El Camino a la Redención: Fe, Arrepentimiento y Bautismo

El Camino a la Redención:
Fe, Arrepentimiento y Bautismo

El Evangelio Antiguo—La Transgresión de Adán y la Redención del Hombre de Su Pena, etc.

por el élder Orson Pratt
Sermón pronunciado en el Tabernáculo, Gran Ciudad del Lago Salado,
el 11 de septiembre de 1859.


Es mi intención esta mañana, si el Señor me asiste con su Espíritu, decir unas pocas palabras sobre los principios del Evangelio; o, en otras palabras, los primeros principios de ese gran plan de salvación que fue ideado antes de la fundación del mundo, para el beneficio de los habitantes de esta tierra. El Evangelio de Jesucristo es de gran antigüedad. Fue ordenado en los concilios del cielo antes de que existiera el mundo, y todos sus principios, ordenanzas, promesas y bendiciones fueron instituidos en el principio, antes de que el hombre fuera colocado sobre la tierra. Estos principios han sido revelados a la familia humana en varias edades del mundo, no solo revelados en la plenitud de los tiempos por Jesús y los Apóstoles, sino también a generaciones y épocas anteriores a la existencia de los Apóstoles en la tierra.

Antes de comenzar a investigar estos principios, para saber con precisión cuáles son, leeré de algunas nuevas revelaciones que fueron reveladas al profeta José Smith en el mes de diciembre de 1830. Son revelaciones concernientes a Adán, Enoc, Noé y el Evangelio de salvación, tal como les fue manifestado. Lo que estoy a punto de leer es un extracto de la profecía de Enoc, un libro revelado por inspiración al profeta José Smith, hace unos veintinueve años—

“Y Enoc habló las palabras de Dios, y dijo: Pero Dios ha hecho saber a nuestros padres que todos los hombres deben arrepentirse. Y llamó a nuestro padre Adán con su propia voz, diciendo: Yo soy Dios; hice el mundo y los hombres antes de que estuvieran en la carne. Y también le dijo: Si te vuelves a mí, y escuchas mi voz, y crees, y te arrepientes de todas tus transgresiones, y te bautizas, aún por agua, en el nombre de mi Hijo Unigénito, que está lleno de gracia y verdad, que es Jesucristo, el único nombre que será dado bajo el cielo, por el cual la salvación llegará a los hijos de los hombres, recibiréis el don del Espíritu Santo, pidiendo todas las cosas en su nombre, y cualquier cosa que pidáis, os será dada. Y nuestro padre Adán habló al Señor y dijo: ¿Por qué es que los hombres deben arrepentirse y ser bautizados por agua? Y el Señor dijo a Adán: He aquí, he perdonado tu transgresión en el Jardín del Edén. De ahí surgió el dicho entre la gente de que el Hijo de Dios ha expiado la culpa original, por la cual los pecados de los padres no pueden recaer sobre las cabezas de los hijos, porque son inocentes desde la fundación del mundo.

“Y el Señor habló a Adán, diciendo: En la medida en que tus hijos son concebidos en pecado, así también, cuando comienzan a crecer, el pecado se concibe en sus corazones, y ellos prueban lo amargo para que puedan aprender a apreciar lo bueno. Y se les concede conocer el bien del mal; por lo tanto, son agentes para sí mismos, y te he dado otra ley y mandamiento. Por tanto, enséñala a tus hijos, que todos los hombres, en todas partes, deben arrepentirse, o de ninguna manera podrán heredar el reino de Dios, porque ninguna cosa impura puede habitar allí ni estar en su presencia; porque, en el lenguaje de Adán, el Hombre de Santidad es su nombre, y el nombre de su Hijo Unigénito es el Hijo del Hombre, aun Jesucristo, un Juez justo, que vendrá en la plenitud de los tiempos.

“Por lo tanto, os doy un mandamiento para enseñar estas cosas libremente a vuestros hijos, diciendo: Que por razón de la transgresión viene la caída, la cual trae la muerte, y en la medida en que habéis nacido en el mundo por agua, y sangre, y espíritu, que yo he hecho, y así habéis venido del polvo a ser un alma viviente, así también debéis nacer de nuevo en el reino de los cielos, de agua y del Espíritu, y ser limpiados por la sangre, aun la sangre de mi Hijo Unigénito; para que seáis santificados de todo pecado, y gocéis de las palabras de vida eterna en este mundo, y vida eterna en el mundo venidero, aun gloria inmortal; Porque por el agua guardáis el mandamiento; por el Espíritu sois justificados, y por la sangre sois santificados; Por lo tanto, se os da que permanezca en vosotros; el registro del cielo; el Consolador; las cosas pacíficas de la gloria inmortal; la verdad de todas las cosas; aquello que vivifica todas las cosas, que da vida a todas las cosas; aquello que conoce todas las cosas, y tiene todo poder según la sabiduría, la misericordia, la verdad, la justicia y el juicio.

“Y ahora, he aquí, os digo: Este es el plan de salvación para todos los hombres, mediante la sangre de mi Unigénito, que vendrá en la plenitud de los tiempos. Y he aquí, todas las cosas tienen su semejanza, y todas las cosas son creadas y hechas para dar testimonio de mí, tanto las cosas que son temporales, como las cosas que son espirituales; cosas que están en los cielos arriba, y cosas que están en la tierra, y cosas que están dentro de la tierra, y cosas que están debajo de la tierra, tanto arriba como debajo: todas las cosas dan testimonio de mí.

“Y aconteció que cuando el Señor hubo hablado con Adán, nuestro padre, Adán clamó al Señor, y fue llevado por el Espíritu del Señor, y fue sumergido en el agua, y fue llevado bajo el agua, y fue sacado del agua. Y así fue bautizado, y el Espíritu de Dios descendió sobre él, y así nació del Espíritu, y fue vivificado en el hombre interior. Y oyó una voz del cielo que decía: Tú has sido bautizado con fuego y con el Espíritu Santo. Este es el testimonio del Padre y del Hijo, de ahora en adelante y para siempre; Y tú eres según el orden de aquel que no tuvo principio de días ni fin de años, de toda eternidad a toda eternidad. He aquí, tú eres uno en mí, un hijo de Dios; y así todos pueden llegar a ser mis hijos. Amén.”

He leído esto para que los Santos de los Últimos Días que no han tenido la oportunidad de leer estas traducciones inspiradas del Profeta puedan tener la oportunidad de aprender el hecho de que el Evangelio fue revelado al hombre en las primeras edades de nuestro mundo. También leeré un breve extracto de la profecía de Enoc en relación con un mandamiento y una misión que se le dio:

“Y aconteció que el Señor me dijo: Mira; y miré, y vi la tierra de Sarón, y la tierra de Enoc, y la tierra de Omner, y la tierra de Heni, y la tierra de Sem, y la tierra de Haner, y la tierra de Hanannihah, y todos sus habitantes. Y el Señor me dijo: Ve a este pueblo, y diles: Arrepentíos, no sea que salga y los hiera con una maldición, y mueran. Y me dio un mandamiento de que debía bautizar en el nombre del Padre, y del Hijo, que está lleno de gracia y verdad, y del Espíritu Santo, que da testimonio del Padre y del Hijo.”

Así vemos que no solo Adán entendió los principios de la fe, el arrepentimiento, el bautismo, el nuevo nacimiento y el don del Espíritu Santo; sino que también Enoc comprendió el mismo plan, y se le dio autoridad para administrar en sus ordenanzas. Ahora pasaremos a Noé, leyendo aún de la nueva traducción del Antiguo Testamento, no traducida por los traductores del Rey Jacobo, sino por el Profeta del Dios viviente, traducida por el don y poder de la inspiración desde lo alto…

“Y en aquellos días había gigantes en la tierra, y buscaron a Noé para quitarle la vida; pero el Señor estaba con Noé, y el poder del Señor estaba sobre él.
Y el Señor ordenó a Noé según su orden, y le mandó que saliera y declarara su Evangelio a los hijos de los hombres, tal como fue dado a Enoc.
Y sucedió que Noé llamó a los hombres a que se arrepintieran; pero no escucharon sus palabras. Y también, después de haberlo escuchado, se acercaron a él, diciendo: He aquí, somos los hijos de Dios; ¿no hemos tomado para nosotros las hijas de los hombres? ¿Y no estamos comiendo y bebiendo, y casándonos y dándonos en matrimonio? Nuestras esposas nos dan hijos, y estos son hombres poderosos, semejantes a los de la antigüedad, hombres de gran renombre. Y no prestaron atención a las palabras de Noé.
Y Dios vio que la maldad de los hombres se había vuelto grande en la tierra; y cada hombre estaba ensimismado en la imaginación de los pensamientos de su corazón, siendo continuamente malo.
Y sucedió que Noé continuó predicando al pueblo, diciendo: Escuchad y prestad atención a mis palabras; creed y arrepentíos de vuestros pecados, y sed bautizados en el nombre de Jesucristo, el Hijo de Dios, tal como lo hicieron nuestros padres, y recibiréis el don del Espíritu Santo, para que todas las cosas os sean manifestadas; y si no hacéis esto, las inundaciones vendrán sobre vosotros; no obstante, no escucharon. Y Noé se arrepintió, y su corazón se dolió de que el Señor hubiera hecho al hombre en la tierra, y esto le causó gran pesar en su corazón.”

Recordaréis que los traductores del Rey Jacobo lo interpretan como: “Y el Señor se arrepintió de haber hecho al hombre en la tierra”; pero la traducción dada por inspiración dice: “Noé se arrepintió, y su corazón se dolió de que el Señor hubiera hecho al hombre en la tierra. Y el Señor dijo: Destruiré al hombre que he creado de la faz de la tierra, tanto al hombre como a las bestias, y a los reptiles, y a las aves del cielo; porque le duele a Noé que los haya creado, y que los haya hecho, y ha clamado a mí, y ellos han buscado su vida.”

Estos extractos que he leído acerca de Adán, Enoc y Noé los encontraréis en una pequeña obra llamada “La Perla de Gran Precio”, publicada por F. D. Richards en Inglaterra hace unos años. Podríamos seguir leyendo más extractos del Libro de Abraham, un libro también revelado por inspiración al profeta José Smith, que muestra que el Evangelio le fue revelado a él, y cómo recibió la promesa de que todos los hijos de los hombres que obedecieran ese mismo Evangelio predicado por él serían justificados y se convertirían en sus hijos, llamados su simiente, y herederos según la promesa. Pero ya he leído lo suficiente para la información de los Santos de los Últimos Días sobre este tema.

Sé que es costumbre, en la actualidad, seleccionar algún pasaje de las Escrituras como texto sobre el cual hacer comentarios. A veces sigo esta costumbre, y a veces no lo hago. Solo observaré, sin embargo, que no tenemos ejemplos registrados de que Jesús o sus Apóstoles siguieran este plan en su predicación. Tampoco tenemos nada registrado que muestre que Jesús o sus Apóstoles abrieran sus reuniones cantando, luego orando, y luego cantando de nuevo, y luego predicando. Frecuentemente nos conformamos con la costumbre actual en este respecto, y a menudo no nos conformamos, según nos guíe el Espíritu de la verdad. Tampoco era costumbre, en los días de los Apóstoles, hacer oraciones largas; pero si tenían algo muy importante que comunicar al pueblo, no deseaban que el tiempo se ocupara de ninguna otra manera que no fuera en entregar el mensaje que tenían para ellos: de ahí que generalmente encontremos que sus oraciones consistían en muy pocas frases.

Esta mañana seleccionaré un texto de las Escrituras que corrobora los que ya he leído. Lo seleccionaré de la traducción del Rey Jacobo. Lo encontraréis en el Evangelio según Juan, capítulo 3, versículo 5: “Jesús respondió: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios.”

Hay mucho comprendido en este pasaje que no es plenamente realizado ni entendido por la gran mayoría de la familia humana. Para entenderlo completamente, es necesario que comprendamos la verdadera condición del hombre caído; entonces veremos la necesidad de un nuevo nacimiento: de lo contrario, tal vez, no veríamos ninguna necesidad de ello. Está registrado en la historia de las Escrituras que nuestros primeros padres, mientras estaban en el jardín del Edén, transgredieron una cierta ley y mandamiento del Todopoderoso, al participar de un fruto prohibido; y esa transgresión los puso bajo condenación y los sujetó a una cierta pena, que fue la muerte de sus cuerpos de carne y hueso. “Polvo eres, y al polvo volverás”, fue la pena pronunciada sobre Adán. Antes de esto, Adán era un ser puro e inocente: no estaba contaminado con el pecado, y carecía por completo del conocimiento del bien y del mal. Era un ser destinado, en su construcción, a durar para siempre. La muerte no tenía dominio sobre su tabernáculo: el principio de la sangre, que fluye en los tabernáculos mortales de los hombres, no existía en su cuerpo inmortal; pero sus venas y arterias contenían un fluido de una naturaleza mucho más pura que la de la sangre: en otras palabras, estaban llenos del espíritu de vida, que estaba diseñado para preservarlos en inmortalidad. Aunque participaban de varios tipos de frutos en el jardín, no había ningún fruto en ese jardín, excepto uno llamado el fruto prohibido, que tuviera la menor tendencia a destruir los principios de inmortalidad que reinaban en ellos. Estaban organizados para durar, cuerpos y espíritus unidos, millones de edades. Por la transgresión de esa simple ley dada a ellos, cayeron de la inmortalidad a la mortalidad: sus cuerpos sufrieron enfermedades; las semillas de la muerte fueron sembradas dentro de ellos; y en el día en que Adán comió de ese fruto (contando según el tiempo del Señor), murió y volvió a su madre, el polvo.

La probabilidad es que había propiedades perjudiciales o cualidades venenosas en el alimento que comió, que estaban calculadas para introducir en el sistema las semillas de la mortalidad, y así cambiarlo de tal manera que las diversas fuerzas de la naturaleza tuvieran poder sobre él, para que con el tiempo muriera y se disolviera en polvo.

¿Fue esta la única pena pronunciada sobre el padre Adán? No: esta fue solo una parte de la pena. Había en cada uno de los tabernáculos de Adán y Eva un personaje de espíritu, formado de materiales más refinados que la carne y los huesos—materiales que eran inteligentes, inmortales y eternos. Los inmaterialistas de hoy en día pueden objetar esto: pero nosotros no creemos en una sustancia inmaterial.

Los espíritus que habitaban en nuestros primeros padres eran capaces de pensar, sentir, entender, percibir, actuar, poseer voluntad y juicio: en otras palabras, eran parte de esa gran sustancia de vida o Espíritu que llena la inmensidad del espacio, que está en todas las cosas y a través de todas las cosas. El espíritu del hombre también tuvo una pena pronunciada sobre él, porque cedió a la desobediencia, al prestar atención al Tentador; ya que, al ceder a sus enseñanzas, se volvió sujeto a él como un siervo.

Si nos sometemos a un ser, estamos bajo su dominio y poder, y él nos controla y ejerce autoridad sobre nosotros, sea para bien o para mal. Adán y Eva se habían colocado en una condición en la que el Tentador tenía control total sobre sus espíritus: se convirtieron en siervos de los ángeles caídos, para actuar según sus órdenes.

Examinemos ahora cómo la caída afectó a su posteridad. No heredamos la transgresión de Adán, pero sí las consecuencias de ella. Hay una diferencia entre heredar el pecado original y sentir las consecuencias de él. Para ilustrarlo: no decimos, cuando los niños heredan las enfermedades de sus padres, provocadas por la embriaguez, la depravación, la lascivia y la maldad de todo tipo, que es el efecto de los pecados individuales de los niños. Esto no es así: solo heredan las consecuencias de los pecados de los padres. Así es con toda la posteridad de Adán. Las consecuencias de la transgresión de Adán y Eva han descendido sobre nosotros; por lo tanto, encontramos que todos los hijos e hijas de Adán se han vuelto mortales. Las semillas de la disolución están dentro de nuestros tabernáculos porque nuestros primeros padres pecaron, y sin embargo no somos culpables de sus pecados.

Además, Adán y Eva se volvieron sujetos en espíritu al ser que los tentó. Los hijos que fueron engendrados por ellos, heredando tabernáculos caídos e impíos, también se volvieron sujetos al mismo ser, bajo la suposición de que no había una expiación provista. Por lo tanto, percibimos las nefastas consecuencias de la caída, consideradas separadas y apartadas de cualquier expiación que debía hacerse.

Ahora preguntémonos sobre la duración de la pena. ¿Debía cesar la pena al final de un cierto período? Quiero que consideréis esto, independientemente de cualquier consideración sobre la expiación. Si no se hubiera provisto ninguna expiación, los cuerpos de nuestros primeros padres, así como los cuerpos de todos sus hijos, se habrían desmoronado hasta regresar a la tierra madre, para no levantarse jamás. ¿No habría sido eso una muerte eterna de la carne y los huesos? Si no hubiera expiación, no podría haber resurrección. ¿Cómo podría el hombre, caído y corrompido, expiar por sus propios pecados? No podía hacerlo. ¿Cómo podría liberarse del poder de Satanás a quien se había sometido? No podía hacerlo. Satanás tenía derecho sobre él, y no había ningún poder en el hombre, ni en el más mínimo grado, para redimirse de esa esclavitud.

Esto es lo que llamamos el hombre caído, y esto es lo que llamamos muerte espiritual, no una disolución o desorganización de los elementos espirituales, sino la sujeción del espíritu al poder de Satanás, tan eterna en su duración como la sujeción de la carne y los huesos a la muerte.

Ahora consideremos por unos momentos el gran plan que Dios ideó antes de que Adán fuera colocado en el jardín del Edén para redimir al hombre. Dios, por su presciencia, contempló que el hombre caería de su primer estado, al apartarse de sus mandamientos, y que se traería sobre sí mismo una muerte eterna, tanto del cuerpo como del espíritu. Aquí es cuando la misericordia tiene la oportunidad de intervenir. La justicia los había condenado a la muerte y miseria eternas, y la misericordia no podía intervenir sin destruir las demandas de la justicia, salvo bajo ciertas condiciones. ¿Y cuáles pueden ser esas condiciones? ¿Aceptaría Dios el sacrificio de un ser caído, pecaminoso, degradado, como expiación por sus propios pecados? No; eso no satisfaría las demandas de la justicia. Dios no podía exhibir el atributo de la misericordia bajo ningún principio, excepto el de un ser sin pecado que sufriera en nombre del hombre pecador. En la medida en que el pecado fue cometido contra un ser infinito, una transgresión de una ley emitida por un ser infinito, la expiación debía ser una expiación infinita. Por lo tanto, Dios envió a su Hijo unigénito en la plenitud de los tiempos, quien tomó sobre sí la forma de hombre caído: es decir, entró en un tabernáculo de carne y huesos, aunque no había sido culpable del pecado original. Esto lo hizo voluntariamente de su parte.

Para edificación de los Santos, haré referencia a un pasaje en la traducción inspirada del libro de Abraham, donde leemos que en los concilios de la eternidad, antes de la fundación del mundo, el Señor ideó el gran plan de salvación. Cuando llegó a esa parte que se refiere a la futura redención del hombre, que implica un sacrificio, hizo una pregunta: “¿A quién enviaremos?” No parecía estar dispuesto a decirle a ninguno del concilio: “Tú eres la persona, y debes ir y hacer esta expiación”; no parecía dispuesto a ejercer esta autoridad sobre un ser inocente, sino que miró a la asamblea como si quisiera que alguien se ofreciera. “Y uno respondió como el Hijo del Hombre: Aquí estoy, envíame”. Aquí, entonces, hubo una oferta por parte del Hijo de Dios, el Primogénito: “Iré y redimiré a la familia humana bajo las condiciones que has ideado”.

Pero, ¿cómo podría ir y redimirlos? No podía redimirlos, a menos que sufriera por ellos y en su nombre. La pena de muerte había pasado sobre ellos. Su padre podría haber razonado con él en palabras como estas: Si tú, un ser puro y sin pecado, mi Hijo unigénito, estás dispuesto a ir y tomar sobre ti el mismo tipo de cuerpo que los hijos caídos de los hombres han tomado sobre sí mismos, un cuerpo caído de carne y huesos, sujeto al dolor, la enfermedad, la tentación y, finalmente, la muerte, y te ofreces como sacrificio (aunque no se te exige, porque no has cometido pecado que deba provocar la muerte en tu cuerpo; sin embargo, si haces esto voluntariamente y guardas mis mandamientos en todas las cosas, y no pecas contra mí), aceptaré el sacrificio que hagas en nombre de tus hermanos menores; y tendré misericordia de ellos, de lo contrario no se les podrá mostrar misericordia: la justicia debe tener su pleno efecto, y ellos deben sufrir la miseria eterna, siendo cautivos de ese ser a quien han consentido en obedecer.

Aquí, entonces, estaba el principio mediante el cual se podía manifestar la misericordia a favor de los hijos e hijas caídos de los hombres. ¿Cuándo podía comenzar a ejercerse este principio de misericordia? ¿Podía ejercerse antes de que se derramara la sangre de la expiación? Sí. Estaba la oferta libre y voluntaria del Hijo de Dios de hacer toda esta obra, sufrir y morir por sus hermanos, antes de que el hombre fuera colocado en el jardín: por lo tanto, en la mente de Dios, era como si ya se hubiera cumplido. Por eso es llamado un cordero inmolado, por así decirlo, antes de la fundación del mundo: por lo tanto, él podía tener misericordia de Adán, de Enoc, de Noé, de Abraham, de los profetas y de los hijos de los hombres mientras la tierra existiera, debido a la expiación que iba a realizarse en la plenitud de los tiempos.

Pero la gran pregunta que debemos considerar en esta ocasión es: ¿de qué manera los hijos e hijas caídos de los hombres pueden ser partícipes de los beneficios de esta expiación? ¿Van a ser redimidos incondicionalmente por la sangre de Cristo? ¿Se hará solo por la gracia gratuita, sin ninguna obra por parte de la criatura? ¿O se requieren ciertas condiciones por parte del hombre para que la sangre expiatoria de Cristo tenga efecto sobre él? Responderé esta pregunta. La expiación de Jesucristo redime a la humanidad, en lo que respecta a la caída, incondicionalmente. Ahora, quiero que todos entiendan esto claramente. No se requiere fe, arrepentimiento, bautismo, ni ninguna obra de ningún tipo por parte del hombre para ser redimido de la caída o de los pecados cometidos por nuestros primeros padres. Ninguno de ustedes es culpable porque Adán y Eva pecaron. ¿Acaso comiste el fruto prohibido? ¿Estuviste allí en esa ocasión para extender tu mano, tomar de ese fruto y comerlo? La respuesta unánime de todo el mundo en esta y todas las generaciones de hombres sería: “No estuvimos allí.” No eres condenado por un pecado que no cometiste. ¿Puedes arrepentirte de algo que nunca has hecho? Desafío a todo el mundo a que se arrepienta del pecado de Adán, porque nunca lo cometieron. No ejerciste tu albedrío en esa ocasión: entonces, ¿por qué no ser redimido de ello sin ejercer tu albedrío? ¿Por qué no ser redimido por la gracia gratuita solamente, sin obras? ¿Por qué se requiere creer, arrepentirse y ser bautizado por el pecado de Adán? Sería una tontería. La expiación de Jesucristo redimirá a todos los hijos e hijas de Adán, desde su día hasta el fin de la tierra, en lo que respecta a ese pecado. Por lo tanto, todos los niños pequeños han sido redimidos de la caída y son perfectamente inocentes y puros ante Dios. El pecado original no les es imputado. ¿Por qué? A causa de la expiación. La expiación es tan amplia como el pecado original y sus efectos. Si el pecado original extiende sus efectos a las últimas generaciones de Adán, así también la expiación extenderá sus efectos a toda su posteridad y los redimirá de esas consecuencias. Pero quizás pregunten: Si vamos a ser redimidos del pecado de Adán y sus consecuencias incondicionalmente por la expiación, ¿no seremos restaurados a la condición en la que estaba Adán antes de caer? Respondo: Sí, lo serás. ¿En qué condición estaba? Era un ser inmortal, y serás restaurado a la inmortalidad, seas santo o pecador. El decreto ha sido dado de que todo hombre será resucitado a la inmortalidad. Entonces serás como era Adán en el jardín del Edén antes de caer.

Además, Adán, antes de caer, estaba en la presencia de Dios, y podía contemplar el rostro de su Creador, escuchar su voz, mirar su gloria, ver a sus ángeles y asociarse con esos seres puros y santos. ¿Serás restaurado de nuevo a la presencia de Dios? Sí, después de la resurrección; porque Jesús dice: “Si soy levantado, atraeré a todos los hombres hacia mí” —es decir, los levantará de sus tumbas y los traerá a su presencia, para presentarse ante el tribunal de su juicio. ¿Para qué? Para ser juzgados. ¿Por el pecado de Adán? No. No tenemos nada que ver con ese pecado en el día del juicio; pero seremos llevados ante el tribunal de Dios, y seremos restaurados de la caída, con carne y huesos, pero sin sangre, y seremos capaces de perdurar para siempre; y allí contemplaremos el rostro de nuestro Dios y de Jesucristo, y el rostro de sus ángeles, y podremos conversar con ellos y escucharlos conversar, como lo hizo Adán antes de la caída. ¿No es esto una restauración completa? Sí.

Ahora quiero hablarles de algo que está más cerca de nosotros que el pecado de Adán. Todo hombre o mujer sobre la faz de este globo, que ha alcanzado la edad de entendimiento y responsabilidad, ha cometido pecado por sí mismo o por sí misma. Se te han dado mandamientos, así como se les dieron a nuestros primeros padres. La ley santa ha emanado del cielo para nosotros, y se han establecido penas. Y cuando llegamos a los años de entendimiento y responsabilidad, transgredimos la ley y el mandamiento santo que nos fue dado desde el cielo, tal como Adán transgredió la primera ley en el jardín del Edén.

Ahora consideremos la consecuencia de esta segunda transgresión. Dios ha dado una ley a la posteridad de Adán, después de haber llegado al conocimiento del bien y del mal a través de la caída, de que no deben hacer el mal. Si él ha dado una ley estricta de que no debemos hacer el mal, puedes estar seguro de que ha fijado una pena estricta a ella; porque, ¿de qué serviría una ley sin una pena? ¿Cuál es la pena? Es que si la posteridad de Adán hace el mal, después de la resurrección serán desterrados de nuevo de la presencia de Dios y de la gloria de su poder; soportarán los dolores de la segunda muerte. La violación de la primera ley dada a Adán trajo la primera muerte, y la violación de la segunda ley dada a la posteridad de Adán traerá la segunda muerte, que es la pena adjunta a ella. ¿Cómo vamos a ayudarnos a nosotros mismos? Todos hemos pecado después de haber llegado a los años de responsabilidad. Cuando éramos niños pequeños, éramos perfectamente puros, así como los ángeles de Dios; y de tales, dijo Jesús, es el reino de los cielos, siendo redimidos de la caída por la expiación. Pero, ¿hemos sido redimidos de nuestros propios pecados reales? Hemos ejercido nuestro albedrío al cometer estos pecados reales, y no tenemos excusa que alegar. Podríamos justificarnos con razón en relación con el pecado cometido por Adán, pero no hay excusa en relación con romper estos segundos mandamientos. Los hemos violado con los ojos abiertos. ¿Podemos escapar de la pena? Alguien dice: Ahí está la expiación. Sí, eso es cierto; pero ¿tendrá efecto para redimirnos de esta segunda muerte y destierro incondicionalmente por nuestra parte? No. Si somos redimidos de esta segunda pena, será ejerciendo nuestro albedrío, cumpliendo ciertas condiciones; y estas condiciones tengo la intención de presentarlas ante ustedes, que se llaman el Evangelio.

Creo que he señalado, tan claramente como mi débil lenguaje lo permite, la condición de toda la familia humana, en lo que respecta a su estado caído y a sus propias transgresiones individuales. He intentado ser sencillo en mis explicaciones.

¿Cuáles son las condiciones por las cuales debemos ser redimidos de nuestros propios pecados reales y escapar de esta segunda pena? Después de ser redimidos de la tumba y traídos de nuevo a la presencia de Dios y de los ángeles, ¿qué sería más aterrador que escuchar las palabras: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles”? Por desagradable que sea esto, debe ser pronunciado, si Dios es un Dios de verdad y santidad: su justicia debe cumplirse; y, a pesar de la expiación, no hay forma de que él ejerza su misericordia en favor de los hijos de los hombres, salvo a través de su albedrío. Puedes salvarte a ti mismo mediante la expiación o dejarla de lado. Jesús ha hecho su parte: ha muerto por nosotros, ha dispuesto todo el plan; su sangre ha sido derramada, y ha sufrido los dolores de todos los hijos de los hombres y en su favor, si tan solo aceptan las condiciones.

¿Cuál es la primera condición requerida para la familia humana? Es creer en Jesucristo como el verdadero Redentor, y en su Padre como el verdadero Dios. Esta condición precede al arrepentimiento, al bautismo, al sacramento o a guardar el día de reposo; pues ninguna persona puede guardar el día de reposo hasta que cumpla con el Evangelio. Esta fe o creencia es el primer principio del Evangelio. “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”, dice Jesucristo; “y el que no creyere, será condenado.” Mucho se ha dicho acerca de la fe. ¿Qué es? Se han dado muchas definiciones, pero no hay nada más fácil de comprender que la fe. Es simplemente un acto de la mente: una creencia en aquellas cosas que son verdaderas. También es un acto simple de la mente creer en cosas que no son verdaderas. Puedes tener una fe falsa o una fe verdadera. La fe debe estar basada en la evidencia. Donde se presenta evidencia sustancial a la mente, debe ser aceptada, y debe generar fe en nuestras mentes. Debemos ser muy cuidadosos con respecto a nuestra fe, para no recibir evidencia falsa, porque esto nos daría una fe falsa. Puedo referirles muchos ejemplos de evidencia falsa que produce una fe falsa. Por ejemplo, hace unos siglos, casi todo el mundo creía que nuestra tierra no giraba sobre su eje una vez cada veinticuatro horas de oeste a este; sino que creían que el sol, la luna y las estrellas giraban alrededor de la tierra una vez cada veinticuatro horas, y que la tierra permanecía inmóvil. Esta era una fe falsa, el resultado de creer sin suficiente evidencia: estaban guiados por la tradición y el testimonio popular de la época. Copérnico presentó evidencia en su tiempo para probar que era la tierra la que giraba sobre su eje, en lugar de que el sol, la luna y las estrellas giraran alrededor de la tierra. La evidencia que presentó comenzó a generar en los corazones de la gente una fe verdadera, que se basaba en evidencia verdadera; y desde su tiempo se han dado muchas demostraciones para probar el gran hecho de que es la tierra la que se mueve, en lugar del firmamento estrellado. Sobre ese tema, el mundo ahora tiene una fe verdadera, basada en evidencia verdadera demostrada ante ellos.

Así es en relación con Jesús, el gran Redentor, y Dios su Padre: se nos ha dado evidencia para probar que existen tales seres. Se eligen vasos escogidos, y se les abren los ojos para ver al Padre y al Hijo, y van como testigos ante los habitantes de la tierra, y dan testimonio de ese hecho, exponiendo la doctrina del Padre y del Hijo. Esta evidencia genera en las mentes de las personas una fe verdadera, mientras que la evidencia tradicional a menudo genera una fe falsa. Por ejemplo, Pablo, antes de su conversión, era un hombre celoso y bueno hasta donde entendía. Fue, guiado por su fe, a perseguir a la Iglesia del Dios viviente. Creía sinceramente que debía hacer muchas cosas contrarias al nombre de Jesucristo, el Nazareno. Creía que estaba haciendo un servicio a Dios al matar a los siervos de Jesucristo. Tenía una fe falsa, basada en una evidencia insuficiente. Con el tiempo, recibió un testimonio para sí mismo de que Jesús era realmente y verdaderamente el Cristo, de que estaba persiguiendo a los seguidores del verdadero Redentor. Su fe ahora fue corregida, se le dio una fe verdadera, y el testimonio que recibió lo preparó para dar testimonio del hecho a decenas de miles de personas, no un testimonio de segunda mano, sino que él podía testificar: Mis ojos lo han visto; mis oídos han escuchado su voz; he contemplado su gloria. Fue como un testigo que va a nuestros tribunales de justicia para testificar que sabe con certeza, y no para testificar lo que otros han dicho o lo que otra persona sabía. Tales testigos van al mundo, y su testimonio produce fe en las mentes de aquellos que sopesan cuidadosamente la evidencia. Crean que Jesús existe, y que ha expiado por los hijos de los hombres; crean que sin su muerte y sufrimientos no podría haber habido perdón de los pecados; crean que su nombre es el único dado bajo el cielo por el cual la humanidad puede ser salvada. Este es un principio necesario para el nuevo nacimiento.

Mi texto nos informa que a menos que un hombre nazca de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Antes de que puedas nacer del agua, debes tener fe en un principio como el nacimiento del agua. “La fe”, dice el apóstol, “viene por el oír, y el oír por la palabra de Dios”. Es decir, en los días antiguos no tenían imprentas para circular la palabra escrita, de modo que la fe podía venir por la lectura: producían fe mediante su testimonio verbal en los corazones de sus oyentes que eran honestos y que investigaban los temas presentados ante ellos. ¿Será esta fe sola la que salve a una persona en el reino de Dios? No. Esta es solo fe sin obras, tal como la tienen los demonios; y sin embargo, es necesaria en un verdadero creyente, para preceder las obras que debe realizar. Los demonios creen que Jesús es el Hijo de Dios, y lo creen con un buen testimonio sustancial. Se requiere que la humanidad crea el mismo hecho, así como lo hacen los demonios; pero tal fe nunca salvará a un individuo sin obras: hay otras condiciones que deben estar conectadas con ella antes de que pueda ser salvo.

¿Cuál es el siguiente paso? Es arrepentirse de todos nuestros pecados: sabemos cuáles son. Estas personas que están sentadas ante mí, en esta congregación, pueden mirar hacia los años pasados de sus vidas y reflexionar sobre los muchos pecados que han cometido ante Dios, que quizás ninguna otra persona viva sepa. Pueden recordar muchas leyes que han quebrantado. Quizás muchos de ustedes hayan olvidado algunas de sus transgresiones; pero en el próximo mundo se les recordarán. Sin embargo, pueden traer a la mente algunos de los pecados y transgresiones más prominentes que han cometido. ¿Han tomado el nombre de Dios en vano? ¿Qué dice la ley de Dios? “No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano.” ¿No hay muchas personas en esta ciudad que han usado ese nombre en vano? ¿No hay muchas personas presentes esta mañana que han blasfemado su nombre? Si las hay, ustedes son las personas de las que hablo: ustedes son los individuos que necesitan arrepentimiento. Ustedes son las personas que deben reformarse de este pecado, o de lo contrario su fe en que Jesús es el Cristo no les servirá de nada. ¿Hay personas bajo el sonido de mi voz que hayan engañado a su prójimo y que hayan sido deshonestas en sus tratos en general? Miren dentro de sus propios corazones; miren hacia atrás, a sus tratos pasados con sus vecinos en días anteriores. ¿Los han defraudado de la menor parte de su propiedad? Si lo han hecho, han quebrantado la ley de Dios, esa ley que fue tronada desde el Monte Sinaí por la voz de la trompeta de Dios, esa ley que fue continuada bajo la dispensación cristiana, es decir, los diez mandamientos. Si han codiciado la propiedad de su vecino, o han robado, han quebrantado esa parte de la ley. Es tan malo engañar a un hombre con respecto a su propiedad como ir de noche y robarla secretamente. Ambas cosas están estrictamente en contra de la ley de Dios, y la pena de esa ley se cumplirá sobre cada individuo que la haya transgredido. No pueden librarse de ella, sino por el arrepentimiento y la restitución. ¿Qué dijo Zaqueo en la antigüedad? Estaba muy ansioso por ver a Jesucristo. Sin duda creía en él y sentía arrepentirse, y dijo: “Señor, si he defraudado a alguien, estoy dispuesto a devolverle el cuádruple.” ¿Están ustedes dispuestos a hacer lo mismo, aquellos que han defraudado a sus vecinos, que han tratado deshonestamente y los han engañado, que han extendido su mano y tomado los bienes de su prójimo o su dinero? Si tienen un verdadero arrepentimiento, irán y devolverán el cuádruple; no solo dirán: “Vecino, lamento haberte engañado, y no lo haré más” (eso no sería aceptable a los ojos de Dios); sino que irán y harán restitución, como el profeta Samuel estaba dispuesto a hacer antes de su muerte. Después de haber vivido hasta una buena vejez, reunió a los poderosos ejércitos de Israel y les dijo: “He aquí, aquí estoy: atestigüen contra mí ante Jehová y ante su ungido: ¿de quién he tomado un buey? ¿O de quién he tomado un asno? ¿A quién he defraudado? ¿A quién he oprimido? ¿O de quién he recibido soborno para cegar mis ojos? Y lo restituiré.” Ningún hombre se adelantó para acusar al profeta; y si no hay un acusador justo en el tiempo, no lo habrá en la eternidad sino Dios y tu conciencia. Si sabes que has engañado a un hombre, tu conciencia te acusará en el día del juicio. Arrepiéntete de ese pecado, porque el arrepentimiento debe estar conectado con tu fe, o tu fe no servirá de nada.

De nuevo: ¿hay algún hombre en esta congregación que haya cometido adulterio? Eso está en contra de la ley tronada por la voz de la trompeta de Dios en medio de los relámpagos y temblores del Monte Sinaí. Si eres culpable de ese mal, arrepiéntete de ello y vuélvete a ese Dios contra quien has ofendido, confiesa tus pecados y apártalos, y no hagas más tal cosa.

¿Hay personas en esta congregación que hayan asesinado, que hayan derramado sangre inocente y que hayan hecho esto en su ignorancia de la ley de Dios, o quizás en la ceguera de sus mentes, sin conocer su ley? Hay una oportunidad para que se arrepientan. Pero si hay una persona que ha sido iluminada por el Espíritu de verdad, una persona que ha recibido el don del Espíritu Santo, y ha extendido su mano para derramar sangre inocente, no llamamos a esa persona al arrepentimiento, porque no hay arrepentimiento para ella. Es un pecado que tendrá que enfrentar ante el tribunal de Dios. Es un pecado para el cual no hay perdón en este mundo, ni en el mundo venidero. Todo depende de cuánta luz tenía un asesino antes de cometer el acto, en cuanto a su posibilidad de perdón; pero tendrán que sufrir la pena que se les adjunta, que es la muerte.

Ahora estoy predicando los primeros principios del Evangelio, y algunos de los pecados más prominentes de esta generación los he mencionado ante esta congregación. Miren entre las naciones de la tierra y vean el espíritu de asesinato y derramamiento de sangre que existe en los corazones de millones hacia sus semejantes. Miren el sentimiento de esta generación en cuanto a nuestro joven profeta, que fue martirizado por su testimonio y por las revelaciones que recibió del cielo. En el año 1844 fue abatido por las manos de sus enemigos. Incluso ellos están llamados al arrepentimiento, si no sabían lo que hacían, si lo hicieron en su ignorancia. Pero si lo hicieron con los ojos abiertos, les diríamos a esas personas: “No hay arrepentimiento para ustedes.” Quizás, después de haber sufrido en los mundos eternos, haya una posibilidad de que algunos de esos asesinos que no fueron iluminados encuentren redención en un cierto período y algún grado de gloria. Esto se aplica no solo a aquellos que extendieron sus manos para derramar la sangre de los siervos de Dios, sino también a aquellos que aprobaron el acto: ellos también son culpables.

¿Hay personas en esta congregación que sientan aprobar el derramamiento de sangre de hombres inocentes en esta generación? Si lo hacen, aunque no estuvieron presentes para extender su mano y dar el golpe fatal, recuerden que son culpables. ¿Qué dijo Jesús a la gente en su día? “Por tanto, he aquí, yo os envío profetas, y sabios, y escribas; y de ellos a unos mataréis y crucificaréis, y a otros azotaréis en vuestras sinagogas, y perseguiréis de ciudad en ciudad: para que sobre vosotros venga toda la sangre justa que ha sido derramada sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, a quien matasteis entre el templo y el altar. De cierto os digo, todo esto vendrá sobre esta generación.” ¿Cómo es que aquellos que vivieron hace dos mil años tuvieron que responder por la sangre de los mártires asesinados hace cinco o seis mil años? Porque aprobaron el hecho al matar a los profetas vivos que les fueron enviados. Cuando un hombre extiende su mano para derramar la sangre de un siervo vivo de Dios que da testimonio de la verdad y ha sido enviado por la autoridad de Dios, ese hombre es culpable de la sangre de todos los siervos de Dios que han sido asesinados desde la creación; y todos los que aprueban el hecho tendrán que ser castigados con esos asesinos que realmente perpetraron el mismo.

Habrá muchos asesinos en esta generación; pues hay cientos y miles de hipócritas piadosos y santificados en los púlpitos, y editores de la prensa, y personas que sienten decir, con respecto al martirio del profeta José Smith: “Me alegro de ello; gracias al Señor que lo han matado”, etc., tal como decían sobre Jesús en su época, y sobre todos los profetas en tiempos pasados; y la sangre de todos estos antiguos mártires será requerida de sus manos.

El asesinato es un mal prominente de esta generación. Y además, he aquí otros males prominentes que existen en nuestras grandes ciudades. Miren la ciudad de Nueva York, por ejemplo, que contiene veinte mil prostitutas femeninas, que obtienen su sustento diario mediante la prostitución, por supuesto, alentadas por cientos de miles de prostitutas masculinas, que son tan malas o peores que las prostitutas femeninas. Aquí tienen un ejemplo de una ciudad. Luego vayan a Boston, Albany, St. Louis, Nueva Orleans, Baltimore, Filadelfia, y a todas las principales ciudades de la Unión Americana, y encontrarán la misma proporción de prostitutas entre esas ciudades que están hundidas en las profundidades más bajas de la degradación, prostituyéndose diariamente y desobedeciendo uno de los mandamientos más estrictos y santos de Dios, alguna vez emitido desde su trono; y esto es solo el comienzo, por así decirlo. Lean las estadísticas de la gran ciudad de Londres, que muestran que en ella hay alrededor de noventa mil prostitutas femeninas; y todas ellas deben ser alentadas y mantenidas por millones de prostitutas masculinas. Esto no ocurre solo durante uno o dos años, sino durante toda una generación, y de generación en generación. Luego, cruce a los gobiernos europeos. Vayan a Francia, Alemania, Prusia, y a todos esos países antiguos de Oriente, y encontrarán en muchas de esas naciones, según muestran las estadísticas, que la mitad de los niños nacidos son ilegítimos; y eso es solo el comienzo de las corrupciones que existen. Hay muchas más que están cubiertas en la oscuridad, que no se manifiestan públicamente, que las que se hacen evidentes con el nacimiento de niños ilegítimos. Probablemente hay cien pecados que están ocultos y fuera de la vista del público por cada uno que sale a la luz. Luego, dense cuenta de que estas cosas han existido durante generaciones en nuestra tierra, y entonces todos los hombres reflexivos pensarán que hay una necesidad de que el pueblo se arrepienta. Quizás alguien pueda decir: “Yo no soy culpable de estas cosas.” Pero, ¿alguna vez has hecho algo para evitarlas? ¿Han ideado los sabios legisladores y representantes de esas naciones alguna ley para poner fin a esta maldad? Si no lo han hecho, están incluidos en la culpa. Ya sea que realmente estén involucrados en estos crímenes o no, serán incluidos entre los culpables, mientras toleren estas cosas cuando está en su poder detenerlas. ¿Cómo pueden detenerlas? Dejen que los departamentos legislativos de esos diversos gobiernos promulguen leyes que pongan fin total a ellas. ¿Qué ley deberían promulgar para detener esta inundación de iniquidad? No una ley que pueda ser violada impunemente por millones; sino que sea la ley señalada en las Escrituras: es decir, la ley de muerte. Que la pena de muerte esté adjunta a sus leyes, y que se aplique sobre el adúltero y el fornicador, tanto masculino como femenino; y si no ven que estas inundaciones de prostitución disminuyen, entonces pueden confiar en que yo no entiendo estas cosas. Verían que estas prostituciones se volverían tan raras como los asesinatos, si tuvieran la misma pena adjunta. La muerte era la pena por el pecado de adulterio en los días antiguos, y los iluminados de Europa y de toda la cristiandad pretenden fundamentar sus leyes criminales, más o menos, en la Biblia. Todos estos pecados y crímenes necesitan ser arrepentidos.

Después de que un hombre se haya arrepentido, ¿traerán su fe y arrepentimiento el perdón de los pecados a través de la expiación? ¿Son estas todas las condiciones requeridas? No. Puedes confesar tus pecados, pero si nunca haces restitución a las personas a las que has agraviado, tu confesión no servirá de nada. Puedes confesar tus pecados al Señor, y prometerle que nunca pecarás más, y aun así tus pecados no serán perdonados. ¿Por qué? Porque él ha ordenado una condición adicional. ¿Y cuál es esa? Ser bautizado para la remisión de los pecados. Ahora, dirá alguien, ¿hay algo en esa ordenanza que realmente expía por los pecados del pueblo? El bautismo no expía ni un solo pecado. Entonces, ¿cómo es que los pecados se perdonan después de él? Debido a la expiación de Jesucristo, porque él ha abierto el camino por el cual estas condiciones pueden ser otorgadas a la criatura, porque los dones de fe, arrepentimiento y bautismo te han sido otorgados a través de la expiación; y estas son las condiciones en las cuales tus pecados pueden ser perdonados. ¿Eso es todo? No. Si te detienes ahí, estás perdido. Solo tienes el perdón de los pecados pasados; no eres una nueva criatura: debes nacer, no solo de agua (que es el bautismo para la remisión de los pecados), sino también debes nacer del Espíritu, o no puedes heredar el reino de Dios.

Les daré algunas ideas sobre el bautismo para la remisión de los pecados. Esto es instituido por el Señor nuestro Dios como el nacimiento del agua. Hay muchas cosas para las que no podemos dar razones, porque no las conocemos nosotros mismos. No tenemos conocimiento de por qué tales y tales ordenanzas son instituidas y reveladas; pero cuando llegamos al bautismo, podemos decir por qué fue revelado: podemos entender la razón, porque Dios la ha revelado. Si no lo hubiera hecho, estaríamos en la oscuridad en cuanto a esto.

En el pasaje de la nueva traducción que leí al comenzar mis palabras, encontramos las primeras enseñanzas del Evangelio a Adán: “Que en la medida en que (tus hijos) nacieron en el mundo por la caída que trae la muerte, por el agua, y la sangre, y el espíritu, que yo he hecho, y así se convirtieron en polvo, un alma viviente, así también deben nacer de nuevo del agua, y del Espíritu, y ser limpiados por sangre, incluso la sangre de mi Unigénito.” Esto es para que puedan convertirse en una nueva criatura, de lo contrario no pueden heredar el reino de Dios. Una cosa es instituida debido a la otra. ¿Cómo llegamos a tener estos cuerpos mortales, corruptos y degradados? Debido a la caída. Nacemos en el mundo, a través de la caída, con el tipo particular de cuerpos que heredamos. Cuando llegamos a este mundo, nacimos del elemento acuoso al elemento del aire. También participamos de la sangre, cuando estábamos en el embrión, que fluía a través de las venas y arterias de nuestras madres, y de allí circulaba a través de nuestros tabernáculos embrionarios: nuestros tabernáculos infantiles también fueron vivificados por el espíritu humano; y así, por el agua, por la sangre y por el espíritu humano, nacimos naturalmente como un alma viviente en un mundo de muerte. Si queremos ser restaurados de este estado caído y convertirnos en una nueva criatura, debe ser mediante el bautismo: el nuevo nacimiento, el nacimiento del agua, la sangre expiatoria de Jesús, y el nacimiento del Espíritu, los tres correspondiendo al agua, la sangre y el espíritu del hombre que entra en el tabernáculo; una cosa correspondiendo a la otra, un principio a otro; y por lo tanto se instituyó la ordenanza del bautismo, para que el hombre pudiera ser traído del elemento líquido del agua, lo que se llama un nacimiento, del mismo modo en que el niño es traído del mismo elemento en el vientre hacia el aire; y así como el niño es vivificado por el espíritu humano que toma posesión del tabernáculo embrionario, así también el individuo que sale del elemento acuoso debe ser vivificado por el Espíritu Santo, y estar preparado para entrar en el reino de Dios, una cosa siendo en semejanza de la otra. Y así como, por la transgresión, la sangre ha traído la muerte al mundo, así por la sangre de Jesucristo debemos ser santificados, para que la vida eterna pueda venir al mundo, una cosa respondiendo a la otra. Por lo tanto, podemos ver la conveniencia del nuevo nacimiento que se menciona en el quinto versículo del tercer capítulo de Juan.

Qué claras son las palabras de nuestro Redentor a Nicodemo sobre este tema: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios.” Ningún hombre puede llegar allí sin estos dos nacimientos: el nacimiento del agua, o el bautismo para la remisión de los pecados, y el bautismo del Espíritu Santo, o el nuevo nacimiento del Espíritu. Ambos deben recibirse, o fallamos en entrar en ese reino llamado el reino de Dios. ¿Cuántos en esta congregación no han cumplido con estas condiciones? ¿Hay alguna persona aquí que crea que Jesucristo es el único nombre dado bajo el cielo por el cual pueden ser salvos, que crea en su sangre expiatoria? Si las hay, a ustedes les digo: Arrepiéntanse de todos sus pecados (si aún no se han arrepentido de ellos), y luego sean bautizados en agua para la remisión de ellos, y salgan nuevamente del agua nacidos a una nueva vida, para que puedan ser llenos del Espíritu Santo, o sean inmersos en el Espíritu de verdad, para que de ahora en adelante puedan vivir en novedad de vida, y entonces puedan entrar en el reino de Dios. Y pueden tomar esto como uno de esos principios inmutables que no pueden ser movidos: nunca podrán llegar allí sin obedecer estas condiciones. Pueden halagarse a ustedes mismos todo lo que quieran pensando lo contrario, pero no pueden llegar allí bajo otras condiciones, a menos que puedan probar que Jesucristo es un impostor.

Pero, dice uno, ¿acaso no llegó allí el ladrón en la cruz? No. Él se volvió hacia Jesús en sus últimos momentos, y le dijo: Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. Y Jesús le dijo: “De cierto te digo, que hoy estarás conmigo en el paraíso.” ¿Y dónde es eso? ¿Está en el reino de Dios? Investigaremos este asunto. Encontramos que el paraíso, según las definiciones dadas por los escritores más eminentes, es un lugar de espíritus fallecidos. ¿A dónde fue Jesús? Pedro dijo que fue a predicar a los espíritus encarcelados, mientras su cuerpo estaba en la tumba. La Iglesia de Inglaterra, en uno de sus artículos, dice que Jesucristo sufrió la muerte y descendió al infierno, y después de tres días resucitó y ascendió a su Padre. ¿Para qué fue allí? Pedro dice que fue a predicar el Evangelio a los muertos, para que pudieran ser juzgados conforme a los hombres en la carne. ¿Fue el ladrón con él? Sí: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”; y allí te predicaré entre los demás. Pero para entrar en la mansión donde habita Dios, y donde habitan los santos ángeles, debes nacer de agua y del Espíritu, o no puedes entrar en ese reino. Adán no podía ir allí; Enoc no podía; Abraham, Isaac, Jacob, Moisés y los profetas, ninguno de ellos podía entrar en ese reino sin haber nacido de agua y del Espíritu. Esto sorprendió a Nicodemo; y Jesús le dijo: “¿Eres tú maestro de Israel, y no sabes esto?” —como diciendo, el nuevo nacimiento había sido revelado al pueblo desde el principio de la humanidad, y transmitido de generación en generación, y sin embargo tú eres “maestro en Israel”, ¡y no sabes esto! Era el único camino de salvación antes de que viniera Jesús, y era el único camino después de que vino. Y estas ordenanzas deben ser administradas por personas debidamente autorizadas. Pero como el tiempo no nos permite hacer comentarios sobre este punto, concluimos dando testimonio de que el gran Dios ha restaurado este mismo plan o sistema de cosas, por el cual pueden nacer de agua y del Espíritu por administradores legales, por aquellos que han recibido poder y autoridad del cielo, bajo las manos de santos ángeles. Este es el testimonio que tenemos que llevar a todas las naciones. Es el testimonio que hemos llevado mucho más allá de estos Estados Unidos. Hemos cruzado el gran océano hacia países extranjeros y llevado este testimonio a muchas tierras. Veo sentados ante mí a cientos en esta asamblea que han cruzado el océano y han venido a estas Montañas Rocosas para establecerse con los Santos de Dios, para vivir o morir con ellos si es necesario. Ustedes escucharon a los siervos de Dios dar testimonio en sus países nativos, de que santos ángeles habían sido enviados del cielo, revestidos de autoridad y poder, que impusieron sus manos sobre vasos escogidos y restauraron la autoridad y el apostolado nuevamente en la tierra, para que la gente pudiera ser bautizada, porque no podían nacer de agua a menos que el administrador tuviera autoridad para administrar. Si un hombre intenta administrar la ordenanza del bautismo, y solo es llamado por sus semejantes, no valdría nada. No sería legal en el gran día del juicio. Una persona no puede nacer de nuevo legítimamente sin un administrador legal. Si naces del Espíritu, debe haber un hombre autorizado para administrar ese Espíritu. Pablo dice: “El cual asimismo nos hizo ministros competentes de un nuevo pacto; no de la letra, sino del espíritu: porque la letra mata, pero el espíritu vivifica.” ¿Por qué? Porque fue autorizado para imponer sus manos sobre los creyentes bautizados y confirmar sobre ellos el don del Espíritu Santo, para que pudieran nacer del Espíritu y convertirse en nuevas criaturas.

En los últimos días se ha restaurado el mismo apostolado, y ustedes son testigos de los siervos de Dios que ocupan estos asientos. Podemos decir que miles de personas en este territorio son testigos de que esta autoridad ha sido restaurada. ¿Cómo lo saben? ¿Vieron al ángel? No. ¿Tuvieron una visión celestial? ¿Cómo saben que estos son los siervos de Dios, que los ángeles han venido del cielo y restaurado el apostolado? Ustedes responden: Creímos su testimonio sobre buenas pruebas sustanciales, pero no sabíamos que fuera verdad; actuamos según nuestra fe, nos arrepentimos de nuestros pecados, fuimos bautizados, y el administrador impuso sus manos sobre nuestras cabezas y confirmó sobre nosotros el Espíritu Santo. ¿Lo recibieron? Sí, y recibimos un conocimiento perfecto de que eran los siervos de Dios. Esto es lo que Lucas quiere decir cuando dice: “Y nosotros somos testigos de estas cosas; y también el Espíritu Santo, el cual ha dado Dios a los que le obedecen.”

Ahora, extraños, si desean obtener el conocimiento de que esta obra es de Dios, obedezcan la palabra de Dios, y recibirán el don del Espíritu Santo; y cuando reciban ese don, sabrán: estarán más allá de la creencia, en lo que respecta a ese asunto. Sabrán que esta es la verdad que les hemos dicho: sabrán que un ángel de Dios ha sido enviado del cielo; que el Libro de Mormón es una revelación Divina, la historia de la antigua América, que contiene el Evangelio predicado en tiempos antiguos en esta tierra; que Dios ha levantado su reino en la tierra por última vez; que esta es la dispensación final; y que el gran día del Señor está cerca. Esto lo sabrán a través de la administración de las ordenanzas del Evangelio.

¿Están dispuestos a intentarlo? ¿Están dispuestos a creer en nuestro testimonio? Les decimos a los incrédulos, a ustedes que no saben si hay un Dios o no, pongan a prueba nuestras palabras y comprueben si son verdaderas o no. Si hacen lo que les decimos, sabrán que hay un Dios, que esta es su obra, que estos testimonios dados por los siervos de Dios son testimonios dados para su beneficio, para prepararlos para el gran día de su venida. Los incrédulos y todos los demás hombres pueden saber si esta obra es verdadera o no. Pueden comprobar si somos maestros falsos o no. Les presentamos estas cosas: cumplan con ellas, y la bendición será suya, tan seguro como que el Señor vive y reina en su trono eterno. Pero si no cumplen con ellas, no podrán saberlo hasta que sea demasiado tarde. Que Dios bendiga a quienes buscan la verdad, y a todos los que la obedecen, es mi oración, en el nombre de Jesucristo. Amén.


Resumen:

El discurso se centra en la importancia de obedecer los mandamientos de Dios para recibir el conocimiento espiritual y la certeza de que la obra del Evangelio es verdadera. El orador afirma que aquellos que sigan las enseñanzas del Evangelio de Jesucristo, que se arrepientan y reciban las ordenanzas del bautismo y el don del Espíritu Santo, obtendrán un conocimiento directo y personal de la verdad. Explica que este conocimiento va más allá de la simple creencia, ya que se recibe mediante la revelación del Espíritu.

El orador invita a todos, incluso a los incrédulos, a poner a prueba sus palabras y ver si las promesas se cumplen. Les asegura que si obedecen los mandamientos de Dios y reciben las ordenanzas del Evangelio, recibirán la certeza de que el Libro de Mormón es verdadero, que el Reino de Dios ha sido restaurado en la tierra, y que el regreso del Señor está cercano. Finalmente, exhorta a la audiencia a actuar antes de que sea demasiado tarde para obtener esta bendición.

Este discurso es un llamado poderoso a la fe y a la acción. Nos invita a no solo creer de manera pasiva en la verdad del Evangelio, sino a tomar medidas concretas para obtener una confirmación divina y personal de su veracidad. El mensaje refleja un principio clave del Evangelio: la fe debe ir acompañada de obediencia y acción. No se trata solo de aceptar intelectualmente, sino de vivir las enseñanzas de Jesucristo para poder recibir la promesa del Espíritu Santo.

Es también un recordatorio de que la revelación y el conocimiento espiritual no se otorgan a aquellos que permanecen indiferentes o pasivos, sino a aquellos que activamente buscan, obedecen y se esfuerzan por vivir en conformidad con la voluntad de Dios. La invitación a “probar las palabras” del Evangelio sugiere que la fe es un proceso dinámico en el que los individuos pueden experimentar por sí mismos la verdad de las enseñanzas de Cristo, lo que lleva a una conversión más profunda y una conexión más íntima con Dios.

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