Doctrina y Convenios
Sección 132
La sección 132 trata del matrimonio eterno como la llave de la exaltación, la autoridad del sellamiento y el nuevo y sempiterno convenio, incluyendo la explicación del principio de la pluralidad de esposas en el contexto histórico de la Restauración.
Contexto histórico y trasfondo
Resumen breve por Steven C. Harper
La sección 132 es cielo e infierno, exaltación y condenación, lo mejor y lo peor de Doctrina y Convenios. Hizo que José F. Smith sintiera que debía calificarla. “Cuando se escribió la revelación, en 1843,” explicó,
“fue para un propósito especial, a petición del Patriarca Hyrum Smith [padre de José F.] y no fue entonces diseñada para darse a conocer a la Iglesia o al mundo. Es muy probable que, de haberse escrito con la intención de salir como doctrina de la Iglesia, se habría presentado de una forma algo diferente.”
Dijo que incluía cosas profundamente personales que se dirigían a su contexto inmediato pero que no eran relevantes “para el principio mismo.”
José F. estaba en lo correcto. La sección 132 trata sobre el matrimonio, específicamente el de José con Emma Hale. ¿Perduraría más allá de la muerte? ¿Perduraría siquiera otra semana? Esas eran las preguntas de José en julio de 1843. La revelación las responde de manera condicional. José tenía esas preguntas porque años antes había recibido respuestas a dos preguntas sobre la Biblia. El versículo 1 reitera la pregunta de José acerca de la práctica bíblica —y aparentemente adúltera— de la poliginia, es decir, tener más de una esposa al mismo tiempo, como Abraham, Isaac, Jacob y otros. La otra pregunta provino de Mateo 22:30, donde Jesús enseña que “en la resurrección ni se casarán ni se darán en casamiento, sino serán como los ángeles de Dios en el cielo.”
La respuesta a esta última fue una noticia maravillosa: quienes hagan y guarden el convenio nuevo y sempiterno del matrimonio serán exaltados. Pero la respuesta a la primera pregunta fue más de lo que José anticipaba. El Libro de Mormón prohibía el matrimonio plural a menos que el Señor mandara lo contrario (Jacob 2:28–30). Las propias revelaciones de José declaraban que el adulterio era una abominación y prometían castigo. “Con estas prohibiciones grabadas en sus propias revelaciones, José se debatía con el mandamiento de tomar esposas plurales. ¿Qué pasaba con las maldiciones y la destrucción prometidas a los adúlteros? ¿Qué pasaba con el corazón de su tierna esposa?”
Aunque empezó a obedecerlo unos años después, José no se atrevió a escribir la revelación hasta que las duras doctrinas pusieron tal tensión en su matrimonio con Emma, en el verano de 1843, que decidió escribirla con la esperanza de que la ayudara. Entró en un matrimonio plural con Fanny Alger en la década de 1830, aunque no duró. Luego, entre inicios de 1841 y otoño de 1843, José fue sellado a aproximadamente treinta mujeres. Alrededor de un tercio ya estaban casadas en ese tiempo. Como señaló el historiador Richard Bushman: “Nada confunde más la imagen del carácter de José Smith que estos matrimonios plurales.” Y añade: “¿Qué lo impulsó a una práctica que ponía en riesgo su vida y su obra, sin mencionar su relación con Emma?”
En ocasiones, Emma reunió la voluntad para consentir algunos de los sellamientos, pero luego su voluntad se quebraba. Había abandonado a sus padres y hermanos para casarse y seguir a José. Creía en él tanto como cualquiera y había hecho sacrificios monumentales por su fe. Pero esta prueba era abrahámica. Todo lo que tenía era a José, y eso era suficiente para compensar todo lo que había dejado atrás, pero ahora se le pedía compartirlo. No lo haría de buena gana, al menos no de manera constante. Sin embargo, durante un período de disposición, en mayo de 1843 ella y José fueron sellados juntos.
En julio, Emma luchaba por reconciliarse con la revelación. José y Hyrum deliberaron sobre qué hacer por ella y decidieron escribir la revelación y ver si ayudaba. William Clayton, secretario de José, escribió la revelación mientras José la dictaba con Hyrum presente en la oficina de José en su tienda de Nauvoo. Tomó casi tres horas y diez páginas, tras lo cual William la leyó de vuelta a José para asegurar precisión. Hyrum, optimista, la llevó a Emma, quien la rechazó. Clayton confió en su diario que José “parece muy preocupado por E[mma].”
Para septiembre, Emma nuevamente se había reconciliado con la revelación, y ella y José recibieron las ordenanzas culminantes de exaltación que la sección 132 describe de manera esotérica en los versículos 7 y 19. José estaba decidido a que, si iba a romperle el corazón a Emma para obedecer un mandamiento, no la perdería eternamente. Se le oyó decir: “Nunca debéis hablar mal de Emma.”
La sección 132 es un texto extraordinariamente complejo. No solo entrelaza las respuestas a dos preguntas, sino que es la culminación de la Restauración, la más elevada de las revelaciones de exaltación (véanse las secciones 76, 84, 88, 93 y 131). Expone la plenitud del evangelio en términos enigmáticos, como si algunas de sus perlas fueran demasiado preciosas para mostrarse públicamente. Además, aunque contiene mucho que fue revelado a José anteriormente, el texto mismo de la sección 132 estuvo determinado por los acontecimientos del verano de 1843, incluyendo la oposición de Emma a los matrimonios plurales de José, una prueba desconocida que el Señor le dio, y sus preocupaciones sobre la seguridad económica de ella y sus hijos.
La sección 132 es abrahámica en todo sentido. Si eliges leerla, presta especial atención a la lógica del Señor a lo largo del texto. El matrimonio plural está destinado a ser una prueba abrahámica. La revelación concluye con la seguridad de que el Señor revelará más después (DyC 132:66). Mientras tanto, “el matrimonio plural fue la prueba más difícil de 1843,” escribió Bushman, y podría decirse con igual precisión, de la vida de José y Emma y de la vida de muchos Santos de los Últimos Días hoy. Es difícil imaginar una prueba más desgarradora para José, e incomparablemente difícil para Emma. La revelación los obligó a ellos —y a nosotros— a descubrir si confiaremos en el Dios que la dio. Eso es característico del Dios de Abraham, quien somete a sus hijos a pruebas dolorosas para “probarlos aquí, para ver si harán todas las cosas que el Señor su Dios les mandare” (Abraham 3:25).
La sección 132 nos lleva a la conclusión de que Dios requiere primero y ante todo todo nuestro corazón, antes de terminar la obra de sellarlos entre sí y exaltarlos para siempre. La misma revelación que exige un sacrificio tan extremo de Emma, después de todo, establece los términos y condiciones bajo los cuales será exaltada con José. Parece que uno de los puntos principales de la sección 132, de hecho, es asegurarle a José que él y Emma serán exaltados juntos, que a pesar de la cuña que el matrimonio plural introdujo entre ellos, el Señor los unirá eternamente. José oró específicamente en el templo de Kirtland para que Emma y sus hijos fueran exaltados. El Señor parece dispuesto a responder esa oración (DyC 109:68–69).
Cuando lo haga, no será una excepción a la ley de exaltación en DyC 132:7, 19–20. Los registros históricos muestran que José y Emma cumplieron sus términos y condiciones. Hicieron y entraron en el convenio el 28 de mayo de 1843 y recibieron la ordenanza confirmatoria que la sección 132 llama “santísima” el 28 de septiembre de 1843 (DyC 132:7). Aunque ni José ni Emma fueron perfectos, después de cumplir las condiciones sobre las cuales el Señor los exaltará, ninguno cometió el pecado imperdonable que el versículo 27 describe como la única manera de anular las bendiciones prometidas. Emma no fue excomulgada; sus ordenanzas no fueron anuladas. Ella dio a sus hijos fe en el Libro de Mormón pero culpó a Brigham Young por el matrimonio plural. Parece como si el Señor hubiera hablado DyC 132:26 específicamente para dar tranquilidad a José acerca del destino eterno de Emma. Tal vez ese conocimiento fue una “escapatoria” que José necesitaba para hacer los extremos “sacrificios” del matrimonio plural que contribuyeron a su muerte (véase la sección 135) (DyC 132:49–50).
Cuando se despidieron por última vez en la tierra, Emma pidió a José una bendición. Él estaba bajo presión y no pudo bendecirla entonces, pero le pidió que escribiera los deseos de su corazón y que él los sellaría después. Ella escribió su deseo “de honrar y respetar a mi esposo como mi cabeza, de vivir siempre en su confianza y, actuando en unísono con él, conservar el lugar que Dios me ha dado a su lado.” Escribió, en otras palabras, que quería las bendiciones prometidas en la sección 132 y que deseaba obedecer sus mandatos desafiantes. La próxima vez que Emma vio a José, él había sido asesinado. La sección 132 hace de eso un asunto menor. Les promete a ellos, y a todos los que hagan y guarden los mismos convenios: “Saldréis en la primera resurrección; y si fuere después de la primera resurrección, en la próxima resurrección; y heredaréis tronos, reinos, principados, y potestades, dominios, todas las alturas y profundidades.”
Allí está. La sección 132 es cielo e infierno, exaltación y condenación, alturas y profundidades. Tal vez debamos aprender de ella que, si nunca descendemos a las profundidades, no podemos esperar ascender a las alturas.
Contexto adicional por Casey Paul Griffiths
Doctrina y Convenios 132 contiene algunas de las revelaciones más edificantes y, a la vez, más controvertidas de José Smith. En la sección, José expone los principios del matrimonio eterno, explicando cómo el poder de sellar puede permitir que las relaciones familiares continúen más allá de la tumba. José también enseñó los principios del matrimonio plural, remitiéndose a los patriarcas justos del Antiguo Testamento, como Abraham e Israel. Estas enseñanzas se recibieron en un contexto profundamente personal de conversaciones en curso entre José Smith y su esposa Emma sobre este tema.
No conocemos los orígenes exactos del matrimonio plural en la Iglesia, aunque la evidencia sugiere que algunos de sus principios se conocían ya en 1831. Es probable que José Smith comenzara a hacer preguntas sobre la práctica mientras trabajaba en su proyecto de traducir nuevamente la Biblia. Doctrina y Convenios 132 declara directamente que José oró para saber por qué Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, David y Salomón habían practicado tener más de una esposa. El Señor respondió que Él había mandado a esos profetas a entrar en esas relaciones (DyC 132:34–38).
Durante la década de 1830, José Smith comenzó a enseñar en privado a un pequeño número de parejas santos de los últimos días que sus relaciones podrían llegar a ser eternas si permanecían fieles. William W. Phelps escribió a su esposa en 1835 acerca de “una nueva idea, Sally: si tú y yo permanecemos fieles hasta el fin, tenemos la certeza de ser uno en el Señor por toda la eternidad.” Para los primeros santos, las ideas de matrimonio eterno y matrimonio plural estaban ligadas en su mente. A fines de la década de 1830, José pudo haber tomado a su primera esposa plural, una mujer llamada Fanny Alger. Las fuentes sobre esta relación son dispersas y, como fueron relatadas por algunos participantes décadas después, deben abordarse con cautela. Sin embargo, indican que José entró en un matrimonio con el consentimiento de Fanny Alger y también de sus padres. No sabemos qué conversaciones tuvieron José y Emma acerca de esta primera unión plural. Después de que José dejó Ohio, la unión parece haber terminado, y él dejó de lado la práctica del matrimonio plural durante varios años.
José retomó la práctica después de que los santos comenzaron a establecerse en Nauvoo. A inicios de la década de 1840, José comenzó a introducir los principios del matrimonio eterno y del matrimonio plural a un pequeño grupo de asociados de confianza. Para cuando se recibió la revelación de la sección 132, José Smith ya había contraído varias uniones plurales. También continuaba conversando sobre la práctica con Emma, quien, comprensiblemente, tuvo grandes dificultades para aceptarla. Doctrina y Convenios 132 se recibió inicialmente para ayudar a Emma a comprender los principios relacionados con la práctica.
La sección 132 fue escrita a petición de Hyrum Smith, quien buscaba ayudar a Emma a entender el matrimonio plural. Hyrum también había tenido dificultades al inicio con esta nueva enseñanza, pero tras cuidadosas conversaciones y oración, llegó a convencerse de su veracidad. Hyrum ofreció ayudar a Emma a comprender los principios también. William Clayton, el escribiente de José, recordó haber estado presente cuando se registró la revelación. Anotó que el 12 de julio de 1843, José y Hyrum se sentaron en la oficina del piso superior de la Red Brick Store de José en Nauvoo. Hyrum le dijo a José: “Si escribes la revelación sobre el matrimonio celestial, la tomaré y la leeré a Emma, y creo que puedo convencerla de su veracidad, y después tendrás paz.” José sonrió y dijo: “No conoces a Emma tan bien como yo.” Hyrum pensaba que “la doctrina es tan clara que puedo convencer a cualquier hombre o mujer razonable de su veracidad, pureza y origen celestial.” José pidió a William que trajera papel para registrar la revelación.
José entonces se sentó y dictó Doctrina y Convenios 132 mientras William Clayton la escribía frase por frase. Cuando José terminó, le pidió a William que la leyera en voz alta, y declaró que estaba correcta. José comentó luego “que había mucho más que podía escribir sobre el mismo tema, pero lo escrito era suficiente por el momento.” Hyrum llevó la revelación a Emma mientras José y William esperaban en la oficina. Cuando Hyrum regresó, José le preguntó cómo había respondido Emma. Hyrum contestó que “nunca había recibido una reprimenda tan severa en su vida, que Emma estaba muy molesta y llena de resentimiento e ira.” William Clayton anotó que entonces José comentó en voz baja: “Te dije que no conocías a Emma tan bien como yo.”
Este episodio no fue la primera ni la última conversación que José tuvo con Emma sobre el tema. Su diario para el día siguiente, 13 de julio, registra: “Estuve conversando con Emma la mayor parte del día.” Emma finalmente aceptó la práctica por un tiempo, aunque luchó con ella el resto de su vida. Los desafíos relacionados con el matrimonio plural habrían sido difíciles para cualquiera. Debido al contexto personal que rodea Doctrina y Convenios 132, debe leerse con cuidado y con consideración por las personas involucradas y los problemas con los que luchaban.
El presidente José F. Smith, hijo de Hyrum Smith, aconsejó leer con cuidado Doctrina y Convenios 132 cuando dijo:
“Cuando se dio la revelación [DyC 132] en 1843, fue para un propósito especial, a petición del Patriarca Hyrum Smith, y no fue entonces diseñada para darse a conocer a la Iglesia o al mundo. Es muy probable que, de haberse escrito con la intención de salir como doctrina de la Iglesia, se habría presentado en una forma algo diferente. Hay personalidades [Emma Smith, específicamente] contenidas en una parte que no son relevantes para el principio mismo, sino para las circunstancias que requirieron que se escribiera en ese momento. José Smith, el día en que fue escrita, declaró expresamente que había mucho más relacionado con la doctrina que se revelaría en el debido tiempo, pero que esto era suficiente para la ocasión, y bastaba para ese tiempo.”
Las enseñanzas completas sobre la naturaleza del matrimonio eterno llegaron mediante las ceremonias sagradas que se encuentran en el templo. En un discurso pronunciado pocos días después de registrar la sección 132, José Smith enseñó que “un hombre debe entrar en un convenio eterno con su esposa en este mundo, o no tendrá derecho sobre ella en el venidero.” En el mismo discurso reconoció que “no podía revelar la plenitud de estas cosas hasta que el templo [estuviera] terminado.” Doctrina y Convenios 132 sirve como una introducción a esas enseñanzas, delineando los principios básicos relacionados con el poder de sellar y la duración de las relaciones eternas. La última parte de la revelación (DyC 132:51–57) está dirigida específicamente a Emma Smith y se entiende mejor si se lee en ese contexto. La naturaleza de las familias es un concepto profundamente emotivo para la mayoría de las personas y debe manejarse con cuidado.
El manuscrito original de la sección 132 fue leído por varias autoridades de la Iglesia antes de ser entregado a Emma Smith, quien lo destruyó. Sin embargo, se hizo una copia a petición del obispo Newel K. Whitney antes de que el original fuera destruido. José Kingsbury copió la revelación original. Al ver la copia, William Clayton declaró que “la copia hecha por José C. Kingsbury es verdadera y correcta en todo sentido respecto al original.” La revelación se publicó en el Deseret News en 1852. Cuando se publicó la edición de 1876 de Doctrina y Convenios, la sección 132 reemplazó un artículo anterior sobre el matrimonio, el cual fue eliminado del libro.
Doctrina y Convenios 132:1–2
“Por cuanto te has dirigido a mí”
El profeta José Smith, fiel a su costumbre de buscar la voluntad del Señor en todas las cosas, elevó una sincera oración acerca de un tema que le resultaba profundamente desconcertante: el matrimonio plural de los patriarcas del Antiguo Testamento. No comprendía por qué hombres como Abraham, Isaac, Jacob, David o Salomón parecían haber hallado favor ante Dios a pesar de prácticas que, bajo la luz de la moral cristiana moderna, parecían inaceptables. Deseoso de entender, acudió al Señor, y esta revelación fue Su respuesta.
Estas palabras iniciales —“Por cuanto te has dirigido a mí”— revelan algo más que una simple introducción: muestran la disposición del Profeta a no confiar en su propio juicio, sino a someter sus dudas y preguntas al Todopoderoso. La revelación vino como resultado de esa humildad, confirmando que la luz divina siempre se concede a quienes la buscan con fe y pureza de intención.
La experiencia de José Smith nos enseña que la revelación personal surge del deseo sincero de comprender y del hábito de acudir a Dios en oración. No siempre entenderemos de inmediato los caminos del Señor, pero si lo buscamos con verdadera intención, Él responderá a su debido tiempo. Así como el Profeta aprendió que las obras divinas trascienden las percepciones humanas, también nosotros podemos hallar respuestas cuando confiamos más en la sabiduría eterna que en la lógica del momento. La fe que pregunta humildemente es la puerta a la revelación que ilumina.
Doctrina y Convenios 132:1
“¿Qué son las concubinas?”
En los tiempos del Antiguo Testamento, la palabra concubina designaba a una esposa secundaria dentro de un sistema social estratificado. Aunque las concubinas eran esposas legítimas según la ley y costumbre de su época, no gozaban del mismo rango o privilegio que las esposas principales. Su relación con el esposo estaba reconocida y protegida legalmente, y los hijos nacidos de esas uniones eran considerados parte de la familia, aunque con derechos de herencia limitados.
El élder Bruce R. McConkie aclaró que este término se aplicaba solo dentro de las antiguas estructuras culturales y no formó parte del matrimonio plural practicado en la dispensación moderna. En la Restauración, cuando el Señor mandó la práctica del matrimonio plural por un tiempo, todas las esposas eran selladas con igualdad ante el sacerdocio, sin distinción de castas ni categorías humanas.
Esta distinción nos enseña que el Señor revela Sus leyes conforme a las circunstancias, culturas y propósitos de cada dispensación, pero Su plan eterno de matrimonio siempre busca santificar la unión entre el hombre y la mujer. La práctica de los antiguos patriarcas, aunque adaptada a su contexto, se entendía bajo convenios divinos y no meramente carnales. En la actualidad, el Señor ha establecido de manera definitiva el matrimonio monógamo como Su ley, centrado en la igualdad, la fidelidad y la exaltación eterna del hombre y la mujer sellados en Su santo templo.
Versículos 1–6
El nuevo y sempiterno convenio del matrimonio
El Señor explica que el matrimonio eterno fue instituido desde antes de la fundación del mundo y que solo mediante este convenio los hombres y mujeres pueden alcanzar la exaltación.
En estos primeros versículos, el Señor introduce una de las doctrinas más sagradas y trascendentales de la Restauración: el nuevo y sempiterno convenio del matrimonio. Declara que esta ley fue instituida desde antes de la fundación del mundo, mostrando que no es una invención reciente ni un mandamiento temporal, sino un principio eterno que pertenece al mismo orden de Dios.
El Señor enseña que, sin este convenio, el hombre y la mujer pueden recibir bendiciones, pero no pueden alcanzar la exaltación plena. El matrimonio eterno, sellado por la debida autoridad, es la llave que abre las puertas a la vida eterna, porque refleja la misma naturaleza de Dios y la continuidad de Su obra: la creación, la multiplicación eterna y la unidad perfecta en el amor divino.
Doctrinalmente, estos versículos nos revelan:
- El matrimonio eterno es esencial para la exaltación — sin él, el hombre y la mujer no pueden entrar en la plenitud de la gloria celestial.
- El convenio fue preparado desde la eternidad — forma parte del plan divino desde antes de la creación del mundo, como base de la felicidad y progreso de los hijos de Dios.
- La obediencia es requisito indispensable — el Señor declara que esta ley es un mandamiento, no una opción; recibirla con fe y fidelidad es condición para obtener las bendiciones más altas.
Este pasaje también establece un contraste claro: el que guarda este convenio alcanza tronos, principados y gloria eterna; el que lo rechaza o lo quebranta queda limitado en sus bendiciones. De esta manera, el Señor subraya la seriedad y la magnitud de este mandamiento.
En conclusión, los versículos 1–6 de la sección 132 nos recuerdan que el matrimonio eterno no es solo una institución social ni una relación temporal, sino un convenio divino y sempiterno, establecido desde la eternidad y necesario para heredar la plenitud de la vida eterna junto a nuestro Padre Celestial.
Versículos 1–6
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
Aunque el propósito principal de Doctrina y Convenios 132 es explicar la práctica del matrimonio plural (DyC 132:1–2), el Señor comenzó delineando el convenio nuevo y sempiterno, el cual incluye el matrimonio eterno. El convenio nuevo y sempiterno es un tema constante en las revelaciones de la Restauración. El convenio es antiguo, remontándose a Adán y Eva, pero también es “nuevo” en el sentido de que restaurar el convenio fue la culminación de todas las revelaciones dadas a José Smith.
En su primera aparición a José Smith en 1820, el Padre y el Hijo declararon que uno de Sus propósitos era restaurar el convenio nuevo y sempiterno. En un relato de la Primera Visión registrado por Levi Richards el 11 de junio de 1843, José Smith le dijo a Levi que él “fue a la arboleda e inquirió del Señor cuál de todas las sectas era la verdadera—[y] recibió por respuesta que ninguna de ellas lo era, que todas estaban equivocadas, y que el convenio sempiterno se había roto.”
El objetivo supremo del convenio nuevo y sempiterno es permitir que hombres y mujeres lleguen a ser como Dios y se conviertan en “herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Romanos 8:17). Cuando se efectúa bajo la debida autoridad, el matrimonio es parte de este convenio nuevo y sempiterno, que abarca todas las ordenanzas y convenios que una persona puede hacer con Dios. En una revelación dada a José Smith el día en que la Iglesia fue organizada, el Señor se refirió al bautismo como “un convenio nuevo y sempiterno, aun aquel que existía desde el principio” (DyC 22:1).
El matrimonio, el bautismo y todos los convenios y ordenanzas del evangelio son la manera en que nos acercamos al Padre y recibimos de Su plenitud (DyC 84:38). Si no recibimos estas ordenanzas, somos condenados, es decir, impedidos de progresar más en el camino hacia la exaltación. El Señor advierte tres veces en estos versículos (DyC 132:3–6) que aquellos que conocen la ley serán condenados si no la obedecen.
Doctrina y Convenios 132:4
“He aquí, te revelo un convenio nuevo y sempiterno; y si no permanecéis en ese convenio, seréis condenados; porque nadie puede rechazar este convenio y ser permitido entrar en mi gloria.”
La revelación que establece la doctrina del matrimonio eterno es una de las más significativas que Dios ha dado al hombre en esta última dispensación. En los primeros versículos de la revelación (véanse especialmente los versículos 6–8), el Señor enseña un principio vital: todas las cosas, incluyendo convenios, ordenanzas y todo acto relacionado con el Evangelio, deben efectuarse bajo la autoridad del Espíritu Santo de la Promesa y, en última instancia, ser selladas por ese Espíritu. Es decir, deben efectuarse dignamente, para que el Espíritu Santo —prometido a los santos— pueda ratificar, aceptar y poner su sello divino de aprobación sobre los convenios, permitiéndoles así tener eficacia, virtud y poder en esta vida y después de la resurrección.
Como ilustración de este principio, el Salvador escoge la doctrina y la práctica del matrimonio: sólo un matrimonio que cumpla con los criterios apropiados (realizado en el lugar correcto por la persona debidamente autorizada) llega a ser una unión eterna.
Esta solemne revelación de Doctrina y Convenios 132:4 marca uno de los momentos más profundos de la Restauración: la revelación del nuevo y sempiterno convenio del matrimonio. En ella, el Señor declara con claridad divina que este convenio no es una simple formalidad religiosa, sino una ley eterna del cielo, una condición necesaria para entrar en Su gloria y participar plenamente de la exaltación.
El Señor revela este principio con una advertencia directa: “si no permanecéis en ese convenio, seréis condenados.” La condenación, en este contexto, no significa castigo arbitrario, sino la imposibilidad de avanzar, el estar limitado en el progreso eterno por haber rechazado la ley que da acceso a la plenitud de Su gloria. En otras palabras, quien rehúsa el convenio del matrimonio eterno, rehúsa también la oportunidad de llegar a ser como el Padre, cuya naturaleza es la de un ser exaltado en unidad eterna con Su consorte divina.
En los versículos siguientes, el Señor amplía esta doctrina explicando que todas las cosas —ordenanzas, convenios, promesas y actos sagrados— deben realizarse bajo la autoridad y el sello del Espíritu Santo de la promesa. Este sello es el testimonio divino de que aquello que se ha hecho en la tierra es reconocido y ratificado en los cielos. Sin ese sello, incluso los actos religiosos más solemnes carecen de validez eterna.
El Espíritu Santo de la promesa, entonces, actúa como el testigo celestial y el garante de los convenios. Es Él quien confirma que los pactos se han hecho en justicia y que los corazones de los participantes son puros ante Dios. Sólo cuando el Espíritu pone Su sello, los convenios adquieren “eficacia, virtud y poder en esta vida y después de la resurrección.” Así, el matrimonio eterno —y por extensión, toda ordenanza del Evangelio— depende de la rectitud interior tanto como de la autoridad exterior.
El Señor escogió el matrimonio como la ilustración perfecta de este principio porque el matrimonio es el modelo divino de todas las relaciones eternas. No basta con unirse por amor o por contrato humano; el matrimonio eterno requiere que sea efectuado en el lugar sagrado —el templo— y por la autoridad del santo sacerdocio. Cuando se realiza de esa manera y es ratificado por el Espíritu Santo de la promesa, se convierte en una unión eterna, “válida cuando los muertos resuciten y el juicio eterno comience.”
Esta revelación eleva el matrimonio a la categoría de sacramento celestial: un convenio que refleja la relación eterna entre Cristo y Su Iglesia. Rechazar este convenio es rechazar la plenitud del plan de salvación; permanecer en él es abrazar la oportunidad de heredar todo lo que el Padre tiene.
El nuevo y sempiterno convenio no es, pues, una doctrina aislada, sino la culminación del Evangelio eterno. Es la vía mediante la cual el amor humano se santifica, la familia se perpetúa y el hombre y la mujer llegan a ser, literalmente, “dioses” en potencia, continuando su creación en mundos sin fin. Por eso, esta revelación no sólo enseña la naturaleza del matrimonio celestial, sino que revela la esencia misma del cielo: la unión eterna de corazones, sellada por el poder del sacerdocio, y ratificada por el Espíritu Santo de la promesa.
Doctrina y Convenios 132:3–6
“…si no lo cumples, serás condenado”
En estos versículos, el Señor declara con una claridad y severidad poco comunes la importancia del nuevo y sempiterno convenio del matrimonio. No se trata de una recomendación ni de una opción espiritual más, sino de una ley eterna de salvación exaltada. Quienes reciben la revelación de esta ley y la rechazan, no solo pierden una bendición, sino que se detienen en su progreso eterno, pues el matrimonio celestial es el camino por el cual se obtiene la plenitud de la gloria de Dios.
El presidente Spencer W. Kimball enseñó que este convenio se refiere al matrimonio sellado en el templo bajo la autoridad del sacerdocio. Solo por medio de esa ordenanza puede un hombre y una mujer heredar la exaltación y llegar a ser como el Padre Celestial. Por eso el Señor repite, en apenas cuatro versículos, Su advertencia: “tienen que obedecerla”, “nadie puede rechazar este convenio y entrar en mi gloria”, “el que reciba la plenitud de ella deberá cumplir, y cumplirá la ley”. Esta insistencia revela la urgencia divina de que Sus hijos comprendan que el matrimonio eterno no es una simple formalidad, sino el núcleo del plan de exaltación.
El convenio del matrimonio celestial nos recuerda que la exaltación es una empresa familiar. Nadie alcanza la plenitud de la gloria divina en soledad. Rechazar esta ley es rechazar la posibilidad de llegar a ser como Dios, quien vive en una unidad perfecta de amor y creación eterna. Por ello, los Santos de los Últimos Días deben mirar el matrimonio en el templo no como un rito cultural, sino como el paso más sagrado y trascendente de la vida mortal. Cumplir este convenio, preservarlo con fidelidad y santificarlo con amor es asegurar nuestra eternidad, pues sin él, como advirtió el Señor, “serás condenado”, es decir, detenido en el progreso eterno.
Doctrina y Convenios 132:4
“¿Serán condenadas las personas que no tengan la oportunidad de casarse en esta vida?”
El Señor declaró que el matrimonio celestial es una ley eterna, indispensable para alcanzar la exaltación. Sin embargo, Su justicia y misericordia aseguran que nadie será condenado por circunstancias fuera de su control. Las palabras del presidente Spencer W. Kimball ofrecen consuelo divino: aquellos que en esta vida no tuvieron la oportunidad de contraer matrimonio, pero permanecieron fieles a sus convenios y al Evangelio, recibirán en la eternidad todas las bendiciones prometidas, incluido el matrimonio eterno.
Dios no juzga por oportunidades perdidas, sino por fidelidad demostrada. Mientras algunos logran el matrimonio celestial en la mortalidad, otros —por razones ajenas a su voluntad— lo recibirán más allá del velo, en el debido tiempo del Señor. Lo importante no es cuándo se realice la ordenanza, sino cómo se vive la vida: con fe, pureza y esperanza en las promesas del Evangelio.
La verdadera condena no viene de la falta de oportunidades, sino de la falta de disposición. Quienes esperan en el Señor, permaneciendo dignos y sirviendo fielmente, hallarán su recompensa en la eternidad. Este principio nos enseña a confiar en la perfecta justicia y amor de Dios: Él conoce cada corazón y cumplirá Sus promesas a todos los que le sean fieles. En tanto, nuestra tarea es vivir con esperanza, servir con alegría y prepararnos para recibir —en el tiempo del Señor— las bendiciones del nuevo y sempiterno convenio del matrimonio.
Doctrina y Convenios 132:7
“Ser sellados por el Santo Espíritu de la promesa”
Ser sellado por el Santo Espíritu de la promesa significa recibir la aprobación divina definitiva sobre nuestras obras, convenios y ordenanzas. Es el testimonio del Espíritu Santo —quien conoce todas las cosas— de que una persona, o una ordenanza hecha en su favor, es justa, válida y aceptada por Dios, tanto en la tierra como en los cielos. Este sello espiritual constituye la ratificación celestial de que lo hecho en la autoridad del sacerdocio permanecerá en la eternidad.
El élder Bruce R. McConkie explicó que todo acto del Evangelio —el bautismo, la Santa Cena, la ordenación al sacerdocio, el matrimonio, o cualquier convenio sagrado— debe ser aprobado y sellado por el Espíritu para tener “eficacia, virtud o fuerza” más allá de la muerte. Solo lo que es ratificado por el Santo Espíritu de la promesa tiene valor eterno; todo lo demás se disuelve al final. Por eso, este sello no puede fingirse ni obtenerse por apariencia externa: solo se concede a los puros de corazón, a quienes viven en justicia, en dignidad y en fidelidad constante a sus convenios.
El principio del Santo Espíritu de la promesa nos recuerda que la verdadera validez de nuestras ordenanzas y convenios no depende solo de haberlos recibido, sino de haberlos guardado fielmente. Las llaves del sacerdocio pueden efectuar una unión o prometer una bendición, pero el Espíritu Santo es quien las sella con poder eterno. Así, cada acto de obediencia sincera, cada sacrificio hecho con rectitud, cada convenio guardado con amor, se convierte en algo permanente ante Dios. Buscar ser sellados por el Espíritu es vivir de modo que todo lo que hagamos sea digno de la aprobación del cielo —una vida pura, honesta y consagrada—, para que cuando llegue el día de la resurrección, nuestras obras sean halladas con “eficacia y virtud” ante el trono de Dios.
Doctrina y Convenios 132:7
“¿Quién tiene todas las llaves del sacerdocio?”
El Señor ha establecido un orden perfecto en Su reino: en la tierra, solo una persona a la vez posee todas las llaves del sacerdocio en su plenitud. Ese hombre es el Presidente de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, el Profeta, Vidente y Revelador. A través de él se canaliza toda autoridad que opera en la Iglesia, y ninguna ordenanza o acto sagrado es válido sin su consentimiento o delegación.
El élder William Critchlow explicó que aunque el Profeta puede delegar ciertas llaves o autoridad a otros —como los apóstoles, presidentes de templo o líderes locales—, las llaves mismas permanecen siempre en su posesión. Así se mantiene el orden divino y la unidad del sacerdocio. Las llaves son el poder de dirigir y autorizar el uso del sacerdocio, y sin ellas no puede efectuarse ninguna obra que tenga validez eterna.
Este principio nos enseña que la Iglesia del Señor no es una organización humana, sino un reino divino gobernado por revelación y autoridad celestial. Reconocer al profeta viviente como el único poseedor de todas las llaves del sacerdocio es una expresión de fe en el orden del Señor. En una época donde muchos desafían la autoridad o buscan actuar independientemente, este principio nos recuerda que el poder de Dios se manifiesta solo dentro de Su orden. Al sostener al profeta y seguir su dirección, permanecemos bajo el amparo del sacerdocio, asegurando que nuestras ordenanzas, convenios y esfuerzos en el Evangelio tengan validez eterna ante Dios.
Versículos 7–14
Tema: La autoridad del sellamiento
Se enseña que toda ordenanza que no sea sellada por la debida autoridad y registrada en la tierra y en el cielo será nula en la eternidad. Solo las ordenanzas hechas por el poder del sacerdocio eterno permanecen válidas después de la muerte.
En esta parte de la revelación, el Señor enseña un principio fundamental en el plan de salvación: la autoridad del sellamiento. Declara que todas las ordenanzas y convenios deben ser realizadas y ratificadas por la debida autoridad del sacerdocio eterno para tener validez más allá de la muerte. Si no se cumplen bajo esta autoridad, aunque puedan ser reconocidas por los hombres, en la eternidad resultan nulas y sin efecto.
El Señor recalca que en la Iglesia existe un orden divino: una cabeza y una autoridad delegada con el poder de atar en la tierra y en los cielos. Es bajo este poder —el del sacerdocio de Melquisedec en su plenitud— que se efectúan los sellamientos eternos. Todo lo demás, aunque pueda parecer religioso o sagrado, carece de eficacia en el mundo venidero.
Doctrinalmente, aquí aprendemos que:
- La autoridad es esencial en las ordenanzas — sin el sello del sacerdocio, ninguna ceremonia tiene poder eterno.
- Lo que no está atado en la tierra y en el cielo se deshace con la muerte — las relaciones, los matrimonios y hasta los pactos que no se hagan bajo esta ley terminarán al concluir la vida mortal.
- El Señor ha puesto un orden en Su casa — existe una persona designada (en tiempos de José Smith, el propio profeta) que tiene las llaves del sellamiento, y sin esas llaves ningún convenio es válido.
El Señor también aclara que todo lo que es hecho “fuera de este mundo” —es decir, fuera de Su orden y autoridad— perece con la tierra, mientras que lo que es sellado por Su poder permanece para siempre. Esto nos recuerda que el evangelio no es una tradición humana, sino un sistema eterno gobernado por leyes divinas.
En resumen, estos versículos nos enseñan que el poder del sellamiento es la clave que da permanencia eterna a las ordenanzas. Todo lo que se realice bajo ese poder será válido “en el cielo y en la tierra”; lo que no, desaparecerá con la muerte. Así, Dios asegura que Su obra se cumpla en orden, con autoridad y para la eternidad.
Versículos 7–14
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
En Doctrina y Convenios 132:7–14 el Señor enfatizó que para que cualquier convenio sea eterno, debe ser sellado por el Espíritu Santo de la Promesa. Esto incluye todas las ordenanzas del evangelio. Si un bautismo, investidura, matrimonio o cualquier tipo de convenio no es sellado por el Espíritu Santo de la Promesa, la ordenanza no tiene validez cuando estemos muertos. Ser sellado significa que los convenios se hacen eternamente vinculantes, de modo que continúan después de que la vida mortal de una persona ha terminado. Recibir este sello es, en efecto, recibir el sello de aprobación del Señor y Su bendición para que nuestros convenios perduren más allá de la tumba.
El élder David A. Bednar explicó:
“El Espíritu Santo de la Promesa es el poder ratificador del Espíritu Santo. Cuando una ordenanza, voto o convenio es sellado por el Espíritu Santo de la Promesa, queda vinculante en la tierra y en los cielos (véase DyC 132:7). Recibir esta ‘aprobación’ del Espíritu Santo es el resultado de la fidelidad, la integridad y la firmeza al honrar los convenios del evangelio ‘en [el] transcurso del tiempo’ (Moisés 7:21). Sin embargo, este sellamiento puede perderse por medio de la injusticia y la transgresión. La purificación y el sellamiento por el Espíritu Santo de la Promesa constituyen los pasos culminantes en el proceso de nacer de nuevo.”
El sello ratificador del Espíritu Santo es necesario para todas las ordenanzas del evangelio, incluido el matrimonio eterno. Deben realizarse por alguien que tenga la debida autoridad —alguien “que haya sido ungido” (DyC 132:7)— y ser selladas por el Espíritu Santo de la Promesa para que perduren en las eternidades.
Doctrina y Convenios 132:8–14
“Y todas las cosas que hay en el mundo… serán derribadas”
El Señor enseña aquí una verdad solemne: solo lo que Él establece por medio de Su ley perdura eternamente. Todo lo que los hombres construyen sin la autoridad y aprobación divina —ya sean gobiernos, instituciones, filosofías o incluso iglesias— está destinado a desaparecer. Como castillos de arena frente a la marea, las obras humanas, por brillantes o poderosas que parezcan, serán finalmente arrasadas por el paso del tiempo y la justicia de Dios.
Smith y Sjodahl enseñaron que cuando llegue el día del Señor, solo permanecerán en pie las instituciones fundadas sobre Su palabra: la Iglesia y la familia eterna. Todo lo demás se disolverá porque no fue sellado por el poder divino. Esta enseñanza revela que el Evangelio no busca simplemente reformar el mundo mortal, sino establecer en medio de él realidades que puedan sobrevivir a la muerte y continuar en la eternidad.
En un mundo que celebra lo temporal y confía en estructuras humanas, el Señor nos invita a edificar sobre fundamentos eternos. Cada vez que elegimos la obediencia a los convenios sobre las modas del momento, o priorizamos el hogar y el templo por encima del poder y el prestigio, estamos construyendo sobre la roca de Cristo. Solo lo que se funda en Él resistirá el paso del tiempo. Así, mientras todo lo terrenal será “derribado”, los que vivan conforme a la ley eterna del Evangelio permanecerán firmes, porque su vida, su familia y su fe estarán cimentadas en el Reino que nunca será destruido.
Doctrina y Convenios 132:15–18
“…si un hombre se casa… en el mundo”
El Señor enseña que los matrimonios “en el mundo”, es decir, aquellos realizados sin la debida autoridad del sacerdocio y fuera del templo, son contratos temporales. Aunque pueden traer amor, estabilidad y felicidad durante la vida mortal, su validez termina con la muerte. No tienen el poder de trascender el velo porque no fueron sellados por la ley eterna de Dios.
El presidente Spencer W. Kimball advirtió con profunda claridad que muchos, por ignorancia o descuido, confunden los contratos humanos con los convenios divinos. La diferencia es eterna. El matrimonio civil, aun siendo honorable, no puede conferir la exaltación. Solo el matrimonio sellado por el poder del sacerdocio permite que la familia continúe más allá de la tumba. Aquellos que no se sujeten a esta ley, enseñó el Señor, permanecerán en un estado de salvación, pero sin exaltación; serán “ángeles de Dios… pero no dioses”, separados y solitarios, sin la plenitud de la gloria eterna (D. y C. 132:17).
El matrimonio eterno no es una formalidad más del Evangelio, sino el corazón del plan de salvación. Las promesas de eternidad no pueden adquirirse fuera del orden divino. Por eso, el llamado del profeta Kimball resuena con poder: no dejemos pasar la oportunidad de sellar nuestro amor bajo el convenio eterno. Los sacrificios, la preparación y la pureza requeridos para entrar al templo valen toda la eternidad. Cada pareja fiel que se sella en el templo y guarda sus convenios está construyendo algo que ni la muerte ni el tiempo podrán destruir: un amor consagrado, una familia eterna y una corona de gozo perpetuo en la presencia de Dios.
Doctrina y Convenios 132:16
“La importancia de casarse ahora por la debida autoridad”
El élder James E. Talmage enseñó que después de la resurrección “ni se casarán ni se darán en casamiento”, lo que significa que el tiempo de efectuar las ordenanzas eternas del matrimonio es ahora, mientras vivimos en la mortalidad o, si no es posible, mediante las ordenanzas vicarias en esta dispensación. El matrimonio eterno requiere la autoridad del sacerdocio que tiene poder para sellar no solo por esta vida, sino también por la eternidad.
Esta enseñanza subraya que las decisiones terrenales tienen consecuencias eternas. Casarse por la debida autoridad —en el templo del Señor— no es simplemente una ceremonia sagrada, sino un acto de fe y obediencia al plan de Dios. Quienes posponen o desprecian esta oportunidad, creyendo que podrán hacerlo después, se arriesgan a perder bendiciones que solo se conceden en esta vida o mediante la obra vicaria, cuando el sellamiento es autorizado por quienes poseen las llaves del sacerdocio.
El matrimonio eterno es una invitación divina a prepararse hoy, no mañana. Cada joven adulto, cada pareja que ama y sirve al Señor, debe mirar hacia el templo como el destino natural de su amor. En un mundo que trivializa el matrimonio o lo relega a un contrato social, el Evangelio enseña que casarse por la debida autoridad es sellar el amor bajo las leyes eternas de Dios. Así, las promesas de la familia eterna comienzan ahora —en la fidelidad diaria, en la pureza del corazón y en la decisión de edificar sobre la roca del sacerdocio— y continuarán para siempre en la presencia del Señor.
Versículos 15–20
La exaltación por medio del matrimonio eterno
El matrimonio fuera de este convenio termina con la muerte. En contraste, quienes son sellados por la debida autoridad y permanecen fieles heredarán tronos, dominios, y serán dioses, porque entran en la plenitud del nuevo y sempiterno convenio.
En estos versículos, el Señor establece un contraste absoluto entre los matrimonios realizados sin la autoridad del sellamiento eterno y aquellos celebrados dentro del nuevo y sempiterno convenio.
Primero, explica que los matrimonios que se hacen solo “hasta que la muerte los separe” carecen de valor más allá del sepulcro. Aunque puedan ser reconocidos por las leyes humanas, cuando los cónyuges mueren, también muere con ellos el vínculo matrimonial. En la resurrección, esas uniones ya no tienen vigencia y las personas quedan como “ángeles ministrantes”, que heredan cierta gloria, pero no la exaltación.
En contraste, quienes son sellados por la autoridad del sacerdocio y permanecen fieles hasta el fin, reciben promesas gloriosas: tronos, principados, dominio, poder y aumento eterno. En otras palabras, entran en la plenitud de la gloria celestial y llegan a ser dioses, porque participan de la misma vida que el Padre vive: una existencia de creación, eternidad y gloria sin fin.
Doctrinalmente, aquí se nos enseña que:
- La plenitud de la exaltación requiere el matrimonio eterno — sin esta ordenanza, el hombre y la mujer no pueden obtener la vida que Dios vive.
- La fidelidad al convenio es indispensable — no basta con ser sellados; es necesario permanecer fieles para heredar las promesas.
- El matrimonio eterno eleva al hombre y la mujer a la divinidad — no por mérito propio, sino por el poder de Cristo que les concede participar de Su gloria.
Estos versículos nos muestran con claridad que la exaltación no es una gloria individual, sino una gloria compartida en el matrimonio eterno, donde el hombre y la mujer, unidos en convenio, se convierten en herederos plenos de Dios. Así, el matrimonio eterno no solo es una bendición, sino la corona del plan de salvación, la vía mediante la cual los hijos de Dios alcanzan la plenitud de la vida eterna.
Versículos 15–18
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
En Doctrina y Convenios 132:15–20 el Señor presentó tres escenarios para ilustrar la importancia de la autoridad apropiada en el matrimonio y el sello ratificador del Espíritu Santo.
El primer escenario describe un matrimonio efectuado por alguien que no posee el poder de sellar: “si un hombre se casa con una mujer en el mundo, y no la desposa por mí ni por mi palabra” (DyC 132:15). Este tipo de matrimonio sirve para unir legalmente al esposo y a la esposa mientras viven en esta vida, pero no tiene efecto en la vida venidera. La mayoría de las ceremonias matrimoniales realizadas fuera del templo reconocen esta limitación, usualmente concluyendo con la frase “hasta que la muerte los separe.” Incluso los obispos Santos de los Últimos Días que ofician matrimonios fuera del templo informan a las parejas que están “legal y legítimamente casados por el período de [sus] vidas mortales.”
El segundo escenario describe una situación en la que “un hombre toma por esposa a una mujer, y hace convenio con ella para el tiempo y para toda la eternidad”, pero “ese convenio no es por mí ni por mi palabra, que es mi ley, ni está sellado por el Espíritu Santo de la Promesa, mediante el que he ungido y designado para este poder” (DyC 132:18). En este caso, el matrimonio tampoco tiene validez cuando la pareja muere. Aunque los cónyuges tengan la intención de crear un matrimonio eterno, sin la debida autoridad, la unión se disuelve con la muerte. Además, si las personas en el matrimonio no viven de tal manera que el Espíritu Santo pueda otorgar Su sello ratificador, el matrimonio tampoco es válido después de esta vida.
El presidente José Fielding Smith explicó:
“Si una o ambas personas que hicieron el convenio quebrantan ese convenio por el cual fueron sellados por el Espíritu Santo de la Promesa, entonces el Espíritu retira el sello y la parte culpable, o ambas, quedan como si no se hubiera dado ningún sellamiento o promesa. Todos los convenios están basados en la fidelidad.”
Estos versículos (DyC 132:15–20) no implican un castigo cruel o severo para quienes no entren en relaciones eternas en esta vida, por la razón que sea. Pero esas personas no pueden acceder al mismo tipo de vida que Dios vive. En cambio, sirven como ángeles ministrantes y participan en la obra de salvación de otra manera. José Smith enseñó:
“Los dioses tienen ascendencia sobre los ángeles, que son siervos ministrantes; en la resurrección algunos son levantados para ser ángeles, otros son levantados para llegar a ser dioses.”
Doctrina y Convenios 132:18
“Si ese convenio no es hecho por mí o por mi palabra, … y no está sellado por el Espíritu Santo de la promesa, por medio de aquel a quien he ungido, … entonces no tiene validez… cuando salgan de este mundo… no pueden, por tanto, heredar mi gloria.”
El matrimonio puede perdurar por la eternidad cuando cumplimos con las condiciones que el Señor ha establecido. Todo el pensamiento ilusorio del mundo no podrá unirnos como pareja eterna sin las llaves de sellamiento del sacerdocio, sin el sello ratificador de aprobación del Espíritu Santo, sin la dignidad de la pareja que sinceramente se esfuerza por vivir el Evangelio.
Algunos han pensado que el poder para efectuar un matrimonio está disponible por medio de fuentes que no han sido autorizadas por el Señor. Pero estos matrimonios terminan cuando llega la muerte. Satanás engaña a muchas parejas haciéndoles creer que su amor o la misericordia de Dios bastarán para mantenerlos unidos en la eternidad, o que el matrimonio será innecesario en la vida venidera. Ambas son engaños. “[La] casa de [Dios] es una casa de orden” (DyC 132:18).
La gloria de una vida eterna juntos como pareja está reservada para quienes viven la ley del matrimonio celestial.
En esta revelación poderosa y solemne, el Señor declara una verdad que disipa siglos de confusión y romanticismo mundano: ningún matrimonio tiene validez eterna a menos que sea hecho “por [Su] palabra” y sellado “por el Espíritu Santo de la promesa” (Doctrina y Convenios 132:18). En estas pocas palabras se resume uno de los principios más sublimes del Evangelio restaurado: que el amor, para ser eterno, debe estar sellado por la autoridad de Dios.
El Señor enseña que sólo los convenios efectuados bajo Su autoridad divina y en Su debido orden poseen poder para trascender la muerte. En otras palabras, los vínculos que no son ratificados por el sacerdocio —aunque estén basados en el afecto más sincero— no pueden resistir la frontera del sepulcro. “No tienen validez… cuando salgan de este mundo”, declara el Señor. Así, la eternidad no se obtiene por emoción ni por deseo, sino por obediencia a la ley divina y por la ratificación del Espíritu Santo de la promesa.
En una sociedad donde el matrimonio se ha reducido a un contrato social o a una expresión sentimental, esta doctrina resuena como una llamada a la verdad eterna. Dios no niega el valor del amor humano; al contrario, lo exalta. Pero lo hace dentro de los límites de Su orden y autoridad. El amor, sin el sacerdocio, es como una semilla sin tierra sagrada donde crecer. Sólo cuando esa semilla es plantada en el terreno del templo —bajo las llaves del sellamiento— puede florecer para siempre.
El adversario, por su parte, procura imitar y distorsionar este principio. Él susurra que el amor por sí solo basta, que la misericordia de Dios suplirá cualquier carencia de ordenanzas, o incluso que el matrimonio es innecesario en la vida eterna. Pero el Señor mismo advierte: “Mi casa es una casa de orden.” El orden celestial no deja lugar para la confusión ni para atajos emocionales. Las leyes eternas no se doblan ante las modas ni ante las filosofías de los hombres.
La verdadera gloria —la posibilidad de una vida eterna juntos como pareja— está reservada para quienes viven la ley del matrimonio celestial. No es una promesa exclusiva, sino una invitación abierta a todos los hijos e hijas de Dios que estén dispuestos a cumplir las condiciones divinas. Esa ley requiere pureza, fidelidad y consagración mutua. Exige que el amor no sea solo sentimiento, sino convenio; no solo ternura, sino obediencia.
Así, esta revelación no busca limitar el amor, sino perpetuarlo. Enseña que el amor verdadero —el que sobrevive a la muerte y se eleva a la gloria— debe ser santificado por el sacerdocio y sellado por el Espíritu. En el orden eterno de Dios, sólo ese amor tiene poder para permanecer. Todo lo demás, por hermoso que parezca, se disolverá al amanecer de la eternidad.
El matrimonio celestial, sellado y aprobado por el Espíritu Santo de la promesa, no es solo la unión de dos corazones, sino la unión de dos almas con Dios. Es la prueba de que el cielo no se hereda solo; se construye, convenio tras convenio, en la santidad del templo y en la fidelidad diaria de los que se aman conforme a las leyes eternas.
Doctrina y Convenios 132:19
“Y si un hombre se casa con una mujer por mi palabra, la cual es mi ley, y por el nuevo y sempiterno convenio, y si es sellado a ellos por el Espíritu Santo de la promesa, por aquel que ha sido ungido, … se les dirá: Saldréis en la primera resurrección.”
El nuevo y sempiterno convenio del matrimonio es parte del camino que conduce a la vida eterna. El don más grande de Dios para nosotros es la calidad de vida que Él mismo vive, reservada para quienes son dignos del reino celestial. Allí, la unidad familiar continúa por la eternidad, y heredamos la plenitud de la gloria del Padre. La vida eterna significa ser “salvos en el reino sempiterno del Cordero” (1 Nefi 13:37), ser dignos de la resurrección de los justos y salir en la mañana de la primera resurrección, revestidos de gloria, inmortalidad y vidas eternas. Aquellos que guardan el nuevo y sempiterno convenio del matrimonio “pasarán por los ángeles y los dioses que están allí establecidos, hacia su exaltación y gloria en todas las cosas, … cuya gloria será una plenitud y una continuación de las simientes para siempre jamás” (DyC 132:19). ¡Qué dulce paz aporta la doctrina del matrimonio celestial!
En esta revelación majestuosa, el Señor declara que quienes hacen y guardan el nuevo y sempiterno convenio del matrimonio serán llamados en la mañana de la primera resurrección. Estas palabras —“saldréis en la primera resurrección”— no son solo una promesa de vida después de la muerte, sino la proclamación de una victoria completa sobre el tiempo, el pecado y la separación. En ellas resuena la esperanza más profunda del Evangelio restaurado: la posibilidad de vivir eternamente con quienes amamos, en la misma forma de existencia que Dios disfruta.
El matrimonio celestial, sellado por la autoridad del santo sacerdocio y ratificado por el Espíritu Santo de la promesa, no es únicamente una bendición, sino una ley eterna. Es el convenio que eleva al hombre y a la mujer desde la condición de mortales probatorios a la de herederos de gloria inmortal. Cuando el Señor promete que “saldrán en la primera resurrección”, está afirmando que su unión no será interrumpida por la muerte, que su amor será perpetuado en cuerpos glorificados, y que juntos participarán de la plenitud del poder creador y eterno.
La vida eterna —el más grande de todos los dones de Dios— no es solo una extensión infinita de la existencia, sino una calidad divina de vida: la vida que el mismo Padre Celestial vive. En ese estado, los sellados por el sacerdocio experimentan la continuación eterna de su familia, el crecimiento sin fin y la expansión de su amor más allá de toda comprensión mortal. Así se cumple la promesa: “heredarán la plenitud de la gloria del Padre.”
Esta doctrina ilumina la verdadera naturaleza del cielo. No es un lugar solitario, lleno de espíritus aislados, sino una comunidad de familias eternas. Las ordenanzas del templo, tan sagradas y precisas, existen precisamente para garantizar que las uniones terrenales puedan trascender la tumba. Las palabras “por mi palabra” y “por el Espíritu Santo de la promesa” recuerdan que nada que no sea hecho en el orden y bajo la autoridad de Dios puede tener permanencia eterna.
José Smith enseñó que en la eternidad, el amor puro, santificado por los convenios, se convierte en un poder creador. Los esposos que han sido fieles a su convenio “pasarán por los ángeles y los dioses” hasta alcanzar su exaltación. Su gloria será una “plenitud y una continuación de las simientes para siempre jamás”. Este lenguaje divino expresa la inmortalidad del amor, la expansión eterna de la familia y la perfecta unión de los corazones que eligieron ser fieles, no solo el uno al otro, sino también a Dios.
¡Qué dulce paz brinda la doctrina del matrimonio celestial! En un mundo donde todo parece temporal y frágil, esta verdad afirma que el amor puede ser eterno, que las promesas de fidelidad pueden sobrevivir a la muerte, y que la familia —fundamento del plan de salvación— perdurará en gloria. Saber que la muerte no tiene poder para separar a los justos, que los sellamientos realizados en el templo serán honrados en el cielo, llena el alma de esperanza y gratitud.
El nuevo y sempiterno convenio del matrimonio no solo bendice el presente: proyecta el amor hacia la eternidad. Y cuando el Señor diga a los fieles: “Saldréis en la primera resurrección”, será la confirmación de que los convenios hechos en la tierra y sellados por Su palabra han sido aceptados en los cielos. Será la proclamación final de que el amor eterno es real, y de que, en Cristo, las familias pueden ser unidas para siempre.
Doctrina y Convenios 132:20
“Entonces serán dioses, porque no tienen fin; por tanto, serán de eternidad en eternidad, porque continúan; entonces estarán por encima de todo, porque todas las cosas les están sujetas. Entonces serán dioses, porque tienen todo poder, y los ángeles les están sujetos.”
Está claramente enseñado en el Nuevo Testamento que debemos esforzarnos por alcanzar la perfección, tal como nuestro Padre Celestial (Mateo 5:48); que podemos ser coherederos o coinherederos con Cristo de todo lo que el Padre tiene (Romanos 8:16–17); que llegamos a ser participantes de la naturaleza divina (2 Pedro 1:4); y que al llegar a ser hijos e hijas de Dios mediante la regeneración, veremos en la resurrección a Dios tal como es, porque habremos llegado a ser como Él (1 Juan 3:1–2).
Esta profunda doctrina de la deificación fue enseñada al menos hasta el siglo V por notables posapostólicos como Ireneo, Clemente de Alejandría, Justino Mártir, Atanasio y Agustín. Las Escrituras declaran que la vida eterna consiste en heredar y poseer la plenitud de la gloria del Padre y en disfrutar la continuación eterna de la unidad familiar (DyC 132:19). Más allá de eso, no comprendemos plenamente lo que significa llegar a ser como Dios.
Estas palabras de Doctrina y Convenios 132:20 revelan una de las verdades más sublimes y sobrecogedoras de toda la teología cristiana restaurada: el destino divino del hombre. “Entonces serán dioses, porque no tienen fin.” Con esta declaración, el Señor descorre el velo y nos permite vislumbrar el propósito último del plan de salvación: no sólo ser salvos, sino llegar a ser como nuestro Padre Celestial, poseyendo Su gloria, Su poder y Su plenitud.
Lejos de ser una idea nueva o exclusiva del Restoracionismo, esta doctrina se halla implícita en las mismas Escrituras que el mundo cristiano reverencia. Jesús mismo declaró: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5:48). Pablo enseñó que somos “herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Romanos 8:17). Pedro habló de llegar a ser “participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4), y Juan testificó que, cuando Cristo aparezca, “seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como Él es” (1 Juan 3:2). En cada una de estas afirmaciones late el mismo principio: el hombre, regenerado por la gracia de Cristo, está destinado a heredar la plenitud de la divinidad.
Durante los primeros siglos del cristianismo, esta doctrina —conocida como theosis o deificación— fue enseñada abiertamente por los Padres de la Iglesia. Ireneo, Clemente de Alejandría, Justino Mártir, Atanasio y aun Agustín testificaron que “Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera llegar a ser como Dios.” Pero con el paso del tiempo, la sencillez y poder de esta enseñanza se perdió entre las sombras de la especulación teológica y la influencia del pensamiento griego, que veía una brecha infinita e insalvable entre Dios y el hombre.
La Restauración, sin embargo, devolvió esta verdad a la tierra con claridad divina. José Smith declaró que “el mismo Dios que existe ahora fue una vez como nosotros, y nosotros podemos llegar a ser como Él.” Lejos de disminuir a Dios, esta doctrina magnifica Su amor y Su propósito: un Padre que desea compartir Su gloria con Sus hijos, que anhela que se desarrollen hasta alcanzar la plenitud de Su naturaleza.
“Entonces serán dioses… porque continúan.” La continuidad es la esencia de la divinidad: el amor que no cesa, la familia que no termina, la creación que nunca se agota. Ser “dioses” no significa suplantar al Padre, sino participar con Él en Su obra eterna de crear, redimir y elevar. Es una existencia de servicio y amor perfectos, no de orgullo o independencia.
Doctrina y Convenios 132 enseña que esta gloria está reservada para aquellos que guardan el nuevo y sempiterno convenio del matrimonio, porque sólo en la unión eterna se puede reflejar la plenitud de la naturaleza divina: la perpetuación de la vida, el poder creador, la unidad perfecta. Allí, los hijos de Dios, exaltados en familias eternas, “tendrán todo poder” y “todas las cosas les estarán sujetas”, no por imposición, sino por amor y armonía divina.
Más allá de eso, apenas comprendemos lo que significa llegar a ser como Dios. Nuestra mente mortal no puede concebir la magnitud de Su gloria ni la plenitud de Su poder. Pero el Espíritu nos testifica que este es nuestro destino: progresar eternamente, crecer en luz y en amor, hasta que “de eternidad en eternidad” nos convirtamos, verdaderamente, en hijos e hijas glorificados de un Padre que siempre ha deseado compartir Su eternidad con nosotros.
Así, esta doctrina no sólo define quién es Dios, sino también quiénes somos nosotros y quiénes podemos llegar a ser. En ella descansa la esperanza más excelsa del Evangelio: que, mediante Cristo, lo infinito se une a lo mortal, y que, en el amor del Padre, el hombre puede elevarse hasta las mismas alturas de la divinidad.
Doctrina y Convenios 132:19–22
“La plenitud de la gloria de Dios”
En estos versículos el Señor revela con claridad la ley de la exaltación: el matrimonio celestial. No es solo una ordenanza sagrada, sino el convenio supremo en el plan de salvación, mediante el cual el hombre y la mujer pueden llegar a ser como Dios. Alcanzar la plenitud de Su gloria no se logra con un solo acto, sino a través de un proceso de fe, obediencia y perseverancia.
El Señor establece aquí una fórmula divina: si una pareja se casa por la autoridad del sacerdocio, bajo la ley y palabra del Señor, y permanece fiel al convenio, entonces heredará tronos, reinos, potestades y dominios eternos. Su unión será sellada por el Santo Espíritu de la Promesa, y tendrán “continuación de las vidas”, es decir, descendencia eterna y plenitud de gozo. Pero el sellamiento en el templo es solo el comienzo; la verdadera prueba está en vivir de acuerdo con ese convenio todos los días de la vida.
El élder Bruce R. McConkie explicó que el bautismo abre la puerta al reino celestial, pero el matrimonio eterno abre la puerta a la exaltación dentro de ese reino. Quienes cumplen este convenio y perseveran fielmente, no solo viven con Dios, sino que viven como Dios: participan de Su naturaleza divina, de Su poder creador y de Su amor infinito.
Estos versículos nos invitan a ver el matrimonio celestial no como una meta social, sino como una empresa eterna. Sellarse en el templo no garantiza la exaltación; sellarse al convenio con fidelidad sí lo hace. Cada acto de servicio, cada sacrificio, cada expresión de amor y perdón dentro del matrimonio es una reafirmación del convenio eterno. Así, día a día, la pareja fiel se acerca más al ideal divino y se prepara para recibir la promesa más gloriosa del Evangelio: la plenitud de la gloria de Dios, una vida eterna de amor, creación y felicidad sin fin.
Doctrina y Convenios 132:19
“El Libro de la Vida del Cordero”
El Libro de la Vida del Cordero es el registro celestial donde se inscriben los nombres de todos aquellos que han hecho y guardado fielmente los convenios del Evangelio. Es el libro de los justos, el registro de los santificados, el catálogo eterno de quienes heredarán la vida eterna. Según explicó el élder Bruce R. McConkie, en un sentido literal es el libro que lleva Dios mismo, donde constan los nombres de los que han sido limpios por la sangre del Cordero y fieles a sus promesas sagradas.
Ser inscrito en ese libro no es un acto simbólico: significa ser reconocido por el cielo como heredero del reino celestial. Nuestros nombres se escriben allí cuando entramos por las ordenanzas de salvación —el bautismo, el sacerdocio, el matrimonio eterno— y permanecen mientras somos fieles. Pero también pueden ser borrados si quebrantamos nuestros convenios o persistimos en la iniquidad, porque Dios no puede santificar lo que el hombre profana.
El Libro de la Vida del Cordero nos recuerda que el Evangelio no es solo una serie de creencias, sino un registro viviente de fidelidad. Cada día escribimos, con nuestras acciones, una línea más en ese libro celestial. No basta con ser bautizados o sellados; debemos vivir de modo que el Espíritu Santo ratifique nuestras obras y las selle como dignas de la eternidad. Cuando vivimos con rectitud, nuestro nombre queda grabado —no con tinta ni con letra humana— sino con la sangre redentora del Cordero, y ningún poder del infierno podrá borrarlo mientras permanezcamos fieles a nuestros convenios.
Versículos 19–25
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
El escenario final que presenta el Señor es lo que ocurre “si un hombre se casa con una mujer por mi palabra, que es mi ley, y por el convenio nuevo y sempiterno, y se les sella por el Espíritu Santo de la Promesa, por medio de aquel que ha sido ungido, a quien he conferido este poder y las llaves de este sacerdocio” (DyC 132:19). En este caso, un hombre y una mujer son casados por alguien que posee las llaves de sellamiento, y su unión es confirmada por el Espíritu Santo de la Promesa.
La lista de bendiciones prometidas a quienes honran este convenio constituye uno de los versículos más largos de todas las Escrituras (DyC 132:19) y continúa a lo largo de varios versículos más (DyC 132:20–24). En resumen, quienes reciben la bendición del matrimonio eterno llegan a ser como Dios y reciben la oportunidad de gozar de una posteridad interminable en las eternidades.
Las relaciones familiares que provienen de matrimonios eternos continúan después de la muerte, y aquellos que honran sus sagrados convenios reciben la oportunidad, después de su existencia mortal, de crear nuevas relaciones familiares con una posteridad que perdure para siempre. Esta oportunidad no se limita solo a la vida eterna. El Señor se refiere a esto como “vidas eternas” (DyC 132:24): la posibilidad de experimentar el tipo de vida que Dios y Jesucristo conocen y viven.
El presidente Brigham Young enseñó en un discurso de 1876:
“El gran y magnífico secreto de la salvación, que deberíamos procurar comprender continuamente por medio de nuestra fidelidad, es la continuación de las vidas. Aquellos de los Santos de los Últimos Días que sigan obedeciendo las revelaciones y mandamientos de Dios, que sean hallados obedientes en todas las cosas, avanzando continuamente poco a poco hacia la perfección y el conocimiento de Dios, éstos, cuando entren en el mundo de los espíritus y reciban sus cuerpos, podrán progresar con mayor rapidez en las cosas relacionadas con el conocimiento de los Dioses, y seguirán avanzando más y más hasta llegar a ser Dioses, aun hijos de Dios. Esto digo que es el gran secreto de la eternidad: continuar en las vidas por los siglos de los siglos, lo cual es el mayor de todos los dones que Dios jamás ha concedido a Sus hijos. Todos lo tenemos a nuestro alcance; todos podemos alcanzar este estado perfeccionado y exaltado si abrazamos sus principios y los practicamos en nuestra vida cotidiana.”
Doctrina y Convenios 132:21–22
“A menos que guardéis mi ley, no podéis alcanzar esta gloria. Porque estrecha es la puerta y angosto el camino que conduce a la exaltación y la continuación de las vidas, y pocos son los que la hallan, porque no me recibís en el mundo ni me conocéis.”
La ley del matrimonio celestial es la puerta por la cual una pareja debe entrar para recibir las bendiciones del matrimonio eterno. Avanzamos por el camino hacia la exaltación mediante la fidelidad en guardar el convenio hecho en conexión con este santo orden del matrimonio.
Experimentar vidas eternas es experimentar la vida de Dios: es la continuación de las simientes (los hijos) para siempre; es para una pareja digna y sellada eternamente recibir todo lo que Dios tiene (DyC 132:19–24). Esta doctrina consuela e inspira a todos los que aman a su cónyuge aquí y desean permanecer a su lado en la eternidad. Es una doctrina racional, que enseña que un Padre amoroso ha provisto los medios para que Sus hijos hereden todo lo que Él posee y vivan en una unidad familiar eterna. Es una doctrina profunda que transforma y amplía nuestra visión de Dios, de nosotros mismos, de nuestros cónyuges y del potencial que tenemos juntos. El matrimonio celestial es la puerta hacia la felicidad eterna de la exaltación.
Estas palabras del Señor, registradas en Doctrina y Convenios 132:21–22, resuenan con la misma fuerza y solemnidad que las del Sermón del Monte: “Estrecha es la puerta y angosto el camino.” Pero aquí, el Señor aplica esa enseñanza eterna al contexto del convenio más sagrado del Evangelio: el matrimonio celestial. En esta revelación, el Salvador no sólo describe el sendero que conduce a la vida eterna, sino que define con claridad la puerta por la cual se debe entrar: la ley del matrimonio eterno.
El Señor enseña que esta ley —el nuevo y sempiterno convenio del matrimonio— es el camino que lleva a la “continuación de las vidas”, expresión que revela el poder creador y perpetuo de la exaltación. Aquellos que guardan fielmente este convenio no sólo heredan salvación, sino vida en su forma más gloriosa: la vida de Dios mismo. En este contexto, “vidas eternas” significa una existencia en la que el amor, la familia y la creación continúan sin fin. Es la promesa de seguir progresando, de crecer en conocimiento, en gloria y en gozo, junto al ser amado, por los siglos de los siglos.
El Señor advierte, sin embargo, que “estrecha es la puerta y angosto el camino.” La exaltación no se alcanza por accidente ni por deseo superficial. Requiere obediencia constante, humildad profunda y fidelidad a los convenios del templo. El matrimonio celestial demanda más que un amor romántico: exige un amor santificado, un compromiso diario de vivir conforme a la ley de Dios. Por eso, el Señor lamenta: “Pocos son los que la hallan, porque no me recibís en el mundo ni me conocéis.” Conocer verdaderamente a Cristo implica seguir Su ejemplo de sacrificio, pureza y lealtad.
El matrimonio celestial no es una doctrina de exclusión, sino de invitación. Es el ofrecimiento de un Padre que desea que Sus hijos hereden Su misma gloria. Él ha provisto los medios para que el amor más puro no termine en la tumba, sino que se prolongue en la eternidad. No hay idea más racional ni más misericordiosa que esta: que los lazos formados en rectitud puedan permanecer, y que la familia —unidad central de la vida mortal— sea también el corazón de la vida celestial.
Esta verdad eleva y ennoblece la visión humana del amor. Al comprenderla, el esposo y la esposa ya no se ven como compañeros temporales, sino como socios en la eternidad, ayudándose mutuamente a perfeccionarse, a superar pruebas y a crecer hasta reflejar la imagen de Dios. Cada acto de fidelidad, cada sacrificio silencioso, cada palabra de bondad en el hogar se convierte en un paso más por ese camino estrecho que conduce a la exaltación.
Así, el matrimonio celestial no es solo una meta; es el método de Dios para alcanzar la felicidad eterna. Es la puerta que conduce al más alto cielo y el sendero que transforma el amor mortal en amor divino. Quienes entren por esa puerta y permanezcan fieles al convenio descubrirán que el sacrificio del discipulado se convierte, al final, en la plenitud del gozo, cuando el Señor les diga: “Bienaventurados sois, porque habéis hallado el camino; entrad en mi gloria.”
Versículos 21–25
Advertencia contra rechazar el convenio
Se declara que rechazar o quebrantar esta ley es ponerse bajo condenación. El Señor contrasta la vida eterna con la destrucción eterna para mostrar la seriedad del convenio.
En estos versículos, el Señor hace una advertencia solemne y directa: rechazar o quebrantar el nuevo y sempiterno convenio es colocarse bajo condenación. La ley del matrimonio eterno no es presentada como una opción o una posibilidad entre muchas, sino como una ley divina que determina el destino eterno de los hijos de Dios.
El Señor traza un contraste absoluto: por un lado, la vida eterna, reservada para quienes reciben, honran y permanecen fieles al convenio; por otro lado, la destrucción eterna, que es el destino de quienes lo rechazan o lo menosprecian. Esta “destrucción” no significa dejar de existir, sino ser privados de la plenitud de las bendiciones divinas y quedar en un estado de limitación eterna, lejos de la gloria suprema de Dios.
Aquí se manifiestan varios principios doctrinales:
- El convenio eterno es vinculante y serio — no se trata de un mandamiento menor, sino de la ley por la cual los hombres y mujeres pueden llegar a ser como Dios.
- No hay neutralidad — aceptar la ley conduce a la vida eterna; rechazarla o quebrantarla conduce a la pérdida de la exaltación.
- La justicia y la misericordia obran juntas — el Señor ofrece el camino de salvación, pero también advierte de las consecuencias de no seguirlo.
Este pasaje nos recuerda que la exaltación es una elección seria, que requiere valentía, sacrificio y fidelidad. No se puede heredar la plenitud de la gloria de Dios sin aceptar Su ley en su totalidad. Por eso, el Señor es tajante: “Escoged hoy a quién serviréis”. La puerta está abierta, pero no se puede entrar sin cumplir las condiciones divinas.
En conclusión, los versículos 21–25 recalcan la seriedad del matrimonio eterno y la necesidad de recibir y guardar este convenio. Es una invitación a la vida eterna, pero también una advertencia contra la indiferencia o el rechazo de la ley que conduce a la plenitud de Dios.
Doctrina y Convenios 132:22–25
“La continuación de las vidas y las muertes”
El Señor revela que la recompensa de quienes obedecen plenamente el nuevo y sempiterno convenio del matrimonio es la “continuación de las vidas”, expresión que describe la capacidad divina de tener posteridad eterna. Los exaltados no solo viven para siempre, sino que prolongan la vida en otros, participando en la misma obra de creación que caracteriza a Dios. El élder Bruce R. McConkie explicó que esta “continuación de las vidas” es un aumento eterno, un crecimiento perpetuo de la descendencia celestial que “no puede ser contada, como las estrellas o las arenas del mar”. Así, la vida eterna no se limita a existir sin fin, sino que significa crear, amar y multiplicar eternamente.
En contraste, el presidente Joseph Fielding Smith enseñó que las “muertes” representan el estado de quienes rechazan este convenio. Aunque alcanzan salvación y gloria, no reciben exaltación. No pueden tener posteridad ni participar del poder de la creación eterna. Es una muerte espiritual, no de aniquilación, sino de interrupción del aumento: un fin al gozo de la paternidad y maternidad eternas.
Estos versículos nos revelan el profundo significado del matrimonio eterno. No se trata solo de permanecer juntos, sino de participar en la misma naturaleza y poder de Dios: el de dar vida eternamente. Comprender esto transforma la visión del hogar y la familia en la tierra: nuestros actos de amor, crianza y fidelidad son ensayos sagrados de la vida divina. Rechazar este convenio es renunciar a la plenitud del gozo celestial; aceptarlo y vivirlo con fidelidad es abrazar el destino de los dioses, una continuación de las vidas sin fin, en la eterna familia de nuestro Padre Celestial.
Doctrina y Convenios 132:26
“Si un hombre se casa con una mujer conforme a mi palabra, y son sellados por el Espíritu Santo de la promesa, … y si no cometen asesinato, … aun así saldrán en la primera resurrección.”
Pocas escrituras han sido torcidas, distorsionadas y malinterpretadas tanto en su significado original como Doctrina y Convenios 132:26. Algunos han enseñado que, por haber sido sellados en el templo, nada puede impedirles obtener la vida eterna. Otros incluso han sugerido que, después de un matrimonio en el templo, sólo necesitan evitar el asesinato para alcanzar las más altas recompensas en la vida venidera.
Sin embargo, el mensaje de las Escrituras es que todos están obligados a adherirse fielmente a sus convenios hasta el fin de su vida mortal: vivir el Evangelio, asistir a la Iglesia y participar dignamente de la Santa Cena, amarse y servirse unos a otros, y guardar los mandamientos de Dios. El Todopoderoso “no puede contemplar el pecado con el más mínimo grado de tolerancia” (DyC 1:31), y sólo los penitentes, los arrepentidos y los temerosos de Dios pueden disfrutar de la asociación con Dioses y ángeles en la eternidad.
Doctrina y Convenios 132:26 es una de esas escrituras que, mal comprendidas, pueden dar lugar a interpretaciones peligrosas y erróneas. En ella, el Señor promete que aquellos que se casan “conforme a [Su] palabra” y son “sellados por el Espíritu Santo de la promesa” saldrán en la primera resurrección, siempre que no cometan asesinato. Pero esta afirmación, lejos de ser una licencia para el descuido espiritual, es en realidad una proclamación solemne sobre la fidelidad que el Señor espera de los que han hecho convenios eternos.
A lo largo de la historia, algunos han malinterpretado este versículo como si significara que, una vez sellados en el templo, la exaltación estuviera garantizada, sin importar cómo vivan después. Sin embargo, el Evangelio no enseña salvación sin obediencia, ni exaltación sin santidad. Las bendiciones del sellamiento no son automáticas; son condicionales. El poder del convenio permanece en vigor solo mientras los participantes permanecen fieles a las leyes que lo sustentan.
El matrimonio celestial no es un amuleto espiritual, sino un compromiso divino. Ser sellados por el sacerdocio significa aceptar una vida de consagración, pureza y servicio. El Espíritu Santo de la promesa —el testigo celestial que ratifica los convenios— no puede poner Su sello sobre una vida de rebelión o pecado deliberado. Aquellos que profanan sus convenios o viven en desobediencia no pueden esperar heredar las glorias de los fieles, aunque alguna vez hayan recibido ordenanzas sagradas.
José Smith enseñó que las bendiciones eternas están ligadas a la fidelidad continua. “Una promesa hecha por Dios —dijo— es condicional; si el hombre no cumple su parte, Dios no está obligado.” Así, cuando el Señor declara que los fieles “saldrán en la primera resurrección”, está hablando de aquellos que perseveran hasta el fin en el convenio, que no solo evitan el pecado grave, sino que diariamente eligen seguir a Cristo, arrepentirse, y fortalecer el vínculo sagrado que los une a su cónyuge y a Dios.
El mismo Señor estableció la norma: “No puedo contemplar el pecado con el más mínimo grado de tolerancia” (Doctrina y Convenios 1:31). Esa declaración destruye toda idea de complacencia o de seguridad falsa. No basta haber entrado por la puerta; debemos continuar caminando el sendero de la obediencia. Sólo los humildes, los arrepentidos y los perseverantes serán admitidos en la presencia de Dios y de los ángeles.
Esta doctrina, lejos de ser dura, es profundamente esperanzadora. Enseña que el perdón y la renovación están siempre disponibles mediante el arrepentimiento sincero. Nadie está perdido mientras haya deseo de volver a Cristo. El matrimonio sellado en el templo, cuando es nutrido por la fe, la oración y la obediencia, se convierte en el taller donde se forjan los caracteres divinos y los corazones santificados.
Así, Doctrina y Convenios 132:26 no ofrece una garantía automática de exaltación, sino una promesa gloriosa para los que se mantienen fieles. Es un llamado a la responsabilidad, a la integridad y al amor constante. Porque sólo los que aman verdaderamente —a Dios, a su cónyuge y a la verdad— podrán oír en la mañana de la resurrección la voz del Señor que diga: “Venid, vosotros, los fieles; vuestra unión ha sido sellada por la eternidad.”
Doctrina y Convenios 132:26–27
“¿Asegura el matrimonio en el templo la exaltación, sin importar cómo se viva?”
El matrimonio en el templo es una de las ordenanzas más sagradas del Evangelio, pero no garantiza automáticamente la exaltación. El sellamiento es una promesa condicional: ofrece la posibilidad de la vida eterna si los cónyuges permanecen fieles a sus convenios y son finalmente sellados por el Santo Espíritu de la Promesa. Algunos, interpretando erróneamente los versículos 26 y 27 de esta sección, han creído que basta con casarse en el templo para asegurar la gloria celestial; sin embargo, los profetas han corregido claramente esa idea.
El presidente Harold B. Lee enseñó que solo quienes son “fieles, justos y verdaderos a los cielos” recibirán la exaltación. El presidente Joseph Fielding Smith calificó este pasaje como “uno de los más mal interpretados de las Escrituras”, recordando que no hay exaltación sin arrepentimiento ni pureza. Y el élder Bruce R. McConkie explicó que la promesa del Señor en estos versículos se aplica únicamente a quienes han hecho firme su vocación y elección —es decir, que su fidelidad ha sido ratificada por el Espíritu Santo—, lo cual ocurre después de una vida de obediencia constante y santificación.
Casarse en el templo es el comienzo del camino hacia la exaltación, no su final. El acto de sellarse abre la puerta, pero cruzarla requiere toda una vida de amor, sacrificio, arrepentimiento y fidelidad a los convenios. El Espíritu Santo de la Promesa no sella las ordenanzas por mera formalidad, sino por rectitud comprobada. Así, la promesa de la vida eterna no debe inspirar complacencia, sino consagración. La pareja sellada en el templo debe vivir cada día de su matrimonio como si estuviera renovando el convenio ante el altar: con fe, humildad, perdón y devoción. Solo entonces el Señor, en Su debido tiempo, sellará su unión con la promesa inquebrantable de la exaltación eterna.
Doctrina y Convenios 132:26
“¿Qué son los bofetones de Satanás?”
La expresión “bofetones de Satanás” simboliza las aflicciones, pruebas y sufrimientos espirituales o físicos que puede experimentar una persona como consecuencia de sus propios pecados, aun cuando haya hecho convenios sagrados. No se trata de un castigo eterno, sino de una corrección temporal permitida por el Señor para que el individuo aprenda, se arrepienta y sea purificado antes de alcanzar la plenitud de la gloria prometida.
En Doctrina y Convenios 76:72 se emplea la misma idea al describir a aquellos que, aunque finalmente serán salvos, “recibirán la gloria del reino terrestre” y “serán castigados con los bofetones de Satanás hasta el día de la redención”. Es decir, sufrirán las consecuencias de su desobediencia antes de que se complete su arrepentimiento. De manera similar, los que violan convenios sagrados —como el matrimonio eterno— pero finalmente se arrepienten, pueden ser “entregados” por un tiempo a la influencia de Satanás como parte del proceso de purificación que los conduce de regreso al Señor.
Los bofetones de Satanás nos recuerdan que toda desobediencia tiene consecuencias, aun para los que han hecho convenios. El arrepentimiento sincero siempre abre el camino al perdón, pero no elimina necesariamente las pruebas necesarias para nuestra purificación. Sin embargo, incluso en medio del sufrimiento, el Señor sigue gobernando: Él permite que la adversidad nos refine, no que nos destruya. Cuando los hijos de Dios se vuelven a Él con humildad, incluso las bofetadas del enemigo se convierten en instrumentos de aprendizaje, y el dolor temporal se transforma en preparación para una gloria eterna.
Doctrina y Convenios 132:27
“La blasfemia contra el Espíritu Santo”
La blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado más grave que un ser humano puede cometer. Consiste en negar deliberadamente a Cristo después de haber recibido un testimonio perfecto de Él por medio del Espíritu Santo. No se trata de simple incredulidad o desobediencia; es una rebelión consciente y voluntaria contra la verdad, después de haberla conocido en su plenitud.
El profeta José Smith enseñó que este pecado solo puede cometerlo una persona que ha llegado a conocer, por revelación directa, que Jesucristo es el Hijo de Dios, y luego —a sabiendas— se levanta contra Él y lo niega. Tal persona crucifica de nuevo al Hijo de Dios y lo pone en oprobio (véase Hebreos 6:4–6; D. y C. 76:31–35). Por haber rechazado la única fuente de perdón, el Espíritu Santo, ya no queda sacrificio que pueda expiar su culpa.
Para la mayoría de los hijos de Dios, este pecado está fuera de su alcance, pues requiere un nivel de luz y conocimiento espiritual que pocos llegan a poseer en la mortalidad. Sin embargo, el principio nos enseña una lección profunda: cuanto mayor es la luz que recibimos, mayor es nuestra responsabilidad de vivir conforme a ella. El Señor es infinitamente misericordioso, pero Su justicia es igualmente perfecta. Por eso, debemos guardar con reverencia el testimonio del Espíritu en nosotros. Cada vez que respondemos con humildad a Sus impresiones y honramos los convenios hechos con Dios, nos alejamos de las tinieblas de la negación y nos acercamos a la plenitud de Su luz eterna.
Doctrina y Convenios 132:27
“¿Qué es la sangre inocente?”
La sangre inocente representa la vida pura y sin mancha derramada injustamente. En su sentido más elevado y absoluto, como enseñó el élder Bruce R. McConkie, la única sangre verdaderamente inocente es la del Hijo de Dios, Jesucristo, cuya expiación se ofreció voluntariamente para redimir a toda la humanidad. Cuando una persona, con pleno conocimiento de Su divinidad, se rebela contra Él y Lo niega deliberadamente, comete el pecado de “crucificar de nuevo al Hijo de Dios” (Hebreos 6:6), lo cual constituye la blasfemia contra el Espíritu Santo.
En un sentido más general, las Escrituras también aplican la expresión “sangre inocente” a quienes son fieles al Señor y sufren injustamente por Su causa —como Abinadí, José Smith o los mártires de todas las dispensaciones—. Quienes persiguen y matan a los siervos de Dios se hacen culpables ante el cielo del mismo espíritu de rebelión que llevó al Calvario, pues al levantar la mano contra los profetas, se levantan contra Aquel que los envió.
Derramar sangre inocente no es solo quitar una vida físicamente; también puede manifestarse en la oposición consciente al plan de Dios y a Sus ungidos. Este principio nos llama a respetar la vida, la verdad y la autoridad divina, y a ser defensores de la rectitud, no sus adversarios. Aunque la mayoría de nosotros jamás cometerá un acto tan extremo, cada vez que despreciamos lo sagrado o rechazamos la luz que se nos da, participamos —aunque sea en mínima medida— de esa misma tragedia espiritual. Guardar respeto por la sangre de Cristo y por Sus siervos es mantenernos en el camino de la reverencia, la humildad y la fidelidad al convenio que nos une con Él.
Doctrina y Convenios 132:27
“La blasfemia contra el Espíritu Santo, la cual no será perdonada ni en este mundo ni en el venidero, consiste en que cometáis asesinato en el cual derraméis sangre inocente, y asentáis mi muerte después de haber recibido mi nuevo y sempiterno convenio, dice el Señor Dios.”
La mayoría de las personas asocian la expresión “derramar sangre inocente” con el asesinato, es decir, con la acción premeditada de quitar una vida humana.
Al aconsejar a su hijo descarriado Coriantón, Alma declaró que la inmoralidad sexual es “más abominable que todos los pecados” excepto el asesinato y negar al Espíritu Santo (Alma 39:5). Sin embargo, existe otra forma en que estas palabras se entienden en las Escrituras.
Obsérvese el lenguaje de Pablo:
“Porque es imposible que los que una vez fueron iluminados, y gustaron del don celestial, y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, y asimismo gustaron de la buena palabra de Dios y de los poderes del siglo venidero, y recayeron, sean otra vez renovados para arrepentimiento; crucificando de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios y exponiéndolo a vituperio.”
(Hebreos 6:4–6)
En resumen, aquellos que pecan contra el Espíritu Santo han derramado, por así decirlo, a través de su apostasía y rebelión final, la sangre del único Ser verdaderamente inocente por la eternidad: Jesucristo.
Doctrina y Convenios 132:27 aborda con solemnidad uno de los temas más profundos y terribles del Evangelio: el pecado imperdonable, o la blasfemia contra el Espíritu Santo. En esta revelación, el Señor aclara lo que significa “derramar sangre inocente” y por qué tal acto —físico o espiritual— sitúa al hombre fuera del alcance del perdón divino.
La mayoría de las veces, asociamos “derramar sangre inocente” con el asesinato, y ciertamente, quitar deliberadamente la vida de otro ser humano es una de las transgresiones más graves ante Dios. Alma lo enseñó a su hijo Coriantón, colocando el asesinato y la negación del Espíritu Santo como los pecados más abominables de todos (Alma 39:5). Sin embargo, esta revelación y las palabras del apóstol Pablo en Hebreos 6 nos invitan a una comprensión aún más profunda, más espiritual y más aterradora.
El autor de Hebreos describe a aquellos que “una vez fueron iluminados”, que “gustaron del don celestial” y “fueron hechos partícipes del Espíritu Santo”, pero que luego “recayeron”. Pablo declara que es “imposible” renovarlos otra vez para arrepentimiento, porque al hacerlo “crucifican de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios y lo exponen a vituperio”. Aquí encontramos el verdadero sentido de la blasfemia contra el Espíritu Santo: no es el pecado de la ignorancia ni el tropiezo de la debilidad, sino la rebelión consciente y definitiva después de haber recibido una plenitud de luz.
Quien peca contra el Espíritu Santo no sólo se aleja de Dios, sino que lo hace sabiendo exactamente a quién rechaza. No peca por tentación, sino por conocimiento; no por debilidad, sino por deliberada oposición. Es, en un sentido espiritual, volver a clavar al Cristo en la cruz, derramando simbólicamente Su sangre otra vez. Por eso el Señor describe este pecado como “asentar mi muerte después de haber recibido mi nuevo y sempiterno convenio”. Es una traición final, cometida no en la ignorancia, sino en la plena conciencia de la verdad.
Este tipo de pecado es extremadamente raro. El Señor, en Su infinita misericordia, perdona toda transgresión que no se cometa en esa condición de conocimiento perfecto. La gran mayoría de los hombres y mujeres, aun cuando pequen gravemente, pueden ser redimidos por el arrepentimiento sincero y la gracia del Salvador. Pero este pecado —la blasfemia contra el Espíritu Santo— se encuentra fuera del alcance del perdón porque representa el rechazo total del único poder que puede perdonar.
Así, este pasaje no está destinado a infundir temor en los justos, sino reverencia. Nos enseña cuán sagrado es el conocimiento espiritual y cuán responsable se vuelve aquel que lo recibe. Nos recuerda que la luz divina no debe tomarse a la ligera; que quienes han sido sellados en convenios eternos deben guardarlos con humildad y fidelidad, porque están en un terreno santo.
En última instancia, este versículo nos dirige de nuevo al corazón del Evangelio: a Cristo, el Inocente. Él derramó Su sangre para que toda alma arrepentida pudiera ser perdonada. Negar deliberadamente Su poder o rebelarse abiertamente contra Su Espíritu es volver a herir al Salvador, crucificándolo espiritualmente una vez más. Por eso, el pecado imperdonable no es una falta momentánea, sino una decisión final, una renuncia consciente a la luz.
El mensaje, sin embargo, no es de desesperanza, sino de advertencia amorosa: mientras haya humildad en el corazón, mientras permanezca el deseo de volverse a Cristo, el Espíritu aún obra. La puerta del arrepentimiento sigue abierta para todos los que no la cierren voluntariamente. Así, esta doctrina, tan solemne como sagrada, nos llama a valorar la luz que hemos recibido y a mantenernos firmes en la fe, sabiendo que el Salvador vive, y que Su sangre, derramada una sola vez por toda la humanidad, tiene poder suficiente para limpiar toda culpa —excepto aquella de quienes, con pleno conocimiento, eligen volver a crucificarlo en sus corazones.
Versículos 26–27
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
Estos versículos (DyC 132:26–27) en ocasiones se han malinterpretado, dando a entender que la exaltación de una persona está asegurada si entra en el convenio nuevo y sempiterno del matrimonio y no comete asesinato ni el pecado imperdonable de negar al Espíritu Santo.
El presidente José Fielding Smith se sintió tan frustrado con esta mala interpretación que declaró:
“El versículo 26 de la sección 132 es el pasaje más mal usado de todas las Escrituras. El Señor jamás ha prometido a ningún alma que pueda ser llevado a la exaltación sin el espíritu de arrepentimiento. Aunque el arrepentimiento no se mencione en este pasaje, está, y debe estar, implícito. Me resulta extraño que todos conozcan el versículo 26, pero parece que nunca han leído ni oído hablar de Mateo 12:31–32, donde el Señor nos dice lo mismo, en esencia, que lo que hallamos en el versículo 26 de la sección 132.”
Mateo 12:31–32 declara:
“Por tanto os digo: Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; mas la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada. Y a cualquiera que dijere alguna palabra contra el Hijo del Hombre, le será perdonado; pero al que hable contra el Espíritu Santo, no le será perdonado, ni en este mundo ni en el venidero.”
El presidente Smith concluyó:
“Así que debemos concluir que aquellos de quienes se habla en el versículo 26 son los que, habiendo pecado, se han arrepentido plenamente y están dispuestos a pagar el precio de sus pecados; de otro modo, las bendiciones de la exaltación no les seguirán. El arrepentimiento es absolutamente necesario para el perdón, y la persona que ha pecado debe ser purificada.”
Versículos 26–33
Poder redentor y perdón bajo el convenio
Se enseña que quienes han sido sellados en este convenio y son fieles pueden ser protegidos del poder de Satanás. El Señor recuerda la obediencia de Abraham, Isaac y Jacob como ejemplos de fidelidad al pacto.
En estos versículos, el Señor enseña que el nuevo y sempiterno convenio del matrimonio posee un poder especial de redención y protección para quienes lo han recibido con fidelidad. Aquellos que han sido sellados por la autoridad del sacerdocio y se mantienen firmes en el convenio son preservados del poder de Satanás. Incluso si cometen errores en su camino mortal, mientras no los nieguen ni los abandonen, pueden ser limpiados por medio de la expiación de Cristo y alcanzarán la vida eterna.
Este principio no justifica el pecado ni el descuido, pero muestra que el poder del convenio es mayor que las debilidades humanas. La obediencia y fidelidad al pacto ponen a los hombres y mujeres bajo la protección del Señor, quien los defiende del adversario y les garantiza la posibilidad de redención mediante el arrepentimiento sincero.
El Señor recuerda también los ejemplos de Abraham, Isaac y Jacob, quienes fueron justificados en lo que hicieron porque actuaron bajo la dirección divina y en conformidad con Su ley. Al citar a estos patriarcas, el Señor muestra que la grandeza de ellos no vino solo por su fe individual, sino también por su fidelidad a los convenios eternos.
Doctrinalmente, estos versículos nos enseñan que:
- El convenio eterno tiene un poder protector — quien lo honra se halla bajo la mano del Señor y fuera del alcance definitivo de Satanás.
- La fidelidad es la clave — no basta con ser sellado; es necesario permanecer fiel y no apartarse del pacto.
- El convenio conecta con los patriarcas — Abraham, Isaac y Jacob son modelos de obediencia a la ley eterna, y sus bendiciones están ligadas al mismo convenio que el Señor ofrece hoy a Sus hijos.
En conclusión, los versículos 26–33 revelan que el matrimonio eterno es más que una ordenanza: es un escudo espiritual y una garantía de redención para los fieles. Aun en medio de la debilidad humana, el Señor promete sostener a los que se aferran a Su convenio y, como a Abraham, Isaac y Jacob, darles herencia y gloria eterna.
Versículos 28–36
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
En los versículos 28–36 de Doctrina y Convenios 132, el Señor explicó algunos de los principios detrás de la práctica del matrimonio plural.
En primer lugar, el matrimonio plural es bíblico. Fue practicado por los hombres y mujeres en las primeras historias del Génesis como una manera de cumplir las promesas del Señor de darles una posteridad “tan innumerable como las estrellas” (Génesis 15:5; 22:17–18; 26:4; Abraham 3:14; DyC 132:30). Abraham, considerado el padre de los fieles, practicó el matrimonio plural. El mismo Salvador enseñó que Abraham era una de las pocas personas, junto con Isaac y Jacob, que ya estaban en el reino de los cielos (Mateo 8:11; Lucas 16:22). Cualquiera que lea seriamente las Escrituras debe confrontar el hecho del estatus exaltado de Abraham, un hombre justo que también practicó el matrimonio plural.
También es apropiado que el Señor invoque el ejemplo de Abraham en la sección 132, ya que parece que uno de los propósitos principales de mandar a los primeros santos a practicar el matrimonio plural fue poner a prueba su fidelidad. Abraham soportó una prueba dolorosamente severa: se le mandó sacrificar a su hijo Isaac (Génesis 22; DyC 132:36). Los hombres y mujeres de la Restauración temprana vivieron en un período en el que la castidad y la fidelidad eran valores altamente estimados. Pedir a estas personas que entraran en un nuevo sistema de matrimonio era, en cierto modo, una prueba abrahámica. Brigham Young, quien más tarde sería uno de los más fervientes defensores del matrimonio plural, recordó:
“Mis hermanos saben cuáles fueron mis sentimientos cuando José reveló la doctrina; no deseaba rehuir ningún deber ni fallar en lo más mínimo en hacer lo que se me mandaba, pero fue la primera vez en mi vida que desee la tumba, y me costó mucho superarlo. Y cuando veía un funeral, sentía envidia del difunto [y] de su situación, y lamentaba no estar yo en el ataúd.”
La introducción del matrimonio plural fue quizás una prueba aún mayor para las mujeres fieles de la Iglesia. Phebe W. Woodruff, esposa de Wilford Woodruff, escribió más tarde sobre su experiencia al ser introducida a la práctica:
“Cuando se me enseñaron los principios de la poligamia, pensé que era la cosa más inicua que jamás había oído; en consecuencia, la rechacé con todas mis fuerzas, hasta que me enfermé y me sentí miserable. Sin embargo, tan pronto como quedé convencida de que se originó como una revelación de Dios a través de José, y sabiendo que él era un profeta, luché con mi Padre Celestial en fervientes oraciones, para ser guiada correctamente en ese momento tan importante de mi vida. La respuesta vino. Se dio paz a mi mente. Supe que era la voluntad de Dios; y desde ese momento hasta el presente he procurado honrar fielmente la ley patriarcal. De José, mi testimonio es que fue uno de los más grandes profetas que el Señor jamás haya llamado; que vivió para la redención de la humanidad y murió como mártir por la verdad.”
Los santos no fueron liberados de la prueba del matrimonio plural en el último momento, como lo fue Abraham con Isaac, sino que siguieron adelante con los mandamientos del Señor y soportaron la prueba. Helen Mar Kimball dijo más tarde:
“El Profeta dijo que la práctica de este principio sería la prueba más difícil que los santos tendrían jamás para probar su fe.”
También recordó:
“No intenté ocultar el hecho de que había sido una prueba, sino que confesé que había sido una de las más severas de mi vida; pero que también había resultado ser una de las más grandes bendiciones. Podía decir verdaderamente que había hecho más que cualquier otra cosa para convertirme en una santa y en una mujer libre, en todo el sentido de la palabra; y sabía de muchos otros que podían decir lo mismo, y para quienes había resultado ser uno de los mayores beneficios: una ‘bendición disfrazada.’”
Doctrina y Convenios 132:29–33
“Ve, pues, y haz las obras de Abraham”
El Señor respondió al Profeta José Smith aclarando que Abraham no pecó al obedecer los mandamientos que recibió concernientes al matrimonio plural, pues actuó bajo revelación divina. Pero más allá de ese contexto histórico, la instrucción del Señor —“haz las obras de Abraham”— trasciende las circunstancias del patriarca: es una invitación eterna a vivir con el mismo nivel de fe, obediencia y sacrificio que caracterizó su vida.
Abraham fue probado en todo. Amó a Dios más que a su propia seguridad, más que a su comodidad, más incluso que a su propio hijo Isaac. Por eso fue hallado digno de recibir el pacto eterno: “Tu descendencia será como las estrellas del cielo.” En ese sentido, “hacer las obras de Abraham” significa colocar la voluntad de Dios por encima de todo deseo personal, consagrar nuestros bienes, nuestras decisiones y nuestro corazón al servicio del Altísimo.
El presidente Spencer W. Kimball enseñó que la exaltación que alcanzó Abraham no está reservada para unos pocos, sino que está abierta a todos los que, como él, abandonen el pecado, reciban el Espíritu Santo y guarden fielmente los convenios del Señor. La vida de Abraham se convierte así en un modelo universal del discípulo fiel: el hombre o la mujer que caminan por fe, que obedecen aunque no comprendan plenamente, y que confían en que Dios cumplirá Su palabra.
Seguir el ejemplo de Abraham en nuestra época significa vivir con fidelidad en las pruebas, pagar un precio personal por la obediencia y confiar plenamente en las promesas del Señor, incluso cuando parezcan lejanas. Cada sacrificio justo que hacemos, cada mandamiento que guardamos y cada decisión que tomamos movidos por la fe, nos acerca más a la exaltación que Abraham alcanzó. El Señor aún nos llama con las mismas palabras: “Ve, pues, y haz las obras de Abraham”, porque quien sigue ese camino con firmeza y pureza de corazón hallará, como él, el gozo eterno de entrar en la presencia de Dios y sentarse sobre su trono.
Doctrina y Convenios 132:37
“Abraham recibió concubinas, y ellas le dieron hijos; y esto le fue contado por justicia; y porque no hicieron otra cosa sino aquello que se les mandó, han entrado en su exaltación, … y no son ángeles, sino dioses.”
Decir que Abraham, Isaac y Jacob “no hicieron otra cosa sino aquello que se les mandó” (DyC 132:37) significa que fueron obedientes tanto a la letra como al espíritu de los mandamientos de Dios. Por un lado, no abusaron de la libertad del Evangelio ni trataron de justificar una ofrenda mezquina o deficiente. Por otro, hicieron lo que Dios les mandó hacer y no fueron más allá de lo que era apropiado; vivieron una vida sana y equilibrada.
Como resultado, ellos, junto con sus esposas, salieron de la tumba en una gloriosa resurrección celestial y alcanzaron la divinidad. Ahora presiden sobre una posteridad sin fin como reyes y reinas, sacerdotes y sacerdotisas.
La declaración del Señor en Doctrina y Convenios 132:37 acerca de Abraham, Isaac y Jacob —que “no hicieron otra cosa sino aquello que se les mandó”— revela una verdad eterna sobre la obediencia absoluta y la fidelidad a los mandamientos divinos. En una época de gran confusión moral y religiosa, el ejemplo de estos patriarcas resplandece como una luz de rectitud y equilibrio espiritual. Ellos no buscaron interpretar las leyes de Dios según su conveniencia, ni se desviaron por exceso o por defecto; simplemente hicieron lo que el Señor les mandó, confiando en Su sabiduría y sometiéndose por completo a Su voluntad.
Cuando el Señor ordenó a Abraham ciertas cosas que podían parecer fuera de la comprensión humana —como ofrecer a su hijo Isaac o tomar esposas adicionales bajo Su dirección— Abraham obedeció, no por ambición, sino por fe. Su corazón no estaba motivado por el deseo de placer, poder o conveniencia, sino por una lealtad total al Dios que lo había probado y bendecido. Su obediencia no fue ciega, sino iluminada por la fe. Esa es la clase de sumisión que transforma al hombre en santo: la disposición de hacer todo lo que Dios requiera, confiando plenamente en que Su propósito es justo, aunque no siempre sea claro de inmediato.
Cuando el Señor dice que estos patriarcas “no hicieron otra cosa sino aquello que se les mandó”, también enseña el equilibrio perfecto entre la obediencia y la moderación. Abraham, Isaac y Jacob no actuaron por iniciativa propia en asuntos sagrados ni pretendieron justificar decisiones personales usando el nombre de Dios. No abusaron del Evangelio ni distorsionaron sus mandamientos. Vivieron vidas consagradas, guiadas por revelación auténtica y confirmadas por el Espíritu. Por eso, su obediencia fue completa: ni rebelde ni excesiva, sino en armonía con la voluntad divina.
El resultado de esa fidelidad fue glorioso. El Señor declara que ellos, junto con sus esposas —Sara, Rebeca, Raquel y Lea—, “han entrado en su exaltación y no son ángeles, sino dioses.” Esto significa que su obediencia, fe y pureza los elevaron a la más alta esfera de existencia: la divinidad misma. En su estado exaltado, presiden sobre una posteridad eterna, cumpliendo literalmente la promesa hecha a Abraham de que su descendencia sería tan numerosa “como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar” (Génesis 22:17).
Su exaltación no fue el fruto de privilegio, sino de obediencia perfecta. En un mundo donde la independencia se confunde con rebeldía, Abraham, Isaac y Jacob nos enseñan que la verdadera libertad se encuentra en someter la voluntad propia a la de Dios. En su ejemplo se manifiesta el principio eterno de que la obediencia consciente, humilde y total no empobrece al alma, sino que la engrandece hasta la medida de los dioses.
Esta doctrina es profundamente consoladora, pues nos recuerda que la exaltación no está reservada para unos pocos antiguos patriarcas, sino que es posible para todo aquel que siga su mismo patrón de fidelidad. Los hombres y mujeres de hoy, sellados en el nuevo y sempiterno convenio, pueden aspirar a esa misma gloria si viven con la misma obediencia y pureza de corazón.
En resumen, Abraham, Isaac y Jacob no sólo fueron padres de naciones, sino también ejemplos eternos de fe perfecta. Su vida nos enseña que cuando el amor y la obediencia se unen en una sola voluntad con la de Dios, la recompensa no es menor que la inmortalidad y la vida eterna. Por esa razón, “no son ángeles, sino dioses”: porque aprendieron a confiar plenamente en el Señor, y mediante esa confianza, llegaron a ser como Él.
Versículos 34–39
Abraham, David y Salomón
El Señor explica que Abraham fue justificado en todo lo que hizo, pero David y Salomón, al tomar esposas fuera del convenio, pecaron gravemente. Aquí se introducen las razones históricas de la práctica de la pluralidad de esposas en la antigüedad.
En esta parte de la revelación, el Señor aborda un tema delicado y muchas veces incomprendido: la práctica de la pluralidad de esposas en la antigüedad. Él mismo recuerda que mandó a Abraham, Isaac, Jacob, Moisés y otros profetas a tomar esposas adicionales, y en ese contexto declara que Abraham fue justificado en todo lo que hizo, porque actuó bajo mandamiento y autorización divina. La clave está en que Abraham obedeció la voz de Dios y permaneció dentro de los límites del convenio eterno.
En contraste, el Señor señala a David y Salomón, quienes, aunque recibieron esposas y concubinas bajo el convenio en ciertos momentos, también tomaron mujeres fuera de la dirección divina. Ese acto de transgresión —apropiarse de lo que Dios no les mandó— los llevó al pecado y a la condenación. El ejemplo más claro es el de David con Betsabé, donde no solo tomó una esposa fuera del convenio, sino que también derramó sangre inocente.
Doctrinalmente, estos versículos nos enseñan que:
- La legitimidad de la práctica en la antigüedad estuvo siempre en el mandamiento de Dios — lo que el Señor manda es ley, pero lo que se toma fuera de Su voluntad es pecado.
- Abraham fue justificado porque actuó por obediencia — su grandeza radicó en sujetarse a la voz divina, aun cuando las pruebas fueron difíciles.
- David y Salomón pecaron porque excedieron los límites divinos — su error no fue tener esposas bajo el convenio, sino buscar más allá de lo que el Señor había autorizado.
Estos versículos ponen de manifiesto un principio mayor: la obediencia absoluta a Dios es lo que santifica una práctica o la convierte en pecado. No es la costumbre social ni el deseo humano lo que valida las ordenanzas, sino la dirección del Señor y Su autoridad.
En conclusión, el pasaje muestra que el Señor ha mandado en ciertas dispensaciones prácticas que hoy no están vigentes, pero que en su tiempo tuvieron un propósito divino. La diferencia entre justificación y condenación radica siempre en si se actuó dentro o fuera de la voluntad revelada de Dios.
Doctrina y Convenios 132:38
“David también recibió muchas esposas y concubinas, al igual que Salomón y Moisés, mis siervos, así como muchos otros de mis siervos desde el principio de la creación hasta ahora; y en nada pecaron en aquellas cosas que recibieron de mí.”
Doctrina y Convenios 132:38 es un comentario profético moderno sobre la condena expresada en el Libro de Mormón respecto a la práctica del matrimonio plural por parte de David y Salomón (Jacob 2:23–24).
El problema no fue el matrimonio plural en sí, pues otros de los antiguos habían sido mandados a tener más de una esposa. El problema fue la práctica no autorizada.
El adulterio de David con Betsabé (2 Samuel 11–12) y la toma de esposas extranjeras por parte de Salomón, que desviaron su corazón de la adoración de Jehová (1 Reyes 11), no fueron sancionados por quienes poseían las llaves del sacerdocio, y ciertamente no fueron aprobados por el Señor mismo.
José Smith enseñó que “ningún hombre deberá tener más de una esposa a la vez, a menos que el Señor disponga lo contrario” (Teachings of the Prophet Joseph Smith, pág. 324).
Porque, como declara el Señor de los Ejércitos:
“Si quiero levantar posteridad para mí [por medio del matrimonio plural], mandaré a mi pueblo”
(Jacob 2:30).
Doctrina y Convenios 132:38 ofrece una perspectiva profética que arroja luz sobre un tema que durante siglos ha generado incomprensión y controversia: la práctica del matrimonio plural entre los antiguos profetas. En esta revelación, el Señor aclara que el pecado de David y de Salomón no radicó en el hecho de haber tenido múltiples esposas, sino en haber actuado fuera de la autoridad divina y sin la debida sanción de las llaves del sacerdocio.
El Señor declara que muchos de Sus siervos, “desde el principio de la creación hasta ahora”, recibieron esposas y concubinas “en nada pecaron en aquellas cosas que recibieron de [Él].” Esta distinción es crucial: el pecado no estuvo en la práctica, sino en la desobediencia. En las Escrituras, Dios mismo autorizó en ciertas dispensaciones el matrimonio plural como parte de Su plan para “levantar posteridad” y establecer convenios eternos (Jacob 2:30). Cuando tal práctica era ordenada por revelación, como en los días de Abraham o Moisés, fue contada por justicia. Pero cuando se practicó sin autoridad, fue condenada.
El Libro de Mormón ilustra claramente esta diferencia. El profeta Jacob reprendió con firmeza a los nefitas por su práctica corrupta y carnal del matrimonio plural, diciéndoles que el Señor había aborrecido los abusos cometidos por David y Salomón (Jacob 2:23–24). Sin embargo, en el mismo pasaje, el Señor dejó abierta la posibilidad de que, si lo dispusiera, mandaría a Su pueblo a practicarlo con un propósito sagrado: “si quiero levantar posteridad para mí, mandaré a mi pueblo” (Jacob 2:30). Así, la revelación moderna y el registro antiguo se complementan perfectamente: ambos condenan la práctica no autorizada y afirman el principio de la obediencia absoluta a las llaves del sacerdocio.
El caso de David ilustra el punto. Su adulterio con Betsabé y el asesinato de Urías fueron actos de rebelión moral y espiritual. El Señor no había mandado tales acciones, y el profeta Natán lo reprendió severamente por su pecado (2 Samuel 12). En contraste, los matrimonios de Abraham, Isaac, Jacob y Moisés fueron realizados bajo dirección divina. Todos ellos actuaron “en aquellas cosas que recibieron de [Dios]” y, por lo tanto, no pecaron.
José Smith restauró esta comprensión al enseñar que “ningún hombre deberá tener más de una esposa a la vez, a menos que el Señor disponga lo contrario” (Teachings of the Prophet Joseph Smith, pág. 324). En otras palabras, las leyes eternas del matrimonio —ya sea monógamo o plural— sólo pueden ejercerse bajo la autoridad divina. El principio constante es el mismo: lo que Dios manda es justo; lo que el hombre hace sin Su aprobación es pecado.
El mensaje espiritual de esta revelación trasciende el tema histórico del matrimonio plural. Enseña que la verdadera obediencia consiste en actuar sólo bajo la dirección del Señor y de Sus siervos debidamente autorizados. La rectitud no se mide por la forma externa de una práctica, sino por si ésta está sellada por el Espíritu Santo de la promesa y realizada conforme al orden celestial.
Doctrina y Convenios 132:38, por tanto, no es una defensa de la poligamia humana, sino una defensa del principio eterno de la obediencia revelada. El poder del sacerdocio y las llaves de la autoridad son el escudo que protege las ordenanzas de la corrupción y las preserva como instrumentos de santificación.
Así, los profetas antiguos fueron contados por justos porque no actuaron por deseo personal, sino por mandato divino. Y el Señor, fiel a Su carácter, declara lo mismo hoy: “Mi casa es una casa de orden.” Sólo cuando Sus hijos actúan bajo ese orden, guiados por la revelación y la pureza de intención, pueden recibir Su aprobación y Su gloria eterna.
Doctrina y Convenios 132:34, 65
“Sara le dio a Agar por esposa a Abraham”
Estos versículos ofrecen una perspectiva reveladora sobre un episodio del Antiguo Testamento que, a simple vista, podría parecer puramente cultural. En Génesis 16, Sara, siendo estéril, dio a su sierva Agar a Abraham, una práctica común en el mundo antiguo para asegurar descendencia. Sin embargo, en Doctrina y Convenios 132 el Señor revela que este acto no fue una mera decisión humana, sino una acción guiada y aprobada por mandato divino, dada en cumplimiento del convenio y las promesas hechas a Abraham.
El propósito no era la satisfacción de un deseo personal ni una práctica social, sino la realización del plan de Dios respecto a la posteridad del patriarca. El Señor mismo había prometido que la simiente de Abraham sería numerosa y que, por medio de ella, serían bendecidas todas las naciones de la tierra. Agar fue, por tanto, parte de un diseño providencial en el cumplimiento del convenio abrahámico.
Este pasaje nos recuerda que el Señor dirige Su obra conforme a Su sabiduría, aun cuando Sus mandatos puedan parecer extraños o difíciles de entender según las costumbres humanas. Abraham y Sara demostraron fe al obedecer sin cuestionar, confiando en que Dios cumplía un propósito mayor. En nuestras propias vidas, también se nos pide a menudo ejercer esa misma fe: obedecer con humildad, aunque no comprendamos todos los detalles de Su voluntad.
Así como Abraham y Sara fueron probados en su fidelidad, también nosotros debemos aprender a confiar en que el Señor guía cada aspecto de Su plan para nuestra exaltación. Su camino es perfecto, y quienes siguen Sus mandamientos con pureza de corazón, aun cuando los sacrificios parezcan grandes, hallarán en el tiempo de Dios el cumplimiento de todas Sus promesas.
Doctrina y Convenios 132:37
“…han entrado en su exaltación”
En este versículo, el Señor declara que Abraham, Isaac y Jacob —junto con sus esposas fieles— “han entrado en su exaltación”. Esta afirmación encierra una verdad sublime: la exaltación no es una experiencia individual, sino una bendición eterna que se alcanza en el seno de la familia. Como enseñó el élder Bruce R. McConkie, la salvación no se obtiene en soledad; la plenitud divina se logra solo mediante la unión eterna entre el hombre y la mujer, sellados por la autoridad del sacerdocio y fieles a sus convenios.
Abraham, Sara, Isaac, Rebeca, Jacob y Raquel son más que figuras históricas: son símbolos vivientes del convenio eterno del matrimonio y del poder del sacerdocio que une a las familias por las eternidades. Su exaltación fue posible porque, juntos, fueron obedientes, hicieron convenios sagrados y los cumplieron con fidelidad. Sus vidas enseñan que la exaltación no se alcanza por posición, riqueza o poder, sino por la obediencia continua y el amor eterno dentro del convenio.
En un mundo donde el individualismo y la temporalidad suelen dominar, este pasaje nos recuerda que el verdadero propósito del Evangelio es edificar familias eternas. El cielo no será un lugar de almas solitarias, sino un reino de hogares sellados en amor, fidelidad y rectitud. Cada esfuerzo por fortalecer nuestro matrimonio, enseñar a nuestros hijos, y mantener los convenios que hicimos en la casa del Señor, es parte del mismo camino que recorrieron Abraham y Sara.
Así como ellos “han entrado en su exaltación”, también nosotros podemos hacerlo, si permanecemos fieles en el convenio y caminamos juntos hacia la eternidad. En última instancia, la salvación es individual, pero la exaltación es familiar —y en ello radica la más grande de todas las promesas divinas.
Doctrina y Convenios 132:38–39
“…en nada pecaron sino en las cosas que no recibieron de mí”
En estos versículos el Señor hace una clara distinción entre las acciones que los patriarcas realizaron bajo Su mandamiento y aquellas que se hicieron sin Su autorización. Abraham, Isaac y Jacob actuaron conforme a la voluntad de Dios y fueron justificados, mientras que David, al tomar a Betsabé sin mandato divino y provocar la muerte de Urías, cruzó la línea que separa la obediencia de la transgresión.
David fue un hombre ungido, escogido y dotado de dones espirituales. Sin embargo, su caída muestra con dureza que ninguna posición, bendición o investidura puede proteger a alguien que elige desobedecer la voz del Señor. Su historia nos enseña que los dones del sacerdocio y los convenios no garantizan la exaltación si no se conservan mediante la pureza, el arrepentimiento y la fidelidad constante. Como enseñó el élder Bruce R. McConkie, ni siquiera el poder de sellar puede asegurar la vida eterna a quien derrama sangre inocente y muere sin arrepentimiento.
El pecado de David fue más que un error moral; fue una violación consciente del convenio. Había alcanzado gran luz, y su transgresión fue proporcional a la luz que había recibido. Por eso su historia es una advertencia solemne para todos los hijos de Dios: cuanto mayor sea la revelación que se nos ha dado, mayor es nuestra responsabilidad ante el cielo.
Cada uno de nosotros, como David, ha recibido promesas, dones y convenios. No debemos pensar que estas bendiciones son un escudo automático contra la caída. Debemos mantenernos humildes, vigilantes y en constante arrepentimiento. La verdadera seguridad espiritual no está en lo que ya hemos recibido, sino en la fidelidad continua con la que vivimos lo que hemos prometido.
La historia de David no es sólo una tragedia; es también una advertencia llena de misericordia: aun los escogidos pueden caer si dejan de escuchar la voz del Espíritu. Por ello, el Señor nos invita a caminar diariamente en obediencia, recordándonos que la exaltación no se hereda por posición, sino que se conserva por rectitud constante.
Versículos 37–39
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
Doctrina y Convenios 132:37–39 menciona dos de los aspectos más controvertidos del matrimonio plural tal como se practicaba en el Antiguo Testamento. El Señor habla de Abraham, David, Salomón y Moisés como hombres que tuvieron “esposas y concubinas” (DyC 132:37–39). Una concubina era considerada una esposa secundaria. Un erudito bíblico ha señalado: “Los relatos bíblicos demuestran que otro factor importante que motivaba [el matrimonio plural] era asegurar la descendencia.” Por ejemplo, la forma de matrimonio plural practicada por Abraham parece haber sido una excepción a la ley del matrimonio según la cual un hombre debía tener una sola esposa (DyC 49:16; Jacob 2:27–30). Él actuó para poder asegurar su posteridad (véase Génesis 15).
La participación de Abraham en el matrimonio plural se dio bajo la guía de la revelación. José Smith enseñó:
“Abraham fue guiado en todos sus asuntos familiares por el Señor; se le dijo adónde ir y cuándo detenerse; conversó con ángeles y con el Señor; y prosperó grandemente en todo lo que emprendió; y fue porque él y su familia obedecieron el consejo del Señor.”
La práctica de la concubinato se menciona en Doctrina y Convenios 132, pero formaba parte del ambiente cultural del período bíblico temprano, no de las relaciones matrimoniales en las eternidades.
David y Salomón también tuvieron muchas esposas. Al hablar de ellos, el Señor declara: “En nada pecaron sino en aquellas cosas que no recibieron de mí” (DyC 132:38). Ambos gobernantes israelitas llevaron la práctica demasiado lejos, ya que más tarde fueron condenados en el Libro de Mormón por el profeta Jacob, quien reprendió a los nefitas por invocar a David y Salomón para justificar “fornicaciones” (Jacob 2:23). Jacob enseñó: “David y Salomón tuvieron muchas esposas y concubinas, lo cual fue abominable ante mí, dice el Señor” (Jacob 2:24).
En ese mismo discurso, Jacob estableció que el matrimonio monógamo era la norma en el reino de Dios, mientras que el matrimonio plural era una excepción concedida bajo circunstancias inusuales. Él especificó:
“Por tanto, hermanos míos, oídme y escuchad la palabra del Señor: Porque no tendrá ninguno de entre vosotros, sino una esposa; y concubinas no tendrá; porque yo, el Señor Dios, me deleito en la castidad de las mujeres. Y las fornicaciones son una abominación ante mí, dice el Señor de los Ejércitos. Por tanto, este pueblo guardará mis mandamientos, dice el Señor de los Ejércitos, o maldita será la tierra por causa de ellos. Porque si quiero, dice el Señor de los Ejércitos, levantar posteridad para mí, mandaré a mi pueblo; de otra manera, escucharán estas cosas.” (Jacob 2:27–30)
Doctrina y Convenios 132:41–44
“El pecado de adulterio”
En estos versículos el Señor aclara una de las cuestiones más delicadas que inquietaban al profeta José Smith: ¿cómo podían los patriarcas del Antiguo Testamento tener múltiples esposas y aún ser justos ante Dios? La revelación distingue entre lo que es ordenado por Dios mediante Su sacerdocio y lo que es usurpado por voluntad humana.
El Señor define el adulterio no simplemente como una transgresión moral, sino como la violación de un convenio divino. Cuando un hombre o una mujer quebrantan los lazos sagrados del matrimonio que Dios ha sellado por autoridad del sacerdocio, están cometiendo adulterio. Pero cuando una unión se realiza bajo Su mandato —como fue el caso de Abraham o Jacob— esa relación no se considera pecado, porque proviene del mandamiento y propósito del Señor, no del deseo humano.
La revelación también enfatiza que el castigo por el adulterio es severo y lo ejecutará el mismo Dios. Esto enseña que los convenios del matrimonio no son simples acuerdos terrenales, sino compromisos eternos hechos ante el cielo. Romperlos deliberadamente es rebelarse contra el propio orden eterno de Dios.
En nuestra época, aunque ya no se practica el matrimonio plural, los principios de pureza y fidelidad son los mismos. El adulterio, en cualquier forma, sigue siendo una violación directa de los convenios sagrados del matrimonio y del poder sellador del templo. Cada pareja que ha hecho convenios ante Dios debe recordar que la fidelidad conyugal es una forma de adoración y obediencia al Señor mismo.
Estos versículos nos invitan a vivir el matrimonio con santidad, respeto y lealtad, conscientes de que la unión matrimonial no pertenece al mundo, sino al reino celestial. Así como el Señor exigía pureza a los patriarcas, también hoy requiere de nosotros corazones limpios, miradas fieles y convenios honrados, porque el amor verdadero solo florece donde hay obediencia y santidad.
Versículos 40–45
Autoridad de José Smith
El Señor confiere a José Smith la plenitud del sacerdocio y la autoridad de sellar en la tierra y en los cielos, reafirmando que lo que él ate será atado eternamente si lo hace en rectitud.
En estos versículos, el Señor dirige Sus palabras directamente a José Smith, confirmándole que le ha conferido la plenitud del sacerdocio y con ella la autoridad suprema de sellar en la tierra y en los cielos. Esto significa que todo lo que José selle bajo la debida autoridad, y en rectitud, será ratificado por Dios mismo en la eternidad.
El Señor recalca que esta autoridad no es un poder humano ni una invención terrenal, sino el sacerdocio eterno, la misma autoridad por la cual el universo fue creado y por la cual todas las cosas permanecen. José es investido como un siervo autorizado para atar y desatar, para unir familias, esposos y esposas, y para abrir el camino a la exaltación de los hijos de Dios.
Este encargo es glorioso, pero también tremendamente solemne. El Señor advierte que José no puede usar este poder de manera egoísta o injusta. El sellamiento solo tiene validez cuando se ejerce conforme a la voluntad divina. Usarlo fuera de los límites de la rectitud sería invalidarlo y acarrear condenación.
Doctrinalmente, aquí se nos enseñan varios principios:
- La plenitud del sacerdocio incluye el poder de sellar — sin este poder, las ordenanzas no tienen eficacia más allá de la mortalidad.
- Lo que se hace en la tierra con esta autoridad es reconocido en los cielos — las familias y los convenios sellados permanecen por la eternidad.
- La rectitud es el límite del poder — aun con autoridad divina, nadie puede imponer su propia voluntad; el poder del sacerdocio es eficaz solo cuando se ejerce en armonía con Dios.
En conclusión, los versículos 40–45 reafirman la misión profética de José Smith como restaurador del evangelio. A través de él, el Señor devolvió a la tierra las llaves de sellamiento, por las cuales las familias pueden ser unidas para siempre y los convenios permanecer válidos en la eternidad. Este principio es el corazón de la obra del templo y de la exaltación de los hijos de Dios.
Versículos 40–45
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
En Doctrina y Convenios 132:40–45 el Señor dio una segunda razón para la reintroducción del matrimonio plural. José Smith recibió la comisión de “restaurar todas las cosas” (DyC 132:40, 45). En una instrucción sobre el sacerdocio dada en 1840, José enseñó:
“Todas las ordenanzas y deberes que alguna vez hayan sido requeridos por el sacerdocio bajo la dirección y mandamientos del Todopoderoso en cualquiera de las dispensaciones, se tendrán nuevamente en la última dispensación. Por lo tanto, todas las cosas que existieron bajo la autoridad del sacerdocio en cualquier época anterior se tendrán otra vez, cumpliendo así la restauración de la que hablaron todos los santos profetas.”
Los santos de la Restauración temprana entendían el matrimonio plural como una práctica bíblica que formaba parte de la profetizada “restauración de todas las cosas” (Hechos 3:19–21). Benjamin F. Johnson, hacia el final de su vida, recordó:
“En 1835, en Kirtland, supe por el esposo de mi hermana, Lyman R. Sherman, quien estaba cerca del Profeta y lo había recibido de él, que el antiguo orden del matrimonio plural iba a ser practicado nuevamente por la Iglesia.”
Helen Mar Kimball también rememoró:
“[José] asombró a sus oyentes al predicar sobre la restauración de todas las cosas, y dijo que, así como fue antiguamente con Abraham, Isaac y Jacob, así sería otra vez, etc.”
Eliza R. Snow también contextualizó el matrimonio plural como parte de la restauración de todas las cosas. Ella escribió:
“En Nauvoo entendí por primera vez que la práctica de la pluralidad de esposas iba a ser introducida en la Iglesia. El tema era muy repugnante para mis sentimientos—tan directamente opuesto estaba a mis inclinaciones y educación, que me parecía como si todos los prejuicios de mis antepasados por generaciones se hubieran congregado a mi alrededor. Pero cuando reflexioné que estaba viviendo en la dispensación de la plenitud de los tiempos, que abarca todas las demás dispensaciones, ciertamente el matrimonio plural debía necesariamente estar incluido, y me consolé con la idea de que se hallaba muy distante, más allá del período de mi existencia mortal. Sin embargo, no pasó mucho tiempo después de recibir la primera insinuación, cuando me llegó el anuncio de que había llegado el ‘tiempo señalado’, que Dios había mandado a Sus siervos establecer la orden, tomando esposas adicionales—supe que Dios… estaba hablando. Conforme aumentaba mi conocimiento respecto al principio y propósito del matrimonio plural, crecía también mi amor por él.”
También queda claro en Doctrina y Convenios 132:40–45 que José Smith se preocupaba por la posibilidad de que el matrimonio plural pudiera ser percibido como adulterio. El Señor le aseguró que esas uniones matrimoniales no son adulterio si se realizan con la debida autoridad (DyC 132:41). Sin embargo, si un esposo (DyC 132:43) o una esposa (DyC 132:41) entra en un matrimonio plural sin la autorización del Señor, se considera pecado.
El Señor también enseñó una verdad consoladora en Doctrina y Convenios 132:44: un cónyuge que incurre en pecado no condena al cónyuge que permanece fiel a sus convenios. El Señor enseñó que el cónyuge que ha permanecido fiel aún puede obtener las bendiciones de la exaltación. El presidente Lorenzo Snow confirmó esta enseñanza al decir:
“No hay ningún Santo de los Últimos Días que muera después de haber vivido una vida fiel que pierda algo por no haber hecho ciertas cosas cuando no se le proporcionaron oportunidades. En otras palabras, si un joven o una joven no tuvo la oportunidad de casarse, y vive una vida fiel hasta el momento de su muerte, recibirá todas las bendiciones, exaltación y gloria que recibirá cualquier hombre o mujer que tuvo esa oportunidad y la aprovechó. Eso es seguro y positivo.”
Doctrina y Convenios 132:46
¿Puede romperse el sello de un casamiento en el templo?
En este versículo el Señor afirma que a Su profeta se le ha conferido el poder para “sellar en la tierra y en los cielos”, pero también —por esa misma autoridad— el poder para desatar o anular lo que haya sido sellado. Esta doctrina, revelada originalmente a Pedro (Mateo 16:19) y restaurada en los últimos días, enseña que el poder de sellar no solo une eternamente a los hijos e hijas de Dios, sino que también puede liberar esos lazos cuando las condiciones espirituales o morales lo justifican.
El élder Bruce R. McConkie explicó que no existe tal cosa como un “divorcio del templo”, pues el matrimonio eterno pertenece al ámbito de lo divino y no de lo civil. Los tribunales del mundo pueden disolver un matrimonio legal, pero solo el Presidente de la Iglesia —quien posee todas las llaves del sacerdocio— tiene la autoridad para anular un sellamiento eterno. Así, el mismo poder que une a las almas en el cielo también puede, si es necesario, romper ese vínculo por causa justa.
Esta enseñanza nos recuerda que los convenios del templo son reales, sagrados y vinculantes, pero también que el Señor es justo y misericordioso. Él entiende las complejidades de la vida mortal —infidelidad, abuso, abandono, o circunstancias extremas— y ha delegado a Su profeta el poder de actuar conforme a la inspiración del Espíritu Santo en cada caso.
El matrimonio eterno debe ser considerado con la mayor reverencia. No se trata de un contrato que pueda romperse a voluntad, sino de un convenio solemne hecho ante Dios, con consecuencias eternas. Al mismo tiempo, el Evangelio no es inflexible ni cruel; la autoridad de desatar existe precisamente porque el Señor comprende la imperfección y el dolor humanos.
Cada pareja sellada en el templo debería esforzarse día a día por vivir de tal manera que su unión no solo sea válida, sino que sea ratificada por el Santo Espíritu de la Promesa. La verdadera meta no es solo permanecer sellados, sino llegar a ser uno en propósito, amor y fidelidad, para que ese sello se mantenga firme por toda la eternidad.
Doctrina y Convenios 132:46
¿Puede el Presidente de la Iglesia perdonar pecados?
En este versículo, el Señor revela el alcance supremo del poder de las llaves conferidas a Su profeta: el poder de retener o remitir pecados en la tierra, con efecto en los cielos. Esta autoridad fue dada originalmente a Pedro (Mateo 16:19) y restaurada en su plenitud a José Smith, extendiéndose a los profetas que le suceden. No obstante, aunque este poder existe en la Iglesia, el principio doctrinal sigue siendo claro: sólo Dios puede perdonar verdaderamente los pecados.
El élder Bruce R. McConkie explicó que la remisión de los pecados requiere revelación. El perdón divino no proviene de una fórmula o de la autoridad humana por sí sola, sino de la confirmación del Espíritu Santo. Cuando un siervo del Señor —sea el Presidente de la Iglesia, un Apóstol o un obispo— declara a alguien perdonado, lo hace por inspiración, actuando en nombre de Cristo y no por su propio poder. La eficacia de esa declaración depende de la aprobación divina, y el Espíritu confirma al alma arrepentida la paz del perdón.
El presidente Spencer W. Kimball enseñó que el proceso del perdón incluye orden, humildad y obediencia. El obispo o presidente de estaca actúa como juez en Israel, ayudando al pecador a sanar mediante el arrepentimiento genuino. Si bien estos líderes no absuelven pecados en el sentido absoluto, pueden retirar las consecuencias disciplinarias y declarar el perdón institucional cuando el Espíritu así lo indique. En ese sentido, el Presidente de la Iglesia posee el poder máximo de declarar la remisión de pecados como representante terrenal del Redentor, pero el perdón último siempre procede del Señor mismo, cuyo sacrificio hace posible la redención.
Esta doctrina nos enseña que el arrepentimiento no es un proceso solitario ni casual. Dios ha establecido un orden mediante Sus siervos, quienes, por medio de las llaves del sacerdocio, ayudan al pecador a reconciliarse con Él. La confesión, la humildad y la obediencia son pasos necesarios para recibir el testimonio del perdón.
El verdadero alivio del alma llega cuando el Espíritu susurra paz y confirma que Cristo, el único con poder para hacerlo, ha borrado la transgresión. Así, toda autoridad en la Iglesia —desde un obispo hasta el Presidente— actúa como intermediario inspirado, guiando al pecador de regreso a los brazos del Salvador, quien es y será por siempre el único Redentor y Juez justo de toda la humanidad.
Doctrina y Convenios 132:49–50
La exaltación confirmada a José Smith
En estos versículos el Señor confirma a Su siervo José Smith una de las más grandes promesas que un ser humano puede recibir: la seguridad de la vida eterna, conocida como la “vocación y elección hecha firme”. Es una manifestación sublime del amor y la confianza de Dios hacia uno de Sus profetas más fieles.
El Señor declara que José ha sido “limpiado de sus pecados” y que su exaltación está sellada, porque ha demostrado una obediencia perfecta y una disposición total a sacrificarlo todo por el Reino. A lo largo de su vida, el Profeta soportó persecuciones, calumnias, encarcelamientos, juicios injustos y finalmente el martirio, todo por testificar que Dios aún habla desde los cielos y que Su Iglesia ha sido restaurada. En esa fidelidad, José Smith alcanzó el nivel de consagración que el Señor requiere de Sus elegidos: entregar la vida y la voluntad por completo al servicio divino.
Su ejemplo enseña que la exaltación no es un regalo casual, sino el resultado de una vida de fidelidad, sacrificio y pureza de intención. Dios promete esta misma bendición a todos Sus hijos que perseveran con el mismo espíritu. Tal como enseñó el élder Bruce R. McConkie, cuando una persona ha obedecido plenamente las leyes de Dios y ha vencido al mundo, el Espíritu puede sellar sobre ella la promesa de salvación eterna.
Estos versículos nos invitan a preguntarnos: ¿estamos dispuestos a sacrificar todo por el Señor, como lo hizo José Smith? La vida eterna no se gana con comodidad ni tibieza espiritual, sino con entrega absoluta al Evangelio. Cada acto de fidelidad, cada prueba soportada con fe, nos acerca a la seguridad de que el Señor sellará sobre nosotros la misma promesa: “tendrás vida eterna”.
Así como José Smith se convirtió en ejemplo de consagración total, nosotros también podemos llegar a ser dignos de esa confianza divina si servimos al Señor con un corazón íntegro, firmes en el convenio y constantes en la fe, hasta el fin.
Doctrina y Convenios 132:49–50
“Yo soy el Señor tu Dios, y estaré contigo… por toda la eternidad; porque en verdad te sello para tu exaltación… He visto tus sacrificios, y perdonaré todos tus pecados… Proveeré una vía de escape, así como acepté la ofrenda de Abraham, su hijo Isaac.”
El Profeta de la Restauración recibió la suprema promesa de vida eterna y exaltación por medio de la voz del Señor. Es decir, superó las pruebas de la mortalidad y, por así decirlo, avanzó al día del juicio. Su salvación estaba asegurada.
¿Por qué? ¿Acaso porque era perfecto? No, sólo el Señor Jesús ha alcanzado la perfección. ¿Acaso porque hizo todo correctamente y no tenía defectos en su carácter? Tampoco, porque la obra perfecta del Señor avanza mediante la instrumentalidad de personas dedicadas pero imperfectas.
La promesa de vida eterna le llegó al hermano José por la misma razón que llegará al hermano Johnson y a la hermana Farrington, al hermano Hendrickson y a la hermana Alexander: porque se han entregado a sí mismos sin reserva ni obstáculo, a cualquier precio, al Salvador, procurando mantener su vista fija en Su gloria.
Han obtenido la promesa de la recompensa más alta porque han estado dispuestos a sacrificarse por amor a la verdad (DyC 97:8).
Doctrina y Convenios 132:49–50 nos transporta a uno de los momentos más sagrados de la vida del profeta José Smith: aquel en que el Señor mismo le otorga la promesa de exaltación. En esta revelación, la voz divina declara con ternura y poder: “Yo soy el Señor tu Dios, y estaré contigo… por toda la eternidad.” En esas palabras hay una intimidad celestial; no sólo una promesa, sino un reconocimiento divino del sacrificio, la fidelidad y la entrega total del profeta de la Restauración.
El Señor añade: “He visto tus sacrificios… y perdonaré todos tus pecados.” Así como Abraham ofreció a su hijo Isaac en un acto de fe suprema, José ofreció su propia vida, su reputación, su libertad y finalmente su sangre por la causa del Evangelio restaurado. Su fe fue probada en el crisol del sufrimiento, y en ese proceso, el Señor lo selló para su exaltación. Esta experiencia representa la culminación espiritual de una vida consagrada: llegar al punto en que la obediencia y el amor hacia Dios son tan absolutos, que la persona se convierte en un instrumento puro en Sus manos.
El Señor no prometió esta bendición porque José fuera perfecto, sino porque fue dispuesto. La perfección nunca ha sido requisito previo de la exaltación; el corazón quebrantado y el espíritu contrito sí lo son. José Smith fue un hombre con virtudes grandiosas y debilidades humanas, pero lo que lo distinguió fue su determinación de consagrar cada pensamiento, palabra y obra al Señor. En su vida se cumplió el principio enseñado en Doctrina y Convenios 97:8: “Todos los que son dispuestos a sacrificar todo lo que tienen por amor a la verdad, y que no temen la persecución, recibirán la gloria eterna.”
El camino de José Smith es el mismo que el Señor ofrece a todos Sus hijos e hijas fieles. La promesa de vida eterna no se reserva para unos pocos elegidos, sino para todos los que estén dispuestos a entregarse completamente al Salvador, a “tomar su cruz” y seguirlo sin reserva. La diferencia no está en la grandeza de la misión, sino en la sinceridad del sacrificio. No todos son llamados a restaurar una dispensación, pero todos son invitados a ofrecer su corazón.
En cada generación hay discípulos como los mencionados en este comentario —el hermano Johnson, la hermana Farrington, el hermano Hendrickson, la hermana Alexander— santos anónimos que viven sus convenios con fidelidad silenciosa. Ellos también están siendo sellados para su exaltación, no por ausencia de error, sino por presencia de amor, por su decisión diaria de consagrarse y perseverar.
Cuando el Señor dijo a José Smith: “Proveeré una vía de escape”, estaba prometiendo más que liberación temporal; estaba revelando el principio eterno de Su misericordia. En cada prueba, Él provee un camino para que Sus hijos salgan más purificados, más fuertes, más semejantes a Él. Así como aceptó la ofrenda de Abraham, el Señor aceptó el sacrificio de José, y acepta también el nuestro, cuando lo presentamos con humildad y fe.
Esta revelación, por tanto, no sólo celebra la fidelidad del Profeta, sino que ofrece esperanza a todos los santos. Enseña que la exaltación no es una recompensa para los impecables, sino un don para los fieles; no un logro humano, sino una promesa divina extendida a quienes aman lo suficiente como para entregar todo.
Al final, las palabras del Señor a Su siervo José se aplican a todos Sus verdaderos discípulos: “Yo soy el Señor tu Dios, y estaré contigo… por toda la eternidad.” Esas palabras son el sello del amor redentor de Cristo, la confirmación de que la fidelidad al convenio siempre conduce al abrazo eterno del Padre.
Versículos 46–50
Poder de los siervos del Señor
Se promete que quienes reciban y obedezcan esta ley tendrán poder para sellar y desatar, y sus obras permanecerán para siempre. El Señor consuela a José Smith asegurándole su exaltación si es fiel.
En estos versículos, el Señor expande Su enseñanza sobre el poder de sellar y las bendiciones reservadas a Sus siervos fieles. Promete que aquellos que reciban y obedezcan Su ley tendrán la capacidad de sellar y desatar en la tierra y en los cielos, y todo lo que hagan conforme a Su voluntad permanecerá para siempre. De este modo, las obras realizadas en justicia bajo el poder del sacerdocio no son pasajeras ni limitadas a esta vida, sino que trascienden la muerte y tienen efecto eterno.
Al mismo tiempo, el Señor dirige palabras personales de consuelo a José Smith. Reconoce las pruebas y aflicciones que el profeta enfrenta por causa de esta revelación, pero le asegura que, si permanece fiel, su exaltación está garantizada. El Señor le promete que será honrado y glorificado, y que Sus enemigos no prevalecerán contra él en lo que toca a la misión divina que ha recibido.
Doctrinalmente, estos versículos enseñan que:
- El poder del sellamiento es irrevocable cuando se ejerce en rectitud — lo que se ate en la tierra bajo esta autoridad queda atado en el cielo.
- Las obras de los siervos fieles son eternas — no se deshacen ni con la muerte ni con el paso del tiempo.
- La fidelidad trae consuelo y certeza de exaltación — aunque el camino del convenio sea difícil y lleno de oposición, el Señor asegura Su respaldo a los que perseveran.
Este pasaje también nos recuerda que el poder del sacerdocio no es solo una responsabilidad, sino también una fuente de esperanza y confianza para quienes lo ejercen en rectitud. José, en medio de persecuciones y dudas, recibe de Dios la seguridad de que su obra no será en vano y que su lugar en la eternidad está asegurado si continúa fiel.
En conclusión, los versículos 46–50 muestran que el poder del sacerdocio es eterno y que el Señor no abandona a Sus siervos. Los que guardan Su ley y cumplen Su voluntad tienen la promesa de que sus obras permanecerán y de que recibirán consuelo, paz y exaltación en la vida venidera.
Versículos 46–50
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
Doctrina y Convenios 132:46–50 habla de las llaves de sellamiento, un poder divino que hace que los convenios sean vinculantes en la tierra y en los cielos, es decir, en esta vida y en la venidera. En un discurso del 10 de marzo de 1844, registrado por Wilford Woodruff, José Smith declaró:
“La doctrina o poder de sellamiento de Elías es la siguiente: Si tenéis poder para sellar en la tierra y en los cielos, entonces deberíamos ser sabios—lo primero que haréis será ir y sellar en la tierra a vuestros hijos e hijas a vosotros mismos, y a vosotros mismos a vuestros padres en la gloria eterna, y seguid adelante sin retroceder. Sellad todo lo que podáis, y cuando lleguéis al cielo, decid a vuestro Padre que lo que sellasteis en la tierra debe estar sellado en los cielos. Yo caminaré por las puertas del cielo y reclamaré lo que selle y a aquellos que me sigan y sigan mi consejo.”
Este poder de sellar lo posee el Presidente de la Iglesia y se utiliza bajo su dirección para bendecir la vida de los miembros de la Iglesia. Durante su vida, José Smith supervisó cuidadosamente el uso de este poder de sellamiento. Su historia registra:
“[Di] instrucciones para enjuiciar a aquellas personas que predicaban, enseñaban o practicaban la doctrina de la pluralidad de esposas; porque de acuerdo con la ley, yo tengo las llaves de este poder en los últimos días, pues nunca hay más de un hombre en la tierra a la vez sobre quien se confieren el poder y sus llaves—y constantemente he dicho que ningún hombre debe tener más de una esposa a la vez, a menos que el Señor disponga lo contrario.”
Doctrina y Convenios 132:50–56
El mandamiento a Emma y su prueba de fe
En esta parte de la revelación, el Señor se dirige directamente a Emma Smith, la esposa del Profeta, dándole instrucciones que revelan el profundo grado de confianza y a la vez la gran prueba espiritual que ella enfrentó. No se nos dice con exactitud cuál fue el mandamiento que el Señor dio a José respecto a Emma, pero el contexto sugiere que fue una prueba comparable a la de Abraham, cuando se le pidió ofrecer a su hijo Isaac. En ambos casos, el propósito no fue destruir, sino probar la fe, la lealtad y la obediencia ante una revelación difícil de comprender con la lógica humana.
Emma fue llamada a aceptar las revelaciones dadas a su esposo, incluyendo aquellas que tenían que ver con el matrimonio plural, una práctica que —aunque revelada por Dios— trajo consigo grandes desafíos emocionales y espirituales. El Señor la mandó a permanecer fiel, perdonar, y obedecer la voz divina, prometiéndole bendiciones eternas por su obediencia y advirtiéndole sobre las consecuencias de resistirse. Fue una experiencia sumamente personal, que puso a prueba no solo su fe en su esposo, sino sobre todo su confianza en Dios.
El presidente Wilford Woodruff testificó más tarde que José Smith sí recibió la revelación sobre el matrimonio plural, y que Emma, en su momento, participó en algunos de esos sellamientos. Sin embargo, la lucha interior que ella vivió fue real y profunda. Su experiencia humana no debe juzgarse con dureza; más bien, muestra cuán exigente puede ser seguir la voluntad del Señor cuando esta se opone a los sentimientos naturales o al entendimiento inmediato.
Esta sección enseña una poderosa lección sobre la obediencia en circunstancias difíciles. A veces el Señor nos pide cosas que no entendemos completamente o que nos parecen contrarias a nuestra lógica o deseos personales. En esos momentos, como Emma, debemos aprender a confiar más en la voz del Señor que en nuestras propias emociones.
La historia de Emma nos recuerda que el discipulado verdadero requiere entrega, perdón y fe inquebrantable. Aunque su camino fue arduo, su devoción como esposa, madre y compañera en la Restauración sigue siendo un testimonio de valor y sacrificio. El Señor no busca una obediencia ciega, sino una fe que se rinde con amor ante Su sabiduría perfecta, aun cuando Su voluntad parezca incomprensible.
Versículos 51–57
Instrucciones a Emma Smith
El Señor dirige palabras específicas a Emma, esposa del profeta, mandándole que acepte esta ley revelada y no la rechace, bajo pena de transgresión.
En estos versículos, el Señor se dirige directamente a Emma Smith, esposa del profeta José. Le manda de manera clara y solemne que reciba la ley revelada y que no la rechace, pues hacerlo sería ponerse bajo condenación. El Señor reconoce las dificultades y sentimientos que Emma enfrenta ante esta doctrina, pero recalca que Su palabra es eterna y que no puede ser anulada por el temor, la duda o la resistencia humana.
El Señor le recuerda a Emma que, como esposa del profeta, tiene una posición de gran responsabilidad y también de gran privilegio. Ella debe permanecer fiel y obediente para poder ser exaltada junto a su esposo. Al mismo tiempo, se le advierte que si persiste en resistirse, se colocaría en transgresión, lo que pondría en peligro su participación en las bendiciones eternas del convenio.
Doctrinalmente, estos versículos nos enseñan:
- La ley de Dios es vinculante para todos, sin excepción — incluso para los más cercanos al profeta, como su propia esposa.
- El matrimonio eterno requiere unidad y fidelidad mutua — ambos cónyuges deben aceptar y guardar el convenio para heredar la plenitud de la gloria.
- Rechazar el convenio es ponerse en riesgo espiritual — no basta estar asociado con alguien que lo ha recibido; cada persona debe aceptarlo por sí misma.
Este pasaje también muestra la humanidad de Emma, una mujer justa que, sin embargo, luchó profundamente con esta revelación difícil. Al recordarla, comprendemos que el Señor trata con Sus hijos en lo íntimo y lo personal, dándoles mandamientos directos que requieren fe, sacrificio y obediencia.
En conclusión, los versículos 51–57 nos revelan que el convenio eterno exige obediencia absoluta y aceptación personal. Emma, como ejemplo, fue llamada a escoger entre resistirse o someterse a la voluntad divina, y esta decisión marcaría su participación en las bendiciones del matrimonio eterno. La lección para todos es clara: Dios invita con amor, pero también advierte con firmeza que Su ley no puede ser rechazada sin consecuencias.
Versículos 51–56
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
Doctrina y Convenios 132:51–56 está dirigido a Emma Smith. Gran parte del contexto de estos versículos solo lo conocían Emma, José Smith y el Señor. El matrimonio plural fue una prueba severa para ambos. Un historiador señaló:
“El matrimonio plural abrió la puerta al sacrificio abrahámico personal de Emma, a saber, su propio matrimonio. [José y Emma] habían sido sellados por la eternidad, un lazo profundo e íntimo entre ellos, pero un lazo que fue puesto a prueba de maneras inimaginables. Con el tiempo, Emma expresó su deseo de comprender: ‘Deseo una mente fructífera y activa, para que pueda ser capaz de comprender los designios de Dios, cuando sean revelados a Sus siervos, sin dudar.’ De algún modo, en algún momento, antes de que José muriera, Emma se reconcilió a su manera. Aunque muy poco es seguro acerca de la práctica del matrimonio plural de José y la experiencia de Emma, hay dos cosas ciertas: no hubo hijos de las esposas plurales de José, y Emma estaba embarazada del hijo de José cuando él murió.”
Después del martirio de José Smith, Emma no siguió a Brigham Young y a los Doce al Gran Lago Salado. A partir de 1860, apoyó a sus hijos cuando se afiliaron a la Iglesia Reorganizada de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (hoy llamada Comunidad de Cristo). Emma permaneció como una fiel testigo de la Restauración y del llamamiento divino de José Smith, aunque sus declaraciones sobre el matrimonio plural contradicen los testimonios de decenas de otros testigos del mismo período. Lo mejor es reservar el juicio sobre Emma y honrarla como una defensora firme de la Restauración y una discípula de Jesucristo.
El matrimonio plural fue una de las muchas pruebas que enfrentó Emma a causa de su fe. En una carta de 1869 a su hijo José Smith III, escribió:
“He visto muchas, sí, muchísimas escenas difíciles en mi vida en las que no podía ver… cómo podría salir algo bueno de ellas.”
Luego añadió este testimonio:
“Pero aún así siento una confianza divina en Dios, de que todas las cosas obrarán para bien.”
Doctrina y Convenios 132:59
“¿Cómo fue llamado Aarón?”
El Señor, al referirse al llamamiento de Aarón, reafirma un principio eterno: ningún hombre puede arrogarse la autoridad de actuar en el nombre de Dios a menos que sea debidamente llamado por Él. Aarón fue escogido y ordenado bajo la dirección de Moisés, quien poseía las llaves del sacerdocio. Su llamamiento fue confirmado por revelación y por la aprobación divina manifestada ante el pueblo de Israel (véase Éxodo 28–29).
El élder Bruce R. McConkie destacó que el caso de Aarón constituye el modelo de legitimidad en la obra del Señor. Desde entonces, la verdadera autoridad para ministrar no proviene de instituciones humanas ni de aspiraciones personales, sino de la debida ordenación por alguien que tenga el poder y las llaves del sacerdocio, según la voluntad de Dios. Así ha sido en todas las dispensaciones, desde Adán hasta nuestros días.
Doctrina y Convenios 132:59 enseña que todo aquel que actúe fuera de ese orden divino —sin haber sido “llamado como Aarón”— usurpa un poder que no le pertenece, y sus actos carecen de validez ante los cielos. Este principio preserva la pureza de las ordenanzas y la continuidad de la autoridad divina en la tierra.
La referencia a Aarón nos recuerda la necesidad de reconocer y honrar la autoridad legítima del sacerdocio. En la Iglesia del Señor no hay autollamamientos ni ministerios personales; todo servicio verdadero emana de la aprobación del cielo.
Así como Aarón fue llamado y ordenado bajo la dirección de un profeta viviente, también nosotros debemos sostener a quienes el Señor llama en Su Iglesia hoy. La obediencia y el respeto hacia la autoridad divina son una expresión de nuestra fe en que Dios sigue dirigiendo Su obra mediante hombres debidamente investidos de Su poder. De este modo, los santos de los últimos días participan en la misma obra ordenada que comenzó con Aarón y que continuará hasta la venida del gran Sumo Sacerdote: Jesucristo.
Doctrina y Convenios 132:60–64
La ley del sacerdocio
En estos versículos el Señor declara una verdad fundamental: todo lo que se haga bajo Su dirección y conforme a Su ley es justo, aun cuando el mundo lo considere indebido o insensato. La ley del sacerdocio trasciende las normas humanas, porque procede directamente de Dios, quien es la fuente suprema de toda justicia y autoridad.
Smith y Sjodahl observan que lo que los hombres pueden juzgar como delito o error, desde la perspectiva divina puede ser una expresión de obediencia perfecta. Los ejemplos abundan en las Escrituras: Abraham fue mandado a ofrecer a su hijo Isaac, Nefi fue instruido a dar muerte a Labán, y el mismo Jesucristo —el Ser más puro e inocente— fue condenado injustamente por los hombres que se consideraban justos. Estos casos enseñan que la verdadera justicia no se mide por los estándares humanos, sino por la conformidad con la voluntad revelada del Señor.
La “ley del sacerdocio” es, por tanto, la norma celestial que regula toda acción realizada en el nombre de Dios. Solo quien actúa bajo la autoridad de ese sacerdocio y bajo la guía del Espíritu puede ejecutar obras válidas y aceptadas en los cielos. Por esa razón, el Señor declara que los profetas, cuando obran en Su nombre y bajo Su dirección, no pecan, aunque los hombres los juzguen de otro modo.
Esta doctrina nos invita a confiar plenamente en la dirección del Señor y en las revelaciones que Él da a Sus siervos autorizados. En un mundo donde las leyes cambian y la moral se relativiza, la ley del sacerdocio permanece constante, porque refleja la justicia eterna de Dios.
A veces, seguir al Señor puede implicar ir contra la corriente del mundo o ser malinterpretado, pero los verdaderos discípulos —como Abraham, José Smith o los santos de todas las épocas— confían en que la obediencia a la ley divina siempre conducirá a la paz, la pureza y la exaltación, aunque por un tiempo parezca traer aflicción. La clave está en discernir la voz del Señor y actuar con rectitud bajo Su autoridad.
Versículos 58–66
El principio de la pluralidad de esposas
Se enseña que bajo ciertas circunstancias el Señor manda la pluralidad de esposas, como lo hizo con Abraham, Isaac, Jacob y otros profetas. El Señor explica el orden de esta práctica, su propósito en la multiplicación de hijos y en la exaltación de los fieles.
En la parte final de esta revelación, el Señor aborda directamente el principio de la pluralidad de esposas, una enseñanza difícil y sensible, pero que en ciertos momentos formó parte de Su plan divino. Explica que, bajo circunstancias específicas y con Su autorización, Él ha mandado esta práctica, como ocurrió con Abraham, Isaac, Jacob, Moisés y otros profetas antiguos. La razón principal de esta orden fue la multiplicación de hijos y el cumplimiento de Su propósito eterno de dar espíritus un lugar en familias del convenio.
El Señor recalca que esta práctica no puede ser introducida por deseo humano ni por ambición, sino únicamente bajo mandamiento directo de Dios y bajo la autoridad del sacerdocio. Establece el orden del convenio: toda esposa debía ser dada por el profeta que posee las llaves de sellamiento y debía entrar en el pacto voluntariamente y en rectitud. Solo bajo esas condiciones la práctica era justificada.
También se enseña que este principio estaba ligado a la exaltación de los fieles. Los que obedecieran el mandamiento en su tiempo recibirían honra y aumento eterno, y serían parte de la obra divina de traer hijos al mundo y sellarlos bajo convenios sagrados. En contraste, los que abusaran de esta ley, actuando fuera de la voluntad de Dios, serían condenados como lo fueron David y Salomón en su pecado.
Doctrinalmente, estos versículos nos muestran que:
- La pluralidad de esposas fue un mandamiento en ciertas dispensaciones — no fue costumbre humana ni cultural solamente, sino una práctica dirigida por revelación divina en momentos específicos.
- El orden y la autoridad son esenciales — esta ley debía ejercerse bajo el sellamiento del sacerdocio, no por capricho personal.
- El propósito es eterno y creador — traer hijos de espíritu al mundo dentro del convenio y preparar familias para la exaltación.
- El abuso de la ley es condenación — como ocurrió con David y Salomón, quienes actuaron fuera de lo que el Señor mandó.
En conclusión, los versículos 58–66 cierran la revelación reafirmando que el matrimonio eterno y sus leyes son de origen divino. Bajo circunstancias específicas, la pluralidad de esposas fue parte de ese plan, siempre con fines sagrados y bajo estricto orden del sacerdocio. Aunque no es una práctica vigente hoy, su inclusión en esta sección nos recuerda que el Señor gobierna Sus convenios, que la exaltación está ligada al matrimonio eterno y que todas las leyes de Dios deben recibirse con obediencia, humildad y rectitud.
Versículos 57–66
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
Los versículos finales de Doctrina y Convenios 132 contienen referencias a la “ley de Sara”, o sea, la referencia al consentimiento de Sara cuando Abraham tomó a Agar para tener un hijo. El relato bíblico enseña que esta acción ocurrió por indicación de Sara (Génesis 16:1–2). Doctrina y Convenios 132 añade que el Señor mandó a Abraham tomar a Agar como esposa (DyC 132:65). En este caso, tanto Abraham como Sara obedecieron el mandamiento del Señor. En la sección 132, la ley de Sara se invoca en el contexto de las dificultades que José y Emma Smith experimentaron con el mandamiento de practicar el matrimonio plural. Nuevamente, poseemos muy poca información sobre las conversaciones privadas que José y Emma tuvieron respecto a la doctrina y su práctica. Según la cronología presentada por diferentes fuentes, es probable que lucharan con la doctrina durante años antes de que José recibiera una exención de la ley de Sara. También sabemos que Emma osciló entre aceptar y oponerse a la práctica durante el resto de la vida de José Smith.
La severa advertencia del Señor a Emma de que sería “destruida” (DyC 132:54) también debe entenderse en su contexto adecuado. Varios comentaristas de las Escrituras han señalado que el uso de la palabra destruida aquí es el mismo que aparece en la profecía de Pedro sobre Moisés y aquellos que rechazarían a Cristo. Pedro enseñó:
“Porque Moisés dijo a los padres: El Señor vuestro Dios os levantará profeta de entre vuestros hermanos, como a mí; a él oiréis en todas las cosas que os hable; y toda alma que no oiga a aquel profeta, será desarraigada del pueblo” (Hechos 3:22–23).
Cuando Nefi citó esta misma profecía de Moisés en el Libro de Mormón, en lugar de “destruida”, dijo que quienes no escucharan serían “cortados de entre el pueblo” (1 Nefi 22:20).
Las preguntas en torno a las luchas de Emma con el matrimonio plural no pueden resolverse con las fuentes disponibles actualmente. También es impropio especular sobre la salvación de Emma. Un incidente relatado por la enfermera de Emma, Elizabeth Revel, ilustra su relación con Dios hacia el final de su vida. Según Revel, unos días antes de la muerte de Emma,
José vino a ella en una visión y le dijo: “Emma, ven conmigo, es hora de que vengas conmigo.” Según lo contó Emma, ella dijo: “Me puse mi sombrero y mi chal y fui con él; no pensé que fuera algo inusual. Fui con él a una mansión, y me mostró los diferentes aposentos de esa hermosa mansión.” Y uno de los cuartos era el cuarto de los niños. En ese cuarto había un bebé en la cuna. Ella dijo: “Reconocí a mi bebé, mi Don Carlos que me fue quitado.” Se lanzó hacia adelante, tomó al niño en sus brazos y lloró de gozo al tenerlo de nuevo. Cuando Emma se recuperó lo suficiente, se volvió hacia José y dijo: “José, ¿dónde están los demás de mis hijos?” Él le respondió: “Emma, ten paciencia y tendrás a todos tus hijos.” Entonces vio, de pie junto a él, a un Personaje de luz, el mismo Señor Jesucristo.
Comentario final
La sección 132 es una de las más solemnes y trascendentes de todas las revelaciones dadas a José Smith, porque establece con claridad el nuevo y sempiterno convenio del matrimonio como parte esencial del plan de salvación. En ella, el Señor revela que el matrimonio eterno —sellado por la debida autoridad del sacerdocio— es el medio por el cual hombres y mujeres pueden alcanzar la exaltación y llegar a ser como Dios, participando de Su plenitud de gloria, poder y aumento eterno.
Desde el inicio, el Señor deja claro que este convenio no es algo opcional ni pasajero, sino una ley eterna instituida desde antes de la fundación del mundo. Solo los que entren y permanezcan fieles a este pacto heredarán tronos, dominios y la vida eterna. En contraste, los matrimonios y convenios realizados sin la debida autoridad carecen de validez más allá de la muerte, quedando sin efecto en la resurrección.
La revelación recalca que toda ordenanza debe ser realizada bajo el poder del sellamiento, sin el cual nada permanece en la eternidad. De ahí la importancia de las llaves conferidas a José Smith: el poder de atar en la tierra y en los cielos, restaurando el orden divino que da validez eterna a los convenios.
A lo largo de la sección, el Señor contrasta la vida eterna con la destrucción eterna, mostrando que rechazar o quebrantar este convenio coloca a las personas bajo condenación. Al mismo tiempo, promete que quienes lo reciban y permanezcan fieles serán protegidos del poder de Satanás y recibirán perdón y redención por medio de la expiación de Cristo. Para ilustrar esta ley, se recuerda la obediencia de Abraham, Isaac y Jacob, quienes fueron justificados por seguir los mandamientos del Señor, mientras que se advierte con el ejemplo de David y Salomón, que pecaron al tomar esposas fuera del convenio divino.
La sección también aborda el principio de la pluralidad de esposas, explicando que en ciertos tiempos y bajo mandamiento específico del Señor se permitió y se ordenó con fines sagrados, principalmente la multiplicación de hijos en el convenio. Se recalca, sin embargo, que esta práctica solo era justificada bajo la dirección de Dios y en estricto orden, y que cualquier abuso de la ley conducía a la condenación.
Finalmente, el Señor dirige palabras a Emma Smith, esposa de José, llamándola a aceptar esta ley y someterse a ella, recordándole que las bendiciones de la exaltación no se obtienen sin obediencia total al convenio.
























