre principios eternos.
Estos versículos también recalcan que el conocimiento adquirido con diligencia y obediencia es eterno. A diferencia de las posesiones materiales, que se quedan atrás al morir, cada principio de verdad que asimilamos y cada grado de inteligencia que obtenemos nos acompañará en la resurrección. En otras palabras, el aprendizaje espiritual y moral es un tesoro que jamás se pierde.
La doctrina aquí revelada conecta directamente con el plan de salvación: la exaltación no consiste simplemente en existir en la presencia de Dios, sino en vivir en una comunidad celestial de familias, amigos y santos unidos en amor y rectitud. Al mismo tiempo, se nos enseña que la preparación para esa gloria comienza ahora, en el esfuerzo constante por adquirir conocimiento verdadero y vivir conforme a principios eternos.
En resumen, estos versículos nos recuerdan que la eternidad será una extensión de la vida presente: lo que cultivemos en rectitud aquí —conocimiento, relaciones, principios— será lo que disfrutaremos glorificado en la presencia de Dios.
Doctrina y Convenios 130:2
“La misma sociabilidad que existe entre nosotros aquí existirá entre nosotros allá, sólo que estará acompañada de gloria eterna, gloria que ahora no poseemos.”
Los hombres y las mujeres son criaturas sociales, y no pueden realizar plenamente su potencial hasta que se abren a las relaciones con los demás en la sociedad.
Si un miembro de la Iglesia, por ejemplo, llegara a estar tan cautivado con el estudio de las Escrituras que pasara largos periodos de tiempo a solas y comenzara a ver a otras personas como distracciones o interrupciones a cosas “más importantes”, estaría edificando sobre arena movediza.
Las Escrituras afirman que cuanto más llegamos a ser como nuestro Maestro, más centrados en las personas nos volvemos.
El apóstol Pablo enseñó que una de las señales del crecimiento espiritual es el “fruto del Espíritu” (Gálatas 5:22):
esas cualidades, dones y manifestaciones que evidencian nuestro amor creciente por los hijos de nuestro Padre y nuestro profundo deseo de servirles.
El cielo será cielo aquí y en la eternidad, no sólo por el poder y la gloria que poseeremos, sino principalmente por la continuación de las dulces asociaciones que desarrollamos en este segundo estado.
En una revelación llena de ternura y esperanza, el profeta José Smith enseñó: “La misma sociabilidad que existe entre nosotros aquí existirá entre nosotros allá, sólo que estará acompañada de gloria eterna, gloria que ahora no poseemos.” (Doctrina y Convenios 130:2). Estas palabras abren una ventana al cielo y nos muestran que la vida eterna no consiste en la soledad ni en la abstracción espiritual, sino en la continuidad glorificada de nuestras relaciones más puras y queridas.
El profeta estaba enseñando que el Reino Celestial no será un lugar de almas aisladas, sino de familias y amigos eternamente unidos. El cielo no es un cambio de identidad, sino una plenitud de comunión. Lo que hoy sentimos cuando amamos, servimos o nos sacrificamos por otros, es apenas un reflejo terrenal del gozo que allí se vivirá en su máxima expresión. En el cielo, las relaciones santas no se disuelven; se perfeccionan.
La naturaleza misma del hombre y la mujer es social, porque fueron creados a imagen de un Dios que vive en relaciones perfectas de amor y unidad. En la Deidad encontramos el modelo supremo de sociabilidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, tres seres distintos pero uno en propósito, poder y gloria. De igual manera, los hijos e hijas de Dios sólo alcanzan su plenitud al vivir en armonía, sirviéndose mutuamente y compartiendo sus dones.
El apóstol Pablo enseñó que el crecimiento espiritual verdadero se manifiesta en el “fruto del Espíritu”: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza (Gálatas 5:22). Cada uno de estos frutos florece únicamente en el terreno de la relación con los demás. No se desarrollan en el aislamiento, sino en el roce diario de la vida compartida. Por eso, aquel que busca la santidad no se aparta del mundo para evitar a las personas, sino que se aproxima más a ellas con el amor de Cristo.
El evangelio restaurado nos enseña que el progreso eterno es inseparable del amor eterno. La exaltación no se logra en soledad, sino en compañía: esposo y esposa sellados para siempre; padres e hijos unidos por convenios; amigos y hermanos compartiendo la gloria del Reino. En palabras del profeta, “la misma sociabilidad” —esa calidez que sentimos en los hogares justos, en la hermandad de los santos, en la amistad sincera— existirá allá, pero con una gloria purificada y perfecta.
Por eso, cada acto de bondad, cada relación edificada sobre principios de fe, cada momento de amor sincero, es una preparación para la eternidad. Estamos ensayando, aquí y ahora, la vida celestial.
El cielo será cielo no sólo por la luz y la majestad que lo llenarán, sino porque en él nos reencontraremos con los que amamos, y porque allí el amor no tendrá límites ni fin. En verdad, la gloria eterna es, ante todo, la glorificación del amor.
Doctrina y Convenios 130:3
“La interpretación correcta de Juan 14:23”
El Salvador prometió que Él y Su Padre vendrían a morar con aquellos que lo aman y guardan Sus mandamientos. Muchos interpretan esas palabras como una metáfora del consuelo espiritual que proviene del Espíritu Santo; sin embargo, el profeta José Smith enseñó que esta promesa debe entenderse de manera literal. El Padre y el Hijo, siendo seres glorificados y tangibles, pueden manifestarse personalmente a los fieles cuando así lo disponga Su voluntad.
Esta revelación resalta la naturaleza personal y real de nuestra relación con la Deidad. Dios no es una abstracción ni una fuerza impersonal: es un Ser glorioso que puede revelarse a Sus hijos. La promesa de Su visita es el mayor galardón del discipulado fiel: una comunión directa con el Padre y el Hijo, fruto de la pureza, la obediencia y la devoción perfecta.
Comprender esta promesa de manera literal eleva nuestro concepto de santidad. No se trata solo de sentir la influencia del Espíritu, sino de prepararnos para la presencia misma de Dios. Cada acto de obediencia, cada esfuerzo por purificar el corazón y santificar la vida, nos acerca a ese privilegio sublime. Así como el Señor visitó a los profetas antiguos, puede también manifestarse a quienes le aman y guardan Su palabra, porque Él es el mismo ayer, hoy y por los siglos.
Versículo 3
Dios revela conocimiento de manera progresiva
El Señor no da conocimiento completo de inmediato; las cosas se revelan línea por línea, precepto por precepto, a fin de que podamos crecer gradualmente en inteligencia.
José Smith dejó en claro que el conocimiento de las cosas divinas no llega de golpe ni en su plenitud desde el principio. El Señor, en Su sabiduría, establece un patrón: enseñar “línea por línea, precepto por precepto”. Esta manera de revelar la verdad refleja tanto la misericordia como el orden divino. Si se nos mostrara todo de inmediato, nuestra mente y nuestro espíritu no podrían soportarlo; pero al recibir la luz de manera gradual, aprendemos a asimilarla, aplicarla y crecer.
Este principio nos recuerda que la revelación es progresiva. Dios no oculta la verdad arbitrariamente, sino que la administra conforme a nuestra preparación, obediencia y capacidad espiritual. Así como un niño aprende primero lo básico antes de avanzar a conocimientos más profundos, también nosotros somos guiados poco a poco hacia una mayor inteligencia.
Doctrinalmente, esto enseña que el conocimiento celestial no es solo acumulación intelectual, sino experiencia vivida en obediencia. Cada mandamiento guardado, cada principio practicado, abre la puerta para recibir más luz. La progresión espiritual, por tanto, está ligada inseparablemente a la fidelidad.
En la práctica, estos versículos nos invitan a tener paciencia con nuestro propio crecimiento y con el proceso de revelación personal. Si perseveramos, Dios nos llevará de una chispa de luz a una gloria mayor, hasta que un día podamos comprender en plenitud las cosas celestiales.
Doctrina y Convenios 130:3
“La manifestación del Padre y del Hijo, en [Juan 14:23], es una aparición personal; y la idea de que el Padre y el Hijo moran en el corazón del hombre es una vieja noción sectaria, y es falsa.”
El Espíritu de Dios puede venir sobre nosotros y morar en nosotros; pero debido a que el Padre y el Hijo son seres físicos, no pueden morar personalmente en nuestros corazones.
Una vez que cultivamos el espíritu de revelación en nuestras vidas (el Primer Consolador) y demostramos, mediante el sacrificio, que estamos dispuestos a darlo todo por el reino de Dios, entonces el Señor asegura nuestra salvación.
A partir de allí, nos abrimos a la posibilidad de revelación adicional con los primeros y segundos miembros de la Deidad.
“Si alguno me ama, guardará mis palabras; y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada con él”
(Juan 14:23; véase también el v. 21; Teachings of the Prophet Joseph Smith, págs. 149–150).
Esta bendición trascendental no es, sin embargo, algo que podamos producir o provocar por nosotros mismos;
ocurrirá “en el debido tiempo de Dios, a su manera y conforme a su propia voluntad” (DyC 88:68).
En una época en que las ideas religiosas del mundo cristiano estaban envueltas en confusión teológica, el profeta José Smith trajo claridad celestial a una de las preguntas más fundamentales de la fe: ¿cómo se manifiestan el Padre y el Hijo al ser humano? Su respuesta, registrada en Doctrina y Convenios 130:3, corta de raíz una creencia popular de su tiempo: “La idea de que el Padre y el Hijo moran en el corazón del hombre es una vieja noción sectaria, y es falsa.”
Con estas palabras, el profeta no negaba la cercanía divina, sino que afirmaba la realidad tangible de la Deidad. En un mundo dominado por conceptos místicos e incorpóreos de Dios, José Smith declaró que el Padre y el Hijo son seres reales, con cuerpos glorificados y tangibles, y que Su presencia personal se manifiesta literalmente, no simbólicamente. El Espíritu Santo —el Tercer Miembro de la Trinidad— es quien puede morar dentro de nosotros, porque es un ser de espíritu y Su función es precisamente esa: comunicar la mente y la voluntad del Padre y del Hijo al corazón humano.
Esta enseñanza tiene implicaciones profundas. Nos recuerda que Dios no es una abstracción ni una fuerza impersonal, sino un Ser cercano y accesible, con quien podemos tener una relación personal y progresiva. Al cultivar el espíritu de revelación —al que el profeta llamó el Primer Consolador—, el creyente se prepara para recibir más luz y conocimiento, y para llegar, en el debido tiempo de Dios, a una comunión más plena con la Deidad.
El Salvador prometió a Sus discípulos: “Si alguno me ama, guardará mis palabras; y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada con él.” (Juan 14:23). José Smith explicó que esta “morada” no es una metáfora emocional, sino una manifestación literal y gloriosa del Padre y del Hijo a aquellos que han sido completamente purificados mediante la obediencia, el sacrificio y la fe. No es algo que el hombre pueda provocar por sí mismo; ocurre “en el debido tiempo de Dios, a su manera y conforme a Su propia voluntad” (DyC 88:68).
El proceso espiritual que conduce a esa manifestación es gradual. Primero recibimos el Espíritu Santo, que nos santifica y enseña. Luego, mediante la fidelidad constante y la total consagración, llegamos a ser dignos de la presencia del Señor, quien asegura nuestra salvación y nos prepara para recibir mayores bendiciones. Así, el evangelio se revela como un camino ascendente de luz: del Espíritu al Hijo, y del Hijo al Padre.
Esta doctrina restaura la visión original del cristianismo: un Dios real que se da a conocer a seres reales. Nos enseña que el cielo no está distante ni inaccesible, sino que se acerca progresivamente a quienes caminan en santidad. Y nos recuerda que el amor de Dios no consiste solo en sentimientos internos, sino en relaciones personales y glorificadas con Seres divinos que viven, se comunican y obran por el bienestar eterno de Sus hijos.
Por tanto, aunque el Padre y el Hijo no moren literalmente en nuestro corazón, Sus palabras, Su voluntad y Su amor sí pueden hacerlo, mediante el poder viviente del Espíritu. Y si perseveramos fielmente, llegará el día en que Su presencia deje de ser un anhelo espiritual y se convierta en una realidad gloriosa y eterna.
Doctrina y Convenios 130:4–7
“La relatividad del tiempo ante Dios”
En estos versículos el Señor reveló a José Smith un principio sublime: el tiempo, tal como lo entendemos los mortales, no es una constante universal, sino una percepción limitada. Para Dios, que es un Ser de luz y gloria, lo pasado, lo presente y lo futuro están “continuamente delante de Él”. Lo que para nosotros sucede en secuencia —nacimiento, vida y muerte; historia y profecía—, para el Eterno es un solo presente. Su visión no está sujeta al reloj ni a la rotación de un planeta; abarca la eternidad como si fuera un instante.
A la luz de las Escrituras y de las revelaciones modernas, esta enseñanza anticipa lo que siglos después la ciencia apenas comenzaría a vislumbrar: la relatividad del tiempo y del espacio. El concepto de un continuum espacio-tiempo, donde ambos elementos se entrelazan, armoniza sorprendentemente con la revelación que enseña que el Señor circunda “todas las cosas… y todas las cosas están delante de Él” (D. y C. 88:41). Dios no está limitado por dimensiones; las trasciende, percibiendo el universo con una conciencia perfecta e inmediata.
Esta comprensión cambia la manera en que vemos nuestra vida y nuestras oraciones. Para el Señor, no hay pasado que olvidar ni futuro incierto: Él ve nuestro ser completo —lo que fuimos, somos y llegaremos a ser— todo en un mismo panorama de amor y propósito. Cuando confiamos en Su tiempo, aunque para nosotros parezca lento o distante, debemos recordar que Su eternidad no se mide por relojes humanos. Su respuesta llega siempre “a tiempo”, porque Su tiempo es perfecto. Y en ese eterno presente de Dios, nuestras decisiones de hoy ya están entrelazadas con las bendiciones que Él preparó desde antes de la fundación del mundo.
Versículos 4–7
El Padre y el Hijo tienen cuerpo tangible
Se enseña que el Padre y el Hijo poseen cuerpos de carne y hueso glorificados y tangibles, mientras que el Espíritu Santo es un personaje de espíritu. Gracias a esta diferencia, el Espíritu puede morar en nosotros.
En estos versículos, José Smith ofrece una de las verdades más claras y definitorias de la teología restaurada: la naturaleza corporal de Dios el Padre y de Su Hijo Jesucristo. A diferencia de la tradición cristiana predominante en su tiempo, que concebía a la Deidad como incorpórea o inmaterial, el profeta enseña que el Padre y el Hijo poseen cuerpos glorificados de carne y hueso, tangibles y perfectos. Esto reafirma la doctrina de que el hombre fue creado a la imagen de Dios, no solo en espíritu, sino también en forma y en naturaleza eterna.
La diferencia con el Espíritu Santo también se explica con claridad. Él es un personaje de espíritu, y es precisamente esta condición la que le permite morar en el corazón y en la mente de los hijos de Dios. Si tuviera un cuerpo físico, su influencia estaría limitada a un lugar en particular; pero siendo espíritu, puede comunicarse con los justos en cualquier momento y en todo lugar, extendiendo la revelación y el consuelo divino de manera universal.
Estos versículos también nos recuerdan que la Deidad actúa en perfecta unidad de propósito, aunque en formas distintas. El Padre y el Hijo, con cuerpos resucitados y gloriosos, gobiernan en majestad y poder; el Espíritu Santo, en su condición espiritual, desciende para testificar de Ellos y guiar al hombre en su progreso hacia lo eterno.
Doctrinalmente, esta enseñanza es crucial porque corrige concepciones erróneas sobre la naturaleza de Dios. No es un ser abstracto ni incomprensible, sino un Padre real, con un cuerpo glorificado, cercano a Sus hijos y comprensible en Su semejanza con nosotros. Al mismo tiempo, nos recuerda que la presencia y la voz de Dios pueden estar con nosotros a través del Espíritu Santo, quien actúa como nuestro constante compañero y maestro.
Doctrina y Convenios 130:5
“Los ángeles que ministran en la tierra y de dónde vienen”
El Señor reveló que los ángeles que ministran a los hombres no proceden de mundos lejanos ni desconocidos, sino de este mismo planeta. Son espíritus de hombres y mujeres que han vivido en la tierra, han cumplido con fidelidad sus convenios y ahora ministran desde el mundo de los espíritus o desde estados glorificados de existencia. En otras palabras, los ángeles que sirven a la humanidad son nuestros propios hermanos y hermanas, padres, profetas y amigos, enviados nuevamente a cumplir misiones sagradas bajo la autoridad divina.
José Smith explicó que los ángeles son seres resucitados o trasladados —“varones hechos perfectos”— que poseen cuerpos de carne y huesos, o espíritus justos que, sin cuerpo, sirven a favor de los vivos. Esta enseñanza muestra la continuidad del plan de salvación: la muerte no interrumpe el servicio al Señor, sino que amplía su alcance.
Saber que los ángeles que nos rodean son seres que han pasado por la mortalidad llena de consuelo y esperanza nuestra fe. Ellos comprenden nuestras luchas, pues alguna vez caminaron el mismo sendero. Sus ministerios testifican que el amor y la obra de Dios no terminan con la muerte. También nos enseña que, si permanecemos fieles, nosotros mismos podremos algún día ser enviados como mensajeros de luz a bendecir a otros. Así se cumple el gran principio eterno de que en el Reino de Dios, todo servicio justo continúa más allá del velo, y los lazos de amor y ministerio nunca se rompen.
Doctrina y Convenios 130:6–8
“Dónde viven los ángeles de Dios y cómo es ese lugar”
Los ángeles de Dios habitan en la presencia del Todopoderoso, en un reino de luz, conocimiento y perfecta armonía. No viven en un mundo distante e inaccesible, sino en una esfera celestial donde todo refleja la gloria de su Creador. Allí, en la plenitud de la luz divina, los ángeles contemplan la obra de Dios sin velo alguno; lo pasado, lo presente y lo futuro se hallan ante ellos como un solo eterno “ahora”.
El Señor reveló que la morada celestial es como un gran Urim y Tumim, una fuente de conocimiento perfecto donde toda verdad se manifiesta. En ese ámbito, los ángeles sirven como mensajeros, consejeros y guardianes, actuando bajo la dirección del Padre y del Hijo. Su entorno no es de materia oscura ni de distancia física, sino de pureza, inteligencia y gloria —una prolongación misma de la presencia de Dios.
Esta visión del hogar de los ángeles nos invita a elevar nuestra propia vida hacia esa esfera de luz. El Señor desea que cada uno de Sus hijos llegue un día a habitar en Su presencia, rodeado de esa misma claridad espiritual donde nada está oculto y todo conocimiento es luz. Cada acto de rectitud, cada búsqueda sincera de verdad y cada esfuerzo por santificarnos nos acerca más a ese estado. Caminar en la luz ahora es prepararnos para vivir eternamente donde moran los ángeles: en la presencia resplandeciente de Dios.
Versículo 8–9
El cielo y la tierra renovada
El lugar donde mora Dios es un planeta, y la tierra será transformada en un reino celestial para llegar a ser la morada de los justos en la eternidad.
En estos versículos, José Smith rompe con las concepciones abstractas y místicas que muchos tenían acerca del cielo y de la morada de Dios. El profeta enseña que el lugar donde vive Dios es real, tangible, un planeta glorificado, un mundo donde Él gobierna en perfección y gloria. Esta verdad nos recuerda que la eternidad no es un estado nebuloso o simbólico, sino una realidad física y concreta, organizada y gobernada bajo leyes divinas.
Al mismo tiempo, se revela que nuestra propia tierra tiene un destino grandioso: será transformada y celestializada para llegar a ser la morada eterna de los justos. En el día de la renovación, este planeta, que ahora gime bajo la corrupción y el pecado, será purificado por el fuego, transfigurado y convertido en un reino celestial, un hogar eterno para aquellos que hayan vivido dignamente el evangelio de Jesucristo.
Doctrinalmente, este pasaje subraya dos principios:
- La eternidad es material y organizada: los mundos donde habitan Dios y los justos son planetas reales, exaltados en gloria.
- La tierra misma tiene un destino eterno: no será destruida ni descartada, sino transformada en un mundo celestial, cumpliendo así su propósito en el plan de salvación.
Estas enseñanzas nos llenan de esperanza, porque revelan que el lugar donde vivimos hoy será también el escenario glorificado donde moraremos con Dios si permanecemos fieles. La promesa de una tierra renovada y santificada reafirma que el evangelio no solo busca salvar a los individuos, sino redimir toda la creación.
Doctrina y Convenios 130:9
“El destino de la tierra y de los que morarán en ella”
El Señor reveló que esta tierra, que hoy soporta corrupción y dolor, será algún día purificada, renovada y celestializada. Cuando eso ocurra, dejará de ser un mundo caído y se transformará en un reino glorioso, semejante al sol, lleno de luz, conocimiento y santidad. En ese estado perfecto, la tierra misma será el hogar eterno de los justos —de aquellos que han hecho y guardado convenios sagrados y que, por medio de la expiación de Cristo, han sido perfeccionados.
Brigham Young enseñó que la tierra, en su condición celestial, será transparente como un mar de vidrio, reflejando la pureza y la gloria de Dios. Los que moren en ella contemplarán todas las cosas —pasadas, presentes y futuras— y participarán plenamente de la inteligencia divina. Así, el planeta que hoy es un campo de pruebas se convertirá en una morada de dioses y santos, restaurado a su posición original en la presencia del Padre y del Hijo.
El destino glorioso de la tierra nos recuerda que nuestro propósito aquí no es simplemente sobrevivir, sino prepararnos para reinar con Cristo en un mundo santificado. Cada acto de obediencia, cada esfuerzo por vivir en pureza, contribuye a esa transformación final. Si nos consagramos al Señor, seremos parte de la tierra celestial, no solo como habitantes, sino como herederos de Su luz. La promesa de una tierra renovada nos inspira a purificar nuestro corazón ahora, para que cuando llegue ese día glorioso, estemos listos para habitar en ella como seres de luz, en la presencia eterna de nuestro Dios.
Doctrina y Convenios 130:10
“El destino de todos los seres celestializados”
El destino glorioso de los seres celestializados es llegar a poseer toda la plenitud de la luz, el conocimiento y la gloria de Dios. Aquellos que alcanzan la exaltación no solo habitan en la presencia del Padre y del Hijo, sino que participan de Su misma naturaleza divina, comprendiendo todas las cosas —tanto las de su propio reino como las de órdenes inferiores. En ese estado perfecto, cada ser exaltado recibe su propio Urim y Tumim, simbolizado por la “piedrecita blanca” mencionada en este versículo, por medio de la cual se revelan las verdades eternas y las leyes de los mundos superiores.
Esta “piedrecita” representa la plenitud del conocimiento divino: un medio celestial mediante el cual el alma glorificada continúa aprendiendo, creando y progresando eternamente. En ella se reflejan los secretos de la eternidad, revelando que en el reino celestial no hay estancamiento, sino continuo crecimiento, comprensión y comunión con Dios.
El Señor nos prepara ahora para ese futuro glorioso. Cada convenio hecho y guardado, cada ordenanza del templo, cada acto de fidelidad, nos aproxima a ese estado de plenitud. Las llaves que abrimos en la casa del Señor son el preludio de las puertas eternas que un día se abrirán ante los fieles. Comprender esto nos invita a ver el templo no solo como un edificio sagrado, sino como el umbral de la eternidad. Allí recibimos las claves del conocimiento celestial que, si permanecemos fieles, nos acompañarán más allá del velo y nos permitirán llegar a ser —como el Padre— seres de luz, sabiduría y gloria sin fin.
Versículos 10–11
La piedra blanca y la revelación personal
A los fieles se les dará una piedra blanca (Apocalipsis 2:17) con un nuevo nombre. Esa piedra será un medio para recibir revelaciones y conocer cosas más allá de la comprensión humana.
El profeta José Smith retoma la imagen simbólica de Apocalipsis 2:17 y la amplía con revelación moderna. A los fieles, en la eternidad, se les entregará una piedra blanca que contendrá un nuevo nombre. Este nombre no es un simple título, sino una clave de identidad eterna y un símbolo de la íntima relación entre el individuo y Dios. Representa pureza, victoria y la aceptación divina en la presencia del Señor.
Pero el profeta añade algo más: esa piedra no solo será un emblema, sino también un instrumento de revelación personal. Servirá como un medio para acceder a un conocimiento más allá de lo que la mente humana puede comprender en la mortalidad. Es decir, la exaltación incluye no solo la presencia de Dios, sino también un aumento de capacidad para recibir luz, entendimiento y comunicación divina.
Doctrinalmente, este pasaje enseña:
- El conocimiento eterno es individualizado: cada fiel recibirá un nombre nuevo, que refleja su lugar único en la eternidad.
- La revelación nunca se detiene: incluso en la vida celestial, habrá medios sagrados para seguir aprendiendo y creciendo en inteligencia.
- Los símbolos del evangelio tienen una realidad futura: lo que aparece como figura en Apocalipsis se convierte en promesa concreta en la Restauración.
Estos versículos nos invitan a ver la salvación no solo como un estado de gloria, sino como una experiencia continua de aprendizaje y de acercamiento a Dios. La piedra blanca es, en esencia, un recordatorio de que la relación con nuestro Padre es personal, eterna y llena de luz reveladora.
Versículo 12
La Segunda Venida no será antes de 1890
Se aclara que José Smith recibió la revelación de que si vivía hasta esa fecha, vería la venida del Hijo del Hombre. Como no vivió, la profecía mostró que el acontecimiento no sería antes de ese tiempo.
En este versículo, José Smith aclara un detalle importante respecto a la Segunda Venida de Jesucristo. El Señor le reveló que, si él llegaba a vivir hasta el año 1890, entonces vería la venida del Hijo del Hombre. Sin embargo, como el profeta fue martirizado en 1844, la revelación quedó establecida como un límite temporal: el acontecimiento no ocurriría antes de esa fecha.
Esta enseñanza refleja cómo el Señor, en Su sabiduría, puede dar señales y marcos de tiempo sin revelar el día exacto de los eventos futuros. La revelación fue precisa en cuanto a una condición: si José vivía, lo presenciaría; como no fue así, quedó claro que la Segunda Venida no se daría en ese lapso.
Doctrinalmente, este versículo nos recuerda varias cosas:
- Dios tiene un calendario divino que no siempre se ajusta a nuestras expectativas humanas.
- Las revelaciones pueden darse en términos condicionales, según la obediencia, las circunstancias y la voluntad del Señor.
- La Segunda Venida es segura, pero su tiempo exacto permanece oculto, y los fieles deben vivir en preparación constante en lugar de especulación.
Este pasaje también muestra la humanidad del profeta: José anhelaba saber sobre el regreso de Cristo, tal como lo hacemos nosotros, y el Señor le respondió en un marco limitado, sin revelar todo. Así aprendemos que el propósito de las revelaciones no es saciar la curiosidad, sino fortalecer la fe y la preparación continua.
Doctrina y Convenios 130:12–13
“El comienzo de las dificultades en la Carolina del Sur”
Once años después de haber recibido la profecía de la Sección 87, el profeta José Smith volvió a sentir la misma impresión espiritual: el conflicto entre el Norte y el Sur de los Estados Unidos era inminente. El Señor le reveló nuevamente que las tensiones que se originarían en Carolina del Sur —el mismo punto de inicio señalado en 1832— desencadenarían una guerra devastadora. Esta revelación, registrada en 1843, fue una confirmación divina de que la palabra del Señor se cumpliría al pie de la letra, aunque los hombres no lo creyeran.
En aquel momento, la amenaza de guerra parecía lejana y la nación se hallaba en una aparente calma. Pero el profeta, sensible al Espíritu, percibió los cimientos de una crisis moral y política que pronto sacudiría a la nación entera. Menos de dos décadas después, estalló la Guerra Civil estadounidense, exactamente como el Señor lo había revelado.
Las profecías del Señor siempre se cumplen, aunque a veces su cumplimiento parezca demorado. Dios ve los eventos antes de que sucedan, y advierte a Su pueblo para que esté preparado espiritual y moralmente. Las dificultades en Carolina del Sur simbolizan cómo las divisiones, la injusticia y la falta de arrepentimiento conducen inevitablemente a la destrucción. En nuestras vidas, podemos evitar nuestras propias “guerras civiles” internas si atendemos las advertencias del Espíritu y permitimos que la humildad y la obediencia reinen en nuestros corazones antes de que los conflictos se desaten.
Versículos 13–15
El tiempo de la venida de Cristo permanece desconocido
A pesar de la revelación anterior, el Señor no ha revelado el día ni la hora de Su venida. Incluso los ángeles del cielo no lo saben, solo el Padre.
José Smith explica que, aunque recibió luz en cuanto a que la Segunda Venida no ocurriría antes de cierto tiempo, el día y la hora del regreso de Cristo siguen siendo un misterio divino. El Señor no ha revelado ese conocimiento a los hombres, ni siquiera a los ángeles del cielo. Solo el Padre lo sabe, y permanece reservado en Su sabiduría.
Este pasaje resalta un principio clave: el propósito de Dios no es que especulemos con fechas ni que fijemos plazos, sino que vivamos en constante preparación espiritual. Lo importante no es saber cuándo ocurrirá, sino estar listos para recibir al Salvador en cualquier momento.
Doctrinalmente, estos versículos nos enseñan:
- El tiempo exacto de la Segunda Venida está oculto — Dios guarda ese conocimiento para sí mismo, y ninguna especulación humana puede revelarlo.
- La preparación es más importante que la predicción — los santos no deben perderse en cálculos, sino en cultivar fe, obediencia y rectitud.
- La confianza en Dios es esencial — aunque no conozcamos los detalles del calendario divino, podemos confiar en que el Señor cumple todas Sus promesas.
Este recordatorio pone fin a las ansias de curiosidad sobre el “cuándo” y nos dirige al “cómo”: cómo estamos viviendo hoy, cómo preparamos nuestro corazón, y cómo permanecemos fieles para estar entre aquellos que recibirán al Señor con gozo cuando llegue Su hora.
Doctrina y Convenios 130:14–17
“¿Cuándo retornará Jesús a la tierra?”
A lo largo de la historia, los fieles han anhelado conocer el día y la hora del regreso del Salvador. Sin embargo, tanto en la antigüedad como en los últimos días, el Señor ha enseñado que ese conocimiento pertenece sólo al Padre. Ni los ángeles del cielo ni los profetas sobre la tierra saben el momento exacto. Lo que sí ha revelado son las señales —cósmicas, espirituales y sociales— que precederán Su glorioso retorno, para que los fieles puedan reconocer los tiempos y prepararse.
El profeta José Smith oró fervientemente para saber cuándo vendría el Señor, y recibió una respuesta velada pero significativa: si vivía hasta los ochenta y cinco años, vería “la faz del Hijo del Hombre”. Aunque el Profeta no interpretó esto como una promesa literal de que la Segunda Venida ocurriría entonces, comprendió que el evento estaba aún distante, pues debían cumplirse muchas profecías: la restauración de Judá, la reconstrucción de Jerusalén y de su templo, la renovación de la tierra y los grandes trastornos naturales y espirituales que anunciarían Su llegada.
El Señor no busca que especulemos sobre fechas, sino que vivamos en constante preparación. Las señales de Su venida no son para satisfacer la curiosidad, sino para despertar la fe. La verdadera pregunta no es cuándo vendrá el Salvador, sino cómo nos encontrará cuando venga. Si vivimos de modo que Su regreso no nos sorprenda, sino que nos halle sirviendo fielmente, entonces no importará el día ni la hora: estaremos listos para reconocer Su luz cuando aparezca en el oriente y cubra toda la tierra con gloria.
Versículos 16–17
La inteligencia como tesoro eterno
Cualquier principio de inteligencia o conocimiento que adquiramos en esta vida, mediante diligencia, se levantará con nosotros en la resurrección. El conocimiento es un tesoro que trasciende la muerte.
En estos versículos, José Smith enseña un principio glorioso: la inteligencia y el conocimiento que adquirimos en esta vida no se pierden con la muerte, sino que se levantan con nosotros en la resurrección. A diferencia de las posesiones materiales o los honores terrenales, que se quedan atrás, el conocimiento verdadero es un tesoro eterno que acompaña al alma más allá del velo.
El profeta subraya que esta inteligencia no se limita al aprendizaje académico, sino que abarca todo principio de verdad adquirido por medio de la diligencia, la obediencia y la revelación. En otras palabras, cada esfuerzo por aprender lo que es justo y verdadero tiene un eco eterno.
Doctrinalmente, aquí se manifiestan varias verdades:
- El aprendizaje es parte esencial del plan de salvación — la vida terrenal es una escuela eterna en la que cada principio de luz nos prepara para grados mayores de gloria.
- El conocimiento engrandece al alma — lo que cultivamos en rectitud ahora será parte de nuestro ser en la eternidad, dándonos capacidad y gloria adicionales.
- La búsqueda de inteligencia es un mandamiento divino — no solo una actividad útil en la mortalidad, sino un deber sagrado que determina nuestra preparación para la vida eterna.
Estos versículos nos motivan a valorar el aprendizaje espiritual y secular como parte de nuestra preparación eterna. El verdadero discípulo de Cristo no solo se esfuerza por ser justo, sino también por ser sabio, pues el conocimiento santificado es poder eterno.
Doctrina y Convenios 130:18–19
“…se levantará con nosotros en la resurrección”
El Señor enseñó que todo conocimiento, inteligencia y principio de verdad que adquiramos en esta vida nos acompañará en la resurrección. Nada de lo que aprendamos o desarrollemos con rectitud se pierde; al contrario, se convierte en parte de nuestro ser eterno. Las habilidades espirituales e intelectuales que cultivamos ahora son los cimientos de nuestra gloria futura. Esta vida, entonces, no es solo una prueba, sino una escuela eterna donde cada lección asimilada tiene consecuencias perdurables.
El élder Albert E. Bowen explicó que el progreso espiritual no ocurre por casualidad, sino por obediencia a leyes eternas. Quien se esfuerza diligentemente en la vida presente —disciplinando su mente, dominando sus pasiones, desarrollando fe y sabiduría— se hallará en clara ventaja en la vida venidera. Por otro lado, quien desperdicia sus oportunidades aquí, hallará limitaciones más allá del velo, pues la eternidad amplifica lo que libremente hemos cultivado o descuidado.
Cada día de esta vida es una inversión en la eternidad. El Señor no nos pide perfección instantánea, sino esfuerzo constante. Cada verdad comprendida, cada talento santificado, cada principio aplicado en justicia “se levantará con nosotros en la resurrección”. Así, aprender y obedecer en la vida mortal no solo nos prepara para el futuro, sino que nos define eternamente. En realidad, la resurrección no nos transformará en algo distinto de lo que hemos llegado a ser; simplemente revelará con claridad quiénes somos realmente ante Dios.
Versículo 18–19
El conocimiento como poder en el mundo venidero
El grado de conocimiento que poseamos determinará la ventaja y el poder que tengamos sobre otros en la eternidad. Por eso el aprendizaje y la obediencia son eternos.
José Smith enseña en estos versículos que el conocimiento no es solo un recurso para la vida terrenal, sino un poder eterno. Todo principio de verdad que adquiramos aquí, y que sea aplicado en justicia, se levantará con nosotros en la resurrección. Pero el profeta va más allá: declara que el grado de conocimiento que poseamos determinará la ventaja y el poder que tengamos en el mundo venidero.
Esto significa que la eternidad no será un estado estático, sino una condición de progreso continuo, donde la inteligencia acumulada en la vida mortal se convierte en gloria y capacidad eterna. Aquellos que hayan sido diligentes en aprender y obedecer tendrán un grado de luz y poder mayor que los que hayan sido negligentes.
Doctrinalmente, estos versículos revelan tres principios clave:
- La obediencia y el conocimiento van de la mano — no basta acumular información; la verdadera inteligencia se obtiene cuando aplicamos la verdad en nuestra vida.
- El conocimiento santificado es poder eterno — en la vida venidera, el grado de inteligencia adquirida determinará la gloria, la capacidad y la posición de cada uno.
- La diligencia en aprender es una ley eterna — los que sean flojos o indiferentes pierden oportunidades, mientras que los diligentes se preparan para un futuro glorioso.
Este pasaje nos recuerda que buscar conocimiento no es un fin egoísta ni temporal, sino un mandato divino con consecuencias eternas. Cada esfuerzo por aprender, cada verdad vivida, cada principio aplicado en rectitud, nos coloca en un sendero de mayor poder y gloria en la eternidad.
Doctrina y Convenios 130:19
“Si una persona adquiere más conocimiento e inteligencia en esta vida mediante su diligencia y obediencia que otra, tendrá tanto más ventaja en el mundo venidero.”
La verdadera inteligencia se refleja en adquirir luz y verdad (DyC 93:36).
Se manifiesta cuando vivimos con diligencia en obediencia a la verdad.
La inteligencia —definida como la aplicación justa del conocimiento— es mucho más que títulos académicos o la acumulación de información y hechos.
Gran parte del conocimiento de este mundo carece de valor.
La inteligencia es la verdad y la luz de Dios; consiste en saber poner primero las cosas más importantes, en vivir de acuerdo con el nuevo y eterno convenio.
Esta inteligencia divina proviene de la obediencia a los mandamientos de Dios y de la diligencia en ser fieles a la verdad y permanecer cerca de la Iglesia.
La luz y la verdad de la inteligencia abandonan el poder del adversario (DyC 93:37) y están entre las pocas cosas que permanecerán con nosotros cuando muramos.
Quienes se aplican en esta vida con fidelidad y sinceridad a buscar luz y verdad obtendrán mayores ventajas en el mundo venidero.
Entre las joyas doctrinales reveladas en los últimos años de la vida del profeta José Smith, brilla esta verdad eterna: “Si una persona adquiere más conocimiento e inteligencia en esta vida mediante su diligencia y obediencia que otra, tendrá tanto más ventaja en el mundo venidero.” (Doctrina y Convenios 130:19). En una sola frase, el Señor revela el principio que rige tanto la educación espiritual como el progreso eterno: el conocimiento verdadero no se mide por lo que sabemos, sino por lo que somos capaces de vivir.
El mundo valora el intelecto como acumulación de datos, títulos y logros, pero el evangelio enseña una perspectiva infinitamente más elevada: la inteligencia divina es luz y verdad (DyC 93:36). No se adquiere en los libros ni en las aulas solamente, sino en el corazón obediente que busca comprender y aplicar la voluntad de Dios. José Smith enseñó que “la inteligencia se gana por la obediencia,” pues cada mandamiento guardado amplía nuestra capacidad de entender las cosas de Dios y nos acerca más a Su mente infinita.
Esta enseñanza introduce una ley celestial: el progreso espiritual es proporcional a la diligencia y obediencia con que vivimos. No basta con aprender las verdades del evangelio; debemos vivirlas. La verdadera educación del alma ocurre cuando la luz recibida se convierte en acción, cuando la doctrina se transforma en carácter. Así, la inteligencia no es sólo saber lo que es bueno, sino hacer el bien de manera constante y con propósito.
El Señor reveló que la luz y la verdad “abandonan al maligno” (DyC 93:37). Esto significa que mientras más nos llenamos de conocimiento espiritual, menos poder tiene el adversario sobre nosotros. La ignorancia —especialmente la espiritual— es una de las armas más eficaces del enemigo, porque lo que no comprendemos, no podemos valorar; y lo que no valoramos, no defendemos. En cambio, quien busca luz y verdad, con fe y constancia, se convierte en un ser de discernimiento y poder, capaz de resistir las tinieblas del mundo.
El conocimiento divino no termina con la muerte. De hecho, la inteligencia y la verdad que adquirimos aquí son los tesoros que nos acompañarán al más allá. Las posesiones, los títulos y los honores del mundo quedarán atrás, pero la sabiduría celestial —esa comprensión interior de las cosas de Dios— continuará con nosotros, otorgándonos una “ventaja en el mundo venidero.” Así, cada día de estudio, oración, servicio y obediencia se convierte en una inversión eterna.
Buscar inteligencia, entonces, no es una búsqueda fría del intelecto, sino un acto de consagración. Cada vez que abrimos las Escrituras con humildad, que obedecemos una inspiración, que procuramos entender la voluntad del Señor y aplicarla en nuestras vidas, estamos desarrollando la inteligencia celestial que nos acercará a la perfección.
El evangelio nos enseña que la gloria de Dios es la inteligencia; y si esa gloria ha de ser nuestra herencia, debemos comenzar a adquirirla aquí y ahora. Quienes vivan con diligencia, fidelidad y amor por la verdad, no sólo brillarán en este mundo, sino que resplandecerán eternamente en el venidero, pues habrán aprendido la más alta lección de todas: que la verdadera inteligencia no consiste en saber mucho, sino en llegar a ser como Dios.
Doctrina y Convenios 130:20–21
“De qué ley dependen todas las bendiciones de Dios”
En esta revelación, el Señor declara una verdad universal e inmutable: todas las bendiciones de Dios están condicionadas a la obediencia a las leyes sobre las cuales se basan. No hay favoritismo en los cielos; cada promesa divina está ligada a un principio eterno, y cuando se cumple ese principio, la bendición se derrama inevitablemente. Así opera la justicia perfecta de Dios, cuyo amor no anula Su ley, sino que la sostiene.
El presidente Marion G. Romney enseñó que la perfección y la exaltación no dependen de circunstancias externas, sino de la observancia individual de esas leyes celestiales en la vida diaria. Cada mandamiento —desde la Palabra de Sabiduría hasta la caridad— encierra una promesa específica, y el conjunto de todas esas obediencias conduce al don supremo: la vida eterna. De esta manera, el Evangelio no es un misterio arbitrario, sino un conjunto de leyes divinamente reveladas que producen resultados eternos cuando se viven con fidelidad.
Comprender este principio nos da poder espiritual y responsabilidad personal. No necesitamos esperar milagros caprichosos; las bendiciones de Dios son seguras cuando cumplimos las condiciones establecidas. Si deseamos paz, debemos vivir la ley de la rectitud; si anhelamos revelación, debemos obedecer la ley de la pureza; si aspiramos a la exaltación, debemos vivir todas las leyes del Evangelio. Así, la obediencia no es una carga, sino el camino seguro hacia la libertad y la plenitud. En el reino de Dios, cada ley obedecida abre una puerta de luz, y cada bendición recibida es el testimonio de Su fidelidad eterna.
Versículos 20–21
Las bendiciones se reciben por ley
Todo don y bendición de Dios se recibe en base a una ley eterna. Si obedecemos la ley, la bendición se cumple; si no, se nos niega.
En estos versículos, el profeta José Smith enseña un principio fundamental que rige tanto en la tierra como en el cielo: toda bendición que recibimos de Dios está sujeta a una ley eterna. No existen bendiciones arbitrarias ni favores caprichosos de parte del Señor. Él ha establecido leyes universales, y cuando Sus hijos las obedecen, las bendiciones correspondientes se cumplen de manera segura.
La fórmula es sencilla y justa:
- Si obedecemos la ley, recibimos la bendición prometida.
- Si desobedecemos la ley, la bendición se retiene.
Este principio refleja el perfecto orden de Dios y Su imparcialidad. Él no hace acepción de personas, sino que ofrece Sus dones bajo las mismas condiciones para todos. La justicia y la misericordia se armonizan en este sistema: cada quien es responsable de su obediencia y, por ende, de las bendiciones que recibe.
Doctrinalmente, estos versículos nos recuerdan tres verdades poderosas:
- El universo espiritual funciona por leyes eternas — las promesas de Dios son inmutables y seguras.
- La obediencia es la clave de toda bendición — no hay atajos, pues cada don celestial responde a un principio de rectitud.
- La responsabilidad personal es absoluta — las bendiciones que dejamos de recibir no son por falta de amor divino, sino por nuestra falta de obediencia.
Estos versículos nos invitan a confiar en la fidelidad de Dios: si cumplimos con Su ley, podemos esperar con certeza Sus bendiciones. La obediencia, entonces, no es solo un deber, sino la llave que abre las puertas del cielo.
Doctrina y Convenios 130:20–21
“Hay una ley irrevocablemente decretada en el cielo antes de los cimientos de este mundo, sobre la cual se basan todas las bendiciones; y cuando obtenemos alguna bendición de Dios, es por obediencia a la ley sobre la cual se basa.”
Las bendiciones se reciben mediante la obediencia a la ley.
Sea la ley del día de reposo, del diezmo, de la castidad u otras leyes, las bendiciones llegan a quienes obedecen la primera ley del cielo: la obediencia.
Si guardamos los mandamientos y cumplimos la ley, se nos promete la bendición (DyC 82:10).
Dios no miente ni engaña:
“¿Quién soy yo, dice el Señor, que haya prometido y no haya cumplido?” (DyC 58:31).
Sus bendiciones son seguras:
“El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama será amado de mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él” (Juan 14:21).
Las bendiciones de Dios —grandes o pequeñas— se dan a quienes colocan su voluntad sumisamente sobre el altar de Dios.
Algunas bendiciones llegan pronto, otras llegan después, pero todas llegan a los que obedecen.
Pocas verdades reveladas son tan absolutas, tan firmes y tan llenas de esperanza como la que el Señor declaró al profeta José Smith en Doctrina y Convenios 130:20–21: “Hay una ley irrevocablemente decretada en el cielo antes de los cimientos de este mundo, sobre la cual se basan todas las bendiciones; y cuando obtenemos alguna bendición de Dios, es por obediencia a la ley sobre la cual se basa.” Con estas palabras, el Señor nos revela que Su reino no opera por azar, favoritismo o capricho, sino por leyes eternas, fijas e inmutables.
Desde antes de la creación, Dios estableció un orden divino que gobierna tanto los cielos como la tierra. Nada ocurre fuera de ese orden. Cada bendición espiritual o temporal está ligada a una ley correspondiente, y la obediencia a esa ley activa las promesas eternas. Así, la relación entre Dios y Sus hijos es de perfecta justicia y absoluta confiabilidad. No hay arbitrariedad en el cielo; sólo causa y efecto, ley y bendición, obediencia y recompensa.
Esta doctrina nos revela también el carácter perfecto de Dios: Él no puede mentir ni fallar en Sus promesas. “¿Quién soy yo, dice el Señor, que haya prometido y no haya cumplido?” (DyC 58:31). La fidelidad de Dios es tan firme como Su trono; si cumplimos nuestra parte, Él cumplirá la Suya. De allí el consuelo de Su promesa en Doctrina y Convenios 82:10: “Yo, el Señor, estoy obligado cuando hacéis lo que os digo; mas cuando no hacéis lo que os digo, ninguna promesa tenéis.”
Obedecer no es someterse a un tirano, sino participar del orden divino que da origen a la felicidad. Cada mandamiento es una llave, y cada llave abre una puerta de poder y paz. La ley del diezmo abre la puerta a la prosperidad espiritual; la ley del día de reposo, a la renovación del alma; la ley de castidad, a la pureza del corazón; y la ley de consagración, a la plenitud de la gloria celestial. Cada principio del evangelio es un pacto, y cada pacto trae consigo una promesa segura.
Las bendiciones de Dios no siempre llegan cuando las esperamos, pero siempre llegan cuando las merecemos. Algunas son inmediatas, como la paz que acompaña al arrepentimiento; otras se reservan para el futuro, como la exaltación eterna. Pero el Señor no olvida a los que Le sirven con fidelidad. En Su sabiduría perfecta, Él determina el tiempo y la manera en que cada bendición se cumplirá.
Esta revelación también enseña que la fe y la obediencia están inseparablemente unidas. Creer en Dios sin obedecer Sus leyes es como sembrar sin regar. La fe verdadera se demuestra en la acción. Cada vez que obedecemos un mandamiento, estamos expresando nuestra confianza en que Dios cumplirá Su palabra, y esa confianza nos coloca dentro del alcance de Sus promesas.
Por eso, el discípulo de Cristo aprende a obedecer no por miedo, sino por amor. “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama,” declaró el Salvador (Juan 14:21). La obediencia amorosa abre las puertas del cielo y atrae el poder de Dios en nuestra vida.
En resumen, esta ley irrevocable nos enseña que las bendiciones no se mendigan: se reclaman mediante la obediencia. Dios no cambia; Sus promesas son seguras. Cuando colocamos nuestra voluntad en el altar y vivimos conforme a Sus mandamientos, podemos caminar con la certeza de que —aunque tarde o temprano— la recompensa llegará, porque en el reino de Dios toda bendición tiene una causa, y toda causa justa tiene su recompensa eterna.
Versículo 22
Tema: La naturaleza del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo
El Padre y el Hijo tienen cuerpos tangibles de carne y hueso. El Espíritu Santo, en cambio, es espíritu, para poder habitar en nosotros.
En este versículo, José Smith declara con absoluta claridad una de las verdades más distintivas de la Restauración: la naturaleza real y tangible de la Deidad. El profeta enseña que Dios el Padre y Su Hijo Jesucristo poseen cuerpos glorificados de carne y hueso, perfectos e inmortales. Esto significa que la Deidad no es una fuerza abstracta, una energía invisible o un ser etéreo, como se concebía en muchas tradiciones cristianas de la época, sino seres personales, glorificados y semejantes al hombre.
La enseñanza corrige siglos de confusión doctrinal: cuando la Biblia declara que el hombre fue creado a la imagen de Dios (Génesis 1:26–27), lo dice en sentido literal. Nuestro cuerpo físico refleja la forma eterna de nuestro Padre Celestial.
En contraste, el Espíritu Santo es un personaje de espíritu. Gracias a su condición, puede morar en el corazón de los hijos de Dios, inspirar, consolar y guiar. Si tuviera un cuerpo físico, su influencia estaría limitada a un solo lugar en un momento dado; pero al ser espíritu, puede extender Su testimonio e influencia de manera universal.
Doctrinalmente, este versículo reafirma:
- La naturaleza corpórea y glorificada de Dios — el Padre y el Hijo son seres tangibles, reales, con quienes podemos tener una relación personal.
- La misión única del Espíritu Santo — su condición espiritual le permite ser el compañero constante de los fieles, llevando luz y verdad a todo corazón que lo reciba.
- La cercanía de Dios con el hombre — somos Sus hijos literales, creados a Su imagen y semejanza, y destinados a llegar a ser como Él.
Este pasaje es una de las revelaciones más revolucionarias de la Restauración, porque devuelve a la humanidad una visión clara y esperanzadora de Dios: no un ser distante e incomprensible, sino un Padre real, amoroso y glorificado, acompañado de Su Hijo Jesucristo y del Espíritu Santo que mora en nosotros.
Doctrina y Convenios 130:22
“El Padre tiene un cuerpo de carne y huesos tan tangible como el del hombre; así también el Hijo; pero el Espíritu Santo no tiene un cuerpo de carne y huesos, sino que es un personaje de Espíritu. Si no fuera así, el Espíritu Santo no podría morar en nosotros.”
Hay tres seres distintos en la Deidad.
El Padre y el Hijo son seres resucitados con cuerpos de carne y huesos; y cuando se manifiestan, se les ve como hombres exaltados.
Siglos de confusión doctrinal y especulación fueron aclarados en la primavera de 1820, cuando el joven José Smith vio “a dos Personajes, cuyo resplandor y gloria desafían toda descripción, de pie sobre mí en el aire. Uno de ellos me habló, llamándome por mi nombre, y dijo señalando al otro: Este es mi Hijo Amado. ¡Escúchalo!” (José Smith—Historia 1:17).
El tercer miembro de la Deidad, el Espíritu Santo, es un personaje de espíritu y no posee un cuerpo tangible de carne y huesos.
A veces, el término Espíritu Santo se usa para referirse al poder o don de ese miembro de la Deidad, más que a su Persona literal.
Los tres Personajes están unidos como uno solo: uno en espíritu, en mente, en inteligencia y verdad, y en todos los atributos divinos.
La sublime revelación contenida en Doctrina y Convenios 130:22 constituye una de las declaraciones más claras y trascendentes de toda la teología cristiana restaurada. Durante siglos, el mundo religioso debatió, confundido, la naturaleza de la Deidad: ¿eran tres dioses o uno solo? ¿Eran personas distintas o manifestaciones de una misma esencia? Aquello que filósofos y teólogos intentaron definir mediante el razonamiento humano fue finalmente aclarado por la revelación divina.
En una arboleda sagrada, un joven buscador de verdad contempló la realidad que cambiaría para siempre el entendimiento del cielo: vio a Dios el Padre y a su Hijo Jesucristo, dos Personajes separados, resplandecientes, glorificados y con cuerpos tangibles. Esa visión no fue un símbolo ni una metáfora: fue la restauración de la verdad eterna de que el Padre y el Hijo son seres personales, reales y exaltados.
La doctrina restaurada enseña que el Padre y el Hijo poseen cuerpos glorificados de carne y huesos, resucitados y perfectos, pero el Espíritu Santo —el tercer miembro de la Trinidad— es un personaje de espíritu. Gracias a esa condición espiritual, Él puede morar en el corazón de los hombres, santificar el alma, consolar en el dolor y revelar toda verdad. Si poseyera un cuerpo físico, su influencia no podría llenar el universo ni penetrar el alma humana.
Y, sin embargo, aunque son tres seres distintos, los tres están perfectamente unidos. No por fusión de identidad, sino por absoluta armonía de propósito. Son uno en amor, en poder, en conocimiento y en voluntad. El Padre gobierna, el Hijo redime, y el Espíritu Santo testifica. Así se manifiesta la perfecta unidad divina que sostiene toda la creación.
Esta revelación enseña que la divinidad no es una abstracción filosófica, sino una familia celestial. El hombre, creado a la imagen del Padre y del Hijo, tiene un destino glorioso: llegar a ser como Ellos. Comprender esta verdad cambia nuestra relación con Dios; deja de ser una idea lejana y se convierte en una aspiración viva. El conocimiento de que el Padre tiene un cuerpo, que el Hijo vive resucitado y que el Espíritu mora en nosotros, nos recuerda que no somos polvo perdido en el universo, sino hijos e hijas de un Dios literal, personales y eternos, que un día podremos volver a ver, tal como lo vio José Smith: cara a cara, y llenos de su gloria.
Comentario final
La sección 130 es una de las más profundas y reveladoras de José Smith, pues abre un panorama claro sobre la naturaleza de Dios, la eternidad y el destino del hombre. En ella, se nos recuerda que la vida futura no es un misterio abstracto ni un estado nebuloso, sino la continuación glorificada de esta vida, basada en el conocimiento, la obediencia y las relaciones eternas.
El profeta enseña que la sociedad celestial será la misma que cultivemos aquí en justicia; que todo principio de inteligencia adquirido mediante diligencia se levantará con nosotros, y que el grado de conocimiento determinará la gloria y el poder que recibiremos en la eternidad. La vida mortal, entonces, es una preparación: no solo para vivir dignamente, sino también para aprender, crecer y acumular luz que será eterna.
Otro aspecto fundamental de esta revelación es la descripción clara de la naturaleza de la Deidad. El Padre y el Hijo poseen cuerpos de carne y hueso, glorificados y tangibles, semejantes al hombre. Esta enseñanza rompe con siglos de concepciones erróneas y devuelve al evangelio su carácter literal y esperanzador: Dios es nuestro Padre real, cercano y comprensible. El Espíritu Santo, en cambio, es espíritu, lo que le permite morar en nosotros y ser nuestro guía constante.
La sección también habla del planeta en que mora Dios y del destino glorioso de nuestra propia tierra, que será celestializada para ser la morada de los justos. Además, nos recuerda que la Segunda Venida permanece en los tiempos del Padre, y que la verdadera preparación no consiste en calcular fechas, sino en vivir en santidad y constante fidelidad.
En su conjunto, D. y C. 130 es una invitación a:
- Ver a Dios como un ser real y tangible, y no como un misterio inalcanzable.
- Entender que el conocimiento es un tesoro eterno y que nuestra diligencia presente determinará nuestra gloria futura.
- Reconocer que las bendiciones de Dios se reciben por ley, en base a nuestra obediencia y fidelidad.
- Vivir preparados para la venida de Cristo, no con especulación, sino con fe y rectitud diaria.
En conclusión, esta sección nos recuerda que el evangelio de Jesucristo no es simbólico ni meramente espiritual: es real, literal, tangible y eterno. Dios nos invita a crecer en inteligencia, a obedecer Sus leyes y a prepararnos para heredar un futuro glorioso en Su presencia, en un mundo celestializado donde las relaciones, el conocimiento y la luz nunca tendrán fin.























