Doctrina y Convenios
Sección 133
La sección 133 es una visión profética del fin de los tiempos, pero también un manual de preparación personal y colectiva. Nos recuerda que el evangelio no es un asunto local ni limitado, sino un plan eterno que abarca a vivos y muertos, a Israel y a todas las naciones, a la tierra y a los cielos. Nos invita a escoger ahora de qué lado estaremos en aquel día: con los que tiemblan ante la majestad del Señor, o con los que lo reciben con gozo, preparados para entrar en Su gloria eterna.
Contexto histórico y trasfondo
Resumen breve por Steven C. Harper
La sección 133 concluye lo que la sección 1 comenzó. La conferencia de noviembre de 1831 en Hiram, Ohio, planificó publicar 10,000 copias de las revelaciones de José como Un Libro de Mandamientos para el Gobierno de la Iglesia de Cristo. José comenzó a editar las revelaciones, y Oliver Cowdery hizo planes para llevarlas a Independence, Misuri, para ser publicadas por William Phelps en la imprenta de la Iglesia. La historia de José dice que:
“En ese tiempo había muchas cosas que los élderes deseaban saber en cuanto a la predicación del Evangelio a los habitantes de la tierra y en cuanto a la congregación; y a fin de andar en la verdadera luz y ser instruidos de lo alto, el 3 de noviembre de 1831, inquirí del Señor y recibí la siguiente importante revelación, la cual desde entonces ha sido añadida al Libro de Doctrina y Convenios, y se ha llamado el Apéndice.”
La sección 133 continúa, e incluso intensifica, el tono apocalíptico de la sección 1. Anuncia que Cristo vendrá pronto de manera dramática. Vendrá a juzgar a todos los que se olviden de Dios, incluyendo a los impíos Santos de los Últimos Días. Por lo tanto, los santos deben prepararse para su venida santificando sus vidas y convirtiéndose en Sion. “Salid de Babilonia”, dice el Señor una y otra vez, solidificando la tipología dualista de “Sion versus Babilonia” que eligió en las secciones 1 y 133 para enmarcar Doctrina y Convenios.
Sion será rescatada cuando venga el Señor. Babilonia será destruida. “Oíd y escuchad, oh habitantes de la tierra. Escuchad, élderes de mi iglesia, juntos, y oíd la voz del Señor; porque él llama a todos los hombres en todas partes a arrepentirse” (DyC 133:16). Los ángeles ya han sido enviados para anunciar que la hora de su venida está cerca. De hecho, ese es el inicio de la Restauración. Como explica la sección 133, mensajeros confían el evangelio a profetas mortales, quienes lo ofrecen a “algunos”, que luego van a “muchos”, hasta que “este evangelio será predicado a toda nación, tribu, lengua y pueblo” (vv. 36–37). Entonces el Señor responderá las oraciones de su pueblo, que por mucho tiempo ha clamado: “¡Oh, si rompieses los cielos y descendieras, y los montes se derritiesen delante de tu presencia!” (v. 39). Él responderá “como fuego abrasador que consume, y como fuego que hace hervir las aguas” (v. 41). Vendrá pronto para santificar a los arrepentidos y consumir a los que no se arrepientan.
Entonces, ¿cómo responde la revelación a las preguntas de los élderes sobre predicar el evangelio y congregar a Israel? Primero, enfatiza que los santos deben salir de Babilonia, y la única alternativa es “huir a Sion” (DyC 133:12). Segundo, enviar a los élderes de regreso a rescatar a cualquiera que se arrepienta. Que los envíen primero a los gentiles y luego a los judíos. Deben “trillar a las naciones por el poder de su Espíritu” (v. 59) y enviar a quienes se arrepientan a Sion para ser investidos con el poder del sacerdocio y con las bendiciones prometidas a la Casa de Israel. Esa es la razón por la cual se dieron las revelaciones y por qué deben publicarse a toda la humanidad. “Y al que se arrepienta y se santifique ante el Señor, se le dará la vida eterna. Y a los que no escuchen la voz del Señor se cumplirá lo que fue escrito por el profeta Moisés, que serán desarraigados de entre el pueblo” (DyC 133:62–63).
La sección 133 responde las preguntas de los élderes sobre predicar el evangelio y reunir a Israel perdido. Otras revelaciones dan instrucciones mucho más detalladas sobre cómo hacerlo. Esta enfatiza el porqué y el cuándo. Para un pequeño grupo de santos falibles reunidos en una casa particular, presenta un alcance audaz: cubrir el mundo entero con el evangelio restaurado. Reitera la gran comisión de Cristo de llevar el evangelio a toda criatura para que cada uno decida si arrepentirse o no. Además, no hay tiempo que perder. El tono urgente de la revelación enfatiza que Cristo viene pronto a juzgar a un mundo apóstata: Babilonia.
¿Qué resultó de esta revelación? Ese pequeño grupo de santos tambaleantes ha crecido exponencialmente y ha enviado a decenas de miles de sus hijos e hijas a los confines de la tierra para predicar el evangelio y congregar a Israel disperso en anticipación de la segunda venida del Señor. Sería difícil exagerar el poder motivador de secciones como la 133. Es, como declaró un santo temprano, “llena de tanta inteligencia celestial.”
Contexto adicional por Casey Paul Griffiths
Doctrina y Convenios 133 suele ser conocida como “el apéndice” de Doctrina y Convenios. Fue recibida el 3 de noviembre de 1831, casi al mismo tiempo que las secciones 1 y 67, y fue colocada al final del Libro de Mandamientos. Mientras que Doctrina y Convenios 1 es considerado el “prefacio” del libro, la sección 133 funciona, de hecho, como un apéndice del mismo. El apóstol John A. Widtsoe explicó:
“El ‘Apéndice’ [DyC 133] complementa la introducción [DyC 1]. Las dos secciones juntas abarcan el contenido del libro en forma condensada. Un apéndice es algo que el escritor considera que debe añadirse para ampliar lo que está en el libro, para enfatizarlo, para hacerlo más fuerte o para explicar un poco más completamente el contenido.”
Doctrina y Convenios 133 contiene una extensa exposición sobre las señales que preceden a la Segunda Venida de Jesucristo. Cuando la revelación se publicó por primera vez en The Evening and the Morning Star, fue acompañada por la siguiente introducción:
“En verdad, es motivo de gozo para nosotros saber que todas las profecías y promesas contenidas en ellas, que aún no se han cumplido, se cumplirán. Los santos pueden alzar sus cabezas y regocijarse, porque su redención pronto será perfeccionada. Pronto la cortina de los cielos se desplegará, como un rollo se despliega después de haberse enrollado, y verán a su Señor cara a cara. En vista de estas escenas venideras, pueden alzar sus cabezas y regocijarse, y alabar su santo nombre, porque se les permite vivir en los días en que Él devuelve a su pueblo Sus convenios sempiternos, para prepararlos para Su presencia.”
En la historia de la Iglesia de 1838, preparada bajo su dirección, José Smith dio la siguiente descripción de las circunstancias que rodearon esta revelación:
“En ese tiempo había muchas cosas que los élderes deseaban saber en cuanto a predicar el evangelio a los habitantes de la tierra y en cuanto a la congregación; y, a fin de andar en la verdadera luz y ser instruido de lo alto, el 3 de noviembre de 1831 inquirí del Señor y recibí la siguiente revelación, la cual, por su importancia y para distinguirla, desde entonces se ha añadido al Libro de Doctrina y Convenios y se ha llamado el Apéndice.”
Mientras que la mayoría de las secciones de Doctrina y Convenios aparecen en orden cronológico, la sección 1 y la sección 133 fueron colocadas deliberadamente fuera de orden. Doctrina y Convenios 1 fue puesta al inicio del libro, y la sección 133 al final. Originalmente, la sección 133 iba a aparecer al final del Libro de Mandamientos (1833), pero la imprenta que lo producía fue destruida. La revelación fue incluida como la sección final en la edición de 1835 de Doctrina y Convenios. En la edición de 1876 de Doctrina y Convenios, preparada bajo la dirección de Brigham Young, la sección recibió su número actual (133), y ha permanecido en este lugar en todas las ediciones posteriores.
Doctrina y Convenios 133:1
“Una colección de conceptos claves”
La sección 133 se presenta como una sinfonía de verdades eternas, donde el Señor entreteje conceptos dispersos a lo largo de las Escrituras para revelar una visión completa de Su obra en los últimos días. Este pasaje nos recuerda que las revelaciones de Dios no fueron escritas como manuales temáticos, sino como un tejido espiritual en el que cada hilo —cada versículo, símbolo o frase— se conecta con otros para formar el diseño del plan de salvación.
El Señor invita a Sus hijos a ser estudiosos diligentes del evangelio, no solo lectores pasivos. Comprender las Escrituras requiere esfuerzo, oración y la guía del Espíritu. Tal como se menciona en esta sección, las frases y conceptos —como “salid de Babilonia”, “alargar el paso” o “el Señor vendrá a su templo”— se convierten en puentes hacia verdades más profundas, que solo se revelan a quienes buscan entender y aplicar lo que aprenden.
Cada palabra de esta revelación apunta hacia la Segunda Venida, el recogimiento de Israel y la preparación espiritual del pueblo del convenio. En este sentido, Doctrina y Convenios 133 funciona como una clave maestra que vincula antiguos profetas, enseñanzas del Salvador y mandamientos modernos, mostrando la unidad del plan divino a lo largo de las dispensaciones.
Este versículo nos enseña que el estudio de las Escrituras no debe ser superficial ni fragmentado. Debemos buscar conexiones, contextos y símbolos que revelen la intención del Señor detrás de cada enseñanza. Cuando estudiamos con el corazón abierto y con la mente activa, las Escrituras dejan de ser un texto y se convierten en un lenguaje celestial que el Espíritu traduce directamente al alma.
Así, cada vez que volvemos a las palabras de Doctrina y Convenios, el Señor nos invita a “alargar el paso” en nuestro entendimiento, profundizando en Su palabra hasta que los conceptos dispersos se conviertan en una visión unificada del evangelio eterno.
Doctrina y Convenios 133:1, 16
“A quién dirige el Señor esta revelación”
La voz del Señor en Doctrina y Convenios 133 resuena con urgencia y alcance universal. Aunque el mensaje está dirigido primero a los miembros de Su Iglesia, los santos del convenio que deben prepararse para Su venida, el llamado se extiende también a todos los habitantes de la tierra. El Señor no excluye a nadie de Su invitación al arrepentimiento y a la preparación espiritual.
Al igual que en el gran prefacio de las revelaciones (Doctrina y Convenios 1:1–4), esta sección comienza con un llamado global: la voz del Señor “irá a los extremos de la tierra”, para que “nadie diga que no ha oído hablar de Él”. El Señor habla tanto a los creyentes como a los incrédulos, a los justos y a los impíos, recordando que Su plan abarca a toda la familia humana.
A los santos, la revelación les pide alistarse, santificarse y salir de Babilonia; a los que aún no han recibido el evangelio, les advierte y les invita con amor a venir a Cristo antes de que llegue el día grande y terrible del Señor. Así, la sección 133 refleja el equilibrio divino entre misericordia y justicia, extendiendo una mano tanto para bendecir como para advertir.
Cada discípulo de Cristo debe oír en estas palabras una voz personal que llama a la preparación y a la pureza. El Señor no habla solo a una Iglesia institucional, sino a cada alma que desee escuchar Su voz y salir espiritualmente de la confusión del mundo.
Esta revelación nos recuerda que el evangelio no es un mensaje limitado a un grupo, sino una proclamación universal. En nuestros días, esa voz continúa extendiéndose mediante la obra misional, los templos y el testimonio individual. La pregunta es: ¿cómo respondo yo a ese llamado? Porque el Señor sigue diciendo hoy, como entonces: “¡Oíd, oh pueblos de mi Iglesia, y todos los moradores de la tierra!” —una invitación a despertar, a alistarse, y a prepararse para recibirlo cuando venga en gloria.
Versículos 1–6
Llamado urgente a salir de Babilonia
El Señor ordena a Sus siervos salir de Babilonia, prepararse y santificarse, pues pronto llegará el gran día del Señor.
En estos versículos, el Señor levanta una voz de advertencia y de misericordia. Sus siervos son llamados con urgencia a salir de “Babilonia”, símbolo de un mundo corrompido por el pecado, la idolatría y las vanidades pasajeras. El mandato no es meramente geográfico, sino espiritual: se trata de abandonar costumbres, pensamientos y estilos de vida que atan al corazón al mundo y lo alejan de Dios.
El Señor no solo pide apartarse de Babilonia, sino también prepararse y santificarse, porque se acerca el gran día de Su venida. Este llamado a la santificación no es pasivo, sino activo: implica purificar la vida, obedecer Sus mandamientos y vivir en rectitud, de modo que Su pueblo esté listo para recibirle con gozo y no con temor.
Doctrinalmente, estos versículos nos enseñan que la separación de Babilonia es una condición indispensable para poder participar en la redención y en el recogimiento de Israel. No se trata de un consejo opcional, sino de un mandamiento urgente ligado al cumplimiento de las profecías de los últimos días. La preparación espiritual se convierte así en la clave de la protección divina, pues el gran día del Señor traerá tanto destrucción para los inicuos como liberación y gloria para los fieles.
En un sentido personal, este pasaje nos invita a examinar nuestro propio “Babilonia”: aquellas influencias, hábitos o apegos que nos mantienen atados al mundo. Salir de Babilonia significa confiar en las promesas del Señor más que en las seguridades aparentes de lo terrenal, y santificarse es vivir de tal manera que estemos listos para encontrarnos con Él.
Versículos 1–6
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
Doctrina y Convenios 133 comienza con una profecía de Malaquías acerca de “el Señor, a quien vosotros buscáis, vendrá súbitamente a su templo” (Malaquías 3:1). Jesús fue un visitante frecuente del templo en Jerusalén durante su ministerio mortal, pero esta profecía indudablemente se refiere a una manifestación más grande y gloriosa. La sección declara que Cristo “desnudará su santo brazo a ojos de todas las naciones, y todos los términos de la tierra verán la salvación de su Dios” (DyC 133:3; Isaías 52:10), refiriéndose al regreso del Salvador en gloria a la tierra.
El élder Orson Pratt enseñó:
“Leemos en las Escrituras de verdad divina que el Señor nuestro Dios vendrá a su templo en los últimos días… Está registrado en el capítulo 3 de Malaquías que ‘el Señor a quien buscáis vendrá súbitamente a su templo.’ Esto no hacía referencia a la primera venida del Mesías, al día cuando apareció en la carne; sino que hace referencia a ese glorioso período llamado los últimos días, cuando el Señor nuevamente tendrá una casa, o un templo, erigido en la tierra en su santo nombre.”
La profecía dice que el Señor aparecerá en Su templo en los últimos días. Esta aparición puede referirse al templo en Jerusalén, reconstruido, o al templo que será edificado en la ciudad de Sion (DyC 84:2). La profecía también puede tener múltiples cumplimientos. En cierto sentido, se cumple cada vez que un templo es dedicado y el Salvador ofrece Su aceptación de la nueva casa que Le pertenece.
Una de las enseñanzas más importantes dentro de esta profecía es que el templo seguirá siendo el punto central de adoración en los últimos días. La casa del Señor está destinada al beneficio de los hombres y mujeres que lo siguen. Calificar para las bendiciones del templo es una parte esencial de “salir de Babilonia” (DyC 133:5).
Doctrina y Convenios 133:2
“¿Ha venido el Señor súbitamente a su templo?”
La promesa de que el Señor vendrá súbitamente a Su templo es una de las profecías más solemnes y esperanzadoras de los últimos días. En el momento en que se dio esta revelación (noviembre de 1831), la venida del Señor a Su templo aún era un acontecimiento futuro, pero el cumplimiento de esa promesa comenzó a manifestarse gradualmente, conforme se fueron edificando las casas del Señor en esta dispensación.
El élder Orson Pratt enseñó que la profecía de Malaquías —de que “vendrá súbitamente a su templo el Señor”— no se refería a Su primera venida en la carne, sino a Su manifestación gloriosa en los últimos días, cuando Cristo nuevamente posea un templo erigido bajo Su dirección. De hecho, esta profecía tuvo una realización parcial en el Templo de Kirtland en 1836, cuando el Señor se apareció y aceptó la casa que Sus siervos habían consagrado (véase D. y C. 110). Sin embargo, el cumplimiento pleno de esta promesa aún está por venir: cuando el Salvador aparezca repentinamente a Su templo en Jerusalén y a Su pueblo purificado, antes de Su regreso en gloria para juzgar al mundo.
Smith y Sjodahl explican que esta profecía tiene un doble cumplimiento: una venida para bendecir y purificar a los santos —como el orfebre que refina la plata—, y otra para ejecutar juicio sobre los impíos. En la primera, Cristo aparecerá en Su templo a los fieles; en la segunda, vendrá en poder y majestad sobre toda la tierra.
El Señor vendrá a Su templo no solo como Juez, sino como Purificador. Por tanto, cada uno de nosotros debe prepararse espiritualmente para ser una “piedra viva” de ese templo simbólico y real. Así como Él vino súbitamente a Kirtland y Su presencia santificó aquel lugar, también desea venir a nuestro corazón y hacerlo Su morada.
Prepararnos para Su venida implica pureza personal, fidelidad en los convenios y participación constante en la obra del templo. Si nos santificamos y servimos fielmente en Su casa, no tendremos temor de Su aparición repentina, sino gozo. Como escribió Malaquías, el Señor será para los justos como “fuego purificador”, no para destruirlos, sino para refinar sus almas hasta que resplandezcan en Su gloria.
Doctrina y Convenios 133:3
“…desnudará su santo brazo”
En las Escrituras, el “brazo del Señor” representa Su poder activo en la salvación y la liberación de Su pueblo. Cuando el Señor declara que “desnudará su santo brazo”, está usando un lenguaje simbólico que sugiere preparación para la acción. En la antigüedad, los guerreros y trabajadores se arremangaban o “descubrían el brazo” antes de emprender una tarea difícil o una batalla; de igual modo, el Señor anuncia aquí que mostrará abiertamente Su poder para redimir a los fieles y destruir la iniquidad.
Este símbolo se repite en varios pasajes sagrados. En Éxodo 15, Moisés canta que “la diestra del Señor ha sido magnificada en poder” al liberar a Israel del yugo de Egipto. En los últimos días, esa misma fuerza divina se manifestará de nuevo: el Señor se revelará al mundo no solo por medio de Su palabra, sino también por medio de hechos portentosos, preparando la tierra para Su venida y demostrando que Su brazo no se ha acortado para salvar.
El “brazo desnudo” también implica que Dios actuará sin intermediarios, revelando Su poder directamente ante las naciones. En la primera venida de Cristo, Su brazo se manifestó en misericordia; en la segunda, se manifestará en juicio y gloria, cuando toda carne verá Su salvación.
El Señor hoy sigue “desnudando Su brazo” a través de la Restauración, de la obra misional y de los milagros espirituales que acompañan Su evangelio. Cada vez que se edifica un templo, se comparte el testimonio de Cristo o se salva un alma del pecado, Su poder redentor se hace visible en el mundo.
Para los discípulos de Cristo, esta expresión es también una invitación personal: permitir que Su poder obre en nosotros, despojándonos del temor y del pecado, y poniéndonos al servicio de Su causa. Si permanecemos fieles, veremos con nuestros propios ojos cómo el brazo del Señor se revela en favor de Su pueblo y cómo Su fuerza, una vez más, cambia la historia del mundo.
Doctrina y Convenios 133:3
“…todas las naciones verán la salvación de su Dios”
El anuncio de que todas las naciones verán la salvación de su Dios describe el día en que el Señor manifestará Su poder redentor ante el mundo entero. No se trata solo de la salvación espiritual de los individuos, sino también de la liberación visible y definitiva del pueblo del convenio, cuando Cristo regrese en gloria y establezca Su reino milenario sobre la tierra.
El élder Sidney B. Sperry explicó que “ver la salvación de Dios” equivale a presenciar Su victoria: el triunfo del bien sobre el mal, de la luz sobre las tinieblas, de la verdad sobre la incredulidad. En ese momento, no habrá nación, lengua ni pueblo que pueda negar la realidad del poder divino. Tal como Isaías profetizó, “Jehová desnudará su santo brazo a la vista de todas las naciones; y todos los confines de la tierra verán la salvación de nuestro Dios” (Isaías 52:10).
Este pasaje también enseña que la salvación de Dios no será un acontecimiento oculto o simbólico, sino un hecho glorioso y universal. Las naciones verán literalmente al Salvador venir con poder y majestad; contemplarán cómo Él libera a los fieles, derrota a los impíos y restaura toda justicia sobre la tierra.
La promesa de que “todas las naciones verán la salvación de su Dios” nos recuerda que el evangelio de Jesucristo es un mensaje global. Hoy, esa profecía comienza a cumplirse por medio de la predicación del evangelio a toda nación, tribu, lengua y pueblo. Cada vez que un corazón se convierte al Señor, Su salvación se hace visible en una nueva vida transformada.
El desafío para nosotros es vivir de tal manera que Su poder salvador se vea reflejado en nuestra propia vida. Cuando actuamos con fe, obediencia y testimonio, nos convertimos en testigos vivos de Su redención. Así, mientras el mundo se prepara para aquel día glorioso, nosotros ya podemos “ver la salvación de nuestro Dios” en el milagro diario de Su obra en nuestras almas.
Doctrina y Convenios 133:4
“Por tanto, preparaos, preparaos”
Estas palabras del Señor son un llamado solemne y urgente dirigido a todos los que esperan Su venida. Repetidas dos veces, con fuerza y compasión, expresan la seriedad del momento en que vivimos: “Por tanto, preparaos, preparaos, oh santos de Dios, y vestíos la armadura de justicia.” (D. y C. 133:4). No es un simple consejo, sino una advertencia divina. El Señor no desea que Su pueblo sea sorprendido; desea que esté listo, limpio y consagrado para recibirle.
La preparación para la Segunda Venida implica acción consciente, santificación personal y participación activa en la obra del Señor. Los profetas modernos han identificado tres áreas esenciales de esa preparación: el conocimiento, la pureza y el recogimiento.
El presidente Harold B. Lee enseñó que no se puede recibir al Señor sin conocerlo verdaderamente. Prepararse significa llegar a saber quién es el Padre, quién es el Hijo, y reconocer la misión divina del profeta José Smith, por medio de quien se restauraron las llaves de la salvación. Conocer a Dios es más que aprender de Él; es llegar a relacionarse personalmente con Él, mediante la revelación y la fe viva.
Cada uno de nosotros debe buscar su propio testimonio, no depender de la fe prestada de otros. El día vendrá —dijo Heber C. Kimball— en que “nadie podrá seguir adelante por la fe de otro”. Solo quienes conozcan al Señor por experiencia espiritual estarán preparados para Su regreso.
El Señor no puede morar entre los impuros. La santificación es el proceso mediante el cual somos purificados del pecado por medio del arrepentimiento, las ordenanzas y la influencia del Espíritu Santo. Es “tornarse limpio y sin mancha”, como explicó el élder Bruce R. McConkie.
Ser santificado no es un acto instantáneo, sino una transformación continua: nacer de nuevo, dejar atrás lo carnal, y llegar a ser una nueva criatura en Cristo. Cuanto más nos acercamos al Señor, más conscientes somos de nuestras debilidades y más dependemos de Su gracia. Esta preparación interior —el refinamiento del alma— es tan esencial como cualquier preparación exterior.
El recogimiento de Israel, explicó el élder McConkie, tiene un doble propósito: fortalecer a los santos y permitirles recibir las bendiciones del templo. Reunirnos como pueblo del convenio no solo significa congregarnos físicamente, sino también unirnos espiritualmente bajo un mismo Señor y una misma fe.
En la actualidad, este recogimiento ocurre en cada nación donde hay un templo, una rama o un hogar fiel. El Señor está cumpliendo Su promesa de que “el evangelio será predicado en todo el mundo”. Cada familia que se une en rectitud se convierte en una pequeña Sion; cada corazón que acepta a Cristo es parte del Israel reunido.
El llamado del Señor —“Preparaos, preparaos”— es personal y urgente. Prepararse no es solo esperar pacientemente Su venida, sino vivir activamente como si Él ya estuviera entre nosotros. Implica estudiar Sus palabras, arrepentirse diariamente, participar en la obra del templo y ayudar a recoger a Israel.
Cuando el Señor venga, no habrá tiempo para improvisar la fe. Nuestra preparación de hoy determinará nuestra confianza mañana. Por eso, cada día de obediencia, de servicio y de arrepentimiento es un paso hacia Su encuentro.
Así, cuando el Amado regrese en gloria, no lo veremos como un extraño que llega súbitamente, sino como a un amigo esperado, al Señor que ya habita en nuestro corazón.
Doctrina y Convenios 133:5
“Salid de Babilonia. Sed limpios los que lleváis los vasos del Señor.”
Aquellos que vienen a Cristo y se reúnen con las ovejas de Su redil son instruidos a dejar atrás el oropel y la transitoriedad de Babilonia. Son llamados a venir a Sion, la sociedad de los puros de corazón, la ciudad de Dios.
Se les llama a evitar las acciones y las agendas de quienes se hospedan en el gran y espacioso edificio, a ignorar las burlas de los ruidosos ciudadanos de la ciudad del hombre.
Como poseedores del Evangelio, como portadores del santo sacerdocio, como personas que han recibido las ordenanzas de salvación y son receptáculos del Espíritu santificador y director de Dios, ellos “llevan los vasos del Señor” (DyC 133:5).
Se esfuerzan por mantener sus manos (acciones) limpias y sus corazones (deseos) puros (Salmos 24:3–4). Han abandonado al dios de este mundo (2 Corintios 4:4) y ahora “anuncian las virtudes de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9).
El llamado del Señor en Doctrina y Convenios 133:5 —“Salid de Babilonia. Sed limpios los que lleváis los vasos del Señor”— es una de las invitaciones más solemnes y urgentes de toda la revelación moderna. Estas palabras, que evocan tanto la pureza como la separación, resumen el espíritu del recogimiento de Israel y la preparación de los santos para la venida de Cristo.
“Babilonia” simboliza el mundo en su estado de corrupción espiritual y moral: la confusión de valores, la adoración del placer, la ambición sin límites y la rebelión contra Dios. Es el reino del hombre que busca reemplazar al reino de Dios. Desde los días de Nimrod, Babilonia representa el intento de la humanidad por alcanzar el cielo sin Dios, por edificar torres de orgullo en lugar de templos de adoración. Por eso, cuando el Señor dice “Salid de Babilonia”, no está simplemente dando un mandato geográfico, sino un llamado espiritual: salir del pecado, del egoísmo, de las filosofías huecas que prometen libertad pero esclavizan el alma.
A los santos se les invita a venir a Sion, la sociedad de los puros de corazón, donde el amor reemplaza la codicia y la santidad sustituye la corrupción. Sion es más que un lugar; es una condición del alma. Es el opuesto de Babilonia. Mientras Babilonia se edifica sobre la soberbia y el ruido del mundo, Sion se construye sobre la humildad y el silencio de la devoción. Aquellos que “llevan los vasos del Señor” son los que han sido llamados a vivir en Sion y a representarla ante el mundo.
Llevar “los vasos del Señor” significa portar Su autoridad, Sus convenios, Su Espíritu y Su nombre. Así como los antiguos sacerdotes del templo transportaban los vasos sagrados con pureza ritual, los discípulos de Cristo en esta dispensación llevan el Evangelio y el poder del sacerdocio como tesoros santos. Somos los portadores de las ordenanzas, los custodios de los convenios, los recipientes del Espíritu Santo. Por tanto, el mandato divino es claro: “Sed limpios.” No sólo en apariencia, sino en corazón y propósito.
La pureza que el Señor requiere no es perfección inmaculada, sino consagración constante. Ser limpio significa esforzarse por mantener las manos sin mancha —es decir, las acciones puras— y el corazón sin doblez —los deseos rectos— (Salmos 24:3–4). Implica abandonar el “dios de este mundo” (2 Corintios 4:4) —todas aquellas cosas que distraen y degradan el alma— y reemplazarlas con la adoración del Dios viviente.
Salir de Babilonia también exige valor moral. Requiere ignorar las burlas del “gran y espacioso edificio” (1 Nefi 8:26–28), esa sociedad ruidosa que ridiculiza la fe, la castidad y la devoción. Pero el discípulo de Cristo, sostenido por el Espíritu, se mantiene firme en medio del bullicio del mundo, sabiendo que “el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Juan 2:17).
Este llamado, entonces, no es negativo, sino profundamente esperanzador. No se trata sólo de huir del mal, sino de correr hacia el bien; no sólo de dejar atrás lo terrenal, sino de abrazar lo celestial. Salir de Babilonia es entrar en la presencia de Dios. Ser limpio es prepararse para ver Su rostro.
En última instancia, esta revelación describe la identidad del verdadero santo: aquel que, viviendo aún en el mundo, no pertenece a él; que maneja cosas sagradas con manos puras; y que, al hacerlo, “anuncia las virtudes de aquel que lo llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9). Es un llamado a vivir la santidad del sacerdocio en lo cotidiano, a reflejar la gloria de Sion en medio de Babilonia, y a mantener la mirada fija en Aquel que pronto regresará en majestad y poder.
Doctrina y Convenios 133:5, 14
“Salid de Babilonia, huid de en medio de los inicuos”
En las Escrituras, Babilonia no es solo una ciudad antigua o un imperio desaparecido: es un símbolo eterno del mundo caído. Representa el orgullo, la corrupción y el poder del hombre cuando se levanta contra Dios. En los días del Antiguo Testamento, Babilonia fue la nación que esclavizó a Israel, y desde entonces ha llegado a ser emblema de la esclavitud espiritual y del dominio de la iniquidad sobre el alma humana.
El Señor, al llamar a Sus santos a “salir de Babilonia”, no les está pidiendo únicamente que abandonen un lugar físico, sino que se separen espiritualmente del espíritu del mundo: de sus valores vacíos, de su codicia, de su impureza y de su indiferencia hacia las cosas santas. Babilonia hoy puede encontrarse en la cultura del entretenimiento, en la búsqueda del placer sin límites, o en la tentación de poner la confianza en las riquezas y el prestigio antes que en Dios.
Sión, por el contrario, representa el refugio espiritual, el lugar de pureza y consagración donde moran los que aman al Señor “con un corazón íntegro y un espíritu contrito”. Salir de Babilonia, pues, significa huir de todo lo que aleja el corazón del Salvador y buscar refugio en la fe, la rectitud y el convenio.
El mandato “huíd de en medio de los inicuos” (D. y C. 133:14) no se refiere a aislarse del mundo, sino a vivir en él sin ser de él. Los santos deben levantar la voz de advertencia, servir, enseñar y amar, pero sin permitir que el espíritu de Babilonia entre en su mente o en su hogar.
Cada día, los seguidores de Cristo enfrentan la decisión de morar en Babilonia o caminar hacia Sión. Es una elección constante: en lo que miramos, en lo que decimos, en lo que priorizamos. Vivir el evangelio plenamente es construir Sión dentro de nosotros mismos, en nuestro hogar y en nuestra comunidad.
El llamado del Señor sigue vigente: “Salid de Babilonia.” No es una voz de miedo, sino de esperanza. Significa liberarse de las cadenas del mundo y entrar en la luz y el gozo de aquellos que han hecho del Salvador su rey. Al responder a ese llamado, hallamos verdadera libertad —la libertad de los redimidos del Señor— y comenzamos a caminar, no hacia una ciudad terrenal, sino hacia la Sión celestial que el Señor prepara para los puros de corazón.
Doctrina y Convenios 133:5
“Sed limpios los que lleváis los vasos del Señor”
En la antigüedad, los vasos del Señor eran los utensilios sagrados usados en el tabernáculo y, más tarde, en el templo de Jerusalén: copas, candelabros, incensarios y otros objetos consagrados para el culto divino. Estos vasos no podían ser tocados por manos impuras ni por personas no autorizadas; hacerlo era profanar lo santo. Por ello, el Señor mandó que solo los sacerdotes dignos los manipularan, enseñando así que el servicio sagrado requiere pureza personal.
Cuando el Señor repite este mandato en los últimos días —“Sed limpios los que lleváis los vasos del Señor” (D. y C. 133:5)— amplía su significado. Los vasos ya no son solo objetos físicos, sino todas las cosas sagradas que pertenecen a Su obra: las ordenanzas del sacerdocio, la palabra del Evangelio, los convenios del templo y, en un sentido profundo, los propios siervos de Dios. Quienes portan Su nombre y ejercen Su autoridad son, en sí mismos, vasos escogidos del Señor (véase Hechos 9:15).
El llamado, entonces, es a una pureza interior. No basta con tener autoridad; es necesario tener limpieza de manos y pureza de corazón (Salmo 24:3–4). Todo aquel que administra las ordenanzas o representa al Salvador debe hacerlo con una vida íntegra, con pensamientos castos, con humildad y reverencia. El poder del sacerdocio no puede separarse de la pureza del alma.
Hoy, los “vasos del Señor” pueden ser nuestras propias vidas. Cada discípulo de Cristo —hombre o mujer— es un instrumento en Sus manos para bendecir a los demás. Por tanto, ser limpios no es solo un requisito para los que poseen el sacerdocio, sino una invitación a todos los que llevan Su nombre.
La pureza personal no se mide por la perfección sin mancha, sino por la constante búsqueda de santidad: el arrepentimiento diario, la oración sincera y el deseo de ser dignos de Su Espíritu. Cuando nos mantenemos limpios, el Señor puede llenarnos de Su poder, así como llenaba los vasos sagrados de Su templo con luz y gloria.
Ser limpios es, pues, estar preparados para que Su Espíritu repose en nosotros y obre a través de nosotros. Así nos convertimos, verdaderamente, en vasos del Señor: consagrados, útiles, y llenos de Su amor.
Doctrina y Convenios 133:6
“Asambleas solemnes”
En las Escrituras, el término “asambleas solemnes” se refiere a reuniones sagradas convocadas por mandato del Señor, en las cuales Su pueblo se congrega para adorar, renovar convenios y recibir instrucciones divinas. En los tiempos antiguos, Israel celebraba asambleas solemnes durante las fiestas del tabernáculo y en otras ocasiones de gran significado espiritual (véase Levítico 23:36; Deuteronomio 16:8). Eran momentos en que el pueblo se purificaba, se apartaba del mundo y se presentaba ante Jehová en humildad y reverencia.
En esta dispensación, el Señor ha restaurado también el principio de la asamblea solemne como una ordenanza de adoración y renovación espiritual. Doctrina y Convenios 95:7 explica que en el templo debía convocarse a los santos a “una asamblea solemne”, lo que se ha cumplido en diversas ocasiones: en la dedicación del Templo de Kirtland en 1836, en la dedicación de otros templos, y en reuniones especiales de las Autoridades Generales y de los santos en todo el mundo.
Durante tales asambleas, se invita a los participantes a consagrarse completamente al Señor, a escuchar Su voz por medio de Sus siervos y a renovar su compromiso de edificar Su reino. Son momentos en que el Espíritu se derrama con poder, como ocurrió el día de la dedicación del Templo de Kirtland, cuando muchos vieron visiones, hablaron en lenguas y testificaron de Cristo.
En un sentido más amplio, cada reunión del pueblo de Dios puede ser una asamblea solemne cuando se realiza con un corazón puro y una mente atenta al Espíritu. Al participar de la Santa Cena, asistir al templo o reunirnos en conferencias y consejos, tenemos la oportunidad de experimentar el mismo espíritu de consagración y revelación que caracterizó a las asambleas solemnes antiguas.
El Señor continúa llamando a Su pueblo a congregarse “en asambleas solemnes” —no solo físicamente, sino espiritualmente— para que, en medio de un mundo distraído, aprendamos a escuchar Su voz y a sentir Su poder. Cada vez que nos reunimos en Su nombre con humildad, fe y pureza, Él santifica esa reunión y la convierte en una asamblea solemne ante Sus ojos.
Versículos 7–19
Predicar el evangelio a todas las naciones
Se manda a los élderes salir con voz de amonestación para llevar el evangelio a todo pueblo y lengua. El mensaje debe ir hasta las islas del mar y los confines de la tierra.
En esta porción, el Señor extiende un mandato solemne a Sus élderes: salir con voz de amonestación y llevar el evangelio a todo pueblo, nación y lengua. La urgencia se mantiene, pues el tiempo es corto y la venida del Señor se acerca. El evangelio no está destinado a un grupo reducido, sino que es un mensaje universal que debe alcanzar los rincones más remotos de la tierra, incluso las islas del mar y los lugares más apartados.
Doctrinalmente, estos versículos reafirman el carácter global del plan de salvación. La restauración del evangelio no fue dada para unos pocos, sino para toda la familia humana. Así, la proclamación de la verdad se convierte en parte esencial del recogimiento de Israel: solo al escuchar y aceptar la voz de amonestación, las naciones pueden reconocer a Cristo y prepararse para Su retorno.
La voz que el Señor manda levantar no es solo un aviso de juicio, sino también una invitación misericordiosa. Ammonestar no significa condenar sin esperanza, sino advertir con amor y llamar al arrepentimiento mientras aún hay tiempo. Es un recordatorio de que Dios no desea la destrucción de Sus hijos, sino su conversión y redención.
En un sentido personal, este pasaje enseña que todos los santos —no solo los misioneros de tiempo completo— participan en esta obra al compartir el evangelio con sus palabras, acciones y testimonio. Al ser discípulos de Cristo, estamos llamados a ser luz para el mundo, proclamando la verdad en nuestro entorno, hasta que la voz del Señor resuene en toda nación.
Versículos 7–16
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
El Señor nunca permite que una calamidad llegue a la tierra sin antes advertir a Su pueblo. Una parte esencial de la obra de la Iglesia en los últimos días es advertir y reunir a todas las personas que estén dispuestas a salir de Babilonia y venir a Sion. La Proclamación sobre la familia, emitida en 1995, concluye con una declaración poderosa de la Primera Presidencia y del Quórum de los Doce:
“Advertimos que los individuos que violen los convenios de castidad, que maltraten a su cónyuge o a sus hijos, o que no cumplan con las responsabilidades familiares, algún día tendrán que responder ante Dios. Además, advertimos que la desintegración de la familia acarreará sobre individuos, comunidades y naciones las calamidades predichas por profetas antiguos y modernos.”
En los últimos días, las personas se reúnen hacia la seguridad al hacer convenios sagrados y realizar cambios en sus vidas que los liberan de la influencia destructiva del mundo. En la época en que se recibió Doctrina y Convenios 133, huir a Sion era un acto literal. La mayoría de las personas que se unían a la Iglesia en ese entonces comenzaban los preparativos para congregarse físicamente en un centro de la Iglesia en Ohio o Misuri y vivir con los santos.
Revelaciones posteriores explicaron que Sion también era “los puros de corazón” (DyC 97:21). Las personas pueden venir a Sion al abandonar las prácticas vacías y dañinas del mundo para abrazar los mandamientos de Dios. De esta manera, las fronteras de Sion se ensanchan un corazón a la vez, cuando hombres y mujeres eligen una vida superior de servicio y gozo.
Doctrina y Convenios 133:8, 16, 37
“Llamad a todas las naciones”
El mandato del Señor de “llamar a todas las naciones” es una de las expresiones más poderosas del carácter universal del Evangelio. No se trata simplemente de extender una invitación geográfica, sino de proclamar una verdad eterna que abarca a todos los hijos de Dios, sin distinción de idioma, cultura o frontera. El Evangelio restaurado no pertenece a un pueblo, sino al mundo entero; no fue dado sólo para un tiempo, sino para todas las generaciones.
El presidente Spencer W. Kimball enseñó que estas palabras del Salvador —“todas las naciones, toda lengua, todo pueblo, todo el mundo”— fueron escogidas cuidadosamente. Cada una de ellas amplía nuestra visión del mandato divino: el Evangelio debe llegar hasta el último rincón de la tierra, y también al último corazón dispuesto a oírlo. No basta con que unos pocos miles o millones lo conozcan; el plan del Señor es redimir a todos los que estén dispuestos a venir a Cristo, vivos o muertos.
Este llamado universal ha sido la fuerza impulsora de la obra misional desde los días de José Smith hasta nuestros tiempos. Los primeros élderes cruzaron mares, selvas y desiertos, proclamando que “una obra maravillosa y un prodigio” se había iniciado. Hoy, misioneros de casi todas las naciones levantan la misma voz, y el mandato sigue vigente: “salid de Babilonia, llamad a todos los pueblos”.
El llamado no es solo para los misioneros de tiempo completo, sino para cada discípulo de Cristo. “Llamar a todas las naciones” puede significar abrir la boca en nuestro vecindario, compartir el Evangelio en línea, o simplemente vivir de tal modo que nuestra vida testifique de Cristo. El Señor abrirá puertas cuando Su pueblo esté dispuesto a pasar por ellas.
Así, cada uno de nosotros puede ser instrumento en el cumplimiento de esta profecía: que “el Evangelio será predicado en testimonio a todas las naciones, y entonces vendrá el fin” (Mateo 24:14). El llamado aún resuena; la pregunta es si responderemos con la misma fe y urgencia con que los primeros santos lo hicieron.
Doctrina y Convenios 133:8
¿Por qué los judíos quedan para el final siendo ellos de la sangre de Israel?
El Señor obra con perfecto orden y justicia. Aunque los judíos —la casa de Judá— fueron los primeros en recibir al Salvador, también fueron los primeros en rechazarlo como nación. En consecuencia, el Evangelio se llevó a los gentiles, cumpliéndose así el plan divino de que “los primeros serían postreros, y los postreros, primeros” (Mateo 19:30). Pero el rechazo no fue definitivo, ni el amor del Salvador hacia Su pueblo disminuyó. Su pacto con Israel es eterno, y el tiempo llegará en que Judá vuelva a reconocer al Mesías que un día crucificó.
La historia de Judá simboliza tanto la fidelidad del Señor como la necesidad de redención. Aquel pueblo que antaño clamó “¡Crucifícale!” será el mismo que, en el monte de los Olivos, se postrará ante Él y preguntará: “¿Qué heridas son estas en tus manos?” y oirá la tierna respuesta: “Con ellas fui herido en casa de mis amigos” (Zacarías 13:6). Ese día marcará el cumplimiento del amor y la misericordia de Dios, pues Su brazo se extenderá nuevamente a Su pueblo escogido.
Así como el Señor no ha olvidado a la casa de Judá, tampoco olvida a ninguno de nosotros. A veces, cuando el Señor parece guardar silencio o retrasar Sus promesas, no es olvido, sino preparación. El trato que Dios da a Israel refleja Su trato con cada alma: nos corrige, nos enseña y, al final, nos redime con amor. Aprendemos que, aunque el tiempo del Señor no siempre coincide con el nuestro, Su fidelidad nunca falla. Su Evangelio regresará a Judá, y Su amor regresará a cada corazón dispuesto a reconocerlo como el Mesías y Redentor del mundo.
Doctrina y Convenios 133:10, 19
“El Esposo viene… ¡Prepararos!”
El llamado de Doctrina y Convenios 133:10 —“El Esposo viene, salid a recibirlo”— es una poderosa invitación que vincula la revelación moderna con la parábola de las diez vírgenes. Así como en los días antiguos el esposo tardaba en llegar a la casa de la desposada, hoy el Señor parece demorar Su venida. Pero Su aparente tardanza es una prueba de preparación y fidelidad. La espera distingue entre quienes viven listos espiritualmente —las vírgenes prudentes— y quienes posponen su conversión —las insensatas—.
El élder James E. Talmage explicó que en las bodas judías, las doncellas prudentes llevaban aceite suficiente para mantener encendidas sus lámparas hasta la llegada del esposo, sin saber la hora exacta en que vendría. De igual modo, el presidente Spencer W. Kimball enseñó que ese aceite simboliza la rectitud personal, las obras justas, la obediencia silenciosa y constante que no puede ser prestada ni compartida a último momento.
Cada generación de santos ha vivido con la expectativa del retorno de Cristo. Los primeros discípulos velaban con fe, los pioneros de los últimos días se prepararon con sacrificio, y hoy nosotros debemos mantener la luz del testimonio ardiendo en medio de la oscuridad del mundo. El llamado sigue resonando: “Salid a recibir al Esposo.”
Prepararse para la venida del Señor no significa vivir con temor, sino con propósito. Implica llenar diariamente nuestra lámpara con pequeñas gotas de fe, oración, servicio y pureza. El Esposo viene, y Su demora es misericordiosa, dándonos tiempo para llenar nuestro depósito. Cada acto de bondad, cada oración sincera, cada obediencia silenciosa añade una gota más al aceite que hará brillar nuestra lámpara cuando se escuche el clamor final:
“¡He aquí, el Esposo viene! ¡Salid a recibirlo!”
Doctrina y Convenios 133:11
¿Cuándo vendrá Cristo a dar comienzo a Su reinado milenario?
El día y la hora de la Segunda Venida de Cristo son conocidos sólo por el Padre, pero las señales de Su venida han sido dadas a los santos para que no sean sorprendidos. El élder Bruce R. McConkie enseñó que los “hijos de luz” —los que aman la palabra del Señor y disciernen los tiempos— no sabrán la fecha exacta, pero reconocerán la época del acontecimiento. Así como una madre percibe los dolores que anuncian el parto, los fieles percibirán las señales que indican la cercanía del Reino milenario.
La historia del Evangelio ha estado marcada por esa espera. Los profetas antiguos hablaron de la gran restauración, y los de esta dispensación testificaron que vivimos en los últimos días, cuando el Evangelio cubrirá la tierra antes del retorno glorioso del Salvador. Cada terremoto, cada guerra, cada expansión del Evangelio y cada aumento de la iniquidad son campanas que anuncian que el Rey está a las puertas.
Para los justos, la venida del Señor no será motivo de temor, sino de gozo. Prepararse no significa adivinar fechas, sino vivir en santidad todos los días, como si Su regreso fuera hoy. Estudiar las Escrituras, guardar los convenios y escuchar a los profetas nos mantiene despiertos y con la lámpara encendida.
La pregunta no es cuándo vendrá Cristo, sino si estaremos espiritualmente listos cuando lo haga. Porque, aunque no sabemos la hora, sí sabemos esto: el Señor vendrá, y vendrá pronto. Su reinado milenario comenzará en el corazón de quienes ya lo hayan hecho su Rey.
Doctrina y Convenios 133:12–13
Sión y Jerusalén como lugares de congregación
El plan divino para los últimos días contempla dos centros espirituales y temporales: Sión y Jerusalén. Los gentiles que aceptan el Evangelio son llamados a congregarse en Sión —el nuevo mundo, símbolo del recogimiento de Efraín y sus compañeros—, mientras que los de la casa de Judá serán reunidos en Jerusalén —la antigua ciudad santa, símbolo del recogimiento de Judá. Ambas servirán como sedes del gobierno del Señor en la tierra: de Sión saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra del Señor (Isaías 2:3; Miqueas 4:2).
Esta dualidad representa la perfecta unidad del plan de Dios: el antiguo y el nuevo mundo, Israel y Judá, el pasado y el presente, se unirán bajo un solo Rey, Cristo el Mesías. La restauración del Evangelio no sólo reúne personas, sino también dispensaciones, linajes y promesas. El Señor reinará desde ambas ciudades, y Su gloria cubrirá la tierra como las aguas cubren el mar.
Los profetas antiguos vieron este gran recogimiento: hombres y mujeres de todas las naciones subiendo hacia Sión con cantos de gozo, y los judíos redimidos regresando a Jerusalén con lágrimas de reconocimiento al Mesías. Será una época en que las fronteras perderán su significado y la unidad espiritual dominará al mundo.
El llamado a congregarse no es solo geográfico, sino espiritual. Cada vez que escogemos reunirnos con los santos, honrar nuestros convenios y edificar el Reino de Dios, nos estamos congregando espiritualmente en Sión. El Señor está reuniendo a Su pueblo para prepararlo para Su reinado milenario.
Por tanto, el verdadero recogimiento comienza en el corazón: cuando nuestra fe, lealtad y esperanza se unen a Cristo, ya estamos morando en Sión. Y cuando el mundo finalmente reconozca a su Rey, Sión y Jerusalén —el nuevo y el antiguo Israel— serán una sola familia bajo un solo Dios y un solo pastor.
Doctrina y Convenios 133:13
“Los montes de la casa del Señor”
En las Escrituras, la palabra monte suele simbolizar un lugar de revelación, adoración y encuentro con Dios. Cuando el Señor dice que Su pueblo huirá “a los montes de la casa del Señor”, está haciendo referencia tanto a lugares literales como a realidades espirituales. El presidente Harold B. Lee explicó que esta expresión puede referirse a un sitio físico de Sión —como el lugar donde se levante Su templo— y también a la obra del Señor en todas partes del mundo, dondequiera que se establezca Su casa.
El élder Erastus Snow señaló que el término proviene del antiguo Israel, donde el templo de Salomón se construyó sobre el monte Moríah, llamado precisamente “el monte de la casa del Señor”. Así, en sentido simbólico y profético, todo templo moderno es un monte del Señor: un punto de ascenso espiritual desde el mundo terreno hacia la presencia divina.
El élder Bruce R. McConkie amplió esta comprensión al enseñar que esta profecía tiene múltiples cumplimientos:
- Presente: los templos construidos en lugares montañosos, como el de Salt Lake City y muchos otros, cumplen literalmente la promesa de que “vendrán todas las naciones” a aprender los caminos del Señor.
- Futuro cercano: el templo que se edificará en la Nueva Jerusalén, en el condado de Jackson, Misuri, será otro cumplimiento literal de la profecía.
- Futuro milenario: cuando los judíos sean recogidos en Jerusalén, allí también se erigirá un templo glorioso como parte de la consumación final del Reino.
Los montes del Señor son los faros espirituales del mundo. A lo largo de la historia, el Señor ha revelado Sus leyes desde montes: Sinaí, el Sermón del Monte, el Monte de la Transfiguración. En los últimos días, los templos se convierten en esos montes santos donde Su pueblo sube a recibir instrucción y poder divino.
Refugiarse en “los montes de la casa del Señor” hoy significa acudir frecuentemente al templo y mantener nuestra vida centrada en los convenios. El templo es nuestro monte Moríah moderno: allí ofrecemos nuestros sacrificios espirituales, aprendemos del Señor y renovamos nuestra esperanza en la redención.
Así como los santos antiguos ascendían físicamente al monte para adorar, nosotros subimos espiritualmente al templo para acercarnos a Dios. En medio de un mundo convulsionado, los montes de la casa del Señor siguen siendo el refugio seguro donde el cielo y la tierra se encuentran, y donde los hijos de Dios se preparan para recibir al Rey de reyes cuando venga en gloria.
Doctrina y Convenios 133:14–15
“…no mire hacia atrás el que salga”
El mandato del Señor —“no mire hacia atrás el que salga”— es una advertencia solemne contra el peligro espiritual de la nostalgia por el mundo. Así como la esposa de Lot, que al huir de Sodoma volvió su mirada y pereció, también nosotros corremos el riesgo de perder lo más valioso si nuestro corazón sigue aferrado a lo que dejamos atrás. Sodoma representa la mundanalidad, la corrupción y los placeres efímeros que ciegan el alma y destruyen la pureza espiritual.
El Señor enseña que quien sale de Babilonia debe hacerlo con el corazón puesto en Sión. No basta con abandonar el mal externamente; es necesario apartarse de él internamente. Mirar atrás es más que un simple acto físico: es un símbolo de indecisión, de desear lo que se ha dejado, de no haber roto completamente con el pasado. El Señor no puede conducir a la salvación a quienes siguen mirando hacia el mundo que los esclaviza.
La esposa de Lot encarna la trágica realidad de quien intenta servir a dos señores. Estaba físicamente fuera de Sodoma, pero su corazón aún pertenecía a ella. En contraste, Abraham —su tío justo— había aprendido a mirar sólo hacia adelante, hacia las promesas de Dios, y por eso se convirtió en el “amigo del Señor”.
El Evangelio nos llama a avanzar siempre hacia la luz, sin mirar atrás con anhelo por lo que el Señor nos ha mandado dejar. Cada discípulo de Cristo debe decidir entre el pasado que ata y el futuro que redime. En tiempos de prueba o cambio, el mandato divino sigue siendo el mismo: “Recordad a la mujer de Lot” (Lucas 17:32).
Caminar hacia Sión exige mirar hacia Cristo. Si fijamos la vista en Él, las sombras del pasado pierden su poder. El que confía plenamente en el Señor no teme abandonar el mundo, porque sabe que lo que queda adelante —la gloria de Sión— es infinitamente más grande que todo lo que ha quedado atrás.
Doctrina y Convenios 133:14–15
“Salid de entre las naciones, aun de Babilonia, del medio de la iniquidad, que es la Babilonia espiritual… y el que salga, no mire atrás, no sea que de repente venga sobre él destrucción.”
Los justos huyen de la mundanalidad de Babilonia y se reúnen en Sion.
“Porque ésta es Sion—LOS PUROS DE CORAZÓN; por tanto, regocíjese Sion, mientras todos los inicuos lamenten” (DyC 97:21).
Debemos avanzar con las manos firmes en la barra de hierro mientras nos separamos de la maldad del mundo. Esta vida es el tiempo para ejercer nuestro albedrío y tomar decisiones rectas. Algunos intentan salir de Babilonia, pero los encantos y tentaciones del orgullo, el poder y las posesiones les impiden purificar sus corazones y reunirse en Sion. Otros llegan a Sion por un tiempo, pero miran atrás con anhelo hacia la carnalidad y la gratificación inmediata. Sion es un lugar protegido y lleno de gozo, un lugar donde todos los que llegan lo hacen por su propia voluntad; un lugar para aquellos que se han acogido a la infinita expiación, han purificado sus corazones y han entrado en una relación de convenio con Cristo.
Huyamos, pues, de Babilonia y reunámonos con los justos en Sion.
El llamado de Doctrina y Convenios 133:14–15 —“Salid de entre las naciones, aun de Babilonia… y el que salga, no mire atrás”— resuena como un eco divino que atraviesa los siglos, recordando a los hijos e hijas de Dios que su destino no está en el ruido del mundo, sino en la paz de Sion. Desde los días de Lot y su familia, el mandato de “no mirar atrás” ha simbolizado algo más profundo que una simple instrucción literal: es una advertencia espiritual contra la nostalgia por lo que el Señor nos ha pedido abandonar.
Babilonia, en este contexto, no es una ciudad terrenal, sino una condición espiritual: el sistema del mundo que exalta el orgullo, el poder y el placer por encima de la pureza, la humildad y la verdad. Es el símbolo de todo lo que aleja al hombre de Dios. Allí, el pecado se disfraza de sofisticación, y la rebeldía se confunde con libertad. Por eso, el Señor manda a Su pueblo a salir “del medio de la iniquidad”, a separarse de la cultura que degrada y de los valores que corrompen, antes de que venga “de repente… destrucción.”
Sion, en cambio, es el refugio de los puros de corazón. No es solo un lugar físico, sino un estado del alma. “Porque ésta es Sion—LOS PUROS DE CORAZÓN” (Doctrina y Convenios 97:21). Allí, el corazón limpio sustituye al corazón dividido; la consagración reemplaza al egoísmo. En Sion, las personas no solo creen en Cristo, sino que hacen convenio con Él; no solo abandonan el pecado, sino que se consagran al servicio del Señor.
Sin embargo, el camino de Babilonia a Sion no es fácil. Algunos intentan salir, pero las luces del mundo aún los deslumbran. Se apegan a la seguridad aparente del oro, al reconocimiento, o a los placeres que prometen felicidad y sólo dejan vacío. Otros, habiendo llegado a Sion, permiten que la nostalgia por lo mundano los tiente a mirar atrás, como la esposa de Lot, añorando lo que el Señor ya les ha pedido dejar atrás. Pero el que mira atrás corre el riesgo de perder lo más grande por lo más efímero: la gloria eterna por un instante de gratificación mortal.
El llamado a “salir de Babilonia” es, en realidad, un llamado a la transformación. No basta con cambiar de entorno; es necesario cambiar de corazón. Salir de Babilonia implica purificar nuestros deseos, renunciar al orgullo, y dejar que el Espíritu Santo nos limpie hasta que nuestras prioridades reflejen las del cielo. Sólo así podemos reunirnos verdaderamente en Sion, no como refugiados del mundo, sino como ciudadanos del Reino de Dios.
Sion es el lugar del gozo eterno, de la comunión de los santos, del amor puro de Cristo. Allí no hay temor, porque todos viven en la luz del convenio. Es el espacio sagrado donde los justos se reúnen, no por obligación, sino por amor; no por miedo al castigo, sino por anhelo de santidad.
Por eso, el mandato sigue vigente: “Huyamos de Babilonia y reunámonos con los justos en Sion.” Es una invitación a dejar atrás todo lo que nos ata a la mediocridad espiritual y avanzar con firmeza hacia la plenitud del Evangelio. Quienes obedecen este llamado encontrarán paz en medio del caos, pureza en medio de la corrupción, y un gozo que el mundo jamás podrá imitar.
Así como los antiguos santos edificaron Sion en sus corazones antes de edificarla en la tierra, también nosotros debemos comenzar nuestra huida de Babilonia desde dentro. Y cuando el Señor regrese, aquellos que hayan permanecido fieles y no hayan mirado atrás oirán Su voz decir: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.”
Versículos 17–35
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
Doctrina y Convenios 133:17–35 habla del día grande y glorioso cuando la casa de Israel finalmente será reunida. Estos versículos contienen la primera mención del Salvador de pie “sobre el monte de Sión, y con él ciento cuarenta y cuatro mil, que tenían el nombre de su Padre escrito en sus frentes” (DyC 133:18). Una revelación dada pocos meses después de que José recibiera Doctrina y Convenios 133 aclaró que los 144,000 mencionados en el versículo 18 son “sumos sacerdotes, ordenados al santo orden de Dios, para administrar el evangelio sempiterno; porque éstos son ordenados de entre toda nación, tribu, lengua y pueblo, por los ángeles a quienes es dado poder sobre las naciones de la tierra, para traer a cuantos quieran venir a la iglesia del Primogénito” (DyC 77:11).
Cuando el Señor haga sonar Su llamado para que Israel regrese a las dos grandes capitales milenarias—Jerusalén y Sion, la nueva Jerusalén edificada en el continente americano (Éter 13:1–8)—las tribus perdidas de la casa de Israel comenzarán su marcha para regresar a casa. Aunque algunos pueden interpretar Doctrina y Convenios 133:26–27 como que un gran grupo de israelitas volverá físicamente, en conjunto, a su tierra natal, también es posible que estos pasajes sean de naturaleza simbólica.
Múltiples pasajes en las Escrituras declaran que las tribus perdidas de Israel están esparcidas entre las naciones de la tierra. Nefi declaró: “él recoge a sus hijos de los cuatro puntos de la tierra; y cuenta a sus ovejas, y ellas le conocen; y habrá un rebaño y un pastor; y él apacentará sus ovejas, y en él hallarán pasto” (1 Nefi 22:25). Pasajes similares que hablan de reunir a los miembros perdidos de la casa de Israel se encuentran en Isaías 56:8; Jeremías 16:15–16, 31:10; Mateo 23:37; 1 Nefi 10:14, 19:16; 3 Nefi 5:24–26; y Doctrina y Convenios 110:11. Estos versículos son solo una muestra del comentario escritural sobre la reunión de Israel en su condición dispersa y perdida. Con base en estos pasajes, no parece que las tribus perdidas de Israel estarán físicamente juntas como un cuerpo unificado antes de su retorno, sino que serán reunidas por los misioneros de la Iglesia en los últimos días.
La referencia a aquellos en las “tierras del norte” (DyC 133:26) parece ser una alusión simbólica a la pérdida de identidad cultural que sufrieron los israelitas cuando el reino del norte fue conquistado y su pueblo deportado al norte por el Imperio Asirio. Esta suposición parece concordar con otra información en las Escrituras acerca de la ubicación de las tribus perdidas, aunque actualmente no tenemos suficiente información para afirmar con certeza absoluta cómo se cumplirán estas profecías.
Lo que sí se declara con certeza es que las demás tribus de Israel recibirán bendiciones y gloria de parte de la tribu de Efraín. La mayoría de los israelitas congregados en la Iglesia hasta ahora en esta dispensación han provenido de la tribu de Efraín. Son efraimitas por linaje o por adopción; no se hace distinción entre ambos. Pero la declaración de que las otras tribus de Israel “se postrarán y serán coronadas con gloria, aun en Sion, por las manos de los siervos del Señor, aun los hijos de Efraín” (DyC 133:32) es, sin duda, una referencia a las bendiciones del sacerdocio y del templo, que son ofrecidas por la Iglesia del Señor en los últimos días.
Doctrina y Convenios 133:17, 36
¿Quién es el “ángel… que pone en medio del cielo”?
La visión de un “ángel que pone en medio del cielo” (véase también Apocalipsis 14:6–7) es una de las imágenes más poderosas de la Restauración. Representa el momento en que el Evangelio eterno vuelve a ser proclamado a toda nación, tribu, lengua y pueblo. Aunque muchos identifican a ese ángel con Moroni, quien entregó el Libro de Mormón a José Smith, el élder Bruce R. McConkie explicó que este símbolo abarca a todo el conjunto de mensajeros celestiales que participaron en la gran obra de restaurar el Reino de Dios sobre la tierra.
El “ángel” puede entenderse en tres niveles:
- Literalmente, Moroni fue el mensajero que trajo el “palo de Efraín”, el Libro de Mormón, que contiene el mensaje del Evangelio eterno.
- Proféticamente, el término incluye a todos los ángeles que participaron en la Restauración, como Moisés, Elías, Pedro, Santiago, Juan, Juan el Bautista y otros que devolvieron llaves, autoridad y conocimiento.
- En el sentido más pleno, el ángel es Cristo mismo, quien dirige y personifica toda la obra de restauración, pues Él es la fuente del poder, la revelación y la salvación que los mensajeros traen.
Esta visión muestra que la Restauración no fue un acto aislado, sino una sinfonía celestial de revelaciones. Desde el día en que Moroni visitó al joven profeta, hasta la recepción de las llaves en el templo de Kirtland, los cielos se abrieron una y otra vez para anunciar que Dios volvía a hablar a la humanidad. Cada ángel que descendió lo hizo como parte de una cadena de autoridad que une las dispensaciones del pasado con la actual.
Hoy, los “ángeles” continúan su misión mediante los siervos del Señor que predican Su Evangelio por todo el mundo. Cada misionero, cada maestro, cada discípulo fiel que testifica de Cristo se convierte en una extensión de aquel ángel que vuela por el cielo con el Evangelio eterno.
Así, la invitación es clara: unirnos a esa voz celestial que llama al arrepentimiento y a la esperanza. Ser parte de esta obra es responder al mandato de aquel ángel —y de Cristo mismo— de llevar luz, verdad y salvación a todas las naciones. En los últimos días, el cielo y la tierra se unen en una sola proclamación: “Temed a Dios, y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado” (Apocalipsis 14:7).
Doctrina y Convenios 133:18
¿Quiénes son los 144.000?
Los 144.000 mencionados en Doctrina y Convenios 133:18 y en Apocalipsis 7:4 no representan a todos los justos de los últimos días, sino a un grupo selecto de siervos del Señor investidos con poder especial. Según Doctrina y Convenios 77:11, son “sumos sacerdotes, ordenados para administrar el evangelio eterno; porque son los que son ordenados de cada nación, tribu, lengua y pueblo, para traer a tantos como deseen venir a la iglesia del Primogénito”.
Estos 144.000 simbolizan la plenitud de la obra misional y redentora en los últimos días. El número es probablemente simbólico, representando la perfección del recogimiento de Israel (12 tribus multiplicadas por 12.000). No implica un límite literal, sino la organización divina y completa del sacerdocio del Señor en los días previos al Milenio. Estos serán hombres justos y fieles, poseedores de las llaves del sacerdocio, que ministrarán bajo la dirección del Cordero para preparar la tierra y sellar a los santos para el Reino milenario.
Los 144.000 constituyen el ejército espiritual de Dios. No combaten con armas, sino con autoridad celestial, proclamando el Evangelio y sellando a los hijos e hijas de Israel. Representan la unión perfecta entre el sacerdocio, la obediencia y la misión divina. En ellos se cumple la promesa de que Israel será una nación de reyes y sacerdotes al servicio del Altísimo.
En un sentido más amplio, todo discípulo de Cristo puede aspirar a formar parte de ese grupo simbólico al vivir de tal manera que el Señor pueda confiarle Su poder. Ser parte de los “sellados” implica tener un testimonio firme, guardar convenios y consagrar la vida al servicio del Maestro.
Así, el llamado de los 144.000 no es solo una visión profética del futuro, sino una invitación presente: a prepararnos espiritualmente para ser instrumentos en las manos del Señor, sellados con Su nombre en la frente —es decir, en la mente y en el corazón— y comprometidos a llevar Su Evangelio hasta los confines de la tierra.
Doctrina y Convenios 133:20–22
¿Cuántas veces aparecerá el Señor?
La Segunda Venida del Salvador no será un solo acontecimiento instantáneo, sino una serie de apariciones sagradas y gloriosas, cada una dirigida a un grupo específico dentro del plan divino. El élder Charles W. Penrose enseñó que Cristo aparecerá en varias ocasiones distintas, cada una con un propósito redentor particular y progresivo en el establecimiento de Su Reino milenario.
El Señor se manifestará primero a Sus fieles reunidos en Sión. Será una venida silenciosa para el mundo, pero gloriosa para los justos. Los santos verán Su rostro, escucharán Su voz y recibirán instrucciones para embellecer y consolidar el Reino de Dios sobre la tierra. Esta aparición será un testimonio íntimo del favor divino hacia los puros de corazón que hayan edificado Sión y guardado sus convenios en medio de la adversidad.
Posteriormente, el Señor aparecerá a la casa de Judá en un momento de desesperación. Cuando las naciones del mundo ataquen Jerusalén y parezca que todo está perdido, Cristo pondrá Sus pies sobre el monte de los Olivos, el cual se partirá en dos (véase Zacarías 14:4). Librará a Su pueblo de sus enemigos y se revelará como Jesús de Nazaret, el Mesías crucificado. En ese instante, los judíos reconocerán a Aquel a quien traspasaron y serán purificados de su incredulidad. Ese será el amanecer de una nueva era de fe para Israel.
Finalmente, vendrá en majestad y poder, rodeado de legiones de santos y ángeles, en una manifestación que estremecerá la tierra y los cielos. Los impíos temblarán, los justos se llenarán de gozo y toda rodilla se doblará ante Él. Entonces comenzará Su reinado como Rey de reyes y Señor de señores sobre toda la tierra.
Las revelaciones también señalan dos apariciones adicionales: una en Adam-ondi-Ahmán, donde Cristo presidirá un gran concilio con los profetas y líderes de todas las dispensaciones (véase D. y C. 116:1), y otra para aceptar el templo de Sión, una manifestación de aprobación y gloria (véase D. y C. 97:15–16).
Cada una de estas apariciones nos enseña que la Segunda Venida no es solo un evento futuro, sino una preparación presente. El Señor se revela primero a quienes están preparados para recibirlo. Así como vendrá a Sión antes que al mundo, también se manifestará espiritualmente a los fieles antes de aparecer en gloria universal.
Prepararnos para ver Su rostro implica edificar Sión en nuestro corazón: vivir en pureza, guardar los convenios y servir con fe constante. El día vendrá —silencioso para unos, glorioso para otros— en que el Rey regresará. Quienes Lo hayan esperado con fidelidad no temerán Su venida, porque para ellos el Rey ya habrá estado reinando, desde mucho antes, en su corazón.
Doctrina y Convenios 133:23–24
¿Se volverán a juntar los continentes?
El Señor reveló que, en los últimos días, la tierra será restaurada a su condición paradisíaca original, y una parte de esa restauración incluirá la reunificación de los continentes. Desde los días de Péleg, en los tiempos del Génesis, las masas de tierra fueron divididas (Génesis 10:25), pero el propósito divino contempla que esa separación —símbolo físico del distanciamiento espiritual de la humanidad— llegará a su fin cuando Cristo regrese para reinar.
Los profetas modernos han enseñado que esta profecía debe entenderse literalmente. José Smith declaró que “la tierra de Sión y la de Jerusalén se unirán, como lo estuvieron antes de ser separadas”. De igual forma, el presidente Joseph Fielding Smith enseñó que la superficie de la tierra volverá a ser una sola, uniendo nuevamente a los continentes y eliminando los mares que hoy los dividen. Este cambio cósmico simboliza también la reunión de los pueblos de Dios bajo un solo reino y un solo Pastor. La creación volverá a reflejar la armonía del Edén, preparándose para recibir al Señor en gloria milenaria.
Esta revelación anticipa un evento de magnitud global que marcará la transición de un mundo caído a uno celestializado. Los profetas han visto que, en ese tiempo, los “grandes abismos serán desplazados” y “toda la tierra será un solo país”. Tal unión física representa el cumplimiento del mandato divino de reunir “todas las cosas en Cristo” (Efesios 1:10): los continentes, las tribus, los pueblos y los corazones de los hombres.
Más allá del milagro físico, esta profecía tiene un mensaje espiritual profundo. Así como los continentes se unirán nuevamente, también los hijos e hijas de Dios deben unirse en fe, pureza y propósito. El recogimiento de Israel y la unidad de los justos son el preludio espiritual de esa transformación literal de la tierra.
Prepararnos para la Segunda Venida implica contribuir hoy a esa reunión, derribando muros de división y construyendo puentes de amor y entendimiento. Cuando la tierra se una bajo el reinado del Príncipe de Paz, no solo será un cambio geográfico, sino la manifestación física de un mundo finalmente reconciliado con su Creador.
Doctrina y Convenios 133:26–34
¿Qué saben los santos respecto a las diez tribus perdidas?
El misterio de las diez tribus perdidas de Israel ha despertado el interés de profetas y estudiosos por siglos. Aunque su ubicación actual sigue siendo desconocida para el mundo, las Escrituras y los profetas modernos enseñan que no están perdidas para el Señor. Él las ha preservado con un propósito divino: regresar en los últimos días para cumplir los convenios hechos con sus padres y ser reunidas con el resto de la casa de Israel.
Las diez tribus fueron llevadas cautivas por los asirios alrededor del año 721 a.C. (véase 2 Reyes 17:6), y desde entonces desaparecieron del conocimiento del mundo. Sin embargo, las revelaciones modernas confirman que fueron guiadas por el Señor “hacia el norte” y que allí permanecen bajo Su dirección. Tuvieron profetas, recibieron revelación y mantuvieron la ley de Moisés, así como las promesas de un futuro retorno. Según los pasajes de 2 Nefi 29:12–14, poseen sus propios registros sagrados que un día se unirán con la Biblia y el Libro de Mormón, completando el testimonio mundial del Salvador resucitado.
El élder Bruce R. McConkie enseñó que las diez tribus fueron preservadas para cumplir una misión especial en la gran obra de la reunión de Israel. Bajo la dirección del Presidente de la Iglesia —quien posee las llaves del recogimiento— volverán a Sión “con sus profetas y sus Escrituras” (D. y C. 133:26–35). En ese día, su retorno no será solo geográfico, sino espiritual: traerán la plenitud de su fe y testimonio de Cristo, uniéndose con Efraín y Judá en una sola familia del pacto.
Su historia refleja el patrón eterno de dispersión y redención. Así como Lehi fue guiado a una tierra apartada, las diez tribus también fueron llevadas a un lugar preparado para su preservación. Algunos relatos apócrifos, como el de Esdras, describen su travesía hacia una “tierra remota” llamada Arseret, protegida por la mano de Dios. Allí, según los profetas modernos, el Señor continuó Su ministerio entre ellos después de Su resurrección, enseñándoles las mismas verdades que a los nefitas y los judíos.
Aunque las diez tribus permanecen ocultas al mundo, su historia enseña una verdad universal: nadie está perdido para el Señor. Así como Él no olvidó a Israel, tampoco olvida a ninguno de Sus hijos. El mismo poder que preservó a las tribus perdidas puede restaurar la fe de los que hoy se sienten alejados.
El recogimiento literal de Israel simboliza el recogimiento espiritual que Cristo realiza en cada corazón que regresa a Él. Ser parte de esta gran obra significa ayudar a reunir a los hijos de Dios —vivos y muertos— mediante el testimonio, la obra misional y la labor del templo. Cuando llegue el día prometido, las diez tribus volverán con sus libros y su gloria; y ese gran encuentro sellará el cumplimiento del pacto de Abraham, uniendo en Cristo a todo Israel: los del norte, los de Judá, los de Efraín y los de toda nación bajo el cielo.
Doctrina y Convenios 133:27
¿Qué es la calzada que se levantará en medio del gran mar?
La profecía de que se levantará una “calzada en medio del gran mar” es una de las imágenes más simbólicas y grandiosas de la reunión final de Israel. Aunque los detalles no han sido revelados, el mensaje central es claro: el Señor mismo preparará el camino para que Sus pueblos regresen. Así como en los días de Moisés abrió un sendero en el mar Rojo, volverá a hacerlo de manera milagrosa para las diez tribus perdidas cuando llegue el momento de su retorno a Sión.
El “gran mar” representa las vastas separaciones —físicas y espirituales— que existen entre las tribus de Israel y su herencia prometida. El levantar una calzada simboliza que Dios removerá toda barrera que impida el cumplimiento de Sus convenios. Isaías también profetizó este acontecimiento, declarando que el Señor “destruirá la lengua del mar de Egipto” y “hará para el resto de su pueblo un camino” (Isaías 11:15–16; 51:10). Así como el antiguo Israel cruzó por tierra seca, el Israel moderno cruzará por el poder de Dios, no necesariamente en un sentido físico, sino también espiritual: el camino de regreso será abierto por revelación, por autoridad y por la dirección profética.
Este milagro será un eco de los grandes actos redentores del pasado. El Éxodo fue el símbolo de liberación para la casa de Israel; el futuro recogimiento será su cumplimiento final. En ambos casos, la salvación no vino por la fuerza humana, sino por la intervención divina. Cuando las tribus perdidas regresen, lo harán guiadas por profetas y acompañadas de señales tan asombrosas que el mundo sabrá que Dios sigue siendo “el mismo ayer, hoy y para siempre”.
El Señor sigue abriendo caminos donde parece no haberlos. En nuestra vida personal, las “calzadas” que Él levanta pueden ser sendas de fe, arrepentimiento o revelación que nos conducen de regreso a Su presencia. A veces, el mar que debemos cruzar es el de la duda, el dolor o el pecado; pero si confiamos en Él, el mar se abrirá y caminaremos sobre tierra firme.
Así como el antiguo Israel cruzó milagrosamente el mar, cada uno de nosotros puede experimentar su propio éxodo espiritual. Dios aún obra maravillas, y cuando el tiempo llegue, abrirá una calzada literal y gloriosa para que Su pueblo vuelva a casa —una última procesión de fe que unirá cielo y tierra bajo el reinado del Cordero.
Versículos 20–35
Reunión de Israel y promesa de redención
Se profetiza el recogimiento de Judá y de las tribus perdidas, quienes serán guiadas de los extremos de la tierra. El Señor promete redención a Su pueblo y liberación de la opresión.
En estos versículos, el Señor revela una de las doctrinas centrales de los últimos días: el recogimiento de Israel. Se anuncia que tanto Judá como las tribus perdidas volverán a ser reunidas desde los extremos de la tierra. Lo que parecía imposible para los hombres —localizar y reunir a un pueblo disperso por siglos— será realizado por el poder del Señor, quien es fiel a Sus promesas hechas a Abraham, Isaac y Jacob.
Este recogimiento no es solo un retorno físico a sus tierras de herencia, sino también un retorno espiritual a Cristo, el verdadero Pastor de Israel. Los dispersos volverán a reconocer al Mesías, y el Señor mismo será quien los guíe y libere de toda opresión. De esta manera, el recogimiento de Israel está íntimamente ligado con la redención, pues el Señor no solo reúne, sino que redime, limpia y eleva a Su pueblo.
Doctrinalmente, este pasaje subraya la misión de la Iglesia restaurada: ser instrumento en manos de Dios para cumplir esta obra grandiosa. La predicación del evangelio y la obra del templo son las llaves que hacen posible que Israel —vivo y muerto— sea redimido y unido como un solo pueblo en el convenio. El recogimiento es tanto terrenal como celestial: reúne a los fieles en Sion y también a las familias en la eternidad.
En un sentido personal, esta profecía nos recuerda que cada converso al evangelio forma parte del cumplimiento de esta promesa. Al aceptar los convenios y seguir al Salvador, cada hijo e hija de Dios es literalmente “recogido” de la dispersión espiritual del mundo y liberado de la opresión del pecado. Así, la profecía de Israel no es lejana ni abstracta: se cumple cada vez que un corazón se vuelve hacia Cristo y se une a Su pueblo.
Doctrina y Convenios 133:35
¿En qué fueron santificados los judíos?
La santificación de los judíos descrita en Doctrina y Convenios 133:35 se relaciona con el gran acontecimiento profetizado también en Doctrina y Convenios 45:51–53: el momento en que el Señor se manifestará a la casa de Judá en el monte de los Olivos. En esa ocasión, los judíos —asediados por las naciones enemigas y al borde de la destrucción— reconocerán a su Libertador y comprenderán finalmente quién es Él. Verán las heridas en Sus manos, en Sus pies y en Su costado, y preguntarán: “¿Qué heridas son éstas en tus manos?” Él responderá tiernamente: “Con ellas fui herido en casa de mis amigos.” Entonces, el espíritu de gracia y de súplica descenderá sobre ellos, y llorarán al darse cuenta de que Aquel a quien rechazaron es el mismo Mesías prometido (véase Zacarías 12:10; 13:6).
Serán santificados en Su justicia, es decir, purificados y justificados por la sangre del Cordero. Su santificación no vendrá de la observancia de la ley antigua ni de ritos mosaicos, sino del poder redentor de Cristo, a quien finalmente reconocerán como su Salvador. Al aceptar Su expiación y recibir el Espíritu Santo, serán transformados en un pueblo santo, restaurado en el convenio y limpio de su incredulidad.
Esta escena es una de las más conmovedoras de todas las profecías: el pueblo del convenio, que durante siglos ha esperado a su Mesías, finalmente lo ve y lo reconoce. La dureza que los mantuvo apartados se deshace en lágrimas de arrepentimiento y adoración. Ese momento marcará el cumplimiento de las promesas de los profetas antiguos y será una de las manifestaciones más grandes de la misericordia de Dios hacia Su pueblo.
En un sentido personal, todos debemos pasar por el mismo proceso de santificación que los judíos experimentarán: reconocer a Cristo, lamentar nuestros pecados y ser purificados por Su gracia. La santificación comienza cuando el corazón se quebranta y se vuelve a Dios con sinceridad.
Así como los judíos serán santificados al reconocer las heridas del Salvador, nosotros también somos santificados cuando comprendemos que esas mismas heridas fueron por nosotros. La santificación no es solo un acto futuro y colectivo, sino un proceso presente e individual. Cada vez que nos arrepentimos, nos acercamos un paso más al día en que, como ellos, veremos Su rostro y seremos hechos santos en Su justicia eterna.
Versículos 36–45
Poder del Señor en los últimos días
La voz del Señor sacudirá los cielos y la tierra. Él mostrará Su brazo para salvar a los justos y juzgar a los inicuos.
En esta sección, el tono se vuelve majestuoso y solemne. El Señor anuncia que Su voz resonará en todo el universo, sacudiendo los cielos y la tierra. Ya no se trata solo de un llamado misionero o de una invitación al recogimiento, sino de la manifestación directa de Su poder en los últimos días. La voz que una vez fue suave y apacible ahora se convierte en trueno, y los elementos mismos responden a Su autoridad.
El Señor promete que mostrará Su brazo desnudo ante todas las naciones. Esta imagen poderosa significa que Su fuerza será revelada sin velo, de manera abierta y evidente, para salvar a los justos y al mismo tiempo juzgar a los inicuos. Aquí se ve el contraste eterno: para los fieles, la voz del Señor será liberación y esperanza; para los rebeldes, será terror y condenación.
Doctrinalmente, estos versículos enseñan que la Segunda Venida no será un evento silencioso ni escondido, sino un acontecimiento cósmico y glorioso. El poder del Señor se manifestará en los cielos, la tierra y los mares, confirmando que Él gobierna sobre toda la creación. También subrayan que el juicio y la salvación van de la mano: los mismos actos que liberan a los justos destruyen a los impíos, porque la presencia de Cristo es luz para unos y fuego consumidor para otros.
En un sentido personal, este pasaje nos invita a reflexionar sobre cómo recibiremos la voz del Señor. Si vivimos en rectitud, esa voz será un anuncio de gozo y liberación; pero si permanecemos en Babilonia, será un sonido de juicio y destrucción. Prepararse para ese día significa alinear la vida con el Señor ahora, de modo que cuando Su voz sacuda los cielos y la tierra, nuestros corazones no tiemblen de miedo, sino de esperanza cumplida.
Versículos 36–40
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
Doctrina y Convenios 133:36–40 se refiere directamente a una profecía registrada por Juan en el libro de Apocalipsis, donde escribe: “Vi volar por en medio del cielo a otro ángel, que tenía el evangelio eterno, para predicarlo a los moradores de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo” (Apocalipsis 14:6). Los Santos de los Últimos Días tradicionalmente han interpretado que este ángel es Moroni, de quien el Señor dijo: “Yo os he enviado para revelar el Libro de Mormón, que contiene la plenitud de mi evangelio sempiterno” (DyC 27:5). La figura de Moroni, que a menudo adorna las torres de los templos de los Santos de los Últimos Días, se ha convertido en un símbolo amado y bien conocido de la Restauración.
Dado que tanto el libro de Apocalipsis como Doctrina y Convenios 133 son apocalípticos y altamente simbólicos, la figura del ángel mencionada en los versículos 36–40 no solo representa a Moroni, sino a todos los mensajeros angélicos que desempeñaron un papel en la restauración del evangelio. Doctrina y Convenios 27:5–13 y 128:20–21 contienen las dos listas más extensas proporcionadas por José Smith de los ángeles que se le aparecieron y restauraron llaves y autoridad del sacerdocio. Entre los mencionados se encuentran: Miguel o Adán (DyC 27:11; 128:20–21); Juan el Bautista (DyC 13; 27:7); Pedro, Santiago y Juan (DyC 27:12; 128:20); Elías (DyC 27:6; 110:12); Moisés (DyC 110:11); y Elías (DyC 110:13–16), así como Gabriel y Rafael (DyC 128:21).
En un discurso de 1879, el presidente John Taylor añadió aún más a la lista de ángeles que ministraron a José Smith:
“Los principios que él [José] poseía lo pusieron en comunicación con el Señor, y no solo con el Señor, sino con los antiguos apóstoles y profetas; tales hombres, por ejemplo, como Abraham, Isaac, Jacob, Noé, Adán, Set, Enoc, y con Jesús y el Padre, y con los apóstoles que vivieron en este continente así como con aquellos que vivieron en el continente asiático. Él parecía ser tan familiar con estas personas como nosotros lo somos entre nosotros. ¿Por qué? Porque tenía que introducir una dispensación que fue llamada la dispensación de la plenitud de los tiempos, y era conocida como tal por los antiguos siervos de Dios.”
Versículos 41–51
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
Doctrina y Convenios 133:41–51 capta la naturaleza paradójica del “grande y espantoso” día del regreso del Señor (DyC 2:1). Para aquellos que han ignorado las advertencias encontradas en las Escrituras en favor de sus propios deseos carnales, el día de la venida del Señor será espantoso. Para quienes han prestado atención a las palabras del Señor y han vivido fielmente, será un tiempo de asombro y regocijo. Estos dos tipos de sentimientos acerca de la Segunda Venida del Salvador se describen a lo largo de Doctrina y Convenios. Por ejemplo, el Señor ha dicho: “el tiempo está cerca, en el cual vendré en una nube con poder y gran gloria. Y será un gran día en el tiempo de mi venida, porque todas las naciones temblarán” (DyC 34:7–8). En otro pasaje el Señor declara: “Porque cuando aparezca el Señor, será terrible para ellos, y el temor se apoderará de ellos, y estarán de lejos y temblarán. Y todas las naciones estarán temerosas a causa del terror del Señor y del poder de su fuerza” (DyC 45:74–75).
Una imagen poderosa de los sentimientos contrapuestos que experimentarán los justos y los inicuos en el momento de la Segunda Venida del Salvador se encuentra en la descripción de que “el Señor estará rojo en su vestidura, y sus ropas como el que ha pisado en el lagar” (DyC 133:48). Dada la descripción de la aparición del Salvador resucitado a los nefitas (3 Nefi 11:8), algunos Santos de los Últimos Días visualizan al Salvador con túnicas blancas en Su Segunda Venida. Sin embargo, Doctrina y Convenios 133 declara que Jesús estará vestido con ropas rojas. El mismo Señor explica la razón de Su vestidura roja al decir: “Yo he pisado el lagar yo solo, e hice descender juicio sobre todos los pueblos; y nadie estuvo conmigo. Y los pisoteé en mi furor, y los hollé en mi ira, e hice que su sangre salpicara mis vestiduras, y manché todo mi ropaje; porque este era el día de venganza que estaba en mi corazón” (DyC 133:50–51).
Las ropas rojas del Salvador representarán tanto la sangre de los inicuos como la sangre de los justos, así como Su propia sangre, derramada por cada poro mientras sufría bajo el peso de los pecados y dolores del mundo (DyC 19:16–19; Alma 7:11–12).
Doctrina y Convenios 133:46–51
¿Por qué se vestirá el Señor de rojo en la Segunda Venida?
El simbolismo del vestido rojo del Señor en Su Segunda Venida es una de las imágenes más solemnes y majestuosas de las Escrituras. Isaías, Juan el Revelador y José Smith lo describieron como el momento en que Cristo, el Redentor y Juez, aparece con Su ropa teñida de rojo “como el que ha pisado el lagar” (véase Isaías 63:2–3; Apocalipsis 19:13; D. y C. 133:48–50). Esta imagen une dos realidades: la misericordia de Su expiación y la justicia de Su juicio.
El lagar representa el lugar donde se separa lo puro de lo impuro, donde se ejerce presión para extraer el fruto. En los tiempos antiguos, quienes pisaban las uvas terminaban con sus vestiduras manchadas del jugo; de la misma manera, Cristo declara que Él mismo “ha pisado el lagar solo”, indicando que en el día del juicio, Él será el ejecutor de la justicia divina. Su ropa roja simboliza la sangre de los impíos que perecerán cuando la maldad sea destruida, pero también recuerda Su propia sangre derramada por los justos. Así, el color rojo es a la vez emblema de justicia y de redención.
El presidente Joseph Fielding Smith enseñó que esta descripción no es meramente figurativa. Será literal: el Señor aparecerá con vestiduras rojas para cumplir la palabra de los profetas. Ese día será de llanto y terror para los impíos, pero de gozo y gloria para los santos, pues marcará el comienzo del reinado milenario del Príncipe de Paz.
Esta escena marca el punto culminante de la historia humana. El Salvador, que una vez vino como un cordero manso al sacrificio, regresará ahora como el León de Judá, vestido de poder y majestad. Vendrá a liberar a los justos, a destruir la iniquidad y a establecer Su reino de justicia. Las ropas teñidas de rojo serán testimonio visual de que Su misericordia y Su justicia son inseparables: el mismo que derramó Su sangre para salvar al mundo ahora pisa el lagar para purificarlo.
Para los justos, el color rojo no será señal de temor, sino de gratitud. Representará la sangre del convenio, la misma que limpia y protege a quienes han hecho convenios con Él. Cada vez que participamos de la Santa Cena, recordamos ese sacrificio y renovamos nuestra promesa de estar entre los suyos cuando regrese en gloria.
La imagen del Señor vestido de rojo nos invita a preguntarnos: ¿hemos aceptado Su sangre en nuestra vida como redentora, o nos hallaremos entre aquellos sobre quienes caerá Su justicia? El día de Su venida será inevitable; la diferencia radica en cómo lo recibamos. Para quienes Lo sigan fielmente, Su manto rojo no será símbolo de destrucción, sino de victoria eterna —la señal gloriosa del Dios que venció solo el lagar para redimir a todos los que Le aman y Le esperan.
Doctrina y Convenios 133:49
¿Cuán grande es la gloria de Dios?
La gloria de Dios es el poder divino en su plenitud: luz, verdad, santidad y fuego purificador. Cuando el Señor venga en Su Segunda Venida, vendrá “en la plenitud de Su gloria”, una manifestación tan sublime que la naturaleza misma se postrará ante Su presencia. Los montes se derretirán, las aguas hervirán y los astros se oscurecerán, porque ninguna creación impura puede resistir la gloria del Creador. Esa gloria será para los justos un escudo de luz, pero para los impíos, fuego que consume.
En las Escrituras, la gloria de Dios siempre ha acompañado Sus manifestaciones: Moisés no pudo verla plenamente sin ser transfigurado, y los pastores en Belén temieron cuando “la gloria del Señor los rodeó de resplandor.” Pero en la Segunda Venida no habrá velo ni sombra. El mismo Cristo, que una vez vino en humildad, regresará revestido de majestad, y todo ojo lo verá. El universo entero reconocerá Su poder y Su derecho eterno a reinar.
Prepararse para la gloria del Señor significa acostumbrar el alma a la luz. Si vivimos en rectitud, esa gloria que hoy podría deslumbrarnos se convertirá en gozo eterno. Cada acto de obediencia y pureza espiritual nos hace más capaces de soportar —y disfrutar— la presencia divina.
Cuando venga el día en que los cielos tiemblen y la tierra arda, los santos no temerán, porque habrán aprendido a reflejar la luz que un día cubrirá toda la creación: la gloria infinita de Dios.
Versículos 46–53
El regreso glorioso del Salvador
Cristo aparecerá en majestad, con vestiduras rojas, habiendo vencido a Sus enemigos. Su venida será terrible para los impíos, pero gloriosa para los fieles.
En estos versículos se abre una de las descripciones más solemnes y grandiosas de la Segunda Venida de Cristo. El Señor aparece vestido con vestiduras rojas, un símbolo profundo de Su sacrificio expiatorio y de Su poder como Juez de toda la tierra. Esa vestidura teñida de sangre recuerda tanto la redención lograda en Getsemaní y en la cruz, como el juicio que ahora Él ejecuta sobre Sus enemigos.
El contraste es total: para los impíos, Su venida será terrible, porque no podrán resistir la gloria y santidad de Su presencia. Para los fieles, en cambio, será un día glorioso, lleno de esperanza cumplida y de gozo eterno. En Él verán no solo al Juez, sino también al Redentor victorioso, que ha vencido a la muerte, al pecado y a todas las fuerzas del mal.
Doctrinalmente, estos pasajes enseñan que la Segunda Venida no puede entenderse solo como un evento de juicio ni solo como una liberación, sino como ambas cosas al mismo tiempo. Cristo viene a reivindicar a Sus santos y a consumar el plan de salvación. Él ha esperado pacientemente que la humanidad se arrepienta, pero el día llegará en que la misericordia dará paso a la justicia, y entonces Su majestad llenará el cielo y la tierra.
En un sentido personal, esta profecía nos invita a meditar en nuestra relación con Cristo. Cuando Él aparezca en poder y gloria, ¿será para nosotros motivo de temor o de gozo? La preparación diaria, la fe en Su expiación y la obediencia a Sus mandamientos determinan de qué lado estaremos en ese día. Para los justos, Su venida no será un evento extraño, sino el esperado regreso del Amado, aquel que ya ha redimido sus almas.
Doctrina y Convenios 133:48–50
“El Señor se vestirá de rojo… Y tan grande será la gloria de Su presencia que el sol esconderá su faz avergonzado… Y se oirá Su voz: He pisado yo solo el lagar, y he traído juicio sobre todos los pueblos.”
El color rojo es símbolo de victoria: victoria sobre el diablo, la muerte, el infierno y el tormento sin fin. Es el símbolo de la salvación, de haber sido puestos más allá del poder de todos los enemigos (Smith, Teachings of the Prophet Joseph Smith, págs. 297, 301, 305). El ropaje rojo de Cristo simbolizará ambos aspectos de Su ministerio hacia la humanidad caída: Su misericordia y Su justicia. Porque Él enfrentó solo la terrible soledad de la Expiación, pisó el lagar Él solo, “aun el lagar de la ira del Dios Todopoderoso” (DyC 76:107; 88:106); descendió por debajo de todas las cosas y misericordiosamente tomó sobre Sí nuestras manchas, nuestra sangre o nuestros pecados (2 Nefi 9:44; Jacob 1:19; 2:2; Alma 5:22). Además, el Señor de los Ejércitos, el Dios de justicia, viene con vestiduras teñidas, como Aquel que ha hollado a los inicuos bajo Sus pies y ha traído paz a un mundo atribulado.
En Doctrina y Convenios 133:48–50, la imagen del Señor “vestido de rojo” es una de las representaciones más poderosas y conmovedoras de toda la revelación moderna. Ese rojo no es el color de la realeza terrenal ni de la guerra humana, sino el símbolo divino de la victoria eterna: la victoria de Cristo sobre el pecado, la muerte, el infierno y toda forma de oscuridad. Cada fibra de Su vestidura habla del precio del rescate, del amor redentor que lo llevó a descender por debajo de todas las cosas para elevarnos por encima de todas.
José Smith enseñó que el rojo representa la victoria final del Salvador sobre el diablo y la muerte; es el emblema de la salvación. Es el color del sacrificio, pero también el color del triunfo. Cuando el Señor regrese “con vestiduras teñidas”, ese color recordará simultáneamente dos verdades: Su infinita misericordia hacia los arrepentidos y Su justicia perfecta contra los impíos. En Él, ambos atributos —misericordia y justicia— alcanzan su equilibrio eterno.
El simbolismo del “lagar” intensifica esta imagen. En la antigüedad, el lagar era el sitio donde se pisaban las uvas para extraer su jugo; una labor solitaria, que manchaba al trabajador con el color de aquello que prensaba. Así fue la Expiación. En Getsemaní y en el Calvario, Cristo pisó el lagar solo —“aun el lagar de la ira del Dios Todopoderoso”— y de Su cuerpo brotó no el jugo de la vid, sino Su propia sangre, derramada por amor. Ningún ángel pudo acompañarlo; ningún amigo pudo aliviarlo. En esa soledad infinita, Él tomó sobre Sí nuestras manchas, nuestra sangre y nuestros pecados.
Por eso, cuando regrese, Sus vestiduras estarán teñidas de rojo: no por la sangre de Sus enemigos, sino por la Suya, derramada voluntariamente por la redención de todos. Su ropaje será el testimonio visual de Su sacrificio, el recordatorio de que la justicia fue satisfecha y la misericordia ofrecida. Aquel que descendió por debajo de todas las cosas regresará revestido de gloria, y “el sol esconderá su faz avergonzado” ante el brillo de Su presencia.
Sin embargo, el rojo de Sus vestiduras también representa la justicia divina. Él viene como el Señor de los Ejércitos, el Dios de poder que pone fin a la maldad y establece Su reino de paz. El mismo amor que lo llevó a sufrir por los pecadores ahora lo lleva a purificar la tierra. Las manchas en Su vestidura testifican tanto del amor que redime como de la autoridad que juzga.
Cuando Su voz retumbe —“He pisado yo solo el lagar”— el universo reconocerá quién es Él. Los cielos se estremecerán, los justos se postrarán, y los impíos sabrán que el día de Su justicia ha llegado. Pero para los fieles, esa escena no inspirará temor, sino reverencia. Ver al Señor vestido de rojo será contemplar el cumplimiento de todas las promesas: el poder del sacrificio hecho carne, la garantía de que Su sangre no fue en vano.
Ese rojo glorioso será para los santos el color de la esperanza cumplida. Representará la sangre que purifica, el amor que salva y la victoria que nunca se perderá. Cuando Él aparezca con Su manto teñido, los fieles reconocerán en ese color el precio de su libertad y el símbolo de su redención. Y con gratitud infinita, proclamarán: “Tú has pisado el lagar solo, para que nosotros pudiéramos entrar en Tu gloria.”
Doctrina y Convenios 133:54–55
¿Quién resucitó junto con el Salvador?
La resurrección de Cristo no fue un acto aislado, sino el inicio glorioso de la primera resurrección. Cuando el Salvador salió de la tumba, muchos justos que habían muerto antes de Su venida también se levantaron y aparecieron a muchos en Jerusalén (véase Mateo 27:52–53). Según el élder Anthony H. Lund, estos fueron hombres y mujeres que en vida demostraron una fidelidad suprema, dispuestos a sacrificar todo por el reino de Dios. Fue una resurrección selectiva, una muestra del poder redentor de Cristo y una promesa tangible de lo que vendrá para todos los fieles.
Imaginemos aquel momento: las tumbas se abrieron, y santos antiguos —profetas, patriarcas y creyentes fieles— se levantaron con cuerpos glorificados, testificando que la muerte había sido vencida. Su aparición fue el sello del triunfo del Mesías, un preludio del día en que todos los justos volverán a la vida. Así como Cristo rompió las cadenas del sepulcro, también liberó a quienes habían aguardado en fe Su venida.
Esta verdad nos enseña que la fidelidad tiene recompensas eternas. Aquellos que, como los santos antiguos, ponen a Dios por encima de toda comodidad o reconocimiento, serán contados entre los primeros en recibir la gloria de la resurrección. El sacrificio presente se transformará en vida inmortal.
Recordar que otros se levantaron con Cristo nos inspira a vivir de modo que también nosotros, al final, podamos ser parte de los que se levantan en Su semejanza. Porque Su victoria sobre la muerte no fue solo Suya: fue el comienzo de la victoria de todos los que Le siguen.
Doctrina y Convenios 133:56
Se abrirán las tumbas de los santos dormidos
La promesa de que “se abrirán las tumbas de los santos dormidos” es una reafirmación de la gloriosa doctrina de la primera resurrección, cuando los justos que hayan dormido en Cristo volverán a la vida con cuerpos glorificados para recibir al Señor en Su venida. El élder James E. Talmage explicó que este acontecimiento se cumplirá literalmente: muchos sepulcros entregarán sus muertos, y aquellos que fueron fieles serán levantados para encontrarse con el Salvador en el aire (véase 1 Tesalonicenses 4:16–17). Será el cumplimiento del poder redentor del Hijo de Dios, quien venció la muerte no solo para Sí mismo, sino para todos los que le siguen.
La escena será sublime: los cementerios y sepulcros, silenciosos por siglos, se abrirán; los justos de todas las dispensaciones —profetas, mártires, hombres y mujeres fieles— saldrán a recibir al Rey de reyes. La tierra, que un día recibió sus cuerpos, devolverá a los justos revestidos de inmortalidad. Al mismo tiempo, muchos santos que estén vivos en ese día serán transfigurados sin pasar por la muerte, y juntos se reunirán con el Señor en gloria.
La resurrección de los santos dormidos no es solo una esperanza futura, sino una invitación presente a vivir de modo que merezcamos estar entre ellos. Quienes hoy viven en rectitud, aunque enfrenten pruebas y muerte, tienen la certeza de que su fe no será en vano.
La tumba no es el final para los que aman a Cristo. Él abrirá las puertas del sepulcro y secará toda lágrima. Así, el mensaje de este versículo no es de temor, sino de consuelo: el poder de la resurrección garantiza que ningún sacrificio justo se pierde y que, un día, los santos se levantarán para recibir al Señor, llenos de vida, luz y eterna alegría.
Versículos 52–56
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
Los versículos 52–56 hablan de la gratitud abrumadora que habrá en los corazones de todos aquellos que aprovecharon la gracia del Salvador para sostenerlos en las pruebas que enfrentaron en sus vidas. Los redimidos, como se les llama en el versículo 52, hablarán del Salvador como un compañero en los desafíos y adversidades que atravesaron en su vida. “En todas sus aflicciones él fue afligido. Y el ángel de su presencia los salvó; en su amor y en su compasión los redimió, los sostuvo y los llevó en los días antiguos” (DyC 133:53). Esta hermosa reunión sirve como un poderoso recordatorio de que la salvación en Cristo no llega únicamente después de esta vida, cuando descansaremos de nuestras pruebas, sino también durante esta vida, mientras estamos en medio de ellas.
Los versículos 52–56 también confirman que los habitantes de la ciudad de Enoc, así como Abraham, Isaac, Jacob, Moisés y todos los profetas desde Elías hasta Juan, “estuvieron con Cristo en su resurrección” (DyC 133:55). Estos antiguos discípulos y profetas son ahora seres resucitados. Enoc y los de su ciudad ya eran seres trasladados (Moisés 7:69), por lo que debieron haber sido resucitados “en un abrir y cerrar de ojos” (DyC 63:51). La resurrección de estos santos justos en el momento de la resurrección del Salvador significa que el número de los que ya han vencido la muerte es mucho mayor de lo que pensamos. No se trata solo de un pequeño grupo de ángeles resucitados que ayudan en la obra del Señor, sino de millones —potencialmente miles de millones— de almas que han pasado a la siguiente fase de su gloria eterna.
Versículos 54–62
Bendiciones y salvación universal
Los muertos saldrán de sus tumbas, y el Señor traerá consuelo y salvación a todos los que le reciban. Se anuncia que toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que Jesús es el Cristo.
En este pasaje, la visión se amplía y abarca no solo a los vivos, sino también a los muertos. El Señor declara que los sepulcros se abrirán y que los que yacen en la tumba serán levantados para recibir la luz de Su gloria. La redención de Cristo no es parcial ni limitada: alcanza a todo ser humano, vivo o muerto, justo o inicuo, porque Él descendió debajo de todo para poder elevar a todos.
Se anuncia que llegará el momento en que toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que Jesús es el Cristo. Este reconocimiento universal no será forzado por imposición, sino inevitable por la grandeza de Su gloria y majestad. En ese día, nadie podrá negar lo que será evidente: que Cristo es el Señor de señores y el Rey de reyes.
Doctrinalmente, estos versículos subrayan el alcance universal de la expiación. Aunque la plenitud de la salvación se recibe solo mediante la obediencia a los convenios, la influencia redentora de Cristo llega a todos. Él traerá consuelo, justicia y restauración, asegurando que nadie quede fuera del plan eterno de Dios. También se enseña que la resurrección y la confesión de Cristo son inevitables realidades en la historia de la humanidad.
En un sentido personal, este pasaje nos invita a vivir de tal forma que la confesión futura —doblar la rodilla y reconocer a Cristo— no sea solo un acto inevitable, sino una expresión gozosa de amor y gratitud. Los fieles que ya han reconocido a Cristo en vida lo harán en ese día con júbilo, mientras que para otros será un reconocimiento tardío. La invitación es clara: aceptar hoy al Salvador, para que Su venida sea para nosotros consuelo y salvación, y no remordimiento ni pesar.
Doctrina y Convenios 133:57–60
El evangelio se envía por medio de aquellos que el mundo considera débiles
Desde el principio de la Restauración, el Señor ha escogido a los “débiles y sencillos” del mundo para llevar adelante Su obra (véase D. y C. 1:19, 23). En estos versículos, el Señor reitera ese principio eterno: el Evangelio será proclamado por hombres y mujeres humildes, no por los poderosos o sabios según los criterios del mundo. Esta elección no se basa en la habilidad humana, sino en la disposición del corazón. El poder del sacerdocio y del testimonio no depende del prestigio o del conocimiento, sino del Espíritu de Dios que acompaña a los siervos fieles.
A lo largo de la historia sagrada, el Señor ha actuado mediante instrumentos que el mundo no consideraba dignos de atención. Moisés fue tartamudo, Jeremías joven, Amós un pastor, María una muchacha de Nazaret, y José Smith un joven campesino sin educación formal. Sin embargo, por medio de ellos el Señor derramó Su poder y cambió la historia espiritual de la humanidad. En los últimos días, ese mismo patrón continúa: los misioneros, los maestros y los líderes de la Iglesia, aunque sencillos, son los portadores del mensaje más grandioso que ha existido: el Evangelio eterno de Jesucristo.
En un mundo que valora la influencia, el prestigio y el intelecto, el Señor nos enseña que Su poder se perfecciona en la debilidad. Cada miembro de la Iglesia, por humilde que sea, puede ser instrumento en Sus manos. No necesitamos grandeza terrenal para servir a Dios, solo fe y disposición para obedecer.
Cuando el Señor llama, Él también capacita. Su obra avanza no por la fuerza de los hombres, sino por el Espíritu. Así, el Evangelio que transforma el mundo sigue siendo proclamado por labios sencillos y corazones puros —los mismos que el mundo podría despreciar, pero que el cielo honra como Sus verdaderos mensajeros.
Versículos 57–74
Casey Paul Griffiths (Erudito SUD)
Doctrina y Convenios 133:57–74 regresa a un tema enfatizado también en su sección hermana, Doctrina y Convenios 1, recibida en la misma época que la sección 133. En ambas revelaciones el Señor habla de los grandes milagros que acontecerán en los últimos días, cuando las “cosas débiles de la tierra” se conviertan en los instrumentos de la gran obra de los postreros días (DyC 133:57–59; compárese con DyC 1:19–23). Aquellos considerados débiles y sencillos por el resto del mundo llevarán adelante el mensaje del evangelio, el cual separará a los justos de los inicuos. Esta gran separación entre los que guardan los convenios y los que se rebelan y combaten contra la obra de Dios es una parte vital de la “trilla” que ocurrirá en los últimos días (DyC 133:59; véase el comentario de DyC 35:13–16).
Este tema de ruina y recompensa, presente a lo largo de la sección 133, es reiterado por el Salvador en los versículos 62–63. Para los justos, Su mensaje es que el hombre o la mujer “que se arrepienta y se santifique ante el Señor, se le dará vida eterna” (DyC 133:62). Para los inicuos e impenitentes, el mensaje, lamentablemente, es: “no hay quien os libre; porque no obedecisteis mi voz cuando os llamé desde los cielos; no creísteis a mis siervos, y cuando fueron enviados a vosotros no los recibisteis. Por tanto, cerraron el testimonio y sellaron la ley, y fuisteis entregados a las tinieblas” (DyC 133:71–72).
Así, el mensaje de los últimos días se convierte en algo tanto grande como terrible, dependiendo del corazón de los oyentes y de la atención que presten a las palabras del Señor.
Doctrina y Convenios 133:59
“Trillará a las naciones”
La frase “trillará a las naciones” simboliza el poder purificador y separador del Evangelio en los últimos días. En la antigüedad, la trilla consistía en pisar o golpear el grano para separar el trigo útil de la paja inservible. De manera semejante, el Señor enviará a Sus mensajeros para “trillar” espiritualmente a las naciones: separar a los fieles de los incrédulos, reunir a los humildes que aceptan Su palabra y desechar la paja de la iniquidad. No se trata de un acto de destrucción gratuita, sino de discernimiento divino, mediante el cual el Evangelio revela quiénes están preparados para ser parte de Sión.
A medida que el Evangelio se extiende por toda la tierra, su mensaje actúa como un trillo espiritual. Algunos lo reciben con gozo y son recogidos como grano precioso; otros lo rechazan, endureciendo su corazón. Así, el poder del Evangelio no solo salva, sino que también separa: revela la verdadera condición del alma humana. El Salvador mismo es quien dirige la trilla, pues Su palabra “es más cortante que toda espada de dos filos” (Hebreos 4:12), dividiendo la verdad del error, la luz de las tinieblas.
En nuestra vida personal, el Señor también nos “trilla”: nos purifica mediante pruebas, disciplina y revelación, para separar lo terrenal de lo celestial en nuestro interior. Aceptar Su proceso requiere humildad y disposición a cambiar. Cada vez que escogemos la obediencia sobre el orgullo, permitimos que el Señor nos refine como trigo escogido.
Así como las naciones serán trilladas hasta que solo quede el fruto fiel, también nosotros debemos permitir que el Evangelio quite de nosotros la paja del egoísmo y del pecado. Solo entonces podremos ser reunidos como parte de la cosecha final de Cristo, el Señor de la era, quien separará con justicia los granos del Reino de las cáscaras del mundo.
Doctrina y Convenios 133:63–74
¿Qué consecuencia enfrentarán “los que no escuchen la voz del Señor”?
El Señor declara que llegará el día en que los que no escuchen Su voz sufrirán las consecuencias de su desobediencia. Su justicia será tan cierta como Su misericordia. Aquellos que rechacen el Evangelio y se opongan a Su obra verán su insensatez cuando los castigos divinos caigan sobre el mundo impío. Como advirtió Moroni, “los insensatos se harán burla, mas se lamentarán” (Éter 12:26). El Señor no permitirá que los impíos participen de la heredad de los justos ni que contaminen la gloria de Sión. El recogimiento de los fieles y la destrucción de los inicuos serán paralelos: una separación definitiva entre la luz y las tinieblas.
A lo largo de las Escrituras, el Señor ha advertido que Su voz —expresada por medio de profetas, Escrituras y el Espíritu Santo— siempre precede al juicio. En los días de Noé, la gente no escuchó y el diluvio los sorprendió; en los días de Jerusalén, ignoraron la voz del Hijo de Dios y la ciudad fue destruida. En los últimos días ocurrirá lo mismo: el Señor ha enviado misioneros, revelaciones y señales, pero muchos se burlarán de Su voz hasta que sea demasiado tarde. Entonces, los poderosos temblarán, los reyes se esconderán y los impíos clamarán a las rocas que los cubran (véase Apocalipsis 6:15–17).
El Señor sigue hablando hoy. Escuchar Su voz significa responder con fe y obediencia a Sus mandamientos, a los profetas y a las impresiones del Espíritu. Rechazar esa voz es cerrar el corazón a la única fuente de seguridad espiritual.
Cada uno de nosotros elige si será parte de los que se reúnen en Sión o de los que se lamentan fuera de sus muros.
Escuchar la voz del Señor no siempre es fácil en medio del ruido del mundo, pero es la diferencia entre el gozo y el lamento eterno. Aquellos que hoy se humillan para oír Su palabra serán exaltados cuando Él venga en gloria; los que la desprecian, lamentarán no haber escuchado cuando aún había tiempo. El Señor siempre habla —la pregunta es: ¿estamos escuchando?
Doctrina y Convenios 133:64
¿Qué significa la expresión “no les dejará raíz ni rama”?
La expresión “no les dejará raíz ni rama” (véase también Malaquías 4:1) simboliza la ruptura total de los lazos familiares y espirituales para quienes rechazan el Evangelio de Jesucristo. El élder Theodore M. Burton explicó que las “raíces” representan a los antepasados —nuestros vínculos con el pasado— y las “ramas” representan a la posteridad —nuestros vínculos con el futuro—. Así, los impíos y los indiferentes, al rechazar los convenios del Evangelio, se desconectan del orden eterno de las familias y quedan sin parte en la herencia celestial. No tendrán lazos que los unan ni hacia atrás ni hacia adelante en la cadena de la exaltación.
Desde los días de Adán, el propósito de Dios ha sido sellar a Sus hijos en una gran familia eterna. La obra del templo y la genealogía son los medios mediante los cuales esa conexión se fortalece. Pero cuando las personas rechazan el Evangelio, interrumpen esa cadena divina: se apartan del amor redentor de Cristo que une a las generaciones. En los últimos días, el fuego purificador del juicio destruirá toda obra que no esté sellada por convenio eterno, y las “raíces y ramas” sin conexión al árbol de la vida serán cortadas.
Esta enseñanza nos recuerda la importancia de los convenios y de la obra del templo. Ser sellados en las ordenanzas eternas no es un simple rito simbólico, sino el medio por el cual permanecemos unidos a Dios y a nuestra familia para siempre.
Cada vez que participamos en la obra del templo —ya sea por nosotros mismos o por nuestros antepasados— ayudamos a fortalecer esas raíces y ramas espirituales.
Rechazar el Evangelio significa perder la herencia familiar eterna; aceptarlo, en cambio, significa ser injertados en el árbol de la vida. La promesa del Señor es clara: quienes escuchen Su voz y guarden Sus convenios jamás serán cortados, sino que florecerán como ramas vivas en la familia celestial de Dios.
Doctrina y Convenios 133:65–74
El Señor extiende Su mano por última vez
En estos versículos el Señor declara que extenderá Su mano “por segunda vez” para redimir a Su pueblo y reunir a Israel de entre todas las naciones. Sin embargo, también se enfatiza el contraste entre la misericordia ofrecida a los humildes y el juicio reservado para los rebeldes. Al igual que en los pasajes paralelos de Isaías y 2 Nefi, se manifiesta la dualidad de Su carácter divino: Él es tanto el Dios de la compasión como el Dios de la justicia. A los que vienen a Él con corazón quebrantado, los recibirá y los sanará; pero los que endurecen su corazón y rechazan Su voz serán dejados en tinieblas exteriores (véase Mateo 8:12; D. y C. 19:5).
El lenguaje de estos versículos es el de un Dios que llama repetidamente a Sus hijos antes del juicio final. A lo largo de la historia, Israel ha sido invitado una y otra vez a regresar a su Redentor. Ahora, en la última dispensación, el Señor vuelve a extender Su mano, no sólo a Su antiguo pueblo, sino a todas las naciones, ofreciendo la plenitud de Su Evangelio. Sin embargo, llegará un momento en que la invitación cesará y el Señor retirará Su mano. Entonces los que se negaron a escuchar serán dejados sin luz, mientras que los que aceptaron Su Evangelio serán reunidos en Sión, bajo Su protección y Su gloria.
La misericordia del Señor tiene un alcance infinito, pero no un tiempo indefinido. Hoy es el día para escuchar Su voz, arrepentirse y acudir a Él. Cada llamado al arrepentimiento, cada impresión del Espíritu y cada oportunidad de servir es una muestra de esa mano extendida. Ignorarla es arriesgarse a que, llegado el día, Su justicia se imponga.
Estos versículos nos invitan a responder con gratitud y diligencia a la última y definitiva invitación del Salvador. Su mano sigue extendida; el momento de aferrarnos a ella es ahora. Si lo hacemos, cuando los cielos se sacudan y la tierra tiemble, estaremos firmes junto a Él, en la seguridad eterna de Su redención.
Doctrina y Convenios 133:71
¿Por qué se rechaza a los profetas?
El rechazo a los profetas es una de las constantes más tristes de la historia espiritual de la humanidad. El presidente Spencer W. Kimball enseñó que los hombres encuentran todo tipo de pretextos para desoír la voz de Dios. Algunos los desprecian por su origen humilde, otros por su sencillez, y muchos porque sus palabras contradicen las filosofías o los intereses del mundo. Pero la verdadera causa del rechazo —como señaló el presidente Kimball— es el endurecimiento del corazón. Los profetas denuncian el pecado, corrigen el error y llaman al arrepentimiento, y por eso el mundo, acostumbrado a su propio camino, los desecha.
Desde Noé hasta José Smith, la historia se repite. Los profetas surgen del pueblo común, no de los palacios ni de las academias, y eso los hace invisibles o incluso incómodos para los poderosos. Jesús mismo fue rechazado en Nazaret, el pueblo que Lo vio crecer. Los fariseos y los escribas, aferrados a su prestigio y tradición, no pudieron aceptar que la voz del cielo se alzara desde un carpintero. Así también hoy, la verdad sigue siendo impopular para quienes aman más la aprobación de los hombres que la de Dios.
Este pasaje nos invita a examinar nuestro propio corazón: ¿escuchamos realmente a los profetas o los filtramos según nuestras preferencias? A veces el rechazo no se expresa con burla, sino con indiferencia o con excusas que justifican la desobediencia.
Aceptar a los profetas significa creerles aun cuando su mensaje incomode, cambiar cuando corrigen y actuar cuando llaman.
El Señor sigue enviando profetas no para complacernos, sino para salvarnos. Quienes escuchan su voz no se pierden en la confusión del mundo, sino que hallan la seguridad del camino del convenio. El rechazo a los profetas siempre conduce a la oscuridad; seguirlos, en cambio, es caminar hacia la luz de Cristo.
Doctrina y Convenios 133:73
Los impíos irán a las tinieblas de afuera
Las tinieblas de afuera representan el destino final de quienes, habiendo conocido la luz del Evangelio, la rechazan voluntariamente. El élder Bruce R. McConkie explicó que este estado es literalmente el infierno, una condición de separación total de Dios y de Su Espíritu. Allí no penetra la luz, ni la esperanza, ni el consuelo del plan de salvación. Es la consecuencia final de haber elegido la oscuridad sobre la verdad, la rebelión sobre el arrepentimiento. Los que van a ese estado no sólo se privan de la gloria celestial, sino también de toda relación con la vida, la felicidad y la presencia divina.
A lo largo de las Escrituras, las tinieblas de afuera son descritas como un lugar de llanto, tristeza y remordimiento —una existencia vacía donde el alma, habiendo rechazado la misericordia de Cristo, debe enfrentar el peso de su propia elección. Esta descripción no busca inspirar miedo, sino mostrar la realidad de la justicia eterna: el amor de Dios respeta tanto el albedrío humano que permite incluso que Sus hijos escojan apartarse completamente de Él. Pero, por otro lado, su infinita misericordia hace posible que todos los demás grados de gloria estén llenos de luz, según la medida en que los hombres la hayan recibido.
Estas palabras nos llaman a no jugar con la luz. Cada vez que resistimos una invitación del Espíritu o ignoramos la voz del Señor, damos un pequeño paso hacia la oscuridad. En cambio, cada acto de fe y obediencia nos acerca más a la fuente de toda luz, Cristo.
El infierno no es tanto un castigo impuesto como una condición elegida: la ausencia de Dios en la vida del alma.
El mensaje de este pasaje es de advertencia, pero también de esperanza: nadie necesita terminar en las tinieblas. La luz de Cristo sigue brillando, aun en los rincones más oscuros del corazón humano. Si tan solo damos un paso hacia esa luz, Él nos sacará de las sombras y nos llenará de Su gloria eterna. Porque donde está Cristo, las tinieblas no pueden permanecer.
Versículos 63–74
Llamado a los santos a la pureza y obediencia
Se exhorta a los santos a ser fieles, a escuchar al Señor y a no rechazar Sus mandamientos. Los desobedientes serán desarraigados.
En estos versículos, la voz del Señor se dirige directamente a los santos, con una exhortación clara y solemne: ser fieles, permanecer atentos a Su palabra y no rechazar Sus mandamientos. Después de describir el poder de Su venida y la magnitud de la redención universal, el Señor recuerda a Su pueblo que todo esto no es teoría distante, sino un llamado práctico y personal a la obediencia y pureza de vida.
El Señor advierte que aquellos que rechacen Sus mandamientos serán desarraigados. La imagen es fuerte: un árbol que, al no dar fruto o al resistir el cuidado del labrador, es arrancado de raíz. Doctrinalmente, esto nos enseña que la pertenencia al pueblo de Dios no depende solo de un nombre o de una afiliación externa, sino de la fidelidad constante a los convenios.
También se recalca que escuchar la voz del Señor es un acto continuo. No basta haber recibido una revelación o un testimonio en el pasado; es necesario seguir atentos, dispuestos a obedecer nuevas instrucciones y a dejarse guiar día a día. En esto se distingue el verdadero discípulo: no en una obediencia parcial o intermitente, sino en una fidelidad que abarca todo aspecto de la vida.
En un sentido personal, este pasaje nos invita a examinar nuestra disposición frente a los mandamientos. ¿Los vemos como cargas o como oportunidades para acercarnos al Señor? La pureza que Él pide no es perfección inmediata, sino un corazón dispuesto a obedecer y a arrepentirse continuamente. Así, mientras los desobedientes serán arrancados, los fieles serán preservados y hallarán un lugar seguro en el día de la venida del Señor.
Versículos 75–84
Juicio final y gloria de los justos
El Señor vendrá en fuego y juicio, destruyendo a los inicuos. Los justos recibirán gloria eterna y habitarán en la presencia del Señor.
En este último bloque, la revelación culmina con una visión solemne y definitiva: el juicio final. El Señor declara que vendrá en fuego, acompañado de poder y gloria, para ejecutar justicia sobre toda la tierra. El fuego aquí simboliza purificación y destrucción: para los inicuos será un fuego consumidor que desarraiga todo lo corrupto; para los justos, será el fuego del Espíritu que purifica y consagra.
El destino de los dos grupos se muestra en contraste absoluto. Los impíos serán destruidos y su soberbia quedará en nada; no podrán resistir la santidad del Rey que viene. En cambio, los justos recibirán gloria eterna y habitarán en la presencia del Señor. La separación entre ambos no es arbitraria, sino el resultado de las elecciones que cada persona hizo al responder —o al rechazar— la voz del Señor durante su vida.
Doctrinalmente, este pasaje reafirma que la Segunda Venida será al mismo tiempo un día de justicia y misericordia. Justicia, porque el Señor no permitirá que la maldad permanezca; y misericordia, porque los fieles finalmente verán cumplidas las promesas de salvación y reposo eterno. El juicio de Dios no es solo retributivo, sino también restaurador: cada uno recibe conforme a sus obras y deseos, y los justos hallan gozo eterno en la presencia del Salvador.
En un sentido personal, estos versículos nos recuerdan que nuestra vida es la preparación para ese día. La invitación es clara: elegir la rectitud, vivir de acuerdo con los convenios y perseverar en fidelidad. Entonces, cuando Cristo venga en fuego y majestad, no tendremos temor, sino que podremos alzar los ojos con regocijo y escuchar Sus palabras de aceptación. Para los justos, el juicio final no será el fin, sino la apertura de una eternidad gloriosa en la presencia del Señor.
Comentario final
La sección 133, conocida como la sección complementaria de la revelación inicial (DyC 1), es un poderoso epílogo que recoge y proyecta con fuerza los grandes temas de la Restauración: la urgencia del arrepentimiento, el llamado a salir de Babilonia, la predicación universal del evangelio, el recogimiento de Israel, el regreso glorioso de Cristo y el destino eterno de justos e inicuos.
El tono de la revelación es solemne y urgente. Desde los primeros versículos, el Señor pide a Su pueblo separarse del mundo y santificarse, porque Su venida está cercana. No se trata de una invitación débil, sino de un mandamiento divino que establece la diferencia entre quienes escuchan Su voz y quienes se dejan absorber por Babilonia.
Luego, el Señor traza la visión de Su obra mundial: el evangelio debe llegar a toda nación, tribu, lengua y pueblo, incluso a las islas lejanas del mar. Este llamado universal conecta con la gran promesa hecha a Abraham: que en su simiente serían benditas todas las familias de la tierra. Cada misión, cada testimonio compartido, cada obra de redención en el templo, forma parte de este cumplimiento.
El recogimiento de Israel se revela como la gran labor de los últimos días. Judá, las tribus perdidas y todos los dispersos serán guiados de nuevo al redil de Cristo. Este recogimiento es tanto físico como espiritual: reunir al pueblo de Dios en lugares de refugio y, al mismo tiempo, reunir corazones en los convenios del evangelio.
El punto culminante llega con la visión de la Segunda Venida. Cristo aparece en gloria, con vestiduras rojas, símbolo de expiación y de juicio. Para los impíos será un día terrible, pero para los fieles será el cumplimiento de toda esperanza: el regreso del Redentor victorioso. Los muertos se levantarán, toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que Él es el Cristo.
Finalmente, el Señor recuerda a los santos que deben perseverar en obediencia y pureza. La salvación no es solo para “algún día”, sino que comienza ahora en la fidelidad diaria. Quienes rechacen Sus mandamientos serán desarraigados, pero los que perseveren recibirán gloria eterna y la bendición suprema: habitar para siempre en la presencia de Dios.























