El Mesía Mortal – De Belén al Calvario Libro 3

El Mesía Mortal 

De Belén al Calvario

Libro 3

Bruce R. McConkie

El Mesía Mortal – De Belén al Calvario  Libro 3


En el tercer volumen de El Mesías Mortal, Bruce R. McConkie nos lleva a recorrer una de las etapas más intensas y sagradas del ministerio terrenal del Salvador. La historia avanza desde los días de Su predicación pública en Galilea hasta los albores de Su pasión en Jerusalén. No es solo una narración de hechos, sino una revelación del corazón divino del Redentor, quien camina con perfecta obediencia hacia la cruz que lo espera.

El lector es invitado a ver al Cristo viviente, no solo como un Maestro de palabras, sino como el Dios encarnado que enseña, sana, redime y prepara el mundo para el sacrificio supremo. McConkie reconstruye con detalle las escenas del Nuevo Testamento, pero lo hace desde una perspectiva restaurada, iluminada por la doctrina moderna del evangelio: las parábolas cobran profundidad, los milagros se convierten en lecciones eternas, y cada encuentro con una multitud, un discípulo o un enemigo se revela como parte de un plan redentor trazado desde la eternidad.

El Cristo de McConkie es el Maestro incomparable, que enseña con claridad divina y autoridad celestial. Sus palabras sobre la fe, el perdón y el arrepentimiento se muestran no como preceptos abstractos, sino como llamados personales a la transformación. Cada capítulo refleja cómo Jesús “hablaba como quien tiene autoridad”, no solo porque conocía la ley, sino porque era la Ley hecha carne, el Verbo que había estado con Dios desde el principio.

En este volumen, vemos a Jesús desplegar la plenitud de Su poder: calma la tempestad, multiplica los panes, devuelve la vista a los ciegos y levanta a los muertos. Pero detrás de cada milagro, McConkie subraya una enseñanza espiritual: la verdadera sanidad proviene de creer en Él, y el mayor milagro es la conversión del alma.

Mientras el Mesías avanza hacia Jerusalén, los fariseos y escribas se endurecen cada vez más. McConkie describe este conflicto no como un choque político, sino como la manifestación inevitable entre la luz y las tinieblas. Cristo denuncia la hipocresía religiosa, llama a la pureza interior, y revela que el Reino de Dios no se mide por ritos ni apariencias, sino por el corazón humilde que hace la voluntad del Padre.

En esta parte de Su ministerio, Jesús se enfrenta con creciente soledad. Aunque multitudes lo siguen, pocos comprenden realmente quién es. Sus discípulos, aún aprendiendo, lo aman sin entender del todo el camino que Él debe recorrer. McConkie nos permite sentir esa tensión espiritual: el Hijo de Dios, consciente de Su destino, avanza serenamente hacia la cruz, sabiendo que el precio de la redención será pagado con Su propia vida.

Una de las joyas de este volumen es la profundidad con que se explican las parábolas. McConkie revela su poder doctrinal con una claridad que invita a la reflexión. El sembrador, el hijo pródigo, el buen samaritano, el mayordomo fiel —todas ellas se convierten en retratos del alma humana ante la gracia divina.

En cada una, se siente el llamado del Salvador a la fidelidad y al amor redentor. Él no enseña para entretener, sino para invitar a los hombres a venir a Él y ser perfeccionados.

Hacia el final del volumen, el tono se vuelve más solemne. Jesús anuncia Su muerte; predice Su traición; se despide de Sus discípulos con ternura y poder. McConkie pinta este cuadro con reverencia: el Cristo que camina hacia el Calvario no es una víctima del odio humano, sino el Cordero voluntario que entrega Su vida por el amor del Padre.

En las páginas finales se vislumbra ya la sombra de Getsemaní, la prueba suprema de la obediencia y del amor infinito. El lector siente que cada paso del Salvador está guiado por la compasión, y que cada palabra, cada milagro, cada lágrima, eran parte de una sola misión: redimir al mundo.

El Mesías Mortal, Volumen 3 no es solo historia ni teología. Es una invitación a seguir al Cristo vivo. McConkie escribe con voz de testigo, no de académico. Su intención es que el lector no solo admire a Jesús, sino que lo conozca, lo ame y lo siga.

En este relato, el Redentor no está distante. Él enseña, sana, perdona y llama hoy, con la misma voz con que habló en Galilea. Cada capítulo nos recuerda que la senda de la salvación pasa por la fe, la obediencia y el discipulado.

Así, este volumen se levanta como un testimonio majestuoso de que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente. De Belén al Calvario, McConkie nos muestra que cada palabra, cada acto y cada sacrificio del Señor formaron parte del plan supremo del Padre.
Y cuando se cierra el libro, uno no solo entiende más del Salvador: uno siente el deseo profundo de caminar tras Él, de vivir Su evangelio, y de ser contado entre Sus discípulos verdaderos.


Tabla de Contenido

Sección 7  El Ministerio Galileo Alcanza su Punto Culminante
Capítulo 60  Las Ovejas Perdidas entre los Gentiles
Capítulo 61  La Levadura de los Fariseos y Saduceos
Capítulo 62  El Testimonio de Nuestro Señor
Capítulo 63  El Hijo de Dios — Un Siervo Sufriente
Capítulo 64  La Transfiguración
Capítulo 65  Del resplandor a la sombra
Capítulo 66  El discurso sobre la mansedumbre y la humildad
Capítulo 67  Discursos sobre el perdón y el poder de sellar
Capítulo 68  Jesús envía a los setenta
Sección 8  El ministerio posterior en Judea
Capítulo 69  Jesús ministra durante la Fiesta de los Tabernáculos
Capítulo 70  Agua Viva para Todos los Hombres
Capítulo 71  El Mesías: La Luz del Mundo
Capítulo 72  La descendencia de Abraham
Capítulo 73  Jesús habla de cosas espirituales
Capítulo 74  La maravillosa palabra se derrama
Capítulo 75  El hombre que nació ciego
Capítulo 76  El Buen Pastor
Sección 9  El ministerio en Perea
Capítulo 77  Sacrificio y salvación
Capítulo 78  La oveja, la moneda y el hijo perdidos
Capítulo 79  Las dos parábolas peculiares
Capítulo 80  La resurrección de Lázaro
Capítulo 81  Más sanaciones, parábolas y sermones
Capítulo 82  Obteniendo la vida eterna
Capítulo 83  Camino hacia la Cruz
Sección 10  Desde la unción hasta el reinado real
Capítulo 84  “¡Hosanna al Hijo de David!”
Capítulo 85  Jesús: Uno que tiene autoridad
Capítulo 86  Tres parábolas para los judíos
Capítulo 87  Los judíos provocan, tientan y rechazan a Jesús
Capítulo 88  La Gran Denunciación
Capítulo 89  La enseñanza final de Jesús en el templo
Capítulo 90  El discurso del Monte de los Olivos: Jerusalén y el Templo
Capítulo 91  El discurso del Monte de los Olivos: Los últimos días
Capítulo 92  El discurso del Monte de los Olivos: La Segunda Venida
Capítulo 93  El discurso del Monte de los Olivos: Parábolas y el Juicio


Sección 7

El Ministerio Galileo Alcanza su Punto Culminante

Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. (Mateo 16:16)
Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd. (Mateo 17:5)


Jesús, nuestro Señor, en cuya vida mortal tanto nos regocijamos, llega ahora a un día de creciente oposición, aun en Galilea.

Parte de allí para visitar a las ovejas perdidas entre los gentiles. En las regiones de Tiro y Sidón, y por toda Decápolis, se oye su voz, abundan sus milagros y alimenta a los cuatro mil.

Es desafiado a mostrar una señal del cielo, una señal del tipo que el Mesías esperado por los judíos debía mostrar.

Advierte a sus discípulos acerca de la levadura de los fariseos y de los saduceos.

Luego, en las regiones de Cesarea de Filipo, Pedro hace la gran confesión con la que todos los discípulos concuerdan.

Jesús promete dar a Pedro las llaves del reino de los cielos. Luego, en el monte Hermón, esas llaves son conferidas a Pedro, Jacobo y Juan. Poco después, todos los Doce las reciben y tienen poder, así, para atar y desatar tanto en la tierra como en los cielos.

Una y otra vez, aquel que vino a morir habla de ser entregado en manos de hombres malvados, de su muerte en Jerusalén y de su resurrección al tercer día.

En el Monte Santo, Jesús y los tres escogidos son transfigurados. Moisés y Elías ministran ante ellos.

Allí, en las alturas del Hermón, Pedro, Jacobo y Juan contemplan las maravillas de la eternidad, incluyendo la transfiguración de la tierra.

La Shekinah regresa a Israel. Aun el Padre visita al Hijo y testifica: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd.”

Jesús predice la venida de Elías en la Restauración.

Comienza el descenso del Monte de la Gloria al Valle de la Humillación y la Muerte.

En el valle, sana al joven endemoniado y provee, milagrosamente, el impuesto del templo para sí mismo y para Pedro.

Él enseña acerca de la mansedumbre, la humildad, la salvación de los niños, el perdón y el poder sellador. Y da la parábola del siervo despiadado.

Luego, de entre sus amigos galileos, elige a los Setenta para que acompañen a los Doce en dar testimonio de su santo nombre en todo el mundo.

Así concluye su ministerio en Galilea: un ministerio de predicación, sanaciones, milagros, llaves, poderes, autoridades, visiones y confirmación celestial de su filiación divina.

Como Hijo de Dios, se dirige a Jerusalén para cumplir aquello por lo cual vino al mundo.


Capítulo 60

Las Ovejas Perdidas entre los Gentiles

Porque desde donde el sol nace hasta donde se pone, grande será mi nombre entre las naciones; y en todo lugar se ofrecerá incienso a mi nombre y ofrenda limpia; porque grande será mi nombre entre las naciones, dice Jehová de los ejércitos. (Malaquías 1:11)


Un Día de Creciente Oposición
(Mateo 15:21; Juan 7:1)

Lucifer está ahora soltando a sus legiones para luchar contra el Señor de la Vida. Hasta este momento, la oposición hacia Él se ha centrado principalmente en los ministros escribas y sectarios, en los rabinos fanáticos, en los miembros del Sanedrín y en los gobernantes y líderes religiosos del pueblo, cuyos oficios se ven amenazados por el Nuevo Orden.

Entre la gente del campo, entre las multitudes de Galilea, entre el pueblo común—cuyos pensamientos, sin embargo, están muy influenciados por sus líderes—ha habido división de opiniones. Algunos le han seguido con gozo. Ha sido rechazado dos veces por los suyos en Nazaret. Hay quienes creen que Él es el Mesías, y otros que aceptan la sofistería farisea de que es Satanás encarnado, que expulsa demonios y realiza milagros por el poder de Beelzebú.

El vil asesinato del bienaventurado Bautista por Antipas ha dejado al pueblo en un estado de gran agitación. Herodes buscaba a Jesús para hacerle lo mismo que hizo con Juan. En medio de esa efervescencia popular, Jesús y los Doce buscaron refugio de la persecución y descanso del trabajo, navegando hacia la región de Betsaida-Julias.

En los verdes y solitarios campos cercanos a esa ciudad—ahora célebre para siempre por lo que allí ocurrió—Jesús alimentó a los cinco mil. Fue un breve y deslumbrante momento de aclamación popular, en el cual el pueblo intentó imponerle una corona terrenal a Aquel cuya cabeza estaba destinada, mientras estuviera en la tierra, solo a llevar una corona de espinas.

Luego vino el sermón sobre el pan de vida, que aventó la paja del trigo y limpió la era de aquellos que buscaban únicamente los panes y los peces, y que rehusaron comer el Pan que descendió del cielo.

Luego vinieron los espías y escribas del Sanedrín—reavivados en su celo persecutorio por el fervor y la emoción de su adoración pascual—para confrontarlo sobre el tema de las tradiciones de los ancianos.

Y en ese momento, Jesús mismo declaró la guerra. Sus actos y los de sus discípulos al comer con manos sin lavar—y muchas otras cosas semejantes—no tenían defensa alguna, salvo que aquellas tradiciones eran malas, falsas y viles, y llevaban a los hombres al infierno. Y Él lo dijo así: de manera directa, clara y enfática.

Pero el arte y la violencia del medio pagano Antipas eran un mal menor comparado con el odio que ardía cada vez con mayor intensidad en los pechos de los rabinos y sacerdotes de Jerusalén, así como en los fariseos y en otros discípulos de las escuelas, esparcidos por el país. Las exigencias de Jesús iban mucho más allá del simple llamado del Bautista a prepararse para un tiempo nuevo y mejor. Él requería una sumisión inmediata a una nueva teocracia.

Jesús provocaba la furia del partido dominante no, como el Bautista, mediante explosiones aisladas de denuncia, sino obrando silenciosamente, como un Rey en su propio reino, el cual, aunque en el mundo, era algo mucho más elevado. De ahí que el sentimiento contra Él fuera muy distinto del odio parcial, cauteloso e intermitente que se tuvo hacia Juan.

La jerarquía y los rabinos—como centro de lo que, con todas sus corrupciones, aún era la única religión verdadera sobre la tierra—se sentían directamente y fatalmente comprometidos por Él, y no podían mantenerse tal como eran si se le toleraba. Todo el poder espiritual de Israel se levantó así contra Él: una fuerza creada lentamente a lo largo de los siglos mediante la posesión de las más grandiosas verdades religiosas conocidas por el mundo antiguo, y alimentada por el orgullo de una historia nacional incomparablemente sublime.

En el pasado, esa estructura había sido atacada, de tiempo en tiempo, desde fuera; pero en años recientes había sido atacada por primera vez desde dentro, por el Bautista, y ahora se veía aún más peligrosamente amenazada por este galileo. Aplastar a un oponente aparentemente insignificante—un campesino de Nazaret que se levantaba, solo y sin apoyo, contra un poder tan colosal—parecía fácil; y no se pensaba que fuera más difícil dispersar y destruir a su pequeño grupo de seguidores, en su mayoría campesinos despreciados.

Ahora la guerra es abierta y feroz; la oposición contra Él se ha extendido entre las multitudes galileas y judeas; y son el pueblo y la nación, no solo sus líderes religiosos, quienes empuñan la espada. Las legiones de Lucifer están combatiendo a los santos en todos los frentes, y la guerra no cesará hasta que la cruz del suplicio se convierta en el arma de muerte; o, más aún, hasta que el gran dragón mismo, junto con los falsos profetas que portan su estandarte, sean arrojados al abismo sin fondo.

Jesús aún necesitaba el descanso que había buscado cuando él y sus discípulos zarparon desde Capernaúm hacia el lugar donde fueron alimentados los cinco mil peregrinos de la Pascua. Los fuegos de la agitación política, avivados por los herodianos, y los fuegos del odio religioso, encendidos por los escribas y gobernantes de Jerusalén, ardían por todas partes.

Para evitar que ese ardiente holocausto destruyera la débil casa de fe que estaba edificando en los corazones de los hombres, debía retirarse de Galilea y dirigirse muy al norte, hacia Fenicia. En cuanto a la oposición en Judea, que había sido intensa por largo tiempo, Juan dice: “Después de estas cosas andaba Jesús en Galilea, pues no quería andar en Judea porque los judíos procuraban matarle.” Y en cuanto a la oposición que ahora ardía incluso en Galilea, Mateo dice: “Saliendo Jesús de allí, se fue a la región de Tiro y de Sidón.”

¡Tiro y Sidón! Ciudades de abominación, ciudades de maldad, ciudades semejantes a Sodoma y Gomorra. Eran cananeas, gentiles, paganas, hogar del culto a Baal y a Astarté. Astarté, cuyo culto Jezabel había impuesto en Israel, era la diosa del amor sensual; se la adoraba como prostituta sagrada y cortesana divina, si tales palabras pueden usarse sin incurrir en blasfemia. Durante milenios, el culto cananeo había sido lascivo, lujurioso e inmoral. Las diosas prostitutas eran la norma de la época, y sus devotos procuraban imitar a aquellas ante cuyos altares ofrecían sus sacrificios.

Tal era el territorio al que ahora viajaba el grupo santo para continuar aquellas labores que en conjunto se conocen como los negocios de su Padre.

Ministrando entre los Gentiles
(Marcos 7:24–30; JST Marcos 7:22–23, 26–27; Mateo 15:22–28)

No sabemos si Jesús entró propiamente en las ciudades de Tiro y Sidón, solo que estuvo en aquella región. No era su costumbre buscar a los gentiles como tales para hacerles oír su voz, aunque ciertamente había muchos judíos en esas ciudades. En tiempos de Jesús, Tiro, la mayor de las dos, probablemente tenía más habitantes que Jerusalén, y parece que permaneció en aquella zona dos o tres meses antes de dirigirse a Decápolis y continuar su ministerio en las ciudades de esa región.

Ya hemos mostrado anteriormente que los Evangelios contienen solo una selección de las palabras y hechos de Jesús. De los meses que pasó en los alrededores de Tiro y Sidón, al igual que del período que dedicó a visitar todas las ciudades y aldeas de Judea durante su primer ministerio en esa región, sabemos muy poco. Es inherente a la naturaleza misma de su obra que enseñara el evangelio, testificara de su filiación divina y obrara milagros.

Las palabras y hechos que nos han llegado de cualquier parte de su ministerio mortal fueron registrados por los autores de los Evangelios bajo la guía del Espíritu Santo, con el propósito de preservar las enseñanzas específicas que una Providencia omnisciente quiso dejar para nosotros.

Una vez que aprendemos cómo y bajo qué circunstancias se realizan ciertos milagros, por ejemplo, no hay necesidad imperiosa de registrar múltiples ilustraciones similares. En general, nuestros amigos los evangelistas seleccionaron los hechos que necesitamos conocer y que, tomados en conjunto, nos proporcionan el conocimiento y la comprensión necesarios para seguir a Aquel cuyas palabras y obras deben guiar nuestra vida.

En cuanto al servicio ministerial aquí mencionado, el relato se centra en una mujer sirofenicia. Marcos, quien obtuvo su conocimiento de Pedro, comienza el relato diciendo que cuando Jesús llegó “a los límites de Tiro y de Sidón,” entró en una casa y deseaba que nadie lo supiera. “Pero no pudo esconderse, porque tuvo compasión de todos los hombres.”

De esto se desprenden dos cosas evidentes: primero, que aun aquí el Señor Jesús no logró encontrar el descanso que buscaba; y segundo, que los discípulos, presentes y testigos de todo lo sucedido, vieron en los actos de su Maestro una reafirmación de su compasión hacia todos los hombres, no solo hacia la casa de Israel.

Fenicia, o Siria, se encuentra al norte de Galilea y se extiende desde el mar Mediterráneo hasta el río Jordán. Está bajo el dominio de Roma. Tiro y Sidón, separadas por unos treinta kilómetros, se hallan a orillas del mar. Entre ambas se encuentra Sarepta (o Zarefath), donde vivía la viuda cuyo hijo fue resucitado por Elías.

En alguna parte de esa región vivía ahora una mujer gentil de fe, que creía que Jesús era el Mesías, aquel por medio de quien viene la salvación. No sabemos cómo obtuvo su testimonio ni cuántos otros verdaderos creyentes, judíos o gentiles, había en esa zona; quizá existían congregaciones enteras, y Jesús las visitaba mientras ministraba entre quienes estaban rodeados por paganos y gentiles.

Esto sí lo sabemos: la “mujer cananea” salió de los alrededores de Tiro y Sidón y, al encontrar a Jesús, clamó: “¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija es gravemente atormentada por un demonio.” Mateo dice: “Pero Jesús no le respondió palabra.”

Marcos señala que era griega, sirofenicia de nación. Por lo tanto, era súbdita de Roma. En otras palabras, era cananea por nacimiento, griega por ascendencia, sirofenicia por lealtad política y, por tanto, también ciudadana del imperio gobernado por Roma. Era, pues, una gentil entre los gentiles, una gentil pura, que no podía reclamar ningún linaje de Abraham, en cuyas venas no corría la sangre creyente de Jacob, y que estaba fuera de la descendencia real y no podía ser contada, en ningún sentido, entre el pueblo escogido. Esto debemos entender para imaginar adecuadamente lo que aquí ocurrió.

Sus ruegos parecieron caer en oídos sordos. Jesús, compasivo y misericordioso como ningún otro, no quiso siquiera hablarle, mucho menos recompensar su fe y sanar a su hija, como había hecho en casos similares en todo Israel durante más de dos años. Sus súplicas debieron de ser persistentes y repetidas, tanto hacia Jesús como hacia los Doce, porque los discípulos, sabiendo que en ocasiones Él había sanado a gentiles—aunque les había instruido que, en su ministerio, fueran solo a las ovejas perdidas de Israel—“se acercaron y le rogaron, diciendo: Despídela, pues da voces tras nosotros.”

En esta petición se sobreentiende el ruego: “Concédele su petición, sana a su hija,” como se evidencia por la respuesta de Jesús, no dirigida a la mujer, sino a los Doce: “No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.”

Jesús rehúsa no solo sanar, sino incluso dar una respuesta cortés a una mujer gentil que tiene fe, por la sola razón de que es gentil y no israelita. Los comentaristas sectarios—sin conocer los planes y propósitos del Señor, sin tener conocimiento de la preexistencia ni de la preordenación, incapaces de explicar cómo y por qué un Dios justo puede mostrar misericordia y compasión a uno y negársela a otro, y cómo puede “hacer un vaso para honra y otro para deshonra” (Romanos 9)—han llegado casi a la desesperación al tratar de inventar razones y explicaciones que justifiquen el proceder del Compasivo en este caso.

En realidad, Él no está haciendo sino lo que siempre ha hecho. En toda la tierra escogió solo a Noé y a su familia para entrar en el arca; sobre el resto de la humanidad—hombres, mujeres y niños—envió el diluvio para sepultarlos en una tumba acuática. En toda Caldea escogió únicamente a Abraham de Ur para ser su amigo; sobre los demás derramó su ira. En toda Sodoma y las ciudades de la llanura escogió solo a Lot, a su esposa y a sus dos hijas para ser salvados; sobre las multitudes llovió fuego y azufre, destrucción y muerte.

De Egipto llamó únicamente a la descendencia de Jacob, dejando a millones de siervos del faraón en ruina temporal y espiritual. Y así ha sido siempre: los cananeos, hititas y filisteos fueron destruidos para dar lugar a su pueblo. Asiria, Babilonia y Grecia fueron privadas de las bendiciones de su ley. La palabra fue enviada a Israel, y solo a Israel.

¿Por qué? Porque la casa de Israel está compuesta por espíritus que, en la preexistencia, desarrollaron un talento especial para la espiritualidad y, por tanto, son merecedores de las bendiciones celestiales en esta vida de manera preferente. Todos los hombres, en su debido tiempo—ya sea en esta vida o en el mundo de los espíritus—recibirán la oportunidad de gozar de las bendiciones de la salvación. Pero existe un sistema eterno de prioridades; hay una ley de elección, una doctrina de preordenación; e Israel tiene derecho a recibir las bendiciones de la palabra sagrada antes que sus semejantes gentiles.

Durante su vida terrenal, Jesús llevó el evangelio y sus bendiciones—con pocas excepciones—a sus parientes en Israel; después de su resurrección enviará a sus testigos apostólicos a todos los hombres, sin distinción de credo, raza o linaje. El Señor Jehová—Jesús en la carne—simplemente está actuando conforme a la ley eterna de prioridades del evangelio, ley que Él y su Padre establecieron antes de la fundación del mundo. Y ahora está a punto de mostrarse una excepción limitada, pero legítima, a las disposiciones eternas de esa ley eterna.

Al combinar los relatos de Mateo y Marcos, comprendemos que las súplicas de nuestra amiga gentil comenzaron antes de que Jesús entrara en la casa; que fueron dirigidas tanto a Él como a sus discípulos, y que su negativa a siquiera hablarle fue pública y visible para todos. Luego, después de buscar refugio dentro de la casa, ella entró también—podemos suponer que insistió en hacerlo—y cayó a sus pies suplicando y adorando.

“Señor, ayúdame”, rogó, mientras “le pedía que echara fuera al demonio de su hija.” Era como si hubiese hecho del sufrimiento de su hija su propio dolor, tal como Aquel que vino a llevar las penas y a cargar los dolores de todos los hombres bajo las condiciones del arrepentimiento.

Jesús ya no pudo permanecer en silencio, aunque aun entonces sus palabras parecían ofrecer poca esperanza a la madre afligida.
“Deja que primero se sacien los hijos del reino,” dijo —“deja que el evangelio y sus bendiciones lleguen en este tiempo a los judíos; es el derecho y privilegio de la simiente escogida escuchar primero el mensaje”— “porque no está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perros.”

“Pero ni todas las nieves de su natal Líbano pudieron apagar el fuego de amor que ardía en el altar de su corazón, y, pronta como un eco, salió su gloriosa respuesta”: “Sí, Señor; dices la verdad, pero aun los perrillos que están debajo de la mesa comen de las migajas que caen de los hijos.”

Qué común era entre los judíos referirse a los que estaban fuera —a los gentiles— como perros. Los judíos se consideraban a sí mismos los hijos del reino; los paganos —y entre ellos ninguno tan maldito como los cananeos— eran los perros que gruñían y gemían, mordisqueando a los de dentro. Pero aquí la referencia es más tierna: a los perrillos, los animales domésticos que, aunque seguían siendo gentiles, se alimentaban con las sobras que caían de la mesa judía.

“Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres,” dijo Jesús. “Y su hija fue sanada desde aquella hora.”
La mujer cananea triunfó: no solo recibió las migajas, sino que comió del pan de los hijos; por la fe fue adoptada en la casa de Israel. A invitación de Jesús, ella, que estaba fuera, pasó a estar dentro. Ya no era una gentil; ahora era una hija de Abraham.

Jesús le dijo: “Por esta palabra, vete; el demonio ha salido de tu hija.”
Y cuando ella llegó a su casa, encontró que el demonio había salido y que su hija estaba recostada en la cama, sana.

Los Milagros en Decápolis
(Marcos 7:31–37; Mateo 15:29–31)

Desde las tierras paganas de Tiro y Sidón hasta las semi-paganas de Decápolis había un largo y fatigoso trayecto. Terminada su labor entre los gentiles de la región sirofenicia, Jesús y sus fieles compañeros emprendieron viaje por una ruta ministerial no especificada hacia aquella zona de diez ciudades situadas al sur y al este del mar de Galilea.

La Decápolis —una confederación de diez ciudades cuya identidad solo se conoce parcialmente— se encontraba entre las tetrarquías de Felipe y Antipas. Eran ciudades griegas libres, sujetas únicamente al gobernador de Siria. Antiguamente, esa parte de la tierra prometida había sido asignada principalmente a las tribus de Gad y Manasés, pero desde el exilio babilónico había sido habitada sobre todo por pueblos gentiles que adoraban ídolos y demonios.

Mientras el grupo santo se dirigía hacia sus nuevos campos de labor, no cabe duda de que predicaban, sanaban y bautizaban en las ciudades y aldeas por donde pasaban. Las voces divinas, encendidas con el celo que da el Espíritu, acostumbran hablar en toda ocasión posible; el valor de las almas es grande, y la palabra sagrada debe resonar en cada oído.

Sin embargo, el siguiente milagro registrado de maravilla y sanación es el de otorgar el habla y el oído a un hombre sordo y con impedimento en el habla. Jesús y su poder no eran desconocidos entre los pueblos paganos y judíos de Decápolis. Tampoco les eran ajenos los relatos de sus milagros en Genesaret, Capernaúm y toda Galilea. Noticias de tal índole se propagaban con rapidez de boca en boca; eran comentadas por creyentes y detractores por igual.

No es de sorprender, entonces, que le trajeran a Jesús “a uno que era sordo y que hablaba con dificultad.” Su ruego fue que el Señor lo sanara mediante la imposición de manos, una petición que demuestra que conocían tanto su poder para sanar como el modo en que obraba sus curaciones.

No se registra si Jesús efectivamente bendijo a este hombre afligido mediante la imposición de manos; Él tenía libertad de seguir los ritos o formalidades que eligiera, al igual que sus siervos que obran milagros en su nombre y con su poder. Elías se tendió tres veces sobre el cuerpo muerto del hijo de la viuda mientras rogaba al Señor que el alma del niño regresara, y así ocurrió. Cuando Eliseo resucitó a un niño, se tendió sobre él de modo que sus ojos, bocas y manos se tocaran, y después de una intensa lucha en el Espíritu, la vida volvió al cuerpo muerto. Naamán tuvo que sumergirse siete veces en el Jordán antes de que su carne leprosa se volviera como la de un niño.

Así sucede: se siguen ciertas formalidades y ritos que aumentan la fe del individuo o incluso del profeta en cuyas manos reside el poder de Dios. El propio Urim y Tumim es un instrumento que fortalece la fe del vidente que tiene el privilegio de usarlo con fines sagrados.

Marcos, quien es el único que conserva el relato de este milagro, registra cuatro cosas que Jesús hizo, y en cada una de ellas podemos ver un propósito válido e inteligente:

  1. Lo llevó aparte, lejos de la multitud. Esta no debía ser una sanación pública, sino privada, y después de realizada, aquellos que presenciaron el milagro fueron encargados de guardar el acontecimiento en secreto. Por alguna razón especial y no especificada, este milagro no debía ser divulgado al mundo. Sin embargo, el consejo del Señor no fue atendido, y el suceso se dio a conocer por todas partes, para asombro del pueblo, que proclamaba: “Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos.”
  2. Puso sus propios dedos en los oídos del sordo.
    Como el hombre no podía oír, este acto sustituyó a una exhortación verbal. Fue un testimonio, dirigido a oídos incapaces de oír la palabra hablada, de que por la fe la obstrucción auditiva sería abierta.
  3. Escupió y colocó su propia saliva sobre la lengua del hombre.
    Tal práctica era comúnmente considerada por los rabinos y los judíos como poseedora de virtud sanadora; por tanto, alentó al hombre a creer —o, mejor dicho, aumentó su fe— en que su lengua sería desatada y su capacidad de hablar restaurada.
  4. Jesús levantó los ojos al cielo, indicando que la sanación vendría por el poder del Padre; luego “suspiró”, y dijo: “Ephphatha,” que significa “Sé abierto.” De esto sabemos que hablaba en el arameo de la época.

“San Marcos conserva para nosotros el suspiro y la mirada elevada al cielo cuando pronunció aquella palabra: ‘¡Ephphatha! ¡Sé abierto!’ Una vez más no se nos revela qué influencias inmediatas entristecieron su espíritu. Pudo haber suspirado por compasión hacia el hombre; pudo haber suspirado por la humanidad entera; pudo haberlo hecho por todos los pecados que degradan y por todos los sufrimientos que atormentan; pero, sin duda, suspiró con un espíritu de profunda ternura y compasión, y ese suspiro ascendió como una intercesión infinita a los oídos del Señor Dios de los Ejércitos.”

Jesús, nos dice Mateo, “subió al monte y se sentó allí.”
Al oír de este milagro, y conociendo otras maravillas que se le atribuían, y sin duda habiéndolo escuchado pronunciar palabras de infinita sabiduría, “grandes multitudes vinieron a él, trayendo consigo a los cojos, ciegos, mudos, mancos y muchos otros, y los pusieron a los pies de Jesús; y él los sanó.”

¿Había gentiles además de judíos entre los que fueron restaurados a la salud y la fuerza? El pueblo de la región estaba compuesto por ambas culturas; y, como hemos visto en el caso de la mujer sirofenicia que rogó por las migajas que caen de la mesa de Israel, la compasión del Gran Sanador, al seguir una gran fe, se extiende más allá de los hijos del reino y alcanza también a los gentiles que están fuera.

Mateo dice sencillamente: “La multitud se maravillaba al ver que los mudos hablaban, los mancos quedaban sanos, los cojos andaban y los ciegos veían; y glorificaban al Dios de Israel.”

Así, es lo mismo que hemos visto antes en Galilea, donde habitaba Israel.
La nueva dimensión aquí no está en lo que se hizo, sino en aquellos sobre quienes fueron derramadas las bendiciones.

“Intentemos imaginar la escena. Estos gentiles, habitantes de una tierra tan cercana y, sin embargo, tan distante de Israel, han oído hablar de Él como el obrador de maravillas; han traído ante Él a los cojos, ciegos, mudos, mancos y muchos otros, y los han puesto a sus pies. ¡Oh, qué prodigio! Toda enfermedad desaparece ante la presencia de la Vida misma del Cielo encarnada. Lenguas por largo tiempo atadas son desatadas; miembros deformes o enfermos son restaurados a la salud; los cojos se enderezan; el velo de la enfermedad y la parálisis de la impotencia nerviosa se disipan de ojos insensibles a la luz. Es una nueva era: Israel conquista al mundo pagano, no por la fuerza, sino por el amor; no por medios externos, sino por la manifestación del poder vital que viene de lo alto. Verdaderamente, este es el triunfo y el reinado mesiánicos: ‘y glorificaron al Dios de Israel.’”

Jesús Alimenta a los Cuatro Mil
(Marcos 8:1–10; JST Marcos 8:3, 6–7; Mateo 15:32–39; JST Mateo 15:34)

Jesús ha estado ya por algún tiempo en la región de Decápolis, predicando, sanando, declarando su filiación divina y dando a sus testigos apostólicos la oportunidad de mezclarse con el pueblo y hacer, en su propio derecho, las mismas cosas que el Apóstol Principal estaba haciendo.

En cuanto al período exacto, solo podemos conjeturar; sin duda abarcó varias semanas, quizás un mes o incluso dos. Es el verano del año 29 d.C. Sabemos los lugares que visitó y algunas de las cosas que dijo e hizo, pero no cuánto tiempo permaneció en cada uno. Durante esta estación, desde la primavera hasta el otoño, estuvo en la región de Tiro y Sidón, en el área de Decápolis, de regreso en Galilea, en la región de Cesarea de Filipo (donde Pedro dio su testimonio) y en el monte Hermón (donde ocurrió la transfiguración). Ahora está a punto de culminar su ministerio en la región de Decápolis y volver a Galilea.

Estamos por presenciar al Dador del Maná extender nuevamente una mesa en el desierto —no para todo Israel, como cuando moraban en el desierto esperando la trompeta que los llamara a cruzar el famoso río y entrar en su tierra prometida; ni para los peregrinos de la Pascua, símbolo de todo Israel, que se dirigían a la fiesta pascual en la Ciudad Santa— sino una mesa en el desierto donde judíos y gentiles, como hermanos en el nuevo reino, primero se alimentarán de su palabra y luego comerán juntos los panes y los peces multiplicados.

Jesús está a punto de alimentar a cuatro mil hombres, además de mujeres y niños, con siete panes y unos pocos pececillos.

Este milagro y el anterior, ocurrido cerca de Betsaida-Julias, tienen mucho en común, aunque también presentan diferencias importantes y significativas. ¿Quién puede saber, por lo demás, si el Dador del Maná no habrá alimentado a muchas otras multitudes durante su ministerio mortal —multitudes que tuvieron fe para ser alimentadas y para las cuales Él multiplicó los recursos que tenían disponibles? Tal vez los autores inspirados conservaron solo estos dos relatos para que podamos comprender tanto el fundamento básico en que se apoyan todos estos milagros, como el mensaje distintivo que cada uno de ellos enseña.

Aquí, en Decápolis, nos acercamos al clímax del ministerio de nuestro Señor entre un pueblo semi-pagano. Él ha hecho ahora lo mismo que hizo en Betsaida-Julias: ha enseñado el plan de salvación, ha testificado de su divinidad, ha invitado a todos los hombres a venir a Él y ser salvos, ha realizado muchos milagros poderosos y ha sido reconocido y glorificado como el Dios de Israel. Hay un espíritu de fe, devoción y adoración verdadera entre el pueblo.

Los que están por participar de su generosidad han estado con Él durante tres días en una región desértica; muchos han viajado grandes distancias desde sus ciudades, y las provisiones que pudieron traer consigo hace ya tiempo que se agotaron.

Jesús dijo: “Tengo compasión de la multitud, porque hace ya tres días que están conmigo y no tienen qué comer; y si los envío en ayunas a sus casas, desmayarán en el camino, pues algunos de ellos han venido de lejos.”

Sus discípulos respondieron: “¿De dónde podrá alguien saciar de pan a estos aquí en el desierto?”

“Ellos sabían que en Él no había prodigalidad en lo sobrenatural, ni un uso innecesario y ostentoso del poder milagroso. Muchas veces habían estado con multitudes, y sin embargo, solo en una ocasión —de la cual tenemos registro— las había alimentado; y además, después de hacerlo, los había reprendido severamente a los que vinieron buscando una repetición de tal dádiva, pronunciando un discurso tan profundo y desconcertante que apartó de Él incluso a muchos de sus amigos. Para los discípulos, sugerirle una repetición de la alimentación de los cinco mil habría sido una presunción que su reverencia, cada vez más profunda, les prohibía; y se la prohibía aún más al recordar cuán firmemente Él se había negado a realizar una señal, como esta, a petición de otros.”

Así, mientras los discípulos dudaban, Jesús se preparaba una vez más para manifestar su poder divino —no para impresionar, sino para enseñar misericordia, fortalecer la fe y revelar que el Pan de Vida estaba al alcance tanto de judíos como de gentiles.

“Pero tan pronto como Él les dio la señal de su intención, los discípulos, con perfecta fe, se convirtieron en sus dispuestos ministros. Hicieron que la multitud se sentara en el suelo y distribuyeron entre ellos la milagrosa multiplicación de los siete panes y de los pocos pececillos. Y esta vez, sin que se les pidiera, recogieron los pedazos que sobraron, llenando con ellos siete grandes canastos de cuerda, después de que la multitud —cuatro mil personas, sin contar mujeres y niños— hubo comido y quedado saciada. Luego, bondadosamente, y sin que el pueblo mostrara aquella agitación fingida que había acompañado al milagro anterior, el Señor y sus Apóstoles despidieron a la multitud gozosa y agradecida.”

Cuando Jesús alimentó a los cinco mil, trataba únicamente con judíos: con quienes guardaban la ley de Moisés, con un pueblo que esperaba que su Mesías los alimentara con pan temporal en los desiertos de la vida mortal, con hermanos que iban camino a Jerusalén para participar en los sacrificios que simbolizaban la expiación del Cordero de Dios. Después de aquel milagro, procuraron hacerlo rey, y Él les predicó el sermón sobre el pan de vida, con la clara intención de aventar la paja del trigo.

Aquí, en Decápolis, el simbolismo es muy distinto. Tanto judíos como gentiles se sientan alrededor de la mesa sagrada; la mesa puesta en el desierto no es para Israel solamente, sino para toda la humanidad. Aquí se vislumbra la cosecha gentil, la cosecha que comenzará cuando Él envíe a los apóstoles a todo el mundo a predicar el evangelio a toda criatura. Aquí se prefigura aquel día en que el evangelio llegará a toda la familia humana y habrá verdaderamente un solo Dios y un solo Pastor sobre toda la tierra.

Después de este milagro y del testimonio que conllevó, el ministerio en Decápolis llegó a su fin. Jesús y sus compañeros regresaron por barco a Magdala —o, como dice Marcos, “a la región de Dalmanuta,” que debió de ser un área situada en la ribera occidental del lago— para continuar allí su ministerio de luz entre los que moraban en tinieblas. Nuestra siguiente visión de Él, sin embargo, será en Capernaúm, cuando vuelva a hablar acerca de las señales.

Todo, como era de esperarse, avanza conforme a lo que fue preordenado y diseñado; la obra se realiza tal como fue decretado por Aquel que gobierna todas las cosas con su propio poder omnipotente.
Jesús, el Hijo, está representando a su Padre tal como ese Ser Santo lo dispuso, lo planeó y lo esperaba.
El negocio del Padre está en buenas manos con el Hijo. Y bendito sea su santo nombre para siempre.


Capítulo 61

La Levadura de los Fariseos y Saduceos

Si se levanta en medio de ti un profeta, o soñador de sueños, y te da una señal o prodigio, y si se cumple la señal o el prodigio que él te anunció, diciendo: “Vamos en pos de dioses ajenos, que no conociste, y sirvámosles”; no darás oído a las palabras de tal profeta ni de tal soñador de sueños; porque Jehová vuestro Dios os está probando, para saber si amáis a Jehová vuestro Dios con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma. En pos de Jehová vuestro Dios andaréis, y a Él temeréis; guardaréis sus mandamientos y escucharéis su voz; a Él serviréis, y a Él os allegaréis. Tal profeta o soñador de sueños morirá, porque aconsejó rebelión contra Jehová vuestro Dios, que os sacó de la tierra de Egipto y os redimió de la casa de servidumbre, para apartarte del camino por el cual Jehová tu Dios te mandó que anduvieses. Así quitarás el mal de en medio de ti. (Deuteronomio 13:1–5)


Ministros Falsos Buscan Señales
(Mateo 16:1–4; JST Mateo 16:2–3; Marcos 8:11–12; JST Marcos 8:12)

Aún tenemos algo más que decir acerca de las señales, de los buscadores de señales y del estado espiritual de aquellos cuyos corazones se centran en tales portentos.

Ya hemos oído antes a Jesús —en Capernaúm, su propia ciudad— refutar por completo y dejar confundidos a ciertos escribas y fariseos que le exigían mostrar una señal del cielo. (Libro 2, cap. 48.) La única señal para ellos, testificó entonces, sería la señal de Jonás, es decir, la señal de su propia resurrección, la señal de la gloria y el triunfo del reino que no es de este mundo.

Aquel diálogo anterior provocó división entre el pueblo. Los que creyeron y entendieron la verdad celestial que caía de los labios de Jesús sabían muy bien que las señales del tipo que pedían los escribas no harían sino rebajar a Aquel a quien exigían que las diera. Los verdaderos profetas —y menos aún el Profeta Supremo de la tierra— no van por el mundo haciendo descender fuego del cielo, haciendo que los ríos retrocedan o secando los mares para probar su poder profético.

Los corazones endurecidos permanecieron entenebrecidos en mente y espíritu, y continuaron quejándose de que Él hacía sus milagros por el poder de Beelzebú, el señor de la adoración idolátrica, porque no produjo el espectáculo celestial de fuego y poder que ellos decían aceptar como señal. Ya habían aprendido, por experiencia, que aunque su demanda de una manifestación sobrenatural fuera contraria al orden divino, tendría el efecto de prejuzgar a muchos contra Él.

Esta vez, el desafío no fue lanzado solo por ciertos escribas y fariseos, sino por fariseos y saduceos unidos, por el poder combinado de todos los gobernantes del pueblo.

“Cada sector de las clases dirigentes —los fariseos, formidables por su influencia religiosa entre el pueblo; los saduceos, pocos en número, pero poderosos por su riqueza y posición; los herodianos, que representaban la influencia de los romanos y de sus designados, los tetrarcas; los escribas y doctores de la ley, que aportaban la autoridad de su ortodoxia y su erudición— todos estaban unidos contra Él en una firme falange de conspiración y oposición, y estaban decididos, por encima de todo, a impedir su predicación y a apartar de Él, en la medida de lo posible, el afecto del pueblo entre el cual se habían realizado la mayoría de sus poderosas obras.”

Su razonamiento era persuasivo; aunque sus premisas eran falsas, sus argumentos lograban debilitar la influencia de Jesús.
Si Él no daba una señal del cielo —algo que se creía que el Mesías haría—, entonces no podía ser el Mesías, y debía ser cierto que realizaba sus milagros por el poder de Satanás. Pero si, por otro lado, sí daba una señal del cielo, del tipo que el rabino Eliezer habría dado, aun así sería un falso profeta digno de muerte, porque sus enseñanzas no se ajustaban a las normas rabínicas.

¿Acaso no había dicho Jehová por medio de Moisés que, si un profeta daba una señal o prodigio que se cumplía, ese profeta debía ser ejecutado si sus enseñanzas contradecían su religión revelada? (Deuteronomio 13:1–5.)

Y todos sabían —era conocimiento común, y no se necesitaba prueba alguna— que las enseñanzas del Hombre de Nazaret eran falsas porque contradecían lo que Moisés había dicho según la interpretación de los escribas y rabinos.

Por lo tanto, exigir una señal del cielo era, según su razonamiento, el método más eficaz para destruir a aquel galileo campesino que no había asistido a ninguna de sus escuelas y que, con toda seguridad, no estaba instruido en la erudición rabínica.

Pero supongamos, solo supongamos, que Él les hubiera dado una señal. ¿Qué habría ocurrido entonces? ¿Habría probado eso la verdad y divinidad de su obra?

“Si Él hubiera concedido su petición, ¿qué propósito se habría cumplido? No son las influencias externas, sino el principio vital interior lo que hace crecer la buena semilla; ni el corazón endurecido puede ser convertido, ni la incredulidad obstinada removida, mediante portentos y prodigios, sino por la humildad interior y la gracia de Dios que desciende como el rocío del cielo, silenciosa e invisible. ¿Qué habría sucedido si se les hubiera concedido la señal? Sus propios testigos oculares la habrían atribuido a poder demoníaco; quienes la oyeran de segunda mano la habrían explicado de algún modo natural; y los de la siguiente generación la habrían negado como invención o la habrían disuelto en mito.”

La exigencia de que su Mesías probara su filiación divina mostrando una señal del cielo fue, una vez más, presentada ante Él.

Su respuesta fue clara: las señales de los tiempos están por todas partes; abundan por doquier, y todos los hombres tienen la obligación de interpretarlas correctamente y prepararse para las tormentas venideras.

“Cuando llega la tarde, decís: Buen tiempo, porque el cielo tiene arreboles; y por la mañana: Hoy habrá tempestad, porque el cielo tiene arreboles nublados.”

‘Me oís pronunciar palabras de verdad eterna, cuya veracidad es confirmada por el poder del Espíritu. Me veis echar fuera demonios, limpiar leprosos y resucitar muertos. Sabéis que he calmado tempestades, caminado sobre las aguas y multiplicado unos pocos panes y peces para alimentar a miles. Si digo que soy el Hijo de Dios, y luego hago todas estas obras maravillosas, ¿pueden mis palabras ser menos que verdaderas? ¿Qué más queréis como señal?’

“¡Hipócritas! Sabéis discernir el aspecto del cielo, pero no podéis discernir las señales de los tiempos.”

Entonces vino su denuncia cortante:
“La generación mala y adúltera demanda señal; pero no le será dada señal, sino la señal del profeta Jonás.”

“La única señal para Nínive fue la solemne advertencia de Jonás sobre el juicio cercano y su llamado al arrepentimiento; y la única señal ahora… era el clamor de advertencia del juicio y el llamado amoroso al arrepentimiento.”

Con esto, Jesús dejó a sus detractores y, subiendo a una barca, partió desde Magdala hacia la región de Betsaida-Julias, camino de las tierras de Cesarea de Filipo, donde Pedro haría su gran confesión de fe.

Cuidado con la Levadura de los Hombres Malvados
(Mateo 16:5–12; JST Mateo 16:8–9; Marcos 8:13–21; JST Marcos 8:16)

Jesús vino desde la región semi pagana de Decápolis hacia el territorio israelita de Magdala.

“Por algún tiempo había estado ausente de su hogar. Había sido buscado con fe confiada en las regiones de Tiro y Sidón. Había sido recibido con pronta gratitud en la gentil Decápolis; pero aquí, en su propia tierra, fue recibido con la ostentación de una oposición triunfante, disfrazada bajo el manto del celo hipócrita.”

En Decápolis, las multitudes habían creído en sus palabras, se habían regocijado en sus milagros, habían comido de los panes y los peces provistos por su poder y lo habían glorificado como el Dios de Israel.
De regreso entre los suyos, encontró “todas las hipocresías satisfechas de una religión decadente, organizadas para detener su camino.” Allí, entre los suyos, fue atacado por los gobernantes del pueblo, quienes, bajo el pretexto de exigir una señal del cielo, proclamaban abiertamente su total incredulidad y su completo rechazo de sus afirmaciones mesiánicas.

Así quedó planteada la cuestión con toda claridad.
La doctrina del Todopoderoso es que Jesucristo es el Hijo del Dios viviente; que la salvación viene por medio de Él y solo por Él; que ha abolido la muerte y ha sacado a la luz la vida y la inmortalidad por medio del evangelio; y que todos los hombres, en todas partes, deben creer en Él, arrepentirse de sus pecados, ser bautizados en agua, recibir el don del Espíritu Santo y obrar justicia, o de ningún modo podrán entrar en el reino de Dios.

Por otro lado, la doctrina de los fariseos —y de todos los que se unían a ellos en su oposición a Jesús— sostenía que la salvación venía únicamente por la ley de Moisés; que el hombre Jesús era un fanático engañado, sin poder divino; que era un agitador del pueblo, un anarquista, un subversor de todo lo que era grande y sagrado en sus tradiciones; que era un blasfemo digno de muerte; que realizaba sus milagros por el poder del príncipe de los demonios —sí, que era el mismo Beelzebú encarnado—; y que debía ser rechazado, expulsado y apedreado hasta morir como falso profeta que desviaba al pueblo de sus antiguos fundamentos espirituales.

Así que Jesús, después de llamar malvada y adúltera a la generación que buscaba señales, decidió dejarlos y continuar su ministerio y sanaciones entre otros pueblos.
Gracias a sus mentes entenebrecidas, conciencias pervertidas y corazones de piedra, iría a predicar en otros lugares.

“No impuso sus misericordias a quienes las rechazaban. Así como, en tiempos posteriores, su nación fue permitida escoger a su ladrón y a su asesino en lugar del Señor de la Vida, así también ahora los galileos fueron permitidos a quedarse con sus fariseos y perder a su Cristo.”

Jesús y sus discípulos embarcaron rumbo a Betsaida-Julias, situada al norte y al este del mar sagrado, dejando atrás Magdala.

Su partida fue apresurada, y los discípulos olvidaron llevar consigo pan para su sustento.
Aparentemente, después de desembarcar en su destino, Jesús —siempre ansioso por fortalecerlos espiritualmente, preocupado de que alguno de ellos pudiera contaminarse, aunque fuera en mínima medida, con la doctrina corrupta de sus enemigos— aprovechó su falta de pan como una lección didáctica.

Les advirtió con voz solemne: “Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos.”

Marcos añade que también les previno contra “la levadura de Herodes.”

Aquellos mismos discípulos, junto al Pozo de Jacob, habían malentendido cuando Él les dijo que tenía “una comida que ellos no conocían.”
Poco tiempo atrás tampoco habían comprendido plenamente las metáforas sobre “comer el pan que descendió del cielo,” y más adelante tampoco captarían el profundo significado de la expresión sobre Lázaro, que “duerme y necesita ser despertado.”
En esta etapa de su desarrollo espiritual, las metáforas parecían causarles cierta confusión.
Por ello, “razonaban entre sí, diciendo: Lo dijo porque no trajimos pan.”

Jesús, al percibir su necedad y su inmadurez espiritual, les respondió con una reprensión severa y firme: “¡Oh hombres de poca fe! ¿Por qué razonáis entre vosotros porque no tenéis pan? ¿Aún no entendéis ni comprendéis? ¿Tenéis aún endurecido vuestro corazón? Teniendo ojos, ¿no veis? Y teniendo oídos, ¿no oís? ¿Y no recordáis?
Cuando partí los cinco panes entre cinco mil, ¿cuántas cestas llenas de pedazos recogisteis? Ellos le dicen: Doce. Y cuando los siete entre cuatro mil, ¿cuántas canastas llenas recogisteis? Ellos dijeron: Siete. Y les dijo: ¿Cómo es que aún no entendéis?”

Finalmente les explicó con claridad: “¿Cómo no entendéis que no os hablé del pan, sino de que os guardaseis de la levadura de los fariseos y de los saduceos?”

Así los condujo a discernir que su advertencia no era sobre pan material, sino sobre la corrupción espiritual, la hipocresía y la doctrina perversa de los líderes religiosos que buscaban destruirlo.

Solo entonces, después de tal reprensión, pudo Mateo concluir: “Entonces entendieron que no les había dicho que se guardasen de la levadura del pan, sino de la doctrina de los fariseos y de los saduceos.”

Y, por supuesto, también de los herodianos y de toda otra secta, partido, culto o denominación, pues todos ellos no son de Dios y carecen de la plenitud del evangelio, que es la única doctrina verdadera de Dios.

“La levadura era uno de los símbolos más comunes del pecado, y especialmente del pecado insidioso y oculto.”

Levadura: la influencia fermentadora, corruptora y contaminante de quienes se oponían a Él.
Levadura: las doctrinas degradantes y condenatorias de aquellos que un día causarían su muerte.
Levadura: las ideas y sentimientos de los que eran anticristos y que procuraban impedir que otros lo aceptaran como su Mesías y Redentor.

La levadura de los fariseos, de los saduceos, de los herodianos, de los escribas —de todos los que creían y predicaban falsa doctrina— era maldad.
Los discípulos debían cuidarse, no fuera que se contaminaran siquiera en el más leve grado.

Jesús Restaura la Vista por Etapas
(Marcos 8:22–26)

Cada milagro es único; no hay dos iguales.
Dos hombres ciegos reciben la vista por el poder divino, y cada uno de esos actos maravillosos difiere tanto del otro como difieren entre sí los beneficiarios de la bondad celestial.

Los pocos milagros de Jesús que se registran con cierto detalle fueron escogidos entre muchos por el espíritu de inspiración. Tales relatos preservan para nosotros modelos y tipos de actos milagrosos, con el propósito de alentarnos —sea cual sea nuestra condición de debilidad o enfermedad— a confiar nosotros mismos en Aquel por cuyo poder se obran los milagros, y a buscar un derramamiento de su bondad y gracia en nuestra propia vida.

Además, no todas las sanaciones ocurren de manera instantánea. Los dedos proféticos no siempre chasquean para que un enfermo postrado se levante de su lecho como por arte de magia.
Un ciego puede ser enviado a lavar de sus ojos el barro y la saliva en el estanque de Siloé; un leproso puede ser mandado a sumergirse siete veces en el Jordán; y un alma afligida puede ser probada hasta el límite antes de oír las bienaventuradas palabras: “Hágase contigo conforme a tu fe.”

No es menos milagroso cuando los huesos rotos se sueldan gradualmente que cuando se restauran en un instante. Un brazo marchito que alcanza su forma perfecta mediante un proceso de crecimiento puede ser una manifestación de un milagro tan grande como aquel que se produce de manera inmediata.

Y así llegamos al milagro presente: el único caso en el Nuevo Testamento en el que una persona fue sanada por etapas.

Jesús se encuentra en Betsaida-Julias. Le traen a un hombre ciego.
Por razones que no se registran, Jesús decide no realizar el milagro dentro de la ciudad; quizás los idólatras e incrédulos de esta ciudad gentil no sean dignos ni siquiera de presenciar un prodigio obrado en favor de alguien cuya fe y obras justifican tal intervención divina.

“Todo lo que podemos vislumbrar es la aversión y el rechazo de Cristo hacia estas ciudades herodianas y paganas, con su falso y contaminado helenismo, su coqueteo con la idolatría, y aun con sus mismos nombres que conmemoraban, como en el caso de Betsaida-Julias, a algunos de los más despreciables de la raza humana.”

En lugar de obrar el milagro allí, Jesús inició una serie de actos, cada uno de los cuales estaba destinado a aumentar la fe en el corazón del hombre ciego.

Primero, lo tomó de la mano y lo sacó fuera del pueblo; luego escupió en sus ojos, un acto que era un remedio judío conocido para las enfermedades oculares; y después realizó la ordenanza del evangelio de la imposición de manos.
No podemos dudar de que, mientras realizaba este servicio ministerial, pronunció palabras de ánimo, exhortación y sanación, tal como suele acompañar este acto sagrado.

Después de esto, Jesús le preguntó si veía algo.
El hombre respondió: “Veo a los hombres como árboles, que andan.”

Entonces el milagro inicial fue añadido y perfeccionado:

“Le puso otra vez las manos sobre los ojos e hizo que mirara hacia arriba; y fue restablecido, y vio claramente a todos.”

Luego Jesús lo envió a su casa —no de regreso a Betsaida-Julias, sino a su propio hogar— diciéndole: “Ni entres en la aldea, ni lo digas a nadie en la aldea.”

Ciertamente, la manera en que se realizó esta sanación enseña una profunda lección: Los hombres deben buscar la gracia sanadora del Señor con toda su fuerza y fe, aunque tal fe, al principio, solo sea suficiente para una curación parcial.
Tras recibir esa primera bendición, pueden obtener una mayor seguridad y fe que los lleve a ser completamente restaurados y sanados en todo sentido.

Asimismo, los hombres son con frecuencia sanados de sus dolencias espirituales gradualmente, paso a paso, a medida que ajustan su vida a los planes y propósitos divinos.


Capítulo 62

El Testimonio de Nuestro Señor

Sois bienaventurados por el testimonio que habéis dado; porque está registrado en los cielos para que los ángeles lo contemplen; y se regocijan por vosotros, y vuestros pecados os son perdonados. (D. y C. 62:3)


“Yo Soy el Hijo del Hombre”
(Mateo 16:13; Marcos 8:27; Lucas 9:18; JST Lucas 9:18)

Jesús se ve ahora impulsado a celebrar una reunión de testimonio con sus discípulos. Él mismo comienza con una oración, anuncia el tema que será tratado e invita a los presentes que lo deseen a dar testimonio de lo que Dios, por el poder del Espíritu Santo, les ha revelado. No se indica si además de los Doce había otros presentes. En viajes misioneros anteriores se ha mencionado la presencia de María Magdalena y otras mujeres, posiblemente esposas de algunos de los apóstoles. Sea cual fuere la asistencia en esta ocasión, podemos estar seguros de que solo un grupo selecto y favorecido estuvo presente para oír los testimonios que se darían y sentir el Espíritu que estaba a punto de ser derramado sobre ellos.

La necesidad de esta reunión era real. Los amigos íntimos del Maestro habían sido sometidos a severas pruebas de su fe en los días recientes, y ahora Jesús planeaba para ellos algunos momentos sagrados de elevación espiritual. Hubo desafección y apostasía cuando, aunque instado por millares de sus compatriotas israelitas, se negó a presentarse como el Rey-Mesías y a aceptar la corona que le ofrecían.

El efecto de aventar del sermón del pan de vida había dispersado la paja israelita a los cuatro vientos. Su enfrentamiento con los líderes unidos del pueblo, cuando le desafiaron a mostrar una señal del cielo —una señal del tipo que se esperaba que mostrara el Mesías judío— había debilitado su influencia sobre muchos. Multitudes que antes se regocijaban a la luz de su presencia habían vuelto a revolcarse en el cieno del judaísmo ritualista. Jesús era ahora prácticamente un proscrito, un fugitivo de Galilea: de Antipas, quien había dado muerte a Juan, y del pueblo que ya no se deleitaba en sus sermones ni creía en sus doctrinas.

¿No era cierto —razonaban ellos— que sus milagros, como decían los rabinos, se hacían por el poder del diablo? En verdad, las circunstancias eran tan severas y la apostasía tan generalizada que se había visto obligado a advertir a sus amigos más cercanos contra la levadura de los líderes judíos. En aquellos días oscuros y difíciles, ¿qué podía ser más natural que reunir a sus amigos alrededor de él para un período de refrigerio espiritual?

Jesús mismo dio el primer testimonio de su propia divinidad en esta ocasión memorable. Lucas introduce su relato diciendo: “Y aconteció que mientras oraba aparte, estaban con él sus discípulos; y les preguntó, diciendo: ¿Quién dice la gente que soy yo?” Mateo registra la pregunta como: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?” Qué otras cosas haya dicho a modo de introducción no lo sabemos; quizá baste con comprender lo que quiso decir al afirmar: “Yo soy el Hijo del Hombre,” una designación que tan frecuentemente aplicó a sí mismo.

Para sus discípulos judíos —que sabían que el Todopoderoso era su Padre celestial; que sabían que Dios era un Ser personal a cuya imagen fue creado el hombre; que sabían que la Deidad era un Hombre Santo— decir “Yo soy el Hijo del Hombre” significaba “Yo soy el Hijo de Dios.” Ambos títulos son y eran totalmente sinónimos. El Hijo del Hombre y el Hijo de Dios son uno y el mismo, porque el Hombre de quien se habla es Dios; son simplemente dos designaciones del mismo Ser exaltado. Desde los tiempos más antiguos, hablando del Padre de todos, las Escrituras han testificado: “En el lenguaje de Adán, Hombre de Santidad es su nombre, y el nombre de su Unigénito es el Hijo del Hombre, es decir, Jesucristo, un juez justo, que vendrá en la meridiana dispensación del tiempo.” (Moisés 6:57)

Al meditar en el profundo significado de la declaración de Jesús de que Él es el Hijo del Hombre y, por tanto, el Hijo de Dios, debemos recordarnos una vez más de la verdad más importante de toda la eternidad: que Dios mismo, el Ser Supremo, el Creador, Sustentador y Conservador de todas las cosas, el Hacedor del universo, nuestro Padre Eterno, es un Hombre glorificado y perfeccionado. El conocimiento de esta verdad es el comienzo de todo progreso espiritual. Esta verdad es el fundamento sobre el cual descansa todo el plan de salvación.

Dios mismo, el Padre de todos, ordenó y estableció el plan de salvación para capacitarnos, a nosotros, sus hijos, a avanzar, progresar y llegar a ser como Él. La salvación consiste en llegar a ser como Dios es. Él es un Hombre Santo —Hombre de Santidad es su nombre— y su amado Hijo es el Hijo del Hombre de Santidad, o, como Jesús lo expresa ahora, el Hijo del Hombre.

“Tú Eres el Cristo”
(Mateo 16:14–16; Marcos 8:28–29; JST Marcos 8:31; Lucas 9:19–20; JST Lucas 9:19–20)

Nuestro Señor ha testificado ahora a este pequeño grupo escogido que Él es el Hijo de Dios —un testimonio que ha dado a muchas personas, en muchos lugares y en numerosas ocasiones. Es, por así decirlo, un testimonio nuevo y eterno: nuevo cada vez que su fuego ardiente penetra en el corazón humano; eterno porque siempre es dado por Dioses, ángeles y hombres, siempre que haya oyentes receptivos reunidos para escuchar una voz inspirada.

Al joven de doce años, José y María lo oyeron hablar de estar ocupado en los negocios de su Padre; a las multitudes de la Pascua, el Purificador del Templo les habló de su condición de Mesías y de la muerte y resurrección que le acompañarían; a Nicodemo, el Maestro enviado de Dios le habló de su venidera crucifixión e identificó a sí mismo como el Hijo Unigénito de Dios; a la mujer samaritana, el Viajero Cansado le testificó: “Yo soy, el que habla contigo, el Mesías”; a los suyos en Nazaret, el Mesías Prometido proclamó que en Él se cumplían las profecías mesiánicas; a los mensajeros que vinieron de Juan, Jesús les dijo que sus milagros y enseñanzas daban testimonio de que Él era el prometido que había de venir; a las multitudes en Capernaúm, el Pan del Cielo les enseñó que los hombres debían comer su carne y beber su sangre para ser salvos; a miles y miles de la casa de Israel, en todas las ciudades de Judea, de Galilea y más allá, el Predicador, el Sanador, el Testigo de la Verdad proclamó el evangelio del reino, que consiste en que los hombres son salvos mediante su sacrificio expiatorio.

En incontables ocasiones, el hijo de María, con palabras claras y parábolas sencillas, enseñó que Él era el Hijo de Dios.

Por lo tanto, no es de sorprender que aquí, en los alrededores de Cesarea de Filipo, sus discípulos le oigan decir lo que ya antes le han escuchado decir: “Yo soy el Hijo de Aquel Hombre Santo que es Dios.” Es el mismo testimonio que siempre ha dado; es un testimonio que arde con fuego celestial en sus corazones; es una verdad sencilla en la que creen profundamente.

Como veremos dentro de poco, aún no comprendían del todo cómo ni de qué manera su santo Mesías llevaría a cabo su obra y haría resplandecer la vida y la inmortalidad por medio de su evangelio. Pero sabían quién decía ser, y creían en el testimonio que daba de sí mismo.

¿Qué decir entonces de la pregunta que ahora formuló: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?” Es como si dijera: “Mis palabras y mis obras dan testimonio de mi comisión divina. Si los hombres no me aceptan como el Hijo de Dios, ¿cómo explican estas cosas? ¿Quién suponen que soy? ¿Soy acaso un demonio, como dicen los fariseos? ¿Cómo explican mis palabras y mis obras si no soy el Hijo del Hombre?” Tal es, en todo tiempo, el dilema que enfrentan los incrédulos. ¡Cómo puede prosperar tan gloriosamente la obra si no fuera verdadera!

Que estas mismas preguntas atormentaban la mente de muchos es evidente por la respuesta de los discípulos. La mente humana clama por una explicación de los prodigios divinos que se ven por todas partes. “Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías, o alguno de los profetas,” fue la respuesta; y es una contestación que muestra cuán falsas y absurdas eran las tradiciones judías, y hasta qué punto estaban dispuestos a llegar quienes las creían para evitar aceptar la verdad revelada.

Antipas, quien había matado a Juan —temeroso, supersticioso, con una conciencia cargada de pecado y mostrando rasgos de la locura y el desequilibrio mental que atormentaron el cuerpo y el alma de su malvado padre—, veía en Jesús al Bautista asesinado, resucitado de entre los muertos. Otros, también entenebrecidos en mente y espíritu, adoptaron las supersticiones crédulas de su depravado gobernante, a pesar del hecho de que Jesús y Juan eran contemporáneos. Tal explicación de Jesús y de sus obras nos parece hoy completamente increíble.

Algunos decían que Él era Elías, aquel que debía venir a restaurar todas las cosas, según una de sus Escrituras que ya no poseemos; o bien Elías, el profeta que debía regresar antes del grande y terrible día del Señor. Algunos también habían pensado que Juan el Bautista era uno u otro de esos profetas.

Otros pensaban que Jesús era Jeremías, en torno al cual la tradición judía había tejido una maravillosa red de fantasías sobrenaturales. Creían que este antiguo profeta —que ministraba en Israel cuando Lehi partió de Jerusalén— había escondido el arca en una cueva del monte Nebo cuando su ciudad capital fue invadida por Nabucodonosor; que había llamado a Abraham, Isaac, Jacob y Moisés de sus tumbas para llorar con él la destrucción del templo; y que él y Elías prepararían el camino ante el Mesías devolviendo el arca y el Urim y Tumim al Lugar Santísimo.

Y aún otros suponían que nuestro Señor era tal o cual profeta antiguo que había vuelto a la vida. Nunca hay acuerdo entre los que creen en doctrinas falsas; no importa a su maestro en qué crean, mientras no crean en la verdad. Y podemos suponer que abundaban los rumores y las explicaciones sobre Jesús y sus obras.

“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” pregunta Él. No importa lo que piensen los hombres carnales. Las cosas de Dios solo se conocen por el poder del Espíritu. Cuando se trata de Cristo y de su evangelio, el único testimonio que tiene valor proviene de sus discípulos. Así, Pedro —por sí mismo, por los Doce, por el pequeño grupo allí reunido, por todos los creyentes en la verdad de todas las edades— responde: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.” “Tal como lo has dicho, Señor: Tú eres el Hijo del Hombre; Tú eres el Mesías; Tú eres Aquel de quien hablaron Moisés y los profetas; Tú eres el Hijo de Dios.”

Pedro expresa así lo que todos ellos creen y de lo cual todos están seguros. Confiesa al Señor Jesús con sus labios. Sin duda dijo más de lo que está registrado, y sin duda otros dieron testimonio semejante en esa misma ocasión. Pero en cuanto a Pedro, solo está repitiendo lo que ya ha dicho antes. No es un nuevo testimonio, sino una reafirmación de lo que por mucho tiempo ha estado en su corazón y que con frecuencia ha salido de sus labios. Uno de los testimonios más elocuentes y fervientes que Pedro había dado antes fue el que oímos después del sermón sobre el pan de vida. Mientras otros se apartaban, mientras los discípulos del pan y los peces se alejaban del Pan Vivo, Pedro testificó —y su testimonio es igual en poder a su gran confesión mesiánica dada aquí, más allá de las fronteras de Israel—:
“Señor… tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.” (Juan 6:68–69)

“Las Llaves del Reino de los Cielos”
(Mateo 16:17–20; Marcos 8:30)

“El Hijo del Dios viviente.” Un pensamiento sobrecogedor; en sí mismo, un sermón solemne; maravilla de maravillas, milagro de milagros: ¡que Dios tenga un Hijo! El Todopoderoso, la Primera Gran Causa, el Ser Supremo, el Creador de todas las cosas desde el principio —Dios, el Padre Eterno— engendra un Hijo. Ese Hombre Santo, omnipotente y omnisciente, que se sienta entronizado en gloria eterna —el Hacedor, Conservador y Sustentador de todas las cosas, ante quien todo se inclina con reverente humildad—, ese Ser Santo, inmortal y eterno, el Dios Supremo, engendra un Hijo a la manera de la carne.

Un Hombre inmortal —glorificado y exaltado, poseedor de un cuerpo de carne y huesos— engendra un Hijo en la mortalidad, un Hijo que tiene un cuerpo de carne y sangre.

“El Hijo del Dios viviente.” Tal cosa trasciende la comprensión humana. ¿Cómo puede ser? Y si es así, ¿cómo puede conocerse una verdad semejante? No estamos tratando aquí con hechos físicos ni con fórmulas químicas; no estamos resolviendo teoremas geométricos ni aprendiendo los principios de la astronomía. Aquello que concierne a Dios pertenece al ámbito del Espíritu. Dios se revela o permanece para siempre desconocido. Y si Él tiene un Hijo, tal realidad sobrecogedora solo puede conocerse de la misma manera: por revelación.

“Nadie puede decir [o saber] que Jesús es el Señor, sino por el Espíritu Santo,” declara Pablo (1 Corintios 12:3). “El testimonio de nuestro Señor” —del cual Pablo dice que no debemos “avergonzarnos” (2 Timoteo 1:8)— ¿qué es? Es saber por revelación que el hombre Jesús es el Hijo del Hombre. El Espíritu Santo es un revelador cuya misión es dar testimonio del Padre y del Hijo. “A algunos les es dado por el Espíritu Santo saber que Jesucristo es el Hijo de Dios.” (D. y C. 46:13) “Yo soy tu consiervo, y de tus hermanos que tienen el testimonio de Jesús,” dijo el ángel a Juan, “porque el testimonio de Jesús es el espíritu de profecía.” (Apocalipsis 19:10)

Y así Pedro, que es uno de los profetas, proclama su testimonio: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.” A esto, Jesús solo puede responder:

“Bienaventurado eres, Simón hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos.”

Todos los que dan testimonio por el poder del Espíritu Santo son bienaventurados; sus palabras inspiradas son registradas en los cielos para que los ángeles —sus consiervos— las contemplen. Pedro, por tanto, es bienaventurado. En contraste con Cristo, que es el Hijo de Dios, Pedro es hijo de Jonás. Aunque es bendecido, es como los demás hombres: nacido de un padre mortal. Solo hay uno cuyo Padre fue inmortal, y Jesús mantiene esa distinción aun al tratar con sus amigos más íntimos, a quienes prepara para ser sus testigos apostólicos.

Aunque mortal, el testimonio de Pedro le ha llegado por revelación —no por el razonamiento, ni por la lógica, ni por medio de hombre alguno, sino por revelación del Padre mediante el poder del Espíritu Santo. Es un testimonio verdadero.

“Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.”

Una vez más, Jesús reafirma la diferencia entre Él y sus discípulos. Llama a Pedro Simón Bar-jonás, es decir, Simón hijo —no de Dios, como Él lo era— sino de Jonás; Simón, llamado Pedro, se distingue de Jesús, llamado el Cristo.

Y habiendo testificado nuevamente de su filiación divina, Jesús promete que sobre la roca de la verdad revelada, la roca de la revelación, la roca del testimonio personal recibido por el poder del Espíritu Santo —sobre esta roca edificará su Iglesia. Y así ha sido siempre. Siempre que Dios habla y los hombres escuchan; siempre que hay revelación mediante el poder del Espíritu Santo; siempre que los hombres disfrutan del don del Espíritu Santo— entonces poseen la verdadera Iglesia. Y donde estas cosas no existen, allí no está la verdadera Iglesia. Además, mientras los verdaderos santos caminen a la luz del cielo, las puertas del infierno no prevalecerán ni podrán prevalecer contra ellos.

Así, en pensamiento y contenido, Jesús declara: “Bienaventurado eres, Pedro, por tu incansable devoción a mi causa y por el testimonio que has dado de mi divina filiación; y este testimonio no te fue revelado por hombre mortal, sino que vino por revelación de mi Padre, por el poder del Espíritu Santo.
Y ahora, Pedro, mi apóstol principal, sabe esto: sobre esta misma roca de revelación he edificado mi Iglesia en todas las edades pasadas, y sobre ella la edificaré y perfeccionaré en tu tiempo; porque después que haya ascendido a mi Padre, tú y tus hermanos y todos los santos dignos recibirán el don del Espíritu Santo, para que podáis recibir revelación de mí y aprender todas las cosas que sean convenientes para vosotros respecto al establecimiento y progreso de mi reino.”

“Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que ates en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desates en la tierra será desatado en los cielos.”

“El reino de los cielos” significa el reino de Dios en la tierra; la Iglesia de Jesucristo organizada entre los hombres; el reino terrenal diseñado para preparar a los hombres para el reino celestial del Padre —tal es el significado de las palabras de nuestro Señor.

“Las llaves del reino”: el poder rector, controlador y regulador sobre la Iglesia o el reino; la facultad que abre la puerta para recibir la paz en esta vida y la vida eterna en el mundo venidero—tal es lo que Jesús quiso decir al hablar de llaves.

Puesto que la Iglesia terrenal, que es un reino, prepara a los hombres para el reino celestial, que existe en el mundo celestial, se sigue que lo que se ate en la tierra será atado en los cielos, y lo que se desate en la tierra será desatado en los cielos. Si los administradores legales del Señor bautizan en la tierra a almas arrepentidas y dignas, ese bautismo es vinculante en los cielos y admite a los fieles en el descanso celestial. Si esos administradores sellan a un hombre digno y fiel con una mujer igualmente digna y fiel en el convenio eterno del matrimonio, ese matrimonio es vinculante en los cielos, y los bienaventurados receptores de tan grande don resucitan como esposo y esposa y entran juntos en la gloria eterna.

Y si los siervos legalmente investidos del Señor, actuando en Su nombre y con Su autorización, separan a los pecadores de entre los santos y los entregan a los azotes de Satanás en la tierra, todo lo que pudo haber sido suyo queda desatado en los cielos, y no alcanzarán aquello que pudo haber sido su herencia. No importa si el acto de atar o desatar se realiza por la boca del Señor mismo o por medio de Sus siervos que hacen y dicen lo que Él les ordena, porque Él ha declarado: “Sea por mi propia voz o por la voz de mis siervos, es lo mismo.” (D. y C. 1:38)

Por extrañas que estas expresiones sobre atar y desatar puedan parecerle a una cristiandad apóstata, fueron comprendidas por los discípulos judíos a quienes Jesús se dirigía. “No había otros términos más usados en la Ley Canónica Rabínica que los de ‘atar’ y ‘desatar’. … En cuanto a algunos de sus decretos terrenales, solían decir que ‘el Sanedrín de arriba’ confirmaba lo que ‘el Sanedrín de abajo’ había hecho. Pero las palabras de Cristo, al evitar la vana presunción de Sus contemporáneos, no dejaron lugar a duda, sino que transmitieron la seguridad de que, bajo la guía del Espíritu Santo, todo lo que ellos ataran o desataran en la tierra sería atado o desatado en los cielos.” (Edersheim 2:85)

Que Jesús, después de oír el testimonio de Pedro y quizás el de otros, les mandara a todos “que a nadie dijesen que él era Jesús el Cristo” no es extraño a la luz de las circunstancias históricas. Este mismo testimonio de su filiación divina había sido dado, en innumerables congregaciones, tanto por Él como por sus discípulos durante unos dos años y medio. Sin embargo, en ese momento, la oposición era tan grande, el odio tan intenso y el deseo de impedir la obra tan bien organizado, que parecía prudente, por el momento, no presentarse abiertamente como el Mesías. Aún tenía muchas cosas que cumplir antes de que los miembros del Sanedrín judío lo entregaran a los soldados romanos para clavar clavos en sus manos y pies, y hundir una lanza en su costado.


Capítulo 63

El Hijo de Dios — Un Siervo Sufriente

Ciertamente llevó él nuestras enfermedades,
y sufrió nuestros dolores;
y nosotros le tuvimos por azotado,
por herido de Dios y abatido.
Mas él fue herido por nuestras transgresiones,
molido por nuestras iniquidades.
… Angustiado él, y afligido,
por la transgresión de mi pueblo fue herido.
… Con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo,
sujetándole a padecimiento.
… Verá el fruto de la aflicción de su alma,
y quedará satisfecho;
por su conocimiento justificará mi siervo justo a muchos,
y llevará las iniquidades de ellos.

(Isaías 53:4–11)


El Mesías Morirá y Resucitará
(Mateo 16:21–23; Marcos 8:31–33; Lucas 9:21–22; JST Lucas 9:21)

Hemos visto a Pedro —como un majestuoso sequoia en el bosque del mundo— erguido en la altura espiritual; recibiendo revelación del Revelador; testificando de la filiación divina; recibiendo una bendición bienaventurada de los labios de Aquel a quien amaba.

La revelación: “Tú eres el Mesías; tú eres el Hijo del Hombre; tú eres el Hijo del Dios viviente.”

La bendición divina: “Bienaventurado eres, Simón. Tu testimonio te ha venido del Padre por el poder del Espíritu; está registrado en los cielos, y los ángeles se regocijan por ello.”

La promesa aún futura de poder, dominio y gloria: “Tuyas son las llaves. Presidirás el reino terrenal, y el verdadero Sanedrín en los cielos quedará ligado por tus decisiones en la tierra.”

Pedro y los pocos favorecidos que rodean la persona de Aquel a quien todos ahora saben que es el Mesías han recibido el testimonio de Jesús. Saben —de una manera y por medios que sobrepasan su capacidad mortal de explicación— que el Hijo de María tiene a Dios por Padre. Jesús ahora se propone edificar sobre este cimiento de verdad revelada y exponerles con claridad algunos de los misterios de aquel nuevo reino al cual sus testimonios los han vinculado.

Los nuevos conversos, habiendo recibido testimonio, pronto son probados con doctrinas nuevas y profundas que a menudo no concuerdan con sus nociones preconcebidas acerca de la religión y la salvación. Desde las mesetas de la exaltación, donde los testimonios florecen, con frecuencia son conducidos a través de los valles del desaliento, donde las doctrinas profundas ponen a prueba su lealtad. Habiendo alcanzado gloria en las montañas de la alabanza, deben demostrar su valía en los valles de la reprensión.

El testimonio ya ha sido dado respecto a quién es Jesús; ahora Él debe enseñarles lo que está destinado a hacer para cumplir la misión de Su vida. Primero, “debe ir a Jerusalén.” Su gran ministerio en Galilea se acerca a su fin; ha visitado, predicado y sanado en cada aldea y ciudad, una y otra vez. Ha proclamado en toda Galilea la palabra eterna; su voz ha resonado en todas las costas vecinas, en Fenicia (la provincia romana de Siria), en Decápolis y en la tetrarquía de Herodes Filipo. Y los suyos —si es que así pueden llamarse— lo han rechazado. La alegre aceptación con que comenzó su ministerio en su tierra natal se ha transformado en un rechazo guiado por Satanás. La levadura de los escribas y fariseos ha vuelto al pueblo en su contra. Vivirá en Galilea por otro mes o mes y medio, dos a lo sumo, y luego irá a Jerusalén.

¡Jerusalén, la Ciudad Santa! Allí “el Hijo del Hombre debe padecer muchas cosas, y ser rechazado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y ser muerto, y resucitar después de tres días.” Tal vino a ser ahora la carga de sus enseñanzas. Galilea fue la tierra de sus milagros y predicaciones durante la mayor parte de su ministerio; Judea, la tierra de su dolor y sufrimiento; allí se hallaba el valle de sombra de muerte. Había ministrado entre los rudos campesinos de Galilea, cuyo acento y vestimenta eran objeto de burla por parte de los engreídos y autosuficientes de Judea; pero ahora debía subir a la capital religiosa del mundo, para enfrentar a los líderes, reprender a los gobernantes, limpiar nuevamente el templo, concluir su obra y, finalmente, morir en el mismo lugar donde tantos profetas habían sido muertos.

Este anuncio de su muerte predestinada y de su segura resurrección no era una doctrina nueva. Entre los judíos había algunos que esperaban a un Mesías que sería un siervo sufriente. Las palabras de Isaías acerca de Aquel que sería herido y afligido, traspasado y muerto, formaban parte de su biblioteca profética. Y el mismo Jesús, durante todo su ministerio, había hecho frecuentes alusiones a su futura muerte y a su resurrección en una vida nueva. Habló abiertamente del esposo que sería quitado de entre los hijos del tálamo nupcial; del Hijo del Hombre pasando tres días en la tierra, como Jonás los pasó en el vientre del gran pez; de levantar el templo de su cuerpo después de tres días; del Hijo del Hombre siendo levantado, así como Moisés levantó la serpiente en el desierto; y de la necesidad de comer su carne como el pan vivo para heredar la vida eterna —todo ello refiriéndose a su sacrificio expiatorio, su muerte, sepultura y resurrección.

La doctrina no es nueva, ni el concepto extraño. Pero ahora, unida al testimonio de Pedro y de los demás sobre su filiación divina —lo cual le da una nueva dimensión— y debido a su aparente cercanía (“debe ir a Jerusalén” precisamente con ese propósito), la enseñanza de Jesús provoca una oleada de temor en los corazones de los discípulos. Es una cosa tener una conciencia general de que la muerte nos alcanzará algún día, y otra muy distinta enfrentarse, repentina e inesperadamente, con la espada del destructor.

“Entonces Pedro, tomándolo aparte, comenzó a reconvenirlo, diciendo: Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca.” O mejor dicho: “Dios no lo permita; ciertamente esto no te sucederá.” O: “Dios te guarde; que tenga misericordia de ti y aleje de ti este mal.” Pedro apela, como antes lo había hecho Lucifer, al elemento humano en la naturaleza de Cristo. “Señor, esto no puede ser; debes impedirlo por tu poder divino. Tu reino no puede prosperar si hombres malvados afligen y matan a su Rey. Tales indignidades no deben caer sobre ti, de entre todos los hombres.”

La tentación que proviene de los labios de un amigo fiel y de confianza es aún peor que la que viene de la boca del propio adversario. ¿No son acaso los peores enemigos de un hombre los de su propia casa, cuando buscan apartarlo del camino del deber y la rectitud? ¿No se convierten sus amigos, los que más lo aman, en sus peores enemigos cuando tratan de arrastrarlo desde las alturas del sacrificio personal hacia lo vulgar, lo cómodo y lo común? Así como a Lucifer Jesús le había dicho: “Apártate de mí, Satanás,” ¿podría decir menos ante la misma tentación cuando esta proviene de aquel a quien acaba de alabar por la veracidad de su testimonio?

La respuesta viene como un relámpago, en un fulgor ardiente de fuego indignado:

“Apártate de mí, Satanás; me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres.”

“Esa tu visión meramente carnal y humana —ese intento de disuadirme de mi ‘bautismo de muerte’— es un pecado contra los propósitos de Dios. Pedro debía aprender —¡ojalá que también lo hubiera aprendido a tiempo la Iglesia que pretende haber heredado de él sus pretensiones exclusivas y sobrehumanas!— que estaba muy lejos de ser infalible; que era capaz de caer, sí, y casi sin intervalo alguno, desde las alturas de la inspiración divina hasta las profundidades de la necedad terrenal.” (Farrar, p. 388)

Perder la Vida para Salvarla
(Mateo 16:24–26; JST Mateo 16:26–29; Marcos 8:34–37; JST Marcos 8:37–38; Lucas 9:23–25; JST Lucas 9:24–25)

Jesús, a quien ellos aclaman como el Rey-Mesías, morirá. Perderá su vida para salvarla. Padecerá muchas cosas a manos de los gobernantes rabínicos y finalmente será muerto, para luego resucitar al tercer día. Entregará su vida por la causa de su Padre, para tomarla nuevamente en gloria eterna y recibir así una herencia perpetua en el reino preparado.

¿Pensamiento horrible? Así lo supuso Pedro, pues veía solo la cruz y no la corona; contemplaba únicamente la pérdida del Señor en el reino terrenal y no las bendiciones eternas que fluirían hacia toda la humanidad mediante la expiación. Por ello, para su pesar —con la espada penetrante de la justa indignación— fue reprendido por el Señor.

Y entonces, antes de que el eco de las palabras de Cristo dejara de resonar en sus oídos estremecidos, el Maestro llamó al pueblo junto con sus discípulos, para que todos oyeran sus palabras adicionales sobre la muerte y el sacrificio que aún debían venir —no solo sobre el Señor Jesús, sino también sobre Pedro y todos los que aceptaran las cargas del discipulado pleno.

Los siervos serán como su Señor. Si sufren con Él, estarán también con Él cuando los hombres ya no lloren más y toda lágrima haya cesado. Si entregan sus vidas por Su causa, las recuperarán en gloria inmortal y recibirán esa vida eterna que Él vino a ofrecer.

Jesús ya ha enseñado a sus discípulos —y los mensajeros celestiales ante una tumba abierta se lo recordarán— que Él, el poderoso Mesías, después de padecer muchas cosas, será muerto en Jerusalén. Pero eso no es sino el comienzo del sufrimiento, si sufrimiento puede llamarse. Los verdaderos discípulos también deben estar preparados y dispuestos a entregar sus propias vidas por Su causa y por Su nombre.

Él resucitará como “las primicias de los que durmieron,” para recibir todo poder en el cielo y en la tierra; y si Sus discípulos esperan resucitar y heredar la vida eterna, deben estar preparados para sufrir y morir con Él. Su muerte no es el fin, sino el principio. Pedro, que temía ver a Jesús sufrir y morir, también deberá dar un paso adelante y sufrir el martirio.

Cualquiera que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame.

Y ahora bien, tomar la cruz significa negarse a sí mismo toda impiedad y toda concupiscencia mundana, y guardar mis mandamientos. No quebrantéis mis mandamientos para salvar vuestras vidas; porque quien quiera salvar su vida en este mundo, la perderá en el mundo venidero.

“Ven, Pedro; ven, Santiago; ven, Juan; venid todos los santos que buscáis la salvación —venid. Tomad vuestra cruz; tomadla cada día y seguidme.
Vuestra cruz consiste en vencer los deseos de la carne —toda impiedad— y guardar mis mandamientos.
Vuestra cruz consiste en llevar las cargas que se colocan sobre los hombros de los santos.
Vuestra cruz consiste en obedecer mis mandamientos y, si así lo dispongo, entregar vuestras vidas, tal como permitiré que los hombres malvados me den muerte.
Yo llevaré mi cruz; si habéis de estar conmigo, debéis llevar la vuestra.
Y cualquiera que pierda su vida en este mundo, por causa mía, la hallará en el mundo venidero.
Por tanto, abandonad el mundo y salvad vuestras almas.”

Porque cualquiera que quiera salvar su vida, la perderá; o, en otras palabras, quien quiera salvar su vida deberá estar dispuesto a entregarla por mi causa; y si no está dispuesto a entregarla por mi causa, la perderá.
Pero cualquiera que esté dispuesto a perder su vida por mi causa y por el evangelio, ése la salvará.

Aquí, en verdad, se halla una doctrina poderosa. Jesús el Señor habrá de padecer antes de entrar en su gloria. “¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas y que entrara en su gloria?” preguntará a dos discípulos en el camino de Emaús (Lucas 24:26). En verdad, Él hará la voluntad del Padre y no retendrá nada, ni siquiera su propia vida.

Y así debe ser con todos los que son Suyos. Aunque no busquen el martirio, algunos serán así honrados, y todos deben estar dispuestos, si es necesario, a morir por Él. “Porque el que no puede soportar la ley de un reino celestial, no puede soportar una gloria celestial.” (D. y C. 88:22) Esa es la ley del cielo y el camino real hacia la vida eterna.

Por tanto, dejad el mundo y salvad vuestras almas; porque, ¿qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?

Porque, ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, y sin embargo no recibir a Aquel que Dios ha ordenado, y perder su propia alma, y él mismo ser desechado?

El Valor de un Alma Humana

“¿Qué valor se le puede asignar a un alma humana? ¿Cómo podemos determinar su precio? Dos cosas nos dan una idea del valor inconmensurable de las almas de los hombres:

  1. Lo que estas almas han costado hasta este punto —el trabajo, los materiales y la lucha invertidos en su creación y desarrollo.
  2. El uso eficaz al que pueden destinarse —los beneficios que resultan cuando las almas cumplen la medida completa de su creación y ocupan su justo lugar en el plan eterno.

Para usar estos criterios de juicio, es necesario ver las almas humanas en su relación con el plan eterno de creación, progreso y salvación. Las almas tuvieron su comienzo, como identidades conscientes, cuando nacieron como hijos espirituales de la Deidad. A esto siguió un período infinitamente largo de adiestramiento, instrucción y preparación, para que estos espíritus pudieran avanzar y alcanzar su exaltación.

‘Dios mismo,’ como lo expresó el profeta José Smith, ‘hallándose en medio de espíritus y gloria, porque era más inteligente, vio conveniente instituir leyes por las cuales los demás pudieran tener el privilegio de avanzar como Él mismo.’

Como parte de este proceso de preparación, se creó esta tierra; a los espíritus se les dieron cuerpos temporales; se otorgaron dispensaciones del evangelio a los hombres; se enviaron profetas a laborar y predicar; muchas veces fueron perseguidos, atormentados y muertos; y aun el Hijo de Dios enseñó y sirvió entre mortales, culminando su ministerio con sufrimientos más allá de toda resistencia humana al efectuar la expiación infinita y eterna.

Todo esto está incluido en el precio ya pagado por la adquisición de las almas humanas.”

“Y aquellas almas que guarden todos los mandamientos alcanzarán la vida eterna. Proseguirán hacia la exaltación y la gloria en todas las cosas, llegando a ser semejantes al Padre, engendrando hijos espirituales, creando mundos sin número y haciendo avanzar por siempre los eternos propósitos del Dios Infinito.

¿Cuánto vale un alma humana? Ningún hombre puede decirlo, ninguna lengua puede expresarlo, ninguna mente puede comprenderlo. ¡Qué acertada, entonces, es la ilustración de Jesús! Si un hombre —aun si tal cosa fuera posible— ganara todo el mundo y perdiera su alma en el proceso, la riqueza adquirida sería en verdad insignificante comparada con el valor de su propia alma.

Es debido a su comprensión de esta doctrina del valor de las almas que los ministros de nuestro Señor salen con toda la energía y capacidad que poseen a trabajar en la viña, suplicando a los hombres que se arrepientan y salven sus almas, para que puedan tener gozo eterno en el reino del Padre.” (Comentario 1:393–94)

La Segunda Venida — Un Día de Recompensas
(Mateo 16:27–28; Marcos 8:38; 9:1; Marcos 8:40–44; Lucas 9:26–27; JST Lucas 9:26–27)

Si alguna vez hubo un sermón que mostrara que los hombres no viven solo para esta vida; si alguna vez se enseñó a los santos que las recompensas por las obras justas están reservadas para la vida venidera; si alguna vez se pesó el escaso valor de lo mundano y se halló falto de mérito —todo ello se encuentra en el consejo de Jesús a sus discípulos, sus santos: que deben tomar su cruz, abandonar el mundo, guardar los mandamientos y estar dispuestos a morir como mártires, si es que desean obtener la vida eterna.

La vida eterna: ¿qué es y cuándo reposarán sus glorias y bendiciones sobre los santos? Es la salvación plena; es una herencia en el más alto de los cielos; es exaltación. Es sentarse con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de Dios, para no salir jamás de allí. Es el mayor de todos los dones de Dios, pues significa llegar a ser como Dios, heredar, recibir y poseer como Él lo hace. Es ser coheredero con Cristo de toda la gloria del reino del Padre.

Y llegará a los fieles en aquel día cuando el Hijo del Hombre venga a recoger sus joyas. Se obtiene cuando los que heredan de este modo salen de la tumba en la resurrección de los justos.

Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles; y entonces recompensará a cada uno según sus obras.

La Segunda Venida será un día de juicio, un día de recompensas, un día de venganza para los impíos y de gloria y honor para los justos. Será un día para el cual todos los hombres se preparan según la vida que llevan. Aquellos que vivan como santos serán semejantes a su Señor; los que anden por caminos carnales serán desechados. (Comentario 1:396)

“Por tanto, negaos a vosotros mismos en estas cosas, y no os avergoncéis de mí. Porque cualquiera que se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, de él también se avergonzará el Hijo del Hombre, cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles.
Y no tendrán parte en aquella resurrección cuando Él venga.
Porque de cierto os digo, que Él vendrá; y quien haya entregado su vida por mi causa y por el evangelio, vendrá con Él y será revestido de Su gloria en la nube, a la diestra del Hijo del Hombre.”

Este, pues, es el día prometido. Los mártires que perdieron su vida aquí la hallarán allá. Con Él reinarán en gloria eterna. ¿Qué importan nuestras penas y sufrimientos momentáneos —aunque sean hasta la muerte— si obtenemos la vida eterna en el día venidero? En aquel día, “Él vendrá en su propio reino, revestido de la gloria de su Padre, con los santos ángeles,” y los que estén a Su diestra participarán de la gloria, así como Él.

“Hay algunos de los que están aquí que no gustarán la muerte, hasta que vean al Hijo del Hombre viniendo en su reino.”

Enoc y toda su ciudad fueron trasladados, llevados corporalmente al cielo sin gustar la muerte. Allí sirvieron y obraron con cuerpos de carne y huesos, vivificados por el poder del Espíritu, hasta aquel día bendito en que estuvieron con Cristo en Su resurrección. Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, fueron transformados y llegaron a ser inmortales en el pleno sentido de la palabra. Así fue también con Moisés y Elías, quienes fueron llevados corporalmente al cielo por razones que se manifestarían en el Monte de la Transfiguración. Ellos también estuvieron con el Señor Jesús en Su resurrección. (D. y C. 133:54–55)

De aquellos a quienes aquí se les prometió que “no gustarían la muerte” hasta la Segunda Venida, solo sabemos que el Amado Juan fue uno de ellos, como se mencionará más adelante. Los demás no son nombrados, ni el Señor ha revelado su paradero o ministerio en esta dispensación.

Evidentemente, hay muchas cosas que no sabemos; pero las que sí conocemos son suficientes para capacitarnos a obtener la vida eterna con los antiguos, si en nuestro tiempo vivimos como ellos vivieron en el suyo.


Capítulo 64

La Transfiguración

Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad.
Pues cuando Él recibió de Dios el Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía:
Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia.
Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con Él en el monte santo. (2 Pedro 1:16–18)

Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros
(y vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre),
lleno de gracia y de verdad. (Juan 1:14)


Pedro, Santiago y Juan Reciben las Llaves del Reino
(Mateo 17:1–3; Marcos 9:2–4; JST Marcos 9:1–3; Lucas 9:28–32; JST Lucas 9:28–32)

Nuestros autores sinópticos hacen solo una breve mención —en realidad, apenas una alusión— de lo que ocurrió en las alturas del monte Hermón cuando ellos y Jesús pasaron una noche sagrada envueltos en las visiones de la eternidad. Aquella noche bendita fue uno de esos períodos de visión profética en los que los misterios del reino, “que sobrepasan todo entendimiento,” son revelados a las almas que están en armonía con lo Infinito.

Tan maravillosas son estas verdades reveladas, que “no es lícito al hombre expresarlas,” “ni es el hombre capaz de darlas a conocer, porque solo pueden ser vistas y comprendidas por el poder del Espíritu Santo.” Estas cosas están reservadas por el Señor para aquellos profetas y videntes que, “mientras están en la carne,” son, no obstante, capaces “de soportar Su presencia en el mundo de gloria.” (D. y C. 76:114–118)

Por disposición del Señor, los santos saben algunas cosas que el mundo no sabe acerca del derramamiento espiritual de gracia divina que ocurrió en el Monte de la Transfiguración. Pero aun la revelación de los últimos días no nos da el relato completo, y hasta que los hombres alcancen un estado más elevado de entendimiento espiritual del que ahora disfrutan, continuarán viendo “como por un espejo, oscuramente,” y conociendo solo en parte las experiencias visionarias de los oficiales presidentes de la Iglesia en la meridiana dispensación.

Sin embargo, lo que se sabe basta para señalar aquella noche como una de las más importantes y gloriosas en la vida de quienes vieron más allá del velo y oyeron las voces de los participantes celestiales.

Cerca de Cesarea de Filipo, Pedro —un hombre mortal: impetuoso, valiente, intensamente espiritual— había dado un testimonio proveniente del cielo, revelado por el poder del Espíritu Santo, sobre la filiación divina de Cristo. Entonces Jesús, de quien testificó Simón, prometió entregar a su apóstol principal las llaves del reino, incluyendo el poder de atar y desatar en la tierra y en los cielos. Después de eso, Jesús les enseñó acerca de su venidera muerte y resurrección.

Ahora, en el Monte de la Transfiguración, una voz celestial —la del Padre Todopoderoso que visita a Su Hijo en el planeta tierra— da un testimonio sagrado de esa misma filiación divina. Y ahora Jesús, junto con mensajeros angelicales que ejecutan Su voluntad, confieren a Pedro, Santiago y Juan las llaves prometidas del reino con sus poderes de sellamiento. Y esos ministros celestiales —consiervos de los apóstoles, quienes, al igual que sus amigos mortales, necesitan las bendiciones de la expiación venidera— también conversan con Jesús acerca de Su muerte y resurrección próximas.

Dar testimonio, ejercer las llaves del reino, afirmar la realidad de la expiación —todas estas cosas operan a ambos lados del velo. Tanto los hombres en la tierra como los ángeles de Dios en el cielo son salvos y bendecidos por las mismas leyes eternas.

Desde la gran confesión de Pedro hasta el momento en que Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan “y los llevó aparte a un monte alto” pasaron seis u ocho días, dependiendo de si se cuentan el día de la confesión y el día del ascenso por las laderas del monte. No hay registro de las enseñanzas de esa semana, pero sin duda se centraron en el triste y sobrecogedor anuncio de la inminente muerte de su Mesías.

Sabemos, no obstante, que los tres apóstoles “le hicieron muchas preguntas acerca de sus palabras” mientras subían por lo que Pedro más tarde llamaría “el monte santo.” (2 Pedro 1:18.) Sin duda, por medio de sus respuestas, Jesús los preparó para las experiencias espirituales que estaban a punto de vivir.

Después de que llegaron a un lugar apropiado y solitario, donde pudieran estar sin interrupciones en su adoración y oración, Lucas nos dice que Jesús oró, y que los apóstoles “estaban cargados de sueño.” Se nos deja entender que, mientras ellos dormían —así como sucedería más tarde en Getsemaní—, las oraciones de Jesús ascendían a Su Padre, y —lo decimos con reverencia— Él recibía el consuelo y la reafirmación que necesitaba. Aunque era Hijo, aprendió la obediencia por las cosas que padeció; y en el mismo Getsemaní fue fortalecido por la asistencia de ángeles.

En el momento señalado, los tres apóstoles principales —la Primera Presidencia de la Iglesia— despertaron; la hora de su participación en las maravillas de dos mundos había llegado. Contemplaron a su amado Señor en oración. Podemos suponer que sus peticiones se elevaban al cielo tanto por Él mismo como por los tres gigantes espirituales que estaban a punto de recibir las llaves del reino y presenciar las maravillas de la eternidad.

De los fragmentos de conocimiento que se nos conservan en el Nuevo Testamento sobre lo que entonces aconteció, y de las alusiones a las experiencias espirituales que fueron concedidas a aquellos mortales, podemos reconstruir los hechos sagrados aproximadamente de esta manera:

“Era la hora del crepúsculo cuando Él ascendió, y al subir por la ladera del monte con aquellos tres testigos escogidos —los Hijos del Trueno y el Hombre de la Roca—, sin duda una solemne alegría ensanchaba Su alma; un sentimiento no solo de la calma celestial que esa comunión solitaria con Su Padre Celestial infundiría en Su espíritu, sino también, y aún más, la conciencia de que sería sostenido para la hora venidera por ministraciones que no eran de la tierra, e iluminado con una luz que no necesitaba ayuda del sol, ni de la luna, ni de las estrellas.
Subió para prepararse para la muerte, y llevó consigo a Sus tres Apóstoles para que, habiendo visto Su gloria —la gloria del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad—, sus corazones pudieran fortalecerse, su fe afirmarse, y pudieran contemplar sin vacilar las vergonzosas injurias y la humillación indecible de la cruz.

Allí, entonces, se arrodilló y oró, y mientras oraba fue elevado muy por encima del trabajo y la miseria del mundo que lo había rechazado. Fue transfigurado delante de ellos, y Su rostro resplandeció como el sol, y Sus vestiduras se volvieron blancas como los deslumbrantes campos de nieve que había sobre ellos. Estaba envuelto en un halo de brillantez resplandeciente —toda Su presencia exhalaba una radiancia tan divina— que la luz, la nieve y el relámpago son las únicas cosas con las que el Evangelista puede comparar aquel fulgor celestial.” (Farrar, pp. 394–395)

Los apóstoles “fueron testigos oculares de su majestad” (2 Pedro 1:16). “Y sus vestiduras se volvieron resplandecientes, sumamente blancas, como la nieve; tan blancas que ningún batanero en la tierra podría blanquearlas así.” Él mismo “fue transfigurado delante de ellos.”

Pero eso no fue todo. Pedro, Santiago y Juan, al descender sobre ellos los poderes del cielo, también fueron transfigurados y gustaron por sí mismos de los dones celestiales. Entonces, nuestros amigos apostólicos, vivificados por el poder del Espíritu —con sus almas en perfecta sintonía con lo infinito; con los ojos espirituales abiertos y los oídos espirituales destapados— vieron a dos hombres, Moisés y Elías, “que aparecieron en gloria y hablaron de su muerte, y también de su resurrección, que había de cumplir en Jerusalén.”

Moisés —cuyo nombre mismo personifica la ley, la ley de Jehová, la ley bajo la cual vivía todo Israel— y Elías —el profético defensor de esa ley, aquel cuyo nombre representa a todos los profetas—, ambos, que fueron trasladados y llevados al cielo sin gustar la muerte, ahora conversaban con su Señor sobre aquel sacrificio expiatorio infinito y eterno mediante el cual sus cuerpos trasladados alcanzarían la inmortalidad plena y resplandecerían con gloria celestial.

Juan el Bautista, un ser espiritual cuya misión mortal había completado lo que Moisés comenzó, también estuvo presente, regocijándose con sus compañeros de ministerio por la expiación que estaba a punto de realizarse.

¡Oíd, oh cielos, y escucha, oh tierra! Que los hombres mortales y los ministros angelicales se den la mano; que todos los que pertenecen a la familia del Padre, tanto en la tierra como en el cielo, se regocijen en la gran expiación. Por medio de ella viene la redención; por medio de ella los muertos se levantan; por medio de ella se obtiene la vida eterna. En verdad, nada hay de mayor importancia para los hombres y los ángeles que la “muerte que Él iba a cumplir en Jerusalén.”

En este momento, habiendo dado Moisés y Elías —y sin duda también Juan el Bautista— su testimonio angelical de la expiación, los dos hombres de la antigua Israel, que habían retenido sus cuerpos físicos para poder conferir autoridad sacerdotal a los mortales, se unieron a Jesús en conferir a Pedro, Santiago y Juan las llaves del reino.

Moisés confirió las llaves de la congregación de Israel, y Elías las llaves del poder de sellar, para que todo lo que ataran o desataran en la tierra quedara atado o desatado en los cielos. Jesús mismo les dio todo lo demás que necesitaban para presidir Su reino terrenal: para guiar a todos los hombres hacia la salvación eterna en las mansiones de lo alto, para llevar el evangelio hasta los fines de la tierra y para sellar a los hombres para vida eterna en el reino de Su Padre.

En verdad, Pedro, Santiago y Juan, mientras estaban en este monte santo, recibieron su investidura y fueron investidos de poder desde lo alto para hacer todas las cosas necesarias para el establecimiento y progreso de la obra del Señor en su día y dispensación. (Comentario 1:399–404)

Pedro dice que mientras estaban allí “recibieron de Dios el Padre honra y gloria,” lo que confirma esta conclusión. También parece que fue en el monte cuando recibieron “la palabra profética más segura,” pues allí se les reveló que habían sido sellados para vida eterna. (Comentario 1:400; véase 2 Pedro 1:16–19; D. y C. 131:5)

Después vino la gran visión de la transfiguración de la tierra; al menos, no podemos suponer que haya ocurrido antes durante los grandes derramamientos espirituales de esta noche de noches. No sabemos cuántos profetas han sido bendecidos con semejante visión profética del estado milenario de este humilde planeta.

Quizás Enoc, quien vio el día en que la tierra descansaría, cuando la Nueva Jerusalén descendería de Dios del cielo para morar entre los hombres, y cuando el Hijo del Hombre habitaría por segunda vez entre ellos. (Moisés 7:58–65)

Quizás Isaías, quien habló tanto sobre la gran era de restauración y escribió con claridad acerca del nuevo cielo y la nueva tierra, cuando “el lobo y el cordero serán apacentados juntos, y el león comerá paja como el buey,” y cuando “no habrá más allí niño que viva pocos días, ni viejo que sus días no cumpla; porque el niño morirá de cien años.” (Isaías 65:17–25)

Pero, sin importar cuánto hayan sabido otros, el Señor mismo, allí en el Monte Hermón, como parte de las maravillas de la eternidad que entonces fueron reveladas a la vista de los hombres mortales, mostró a los Tres la transfiguración de la tierra.

Nosotros mismos no estamos aún preparados para ver ni comprender lo que entonces ocurrió. Por ahora, solo sabemos que aquellos que resuciten en la resurrección de los justos “recibirán una herencia sobre la tierra cuando venga el día de la transfiguración;
cuando la tierra sea transfigurada, conforme al modelo que fue mostrado a mis apóstoles en el monte” —así habla el Señor, quien estuvo en el monte, a José Smith en agosto de 1831— “del cual relato aún no habéis recibido la plenitud.” (D. y C. 63:20–21)

¡Cuántas cosas aún no hemos recibido porque no hemos alcanzado la estatura espiritual de los antiguos a quienes tales verdades fueron una vez reveladas!

Elohim, la Shekinah y el Hijo
(Mateo 17:4–9; JST Mateo 17:5; Marcos 9:5–10; JST Marcos 9:6; Lucas 9:33–36; JST Lucas 9:33, 36)

En algún momento de aquella noche, en el monte santo, ocurrió algo —no sabemos exactamente qué— que llevó a Pedro a hacer una declaración inapropiada relacionada con la práctica seguida por Israel durante la Fiesta de los Tabernáculos, en la que se acostumbraba habitar y adorar en cabañas o tabernáculos hechos de ramas entretejidas.

Quizás, en medio de toda la gloria y maravilla de esa noche, resonaron gritos de hosanna y alabanzas semejantes a los que salían de labios adoradores durante el tiempo de los Tabernáculos, procedentes de las voces unidas de los siervos de Cristo a ambos lados del velo. ¿Cómo podrían haber contenido su gozo al comprender el alcance infinito de la expiación infinita que pronto realizaría el Ser Infinito? ¿O al ver desplegadas ante sus ojos espiritualmente abiertos las visiones de la eternidad, incluyendo el destino milenario de la tierra?

O tal vez, en medio de toda esa gloria y maravilla, Pedro simplemente quiso impedir la partida de aquellos seres antiguos tan altamente venerados por todos los fieles. ¿Qué podría ser más natural que desear prolongar una comunión divina, una vez obtenida la compañía de seres celestiales?

Cualquiera que haya sido la causa, Pedro —hablando impetuosamente, como era su costumbre— dijo: “Señor, bueno es para nosotros estar aquí; si quieres, hagamos aquí tres tabernáculos: uno para ti, otro para Moisés y otro para Elías.”

“Cuando la espléndida visión comenzaba a desvanecerse —cuando los majestuosos visitantes estaban por separarse de su Señor, cuando su mismo Señor pasaba con ellos dentro del resplandor que los cubría—, Pedro, ansioso por retener su presencia, maravillado, sorprendido, arrebatado, sin saber lo que decía —sin comprender que el Calvario sería un espectáculo infinitamente más trascendente que el Hermón; sin entender que la Ley y los Profetas estaban ya (o pronto estarían) cumplidos; sin reconocer plenamente que su Señor era indescriptiblemente más grande que el Profeta del Sinaí y el Vengador del Carmelo— pronunció la declaración citada, que nosotros, por falta de plena comprensión, no podemos entender del todo.

Pero no le correspondía a Pedro construir el universo para su propia satisfacción. Tenía que aprender el significado de Gólgota no menos que el del Hermón. No en nube de gloria ni en carro de fuego habría de partir Jesús de entre ellos, sino con los brazos extendidos en agonía sobre el árbol maldito; no entre Moisés y Elías, sino entre dos ladrones, ‘que fueron crucificados con Él, uno a cada lado.’(Farrar, p. 396)

Todo lo demás de las maravillas de aquella noche no fue sino preludio de lo que ahora estaba destinado a ocurrir.

¿Habían visto a su Señor transfigurado delante de ellos, con su rostro y sus vestiduras resplandecientes como el sol en su fuerza?
¿Habían visto al Personificador de la Ley y al Símbolo de los Profetas —ambos hombres santos que fueron llevados al cielo sin gustar la muerte— conferir llaves y poderes a sus consiervos?
¿Habían contemplado en visión la tierra transfigurada en su gloria milenaria?
¿Se habían abierto sus ojos, oídos y almas para comprender el significado infinito y eterno de la muerte y resurrección que pronto acontecerían en Jerusalén?
¿Habían ocurrido otras efusiones espirituales de igual magnitud e importancia? En verdad, todo esto fue así.

Y, sin embargo, sobre este cimiento de gloria, ahora el Padre mismo, el Elohim Todopoderoso, ese Ser Santo que es la fuente de todas las cosas y de todos los hombres, está a punto de manifestarse ante los mortales.

La antigua Shekinah, la nube luminosa, la manifestación visible de la Presencia Divina; el resplandor brillante y centelleante que reposó sobre el Sinaí cuando Jehová conversó cara a cara con Moisés; el fulgor divino del cual, antiguamente, una voz hablaba desde entre los querubines en el Lugar Santísimo—la Shekinah descendió del cielo para velar el rostro y la forma de Dios ante Sus criaturas terrenales.

Elohim estaba allí, en la nube. Que fue visto por el Hijo, no podemos dudarlo. Si los tres compañeros del Señor vieron dentro del velo, no lo sabemos. Sí sabemos que aún hoy, aquellos que han sido sellados para vida eterna, cuya vocación y elección han sido hechas seguras, tienen el privilegio de recibir al Segundo Consolador; y que este Consolador “no es más ni menos que el mismo Señor Jesucristo,” quien se aparece a ellos “de tiempo en tiempo”; y que “Él manifestará al Padre,” y “ellos harán morada con Él,” y se abrirán ante ellos las visiones de los cielos. (Enseñanzas del Profeta José Smith, págs. 150–151)

Que cada hombre determine por sí mismo lo que sucedió en las laderas del Monte Hermón, en el verano o el otoño del año 29 d.C. Todo lo que se nos conserva en el relato del Nuevo Testamento es que, mientras Pedro aún hablaba sobre hacer tres tabernáculos para Moisés, Elías y Jesús,

“he aquí, una nube luminosa los cubrió; y he aquí una voz desde la nube que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a Él oíd.” (Mateo 17:5)

Una vez más, la Voz Divina —el Padre de todos nosotros, aquel que por encima de todos tiene derecho a exigir obediencia y recibir adoración— afirmó la verdad eterna de que Cristo es el Hijo; que la salvación viene por medio del Hijo; que todos los hombres deben honrar al Hijo y creer Sus palabras; que el único camino aprobado para todos los hombres, de todas las razas y en todas las edades, es este mandato sublime: “A Él oíd.” Decir más, en este punto, sería restarle fuerza a la gloriosa simplicidad de esta gran verdad sobre la cual descansa la salvación misma.

Al oír la Voz Divina, los tres discípulos cayeron sobre sus rostros, “y tuvieron gran temor.” Entonces Jesús los tocó y, con tierna solicitud, les dijo sencillamente: “Levantaos, y no temáis.”

Ellos obedecieron, y “cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más, sino a Jesús solo, con ellos.” Luego, “inmediatamente descendieron del monte.”

Mientras bajaban, Jesús les dijo: “No digáis a nadie la visión, hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos.”

Las maravillas que habían presenciado no podían aún ser divulgadas, ni siquiera a los otros del Quórum de los Doce, pues no podrían ser comprendidas sin el poder iluminador del Espíritu Santo. Solo después de la resurrección del Señor, y después del día de Pentecostés, cuando el don prometido del Espíritu fuera derramado, llegaría el momento oportuno para hablar de aquellas cosas, incluso con aquellos gigantes espirituales con quienes Jesús y ellos compartían una relación tan íntima.

Marcos nos dice que en ese momento ellos discutían entre sí “qué significaba aquello de resucitar de los muertos.” No cabe pensar que sus preguntas se refirieran a la realidad de la resurrección, ni a su carácter universal, ni al hecho de que Jesús moriría y resucitaría al tercer día —todo esto el Señor ya se los había enseñado con claridad. En las semanas recientes, Su propia muerte y Su resurrección como “primicias de los que durmieron” había sido el tema central de Sus enseñanzas.

Jesús había hablado abierta y claramente acerca de Su muerte y Su resurrección. Ellos sabían lo que era la resurrección, y de hecho acababan de contemplar en visión la resurrección que inaugurará el día milenario, cuando la tierra misma sea transfigurada. También recordaban las palabras que Jesús había pronunciado en la Fiesta de la Pascua: que todos los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo de Dios y saldrán —unos para resurrección de vida, y otros para resurrección de condenación.

Es cierto que entre los rabinos se enseñaban muchas doctrinas falsas sobre la resurrección. La “teología judía vigente” abundaba en puntos de vista contradictorios y problemas sin resolver. No existía consenso alguno sobre las cuestiones principales.

“Habían oído a algunos predicadores en las sinagogas decir que solo Israel resucitaría; otros enseñaban que la resurrección incluiría también a los gentiles piadosos que hubiesen guardado los siete mandamientos dados a los hijos de Noé; algunos afirmaban que todos los gentiles fuera de la tierra santa serían resucitados, pero solo para vergüenza y eterno desprecio ante Israel; mientras que otros sostenían que ni los samaritanos ni la gran mayoría del propio pueblo judío —aquellos que no observaban los preceptos rabínicos— tendrían parte en la resurrección.

Pero si había confusión sobre quiénes resucitarían, aún había más contradicción respecto al momento y la ocasión de la resurrección.

Se les había enseñado a creer que todo Israel sería reunido de los cuatro puntos de la tierra a la venida del Mesías, y que los muertos serían levantados inmediatamente después.

Además, siempre habían oído decir a los predicadores de las sinagogas que los santos resucitados participarían en el reino del Mesías en Jerusalén y volverían a ser conciudadanos de los vivos.” (Geikie, págs. 561–562)

Por otro lado, los saduceos no creían en ninguna resurrección.

Así pues, aunque los apóstoles habían sido testigos oculares del poder de Dios y habían oído Su voz, su comprensión de la resurrección —su propósito, su orden y su alcance— aún estaba nublada por los conceptos confusos de su época. Todo esto les sería aclarado después, cuando el Espíritu Santo los iluminara plenamente.

Pero nada de esto podía tener relación alguna con las preguntas que los tres discípulos discutían entre sí. Sus inquietudes debieron de ser las mismas que cualquier discípulo creyente habría formulado en circunstancias semejantes:
¿Cuándo ocurrirá la resurrección? ¿Cómo se llevará a cabo? ¿Con qué cuerpo resucitaremos? ¿Dónde habitan los seres resucitados? ¿Continúa la unidad familiar entre ellos?
Y así sucesivamente. Preguntas semejantes todavía pueden escucharse hoy en las congregaciones de los santos.

Sabemos de otro tema que Jesús y los Tres Escogidos trataron mientras descendían por las laderas del Hermón: el tema de Elías y la Restauración. Y de esto haremos ahora una mención más particular, al ver al Hijo del Hombre comenzar Su jornada del resplandor a la sombra, del Monte de la Transfiguración al Valle de la Humillación y la Muerte.

Elías de la Restauración
(Mateo 17:10–13; JST Mateo 17:10–14; Marcos 9:11–13; JST Marcos 9:10–11)

Elías, esa figura de antigua fama sobre la cual el mundo sabe tan poco; aquel cuya misión es traer la restauración de todas las cosas antes del grande y terrible día del Señor —¿quién es él y cuándo ministrará entre los hombres?

Los Tres Escogidos, pocas horas antes, habían visto y conversado con el Elías trasladado (el profeta Elías del Antiguo Testamento) y con Moisés trasladado, y de ellos —junto con Cristo— habían recibido las llaves del reino de los cielos.

Estos dos antiguos varones de honor ahora se habían retirado a reinos desconocidos sin revelarse al pueblo en general. Además, habían venido después —casi tres años después— de que el Mesías hubiera comenzado Su ministerio, y no antes, como enseñaban los escribas y como testificaban sus propias Escrituras.

¿Cómo podía ser esto? Tampoco este Elías fugaz y glorioso, que había ministrado en poder sobre las laderas del Hermón, había hecho ninguna de las cosas que, según se esperaba, debía realizar.

De acuerdo con la leyenda judía y las enseñanzas de los escribas, se enseñaba que “Elías vendrá tres días antes de la venida del Mesías.” Entonces —decían ellos— “se pondrá de pie y llorará y lamentará sobre los montes de Israel, por la tierra desolada y abandonada, hasta que su voz sea oída en todo el mundo.”

Además, afirmaban que él clamaría a las montañas: “¡Paz y bendición vengan al mundo! ¡Paz y bendición vengan al mundo! ¡La salvación viene, la salvación viene!”

Después —según enseñaban—, “reunirá a todos los hijos dispersos de Jacob y restaurará todas las cosas en Israel, como en los tiempos antiguos.” “Volverá el corazón de todo Israel para que reciba al Mesías con gozo.” (Geikie, p. 562.)

Aún más, “la expectativa judía” de la venida de Elías era tan ampliamente conocida, que cualquier “objeto de dueño desconocido” podía “ser guardado por quien lo hallase hasta la venida de Elías.”
Se creía que él restauraría al pueblo judío “la olla del maná, la vara de Aarón,” y otros objetos sagrados, y que su venida sería, en general, “un tiempo de restauración.” (Farrar, p. 397, nota 2.)

De hecho, durante la Fiesta de la Pascua, era costumbre colocar un puesto adicional en la mesa por si Elías decidía venir en ese momento para comenzar sus labores legendarias.

Sin embargo, nada de esto se había manifestado en aquel ser celestial que, poco antes, había conversado en el monte con ellos. Este Elías glorificado no habló de la vida y el triunfo temporal del Mesías, sino de sus sufrimientos, Su agonía y Su muerte. ¿Estaban, entonces, equivocadas todas las tradiciones rabínicas y las enseñanzas de los escribas? Por eso los discípulos preguntaron a Jesús: “¿Por qué, pues, dicen los escribas que Elías debe venir primero?”

Los compañeros del Señor sabían que Juan el Bautista —cuyo espíritu habían visto en el monte santo— había venido, según la promesa del ángel Gabriel, “con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver el corazón de los padres a los hijos, y de los desobedientes a la prudencia de los justos; para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto.” (Lucas 1:17)

Sabían también que cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén para preguntarle a Juan: “¿Quién eres tú? ¿Eres tú Elías?” el hijo de Zacarías respondió que era Elías, pero “no aquel Elías que había de restaurar todas las cosas.” Y sabían que Juan, hablando de Cristo, testificó: “Él es aquel profeta, el mismo Elías, que viniendo después de mí, es antes de mí; del cual yo no soy digno de desatar la correa de su zapato, ni de ocupar su lugar.” (JST Juan 1:20–28) Además, cuando Juan —encarcelado por Antipas en Maqueronte— envió mensajeros a Jesús para que ellos mismos confirmaran Su divinidad, el Señor declaró de Juan: “Y si queréis recibirlo, él es aquel Elías que había de venir.” (Mateo 11:14)

Claramente, ellos entendían la misión de Juan como un Elías —como precursor, como aquel designado para preparar el camino, como el mensajero enviado para disponer a un pueblo para recibir al Señor—. Sin embargo, aprendiendo “línea por línea y precepto por precepto,” como siempre lo hacen los siervos del Señor, todavía quedaban preguntas sin respuesta acerca de aquel Elías que había de restaurar todas las cosas. Y bien podían tener tales dudas, pues la gran restauración no era para su tiempo, como aprenderían más tarde en el Monte de los Olivos, después de la resurrección de Cristo, cuando —aún sin comprender plenamente— preguntarían: “Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” Entonces se les diría que la gran restauración no era para su generación, sino que el regreso de Elías para restaurar todas las cosas estaba destinado a ocurrir en los últimos días, antes de la Segunda Venida del Hijo del Hombre. (Hechos 1:6–8)

Para su edificación presente, Jesús eligió enseñarles que Elías el Precursor era uno, y Elías de la Restauración era otro. El primero ya había venido; el ministerio del segundo aún estaba por cumplirse.

“A la verdad, Elías vendrá primero y restaurará todas las cosas, como han escrito los profetas,” dijo Jesús.

Pedro, aprendiendo esta doctrina directamente del Señor, más tarde testificaría ante todo Israel que todos los santos profetas “desde el principio del mundo” habían hablado de los “tiempos de la restauración” de los últimos días. (Hechos 3:19–21) Pero ahora Jesús prosiguió:

“Y otra vez os digo que Elías ya vino, de quien está escrito: He aquí, yo envío mi mensajero delante de mí, y él preparará el camino delante de mí; y no le conocieron, antes hicieron con él todo lo que quisieron. Asimismo el Hijo del Hombre padecerá de ellos.

Mas os digo: ¿Quién es Elías? He aquí, este es Elías, a quien envié para preparar el camino delante de mí.”

Tal es el testimonio del mismo Señor respecto de aquel cuya voz —clamando en el desierto del pecado y la maldad— llamaba al Israel caído:

“Preparad el camino del Señor; enderezad sus sendas; venid a Él; arrepentíos; bautizaos para remisión de vuestros pecados; vivid rectamente y estad listos para ser contados entre Su pueblo, porque el tiempo está cerca.”

Como sabemos, cada uno de los autores de los Evangelios registró solo fragmentos de conversaciones más extensas. En este caso, Marcos nos da el siguiente relato:

“A la verdad, Elías viene primero y prepara todas las cosas, y os enseña de los profetas cómo está escrito del Hijo del Hombre que debe padecer mucho y ser menospreciado.

Otra vez os digo que Elías ha venido ya, y han hecho con él cuanto quisieron, como está escrito de él; y dio testimonio de mí, y no le recibieron. En verdad, este fue Elías.”

La obra de Juan fue bien cumplida; su ministerio mortal había concluido; el camino había sido preparado para Aquel que venía con todo poder en Sus manos. Elías había venido primero, en el espíritu y poder de su misión preparatoria. Pero Elías aún habría de venir nuevamente para restaurar todas las cosas, y así lo confirma el relato inspirado: “Entonces los discípulos entendieron que les hablaba de Juan el Bautista, y también de otro que había de venir y restaurar todas las cosas, como está escrito por los profetas.”


Capítulo 65

Del resplandor a la sombra

“Y todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, si es justo, creyendo que recibiréis, he aquí, os será concedido.”
(3 Nefi 18:20)


La curación del joven endemoniado
(Mateo 17:14–21; Marcos 9:14–29; JST Marcos 9:15, 17–20, 23; Lucas 9:37–43)

Edersheim, al concluir su relato de la Transfiguración, dice: A todas las generaciones, este suceso es como la visión de la zarza ardiente, en la cual estaba la Presencia de Dios. Y nos señala hacia esa transformación, de la cual la de Cristo fue la promesa, cuando “esto corruptible se vestirá de incorrupción”. Así como en tiempos antiguos las hogueras encendidas de colina en colina anunciaban a los que estaban lejos de Jerusalén la llegada de una fiesta solemne, del mismo modo la gloria encendida en el Monte de la Transfiguración brilla a través de la oscuridad del mundo y anuncia el Día de la Resurrección.

En el Hermón, el Señor y sus discípulos habían alcanzado el punto más alto de esta historia. De allí en adelante, todo sería un descenso hacia el valle de la humillación y de la muerte.

El élder James E. Talmage, en este mismo punto de su análisis de los mismos acontecimientos trascendentes, hace la siguiente explicación: El descenso de nuestro Señor desde las alturas sagradas del Monte de la Transfiguración fue más que un simple regreso físico de mayores a menores altitudes; fue un paso del resplandor al ocaso, del fulgor radiante de la gloria celestial a las brumas de las pasiones mundanas y de la incredulidad humana; fue el comienzo de su rápido descenso hacia el valle de la humillación. Desde la sublime conversación con ministros divinamente designados, desde la suprema comunión con su Padre y Dios, Jesús descendió a una escena de desconcertante confusión y a un espectáculo de dominio demoníaco ante el cual incluso sus apóstoles se encontraban en impotente desesperación. Para su alma sensible y sin pecado, el contraste debió de haber causado una angustia sobrehumana; aun para nosotros, que solo leemos el breve relato de ello, resulta sobrecogedor.

Farrar habla en tonos similares: La imaginación de todos los lectores de los Evangelios ha quedado impresionada por el contraste —un contraste captado e inmortalizado para siempre en la gran pintura de Rafael— entre la paz, la gloria y la comunión celestial en las alturas del monte, y la confusión, la ira, la incredulidad y la agonía que caracterizaron la primera escena que encontraron Jesús y Sus Apóstoles al descender a los bajos niveles de la vida humana.

Al pie del monte sagrado, en medio de “los niveles bajos de la vida humana”, Jesús y sus tres apóstoles más íntimos encontraron a los otros miembros del Quórum de los Doce rodeados por una gran multitud en medio de una disputa impropia. Sus discípulos eran acusados, difamados y ridiculizados por los escribas, esos intérpretes altivos de la ley que mantenían vivas las tradiciones y leyendas del pasado.

En su ministerio, los Doce habían salido en misiones, predicando, sanando, expulsando demonios, quizá incluso resucitando a los muertos. Habían hecho, en el nombre de Jesús y por su voluntad, lo que nadie más tenía poder de lograr. Pero aquel día, aunque lo intentaron, no lograron invocar los poderes del cielo para sanar a un alma pobre y sufriente. Y su fracaso fue motivo de gran satisfacción para los escribas.

¿Acaso las multitudes no habían abandonado al Galileo cuando no puso maná en sus bocas para saciar su hambre? ¿No había fallado la prueba mesiánica al no mostrarles una señal del cielo —no solo una curación que, según ellos, podría hacerse con el poder de Satanás— sino una de las grandes señales mesiánicas esperadas? ¿Cómo podía ser su Mesías y Libertador si iba a morir en Jerusalén? ¡Y ahora sus discípulos no podían obrar milagros! Sin duda, pensaban, su influencia estaba decayendo, y pronto se librarían de aquel impostor que hacía afirmaciones tan arrogantes sobre sí mismo.

La repentina aparición de Jesús “sorprendió grandemente” a la gente, aunque no se sabe exactamente por qué. Algunos han supuesto que su rostro aún resplandecía, como el de Moisés cuando descendió de su monte sagrado. Todos corrieron hacia Él y le saludaron, y de inmediato Él tomó la defensa de sus discípulos en la disputa que estaba en curso. “¿Qué disputáis con ellos?”, preguntó a los escribas.

No hubo respuesta. Su porte, su dignidad, el conocimiento que tenían de lo que Él había hecho anteriormente, y quizás el temor de lo que aún podría hacer —pues los pecadores siempre temen la justa indignación que en cualquier momento puede estallar desde un alma piadosa—, todo ello se combinó para imponer un manto de silencio sobre los escribas. Tampoco los discípulos tuvieron oportunidad de exponer su caso. Más bien, de entre la multitud salió un hombre que dijo:

“Maestro, he traído a ti a mi hijo, que tiene un espíritu mudo, un demonio; y cuando lo toma, lo sacude con violencia, y echa espumarajos, y cruje los dientes, y se va consumiendo; y hablé con tus discípulos para que lo echaran fuera, pero no pudieron.”

¡Qué triste caso es este! El muchacho está poseído por un demonio —no un demonio común, aunque todos son perversos y malvados más allá de la comprensión humana—, sino un seguidor particularmente violento y ofensivo del padre de las mentiras. Este espíritu maligno ha impuesto sobre el joven todas las desgracias de la locura, la epilepsia, la mudez, la atrofia y la manía suicida. Aunque vive, sufre mil muertes cada día. “Y lo traje a tus discípulos, pero no pudieron curarlo”, dijo el padre.

Entonces Jesús, dirigiéndose a los discípulos —a quienes amaba y a quienes había dado poder sobre las enfermedades y los espíritus malignos—, y también a la multitud en general, dijo: “Oh generación incrédula y perversa, ¿hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os soportaré? Traédmelo.”

Obedeciendo el mandato de Jesús, trajeron al muchacho. Lucas dice que era el “único hijo” del hombre, aunque debía tener ya más de doce años, pues el relato dice: “Y cuando el muchacho vio a Jesús, el espíritu lo sacudió violentamente; cayó al suelo y se revolcaba, echando espumarajos.”

Jesús no parecía tener prisa por aliviar la carga ni por eliminar el sufrimiento impuesto por el espíritu maligno. Quizás, al menos en parte, estaba permitiendo que la multitud se reuniera y tuviera oportunidad de ver cuán grave era la aflicción. “¿Hace cuánto tiempo le sucede esto?”, preguntó Jesús al padre. “Desde niño”, respondió. “Y muchas veces lo ha echado en el fuego y en el agua para destruirlo; pero si puedes hacer algo, ten compasión de nosotros y ayúdanos.”

Si puedes” —así suplicó el padre, que había hecho de la agonía de su hijo su propio sufrimiento. “Si puedes”— hay poca o ninguna fe en tal ruego, y a él Jesús ni siquiera responde. No siente necesidad de decirle a nadie lo que puede o no puede hacer; sus obras hablan por sí mismas.

Si quieres creer todas las cosas que te diré, esto es posible para el que cree”, dijo Jesús. “Si quieres creer”—ese es el asunto. El asunto no es lo que Jesús puede hacer —pues Él es Dios y tiene todo poder—, sino lo que el hombre está dispuesto a hacer. Todas las cosas son posibles para quienes tienen fe. Este hombre aún debe aprender las verdades que le permitirán tener fe. Apenas está empezando a creer. Pero nadie comienza teniendo toda la fe y toda la certeza, y si alguien hace convenio en su corazón de creer todo lo que el Señor o Sus siervos le digan, entonces la bendición deseada fluirá hacia él.

Entre lágrimas, el hombre que momentos antes se había arrodillado ante Jesús suplicando misericordia, clama ahora los dos sentimientos encontrados de su corazón: “Creo; ayuda mi incredulidad.” Y así sucede con todos los santos que sufren. Ellos creen —más aún, saben— que Jesús es su Señor, que tiene todo poder y que puede hacer todas las cosas para bendecirlos y ayudarlos; y, sin embargo, necesitan esa seguridad divina que les permita saber que la ayuda celestial vendrá también en su caso.

Después de haber permitido que el pueblo se reuniera —pues esta sanación no debía hacerse en secreto—, Jesús se dirige directamente al espíritu maligno dentro del muchacho: “Espíritu mudo y sordo, yo te mando: sal de él, y no entres más en él.

Se escucha un grito agudo; el espíritu da voces; la agonía se apodera del joven; el demonio lo sacude; cae al suelo como muerto; el espíritu maligno lo deja; y muchos dicen: “Está muerto.” Pero Jesús lo toma de la mano, lo levanta, y él se pone en pie y es entregado a su padre. “Y el muchacho fue sanado desde aquella misma hora.” Aquello que los discípulos no pudieron hacer —para gozo de los escribas—, fue hecho ahora por el Maestro —para su tristeza y confusión.

El triunfo de Jesús —como siempre— es completo. Y sin embargo, sus discípulos se sienten incómodos; un sentimiento de fracaso llena sus corazones. A solas en la casa, le preguntan: “¿Por qué nosotros no pudimos echarlo fuera?” La respuesta es clara, incisiva e instructiva:

Por vuestra incredulidad; porque de cierto os digo, que si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible.

La fe es poder; por la fe fueron hechos los mundos; nada es imposible para quienes tienen fe. Si la misma tierra vino a la existencia mediante la fe, ciertamente una simple montaña puede ser movida por ese mismo poder. “Que el Monte Hermón sea lanzado al Gran Mar.” Tal cosa no sería diferente de cuando el hermano de Jared dijo “a la montaña Zerin: Muévete”—y se movió. (Éter 12:30)

Sin embargo, en un tono menos severo, Jesús da esta explicación adicional acerca del fracaso de los discípulos: “Pero este género no sale sino con oración y ayuno”, dice. Claramente hay grados de malignidad y poderes malignos entre los demonios del infierno. Así como existe una jerarquía celestial, también hay un gobierno satánico que pone a un espíritu maligno a cargo de otro; y así como hay grados de rectitud y gloria, también existen niveles de impureza y maldad. Y se requiere una fe mayor para vencer males mayores. “Si un hombre no tiene fe suficiente para hacer una cosa”, dice el profeta José Smith, “puede tener fe para hacer otra; si no puede mover una montaña, puede sanar a los enfermos”. (History of the Church, 5:355).

Y en esta ocasión de la que ahora hablamos, tan grande fue la fe y tan maravilloso el milagro, que Lucas concluye: “Todos se maravillaban de la grandeza del poder de Dios.”

Jesús predice su muerte y resurrección
(Mateo 17:22–23; Marcos 9:30–32; JST Marcos 9:27; Lucas 9:43–45; JST Lucas 9:44)

Nuestro Señor, que hacía apenas unas semanas había dejado su tierra natal en Galilea buscando paz y descanso en las regiones de Cesarea de Filipo, está ahora a punto de regresar nuevamente a Capernaum, su propia ciudad. Había ido con algunos de sus discípulos más íntimos a esas regiones del norte de la Tierra Santa para escapar del escrutinio de los escribas y de la ira rabínica que ahora barría como un torrente por toda Galilea. Fue allí para hallar descanso de las multitudes que apenas le dejaban tiempo para comer o dormir. Deseaba estar solo con sus asociados apostólicos y con los pocos de igual estatura espiritual que sostenían constante comunión con él. Y fue allí para estar en el lugar señalado, en las alturas del Hermón, donde se encontraría con Moisés y Elías, y donde conferiría a Pedro, Jacobo y Juan las llaves del reino de los cielos.

Mientras se hallaba en esta región semi-gentil, también recibió con aprobación el testimonio de Pedro; enseñó claramente a sus íntimos acerca de su muerte y resurrección; y expulsó de un joven sufriente a un demonio particularmente maligno y feroz.

Ahora bien, los escribas y rabinos habían encontrado nuevamente a su grupo y volvían a tentarlos, atormentarlos y hostigarlos; las multitudes, al saber de su presencia, volvían a reunirse en torno a Él; y el día de su muerte en Jerusalén se acercaba. Solo había tiempo para una breve visita a Capernaum, y luego debía ir a la Ciudad Santa para celebrar la Fiesta de los Tabernáculos y cumplir ciertos actos señalados y finales, allí y en Judea y Perea, antes del día de su partida.

Así lo vemos dejando la región alrededor de Cesarea de Filipo y Dan, dejando atrás las majestuosas montañas llamadas Hermón y Líbano, y viajando por una ruta inusual y poco transitada de regreso a Capernaum. Marcos dice que el bendito grupo “partió de allí y atravesó Galilea en secreto”. La razón: “Porque no quería que nadie lo supiese”. El día de su ministerio público en Galilea había pasado. Su deseo ahora era instruir a los pocos escogidos y prepararlos para la próxima prueba y las cargas que deberían llevar cuando les tocara ocupar su lugar y representar su causa, llevando la salvación a un mundo cansado, lleno de almas espiritualmente analfabetas que preferían la mundanalidad a la piedad.

Mientras viajaban, “y permaneciendo ellos en Galilea”, Jesús volvió a tratar el asunto que más pesaba sobre su corazón, la razón principal por la cual había venido al mundo: morir y resucitar. “Haced que estas palabras penetren en vuestros corazones”, les aconsejó mientras hablaba de su próxima traición y muerte. Como si las agonías de esa hora pasaran ante su vista, dijo: “El Hijo del Hombre será entregado en manos de los hombres, y le matarán; y después de muerto, resucitará al tercer día”.

No se pretendía que el pleno significado de esta enseñanza se revelara a todos ellos en ese momento. Una comprensión completa del plan eterno que se centraba en Aquel de quien eran amigos estaba reservada para un día futuro, el día en que las mujeres que entonces oyeron sus palabras llorarían ante una tumba abierta y escucharían una voz angelical decir: “No está aquí, sino que ha resucitado. Acordaos de lo que os habló cuando aún estaba en Galilea, diciendo: Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, y que sea crucificado, y que resucite al tercer día.” (Lucas 24:6–7).

Pero por el momento, como expresa Lucas, “ellos no entendían estas palabras, y les estaban veladas para que no las comprendieran; y temían preguntarle acerca de ello.”

El pago milagroso del tributo del templo
(Mateo 17:24–27)

Jesús y sus discípulos han regresado ahora a Capernaum, y está a punto de surgir una situación que le permitirá reafirmar su filiación divina ante Pedro de una manera milagrosa. Está por realizar un milagro inusual y único, diferente a todos los que había obrado antes. Pagará un impuesto que no debe, con dinero que no ha ganado, para evitar ofender a aquellos a quienes prefiere no escandalizar. Usará su don de vidente para encontrar la moneda necesaria, y Pedro, en el proceso, perderá otra aspereza de su naturaleza impetuosa, la cual, un día, ya pulida y perfeccionada, guiará los destinos del reino terrenal.

Los que recaudaban el impuesto para el templo de Jerusalén vinieron a Pedro y le preguntaron: “¿Vuestro Maestro no paga el tributo?” O mejor dicho: “¿No paga vuestro Maestro el medio siclo?”, porque, propiamente hablando, no se trataba de un tributo. El tributo se paga a poderes extranjeros; esto era un impuesto: “medio siclo, conforme al siclo del santuario”, que todo judío mayor de veinte años debía pagar al Señor como “rescate por su alma” (Éxodo 30:11–16). Era dinero debido a Jehová; se asemejaba a los diezmos que el Señor imponía a su pueblo. Su propósito: la reparación y el mantenimiento de la Casa del Señor; el pago por los sacrificios públicos, los machos cabríos expiatorios y las vacas rojas, así como por el incienso y los panes de la proposición; y también la remuneración de los rabinos, panaderos, jueces y otros vinculados con los servicios del templo.

Ante la pregunta de los recaudadores —quienes, al parecer, la hicieron de buena fe, pues el impuesto anual llevaba casi seis meses de atraso y era costumbre de los cobradores exigir su cumplimiento—, Pedro respondió: “Sí.” “Si hubiera reflexionado un poco más—si hubiera sabido un poco más—si siquiera hubiera recordado su propia gran confesión pronunciada tan recientemente—su respuesta quizá no habría sido tan rápida. Ese dinero era, en su significado original, un rescate por el alma de cada hombre; ¿y cómo podía el Redentor, que redimió todas las almas con el rescate de su propia vida, pagar ese dinero de rescate por sí mismo? Además, era un impuesto para los servicios del templo. ¿Cómo, entonces, podía serle exigido a Aquel cuyo propio cuerpo mortal era el nuevo templo espiritual del Dios viviente? Él habría de entrar tras el velo del Lugar Santísimo con el rescate de su propia sangre. Pero pagó lo que no debía, para librarnos de aquello que nosotros debíamos, pero jamás podríamos pagar.” (Farrar, p. 406.)

Con razón, cuando Pedro entró en la casa —sin duda la suya propia, pues estaban en Capernaum— “Jesús le reprendió.” Le preguntó: “¿Qué te parece, Simón? ¿De quiénes cobran los reyes de la tierra los tributos o los impuestos? ¿De sus hijos o de los extraños?” A esto solo hay una respuesta: “De los extraños.” La respuesta de Jesús fue: “Luego, los hijos están exentos.”

¡Qué incongruente sería que el Mesías, el Hijo de Dios, pagara tributo para el mantenimiento de la Casa de su Padre, que también es la Casa del Hijo! Si incluso los príncipes terrenales están exentos de los impuestos personales, ¿no habría de estarlo mucho más el Hijo del Altísimo? Aquel que vino a dar su propia vida en rescate por todos, ciertamente no debería pagar un rescate por sí mismo. Si lo hiciera, estaría renunciando a su derecho mesiánico y declarando ser un hombre como los demás.

No obstante todo esto, Jesús dice: “Para no ofenderles, ve al mar, echa el anzuelo, y el primer pez que saques, tómalo; y al abrirle la boca hallarás una moneda; tómala y dásela por mí y por ti.”

Jesús no discutirá su filiación divina con los cobradores del impuesto. Que lo consideren un simple hombre, si así lo desean, aunque es notable que ellos dirigieran su pregunta no a Él, sino a Pedro. Todos los hombres, creyentes y no creyentes por igual, sentían respeto reverente hacia el Maestro. Así, Él paga el impuesto, pero lo hace de una manera que reafirma sus poderes distintivos y divinos, no solo ante Pedro, sino ante todos los que oigan del milagro. ¿Cómo podría alguien que no poseyera sabiduría divina idear una situación de enseñanza tan perfecta? ¿Y cómo podría alguien que no tuviera poder divino colocar la moneda en la boca del primer pez que mordiera el anzuelo de un impetuoso Pedro? Una vez más, la sabiduría es justificada por sus hijos.


Capítulo 66

El discurso sobre la mansedumbre y la humildad

Los niños pequeños son íntegros, porque no son capaces de cometer pecado. Enseña a los padres que deben arrepentirse, y ser bautizados, y humillarse como sus pequeños hijos, y todos serán salvos junto con sus pequeños hijos. Amo a los niños pequeños con un amor perfecto; y todos son iguales y partícipes de la salvación. Todos los niños pequeños están vivos en Cristo. (Véase Moroni 8:5–26).

Y los niños pequeños también tienen vida eterna. (Mosíah 15:25.)


Llegar a ser como un niño
(Mateo 18:1–5; Marcos 9:33–40; JST Marcos 9:31, 34–35; Lucas 9:46–50; JST Lucas 9:49–50)

Durante las largas y fatigantes horas de camino entre la región de Cesarea de Filipo y Capernaum, los discípulos, sin duda fuera del alcance del oído de Jesús, discutían entre ellos acerca de la cuestión del rango y la posición en el reino venidero. Tal vez ardía en ellos el fuego de los celos porque Jesús había llevado consigo solo a tres de los Doce en ocasiones especiales: a la casa de Jairo, cuando resucitó a la joven de entre los muertos, y luego a solas en las laderas del Hermón, con un propósito que los demás ni siquiera entonces comprendieron.

Quizá todavía imaginaban, hasta cierto punto, que su Mesías sería el Mesías de la expectativa judía, con una corte de cortesanos, un gabinete de ministros y un ejército de capitanes y generales. ¿Quién de ellos sería su primer ministro, su secretario de estado, o el juez principal de su tribunal? ¿Recaudaría Mateo los impuestos, guardaría Judas el tesoro, y los Hijos del Trueno—quienes pronto hablarán de hacer descender fuego del cielo sobre sus enemigos—comandarían los ejércitos? A través de todo esto, Jesús o bien no estaba al tanto, o no hacía notar aparentemente su conocimiento de las disputas entre los hermanos.

Pero ahora, de regreso en la casa de Pedro en Capernaum, lejos de las miradas curiosas y rodeado solo por aquellos a quienes ama, Jesús decide corregir sus pensamientos sobre la cuestión de posición, rango y preferencia. Aun la más leve inclinación hacia esa práctica farisaica de buscar los asientos más altos en la sinagoga debía ser eliminada. Los ojos de los discípulos debían abrirse para que comprendieran dónde reside la verdadera grandeza y qué clase de hombres debían llegar a ser, incluso para obtener una herencia en el reino de los santos.

“¿Qué discutíais entre vosotros en el camino?”, les preguntó. Hubo silencio, el silencio de la vergüenza; ninguno se atrevió a responderle. Como dice Marcos: “Ellos callaron, porque en el camino habían discutido entre sí quién de ellos sería el mayor.” Además, mientras viajaban, había surgido entre ellos una “discusión sobre quién de ellos sería el más grande”.
‘¿Quién es el mayor entre nosotros ahora, y quién reinará supremo en el reino celestial venidero? ¿Quién se sentará a su derecha y quién a su izquierda?’ Tales habían sido sus pensamientos y tales sus palabras, dando rienda suelta a los celos de sus corazones.

“Debió de ser parte de su humillación y abnegación soportarlos,” comenta Edersheim, al contrastar “esta constante autoafirmación, presunción y búsqueda carnal de prestigio, este juego judaico de ambiciones,” con “la total renuncia y sacrificio de sí mismo del Hijo del Hombre.” (Edersheim, tomo 2, p. 116.)

Jesús enseña sobre la verdadera grandeza y la humildad
(Mateo 18:1–5; Marcos 9:33–40; JST Marcos 9:31, 34–35; Lucas 9:46–50; JST Lucas 9:49–50)

Entonces Jesús dijo: “Si alguno quiere ser el primero, será el postrero de todos y el servidor de todos.” Los hombres no deben buscar asignarse a sí mismos posiciones de preeminencia, donde uno tenga mayor rango que otro, ni en este mundo ni en el venidero. La verdadera grandeza consiste en hacer de la mejor manera las cosas que son comunes a toda la humanidad. El servicio a la familia y al prójimo —en ello radica la verdadera grandeza. Es más grande ser un padre amoroso y sabio que un general poderoso o un ejecutivo influyente.

En este punto los discípulos preguntaron: “¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?” En respuesta, “Jesús llamó a un niño,” sin duda uno de los hijos de Pedro, “y lo puso en medio de ellos.” Marcos añade que tomó al niño “en sus brazos.” Y con esa escena ante ellos, Jesús declaró:

“De cierto os digo, que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.
Cualquiera, pues, que se humille como este niño, ese es el mayor en el reino de los cielos.”

Los niños pequeños —santos e inocentes, apenas salidos de la presencia de su Padre Eterno— vienen a este mundo libres de toda mancha de pecado. Están vivos en Cristo mediante la expiación, y acerca de ellos dice el Padre:

“Los niños son redimidos desde la fundación del mundo por medio de mi Unigénito; por tanto, no pueden pecar, porque no se ha dado poder a Satanás para tentar a los niños, hasta que comiencen a ser responsables ante mí.” (D. y C. 29:46–47.)

Si mueren antes de participar de los pecados y males de este mundo impío —siendo aún puros e incontaminados, y dignos de morar en la Presencia Celestial de donde vinieron— son salvos en el reino de Dios.

Los hombres responsables, para obtener la salvación, deben llegar a ser como los niños pequeños. Los poderes purificadores del evangelio deben obrar en sus vidas. El pecado y la maldad deben ser consumidos en ellos como por fuego; deben recibir el bautismo de fuego. Deben convertirse —cambiar de su estado carnal y caído a un estado de rectitud, volviendo a ser puros e inocentes como en su infancia. Tal es el estado de los herederos de salvación. Entonces serán “los mayores en el reino de los cielos”; es decir, todos los que obtengan la salvación —que es la vida eterna— serán grandes en el reino celestial, “porque no hay don mayor que el don de la salvación” (D. y C. 6:13). Todos heredarán por igual en ese reino eterno; todos serán grandes, pues poseerán y recibirán todo lo que el Padre tiene.

Así continúa Jesús: “Cualquiera que se humille como uno de estos niños y me reciba en mi nombre, a mí me recibe. Y el que me recibe, no me recibe a mí solamente, sino a aquel que me envió, al Padre.”

Recientemente vimos a Pedro reprendido por su pensamiento precipitado e impetuoso, cuando intentó disuadir al Señor de seguir el camino hacia la crucifixión. Jesús le dijo que era tropiezo para Él y que su doctrina era satánica. Ahora el amado Juan es objeto de corrección. Habiendo oído la instrucción de que debían recibir en el nombre de Cristo a todos los que se humillaran como niños, Juan confiesa: “Maestro, vimos a uno que echaba fuera demonios en tu nombre, y se lo prohibimos, porque no nos seguía.”

“No nos seguía,” o como lo expresa Lucas, “no andaba con nosotros.” No era uno de los Doce, ni del grupo íntimo de discípulos que viajaban con Jesús. Ellos habían estado disputando sobre la precedencia, debatiendo quién sería el mayor entre ellos, ¡y hallaron a otro miembro de la Iglesia —otro fiel santo del Altísimo— que también ejercía el poder de Dios! Pues “no había hombre alguno que pudiera hacer un milagro en el nombre de Jesús, si no estaba limpio de toda iniquidad” (3 Nefi 8:1). Al encontrarlo echando fuera demonios, como ellos mismos lo habían hecho, lo reprendieron, temiendo que pudiera ser mayor que ellos.

La respuesta de Jesús —en perfecta armonía con su enseñanza de recibir “en su nombre” a todos los que se humillaran— fue: “No se lo prohibáis, porque ninguno hay que haga milagro en mi nombre que luego pueda hablar mal de mí.
Porque el que no está contra nosotros, por nosotros es.

Y como añade Lucas: “No prohibáis a ninguno” que haga buenas obras en el nombre de Jesús, porque tenía muchos fieles seguidores, y cuantos más ejercieran su sacerdocio y obraran rectamente, tanto mejor.

Sobre la expulsión de los pecadores de la Iglesia
(Mateo 18:6–11; JST Mateo 18:9, 11; Marcos 9:41–50; JST Marcos 9:40–50)

Todas las cosas tienen sus opuestos. Habiendo hablado de las bendiciones que esperan a quienes reciben a sus pequeños en su nombre, Jesús ahora expone las maldiciones que caerán sobre aquellos que hagan tropezar a estos inocentes. Si, como dijo, “Cualquiera que os dé un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, de cierto os digo que no perderá su recompensa”, entonces aquellos que niegan el agua, o que dan vino y vinagre en su lugar, serán condenados.

“Todo espíritu del hombre fue inocente al principio.”

Todos comenzamos nuestra existencia preterrenal en igualdad de condiciones, aunque, a su tiempo, Lucifer y un tercio de las huestes del cielo se rebelaron. “Y habiendo Dios redimido al hombre de la caída, los hombres volvieron a ser, en su estado infantil, inocentes ante Dios.” Todos iniciamos la vida mortal en igualdad de condiciones. Ningún pecado o mancha se adhiere a un recién nacido: todos son iguales ante Dios; todos dejan su presencia para venir a la tierra; todos están preparados para regresar a ella si mueren antes de llegar a ser responsables.

Pero nuevamente, con el tiempo, el pecado y el mal entran en sus vidas:

“Y aquel inicuo viene y arrebata la luz y la verdad por medio de la desobediencia, a causa de la tradición de sus padres.”

Por eso el Señor manda a sus santos “criar” a sus “hijos en luz y verdad.” (D. y C. 93:38–40.)

Cuando Judas de Galilea encabezó una insurrección, los romanos capturaron a algunos líderes, les ataron piedras de molino al cuello y los arrojaron al mar. Tal era un método de ejecución romano en los días de Augusto. Para mostrar cuán grave es criar a los hijos en la iniquidad —enseñarles la incredulidad y la maldad “por la tradición de sus padres”— Jesús dijo:

“Y cualquiera que haga tropezar a uno de estos pequeñitos que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino, y que fuese sumergido en lo profundo del mar.”

Luego Jesús amplía sus palabras a todos sus santos, de cualquier edad:

“¡Ay del mundo por los tropiezos! Porque es necesario que vengan tropiezos; pero ¡ay de aquel hombre por quien viene el tropiezo!”

Aunque el plan de salvación requiere un tentador; aunque el hombre no puede ser salvo si no vence la oposición; aunque el Hijo de Dios debía ser traicionado con un beso de traidor, sin embargo, el tentador, el opositor, el Judas, todos sufrirán la ira de Dios. ¡Ay de ellos!

“Por tanto, si tu mano te es ocasión de caer, córtala; o si tu hermano te ofende y no se arrepiente ni abandona su pecado, será cortado.
Mejor te es entrar en la vida manco, que teniendo dos manos ir al infierno, al fuego que no se apaga, donde el gusano de ellos no muere y el fuego nunca se apaga.”

Porque es mejor entrar en la vida sin tu hermano —si él no se arrepiente— que ser arrojados ambos al fuego eterno.

Sobre cortar lo que ofende y ser salados con fuego
(Marcos 9:41–50; Mateo 18:6–11; JST Marcos 9:40–50)

Por horrible que parezca la perspectiva, es mejor serrar una pierna gangrenada y caminar por la vida con un muñón de madera que conservar la carne muerta y morir de una agonía prolongada. Así ocurre también con los miembros de la Iglesia que enseñan falsas doctrinas y fomentan prácticas impías e inmorales.

“¡Ay, ay, ay de aquellos que predican falsas doctrinas, y de todos los que cometen fornicaciones y pervierten el recto camino del Señor! —dice el Señor Dios Todopoderoso— porque serán lanzados al infierno.” (2 Nefi 28:15.)

Durante este sermón, Jesús dice: “La mano del hombre es su amigo, y su pie también; y su ojo, son los de su propia casa.”

Es mejor apartar a las personas impías de la familia de Cristo —que es la Iglesia— que, al retenerlas en comunión, destruir a quienes de otro modo habrían sido salvos. Es mejor que un alma malvada arda en los fuegos eternos de Gehena —donde ratas, gusanos y alimañas devoran los desechos—, que permitirle envenenar las almas de otros y arrastrarlos a la misma condenación.

Y nuevamente: “Si tu pie te es ocasión de caer, córtalo; porque aquel que es tu guía, por quien andas, si se convierte en transgresor, será cortado. Mejor te es entrar cojo en la vida, que teniendo dos pies ser echado en el infierno, al fuego que no se apaga.”

Los hombres no deben anclar su fe en otros. La fe se centra en el Señor Jesucristo, el único que fue perfecto. Todos los demás fallan en mayor o menor grado. La doctrina y los principios del evangelio son los que son verdaderos. Si los hombres —mortales débiles, luchadores y pecadores— fracasan y pierden sus almas, sea así; pero que otros en el reino no desciendan con ellos al infierno.

“Por tanto, que cada hombre esté o caiga por sí mismo, y no por otro, ni confiando en otro.
Buscad a mi Padre, y se os concederá en ese mismo momento aquello que pidáis, si lo pedís con fe, creyendo que recibiréis.”

Y si tu ojo —aquel que ve por ti, aquel que ha sido designado para velar sobre ti y mostrarte la luz— se convierte en transgresor y te hace tropezar, sácatelo.

“Mejor te es entrar en el reino de Dios con un solo ojo, que teniendo dos ojos ser echado al fuego del infierno.
Porque mejor es que tú seas salvo, que ser arrojado al infierno con tu hermano, donde el gusano de ellos no muere, y el fuego nunca se apaga.”

Después de enseñar a sus discípulos que la salvación viene solo a los que se convierten y se hacen como niños; después de mostrarles que la verdadera grandeza, en esta vida y en la venidera, está reservada para los que sirven a sus semejantes; después de reprender el falso celo que había prohibido a otros santos —aparte de los Doce— echar fuera demonios; después de advertir acerca de los tropiezos que vendrían entre los miembros de la Iglesia; y después de dramatizar la necesidad de cortar incluso a líderes familiares o eclesiásticos que desvían a los hombres del camino recto, para que tanto el discípulo como el maestro no caigan juntos en el infierno— después de todo esto (y ciertamente esto no es más que un breve resumen de sus enseñanzas), Jesús culmina sus palabras con una ilustración poderosa. Solo aquellos que vivían dentro del orden social judío podían comprenderla plenamente, pero nosotros podemos ponernos en su lugar y apreciar algo de la brillantez y la belleza de las palabras del Maestro.

“Porque todos serán salados con fuego”, dijo Jesús.

Esto significa: “Así como toda ofrenda era rociada con sal para su purificación, así toda alma debe ser purificada por el fuego; por el fuego, si es necesario, del más severo y terrible sacrificio propio. Que este fuego refinador y purificador del autoexamen y la autoexpiación sea el suyo.” (Farrar, p. 403.)

O, como lo expresa otro comentarista: “Cada miembro de la Iglesia será probado en todas las cosas, para ver si permanece en el convenio ‘aun hasta la muerte,’ sin importar la conducta de otros miembros de su familia o de la Iglesia. Para obtener la salvación, los hombres deben sostenerse por sí mismos en la causa del evangelio, siendo independientes del apoyo espiritual de los demás. Si algunos santos —que son la sal de la tierra— se apartan, aun así, los que hereden la vida eterna deberán permanecer fieles, teniendo sal en sí mismos y viviendo en paz unos con otros.” (Commentary 1:421.)

“Y toda ofrenda será salada con sal”, continuó Jesús.

Esto significa: “Nadie es apto para el fuego del sacrificio, ni puede ofrecer algo aceptable, a menos que primero haya sido, conforme a la ley levítica, cubierto con sal, símbolo de lo incorruptible.” (Edersheim, tomo 2, p. 121.)

Pero la sal debe ser buena.

“Y si la sal pierde su sabor, ¿con qué la sazonaréis?”
Por tanto, “tened sal en vosotros mismos y estad en paz los unos con los otros.”

“Si la sal con la que el sacrificio espiritual ha de ser purificado pierde su sabor, ¿cómo podrá sazonarse? Es decir, si vosotros mismos no sois puros ni limpios; si no os habéis elevado por encima de las cosas mundanas, incluso de vuestras disputas por grandeza; si habéis perdido el espíritu del evangelio, ¿cómo serán purificados vuestros sacrificios espirituales?”

Por eso, “tened sal en vosotros mismos”, pero no dejéis que esa sal se corrompa convirtiéndose en causa de tropiezo para otros o entre vosotros, como en la disputa del camino, o en la actitud que la originó, o al prohibir a otros obrar que no seguían con vosotros; antes bien, “estad en paz entre vosotros.” (Edersheim, tomo 1, p. 121.)

Los ángeles de los niños y la preexistencia

Para entender la siguiente declaración de Jesús, debemos mirar nuevamente el contexto teológico judío en el que fue pronunciada, con respecto a la enseñanza rabínica sobre los ángeles. Según esa creencia: “Solo los ángeles más exaltados estaban ante el rostro de Dios, dentro del velo o Pargod, mientras los demás permanecían fuera, esperando sus órdenes. El privilegio de aquellos era contemplar siempre Su Rostro y conocer directamente los consejos y mandamientos divinos.” (Edersheim 2:122.)

Así, suponemos que aún con el hijo de Pedro en sus brazos, Jesús dijo: “Mirad que no menospreciéis a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles en los cielos siempre ven el rostro de mi Padre que está en los cielos.”

Para los discípulos, esto era más que una refutación del concepto judío de que solo Miguel, Rafael, Gabriel y los grandes arcángeles estaban en la presencia divina. Las palabras “mi Padre” eran, por supuesto, un renovado testimonio de la filiación divina de Jesús, pero toda la declaración aludía a la preexistencia —quizá incluso fue una enseñanza directa de esa doctrina—, pues lo registrado puede ser solo una parte de lo que dijo. En verdad, los espíritus de todos los niños, antes de entrar en el cuerpo mortal, moran en la presencia del Padre; ven su rostro, oyen su voz y conocen sus enseñanzas. ¡Qué maldad tan grande es conducir a esos niños pequeños —nacidos con pureza angelical— hacia el pozo de la falsa doctrina y el fango de la vida mundana!

Porque el Hijo del Hombre ha venido para salvar lo que se había perdido y para llamar a los pecadores al arrepentimiento; pero estos pequeñitos no tienen necesidad de arrepentimiento, y yo los salvaré.

En este momento Jesús pronunció la parábola de la oveja perdida, poniendo el énfasis “en evitar que la oveja se pierda, en mostrar cuán preciosa es cada oveja y en cuán reacio está el Pastor a perder siquiera una.” (Commentary 1:508.)

Más adelante, en Perea, volverá a relatar la misma parábola, pero en una forma ampliada y con una aplicación completamente distinta. En esa ocasión hará de los escribas y fariseos los pastores, y será más apropiado considerar ambas versiones juntas en ese contexto posterior.


Capítulo 67

Discursos sobre el perdón y el poder de sellar

Mis discípulos, en los días antiguos, buscaron ocasión unos contra otros y no se perdonaron en sus corazones; y por esta maldad fueron afligidos y severamente castigados.

Por tanto, os digo,  que debéis perdonaros unos a otros; porque el que no perdona a su hermano sus ofensas queda condenado ante el Señor; porque en él permanece el mayor pecado. (Doctrina y Convenios 64:8–9)


Sobre perdonarse unos a otros
(Mateo 18:15–17, 21–22)

Aún estamos con Jesús, en el bendito hogar de Pedro, en la malvada ciudad de Capernaum, sobre la cual pesan terribles ayes. El Maestro continúa aconsejando nuestras almas e iluminando nuestras mentes. Algunos de nosotros hemos sido ofendidos por las palabras o acciones de nuestros compañeros discípulos, y no los hemos perdonado. Nuestros hermanos en la Iglesia —las mismas personas con quienes deberíamos estar unidos como si fuéramos una sola carne—, esos mismos hermanos han pecado contra nosotros. Oímos a Jesús decir: “Por tanto, si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano.”

La carga no recae sobre el culpable, sino sobre el inocente. Es aquel cuyas manos están limpias y cuya conciencia está en paz —no el transgresor— quien debe iniciar el proceso de reconciliación.

“No es el pecador, el transgresor o el ofensor quien debe tomar la iniciativa para restaurar la paz y la unidad entre hermanos. Si acaso lo hiciera, bien está. Pero el Señor manda al inocente, al que no tiene culpa, al que ha sido ofendido, que busque a su hermano y procure reparar la brecha. Así: Si tu hermano peca contra ti, no esperes a que se arrepienta o haga restitución; ya está algo endurecido en espíritu por la misma transgresión; más bien, ve tú a él, extiende tu mano en compañerismo, derrámale amor, y quizá ‘habrás ganado a tu hermano.’” (Commentary 1:422–423.)

Y el Señor mismo ha dicho: “Yo, el Señor, perdonaré a quien quiera perdonar, pero de vosotros se requiere perdonar a todos los hombres. Y debéis decir en vuestros corazones: —Deje que Dios juzgue entre tú y yo, y te recompense conforme a tus obras.” (Doctrina y Convenios 64:10–11.)

Continuación del discurso sobre el perdón
(Mateo 18:15–17, 21–22)

“Mas si no te oyere, toma aún contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra.”

¡Cuánto mejor es que los hermanos resuelvan sus diferencias en privado, sin recurrir a los tribunales del mundo, ni siquiera al sistema judicial de la Iglesia! Si otros llegan a conocer la ofensa, ellos mismos pueden sentirse ofendidos. El solo conocimiento de la existencia del pecado puede ser una invitación a cometerlo.

“Y si no los oyere, dilo a la iglesia; y si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano.”

Aun si un asunto debe ser presentado ante la Iglesia, ante el cuerpo organizado de creyentes que conforman el reino terrenal, no debe exponerse ante toda la congregación. El Señor reveló la manera correcta de proceder: “Si tu hermano o hermana te ofende, tómalo entre él o ella y tú solos; y si confiesa, serás reconciliado. Y si no confiesa, entrégalo a la iglesia, no a los miembros, sino a los élderes. Y se hará en una reunión, y no delante del mundo.” (Doctrina y Convenios 42:88–89.)

Así, si todo lo demás falla, y la ofensa es lo suficientemente grave, no queda otra alternativa que retirar al hermano transgresor las bendiciones del compañerismo con los santos y de la membresía en el reino terrenal. Debe ser excomulgado y separado de la hermandad de Cristo, llegando a ser, en consecuencia, como el gentil y el publicano.

La reacción de Pedro ante esto fue típicamente judía. El judaísmo rabínico enseñaba que el ofensor debía iniciar el proceso de reconciliación con su hermano, y que el perdón no debía otorgarse más de tres veces a un mismo ofensor. Aún sin estar encendido por el fuego del Espíritu Santo, Pedro formuló una pregunta que él creía representaba una norma mucho más generosa que la de los rabinos: “Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete veces?”

Jesús le respondió: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.”

Es decir, no hay límite al número de veces que se debe perdonar. El perdón no es cuantitativo, sino cualitativo. Perdona y serás perdonado, porque vendrá el día en que el Señor “medirá a cada hombre según la medida con que haya medido a su semejante.” (Doctrina y Convenios 1:10.)

Sobre el poder de sellar
(Mateo 18:18)

“De cierto os digo, que todo lo que atéis en la tierra será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra será desatado en el cielo.”

En algún momento después de que Jesús y los Tres descendieron de las laderas del Hermón, y antes de que estas palabras fueran pronunciadas en Capernaum, los demás apóstoles —los otros nueve— recibieron también las llaves del reino de los cielos. Estas llaves constituían el derecho y poder de la presidencia plena: el derecho y poder de dirigir todos los asuntos del reino de Dios en la tierra, y el derecho y poder de atar y desatar en la tierra y en el cielo.

¡Cuán maravillosos son los caminos de Aquel de quien Isaías profetizó: “Y se llamará su nombre Admirable”! (Isaías 9:6). En el monte santo, asistido por Moisés, Elías y posiblemente otros mensajeros celestiales, Cristo confirió sobre la Primera Presidencia de su Iglesia terrenal todas las llaves y poderes necesarios para gobernar el reino de Dios en la tierra y sellar a los hombres para vida eterna en el reino celestial.

Luego Él y los Tres —actuando, podemos suponer, en plena armonía— confirieron esas mismas llaves y poderes a los demás apóstoles, todos los cuales (excepto Judas) los usarían para la salvación y exaltación de la humanidad.

¡Cuán gloriosa es la voz que oímos desde los cielos! Las llaves y los poderes de sellar están ahora en manos mortales. Hombres mortales pueden decir a sus semejantes: “Te sellamos para que te levantes en la mañana de la primera resurrección, revestido de gloria, inmortalidad y vidas eternas; te sellamos para que pases por los ángeles y los dioses que guardan el camino, y entres en la plenitud de la gloria de Aquel que está en todas las cosas, y por todas las cosas, y alrededor de todas las cosas, aun Dios, que se sienta en su trono eterno. Te sellamos para que seas coheredero con el Heredero Natural, y heredes, recibas y poseas como Él, y te sientes con Él en su trono, así como Él se sienta con su Padre en el Gran Trono Blanco.”

¡El poder de sellar! El poder apostólico poseído por Adán y por todos los antiguos; el don celestial disfrutado por Enoc, Abraham y Elías; el poder del Gran Dios sin el cual el hombre no puede ascender a alturas más allá de las estrellas. Ese poder reside ahora en todos los Doce: no solo en Pedro, a quien se le prometió; ni únicamente en los Tres Escogidos, que lo recibieron por ministración angelical en el monte de la Transfiguración, sino en todos los Doce.

Ciertamente, las llaves son el derecho de presidencia, y solo un hombre sobre la tierra puede ejercerlas en su plenitud eterna en un momento dado; pero todos los demás poseedores de estas llaves pueden ejercerlas bajo la dirección del apóstol mayor del Señor en la tierra.

Y así, Jesús tiene ahora a sus Doce —hombres santos que poseen las llaves y el poder de sellar; hombres santos, cualquiera de los cuales puede presidir y dirigir los asuntos de la Iglesia; hombres santos que ahora sellarán y desatarán a ambos lados del velo, reteniendo o remitiendo los pecados según lo que les parezca bien a ellos y al Espíritu Santo.

Sépase, pues, que con la concesión de estas llaves y poderes, la Iglesia de Jesucristo para la Dispensación del Meridian de los Tiempos quedó debidamente organizada y establecida, y que todas las cosas pueden ahora avanzar conforme a la voluntad de Aquel a quien pertenece el reino.

Sobre la fe y la unidad
(Mateo 18:19–20; JST Mateo 18:19)

“Otra vez os digo, que si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquier cosa que pidieren, que no pidan mal, les será hecho por mi Padre que está en los cielos.
Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.”

Casi no podemos imaginar las maravillas y prodigios que acompañarían la obra del Señor en la tierra si todos los que participan en ella estuvieran perfectamente unidos, con una misma mente y un mismo propósito. Él mismo declaró: “Sed uno; y si no sois uno, no sois míos.” (Doctrina y Convenios 38:27.)

Nuestras almas apenas pueden concebir los dones y bendiciones que serían derramados sobre cada uno de nosotros individualmente si poseyéramos la fe que está a nuestro alcance recibir.

“Por la fe pueden alcanzarse todos los justos deseos de los santos. No hay límites para el poder de la fe: nada es demasiado difícil para el Señor. La oración es el medio de comunicación mediante el cual las súplicas de los santos son presentadas a su Padre Eterno. ‘Debéis orar siempre al Padre en mi nombre,’ dijo Jesús a los nefitas, ‘y todo cuanto pidáis al Padre en mi nombre, que sea justo, creyendo que recibiréis, he aquí, os será concedido.’” (Commentary 1:427.)

Ahora Jesús enseña a los Doce que si dos de ellos están unidos —“para que no pidan mal”— el Padre concederá su petición. Y así como con los Doce, también con todos los santos: no hay don espiritual ni investidura celestial otorgada a los apóstoles que no pueda fluir, conforme al mismo principio de obediencia y fe, hacia el más pequeño y último de los discípulos.

Jesús, mediante el poder de su Espíritu, siempre estará presente aun cuando solo dos o tres de sus verdaderos creyentes se reúnan en su nombre.

Si los santos desean ser guiados, preservados y fortalecidos por el poder del Espíritu Santo, deben suplicar al Señor con unidad y fe, y su petición será concedida. Si desean la vida eterna en el reino de Dios, pídanlo con fe, sin dudar nada, y se les concederá. Si desean nuevas revelaciones del Señor por medio de la voz de su profeta, hagan conocer sus peticiones en unidad, y el Señor desatará la lengua y abrirá los ojos espirituales de aquel que preside su reino terrenal.

Dios concede a su pueblo conforme a sus deseos, y su promesa a los Doce y a todos los santos es: “Si estáis purificados y limpios de todo pecado, pediréis lo que queráis en el nombre de Jesús, y se hará.” (Doctrina y Convenios 50:29.)

Parábola del siervo despiadado
(Mateo 18:23–35; JST Mateo 18:26–27)

Después de enseñar a sus discípulos la norma del evangelio que exige a los hombres perdonarse unos a otros sus ofensas, y después de decirle a Pedro que, contrariamente a los estándares rabínicos, no existe límite en el número de veces que los hermanos deben perdonarse mutuamente, Jesús relató la parábola del siervo despiadado. Esta parábola ilustra la gloriosa verdad de que: “Así como la Deidad perdona a los hombres la deuda inconmensurable que le deben, así también los hombres deben perdonar a sus semejantes las deudas relativamente pequeñas que surgen cuando los hermanos pecan unos contra otros.” (Commentary 1:428.)

Parte de toda petición al Señor para obtener perdón incluye la promesa —expresada o no— de perdonar, a su vez, a nuestros semejantes.

El rey y su siervo

“Por lo cual,” es decir, a la luz de todo lo que les he dicho sobre el perdón, “el reino de los cielos es semejante a un rey,” dijo Jesús, “que quiso hacer cuentas con sus siervos.”

El reino de los cielos aquí mencionado es la Iglesia, el reino de Dios en la tierra, el reino terrenal que prepara a los hombres para heredar el reino celestial. El Rey es el Señor mismo —el Rey celestial y terrenal— aquel que reina supremo sobre todas sus criaturas, pero a quien los miembros de su reino terrenal deben una lealtad especial y personal. Sus siervos son los miembros de su Iglesia, y especialmente aquellos que han sido llamados a posiciones de confianza y responsabilidad. Aunque todos los santos rendirán cuentas de su mayordomía, los que han sido puestos para guiar a otros tienen una relación fiduciaria con el Rey, una relación que requiere ejercer rectitud y misericordia.

“Y comenzando a hacer cuentas, le fue presentado uno que le debía diez mil talentos.”

Este siervo debía ser un alto y confiable oficial del reino, tal vez uno de los ministros del rey, encargado de recaudar tributos o custodiar tesoros. Un talento de plata equivalía aproximadamente a mil doscientos dólares, un talento hebreo casi al doble, y un talento de oro a unas veinticinco veces más. Su deuda, por lo tanto, equivaldría a doce, veinticuatro o hasta trescientos millones de dólares, según el caso: una suma que simboliza la deuda infinita que el pueblo del Señor —y en especial sus siervos— tienen con Él.

“Y como no tuvo con qué pagar, su señor mandó venderle, y a su mujer, e hijos, y todo cuanto tenía, para que se le pagase.”

Su deuda infinita debía pagarse mediante sufrimiento personal, conforme a la ley de Moisés. (Éxodo 22:3; Levítico 25:39, 47.) No se trata de una aprobación de la esclavitud, sino de una descripción del orden legal común en la antigüedad.

“Entonces aquel siervo, postrándose, le suplicaba, diciendo: Señor, ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo. Y el señor de aquel siervo, movido a misericordia, le soltó y le perdonó la deuda.”

Edersheim comenta: “No podría hacerse una representación más exacta de nuestra relación con Dios. Somos deudores de nuestro Rey celestial, quien nos ha confiado la administración de lo suyo y de lo cual nos hemos apropiado o abusado, incurriendo en una deuda inmensa e impagable, cuyo justo resultado sería esclavitud eterna y ruina total. Pero si, en humilde arrepentimiento, nos postramos a sus pies, Él está dispuesto, en infinita compasión, no solo a librarnos del castigo merecido, sino —¡oh, bienaventurada revelación del Evangelio!— a perdonarnos la deuda.” (Edersheim, tomo 2, p. 295.)

Y agrega: “Esta nueva relación con Dios debe ser el fundamento y la regla de nuestra nueva relación con nuestros consiervos.”

El siervo despiadado

“Pero saliendo aquel siervo, halló a uno de sus consiervos que le debía cien denarios.”

Una suma ínfima —una fracción diminuta en comparación con millones—, y sin embargo, “echándole mano, le ahogaba, diciendo: págame lo que me debes.” No hay aquí compasión ni misericordia, sino codicia y dureza.

“Entonces su consiervo, postrándose a sus pies, le rogaba, diciendo: ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo.”

¡Las mismas palabras que el siervo despiadado había pronunciado ante su rey!

“Mas él no quiso, sino fue y le echó en la cárcel hasta que pagase la deuda.”

Siempre son los pecadores los que buscan encarcelar a quienes pecan contra ellos. Los que tienen sus corazones afinados al evangelio siguen el consejo de Pablo: “Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado.” (Gálatas 6:1.)

“Y viendo sus consiervos lo que pasaba, se entristecieron mucho, y fueron y contaron a su señor todo lo sucedido.”

¡Cuán apropiado es que los santos intercedan ante el trono de la gracia por el bienestar de sus consiervos!

“Entonces, llamándole su señor, le dijo: Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné porque me rogaste. ¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti?”

“Y enojado su señor, le entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que debía.”

Así será también con el Rey Eterno y sus siervos. Tarde o temprano todos deberán rendir cuentas; todos pasarán por pruebas y tentaciones; todos recibirán misericordia o justicia según lo que hayan hecho.

“La misericordia es para los misericordiosos; la justicia, la retribución y el castigo recaen sobre los que han tratado con dureza a sus consiervos.”
“Con la medida con que medís, se os medirá.” “Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.” (Commentary 1:429.)

“Así también hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a su hermano sus ofensas.”

Los hombres son deudores de Dios por todo lo que tienen y son: por la vida misma, por las experiencias de la mortalidad, por el pan, el abrigo y el refugio; por la redención del pecado y por la esperanza de la vida eterna en su presencia. Estas y todas las demás deudas con la Deidad están en un registro que jamás podrá marcarse como “pagado”.

Como enseñó el rey Benjamín: “En primer lugar, os ha creado y os ha conservado vuestras vidas, por lo cual sois deudores con Él.
Y en segundo lugar, os manda que hagáis lo que Él os manda; y si lo hacéis, os bendice inmediatamente; y por tanto, os paga. Mas aun así sois deudores, y lo seréis para siempre jamás.” (Mosíah 2:23–24.)

Así, el mensaje de la parábola es claro: el perdón divino requiere que también nosotros perdonemos sin medida ni condición.


Capítulo 68

Jesús envía a los setenta

Y Jehová dijo a Moisés: Reúneme setenta hombres de los ancianos de Israel, que tú sabes que son ancianos del pueblo y oficiales sobre ellos; . . . Y tomaré del espíritu que está sobre ti, y pondré en ellos; y llevarán contigo la carga del pueblo, para que no la lleves tú solo. (Números 11:16–17.)


Los Setenta: Su posición y poder

¿Qué hay de los Setenta? ¿Quiénes son y cómo encajan en el plan eterno de las cosas? El hecho de que su misión y ministerio sean desconocidos entre las sectas de la cristiandad es una de las grandes evidencias de la oscuridad apóstata que envuelve a aquellos que se llaman a sí mismos por el nombre de Aquel que llamó a los Setenta para que fueran testigos especiales de ese mismo nombre. Así como sucede con los apóstoles, así también con los setenta: donde ellos sirven y ministran, allí está la Iglesia y el reino de Dios en la tierra; y donde no están, no existe el reino terrenal de ese Rey que prepara a sus súbditos para morar con Él en un reino celestial.

Así como fue con Moisés en la antigüedad, así fue con el Profeta semejante a Moisés en la meridiana dispensación del tiempo. Ambos tuvieron su grupo de Doce y su grupo de Setenta; y si tuviéramos los relatos escriturales completos, se supone que sabríamos que en ambas dispensaciones estos oficiales poseían poderes semejantes y ministraban de manera similar. Sabemos que los Doce en los días de Moisés fueron escogidos —uno de cada tribu— para gobernar sobre sus hermanos; que eran “los príncipes de Israel, cabezas de la casa de sus padres, … los príncipes de las tribus”, quienes en los días de Josué fueron llamados “los príncipes de la congregación.” Fueron sus ofrendas las que se usaron para dedicar el altar en el tabernáculo de la congregación, y sus nombres se registran en el Santo Libro como Nahsón, Netanel, Eliab, Elizur, Selumiel, Eliasaf, Elisama, Gamaliel, Abidán, Ahiezer, Pagiel y Ahira. (Números 7; Josué 9:15.)

También sabemos que, cuando más adelante Moisés necesitó ayuda adicional para llevar las cargas del ministerio, se le mandó que escogiera de entre los ancianos de Israel a setenta hombres: hombres sabios, de renombre, a quienes conocía como líderes, para que pudieran “llevar con él la carga del pueblo”. Sabemos que este fue un acontecimiento de tal trascendencia que Jehová mismo descendió, se reunió con los Setenta y derramó su Espíritu sobre ellos, de modo que “profetizaron y no cesaron”. En esa ocasión, Eldad y Medad —los únicos dos de los Setenta cuyos nombres se mencionan— profetizaron en el campamento, y Moisés pronunció su gran proclamación: “¡Ojalá todo el pueblo de Jehová fuese profeta, y que Jehová pusiera su espíritu sobre ellos!” (Números 11.)

Estos setenta son aquellos que, junto con Moisés, Aarón, Nadab y Abiú, “vieron al Dios de Israel” cuando se manifestó en gloria y majestad, convirtiéndose así en testigos especiales de su santo nombre. (Éxodo 24:9–11.) Se supone que el Gran Sanedrín de los días de Jesús, con sus setenta miembros y poderes judiciales, fue una continuación o un desarrollo de este antiguo cuerpo administrativo.

En nuestra dispensación, los primeros Doce y los primeros Setenta fueron escogidos de entre aquellas almas probadas y fieles que habían puesto todo sobre el altar durante la marcha del campamento de Sion.
De estos dos grandes concilios, ambos operando como sus contrapartes antiguas, nuestras revelaciones declaran:

“Los doce consejeros viajeros son llamados a ser los Doce Apóstoles, o testigos especiales del nombre de Cristo en todo el mundo. […] Los Setenta también son llamados a predicar el evangelio y a ser testigos especiales ante los gentiles y en todo el mundo. […] Los Doce son un Consejo Viajero Presidente, para oficiar en el nombre del Señor, bajo la dirección de la Presidencia de la Iglesia, conforme a la institución del cielo; para edificar la Iglesia y regular todos los asuntos de la misma en todas las naciones, primero entre los gentiles y luego entre los judíos. Los Setenta han de actuar en el nombre del Señor, bajo la dirección de los Doce o del Consejo Viajero Presidente, en la edificación de la Iglesia y en la regulación de todos los asuntos de la misma en todas las naciones, primero entre los gentiles y luego entre los judíos. […] Es deber del Consejo Viajero Presidente llamar a los Setenta cuando necesiten ayuda, para que cumplan con los diversos llamamientos de predicar y administrar el evangelio, en lugar de cualquier otro.” (Doctrina y Convenios 107:23–38).

Jesús nombra a otros setenta
(Lucas 9:57–62; 10:1; Mateo 8:19–22)

Jesús —aún en Galilea, pero a punto de partir hacia Judea— está por designar a “otros setenta” y enviarlos “de dos en dos delante de su rostro, a toda ciudad y lugar adonde él había de ir”.
Serán heraldos de salvación, testigos escogidos que salen para preparar a un pueblo para la venida del Señor. Así como Juan el Bautista alzó su voz en doctrina y testimonio para preparar a todo Israel para el Venidero, así también los apóstoles y los setenta, llamados por Aquel que ya había venido, ahora salen a enseñar y testificar que Él ha venido y ministra entre ellos.

¿Qué dicen los Setenta? “Abandonen sus viñedos y campos; dejen sus redes y arados; bajen sus herramientas. Vengan a la sinagoga; únanse a las congregaciones en las calles y en la plaza del mercado. Él está aquí; presten atención a su voz; Él es el Mesías de quien testificó Juan. La salvación está en Él. Deben creer en sus palabras y vivir su ley para obtener la vida eterna. Unimos nuestro testimonio al de Pedro y los Doce. Vengan y escuchen; crean en el mensaje del evangelio; este es aquel de quien hablaron Moisés y los profetas. La hora está cerca. Él es el Hijo de Dios.”

Cuando Jesús escogió a “los primeros setenta” no lo sabemos con certeza, pero suponemos que fue en la época en que llamó a los Doce o poco después. En nuestra dispensación, los Doce y “los primeros setenta” fueron llamados en febrero de 1835. En la era mosaica, los doce príncipes de Israel ya estaban regulando los asuntos de sus tribus antes de que los setenta ancianos fueran escogidos para compartir con ellos y con Moisés las cargas del reino. Podemos suponer que los Setenta estuvieron sirviendo en la dispensación meridiana casi desde el mismo tiempo que los apóstoles; pero solo ahora, cuando el gran testimonio final de Cristo se da en Galilea, el relato hace mención explícita de su ministerio. Hasta entonces, el énfasis —con razón— había estado en los Doce, que ministraban, enseñaban y recibían las llaves del reino. Ahora, a medida que el reino se expande, los Setenta son identificados, instruidos y dotados de poder apostólico.

Lucas nos dice que, antes de la selección de estos “otros setenta”, Jesús habló de manera directa y clara a tres personas diferentes sobre el servicio en el reino.
Estos fueron:
— El escriba que se ofreció a seguir al Maestro dondequiera que fuese, a quien se le dijo: “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza.”
— El discípulo indeciso que, habiendo sido llamado al ministerio, pidió permiso para ir primero a enterrar a su padre, y a quien se le dijo: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; y tú, ve y anuncia el reino de Dios.”
— Y finalmente, el discípulo que deseaba despedirse de sus seres queridos en casa, y a quien se le dijo: “Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios.”

Hemos considerado estos mismos incidentes, o casi idénticos, en relación con el apaciguamiento de la tempestad en el mar de Galilea, que es el contexto en el cual Mateo los sitúa (véase Libro 2, capítulo 51). Sin embargo, si estos eventos fueron un preludio inmediato al llamamiento de más Setenta, entonces las personas involucradas pudieron haber estado entre los llamados a este apostolado, y los sucesos mencionados fueron parte de la preparación y prueba que los calificó para sus elevadas responsabilidades ministeriales.

Con referencia al discípulo que quiso enterrar a su padre antes de dedicarse al ministerio al cual había sido llamado, Edersheim comenta: “Nos sentimos moralmente seguros de que, cuando Cristo llamó a este discípulo a seguirle, sabía perfectamente que en ese mismo momento su padre yacía muerto. Así, lo llamó no solo al desamparo —para lo cual quizá ya estaba preparado—, sino también a dejar de lado aquello que tanto el sentimiento natural como la Ley judía imponían como el deber más sagrado. […]
Hay deberes más elevados que los de la Ley judía o incluso los del respeto natural, y hay un llamamiento más alto que el de los hombres. No cabe duda de que Cristo tenía aquí en mente el inminente llamamiento de los Setenta —de los cuales este discípulo sería uno— para ir y predicar el reino de Dios. Cuando llega el llamamiento directo de Cristo a alguna obra, […] todo otro llamamiento debe ceder el paso. Pues los deberes no pueden estar en conflicto, y este deber, concerniente a los vivos y a la vida, debe tener prioridad sobre aquel que concierne a la muerte y a los muertos. […] Hay momentos críticos en nuestra historia interior en los cuales posponer el llamamiento inmediato equivale realmente a rechazarlo; cuando ir a enterrar al muerto —aunque sea un padre muerto— sería morir nosotros mismos.” (Edersheim, tomo 2, p. 133).

Los Setenta: Su Encargo y Comisión
(Lucas 10:2-11, 16; JST Lucas 10:2, 7, 17)

Estos setenta —habiendo sido llamados por Dios, como lo fue Aarón; habiendo sido ordenados y apartados para sus altas y santas llamamientos, ya sea por el mismo Jesús o por miembros de los Doce bajo su dirección; habiendo recibido así una comisión divina para ser testigos especiales del Santo Nombre— ahora son enviados al servicio misional. Salen como representantes del Señor Jesucristo. Se hallan en su lugar y en su nombre al ministrar salvación a los hijos de los hombres. Sus palabras son sus palabras; sus actos son sus actos; la atención que los hombres les prestan es la misma atención que habrían prestado al propio Mesías.

El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia; y el que me desprecia a mí, desprecia al que me envió.

¡Qué cosa tan sobrecogedora es cuando los siervos del Señor se presentan ante el pueblo para enseñar la palabra de verdad! Es como si el Señor mismo estuviera allí, porque sus palabras, habladas por el poder del Espíritu Santo, son sus palabras. Y así vemos ahora a estos setenta salir, con poder apostólico, a predicar a Jesucristo y a este crucificado. Y así como había sido con los Doce, bajo cuya dirección ahora servían, así sería también con ellos.

Jesús entonces dijo: “A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos; rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies.” ¡Ojalá hubiera obreros suficientes para predicar a todos los que quisieran escuchar! Siempre —excepto en los días de Noé, cuando toda carne se había corrompido delante del Señor— ha habido más almas receptivas que ministros para enseñarles las verdades de la salvación. Aquellos que tienen deseos de servir a Dios siempre son llamados a su ministerio, y cada misionero se esfuerza por traer almas al reino para que los nuevos conversos, a su vez, puedan llevar las buenas nuevas de salvación a otros de los hijos de nuestro Padre.

“Id; he aquí, yo os envío como corderos en medio de lobos.” ‘Vosotros sois las ovejas de mi redil. Yo, el Buen Pastor, os he llamado de los desiertos del mundo al redil de Sion; ahora os envío entre los lobos de la maldad para guiar a otras ovejas a mi redil.’

No llevéis bolsa, ni alforja, ni calzado.
—“Tened fe. Confiad en vuestro Padre que está en los cielos; Él cuidará de vuestras necesidades. No os dejéis cargar por posesiones mundanas; vuestra misión es más importante que cualquier preocupación temporal.”

Y a nadie saludéis por el camino.
—“Vuestra misión es urgente. Ocupaos en los asuntos de vuestro Padre; no os detengáis en el camino para entablar o renovar amistades personales.”

Y en cualquier casa donde entréis, primeramente decid: Paz sea a esta casa. Y si hubiere allí algún hijo de paz, vuestra paz reposará sobre él; y si no, se volverá a vosotros.
—“Habéis sido enviados a predicar el evangelio de paz; vuestro mensaje asegura a los hombres la paz en este mundo y la vida eterna en el venidero. Si aquellos a quienes predicáis son dignos de oír vuestras palabras, hallarán paz y descanso para sus almas; de lo contrario, la paz que el evangelio otorga será solo vuestra y no llegará a sus vidas.”

Y en cualquier casa donde os reciban, comed y bebed de lo que os pongan delante; porque el obrero es digno de su salario. No vayáis de casa en casa. Y en cualquier ciudad donde entréis y os reciban, comed lo que os sirvan.
—“Aquellos que crean considerarán un privilegio atender vuestras necesidades. Su recompensa será escuchar mis palabras de vuestros labios. No busquéis ser agasajados ni recibir banquetes en las casas de los ricos; comed el alimento común del pueblo. Predicad y recibid sustento en los hogares de los que sean receptivos.”

Y sanad a los enfermos que en ella haya, y decidles: El reino de Dios se ha acercado a vosotros.” ¡Sanad a los enfermos! Estas señales seguirán a los que creen. Entre los verdaderos santos siempre se hallan milagros de sanidad. Los verdaderos ministros, investidos con poder de lo alto, siempre andan en la senda de Jesús y hacen las cosas que Él hizo. Decid a los fieles: “Sois ciudadanos del reino terrenal, que es la Iglesia, y herederos del reino celestial, que se halla en los mundos de gloria.”

Mas en cualquier ciudad donde entréis, y no os reciban, salid a sus calles y decid: Aun el polvo de vuestra ciudad, que se ha pegado a nosotros, lo sacudimos contra vosotros; pero sabed esto: que el reino de Dios se ha acercado a vosotros.” Así como las bendiciones acompañan la predicación del evangelio, también lo hacen las maldiciones. Aquellos que creen y obedecen son bendecidos eternamente; pero los que endurecen sus corazones, rechazan la verdad y continúan andando en los caminos del mundo serán condenados.

La Condenación de la Incredulidad
(Lucas 10:12–15; JST Lucas 10:12–16; Mateo 11:20–24)

¡Cuán terrible es —cuán temible y condenatorio; cuán cargado de las más desastrosas consecuencias— que los hombres rechacen la verdad revelada que podría salvarlos! Es bastante grave vivir en la oscuridad espiritual cuando el sol del evangelio no brilla, y ser privados del privilegio de andar en la luz; pero es mucho peor ver brillar el sol, apartarse de la luz del evangelio y caminar voluntariamente en el abismo oscuro del pecado.

Los setenta ahora han de salir y llevar la luz del evangelio a un pueblo que mora en tinieblas. El efecto de su predicación será el mismo que el de sus modernos homólogos ministeriales, a quienes el Señor dice: “De cierto, de cierto os digo: los que no creen en vuestras palabras, ni son bautizados en agua en mi nombre, para la remisión de sus pecados, para que reciban el Espíritu Santo, serán condenados y no vendrán al reino de mi Padre, donde mi Padre y yo estamos. Y esta revelación para vosotros, y este mandamiento, están en vigor desde esta misma hora sobre todo el mundo, y el evangelio es para todos los que no lo han recibido.” (Doctrina y Convenios 84:74–75)

Y así, con referencia a cualquier ciudad que rechazara a los setenta y su testimonio de la verdad revelada, Jesús dijo: “Os digo que en aquel día será más tolerable para Sodoma que para esa ciudad.”

Entonces comenzó a reprender a la gente de todas las ciudades donde se habían hecho sus grandes obras, y que no lo habían recibido, diciendo: “¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, hace tiempo que se habrían arrepentido en cilicio y ceniza. Por tanto, en el día del juicio será más tolerable para Tiro y Sidón que para vosotras.”

Y en cuanto a su propia ciudad, el lugar donde moraba en la casa de Pedro, exclamó: “Y tú, Capernaúm, que eres levantada hasta el cielo, hasta el infierno serás abatida; porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que se han hecho en ti, habría permanecido hasta el día de hoy.”

Mateo declara que estas palabras de reprensión fueron pronunciadas “contra las ciudades en las cuales se habían hecho la mayoría de sus milagros, porque no se habían arrepentido”. ¡La mayoría de sus milagros! ¡Cuán poco sabemos del ministerio mortal de Jesús! Sabemos de un ciego que fue sanado en Betsaida y de varios milagros realizados en Capernaúm, pero Corazín ni siquiera se menciona en otra parte de las Escrituras; y si no fuera por la declaración aquí citada, ni siquiera sabríamos que tal ciudad existió alguna vez.

Tiro y Sidón eran famosos puertos marítimos gentil-fenicios, conocidos por su decadencia moral y su degeneración espiritual. Sodoma descendió a profundidades tan depravadas en los días de Abraham, que el Señor hizo llover fuego y azufre sobre ella y destruyó a toda criatura viviente dentro de sus muros. Su mismo nombre fue y sigue siendo el símbolo de todo lo vil, lo perverso, lo lascivo y lo impúdico del mundo. Sin embargo, el juicio destinado eternamente para los habitantes de esas fortalezas gentiles será más tolerable que el de las ciudades de Israel que rechazaron a su Rey. En verdad, “más tolerable será para los gentiles en el día del juicio” que para las casas y ciudades que rechazan a los siervos del Señor (Doctrina y Convenios 75:18–22). ¿Por qué? Por la ley eterna que declara: “Porque de aquel a quien mucho se da, mucho se requiere; y el que peca contra mayor luz recibirá mayor condenación.” (Doctrina y Convenios 82:3).

Así llegamos, en nuestro estudio reverente y guiado por el Espíritu de la única vida que trajo esperanza y vida a un mundo desesperado y moribundo, al punto en que Aquel ha sido completamente rechazado por los suyos en Galilea. Ha sido rechazado en la Galilea de los gentiles; en Galilea, donde la sangre israelita había participado de la incredulidad gentil —“Porque no todos los que descienden de Israel son Israel” (Romanos 9:6)—; en Galilea, donde los corazones de piedra se negaron a recibir su mensaje, un mensaje presentado con tal poder que, si hubiera sido dado de igual manera en aquellos centros de iniquidad e inmoralidad entre los antiguos paganos, el pueblo habría creído y se habría arrepentido.

“Galilea lo había rechazado, como también lo había hecho Judea. En un lado del lago que Él amaba, una multitud entera, en unánime petición, le rogó que se apartara de sus costas; en el otro, intentaron vanamente amargar sus últimos días entre ellos con una miserable conspiración para asustarlo y hacerlo huir.

En Nazaret, el dulce pueblo montañoso de sus días infantiles —en Nazaret, con todos sus felices recuerdos de su amada niñez y del hogar de su madre—, lo trataron con tal violencia e injuria que no pudo volver allí.

Y aun en Corazín, en Capernaúm y en Betsaida —en aquellas orillas edénicas del lago de plata, en la verde y deliciosa llanura cujos campos recorrió con sus apóstoles, realizando obras de misericordia y pronunciando palabras de amor—, incluso allí amaron más los sepulcros blanqueados de una santidad farisaica y las superficiales tradiciones de un ceremonial levítico, que la luz y la vida que les había sido ofrecida por el Hijo de Dios.”

“Se alimentaban de cenizas; un corazón engañado los había desviado. Sobre muchas de las grandes ciudades de la antigüedad —sobre Nínive y Babilonia, sobre Tiro y Sidón, sobre Sodoma y Gomorra— había caído la ira de Dios; y sin embargo, aun Nínive y Babilonia habrían humillado sus espléndidas idolatrías, Tiro y Sidón se habrían apartado de sus codiciosas vanidades, sí, aun Sodoma y Gomorra se habrían arrepentido de sus impuros deseos, si hubieran visto las poderosas obras que se hicieron en estas pequeñas ciudades y aldeas del mar de Galilea.” (Farrar, pp. 450–453)

No debemos dejar esta parte de nuestro relato sin mencionar cómo la desolación y la muerte, en unos pocos años, alcanzaron a las ciudades malditas de Galilea. ¿Y no fue acaso este castigo temporal un tipo y sombra del destino espiritual que aguarda a los rebeldes de Israel cuando comparezcan ante el tribunal de Aquel cuyas justas sentencias juzgarán a todos según las obras hechas en la carne?

“¡Ay de ti, Corazín, Betsaida y Capernaúm —ciudades de Israel que rechazaron a su Rey! ¡Ay de ti!”

Tal como el decreto divino lo pronunció, así fue; tal como el juicio celestial fue emitido, así cayeron las desgracias.

“Sobre toda esta tierra —y sobre esta región más que ninguna otra— ha caído el ay. Aún exquisita en su hermosura, ahora es desolada y peligrosa. Las aves todavía cantan en incontables millares; las aves acuáticas aún juegan sobre el lago cristalino; los arroyos fluyen desde las colinas vecinas ‘llenando sus senos de perlas y sembrando su camino de esmeraldas’; las hierbas aromáticas aún son fragantes cuando el pie las aplasta, y los altos adelfos llenan el aire con su delicado perfume como antaño; pero los viñedos y huertos han desaparecido; las flotas y barcas de pesca han dejado de cruzar el lago; el bullicio de los hombres se ha silenciado; el flujo del comercio próspero ha cesado.

Los mismos nombres y lugares de las ciudades han sido olvidados; y donde antes resplandecían, brillantes y populosas, proyectando sus sombras sobre las aguas bañadas por el sol, ahora hay montículos grises donde incluso las ruinas son demasiado ruinosas para distinguirse.
Una sola palmera solitaria, junto a una calle miserable de chozas —degradadas y horribles más que ninguna otra, aun en Palestina— marca todavía el sitio y recuerda el nombre de aquel pequeño pueblo donde vivió aquella mujer pecadora y penitente que una vez lavó los pies de Cristo con sus lágrimas y los secó con los cabellos de su cabeza.”

“Y la misma generación que lo rechazó fue condenada a recordar, en amarga y estéril agonía, aquellos días pacíficos y felices del Hijo del Hombre. Apenas habían transcurrido treinta años cuando la tormenta de la invasión romana estalló con furia sobre aquella tierra sonriente. Quien lo desee puede leer en La guerra de los judíos de Josefo los horrendos detalles de la matanza que diezmó las ciudades de Galilea, y que arrancó al propio historiador la repetida confesión de que ‘ciertamente fue Dios quien trajo a los romanos para castigar a los galileos’, y expuso al pueblo de ciudad tras ciudad ‘a ser destruido por sus sangrientos enemigos.’

‘Inmediatamente después del célebre pasaje en el que describe el lago y la llanura de Genesaret como “la ambición de la naturaleza”, sigue la descripción de aquella terrible batalla naval en esas aguas resplandecientes, en la que el número de los muertos, incluyendo los que perecieron en la ciudad, fue de seis mil quinientos. Cientos fueron apuñalados por los romanos o atravesados con lanzas; otros intentaron salvar sus vidas sumergiéndose bajo el agua, pero si asomaban la cabeza eran abatidos con dardos; y si nadaban hacia las naves romanas, les cortaban la cabeza o las manos; mientras que otros fueron perseguidos hasta la orilla y allí masacrados. “Entonces podía verse,” continúa el historiador, “el lago lleno de sangre y cubierto de cadáveres, pues ninguno escapó. Y hubo un hedor espantoso, y una visión tristísima en los días siguientes por toda aquella región; porque las orillas estaban llenas de restos de naufragios y de cuerpos hinchados; y como los cadáveres eran inflamados por el sol y se pudrían, corrompían el aire, de modo que la miseria no solo provocaba compasión entre los judíos, sino aun entre aquellos que los odiaban y habían sido los autores de su desgracia.”’

“De los que murieron en aquella carnicería; de los que Vespasiano entregó poco después a una brutal y traicionera masacre entre Tariquea y Tiberíades; de los mil doscientos ‘viejos e inútiles’ a quienes hizo ejecutar en el estadio; de los seis mil que envió a ayudar a Nerón en su intento de abrir un canal a través del istmo del Athos; de los treinta mil cuatrocientos que vendió como esclavos… ¿no habrá habido muchos que, en su agonía y exilio, en su hora de muerte y día de juicio, recordaron a Aquel a quien habían repudiado y rememoraron que la consecuencia de todas aquellas palabras llenas de gracia que habían salido de sus labios fue el “ay” que su propia obstinación había provocado?” (Farrar, pp. 453–455)

El Mesías Mortal Deja Galilea
(Juan 7:1–10; Lucas 9:51–56)

Nuestro Bendito Señor está a punto de dejar para siempre su tierra natal. No volverá, en esta vida mortal, a contemplar aquellas escarpadas colinas de Galilea ni a navegar serenamente sobre las aguas llenas de peces del mar de Genesaret. Nazaret y Naín, Capernaúm y Corazín, Betsaida y Magdala —ciudades de pecado en las que Él había convertido a unas pocas almas justas— no volverán a ver su rostro ni a oír su voz. Sus leprosos quedarán para sufrir y morir en cuevas y sepulcros; sus ciegos, sordos y cojos no verán, ni oirán, ni andarán; sus muertos se pudrirán y descompondrán en sus tumbas, esperando la resurrección que merezcan. Pero lo que es aún peor, las almas enfermas de pecado —que podrían haber hallado salud y vida espirituales si hubiesen atendido las palabras de Aquel que vino con sanidad en sus alas— permanecerán en sus pecados. Es un día oscuro y triste: el Hijo de Dios está dejando Galilea.

Sí, el Hijo de Dios deja Galilea para ir a Jerusalén. Tendrá un breve ministerio en Judea y Perea. Luego, como el Cordero pascual, será inmolado por los pecados del mundo. Esto ocurrirá en el tiempo de la Pascua. Sin embargo, ahora se aproxima la Fiesta de los Tabernáculos, y es deber de todos los varones en Israel presentarse ante el Señor en su templo durante los días de esta fiesta.

Los “hermanos” de Jesús —los otros hijos de María— le dicen: “Sal de aquí y vete a Judea”, no con la intención correcta, es decir, que guardara la Fiesta de los Tabernáculos como se requería de todo israelita fiel, sino para decirle: “Para que también tus discípulos vean las obras que haces. Porque ninguno que procura ser conocido hace algo en secreto. Si haces estas cosas, muéstrate al mundo.”

Esta es una declaración irónica, un reto con tono de burla. Juan añade la explicación de que “ni aun sus hermanos creían en Él.” También nos dice que Jesús permanecía en Galilea y no en Judea “porque los judíos procuraban matarle.”

Sus hermanos, entonces —aquellos en cuyas venas corría la misma sangre que María le había dado a Él—, estaban argumentando lo siguiente: “Si realmente eres lo que afirmas ser, entonces todos los hombres deberían ver tus milagros y oír tu mensaje. Nosotros te conocemos; somos de la misma familia; crecimos contigo en Nazaret. Pero si en verdad eres quien dices ser, ¿por qué te ocultas aquí en Galilea, cuando podrías ir a Jerusalén, donde todo Israel se reunirá para celebrar la Fiesta de los Tabernáculos? Allí, ante todo el pueblo y ante los gobernantes que tienen autoridad para juzgar estos asuntos, tus afirmaciones podrían ser examinadas. Si eres el Mesías, ahora es el momento de demostrarlo en el Templo, en la Ciudad Santa.”

Jesús responde: “Mi tiempo aún no ha llegado; mas vuestro tiempo siempre está presto. El mundo no puede aborreceros a vosotros; pero a mí me aborrece, porque yo testifico de él, que sus obras son malas. Subid vosotros a la fiesta; yo no subo todavía a esta fiesta, porque mi tiempo aún no se ha cumplido.”

La respuesta de Jesús significa que Él decidirá cuándo ir a Jerusalén. Él y su grupo no irán con las grandes caravanas que marchan abiertamente y con ostentación hacia la celebración festiva. Tal viaje es propio de los otros hijos de María; ellos son del mundo y pueden mezclarse con los hombres malos sin temor, porque el mundo ama a los suyos. Pero el Hijo del Hombre es odiado por la gente mundana, porque testifica contra sus iniquidades. Que sus parientes viajen como deseen; Él permanecerá todavía en Galilea y viajará a Jerusalén en el momento que Él mismo elija, acompañado por sus propios discípulos.

Aun así, su camino no será fácil. Cuando llegó el tiempo señalado por Él para emprender el viaje, “envió mensajeros delante de su rostro”, posiblemente algunos de los setenta, “y ellos fueron y entraron en una aldea de los samaritanos, para prepararle alojamiento.” Aparentemente, todo lo que buscaba era la hospitalidad normal —comida, refugio y un lugar donde reposar— que, según las costumbres orientales, se ofrecía libremente a todos los viajeros que pasaban por cualquier parte de Palestina, incluida Samaria.

Es evidente que también habría predicado al pueblo, enseñando las verdades del evangelio y proclamando su filiación divina. Todos los rabinos itinerantes enseñaban y predicaban mientras viajaban, y todos en Palestina sabían ya que este rabino singular de Nazaret enseñaba y predicaba constantemente, acompañando sus palabras con hechos maravillosos.

Pero, nos dice Lucas, los samaritanos “no le recibieron, porque su rostro era como de quien iba a Jerusalén.” Su odio hacia todo lo judío —incluido este Mesías judío, como era llamado— era tan profundo que se negaron a ofrecerle a Él y a sus compañeros incluso las cortesías más básicas de la vida. Y no podemos evitar pensar que, en esta ocasión, se unieron a los galileos en rechazar sus declaraciones mesiánicas.

En una ocasión anterior, cuando Él viajaba alejándose de Jerusalén, muchos samaritanos lo habían recibido con gozo, se regocijaron en sus enseñanzas y lo reconocieron como el Mesías prometido. Desde entonces, las maravillas de su palabra y el poder de sus milagros les eran bien conocidos; apóstoles y setentas habían enseñado y testificado en sus calles. Pero ahora, Aquel que muchos decían que era el Mesías se dirigía a Jerusalén para ministrar y adorar. Por tanto —razonaban ellos— no podía ser el Mesías; si lo fuera, habría ido al monte Gérizim, no a Jerusalén, para adorar al Padre en espíritu y en verdad.

Todo esto demuestra cuán a menudo las falsas creencias, las falsas doctrinas y las falsas formas de adoración —usadas, como tan a menudo ocurre, como medida para juzgar la verdad— conducen a los hombres a rechazar incluso a Dios mismo.

“Y cuando sus discípulos, Jacobo y Juan”—dos de los tres favorecidos; dos cuya valentía no conocía límites; dos que fueron llamados los Hijos del Trueno—vieron que los samaritanos no querían recibirle, dijeron: “Señor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo y los consuma, como hizo Elías?”

Que Jacobo y Juan propusieran semejante castigo para los samaritanos que adoraban dioses falsos —“Vosotros adoráis lo que no sabéis,” les había dicho Jesús en otra ocasión (Juan 4:22)— no es en absoluto extraño. Por severo e implacable que pueda sonar a oídos cristianos, era semejante a mucho de lo que prevalecía bajo el sistema mosaico.

Cuando el rey Ocozías estaba al borde de la muerte, envió mensajeros a “consultar a Baal-zebub, dios de Ecrón,” para saber si sanaría de su enfermedad. Pero el ángel del Señor envió a Elías al encuentro de los mensajeros del rey de Samaria y les dijo: “¿Acaso no hay Dios en Israel, para que vayáis a consultar a Baal-zebub, dios de Ecrón?”

Además, Elías pronunció el juicio divino de que el rey ciertamente moriría. Y cuando el rey, al oír este mensaje, intentó hacer traer a Elías ante su presencia, el profeta invocó dos veces fuego del cielo, destruyendo en total a ciento dos hombres armados que habían ido a prenderlo (2 Reyes 1).

Podemos suponer que Jacobo y Juan razonaron así: ‘Estos samaritanos que ahora rechazan al verdadero Rey de Israel, porque adoran a Baal-zebub, dios de Ecrón, por así decirlo, son culpables de un crimen tan grave como los samaritanos de antaño cuyas vidas fueron consumidas por las llamas celestiales.’ Además, ellos sabían que el Mesías, en cuya presencia se encontraban, destruiría a los impíos con fuego en Su Segunda Venida. Si el Dios de Israel destruyó a sus enemigos por fuego en los tiempos antiguos, y lo hará nuevamente en los días venideros, ¿por qué no ejecutar un juicio semejante ahora?

La lógica —aunque mosaica y racional— era contraria al nuevo espíritu de la nueva dispensación, con su nuevo evangelio. La reprensión de Jesús vino envuelta en un fuego de indignación justa: “Vosotros no sabéis de qué espíritu sois; porque el Hijo del Hombre no ha venido para destruir las vidas de los hombres, sino para salvarlas.”

¡Cuán a menudo los siervos del Señor, en todas las épocas—cuando son presionados por prejuicios, ansiedades, rechazos y persecuciones, hasta el punto de maldecir más que bendecir—, deben recordarse a sí mismos esta verdad eterna!: El evangelio fue dado para salvar, no para condenar.

“Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él.” (Juan 3:17)

“Y se fueron a otra aldea.” ¿No había dicho recientemente a los setenta que, si eran rechazados en una ciudad o aldea, debían ir a otra? Y así será siempre, hasta aquel día en que el juicio sea establecido, los libros sean abiertos, los impíos se tornen como rastrojo, la viña sea purificada por fuego, y el humilde Mesías venga otra vez para reinar en poder, gloria y dominio sobre la tierra durante mil años.


Sección 8

El ministerio posterior en Judea

El camino correcto es creer en Cristo y no negarlo; y Cristo es el Santo de Israel; por tanto, debéis postraros ante Él y adorarlo con todo vuestro poder, mente, fuerza y con toda vuestra alma; y si hacéis esto, de ningún modo seréis desechados. (2 Nefi 25:29)


Nuestro Amigo galileo —el Hombre de Nazaret— vuelve ahora a Judea para ministrar nuevamente entre aquellos que anhelan su sangre y traman su muerte.

Aparece repentinamente en medio de la Fiesta de los Tabernáculos, se mezcla con las multitudes reunidas en la Ciudad Santa y habla como ningún hombre había hablado antes.

Su mensaje, entonces y a lo largo de todo este ministerio en Judea, es este: Él es el Hijo de Dios, que vino al mundo para hacer la voluntad del Padre; todos los que crean en Él serán salvos.

Mientras los sacerdotes derraman agua del estanque de Siloé sobre el Gran Altar, Él invita a todos los hombres a venir a Él, y promete darles agua viva.

A la mujer sorprendida en adulterio le ordena: “Vete, y no peques más.”

Ante aquellos gigantescos candelabros, de cincuenta codos de altura, de los cuales la luz se irradiaba desde el templo, Él proclama: “Yo soy la luz del mundo.”

“Creed en mí o moriréis en vuestros pecados”, declara.

Al linaje de Abraham les da este mensaje: “La verdad os hará libres”; y añade: “Antes que Abraham fuese, Yo Soy Jehová.”

Escuchamos el informe de los Setenta sobre su apostolado; aprendemos cómo Cristo es el Padre y el Hijo; somos edificados por la parábola del buen samaritano; y participamos de una escena familiar en Betania, donde Marta y María sirven al Maestro.

Otras parábolas —el amigo a medianoche, el rico insensato, la higuera estéril— llegan a nuestros oídos con gozo.

Luego vemos cómo un hombre nacido ciego es sanado; cómo la oposición farisaica se intensifica con celo satánico; cómo aquel hombre demuestra más sabiduría que los fariseos en el concilio; y cómo Jesús declara abiertamente que Él es el Hijo de Dios.

Y finalmente —maravilla de maravillas— contemplamos al Buen Pastor, que da su vida por las ovejas; al Buen Pastor que tiene poder sobre la muerte; que nuevamente afirma: “Yo soy el Hijo de Dios”; y que enseña que todos los que crean y obedezcan llegarán a ser dioses ellos mismos.

Verdaderamente, este ministerio posterior en Judea —con su oposición farisaica, su doctrina firme y su testimonio claro— nos ofrece una visión del Hijo de Dios que morará en nuestros corazones para siempre.


Capítulo 69

Jesús ministra durante la Fiesta de los Tabernáculos

Y acontecerá que todos los que quedaren de las naciones que vinieron contra Jerusalén subirán de año en año para adorar al Rey, al Señor de los ejércitos, y para celebrar la fiesta de los tabernáculos. Y acontecerá que los de las familias de la tierra que no suban a Jerusalén para adorar al Rey, al Señor de los ejércitos, no recibirán lluvia sobre ellos.
(Zacarías 14:16–17)


Predica el evangelio durante la fiesta
(Juan 7:11–17)

Jamás, desde aquel día —un milenio y medio antes— cuando Moisés, el hombre de Dios, hablando en nombre de Jehová, instituyó y estableció la Fiesta de los Tabernáculos; jamás, durante sus largas y penosas peregrinaciones en el desierto, ni durante los años de regocijo cuando Jerusalén era para ellos verdaderamente una Sión; jamás antes, ni siquiera durante los primeros años de la vida de nuestro Señor, cuando Él mismo adoraba ante el gran altar y renovaba sus convenios de hacer la voluntad de Aquel cuyo Hijo era, hubo tal derramamiento de verdad divina como el que escucharemos en esta Fiesta de los Tabernáculos.

Es el 11 de octubre del año 29 d.C.; hace cuatro días, en el gran Día de la Expiación, “se hizo solemne expiación por los pecados de todo el pueblo.” (Farrar, p. 410.)

Ahora es día de reposo, y dentro de siete y ocho días —el 17 y 18 de octubre, en el gran día de la fiesta y luego en el siguiente día de reposo, el Octavo Día de la fiesta— se alcanzará el clímax cuando el Grito de Hosanna resonará en el aire y se dará repetido y eterno testimonio de la filiación divina del Hijo.

Entonces la Fiesta de los Tabernáculos cesará como una época legalmente reconocida de adoración; cesará hasta su restauración milenaria, cuando no solo los judíos sino todas las naciones subirán a Jerusalén para adorar al Rey, al Señor de los Ejércitos, conforme a los nuevos ritos y ordenanzas que forman parte de aquella plenitud eterna que reemplaza al sistema mosaico inferior.

Bajo circunstancias normales, la Fiesta de los Tabernáculos es la más cosmopolita de todas las fiestas judías. Vinculada con el Día de la Expiación y celebrada en la época en que se reciben y cuentan las contribuciones para el templo, atrae a más peregrinos devotos de lugares lejanos que incluso la Pascua o el Pentecostés. Además, se celebra en otoño, después de recogerse las cosechas, cuando, en un espíritu de gratitud y regocijo, aquellos que reconocen la mano divina en todas las cosas acostumbran alabar y adorar a Dios por todo lo que Él les ha dado.

¡Cuánto aman reunirse en el Santo Santuario “de mármol, cedro y oro, allá en lo alto del monte Moriah, símbolo de la infinitamente más gloriosa Presencia protectora de Aquel que era el Santo en medio de Israel”! ¡Cuánto se regocijan en la multitud de sacrificios, incluidos los setenta becerros, símbolo de “las setenta naciones del paganismo”!

¡Cómo se conmueven sus almas con los cánticos de los levitas, las solemnes respuestas del Hallel y los penetrantes toques de las trompetas de plata de los sacerdotes! Y por la noche, cuando “los grandes candelabros” se encienden en “el atrio de las mujeres”, cuando el resplandor de las antorchas ilumina los edificios del templo, y cuando el “extraño sonido de cánticos y danzas místicas” resuena en sus oídos, sus almas se encienden de nuevo al contemplar la futura gloria del pueblo escogido. Verdaderamente, “la iluminación del templo” es la luz que habrá de “brillar desde el templo hacia la oscura noche del paganismo”.

¡Cuánto se exultan interiormente cuando los sacerdotes sacan agua del manantial de Siloé y la derraman en el lugar santo, “símbolo del derramamiento del Espíritu Santo”, otorgando a “toda la festividad el nombre de Casa del Derramamiento”! ¡Cómo se elevan sus voces en grandes crescendos de alabanza al agitar sus lulavs y clamar: “¡Hosanna, hosanna, a Dios y al Cordero!”! ¡Y cómo renuevan su convenio de permanecer por siempre como judíos entre los judíos cuando se hace la solemne proclamación: “Somos de Jehová; nuestros ojos están puestos en Jehová”! (Edersheim, 2:149–150).

Gloriosa como es cada temporada festiva durante la Fiesta de los Tabernáculos, esta está destinada a superar a todas las demás. Esta vez vendrá el mismo Hijo de Dios; Él anunciará quién es, qué poder posee y a quién representa; y con su propia voz dirá a su pueblo y a todos los hombres lo que deben creer y cómo deben vivir para alcanzar el reposo celestial.

Pero Él no vendrá al comienzo de la fiesta; y si morará en una cabaña, como exige la ley, si se presentará en el templo y se someterá a las reglas rituales de los rabinos, nuestro inspirado autor no nos lo dice. Suponemos que, en este punto del ministerio de nuestro Señor, las prácticas de los sacerdotes y las leyes de los levitas le importan ya muy poco. Ya ha rehusado viajar con sus hermanos de sangre en la gran caravana galilea de peregrinos, prefiriendo en cambio emprender el viaje con sus discípulos, en cierto grado de discreción.

Esta llegada tardía produce el efecto deseado entre el pueblo. Los galileos que lo precedieron han relatado con detalle las maravillas obradas en todas sus ciudades y aldeas. Todo Jerusalén vuelve a oír acerca de los ojos ciegos que ahora ven, los oídos sordos que ahora oyen, las piernas cojas que ahora saltan, y los leprosos cuya carne ha vuelto a ser limpia y sana. Todo Jerusalén recuerda nuevamente que las tormentas se han calmado, los demonios han sido expulsados y los muertos han vuelto a la vida, todo por su palabra. Y todo Jerusalén queda reflexionando una vez más sobre las palabras que Él ha dicho y los sermones que ha predicado en Galilea, según los relatan los testigos confiables que oyeron su voz.

Jamás, en toda su larga historia —que se remonta por lo menos a los días de Melquisedec—, Jerusalén había experimentado tal agitación de opiniones, tanta inquietud por una doctrina ni tanta preocupación por un hombre. Todos lo buscaban. “¿Dónde está? ¿Cuándo vendrá? ¿Son verdaderos los informes acerca de Él? ¿Continuará su ministerio entre nosotros? ¿Es el Mesías prometido? ¿Nos librará del yugo romano? ¿Es el Hijo de Dios?”

Sin embargo, nadie entraba al templo para predicar sermones acerca de Él y de su poder salvador; nadie reunía multitudes en los bazares o en las esquinas para proclamar públicamente su doctrina, ni para anunciar a voz en cuello sus obras maravillosas; nadie levantaba un estandarte mesiánico llamando a otros a unirse a la nueva causa, “por miedo a los judíos”, es decir, a los líderes del pueblo. Ningún apóstol ni setenta estaba presente para hablar “abiertamente de Él”. Pero entre el pueblo “había mucha murmuración”. En conversaciones privadas algunos decían: “Es un hombre bueno”; otros replicaban: “No, sino que engaña al pueblo.”

Aquel que no vino a traer paz a la tierra, sino espada; que vino a poner en conflicto a los miembros de una misma casa; que vino a dividir familias y a separar el trigo de la cizaña—Aquel cuya proclamación del evangelio siempre divide a la humanidad—estaba cumpliendo su propósito.

Las buenas nuevas de la gracia del evangelio fueron creídas por algunos y rechazadas por otros. El proceso de separación estaba en marcha; el gran Segador estaba escudriñando los corazones de los hombres ante su tribunal. Las ovejas se preparaban para entrar en el redil del Buen Pastor, y los cabritos serían echados al desierto de la oscuridad espiritual. El momento de la llegada del Hombre estaba cerca.

Juan dice: “A la mitad de la fiesta” —quizás alrededor del cuarto o quinto día— “Jesús subió al templo y enseñaba.” Sin advertencia alguna, Él estaba allí; su llegada fue entonces como será su Segunda Venida: para los impíos y los que no esperan con anhelo el día prometido, vendrá de repente. En aquel día, el Señor a quien ellos buscaban había venido súbitamente a su templo. Seguramente Juan y los demás discípulos estaban con Él para oír sus palabras y registrar sus hechos. En cuanto a los eventos iniciales que rodearon su aparición, Juan —quien es el único que relata los acontecimientos de la Fiesta de los Tabernáculos— solo nos dice que Él vino entre ellos y “enseñaba”.

¿Qué enseñó? En cuanto a sus palabras exactas, no existe actualmente ningún registro donde puedan leerse. Sin embargo, basándonos en las respuestas que sus enseñanzas provocaron, en las preguntas que surgieron a raíz de sus declaraciones, y en nuestro conocimiento previo del curso que solía seguir, hay poca duda sobre la esencia y el propósito de lo que dijo. Aquel que es el mismo ayer, hoy y por los siglos había predicado, predicaba entonces y predicará eternamente el evangelio: el evangelio del reino, el evangelio de la salvación, la plenitud del evangelio eterno.

En Galilea, en Judea, en Perea, en Fenicia, en la Decápolis; entre los judíos y también entre los gentiles —en todas partes y siempre— Jesús predicó el evangelio. Este evangelio es que Él vino al mundo para llevar a cabo la infinita y eterna expiación; que Él es el Hijo de Dios, el Mesías Prometido; y que si los hombres creen en Él y viven conforme a su ley, serán resucitados no solo para la inmortalidad, sino para la vida eterna en la Presencia Eterna.

No sabemos con certeza cómo expresó su mensaje en esta ocasión. Quizá haya usado parábolas o ilustraciones dramáticas, o tal vez haya declarado verdades eternas como lo hizo en el Sermón del Monte. Tal vez tomó ejemplos de las víctimas sacrificiales, cuya sangre derramada y carne quemada adornaban el gran altar; o de la mesa de oro donde reposaba el pan sagrado, el pan de la Presencia; o del velo que cubría el Lugar Santísimo, donde en tiempos antiguos reposaba la Shejiná sobre el propiciatorio entre los querubines.

Cualesquiera que fueran las palabras empleadas, los pensamientos expresados y la doctrina enseñada, sus enseñanzas no eran como las de los escribas. Él hablaba con autoridad propia, no repitiendo una larga cadena de tradiciones y enseñanzas rabínicas, sino enseñando con el poder y la voz del Hijo de Dios.

En consecuencia, “los judíos se maravillaban” de sus enseñanzas. Sus preguntas naturales eran: “¿Cómo sabe éste letras, sin haber estudiado?”
“No es un rabino autorizado; no pertenece a ninguna escuela reconocida; ni los seguidores de Hillel ni los de Shammai lo reclaman; es un nazareno; fue instruido en el taller del carpintero galileo; ¿cómo sabe este hombre letras, sin haber aprendido? … En todas las épocas ha existido la tendencia de confundir la erudición con el verdadero aprendizaje, el conocimiento con la sabiduría; en todas las edades ha habido lentitud para comprender que el verdadero saber, el más profundo y noble, puede coexistir con una completa e inmensa ignorancia de todo aquello que llena y constituye el aprendizaje de las escuelas.” (Farrar, p. 413).

Y así, ante sus preguntas mal dirigidas, Jesús responde: “Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió. Si alguno quisiere hacer su voluntad, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta.”

Jamás hombre alguno habló como este Hombre. El Señor Jesucristo, supremo sobre todos, ministra entre los hombres; Aquel que hizo el cielo, la tierra, el mar y las fuentes de las aguas; Aquel que es el Maestro de maestros, el Predicador de predicadores, Aquel cuya palabra misma es perfecta: este Hombre no tiene doctrina propia. Habla solo aquello que está en el seno del Padre.

Es el plan del Padre; es el evangelio del Padre. Aquellos que hagan la voluntad del Padre —y es la voluntad de Dios que los hombres crean en su Hijo— conocerán, por el poder del Espíritu Santo, la verdad y la divinidad de la palabra del evangelio.

El Sin Manchas proclama su filiación divina
(Juan 7:18–36; JST Juan 7:24)

Jesús ahora habla de sí mismo. Habiendo declarado que fue enviado por Dios, habiendo dicho que no hablaba por sí mismo, añade:

“El que habla por su propia cuenta busca su propia gloria.”

¿Por qué, si no, los oradores del mundo —ya sean ministros o políticos— derraman sus discursos, sino para ganar prominencia, posición y poder para sí mismos?

“Pero el que busca la gloria del que lo envió,” —aquel siervo que glorifica al Señor que lo ha enviado— “ése es verdadero, y no hay injusticia en él.”

Así, el Hijo Sin Pecado, el Enviado del Padre, declara su perfecta sumisión y su naturaleza divina. Él no busca honra para sí mismo, sino la gloria del Padre que lo envió.

¡En Él no hay injusticia alguna! ¡Él es el Sin Manchas! Todo lo que ha hecho y dicho es perfecto, y lo declara aquí con absoluta claridad —se está defendiendo— porque entre los que lo escuchan hay quienes traman su muerte.

El supuesto pecado: en su última visita a Jerusalén, unos dieciocho meses antes, durante la segunda Pascua, había sanado al hombre ciego junto al estanque de Betesda en día de reposo. “¿No os dio Moisés la ley?”, —la ley que dice: ‘No matarás’— “y sin embargo, ninguno de vosotros guarda la ley, pues procuráis matarme.”

Aquellos cuya culpa ha sido expuesta no tienen otra salida que lanzarse aún más ciegamente en su camino de locura. “Tienes un demonio; ¿quién procura matarte?”, responden. Pero Él desecha tanto su acusación blasfema como su hipócrita pretensión de inocencia, y continúa su defensa:

“Una sola obra hice, y todos os maravilláis.”

Aun ahora, después de un año y medio, la controversia persistía entre ellos: ¿era el Mesías porque había abierto los ojos de los ciegos, o estaba poseído por un demonio porque había violado sus restricciones sabáticas autoimpuestas?

“Moisés os dio la circuncisión,” continúa, “(no porque sea de Moisés, sino de los padres); y en el día de reposo circuncidáis a un hombre.”
Tal afirmación era un hecho que todos reconocían como verdadero.
“Si en el día de reposo un hombre recibe la circuncisión para que la ley de Moisés no sea quebrantada, ¿os enojáis conmigo porque en el día de reposo sané completamente a un hombre?”

Su lógica es irrefutable. “Según sus propios principios puramente rituales y levíticos, su palabra de sanidad no había violado en absoluto el día de reposo. Moisés había instituido —o más bien restablecido— la ordenanza de la circuncisión al octavo día; y si ese octavo día coincidía con el sábado, ellos, sin dudarlo, sacrificaban una ordenanza en favor de la otra y, pese al trabajo que implicaba, realizaban el rito de la circuncisión en día de reposo.

Si la ley de la circuncisión tenía precedencia sobre la del sábado, ¿no la tendría aún más la ley de la misericordia? Si era correcto, mediante una serie de acciones, causar una herida, ¿sería entonces incorrecto, con una sola palabra, realizar una curación completa? Si aquello, que no era más que un símbolo de liberación, no podía posponerse ni siquiera por causa del sábado, ¿por qué habría de ser un crimen no haber pospuesto, por causa del sábado, una liberación perfecta?” (Farrar, pp. 414–415).

Nuestro Señor concluyó entonces esta línea de razonamiento con una audaz exhortación —más aún, con un mandamiento— un mandamiento que brotó de labios divinos: “No juzguéis según vuestras tradiciones, sino juzgad con justo juicio.”

Jesús pasó muchas horas enseñando en el templo; solo algunas frases —las necesarias para conservar la majestuosa continuidad de su vida mientras avanzaba inexorablemente hacia su martirio en una cruz romana— han llegado hasta nosotros. Mientras enseñaba, era interrumpido, ridiculizado y acosado; se intentó arrestarlo; muchas de sus declaraciones fueron respuestas a las sofisterías de los escribas, a las artimañas de los rabinos y a los ataques armados de los guardias del templo.

El aula abierta donde enseñaba, en medio de las multitudes que se agolpaban y murmuraban entre sí, carecía por completo de orden y respeto; turbas airadas se mezclaban en los atrios con almas creyentes; y sus discípulos participaban de los enfrentamientos y formaban parte de la gran obra misional que el Misionero Supremo de la tierra estaba realizando.

Así leemos ahora en el relato de Juan que “algunos de los de Jerusalén”, cuyas opiniones habían sido moldeadas por sus escribas y rabinos, preguntaban:

“¿No es éste a quien buscan para matarlo?”

Les parecía incomprensible que, si Él era —como decían los gobernantes— la encarnación misma de Satanás, ellos permanecieran impasibles, permitiéndole hablar libremente al pueblo.

“He aquí, habla abiertamente, y no le dicen nada. ¿Habrán reconocido los gobernantes que verdaderamente éste es el Cristo?”

Entonces, para que nadie pensara que su celo por Moisés y la ley se había debilitado, y para evitar ser acusados de apartarse de sus antiguas tradiciones, se alinearon contra su Libertador diciendo:

“Pero nosotros sabemos de dónde es este hombre; mas cuando venga el Cristo, nadie sabrá de dónde sea.”

Una vez más, sus tradiciones los desviaron. Entre ellas se encontraba la enseñanza de que la venida del Mesías sería súbita e inesperada, una idea que probablemente surgió de declaraciones mesiánicas sobre la Segunda Venida.

“¿Acaso no nos enseñan los rabinos,” —decían algunos— “que el Mesías nacerá en Belén, pero que será arrebatado por espíritus y tempestades poco después de su nacimiento, y que cuando regrese por segunda vez nadie sabrá de dónde viene? Pero sabemos que este hombre procede de Nazaret. Nuestros principales, si quieren, podrán aceptarlo como el Mesías; nosotros, no.” (Geikie, p. 587.)

“¡Él es un hombre bueno!” —decían algunos.
“¡Él es un engañador!” —replicaban otros.
La tensión aumentaba, y la división entre el pueblo se hacía más profunda. Entonces Jesús, con voz fuerte para que todos los disputantes pudieran oírlo, exclamó:

“A mí me conocéis, y sabéis de dónde soy.”

Nuestro Señor —¡bendito sea su nombre!— se hacía participante activo de sus discusiones. “En un sentido terrenal, me conocéis. Sabéis que nací en Belén; sabéis que soy el Hijo llamado de Egipto; sabéis que crecí en Nazaret, para que se cumpliese lo dicho por los profetas, que sería llamado Nazareno. Pero en el sentido verdadero y eterno, no me conocéis, ni sabéis de dónde he venido.”

“Yo no he venido por mí mismo, sino que el que me envió es veraz, a quien vosotros no conocéis. Pero yo le conozco, porque de Él procedo, y Él me envió.”

“Yo no me atribuyo a mí mismo el ser el Mesías; soy enviado por mi Padre. Él es Dios, y yo soy su Hijo. Su testimonio acerca de mí es verdadero. Vosotros no sabéis que Él es Dios, que me envió, y que de Él he salido. Pero yo le conozco y doy testimonio de que soy el Mesías.”

En el estanque de Betesda, en aquel sábado cuando el hombre paralítico, por su palabra, tomó su lecho y anduvo, Jesús había dicho: “Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo.” En aquella ocasión, por lo que ellos consideraban violación del sábado y blasfemia, los gobernantes procuraron quitarle la vida.

“La parte hostil del pueblo percibió ahora una afirmación similar, y con el fanatismo desenfrenado característico de su raza en aquella época, intentaron apoderarse de Él y sacarlo fuera de la ciudad de inmediato para apedrearlo, según lo mandaba la Ley contra la blasfemia. Pero su hora aún no había llegado, y ya fuera por temor a los galileos presentes en la fiesta o por otras razones, su furia se apagó en palabras.” (Geikie, p. 588)

Las largas horas de enseñanza en el templo comenzaron a dar fruto. Sus palabras, su porte, el espíritu que lo acompañaba, los testimonios de los discípulos que se mezclaban entre el pueblo —y quizá también algunos milagros— ablandaron los corazones de los que eran espiritualmente receptivos.

Juan registra: “Muchos de la multitud creyeron en Él.” Y decían: “Cuando venga el Cristo, ¿hará acaso más señales que las que éste ha hecho?”

Ante tal giro de los acontecimientos, “los fariseos y los principales sacerdotes enviaron guardias para prenderlo.” Debía ser arrestado antes de que el influjo de su presencia llevase a la multitud a aclamarlo como Rey Mesías, tal como se había informado que ocurrió cerca de Betsaida-Julias cuando alimentó a los cinco mil.

“Si no lo callamos —razonaban—, nuestro poder corre peligro. Desacredita nuestro sábado; nuestras tradiciones quedan anuladas. ¿Qué será de nuestras abluciones antes de comer, de nuestros sacrificios sobre el gran altar, de las contribuciones al templo que nos llegan de todo el pueblo? ¡Debe ser silenciado!”

Estos guardias del templo —con orden de arresto en mano y fácilmente reconocibles por su vestimenta distintiva— se mezclaron entre las multitudes, buscando la oportunidad de efectuar el arresto sin provocar un tumulto.

A ellos, y en presencia de todos, Jesús les dijo: “Aún un poco de tiempo estaré con vosotros, y luego iré al que me envió. Me buscaréis, y no me hallaréis; y adonde yo estaré, vosotros no podréis venir.”

El Maestro simplemente se niega a ser arrestado; aquello no se ajustaba a su plan ni al tiempo señalado por el Padre. Su mensaje era claro: “Vuestro deseo de apresarme es prematuro; debo permanecer con vosotros hasta el momento señalado. Entonces regresaré a mi Padre, y nos separaremos para siempre.”

En los días de tribulación que vendrán, ellos buscarían a su Libertador, a su Mesías, pero no lo encontrarían. “Porque ningún ser impuro puede entrar en el reino de mi Padre.” Más adelante, Él les dirá a sus discípulos arrepentidos y fieles que donde Él vaya, ellos también podrán ir. (Juan 14:1–6.) (Comentario 1:444–445).

Las palabras de Jesús —testificando que Dios es su Padre, que morirá y volverá a Aquel cuyo Hijo es, y que los incrédulos y rebeldes no hallarán lugar en la Presencia Divina— llenan de consuelo los corazones de los fieles y derraman luz en sus almas. Pero en los incrédulos que le oyen, producen el efecto opuesto.

“¿A dónde irá éste que no le hallaremos?”, se preguntan.

Las cosas del Espíritu solo se entienden por el poder del Espíritu; aquellos judíos no comprendían nada del Reino Eterno ni del Padre que reina allí, ni del Hijo que estaba entonces en la tierra.

“¿Se irá a los dispersos entre los gentiles y enseñará a los gentiles?”

“¿Qué? ¿Nos dejará para irse al remanente disperso de Israel entre los griegos? ¿Nos dejará a nosotros, el pueblo escogido y congregado, para predicar a los gentiles?” (Comentario 1:445).

“¿Qué significa esto que dijo: Me buscaréis, y no me hallaréis; y adonde yo estaré, vosotros no podréis venir?”

Verdaderamente, no hay oscuridad tan profunda como la oscuridad espiritual, ni mente tan cerrada como aquella encadenada por una religión falsa.

Así concluye, hasta donde llega el registro, el ministerio de Jesús durante los primeros días de la Fiesta de los Tabernáculos. Pero todo esto no es más que el preludio de la gran proclamación que hará “en el último día, el gran día de la fiesta”, y de lo que habrá de decir y hacer en el octavo día de la misma celebración, como veremos a continuación.


Capítulo 70

Agua Viva para Todos los Hombres

“Porque yo derramaré aguas sobre el sediento, y ríos sobre la tierra árida; derramaré mi espíritu sobre tu generación, y mi bendición sobre tus renuevos.” (Isaías 44:3)


“Venid a las Aguas”
(Juan 7:37–39; JST Juan 7:39)

¡Cuánto anhela el hombre el agua en una tierra seca y sedienta! Moisés golpea la roca con su vara para que Israel pueda beber y vivir. Elías permanece junto al arroyo de Querit cuando los cielos están cerrados por tres años y medio. Sin agua, los hombres mueren.

No hay metáfora más intensa que la del anhelo de agua entre los habitantes del desierto. Así como el Señor riega el suelo árido, también hace llover justicia sobre su pueblo. Así como envía la lluvia temprana y la tardía, así también brotan estanques de agua viva en la tierra reseca; y donde hay profetas vivientes, allí fluyen corrientes de agua viva, corrientes de las cuales los hombres pueden beber y no volver a tener sed.

Cuando Isaías invita a los hombres a venir a Cristo y creer en su evangelio, su clamor es: “¡A todos los sedientos: venid a las aguas!” (Isaías 55:1).

Y en el llamado resonante que registra el Amado Revelador oímos: “Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye diga: Ven. Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente.” (Apocalipsis 22:17).

Para nuestros días —el día de la restauración— la promesa profética declara: “Y en los desiertos estériles brotarán estanques de agua viva; y la tierra reseca ya no será tierra sedienta.” (Doctrina y Convenios 133:29).

Y cuando las ceremonias de la Fiesta de los Tabernáculos alcanzaron su perfección, también estaban destinadas a representar el derramamiento de la gracia divina sobre todos los hombres y todas las naciones, usando el agua como símbolo de vida.

Como observa Edersheim, esta fiesta “apunta hacia aquella gran esperanza aún no cumplida de la Iglesia: la reunión de las naciones de la tierra en Cristo”, incluyendo a las naciones paganas, por las cuales entonces se ofrecían sacrificios. “Esta eventualidad sólo puede realizarse mediante el derramamiento del Espíritu Santo sobre las naciones gentiles. Como ya hemos visto, la aspersión diaria y ritual del agua —que dio a toda la festividad el nombre de Casa del Derramamiento— era entendida por los rabinos como símbolo del derramamiento del Espíritu Santo.” (Edersheim 2:156)

Ahora debemos describir esta ceremonia, escuchar los clamores de ¡Hosanna! que la acompañaban y mostrar cómo todo ello preparó el camino para que Jesús testificara que Él era la fuente de aquella agua viva de la cual todos los hombres deben beber para alcanzar la salvación. No debemos pasar por alto este ni ninguno de los escenarios locales en los que Jesús eligió proclamar sus verdades eternas, y ninguno de ellos es más dramático que el que ahora relataremos.

Se ha calculado que fueron necesarios no menos de 446 sacerdotes, y un número igual de levitas, para llevar a cabo el culto sacrificial durante la Fiesta de los Tabernáculos. En cada uno de los siete días, y posiblemente también en el octavo día, uno de estos hijos de Aarón, después de ofrecer el sacrificio matutino sobre el altar, tomaba tres logas de agua (un poco más de dos pintas) del Estanque de Siloé. Acompañado por multitudes de adoradores que llevaban ramas de palma —para agitarlas durante el grito de Hosanna—, el sacerdote traía el agua desde el estanque en una jarra de oro.

Una procesión solemne transportaba el “agua viva” hasta el templo; alegres toques de las trompetas sagradas anunciaban su llegada; y mientras un sacerdote la vertía en una vasija de plata colocada en el lado occidental del altar, otro derramaba el vino de la ofrenda líquida en otra vasija de plata al lado oriental.

Entonces seguía el canto de los levitas, con respuestas del pueblo, del Hallel, compuesto por los Salmos 113 al 118. En lugares designados, el pueblo respondía con las siguientes aclamaciones: “¡Hallelu Yah!” (¡Alabad al Señor!, de donde proviene la expresión hebrea Hallel); “Oh, Jehová, obra ahora salvación!”; “Oh Señor, envía ahora prosperidad!”; y “Dad gracias al Señor!”

Al pronunciar estas expresiones —de manera semejante, suponemos, a lo que ocurre en el Grito de Hosanna de los últimos días— agitaban sus ramas de palma hacia el gran altar.

Después seguían los sacrificios especiales designados para el día y el canto, acompañado de instrumentos musicales, del salmo correspondiente. En “el último y gran día de la fiesta”, este salmo era el Salmo 82:5, que —quizás no sin cierta ironía divina— decía: “No saben, ni entienden; andan en tinieblas; tiemblan todos los cimientos de la tierra.”

Esta lectura era acompañada por tres series de tres toques de las trompetas sacerdotales, mientras todo el pueblo se inclinaba en adoración.

En un simbolismo adicional de esta fiesta —como señal del recogimiento de las naciones paganas— los servicios públicos concluían con una procesión alrededor del altar realizada por los sacerdotes, quienes cantaban: “¡Oh Jehová, obra ahora salvación! ¡Oh Jehová, envía ahora prosperidad!”

Pero en “el último y gran día de la fiesta”, esta procesión sacerdotal rodeaba el altar, no una sola vez, sino siete veces, como si de nuevo estuvieran rodeando —ahora con oración— el Jericó gentil que les impedía poseer la tierra prometida. Por ello, el séptimo o último día de la fiesta también se llamaba “El Gran Hosanna”. Al retirarse del templo, el pueblo saludaba el altar con palabras de agradecimiento; y en este último día de la fiesta, sacudían las hojas de las ramas de sauce que rodeaban el altar y golpeaban con fuerza sus ramas de palma hasta quebrarlas. (Edersheim 2:159–160)

A la luz de todo esto, no cabe duda acerca del momento en que Jesús se levantó y exclamó: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba.”

Debió ser en clara referencia a la ceremonia del derramamiento del agua, que —como ya hemos visto— era considerada la parte central del servicio. Además, todos entenderían que sus palabras aludían al Espíritu Santo, pues el rito era universalmente interpretado como símbolo de su derramamiento. (Edersheim 2:160)

Así oímos a Jesús declarar: “El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva.”

A esto, Juan añade una explicación: “Esto dijo del Espíritu, que habían de recibir los que creyesen en Él; pues el Espíritu Santo aún no había sido dado, porque Jesús no había sido aún glorificado.”

Además, al preparar la escena para esta gran proclamación, Edersheim explica: “El derramamiento del agua era seguido inmediatamente por el canto del Hallel. Pero después debía haber una breve pausa para preparar los sacrificios festivos. Fue entonces, inmediatamente después del rito simbólico del derramamiento del agua, justo después de que el pueblo había respondido repitiendo los versículos del Salmo 118 —dando gracias, rogando que Jehová enviara salvación y prosperidad, y agitando sus lulavs (ramas de palma) hacia el altar, alabando así ‘con el corazón, con la boca y con las manos’—, y cuando sobrevino el silencio sobre la multitud, que se alzó, tan fuerte que se oyó por todo el templo, la voz de Jesús. Él no interrumpió los servicios, porque en ese momento habían cesado; más bien, los interpretó y los cumplió.” (Edersheim 2:160)

“¡Nunca Hombre Alguno Habló como Este Hombre!”
(Juan 7:40–50; 8:1)

Este gran Hombre, en este gran día, durante esta gran fiesta —este Hombre, el más poderoso de todos los profetas de Israel— ha cumplido ahora con la responsabilidad del predicador ante esa multitud tumultuosa que se agolpa en el atrio del templo, un atrio capaz de contener doscientas diez mil almas.

Ha proclamado la doctrina que le fue dada por su Padre; ha reafirmado su divina filiación; ha invitado a todos los hombres a venir a Él y beber de aquella agua viva que apaga para siempre la sed del alma.

Ahora el acontecimiento queda en manos de los oyentes. A riesgo de su propia salvación deben tomar una decisión: “¿Es éste el Cristo, o esperamos a otro?”

¡Multitudes, multitudes, en el valle de la decisión! Para ellos ha llegado el día del Señor. Él ha metido su hoz para segar entre una multitud cuya maldad es grande. Para algunos, la luz del cielo resplandece en sus corazones; para otros, hasta las estrellas retiran su fulgor.

Muchos decían: “Verdaderamente, éste es el Profeta.”

El Profeta, aquel semejante a Moisés, es el Mesías, su Libertador; aunque, en este contexto, para algunos tal vez significara no el Ungido mismo, sino su precursor.

Otros afirmaban: “Éste es el Cristo.”

Una declaración clara y directa que participaba del mismo espíritu que acompañó la gran confesión de Pedro.

Pero otros preguntaban con duda: “¿Vendrá el Cristo de Galilea? ¿No dice la Escritura que el Cristo ha de venir de la descendencia de David y del pueblo de Belén, donde estaba David?”

¡Cuán hábil es Lucifer para citar las Escrituras con fines engañosos! Lo hizo ante el mismo Maestro cuando, después de cuarenta días de ayuno, Jesús fue tentado en una confrontación cara a cara con Beelzebub. En aquella ocasión, el maligno fue completamente vencido por Aquel que dio las Escrituras.

Ahora el enemigo cita la palabra sagrada por boca de sus ministros —por boca de aquellos que escuchan sus seducciones—. Y, según el registro, nadie refutó sus falsas afirmaciones.

Por supuesto, las Escrituras decían que el Hijo de David habría de venir de la Ciudad de David, de Belén, tal como estaba escrito; pero también decían que habría de venir de Galilea, de Nazaret en Galilea, y que, como los profetas habían predicho, sería llamado Nazareno.

Así que “hubo disensión entre la gente a causa de él”, tal como hay división hoy en el llamado mundo cristiano, por causa de Él: porque algunos —a riesgo de su salvación— eligen adorar a un Cristo de una forma, y otros, a un Cristo de otra.

Y nuevamente, en el atrio del templo, algunos procuraban arrestarlo por blasfemia, para apedrearlo conforme al mandato de Moisés en la ley. “Pero nadie le echó mano,” porque Él, una vez más, rehusó ser arrestado.

Y nos queda pensar, meditar en nuestros corazones: ¿cuántos, en el ambiente religioso de hoy, negarían sus doctrinas y usarían los recursos de la ley para impedir su obra si Él nuevamente ministrara personalmente entre los hombres? ¿Harían algo distinto a Cristo de lo que hacen hoy a sus siervos?

Después de esto, “los principales sacerdotes y los fariseos” —sin duda miembros del Gran Sanedrín— exigieron a la guardia del templo: “¿Por qué no le habéis traído?”

¿Por qué, en verdad? ¿Podría algún hombre arrestar al Hijo de Dios antes de su hora? Si nadie puede quitarle la vida —pues Él mismo debe entregarla voluntariamente—, ¿podría alguien apresarlo y llevarlo ante el concilio si no fuera su voluntad?

Aquel a cuya palabra diez legiones de ángeles blandirían espadas de fuego tenía aún obra que cumplir. Aunque las órdenes eran estrictas, los oficiales no se atrevieron a hacer el arresto. Algunas de sus palabras divinas habían tocado sus corazones; eran palabras que debilitaron su fuerza y paralizaron su voluntad.

Ante sus superiores solo pudieron responder: “¡Nunca hombre alguno habló como este hombre!”

Los gobernantes les preguntaron con desdén: “¿También vosotros habéis sido engañados?”

‘¿Vosotros, hijos de Leví que servís en el templo, tenéis tan poco juicio como esta multitud ignorante a la que él predica?’

“¿Acaso ha creído en él alguno de los gobernantes o de los fariseos?”

‘Si sus afirmaciones fueran verdaderas, ¿no serían los miembros del Gran Sanedrín —los jueces del pueblo y de la ley— los primeros en saberlo? Seguramente los sabios y entendidos —los escribas que interpretan la ley y los fariseos que la viven hasta la letra— son los que deberían juzgar sus pretensiones.’

“Pero esta gente que no conoce la ley, maldita es.” ‘Esta plebe ignorante, que no ha sido instruida en las escuelas de Hillel y Shammai, que jamás ha asistido a una escuela de teología para aprender a interpretar las Escrituras, se deja llevar por sus supersticiones hacia la perdición.’

Entonces una sola voz en el concilio, un miembro del Gran Sanedrín, se alzó en defensa de Jesús. Nicodemo, aquel con quien Jesús conversó de noche en la ocasión de la primera Pascua, preguntó: “¿Juzga acaso nuestra ley a un hombre sin haberle oído primero y saber lo que hace?”

No sabemos qué más dijo Nicodemo; sería vano suponer que su defensa se limitó a una sola frase. Pero esa única frase bastó para herir a sus colegas en lo más profundo.

Ellos conocían bien el mandato de Jehová a los jueces: “Oíd las causas entre vuestros hermanos y juzgad con justicia entre un hombre y su hermano, y el extranjero que está con él. No hagáis distinción de personas en el juicio; oíd al pequeño lo mismo que al grande; no temáis el rostro del hombre, porque el juicio es de Dios.” (Deuteronomio 1:16–17)

No hay forma de refutar una respuesta justa; los gobernantes recurrieron a su único recurso: las burlas y la burda ironía.

“¿Eres tú también de Galilea?”, le preguntaron a Nicodemo. “Indaga y verás, porque de Galilea no se ha levantado profeta alguno.”

¿No? ¿Y dónde estaba Gat-hefer, de donde vino Jonás? ¿Dónde Tisbe, de donde procedía Elías? ¿Dónde Elcos, patria de Nahum? ¿Dónde aquella ciudad del norte de donde vino Oseas?

“Pero no hay ignorancia más profunda que la que rehúsa saber, ni ceguera más incurable que la que no quiere ver. Y el dogmatismo de un prejuicio estrecho y obtuso, que se cree a sí mismo conocimiento teológico, es, entre todos, el más ignorante y el más ciego. Tal fue el espíritu con que, ignorando la justa moderación de Nicodemo y la impresión maravillosa que Jesús había causado incluso en sus propios oficiales hostiles, la mayoría del Sanedrín se disolvió, y cada uno se fue a su casa.” (Farrar, p. 421)

Jesús, sin embargo, “se fue al monte de los Olivos”, y quizá más allá, hasta Betania, donde moraban sus amigos María, Marta y Lázaro, desde donde, al día siguiente, volvería para continuar su enseñanza en el templo.

La Mujer Sorprendida en Adulterio
(Juan 8:2–11; JST Juan 8:9–11)

A la mañana siguiente —18 de octubre del año 29 d.C., el día posterior al “Gran Hosanna”, cuando había ofrecido agua viva a todos los hombres— Jesús vino temprano al templo.

Después de haber gozado de la quietud, la paz y la dulzura del Monte de los Olivos, volvía una vez más, por deber, al ruido, los olores y la corrupción humana de la ciudad.

Cuando se hubo sentado —probablemente en el Atrio de las Mujeres— “todo el pueblo vino a Él” para oír las palabras de vida eterna que preparan a los hombres para la gloria inmortal.

Mientras sus maravillosas palabras fluían, entrelazándose en las fibras y nervios de las almas creyentes, los escribas y fariseos se disponían a enfrentarlo con una de las más diabólicas intrigas concebidas en sus mentes maquinadoras.

Durante la noche, una mujer había sido sorprendida en el mismo acto de adulterio; ellos planeaban pedirle que juzgara su caso, con la esperanza de obligarlo a elegir —según pensaban— entre Moisés y Roma, pues el pecado de la mujer implicaba tanto la ley de Israel como la autoridad imperial.

“Los repetidos casos en que, sin vacilar un instante, Él frustró los astutos designios de sus enemigos, y al hacerlo enseñó para siempre principios eternos de pensamiento y conducta, constituyen una de las pruebas más claras y decisivas de su sabiduría sobrehumana; y sin embargo, ninguno de esos destellos de luz sagrada, que brotaron de Él en colisión con la malicia y el odio humanos, fue más brillante ni más hermoso que éste.”

Es probable que la alegría y desenfreno característicos de la Fiesta de los Tabernáculos —que con el tiempo había llegado a convertirse en una especie de festival de la vendimia— a menudo degeneraran en actos de licencia e inmoralidad, los cuales encontraban abundantes oportunidades debido a la alteración del orden cotidiano provocada por el hecho de que todo el pueblo habitaba en sus enramadas.

“Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en adulterio, en el mismo acto”, burlonamente declararon los escribas y fariseos hipócritas, mientras, con violencia, la colocaban en medio de los que estaban escuchando a Jesús.

“Ahora bien, Moisés, en la ley, nos mandó apedrear a tales mujeres”, dijeron, “pero tú, ¿qué dices?”

Esta pregunta, astutamente elaborada, no tenía como propósito buscar consejo espiritual, ni planteaba una duda legítima acerca del acto infame del adulterio. Aunque era costumbre consultar a los rabinos distinguidos en casos de duda o dificultad, éste no era tal caso.

Ellos sabían —y todos sabían— que Moisés había decretado la muerte para los adúlteros, para ambos culpables, el hombre y la mujer, y que la mano del acusador debía ser la primera en arrojar la piedra.

Pero aquí no se presentaba tal situación:

  • El hombre culpable estaba ausente.
  • El esposo agraviado no había presentado acusación.
  • No se habían convocado testigos, a fin de que “por boca de dos o tres testigos se estableciera toda palabra.”

Su propósito, más bien —como lo expresa Juan—, era “tentarlo, para tener de qué acusarle.”

El carácter de estos religiosos intrigantes se manifiesta plenamente en su cruel utilización de la mujer.

“Someterla al horror superfluo de esta odiosa publicidad; arrastrarla, recién salida del tormento de haber sido descubierta, hasta los sagrados atrios del templo; exponer a esta mujer despeinada, aterrorizada y sin velo a la mirada fría y lasciva de una multitud maliciosa; convertirla —sin la menor consideración por su dolor— en mero instrumento pasivo del odio que sentían hacia Jesús; y hacerlo todo no movidos por la indignación moral, sino por el deseo de satisfacer una malicia calculada: todo ello revelaba, en quienes así actuaban, una frialdad cínica, una crueldad sin gracia ni compasión, una barbarie del corazón y de la conciencia que no podía sino resultar repulsiva y aborrecible a Aquel que era infinitamente tierno, porque era infinitamente puro.”

Estos astutos escribas y fariseos taimados habían preparado bien su trampa. —“Maestro, ¿qué dices tú acerca de esta adúltera y del castigo que debe recibir?”

“Pensaban que por fin lo habían atrapado en un dilema.”

Sabían del divino y tembloroso amor que en Él había —ese amor que había amado donde otros odiaban, que había alabado donde otros despreciaban, y que había alentado donde otros aplastaban—; y sabían que esa compasión le había ganado la admiración de muchos y la devoción apasionada de no pocos.

Sabían que un publicano se contaba entre Sus escogidos, que pecadores habían compartido con Él la mesa, y que mujeres de mala fama, sin ser reprendidas, habían lavado Sus pies con lágrimas y escuchado Sus palabras.

¿Acaso absolvería Él ahora a esta mujer, haciéndose así culpable de herejía, poniéndose abiertamente en desacuerdo con la Ley sagrada y severa?
¿O, por el contrario, traicionaría Su propia misericordia, siendo implacable y condenándola?

Y si lo hacía, ¿no escandalizaría a la multitud, conmovida por Su ternura, y ofendería a las autoridades romanas, haciéndose merecedor de una acusación de sedición?

¿Cómo podría salir de semejante situación? Cualquiera de las dos alternativas —herejía o traición, acusación ante el Sanedrín o denuncia ante el procurador romano, oposición a los ortodoxos o alienación del pueblo— serviría igualmente a sus intenciones perversas.

Y pensaban: “¡Qué feliz oportunidad nos ha dado esta mujer débil y culpable!”

Así pues, la trampa estaba lista. Pero Jesús —sin dignarse a responder, apenas considerando su ardid digno de la más breve atención— “se inclinó y, con el dedo, escribió en tierra, como si no los oyera.”

Quizás lo que escribió fueron las mismas palabras que estaba por pronunciar; o quizás el acto mismo fue simbólico, una señal de perdón, “un símbolo de que la memoria de las cosas escritas en el polvo podía ser borrada y olvidada.”

Pero Sus adversarios, ajenos a cualquier enseñanza espiritual, insensibles a todo excepto a su malicioso plan, continuaron presionándolo con su pregunta repetida: —“¿Tú qué dices?”

Entonces Jesús se incorporó. Y habló: “El que de vosotros esté sin pecado, sea el primero en arrojar la piedra contra ella.”

Solo esas palabras bastaron.

Él habló, y ellos entendieron —porque sabían que no hablaba de pecados en general, sino del mismo pecado, el adulterio, del cual la mujer era culpable—. “Aquel de vosotros que no sea adúltero, arroje la primera piedra.”

¿Qué dice la Ley de Moisés? “La mano de los testigos será la primera sobre él para darle muerte, y después la mano de todo el pueblo.” (Deuteronomio 17:7) Jesús había leído sus corazones y discernido sus pecados. No había ni uno solo digno de acusarla conforme a la ley.

“Y, de nuevo, se inclinó y escribió en tierra.”

El espíritu que movía a estos escribas y fariseos no era, de ningún modo, el de una pureza sincera e indignada. Durante la decadencia de la vida nacional, en la familiaridad cotidiana con las degradaciones paganas, y en la sustitución gradual de una religión de corazón por una minuciosa legalidad levítica, la moral del pueblo se había corrompido por completo.

Ni siquiera los escribas y fariseos —a pesar de su religiosidad externa— tenían un verdadero horror ante la impureza, pues sus propias vidas estaban manchadas por los mismos pecados. No vieron, en el hecho de que esta mujer culpable hubiese caído en su poder, más que una oportunidad de hostigar, atrapar o incluso poner en peligro a aquel Profeta de Galilea, a quien ya consideraban su enemigo más mortal.

Mientras Jesús ignoraba deliberadamente a estos líderes malvados y pecadores, ellos se retiraban furtivamente, llenos de culpa.

“Convencidos por su propia conciencia”, salieron del templo “uno por uno, comenzando por los más ancianos hasta los últimos.”

Él había pronunciado unas pocas palabras simples y tranquilas, pero esas palabras, como la voz apacible y delicada que escuchó Elías en Horeb, fueron más terribles que el viento o el terremoto.

Cayeron como una chispa de fuego sobre corazones adormecidos, que pronto comenzaron a arder hasta que “el espíritu sonrojado y avergonzado” se rebeló dentro de ellos.

Los escribas y fariseos quedaron mudos y temerosos; soltaron a la mujer; sus miradas insolentes, llenas de engaño y malicia, se abatieron al suelo.

Los que habían impuesto un juicio injusto, ahora experimentaban justamente la angustia abrumadora de una vergüenza intolerable, mientras sobre sus conciencias culpables retumbaban, como truenos sucesivos, los pensamientos inspirados de las Escrituras:

“Por lo cual eres inexcusable, oh hombre, quienquiera que seas tú que juzgas; porque en lo que juzgas a otro, a ti mismo te condenas, porque tú que juzgas haces lo mismo. Mas sabemos que el juicio de Dios es según verdad contra los que practican tales cosas. ¿Y piensas esto, oh hombre, tú que juzgas a los que hacen tales cosas, y haces lo mismo, que escaparás del juicio de Dios? ¿O menosprecias las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad, ignorando que su bondad te guía al arrepentimiento? Pero por tu dureza y tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, el cual pagará a cada uno conforme a sus obras.” (Romanos 2:1–6)

Ellos eran, en verdad, “tales como la mujer que habían condenado”, y no se atrevieron a permanecer más tiempo.

Permitiendo que aquellos escribas mancillados por el pecado y fariseos impuros se retiraran sin siquiera mirar atrás, Jesús se enderezó nuevamente y le dijo: “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?”

Ella respondió: “Ninguno, Señor.”

Y Jesús le dijo: “Ni yo te condeno; vete, y no peques más.”

Y la mujer glorificó a Dios desde aquella hora y creyó en su nombre. Y no podemos dudar que se arrepintió de sus pecados, fue lavada en las aguas del bautismo, y se unió a los verdaderos creyentes que, por medio de la rectitud, han lavado sus vestiduras en la sangre del Cordero.

No podemos dejar pasar este punto sin expresar una doctrina clara y verdadera: Jesús no aprobó el acto de adulterio. Más bien, lo condenó, así como condena todo acto inmoral.

Los que son culpables de pecados sexuales, incluyendo el adulterio y las perversiones homosexuales, pueden arrepentirse y ser salvos en el reino del Padre.

Cuando Jesús dice aquí “ni yo te condeno”, sus palabras tienen dos significados:

  1. No la condena según la ley de Moisés, la cual requería que su acusador presidiera el juicio y arrojara la primera piedra.
  2. No la condena porque ella se había arrepentido y había sido purificada delante de Él.

Capítulo 71

El Mesías: La Luz del Mundo

“En mí toda la humanidad tendrá luz, y eso eternamente, aun aquellos que creerán en mi nombre.” (Éter 3:14)

“He aquí, yo soy la luz; he puesto un ejemplo para vosotros… He aquí, yo soy la luz que debéis sostener en alto—lo que me habéis visto hacer.” (3 Nefi 18:16, 24)


“Yo soy la Luz del Mundo”
(Juan 8:12)

Pocas de las declaraciones audaces de nuestro Señor causaron tal impresión en sus oyentes judíos como su afirmación mesiánica al decir que Él era la Luz del Mundo. Hasta entonces se había presentado como el Pan de Vida, del cual, si los hombres comen, nunca más tendrán hambre. Solo el día anterior había ofrecido agua viva a todos los que tienen sed espiritual. Su afirmación actual—ser la Luz, el Ejemplo, el Guía, el Arquetipo, el Modelo, el Patrón Perfecto para todos los hombres—supera, en cierto modo, todos los demás símbolos mesiánicos que se había aplicado a sí mismo.

Para comprender el significado y el impacto que esto tuvo sobre sus oyentes judíos, debemos reconocer dos cosas que ellos sabían:

  1. Sus profecías mesiánicas hablaban claramente de un Libertador que traería luz a Israel y—nótese bien—a todas las naciones.
  2. Aquellos manantiales de sabiduría judía, los escribas y los rabinos, enseñaban que el Mesías sería la Luz de los hombres.

Lo que Jesús hace ahora es aplicar las profecías mesiánicas y las enseñanzas rabínicas a sí mismo. No está en disputa el principio doctrinal—pues había acuerdo universal sobre ello—sino la aplicación de lo que los profetas y los rabinos habían dicho a la persona de este Hombre de Galilea, quien ahora había venido a Judea para decir a los judíos lo mismo que había estado diciendo todo el tiempo a sus compatriotas galileos.

En verdad, ¿cómo podría el Mesías Prometido venir a declarar buenas nuevas a los mansos, a predicar el evangelio a los pobres, a liberar a los hombres de la esclavitud del pecado, sin traer luz al mundo? ¿Cómo podría el Santo de Israel—quien es sin pecado y perfecto, e inmutable eternamente—venir a la mortalidad sin permanecer como el Inmaculado, y por tanto, ser luz y ejemplo para todos los hombres? Si el Gran Jehová—el Señor Omnipotente, quien fue y es desde toda la eternidad—estaba destinado a hacer de la carne su tabernáculo, ¿cómo podría hacer otra cosa que traer consigo la radiante luz y gloria que moraban en su persona?

Con respecto a su estado eterno como el Señor Jehová, la palabra profética abunda en declaraciones como estas:

“Jehová es mi luz y mi salvación.” (Salmo 27:1)
“Envía tu luz y tu verdad; éstas me guiarán.” (Salmo 43:3)
“Jehová es Dios, y nos ha hecho luz.” (Salmo 118:27)
“Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino.” (Salmo 119:105)

Nadie puede dudar que el Jehová de los judíos, quien guió a sus padres, fue en sí mismo la fuente de luz y de verdad para todos.

Con respecto a su futura misión mesiánica—su ministerio entre los mortales como el Hijo de Dios—está escrito: “También te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra.” (Isaías 49:6)

En cuanto al reino que establecerá, la palabra profética declara: “Y andarán las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu nacimiento.” (Isaías 60:3)

Y sobre su ministerio personal entre los hombres—un ministerio en las tierras gentiles de Zabulón y Neftalí—Isaías dice: “El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz; los que moraban en tierra de sombra de muerte, luz resplandeció sobre ellos.” (Isaías 9:2)

Así también el santo Simeón, quien había esperado por largo tiempo la Consolación de Israel, mientras sostenía al Niño en sus brazos en la casa de Jehová y hablaba movido por el Espíritu Santo, proclamó al Hijo de María como: “Luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel.” (Lucas 2:32)

Las enseñanzas de los rabinos, que designaban a su Mesías como el gran portador de luz al mundo, se resumen en estas palabras: En el Midrash se nos dice que, “mientras que comúnmente las ventanas eran anchas por dentro y estrechas por fuera, en el Templo de Salomón era lo contrario, porque la luz que salía del Santuario debía iluminar lo que estaba fuera.” Además, “si la luz del Santuario debía arder perpetuamente delante de Jehová, no era porque Él necesitara tal luz, sino porque honraba a Israel con este mandato simbólico. En los tiempos mesiánicos, Dios, en cumplimiento del significado profético de este rito, ‘encendería para ellos una Gran Luz’, y las naciones del mundo señalarían a Israel, que había encendido la luz para Aquel que ilumina al mundo entero.”

Aún más, “los rabinos hablan de la luz original con la que Dios se había envuelto como en una vestidura, y que no podía brillar de día, porque habría opacado la luz del sol. De esa luz fueron encendidas la del sol, la luna y las estrellas. Ahora está reservada bajo el trono de Dios para el Mesías, en cuyos días volverá a resplandecer.” Finalmente, el Midrash designa al Mesías como el Iluminador, y dice de Él: “La luz mora con Él.” (Edersheim 2:166)

Así pues, Él, el Mesías judío, según sus propias profecías y de acuerdo con las enseñanzas rabínicas, estaba destinado a ser una luz, no solo para los remanentes dispersos de Israel, sino también para los gentiles, las naciones paganas, aquellos que los más devotos consideraban fuera del alcance de la gracia salvadora. Su Mesías había de ser la Luz del Mundo.

Jesús está a punto de proclamarse a sí mismo como la Luz del Mundo. Escoge el tiempo de la Fiesta de los Tabernáculos como el marco para tal proclamación, por dos razones muy significativas:

  1. Esta fiesta, como hemos visto, es aquella en la que se ofrecen sacrificios por las naciones paganas; es la época en que la simiente escogida vuelve su pensamiento a enviar luz y verdad a los que moran en tinieblas.
  2. Durante esta festividad, cada noche se encendían los grandes candelabros del templo para simbolizar el envío de luz a los habitantes de la ciudad y del mundo.

Tal vez ocurrió algo que dirigió la atención de las multitudes hacia esos gigantescos candelabros, de cincuenta codos de altura, en cuyos brazos ardían las lámparas de las cuales salía la luz. En cualquier caso, Jesús aprovechó esta ocasión, en este ambiente y durante esta fiesta, para declarar:

“Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.”

¡La Luz del Mundo! Judíos y gentiles por igual—todas las personas—debían mirar hacia Él. ¡Qué magistralmente Jesús aplicó los símbolos de la fiesta a sí mismo!

“Yo, Jesús, soy la Fuente; la luz y la verdad resplandecen desde mí. Mi palabra es luz; es verdad. Sígueme; yo soy el Ejemplo. Cree en mi evangelio y no andarás más en tinieblas; haz lo que yo hago, y serás como yo soy. Tendrás la luz que da vida, la luz que conduce a la vida eterna.”

Los Fariseos Rechazan la Luz
(Juan 8:13–20)

Ahora contemplamos algo que nos hace llorar—llorar por la ceguera espiritual y la depravación de toda una raza de religiosos. No es que las profecías y los conceptos mesiánicos les sean desconocidos. Ellos saben, y se les ha enseñado por miles de años, que vendrá uno que se anunciará a sí mismo como la Luz del Mundo. Ellos y sus padres han esperado este día durante cuatro milenios: el día en que los que moran en tinieblas verán una gran luz; el día en que el Libertador vendrá a Israel para disipar la oscuridad de la noche con la luz de la vida, con la luz de la vida eterna.

Y ahora, en medio del pueblo escogido, está un hombre como ninguno que hayan visto jamás; aquí, sentado en el tesoro del santo templo, se halla uno que declara: “Yo soy la Luz del Mundo; soy vuestro Mesías prometido; soy el Hijo de Dios. Venid a mí, y seréis salvos.”

Él es el mismo hombre conocido por todo el pueblo como aquel que abre los ojos de los ciegos, destapa los oídos de los sordos y manda a los espíritus de los hombres volver a cuerpos embalsamados para que los muertos vivan otra vez. Es aquel que limpia a los leprosos, expulsa los espíritus malignos y dice a las tormentas furiosas: ‘Calla,’ y así sucede. Es el que habla—y esto ninguno puede negarlo—como jamás hombre alguno habló. Su elocuencia sencilla sobrepasa la de sus más grandes oradores y predicadores más profundos.

Y, sin embargo, no creen; eligen rechazarlo a Él y a su mensaje. En respuesta directa a su testimonio personal de que es la Luz del Mundo, los fariseos dicen: “Tú das testimonio de ti mismo; tu testimonio no es verdadero.”

No hay ciego tan ciego como aquel que no quiere ver, ni sordo tan sordo como aquel que no quiere oír. ¿Por qué esta incredulidad absoluta? ¿Por qué dicen que el sol no brilla mientras lo están viendo?

La respuesta ya se ha dado antes. Fue en la primera Pascua: “Porque los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas.” (Véase capítulo 30, Libro 1).

Pero ningún hombre, y menos aún estos piadosos fariseos, dice: “Elijo andar en tinieblas porque soy un pecador.” ¿Cuál, entonces, es la excusa que presentan para rechazar la Luz? Es que sus palabras no cumplen con los requisitos de su ley divina de los testigos, porque él solo da testimonio de su veracidad. Este también es un asunto que él ya ha contestado antes, en la Segunda Pascua, cuando proclamó su filiación divina con palabras claras y precisas, y mostró que el mismo testimonio también había sido dado por Juan el Bautista, por su Padre, por testigos inspirados movidos por el Espíritu Santo y por todo el cuerpo de las Escrituras. (Véase el capítulo 38, Libro 2.) Ahora su respuesta es: Aunque yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio es verdadero; porque sé de dónde he venido y adónde voy; pero vosotros no podéis decir de dónde vengo ni adónde voy.

Al afirmar que Jesús no podía dar un testimonio verdadero de su propia divinidad, los fariseos intentaban aplicar una regla del procedimiento judicial que rechazaba el testimonio personal no corroborado. En los juicios, todas las cosas debían establecerse por la boca de dos o tres testigos. Así, ellos presumían sentarse en juicio sobre él. En un momento más él nombrará a otro, a su Padre, quien también es su testigo; pero primero rechaza su afirmación de que aun su testimonio no respaldado no es verdadero, y al hacerlo se coloca a sí mismo como juez en lugar de ser el acusado.

Él conoce su origen, de dónde vino y adónde pronto irá; ellos no. Él puede testificar de estas cosas. Él sabe; ellos carecen de conocimiento y solo pueden ofrecer un testimonio negativo, por así decirlo. Los testigos solo pueden testificar de lo que saben, no de lo que no saben. Jehová dice a su pueblo: “Vosotros sois mis testigos, dice Jehová, que yo soy Dios.” (Isaías 43:12.) Así, aquellos santos que saben de la existencia de Dios por revelación del Espíritu Santo pueden testificar: “Yo sé que Dios vive”; pero alguien que no lo sabe no puede testificar: “No hay Dios.” El hecho de que alguien no sepa algo no es prueba de que esa cosa no sea verdadera. En este caso, Jesús puede testificar quién es porque él lo sabe; los fariseos no pueden negarlo porque es algo que ellos no saben. Su único testimonio válido sería declarar que no sabían de una u otra manera. Y así continúa Jesús:

Vosotros juzgáis según la carne; yo no juzgo a nadie. Y aun si yo juzgo, mi juicio es verdadero; porque no estoy solo, sino yo y el Padre que me envió.

“Vosotros buscáis juzgarme según la ley, la cual requiere testigos adicionales. Yo no me involucro en tales contenciones. Cuando me siento a juzgar sobre cualquier asunto, mis decisiones son verdaderas y justas, porque no juzgo por mí mismo, sino que doy el juicio de aquel que me envió, que es el Padre.” Esta afirmación resolvía el asunto desde el punto de vista eterno; tales eran las realidades en lo que concernía a las verdades eternas de la salvación. Él era el Cristo, y Cristo es Dios, y su testimonio por sí solo bastaba en ese punto. Pero había, en verdad, más; aun si ellos escogían juzgarlo conforme a su sistema legal, él de todos modos cumplía con sus requisitos.

También está escrito en vuestra ley que el testimonio de dos hombres es verdadero. Yo soy uno que da testimonio de mí mismo, y el Padre que me envió da testimonio de mí.

Esto, como ya hemos visto antes, es la ley divina de los testigos. Operaba en el caso de Jesús. Dos “hombres” daban testimonio de él: él era un hombre, el Padre era el otro. Dios mismo es un Hombre Santo.

Entonces los fariseos preguntaron, no quién es el Padre —Jesús ya lo había dejado abundantemente claro en esta y en muchas otras ocasiones—, sino: “¿Dónde está tu Padre?” Quizá, en su estado espiritualmente entenebrecido, suponían que el Padre debía venir personalmente a dar testimonio del Hijo, en lugar de hacerlo, como su ley eterna dispone, por medio del poder del Espíritu Santo.

Ni a mí me conocéis, ni a mi Padre; si a mí me conocieseis, también a mi Padre conoceríais.

Esta es la esencia y sustancia de todo el asunto. Porque no creyeron en el Hijo, fueron incapaces de creer en el Padre. ¿Cómo puede alguien creer que el Hijo es el engendrado del Padre sin creer que el Padre es el progenitor del Hijo? Conocer al uno es conocer al otro; y no creer en uno es no creer en el otro. Habiendo hablado así, habiendo pronunciado palabras que en los oídos farisaicos tenían el sonido de la blasfemia, la reacción esperada habría sido: “Apedreémosle como nuestra ley lo requiere, porque se hace Dios a sí mismo.” Pero, como concluye Juan, “Nadie le echó mano, porque aún no había llegado su hora.”

“Creed en mí, o morid en vuestros pecados” (Juan 8:21-30)

Yo me voy, y me buscaréis, y en vuestros pecados moriréis; a donde yo voy, vosotros no podéis venir.

Estas palabras, dichas más tarde, quizá en uno de los pórticos del templo, son evidentemente la conclusión de una enseñanza más extensa de parte de Jesús. Él está diciendo que el Hijo seguirá su propio camino de regreso al Padre. No será el Mesías temporal que ellos desean, aunque seguirán buscando tal gobernante mundano. Pero, porque no creen ni en él ni en su Padre, morirán en sus pecados. Todos los hombres han pecado, y solo aquellos que creen, se arrepienten, se bautizan y reciben el Espíritu Santo llegan a ser limpios y calificar para una herencia celestial. Ningún otro puede ir a donde él está.

Esta doctrina es fuerte; el significado es claro para oídos judíos; aun estos rebeldes habitantes de Jerusalén saben que él está hablando de su sacrificio expiatorio y de su muerte, y de su morada celestial con su Padre. También saben que han estado tramando precisamente esa muerte. Desde su punto de vista, él no debe dejar ninguna implicación de que ellos, los judíos, serán culpables de su muerte. Atentos a su propia defensa, dicen —no es una pregunta dirigida a él, sino una afirmación al gentío—: “¿Se matará a sí mismo? porque dice: A donde yo voy, vosotros no podéis venir.” ‘Ved, va a suicidarse e ir al Seol, adonde ninguno de nosotros los judíos irá.’

Jesús conoce sus designios e intenciones. No escaparán de la responsabilidad de sus planes malvados con tales declaraciones interesadas. Él dice: Vosotros sois de abajo; yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo; yo no soy de este mundo.

“Vosotros mismos sois de los reinos inferiores; yo soy del cielo. Sois carnales, sensuales y diabólicos, y seguís un curso mundano, un curso que ansía mi sangre; yo soy justo y vivo por un estándar superior.”

Os dije, pues, que moriréis en vuestros pecados; porque si no creéis que yo soy, en vuestros pecados moriréis.

“Repito: vuestras obras son malas; sois pecadores; buscáis lo que es malo; y moriréis en vuestros pecados. Solo yo puedo salvaros; la remisión de los pecados viene por la fe, el arrepentimiento y el bautismo. Si no creéis en mí, moriréis en vuestros pecados y seréis condenados en la eternidad.”

Una vez más, el significado es claro: una vez más, los oídos judíos saben que él está lanzando anatemas sobre ellos por rechazarlo; una vez más, saben que los está condenando por su desprecio hacia él. ¿Cuál es su defensa? Tal vez puedan atraparlo para que diga algo claramente blasfemo y así adelantar sus planes de muerte. “¿Quién eres tú?”, le preguntan. Su respuesta: El mismo que os he dicho desde el principio.

“¿Por qué intentáis atraparme ahora? Desde el principio de mi ministerio —en toda Judea y Galilea y entre los extranjeros, siempre y en todas partes— he dado el mismo testimonio. Mi identidad está registrada. Todos los que me han oído hablar saben lo que he dicho acerca de mí y de mi Padre.”

Y añade: Muchas cosas tengo que decir y juzgar de vosotros; pero el que me envió es verdadero; y yo, lo que he oído de él, esto hablo al mundo.

Tristemente, como registra Juan, había entre ellos quienes “no entendieron que les hablaba del Padre.” A pesar de todo lo que había dicho y ahora decía, un velo de incredulidad cubría sus corazones. Los hombres malvados y carnales no pueden comprender las cosas del Espíritu; solo aquellos que escuchan las insinuaciones de esa luz —la luz de la conciencia, la Luz de Cristo, esa luz con la cual todos los hombres son dotados— solo esos son guiados a la verdad.

Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que yo soy, y que nada hago por mí mismo; sino que según me enseñó el Padre, así hablo.

Y el que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada.

“Seré crucificado. Vosotros, por manos romanas, me levantaréis en la cruz; vosotros, por una lanza romana, traspasaréis mi costado; y finalmente, en un día distante, miraréis al que traspasasteis y sabréis que soy yo, el que vino para traer salvación. Y, aun así, nada puedo hacer por mí mismo. Sirvo por mandato de mi Padre; él me enseñó todo lo que sé, y hablo sus palabras. Él me envió. Soy su Hijo, y él siempre está conmigo, porque yo hago siempre lo que le agrada.”

“Mientras hablaba estas cosas,” dice Juan, “muchos creyeron en él.” O mejor dicho, como estamos a punto de ver, muchos comenzaron a creer en él, porque su fe aún no era perfecta y todavía tenían mucho que hacer para llegar a ser verdaderamente sus discípulos.


Capítulo 72

La descendencia de Abraham

Somos hijos de Abraham —dijeron los judíos a Jehová—;
seguiremos a nuestro Padre y heredaremos su tesoro.
Pero de Jesús nuestro Señor vino la reprensión punzante:
Sois hijos de aquel a quien elegís obedecer;
si fuerais descendencia de Abraham andaríais en su senda
y escaparíais de las fuertes cadenas del padre de la ira.

Tenemos a Moisés el vidente y a los profetas antiguos;
atesoraremos todas sus palabras como plata y oro.
Pero de Jesús nuestro Señor vino la voz que amonesta:
Si a Moisés os volvéis, entonces prestad atención a su palabra;
solo entonces podréis esperar recompensas de gran valor,
pues él habló de mi venida y de mis labores en la tierra.

Tenemos a Pedro y a Pablo; en sus pasos caminemos,
así dicen los religiosos mientras adoran a su Dios.
Pero habla Aquel que es Señor de vivos y muertos:
En las manos de esos profetas, esos maestros y videntes,
que moran en vuestro día, he dado las llaves;
a ellos debéis volveros para agradar al Eterno.


“La verdad os hará libres”
(Juan 8:31–36)

Al concluir la festividad y el espíritu de compañerismo del Festival de los Tabernáculos, los atrios del templo presentan una escena desconcertante de confusión y contienda. Una multitud heterogénea se reúne en grupos en los distintos pórticos para escuchar las palabras de los rabinos prominentes. En los atrios mugen los bueyes y balan las ovejas destinadas a morir en los ritos de sacrificio. Las brisas otoñales llevan el olor del estiércol y el hedor de la orina.

Los cambistas ejercen su oficio: los bazares del templo gozan de un comercio próspero, y los hijos de Anás llenan sus rapaces bolsillos con sumas extorsivas.

Grandes multitudes se congregan alrededor de Jesús en uno de los pórticos mientras él se sienta para continuar los prolongados diálogos doctrinales que ya han durado cuatro o cinco días. Parte de la multitud es amistosa, otra no; algunos son mansos y humildes de corazón, otros son intrigantes y mentirosos. Están presentes sanedritas, esas almas santurronas que se complacen en cargar con los fardos religiosos de la nación. Hay sacerdotes piadosos y escribas altaneros. Los fariseos, que ensanchan sus filacterias y de cuyos vestidos cuelgan los flecos sagrados en señal de su pacto de ser un pueblo apartado, se mezclan entre ellos. Vemos a rudos galileos, orgullosos judíos, gentiles astutos y mundanos. Hay peregrinos de lejos, de Egipto, Grecia y Roma, incluso, quizá, de una tierra tan distante como España, pues los judíos en este tiempo están por todas partes. Herodianos, siempre atentos a los intereses de Roma, se infiltran entre ellos, y los soldados romanos no están lejos, esperando la orden, si fuera necesario, para mantener la paz. También entre el grupo se encuentran los discípulos, Pedro y Juan y los demás, escuchando las palabras del Maestro y participando en numerosas discusiones del evangelio.

En un momento Jesús conversa con un grupo, en otro con uno diferente. Ciertos entre la multitud acaban de escucharlo testificar —con un poder incomparable— de su próxima expiación y de que Dios es su Padre. Creen en su doctrina y sus corazones son traspasados por el poder de su testimonio, pero aún no son como aquellos que han soportado con él el calor del día y que han obrado milagros en su nombre. A estos nuevos creyentes parciales les dice:

Si permanecéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.

“Habéis comenzado a creer; estáis ejercitando una partícula de fe. Mis palabras, como buena semilla, están empezando a brotar en vuestras almas; y en esto habéis hecho bien. Pero, si habéis de ser mis verdaderos discípulos —mis amigos íntimos; aquellos que están siempre conmigo; los que se sientan conmigo en el reino de mi Padre— debéis deleitaros en mis palabras y guardar mis mandamientos. Entonces seréis mis discípulos. Entonces conoceréis la verdad. Vuestras mentes serán ágiles y despiertas; recibiréis revelación por el poder del Espíritu; y los dones del Espíritu se derramarán sobre vosotros. Entonces conoceréis las verdades de la salvación; comprenderéis el evangelio; sabréis las cosas que debéis hacer para obtener paz en esta vida y vida eterna en el mundo venidero. La verdad os hará libres: libres de la oscuridad, libres de todas las tradiciones que encadenan el alma y os impiden la salvación.”

¡La verdad os hará libres! —“Libres del poder condenatorio de la falsa doctrina; libres de la esclavitud del apetito y la lujuria; libres de las cadenas del pecado; libres de toda influencia mala y corrupta y de todo poder restrictivo y limitante; libres para avanzar hacia la libertad ilimitada que solo gozan en su plenitud los seres exaltados.” (Comentario 1:456-57.)

Con la declaración de Jesús —afirmando que el conocimiento de la verdad tal como él la revelaba los conduciría a la salvación— su fe murió antes de nacer. No, ellos no continuarían en su palabra para obtener la verdad. Más bien, “Somos descendencia de Abraham,” dijeron, “y jamás hemos sido esclavos de nadie; ¿cómo dices tú: Seréis libres?”

“Somos la descendencia escogida. Dios llamó a Abraham, nuestro padre, y dio las verdades de salvación a él y a su simiente para siempre. Ninguno fuera de la simiente escogida tiene la verdad; nadie más será salvo. Todos los que son ajenos a Israel serán condenados. Ya somos libres, libres de todas las ataduras condenatorias de los paganos que nos rodean. No necesitamos que tú nos hagas libres. No necesitas traernos otro sistema de religión. Ya tenemos el convenio abrahámico de salvación.”

Y todo esto tiene un tono tan familiar. Estos mismos judíos, cuando Juan el Bautista procuró introducir un nuevo orden de verdad y salvación, decían en su interior: “Tenemos a Abraham por padre.” ‘No necesitamos un nuevo convenio. Estamos libres de las ilusiones gentiles; seremos salvos.’ Y tal, tristemente, es siempre el clamor de los pueblos apóstatas. Su costumbre es confiar en las promesas hechas a los profetas antiguos en vez de aceptar la nueva revelación enviada del cielo en su propio día. Pero para todo esto Jesús tiene una respuesta: De cierto, de cierto os digo: Todo aquel que comete pecado es siervo del pecado. Y el siervo no queda en la casa para siempre; el Hijo sí queda para siempre. Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres.

“Es cierto, sois descendencia de Abraham en el sentido literal y temporal; descendéis de él; y su sangre fluye en vuestras venas. Como tales moráis en su casa aquí en esta vida y suponéis que así permaneceréis para siempre.”

“Temporalmente hablando, solo los miembros de la familia permanecen de forma permanente en la casa; los siervos van y vienen en sus tareas serviles; no pueden permanecer para siempre en la casa a menos que sean liberados de su condición de siervos; permanecen fuera del círculo íntimo a menos que sean adoptados como miembros de la familia, convirtiéndose así en herederos legales de todos sus privilegios.”

“Pero no sois descendencia de Abraham en el sentido espiritual y eterno, porque cometéis pecado y, por lo tanto, sois siervos del pecado. ¿No os dije: Si no creéis que yo soy el Mesías, en vuestros pecados moriréis?”

“Solo los miembros de la familia, los hombres y mujeres libres, los hijos e hijas de Dios, permanecerán para siempre en su reino; los siervos, aquellos atados por las cadenas del pecado, ministrarán en sus esferas asignadas; no pueden permanecer en la casa del Padre a menos que sean liberados del pecado mediante el poder purificador del Hijo. Para obtener una herencia en el reino espiritual, deben nacer espiritualmente del Padre, ser adoptados en su familia como coherederos con el Hijo.”

Así, pues: “Podéis pertenecer ahora a la casa de Abraham en la mortalidad, pero no siempre será así. Solo aquellos que creen en mí como el Hijo de Dios permanecerán en la casa del fiel Abraham en los mundos eternos. Si abandonáis el pecado y creéis en el Hijo, él os hará libres de la esclavitud espiritual, y solo los libres serán la descendencia de Abraham en lo porvenir.” (Comentario 1:457.)

¿Quiénes son los hijos de Abraham?
(Juan 8:37–50; JST Juan 8:43, 47)

“Vosotros sois hijos de los profetas; y sois de la casa de Israel; y sois del convenio que el Padre hizo con vuestros padres, diciendo a Abraham: Y en tu simiente serán benditas todas las familias de la tierra.” Así habló el Señor resucitado al remanente nefitas de Israel; así también pudo haber hablado el Señor mortal a aquellos judíos que estaban en su presencia en aquel 18 de octubre del año 29 d.C., en la octava del Festival de los Tabernáculos de ese año; y así puede hablar hoy al remanente de su antiguo pueblo que ha sido reunido en el verdadero redil y reino en nuestros días.

¡Hijos de los profetas! ¡La simiente literal de Abraham, la descendencia de su cuerpo, su posteridad, que son herederos naturales de las bendiciones de su padre! Y esas bendiciones son las bendiciones del matrimonio celestial, de una unidad familiar eterna, de una posteridad tanto en este mundo como en el venidero, tan numerosa como la arena del mar o como las estrellas del cielo. Son las bendiciones del aumento eterno, de la vida eterna en la Presencia Sempiternamente Viva.

“El Padre, habiéndome levantado a vosotros primero, y enviado para bendeciros, apartando a cada uno de vosotros de sus iniquidades; y esto porque sois hijos del convenio. Y después que fuisteis bendecidos, entonces cumple el Padre el convenio que hizo con Abraham, diciendo: En tu simiente serán benditas todas las familias de la tierra; hasta el derramamiento del Espíritu Santo por medio de mí sobre los gentiles.” (3 Nefi 20:25–27.)

¡Hijos del convenio! Dios hizo un convenio con Abraham para salvarlo y exaltarlo a él, y a su descendencia literal, y también a todos los gentiles que se unieran a su familia por adopción—todo esto con la condición de que aquellos que serían así honrados en la eternidad aceptaran al Mesías y guardaran sus mandamientos. Aun los gentiles adoptados en la familia de Abraham recibirían el Espíritu Santo, el mayor don que puede conferirse a los hombres en la mortalidad.

Con respecto al diálogo contenido en Juan 8:37–50, que aquí consideramos, he escrito en otra parte: “Durante casi dos mil años, todo Israel se aferró tenazmente a la promesa de Dios a Abraham: ‘Estableceré mi pacto entre mí y ti, y tu descendencia después de ti en sus generaciones, por pacto perpetuo, para ser tu Dios y el de tu descendencia después de ti.’ También: ‘Y en tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra.’ Ahora estos judíos incrédulos, un remanente de la simiente del fiel Abraham, gloriándose en su linaje abrahámico, disputaban con Jesús acerca de su supuesto estatus preferencial como la “simiente” de aquel antiguo patriarca.

“Para entender esta discusión entre Jesús y sus detractores judíos, debe recordarse que los hombres nacen en diversas familias, naciones y razas como resultado directo de su vida preexistente. Muchos espíritus selectos de la preexistencia son enviados a familias escogidas. Esto les permite pasar sus probaciones mortales en circunstancias donde el evangelio y sus bendiciones les serán más fácilmente accesibles.

“Abraham obtuvo la promesa del Señor de que sus descendientes, su ‘simiente literal, . . . la simiente de su cuerpo,’ serían herederos naturales de todas ‘las bendiciones del Evangelio.’ Su simiente habría de ser ‘herederos legales, según la carne,’ debido a su ‘linaje.’ En consecuencia, desde los días de Abraham, el Señor ha enviado una multitud de espíritus justos por medio de esa línea favorecida.

“Además, Abraham también recibió la seguridad divina de que todos aquellos que posteriormente recibieran el evangelio, sin importar su linaje literal, serían ‘contados’ como su simiente y se levantarían a bendecirlo como su padre. Por adopción, tales conversos llegarían a ‘ser . . . la simiente de Abraham.’”

Por el contrario, y en este sentido espiritual, aquellos de la descendencia literal de Abraham que rechazaran la luz del evangelio serían cortados de la casa de sus padres y se les negaría una herencia eterna con Israel y con Abraham. “Porque no todos los que descienden de Israel son israelitas,” como explicó Pablo. “Ni por ser descendientes de Abraham son todos hijos;… esto es: no los que son hijos según la carne son los hijos de Dios, sino que los hijos de la promesa son contados como descendencia.”

“Así, pues, hay dos significados distintos de la expresión ‘descendencia de Abraham’: (1) Están sus descendientes literales, que han salido de sus lomos y que, en virtud de su posición familiar favorecida, son herederos naturales de las mismas bendiciones que Abraham mismo disfrutó; y (2) están aquellos (incluidos los miembros adoptados de la familia) que llegan a ser la ‘descendencia de Abraham’ en el pleno sentido espiritual al conformarse a los mismos principios del evangelio que Abraham obedeció. En este sentido espiritual, los descendientes literales desobedientes de Abraham, siendo ‘hijos según la carne,’ no son ‘contados’ como descendencia de Abraham, sino que son cortados de las bendiciones del evangelio.” (Comentario 1:458–460.)

Ahora estamos preparados para la conversación misma. Jesús dijo: “Yo sé que sois descendencia de Abraham; pero procuráis matarme, porque mi palabra no halla cabida en vosotros. Yo hablo lo que he visto cerca del Padre; y vosotros hacéis lo que habéis visto cerca de vuestro padre.”

“Vosotros sois descendencia de Abraham en esta vida, pero no sois sus hijos espiritualmente, porque rechazáis a Aquel en quien Abraham creyó y cuyo evangelio vivió. Es más, procuráis matar a aquel en quien Abraham creyó. Buscáis matarme porque hablo lo que he recibido de mi Padre para vuestro bien. Pero al procurar matarme, hacéis lo que vuestro padre desea.”

A esto, sin reflexión ni razón, replicaron: “Abraham es nuestro padre.” Jesús respondió: Si fuerais hijos de Abraham, las obras de Abraham haríais. Pero ahora procuráis matarme a mí, hombre que os he hablado la verdad, la cual he oído de Dios; no hizo esto Abraham. Vosotros hacéis las obras de vuestro padre.

¡Las obras de Abraham! Las obras de justicia—porque “Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia” (Romanos 4:3)—. Las obras de justicia de Abraham fueron estas: tuvo fe en el Señor Jehová, cuyo evangelio creyó y en cuyos caminos anduvo; se arrepintió de sus pecados, fue bautizado conforme a la manera de sus padres, y recibió el don del Espíritu Santo. Desde entonces perseveró en buenas obras todos los días de su vida—honrando el sacerdocio, viviendo en el orden patriarcal del matrimonio, recibiendo visiones y revelaciones y los dones del Espíritu, y adorando al Padre en el nombre del Hijo, como lo hicieron Adán y todos los antiguos.

En cuanto a ese matrimonio celestial practicado por Abraham y a la vida eterna que de él procede, la palabra revelada a Israel en los últimos días es: “Esta promesa es vuestra también, porque sois de Abraham, y la promesa fue hecha a Abraham; y por esta ley es la continuación de las obras de mi Padre, en las cuales se glorifica a sí mismo. Id, pues, y haced las obras de Abraham; entrad en mi ley y seréis salvos.” (Doctrina y Convenios 132:31–32.)

Pero estos hijos rebeldes —hijos en lo físico, pero no en lo espiritual— buscan matar al mismo Jehová a quien Abraham, su padre, reverenció. Y lo hacen porque él les declara algunas de las mismas verdades que reveló a Abraham, verdades que aprendió de su Padre, Elohim. Tal proceder iba en contra de todo lo que el antiguo patriarca representaba, y por tanto, estos judíos estaban haciendo las obras no del justo Abraham, sino de un padre maligno. “Sois apóstatas que andáis en el camino de la maldad, siendo guiados por el diablo a quien habéis adoptado como vuestro padre.”

“No hemos nacido de fornicación,” responden; “un Padre tenemos, que es Dios.” “El diablo no es nuestro padre; no somos ilegítimos espiritualmente. Somos hijos de Abraham y tenemos la religión verdadera, y por tanto, Dios es nuestro Padre.”

Si vuestro Padre fuese Dios, me amaríais; porque yo de Dios he salido y he venido; pues no he venido de mí mismo, sino que él me envió.

“Si tuvierais la religión verdadera, haciendo de Dios vuestro Padre, me aceptaríais, porque Dios me envió para guiar a los hombres hacia Él. ¿Cómo podéis creer en el Padre y rechazar al Hijo, que es la misma imagen del Padre, que procede de Él, que habla Sus palabras y hace Sus obras?”

¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra. Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer.

Los inicuos e impíos no pueden soportar la palabra de Dios; es una carga que aplasta sus almas y los deja sin vida en el polvo de la desesperación. Y además, “tan ciertamente como los obedientes ‘reciben la adopción de hijos’, llegando a ser ‘hijos de Dios’, así también los desobedientes son adoptados en la iglesia o reino del diablo, llegando a ser hijos del diablo.” (Comentario 1:461.)

En cuanto al padre satánico de estos hijos satánicos, Jesús ahora dice:

Él ha sido homicida desde el principio, y no permaneció en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla mentira, de suyo habla, porque es mentiroso y padre de mentira.

Satanás es real; es personal; es una entidad, un ser, un espíritu. Es tan personal y real como cualquiera de los hijos espirituales del Padre —pues tal es él—: “Lucifer, hijo de la mañana”; “Perdición”, por quien “los cielos lloraron” (DyC 76:26); el diablo que se rebeló y desafió a Dios y a todos los ejércitos de Miguel; el dragón antiguo cuya cola arrastró a la tercera parte de las estrellas del cielo, en el día en que hubo guerra en los cielos. Fue homicida desde el principio en cuanto procuró destruir la luz y la verdad y susurra a cada Caín malvado que escoja y mate a un Abel justo. Como enemigo de la verdad es amigo de la falsedad. Fue mentiroso en la preexistencia y lo es ahora. Cualquier verdad que él o sus siervos pronuncien está entretejida con mentiras en un esfuerzo por hacer que su propio “evangelio” sea más apetecible a las mentes de los hombres. Él es quien “incita a los hijos de los hombres” —como en el caso de estos judíos— “a combinaciones secretas de asesinato y a toda clase de obras secretas de tinieblas.” (2 Nefi 9:9.)

Y porque yo digo la verdad, no me creéis. ¿Quién de vosotros me redarguye de pecado? Y si digo la verdad, ¿por qué vosotros no me creéis? El que es de Dios, las palabras de Dios oye; por esto no las oís vosotros, porque no sois de Dios.

“Yo estoy sin pecado; mi curso de vida es perfecto. Como ninguno de vosotros puede hallar pecado en mí, debería ser evidente que mi vida y mis enseñanzas están en perfecta armonía con la verdad, y por consiguiente, lo que os digo es verdadero. ¿Por qué entonces no me creéis? Si tuvierais las verdades de salvación, de modo que fuerais hijos de Dios, aceptaríais la palabra de Dios que ahora os entrego. Pero el mismo hecho de que no aceptáis mis palabras demuestra que no sois de Dios y que no tenéis la verdadera religión que es de Dios.”

Incapaces de responderle, y en un arranque de odio y furia, los judíos preguntan —aunque es más una proclamación que una pregunta—: “¿No decimos bien nosotros que tú eres samaritano y que tienes demonio?” ¡Cuántas veces recurren al grito “Tú tienes demonio” para justificar en sus propias mentes su violenta oposición! Sin embargo, la difamación degradante de que él es samaritano no es una acusación de que viniera de Samaria o de que fuera de esa raza odiada. En esta misma fiesta han intentado menospreciarlo llamándolo galileo, no samaritano. Edersheim nos dice que la palabra que significa samaritano “se usa casi con la misma frecuencia en el sentido de hereje” y que “a veces se emplea como equivalente de… el Príncipe de los demonios.” (Edersheim 2:174.) Estos hombres malvados, sumidos en la iniquidad y entrenados en las artes del sacerdocio corrupto, están diciendo así que él tiene un demonio y que es un hereje o, peor aún, el mismo príncipe de los demonios.

La respuesta de nuestro Señor es simplemente decir: Yo no tengo demonio; antes honro a mi Padre, y vosotros me deshonráis. Pero yo no busco mi gloria; hay quien la busca y juzga.

“No estoy poseído de un demonio. Si lo estuviera, mis enseñanzas y obras no honrarían y glorificarían a mi Padre como lo hacen. Pero vosotros me deshonráis porque yo soy de Dios y vosotros no lo sois. No busco mi propia gloria, como hacen los que son del diablo; pero hay uno, incluso Dios, que la busca para mí, y él juzgará a los que me deshonran.”

“Antes que Abraham fuese, yo soy Jehová”
(Juan 8:51–59)

Este período de predicación está ascendiendo hacia su glorioso clímax. Pronto, en un crescendo perfectamente orquestado de música divina, el Sin Pecado proclamará su filiación divina con palabras que nunca antes le hemos oído usar: su testimonio será como cuando una zarza ardía y no se consumía, o cuando humo, fuego y temblor cubrían el Sinaí mientras el Señor Jehová escribía la ley en tablas de piedra con su propio dedo. Esta vez, sin embargo, el Hombre Jesús escribirá el testimonio en los corazones quebrantados de los discípulos creyentes, mientras los corazones de piedra de los hijos de Satanás mantendrán su dureza granítica.

A medida que el ritmo y el tono de la gran orquestación adquieren nuevo poder, Jesús dice: De cierto, de cierto os digo: El que guarda mi palabra, nunca verá muerte.

Una vez más habla de “mi palabra”, de “mi dicho”, como bien puede hacerlo, pues él es Dios; y la palabra procede de él, así como procede de su Padre. “Mi palabra… es mi ley.” (DyC 132:12.) Los profetas hablan de la palabra del Señor; Jesús habla de su propia palabra y de la de su Padre. Aquellos que guardan sus mandamientos nunca verán la muerte; no morirán espiritualmente. Es la misma doctrina que ya ha enseñado antes; es una manera completamente judía de hablar. Según sus propias tradiciones, el Mesías vendría trayendo salvación, teniendo vida en sí mismo, rescatando y redimiendo a su pueblo tanto temporal como espiritualmente. Es decir: “Sabían que él vendría trayendo aquellas verdades mediante las cuales los hombres nacen de nuevo, disfrutan de vida espiritual y evitan la muerte espiritual. … Estos judíos sabían que quienes creyeran y obedecieran las palabras del verdadero Mesías nunca verían la muerte espiritual.” (Comentario 1:463.)

Su incredulidad en esta ocasión no surgía de un malentendido de sus palabras habladas. Más bien, era una negación afirmativa de su mesianismo. “Ahora sabemos que tienes demonio,” dijeron. Esa es la única explicación que podía justificar su proceder ante sus propios ojos. “Abraham murió, y los profetas; y tú dices: Si alguno guarda mi palabra, nunca gustará la muerte. ¿Eres tú mayor que nuestro padre Abraham, que murió? Y los profetas murieron: ¿Quién te haces a ti mismo?”

Puede ser que lo estuvieran provocando. ¿Haría él una declaración mesiánica clara por la cual pudieran apedrearlo? ¿Estaba a punto de hacer tal “blasfema” afirmación de divinidad —como ellos la interpretarían— que una multitud, en un arrebato de celo por su ley, se alzaría para matarlo a pedradas? En sus corazones buscaban su muerte por cualquier medio que surgiera. Su respuesta ignoró la charada repetida de pretender que estaba poseído por un demonio. En lugar de ello, dijo: Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria nada es; mi Padre es el que me glorifica, el que vosotros decís que es vuestro Dios; pero no le conocéis. Mas yo le conozco; y si dijere que no le conozco, sería mentiroso como vosotros; pero le conozco y guardo su palabra.

“Si yo mismo me declaro el Mesías, mi afirmación de divinidad carece de validez; es Dios mi Padre quien me honra con la filiación divina. Mi honra proviene de aquel que vosotros decís que es vuestro Dios, pero que en verdad no habéis conocido. No obstante, yo lo conozco porque soy su Hijo, y si dijera que no lo conozco y que por tanto no soy el Mesías, sería un mentiroso como vosotros. Pero que yo sí lo conozco y soy el Mesías se muestra por el hecho de que guardo perfectamente sus palabras, como solo su Hijo podría hacerlo.”

Entonces vino el penúltimo clímax. Después de esto no habría sino un solo relámpago cegador de luz eterna, un solo trueno ensordecedor de verdad eterna, un solo supremo testimonio que dar. Su preludio vino en estas palabras: Vuestro padre Abraham se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se alegró.

Abraham vio el día de Cristo. Casi dos milenios antes de que el Hijo de Dios hiciera carne su tabernáculo, Abraham, el amigo de Dios, el padre de los fieles, vio en visión lo que habría de suceder en la plenitud de los tiempos. Abraham tenía el evangelio. (Gál. 3:8.) Jehová vino personalmente a nuestro gran progenitor para hablarle del evangelio, del sacerdocio y de la vida eterna. (Abr. 2:6–11.) A él el Todopoderoso le dijo: “Vendrá el día en que el Hijo del Hombre vivirá.” Y él “miró y vio los días del Hijo del Hombre, y se alegró, y su alma halló descanso, y creyó en el Señor; y el Señor se lo contó por justicia.” (TJS Gén. 15:11–12.)

“No tienes aún cincuenta años,” fue la respuesta de los judíos, “¿y has visto a Abraham?” Esta pregunta fue, o bien una inversión deliberada y tergiversada de la declaración de Jesús —pues él había dicho que Abraham vio su día, no que él vio el día de Abraham—, o bien hay algo omitido en el relato a lo cual ellos estaban respondiendo. Bien podemos suponer que los judíos ni siquiera querían admitir que Abraham vio el día de Jesús, no fuera que se concluyera que este hombre era mayor que su más grande patriarca. En cualquier caso, su afirmación completó el fundamento para la proclamación divina que ahora caería de los labios de Jesús: De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuese, yo soy.

Jesús–Jehová ha hablado, y así es. “Esta es una afirmación tan clara y directa de divinidad como cualquier persona haya hecho o pudiera hacer. ‘Antes que Abraham fuese, yo soy Jehová.’ Es decir: ‘Yo soy Dios Todopoderoso, el Gran YO SOY. Soy el Ser autoexistente, el Eterno. Soy el Dios de vuestros padres. Mi nombre es: YO SOY EL QUE SOY.’

“A Moisés el Señor Jehová se le apareció, se identificó como el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, y dijo: ‘YO SOY EL QUE SOY. Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me envió a vosotros. … Este es mi nombre para siempre, y con él se me recordará por todas las generaciones.’

“En una manifestación posterior, la Versión del Rey Santiago presenta a la Deidad diciendo: ‘Yo soy Jehová. Y aparecí a Abraham, a Isaac y a Jacob como Dios Omnipotente, mas en mi nombre JEHOVÁ no me di a conocer a ellos.’ Pero gracias a la revelación de los últimos días sabemos que una de las grandes declaraciones de nuestro Señor a Abraham fue: ‘Yo soy Jehová tu Dios; … mi nombre es Jehová.’ Y así hallamos que la Versión Inspirada dice: ‘Aparecí a Abraham, a Isaac y a Jacob. Yo soy Jehová Dios Omnipotente; el Señor JEHOVÁ. ¿Y no fue conocido mi nombre por ellos?’” (Comentario 1:464.)

“Entonces tomaron piedras para arrojárselas,” dice Juan —pues nada podía ser más blasfemo a sus ojos que lo que acababan de oír—, “pero Jesús se ocultó, y salió del templo; y atravesando por en medio de ellos, se fue.”

Había predicado su doctrina y dado su testimonio, y sus palabras culminantes fueron: ANTES QUE ABRAHAM FUESE, YO SOY JEHOVÁ.


Capítulo 73

Jesús habla de cosas espirituales

Escucharé lo que hablará Dios el Señor; porque él hablará paz a su pueblo y a sus santos: … Ciertamente cercana está su salvación a los que le temen. (Salmos 85:8–9.)


El informe de los Setenta sobre su apostolado
(Lucas 10:17–20; JST Lucas 10:19–20)

Poco después de la Fiesta de los Tabernáculos —en la cual todo Israel adoraba por sí mismo; en la cual ofrecían sacrificios en nombre de las naciones paganas; en la cual sus ritos simbolizaban la efusión del Espíritu Santo sobre los gentiles— poco después de esta gran festividad, los setenta regresaron de sus misiones para informar a aquel Señor de quien eran testigos. Él los había enviado —no todavía, como pronto lo haría, al mundo entero para declarar su palabra a toda criatura, sino a las ciudades y pueblos de Israel— para preparar el camino para él, a fin de que se reunieran congregaciones receptivas para escuchar el evangelio, y que oídos atentos se sintonizaran con la voz mesiánica.

Todos, excepto uno de los Doce, eran galileos. Suponemos que una proporción similar se hallaba entre los Setenta. El galileo escogió a sus amigos y parientes galileos para que repitieran sus palabras de bendición y esperanza tanto a judíos como a gentiles. Los Setenta eran, al igual que sus hermanos del Quórum de los Doce, almas firmes, sinceras y fieles, no contaminadas por la erudición mundana. La maldición condenatoria de la teología de los escribas y el insoportable yugo del ritual rabínico pesaban menos sobre ellos que sobre sus parientes de Judea. Tenían menos de la doctrina de Hillel y menos de los dichos de Shammai que abandonar cuando aceptaron el evangelio, en comparación con los judeanos teológicamente contenciosos.

Su misión actual había comenzado en el verano o el otoño y ahora, tres o cuatro meses después, se reunieron en espíritu de gratitud y regocijo para informar de sus labores. Habían tenido éxito. “Señor, aun los demonios se nos sujetan en tu nombre”, dijeron.

Expulsar a los espíritus seguidores de Lucifer de sus moradas ilícitas, liberando así a las almas afligidas de enfermedades físicas y sufrimientos espirituales, sólo podía lograrse por el poder de Dios. El Goliat del mal sólo puede ser vencido por el David de la rectitud. Pero Jesús les había dado poder: poder para predicar, sanar y salvar. El evangelio es poder—el poder de Dios mediante el cual viene la salvación. El santo sacerdocio es poder—el poder y la autoridad de Dios para actuar en todas las cosas para la salvación de los hombres. El Espíritu Santo viene con poder—poder para limpiar y perfeccionar el alma humana. Los ministros sin el poder del evangelio, el poder del sacerdocio, el poder de la verdad eterna, jamás podrán guiar un alma a la salvación. Satanás no es nada cuando se enfrenta a los verdaderos ministros, y estos setenta habían sometido al maligno a su voluntad por medio de la voluntad de su Maestro. Regocijándose con ellos, Jesús dijo:

Así como el relámpago cae del cielo, vi también a Satanás caer.
“Hubo guerra en los cielos, y los espíritus rebeldes fueron expulsados. El mismo poder que los arrojó como relámpagos desde los reinos de luz hasta su estado entenebrecido en la tierra, aún los domina”. Estos setenta han ministrado bien, y ahora están preparados para un ministerio mayor y una investidura espiritual superior.

He aquí, os doy poder sobre serpientes y escorpiones, y sobre todo poder del enemigo; y nada os dañará de ninguna manera.
¡Cuán gloriosa es la Causa que hace de cada guerrero un general, de cada soldado un héroe, de cada siervo del Señor el señor de todas las cosas! ¿Qué son los poderes combinados de la tierra y del infierno cuando se enfrentan a los siervos del Señor? “Nada os dañará de ninguna manera.” En el sentido eterno, no hay más que gloria y triunfo para los ministros fieles.

Sin embargo, no os regocijéis en esto, de que los espíritus se os sujeten, sino regocijaos más bien de que vuestros nombres están escritos en los cielos.

Cristo es el Padre y el Hijo
(Mateo 11:25–30; JST Mateo 11:27–29; Lucas 10:21–24; JST Lucas 10:22–23)

¡Quién diera que supiéramos todo lo que los setenta dijeron y pudiéramos sentir nuevamente el fervor ardiente y ser reconfortados por la fe encendida que acompañó los testimonios que entonces dieron! Debió de haber sido una ocasión de renovación espiritual comparable a aquel otro día en Cesarea de Filipo, cuando los apóstoles mismos daban sus testimonios. En esta ocasión posterior, como dice Mateo, “vino una voz del cielo”, y como relata Lucas, en aquella hora “Jesús se regocijó en espíritu”. No podemos dudar que las palabras pronunciadas entonces por el Padre de todos nosotros pusieron un sello de aprobación divina sobre la obra y las palabras de los setenta, lo cual, naturalmente, habría llenado de gozo a su Hijo, Jesús. Nuestro Señor entonces dijo: Te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los que piensan ser sabios y prudentes, y las has revelado a los niños; así es, Padre, porque así te agradó.

¿Qué cosas están ocultas para los sabios según el mundo, pero son reveladas a los niños y a los que tienen corazón humilde? Las verdades que el Padre acaba de expresar; los testimonios que los setenta acaban de dar; el testimonio revelado en los corazones de los fieles acerca de la verdad y divinidad de la obra del Señor; todo lo que pertenece a Dios y a la piedad, a la fe y a la fidelidad, al Espíritu y a la espiritualidad—todas estas cosas, siendo de origen celestial, sólo pueden comprenderse por medio de poder celestial. Entre ellas están las grandes verdades sobre las cuales Jesús ahora discurre. Según el relato de Mateo leemos: Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie conoce al Hijo sino el Padre; ni nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo; éstos verán también al Padre.

Como sucede con casi todas las palabras registradas de Jesús, nuestros autores del Evangelio seleccionan para su preservación aquellas porciones que consideran resumen más completamente las grandes verdades entonces presentadas. En este caso, el relato de Lucas conserva estas bienaventuradas palabras:

Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie sabe que el Hijo es el Padre, y que el Padre es el Hijo, sino aquel a quien el Hijo quiera revelarlo.

Es evidente que se dijo mucho más, pero de estas breves citas —extraídas de las transcripciones de la eternidad— recibimos un destello de verdad pocas veces expresado con tan pocas palabras. “Mi Padre, quien es Dios, ha puesto todas las cosas en mis manos porque soy su Hijo y Heredero, y siempre hago las cosas que le agradan. Y ningún hombre puede saber que soy el Hijo sino por revelación del Padre; y ningún hombre puede conocer a mi Padre a menos que venga a mí, porque he sido enviado para dar testimonio del Padre. Y aquellos que, por el poder del Espíritu Santo, saben que soy el Hijo de Dios, si permanecen en mí y guardan mis mandamientos, verán también al Padre.

“Y además, yo, el Hijo, revelaré a los fieles que el Hijo es el Padre, y que el Padre es el Hijo. Somos uno; el Padre está en mí y yo en el Padre. Yo soy la manifestación de Dios en la carne. Dios está en mí, revelándose al mundo, de tal manera que si me habéis visto a mí, habéis visto al Padre. El Padre es como yo soy, porque yo estoy hecho a su imagen, y vivo y soy como él es. Yo, el Hijo, soy para vosotros como el Padre; y el Padre, a cuya imagen fui hecho, es como el Hijo.”

En este punto, como expresa Lucas, “se volvió a sus discípulos” —los setenta y otros— “y les dijo aparte: Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis; porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron.” Y en esto concordamos plenamente, pues estamos entre los mencionados en cuestión.

Así, a sus discípulos les habló de los misterios del reino, enseñándoles acerca de su propia divinidad y de cómo él es la encarnación de Dios, de modo que es como si fuera el Padre. En estos discípulos, ya convertidos a la verdad, se regocija en espíritu. Pero el mensaje no debía detenerse con ellos; lo que dijo a los setenta debía llegar a todos los que fueran dignos de recibirlo. Debían ganarse nuevos discípulos; el reino es para todos los hombres. La humanidad oprimida, cargada, sufriente; los hombres que tropiezan bajo el peso de sus pecados; los hijos de un mismo Padre, todos con el potencial de avanzar, progresar y llegar a ser como él—estos pueden hallar descanso en Cristo. A ellos se dirige el llamado:

Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.

Aquellos que oyeron estas palabras llevaban el yugo del fariseísmo. Sobre sus cuellos y hombros pesaba el yugo de la ley, el yugo del reino. Este yugo —y así lo llamaban los rabinos— era “uno de obras laboriosas y de una justicia propia imposible. . . . En verdad, hacer el yugo lo más pesado posible, asumir tantas obligaciones como fuera posible, era el ideal de la piedad rabínica.” (Edersheim 2:143–44.) En este contexto rabínico escuchamos a Jesús decir: Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, porque soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga.

“Despojaos del yugo del fariseísmo; dejad todas vuestras abluciones, ordenanzas y obras de justicia propia; abandonad las absurdas restricciones sabáticas que dicen que no podéis ni siquiera sanar a los enfermos o cuidar de los que sufren en ese día. Quitad de vosotros el yugo que os imponen los escribas y fariseos; ellos son los degenerados defensores de los días muertos del pasado. Venid a mí; aprended de mí; creed que yo soy el Mesías por medio de quien viene la salvación. Yo soy manso y humilde de corazón, no orgulloso, pomposo y severo como aquellos a quienes ahora servís. Llevad mi yugo—el yugo del evangelio; comparado con vuestras restricciones religiosas, mi yugo es fácil y mi carga ligera. En mí hallaréis descanso. Ya no seréis llevados de un lado a otro por toda palabra de doctrina rabínica; ya no tendréis que escoger entre Hillel y Shammai, o entre una escuela rabínica u otra. Yo os daré descanso.”

Parábola del Buen Samaritano
(Lucas 10:25–37; JST Lucas 10:32–33, 36)

Jesús ahora se encuentra con uno de esos intelectuales religiosos que prosperan en la contienda y se deleitan en la disensión. Presentes en toda secta y credo—particularmente en el Israel judío—su misión autoasignada es hacer preguntas por el simple hecho de preguntar. Sus intereses son principalmente académicos y teóricos, y tratan con situaciones hipotéticas más que reales. Son los intérpretes de la ley cuyo interés está en los dictámenes más que en las decisiones; los estudiantes de medicina que preguntan cómo tratar enfermedades inexistentes; los religiosos que resuelven problemas que tal vez nunca surjan en la vida de las personas. Si logran formular preguntas que—para vergüenza de sus oponentes—no pueden ser respondidas, tanto mejor.

Jesús debía estar enseñando algo acerca de la vida eterna, ese glorioso estado de exaltación reservado para los fieles, para quienes la unidad familiar continúa en los reinos venideros. Mientras lo hacía, “se levantó cierto intérprete de la ley para tentarle”, o mejor dicho, para ponerlo a prueba, a fin de ver cómo respondería él, como Rabino, a uno de los puntos de debate en las escuelas rabínicas. La pregunta fue: “Maestro, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”

Jesús esquivó la pregunta. Rehusó rebajarse al nivel de los rabinos polemistas; que ellos se deleitaran en disputas doctrinales—él no lo haría. “¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?” preguntó. ‘Ese es tu problema, no el mío. Tienes la ley ante ti; respóndete tú mismo.’

Y la respuesta que dio el erudito intérprete de la ley fue perfecta; era la misma respuesta que Jesús mismo había dado en por lo menos otras dos ocasiones. Combinando la declaración de Deuteronomio 6:5, que forma parte del Shema mismo, con la de Levítico 19:18—estos dos pasajes siendo el corazón y núcleo de la ley de Moisés—el intérprete respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.” Moisés, quien habló por Jehová, había expresado perfectamente los dos mandamientos mediante cuya obediencia se alcanza la vida eterna, y el intérprete había citado correctamente lo que había leído en la ley.

Pero la pregunta no había sido formulada para obtener información, sino con la esperanza de que Jesús no diera la respuesta correcta—una respuesta que su interrogador ya conocía y que estaba preservada para que todos la leyeran en la ley—y así quedara avergonzado por su falta de entendimiento rabínico. ¿No percibimos, entonces, un toque de ironía en la respuesta del Señor?: “Bien has respondido; haz esto, y vivirás.” ‘Sabías la respuesta desde el principio; si haces las cosas que ya sabes, obtendrás la vida eterna.’

Esperando salvar lo que pudiera de su reputación en una confrontación que le había salido mal; deseando justificar su propio odio, en lugar de amor, hacia muchos de sus semejantes; y sabiendo, por instinto o por alguna declaración previa de Jesús, que nuestro Señor y los demás rabinos diferían ampliamente en cuanto a quién pertenecía a la categoría de “prójimo”, el intérprete de la ley preguntó: “¿Y quién es mi prójimo?”

Si en esta ocasión Jesús hubiera preguntado: “¿Qué dice la ley sobre este punto?”, habría suscitado todas las antiguas expresiones de odio aprobado hacia los de otras naciones. Él mismo había resumido el estándar mosaico al decir: “Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”, pero ‘yo os doy un estándar más elevado.’ Para los judíos, sus prójimos eran los miembros de la congregación de Israel; los gentiles y todos los que se oponían al pueblo judío no sólo no calificaban como prójimos, sino que, de hecho, eran considerados enemigos. “Cualquiera sea lo que diga el judaísmo moderno en contrario, hay un fundamento de verdad en la antigua acusación pagana contra los judíos de odium generis humani (odio hacia la humanidad).” (Edersheim 2:237.) Y así, el mismo Jesús dio la respuesta—su respuesta, la respuesta del evangelio—a la pregunta “¿Quién es mi prójimo?”, y la definición divina resplandece en aquella maravillosa parábola del Buen Samaritano.

Cierto hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron, y hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto.

Un judío, uno de los escogidos, un miembro del pueblo elegido, viajando solo por las gargantas rocosas y el terreno escabroso del camino de veintidós millas que va de Jerusalén a Jericó, cae en manos de ladrones beduinos. Es una región peligrosa donde acechan hombres semejantes a los gaditanos. La vía misma era conocida como el Camino Rojo o Camino Sangriento. En él, nuestra víctima es robada, herida y dejada desnuda y medio muerta. Los ladrones despiadados, quizás asustados por otros viajeros, lo abandonan para que muera, mientras se ocultan cerca esperando nuevas presas.

Y por casualidad, descendió por aquel camino cierto sacerdote; y cuando le vio, pasó de largo por el otro lado del camino.

Por casualidad, o más bien por disposición de la Providencia del Todopoderoso—pues las aparentes casualidades de la vida son las experiencias de prueba para los hombres en esta probación mortal—por casualidad un sacerdote, un hijo de Aarón, uno ordenado a un llamamiento sagrado, uno cuya designación divina era ministrar por el bienestar temporal de sus semejantes, vino, vio, reconoció a un hermano judío, y decidió pasar de largo. Un sacerdote, sin compasión, dejó a su hermano, a quien podría haber salvado, morir de heridas y de sed en un desierto beduino.

Y asimismo un levita, cuando llegó cerca de aquel lugar y lo vio, pasó de largo por el otro lado del camino; porque deseaban en su corazón que no se supiera que lo habían visto.

Así como el sacerdote, también el levita: ambos deshonraron su sacerdocio; ambos trajeron oprobio sobre su nación; ambos fallaron en una de las grandes pruebas de la mortalidad, eligiendo más bien decir dentro de sí mismos: “¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?” Y pensaron: “Nadie sabe que he visto a este hombre herido y moribundo, ¿quién podrá condenarme?” Y sin embargo, había un Hombre que sí sabía, y Él es el Juez de todos.

Pero cierto samaritano, que viajaba por el camino, llegó adonde él estaba; y cuando lo vio, tuvo compasión de él. Y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole sobre su propia bestia, lo llevó a una posada y cuidó de él.

Un samaritano, un samaritano odiado, medio pagano y adorador apóstata de Jehová, ¡uno por cuyas tierras los peregrinos de Galilea, camino a Jerusalén, ni siquiera querían pasar! Un samaritano, que no podía ser salvo y de quien algunos rabinos decían que ni siquiera resucitaría. Un samaritano, que era enemigo y no prójimo, eligió hacer de este judío medio muerto su hermano. El vino limpia las heridas; el aceite calma el dolor y alivia el ardor; las vendas—quizás rasgadas de la misma ropa del benefactor—protegen la carne desgarrada; el asno del despreciado transporta al judío herido; y el dueño de la bestia camina. Llegan al khan o posada del camino, donde el alojamiento es gratuito, pero los víveres para hombres y animales se compran por un precio. El samaritano cuidó del judío, veló por él y le salvó la vida.

Y al día siguiente, al partir, sacó dos denarios, y los dio al posadero, y le dijo: Cuida de él; y todo lo que gastes de más, cuando yo regrese, te lo pagaré.

Dos denarios—la paga de dos días de trabajo—fue la suma que dejó, junto con la promesa de cubrir cualquier gasto adicional si fuera necesario. “¿Quién, pues, de estos tres, te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?” preguntó Jesús. El intérprete de la ley, aun sin atreverse a elogiar abiertamente a un samaritano por nombre, respondió: “El que mostró misericordia con él.” Y Jesús le dijo: “Ve, y haz tú lo mismo.”

Una escena familiar
(Lucas 10:38–42)

Aquel que no tenía dónde recostar la cabeza—ni siquiera como los zorros que tienen madrigueras y las aves del cielo que tienen nidos—participó, sin embargo, durante toda su mortalidad entre nosotros, de la cultura y la vida social de muchos hogares judíos. Un fragmento de conocimiento aquí, un rayo de luz allá, un comentario incidental en otro lugar, todo ello nos permite vislumbrar fugazmente la vida que llevó y la convivencia que tuvo con aquellos con quienes compartió las intimidades propias de los días de su carne.

Sintonizamos nuestras voces con las de las huestes seráficas en el coro celestial cuando él hizo de la carne su tabernáculo en una posada del camino en Belén de Judea. Lo vimos tomar su primer aliento mortal entre las bestias de carga atadas, porque no había lugar en las posadas para una mujer encinta cuyo tiempo de alumbramiento había llegado. Observamos cómo manos amorosas cuidaron de sus necesidades en los hogares de amigos y parientes judíos en Belén, Egipto y Nazaret. Fue agradable verlo aprender a gatear, a caminar y a hablar en el hogar judío de José el Judío, allá en la región montañosa de Galilea. Allí fue donde aprendió a orar, donde memorizó el Shema y reverenció la Mezuzá colocada en el poste de la puerta como símbolo del cuidado protector de Jehová sobre los hogares de Israel.

Lo hemos visto atendido en muchos hogares por muchas personas; hemos comido con él en numerosos banquetes; hemos dormido con él bajo las estrellas y en las pequeñas chozas a las cuales todo Israel se trasladaba durante la Fiesta de los Tabernáculos. En la casa de Pedro, en Capernaúm de Galilea, lo vimos sostener a un niño en sus brazos mientras enseñaba quién era el mayor en el reino de los cielos. Y en el aposento alto de la casa de Juan, en Jerusalén, durante la primera Pascua, escuchamos atentamente mientras conversaba con Nicodemo, un gobernante de los judíos, miembro del Gran Sanedrín.

Pero en ningún otro momento ni en ningún otro lugar hemos contemplado una escena tan dulce y tierna como la que ahora se abre ante nosotros en el hogar de Marta, en Betania. Bendita Betania, escondida de Jerusalén por una ladera del Monte de los Olivos, y sin embargo apenas a dos millas de distancia, fue el refugio al que Jesús acudía con frecuencia para librarse de la influencia y las contiendas de aquellos que no conocían a Dios y que, a causa de las artimañas sacerdotales, eligieron rechazar a su Hijo.

Parece claro que las dos hermanas, Marta y María, y su hermano Lázaro, vivían todos en la casa que pertenecía a Marta, quien, por tanto, debió de ser la mayor de los tres. Es evidente que gozaban de buena posición económica y tenían los medios y recursos necesarios para atender a su bendito huésped. Debido al reverente velo de silencio que los autores inspirados colocaron sobre las relaciones familiares y la vida social de Jesús y sus amigos, sólo sabemos que los tres que habitaban en Betania eran amados por Jesús. Es interesante notar que el nombre Marta era verdaderamente judío y significaba “señora” o “ama”; que María era la forma griega del antiguo hebreo Miriam; y que Lázaro era la forma griega de Eleazar. Se infiere que estos tres hijos fueron nombrados por padres que se regocijaban en el presente y miraban hacia el futuro —incluida la venida del Mesías y el nuevo reino— más que hacia la antigua gloria del viejo reino.

No cabe duda de que Jesús vino a Betania con el propósito expreso de estar con las hermanas; sus discípulos, al parecer, habían encontrado alojamiento en otras casas. Tampoco podemos dudar que existía entre ellos y nuestro Señor una relación abierta, cordial y amistosa. Debió de haber habido una considerable relación previa, de modo que se conocían bien y no se sentían cohibidos por sentimientos de reverencia distante.

En esta ocasión, María —a quien Jesús amaba— se sentó a sus pies para escuchar sus palabras. Sin duda le hizo preguntas y fue alimentada espiritualmente como pocas mujeres lo han sido. Sentimos que podemos colocarla, en estatura espiritual, junto con las otras Marías: la Santísima Virgen, que dio a luz al Hijo de Dios, y la María llamada Magdalena, a quien hemos visto como una de las compañeras misioneras itinerantes de Jesús, y a quien veremos más adelante como la primera persona mortal en contemplar al Resucitado. ¿No deberíamos también colocarla junto con Eva, Sara, la viuda de Sarepta y aquellas fieles mujeres de la antigüedad que ministraron a los profetas en sus días?

¡Quién diera que supiéramos qué conversaciones se dieron entre ellos, qué preguntas hizo María, qué respuestas dio Jesús! ¿Hablaron acaso de la Expiación, mediante la cual todos los hombres son levantados a la inmortalidad, mientras que los que creen y obedecen ascienden a la vida eterna? ¿Definió Jesús la vida eterna como ese estado de gloria y paz reservado para quienes viven eternamente en la unidad familiar? ¿Fueron acaso reveladas a esta verdadera creyente las glorias del reino celestial, para la cual se había preparado mediante el bautismo y de otras maneras para recibir los misterios del reino? Quizás no sea impropio decir —y lo expresamos con reverencia— que en aquel día en que todas las cosas sean reveladas, conoceremos también estas horas sagradas y ahora secretas en la vida del Ser Divino y de aquellos a quienes Él escogió como sus íntimos.

También en esta ocasión Marta, a quien Jesús también amaba, “se preocupaba con muchos quehaceres”; como la anfitriona oficial, por así decirlo, le correspondía atender las necesidades físicas de su invitado. Quizás sentía cierta envidia por la atención que se le prestaba a su hermana menor y deseaba también estar sentada a los pies del Maestro, escuchando las cosas que salían de sus labios. No podemos suponer que fuera ni un ápice menos espiritual que María; de hecho, será Marta, poco tiempo después, en la ocasión de la resurrección de su hermano Lázaro, quien dará un testimonio del divino Hijo de Dios digno de un Pedro, un Moisés o un Abraham. Tampoco podemos situarla ni una fracción detrás de María en cuanto a rectitud personal y al deseo de oír las palabras de vida eterna aquí y ahora, y ser heredera de gloria inmortal en el más allá. Simplemente ocurrió que en esta ocasión las responsabilidades de la hospitalidad recayeron principalmente sobre la hermana mayor. No sería extraño pensar que Marta le hubiera pedido ayuda a María y que, hasta ese momento, no la hubiera recibido.

En cualquier caso, Marta dijo: “Señor, ¿no te da cuidado que mi hermana me deje servir sola? Dile, pues, que me ayude.” Tal declaración, pronunciada ante Jesús en esas circunstancias, está llena de significado. Es como si Marta sintiera que Jesús tenía cierta obligación de asegurarse de que ella tuviera ayuda. No es la súplica de alguien tan sobrecogido por la presencia del Señor que tema hablar de un asunto relativamente trivial. Tampoco es la expresión de una anfitriona que busca evitar toda molestia frente a su huésped debido a un problema familiar. Geikie incluso dice que su “queja ante Jesús” no estaba “exenta de irreverencia”, y que fue como si hubiera dicho: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado hacer todo el trabajo sola? Si tú le hablas, me ayudará.” (Geikie, p. 601.)

Entonces Jesús, como era su costumbre invariable, transformó las circunstancias del momento en una oportunidad de enseñanza. “Marta, Marta,” dijo con palabras de tierna dulzura, “afanada y turbada estás con muchas cosas. Pero sólo una cosa es necesaria; y María ha escogido la buena parte, la cual no le será quitada.”

“De la queja doméstica de Marta y la suave reprensión de Jesús aprendemos el principio de que, aunque el alimento temporal es esencial para la vida, una vez adquirido en medida razonable, las cosas espirituales deben tener prioridad. El pan es esencial para la vida, pero el hombre no debe vivir sólo de pan. El alimento, el vestido y el refugio son esenciales para la existencia mortal, pero una vez que se han conseguido en grado razonable, sólo hay ‘una cosa’ necesaria: participar del alimento espiritual servido en la mesa del evangelio.” (Comentario 1:473.)

Que en esta ocasión no se mencione a Lázaro, a quien Jesús también amaba, no añade ni quita nada a la escena doméstica. Bien pudo haber estado presente, como observador más que como participante. Pronto encontraremos nuevamente a Marta, luego a María y después a Lázaro, en las circunstancias más extraordinarias que jamás haya enfrentado el género humano en los cuatro milenios transcurridos desde el comienzo de la mortalidad.


Capítulo 74

La maravillosa palabra se derrama

He aquí, vengo: en el rollo del libro está escrito de mí; me deleito en hacer tu voluntad, oh Dios mío; sí, tu ley está en mi corazón. He predicado justicia… He proclamado tu fidelidad y tu salvación; no he ocultado tu misericordia ni tu verdad ante la gran congregación. (Salmos 40:7–10.)


Parábola del amigo a medianoche
(Lucas 11:1–13; JST Lucas 11:4–5, 14)

El ministerio galileo ha llegado a Judea; Jesús está haciendo ahora entre los judeanos lo que hizo en Galilea, en la medida en que el pueblo esté dispuesto a recibirlo. El período corresponde desde la Fiesta de los Tabernáculos (11–18 de octubre del año 29 d.C.) hasta la Fiesta de la Dedicación (20–27 de diciembre del mismo año), y se extiende hasta enero del año 30 d.C., un lapso de unos tres meses.

Su mensaje es el mismo de siempre: que él es el Mesías; que el evangelio que trae de parte de Dios, su Padre, los salvará; que realizará el sacrificio expiatorio infinito y eterno y atraerá a todos los hombres a él bajo las condiciones del arrepentimiento. Habla con palabras sencillas, con representaciones simbólicas y con parábolas. Sus obras son ahora como siempre lo han sido: sana a los enfermos, habla paz a las almas afligidas y libera al penitente de la esclavitud del pecado. La reacción ante sus palabras también es la misma: unos pocos creen, pero los líderes y la mayoría de los judíos rechazan sus enseñanzas, afirman que expulsa demonios por el poder de Beelzebú y procuran matarlo para que su nueva religión no destruya su oficio y posición.

Ya hemos visto sus hechos y oído sus palabras en la Fiesta de los Tabernáculos; hemos escuchado el informe de los setenta y sentido el impacto de las cosas profundas y ocultas que entonces les reveló. Oímos al intérprete de la ley poner a prueba su conocimiento rabínico, y nos regocijamos en el espíritu y significado de la parábola del buen samaritano. Luego, por unos breves momentos, nos sentamos con él en el hogar de las amadas hermanas de Betania.

Ahora beberemos algunos sorbos del agua viva que fluye de la Fuente Eterna—y son tan pocos en comparación con los inagotables torrentes que entonces fueron enviados para regar los áridos corazones de los hombres. Lo oiremos repetir algunas cosas que ya había dicho antes, culminando todo con la majestuosa declaración de que él es el Buen Pastor y el conmovedor testimonio: “Yo soy el Hijo de Dios.” Luego iremos con él a Perea, donde testificará antes de regresar a Jerusalén para la semana de su pasión.

Pero primero nos encontramos con la situación que dio origen a la parábola del amigo a medianoche. El mismo Jesús “estaba orando en cierto lugar.” Las oraciones pueden ofrecerse en todo lugar y en todo momento, pero aquí se trata de una oración particular del Hijo Divino al Padre Divino. Claramente era una oración en marcado contraste con las que los judíos solían ofrecer en general. “Y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñó a sus discípulos.”

No todas las oraciones son iguales; algunas son cánticos irreflexivos llenos de burla ritual; otras son las repetitivas y vacías súplicas de los paganos. Algunas consisten en frases memorizadas desde la juventud o en pasajes de las Escrituras aprendidos tiempo atrás; otras—aunque son pocas—son las súplicas conmovedoras de los justos, derramadas con toda la energía, el poder y la fe que sus almas pueden poseer. Juan había guiado a sus seguidores lejos de las ostentosas y mecánicas recitaciones del deleite rabínico; ¿enseñaría ahora Jesús el verdadero orden de la oración como se encuentra en la nueva religión que estaba restaurando? Ya lo había hecho en Galilea; fue parte del Sermón del Monte. Ahora lo haría en Judea, para que otros oídos escucharan. De hecho, suponemos que repitió en más de una ocasión, quizá entonces, quizá frecuentemente, todo el Sermón del Monte. Las verdades del evangelio no están limitadas para siempre a aquellos que estuvieron presentes cuando un administrador autorizado pronunció por primera vez las palabras eternas.

Y así ahora, como muestra y modelo—sin intención de fijar palabras exactas para ser recitadas repetidamente con aire de religiosidad, como algunos suponen—Jesús dijo:

Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. Danos cada día nuestro pan diario. Y perdónanos nuestros pecados; porque también nosotros perdonamos a todos los que nos deben. Y no nos dejes caer en tentación; mas líbranos del mal; porque tuyo es el reino y el poder. Amén.

Estas no son—probablemente con toda intención—las mismas palabras usadas anteriormente en Galilea, ni deberían serlo. La oración del Señor para los galileos no tenía por qué ser la misma oración del Señor para los judeanos o los pereanos, o para cualquier otro grupo. Y la oración del Señor en Judea en un día determinado no necesariamente sería igual en otro día. Las oraciones deben ajustarse a las necesidades del momento; los modelos y patrones presentados por Jesús simplemente orientan los pensamientos y deseos de los suplicantes mortales por el curso correcto. Sin embargo, hay un principio universal que Jesús entonces proclamó: “Vuestro Padre celestial no dejará de daros todo lo que le pidáis.” A continuación, vino la parábola.

¿Quién de vosotros que tenga un amigo, y vaya a él a medianoche y le diga: Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío ha venido a mí de viaje y no tengo qué poner delante de él?

Este es un escenario realista. La hospitalidad oriental exigía que el anfitrión proveyera alimento y alojamiento. Al no tener pan en su propia casa, el anfitrión acude naturalmente, a pesar de la hora, a su vecino y amigo.

Y aquel, desde dentro, respondiendo, dirá: No me molestes; la puerta ya está cerrada, y mis hijos están conmigo en la cama; no puedo levantarme y dártelos.

Os digo que, aunque no se levante a dárselos por ser su amigo, sin embargo, por su importunidad se levantará y le dará todo lo que necesite.

No es necesario buscar explicaciones complicadas ni múltiples interpretaciones. El significado es claro. Si un hombre grosero y egoísta—molesto y resentido por una petición aparentemente inoportuna—aun así se incomoda y acude en ayuda de un amigo, ¡cuánto más un Padre bondadoso, que desea bendecir a sus hijos, concederá las peticiones que se le hagan con fe! Si existen dificultades especiales y grandes obstáculos que parecen impedir una respuesta a nuestras oraciones, aun así, nuestro Amigo celestial prestará atención a nuestras súplicas cuando éstas asciendan a Él con fe y rectitud.

Y yo os digo: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá.

Pedir es una cosa; buscar es algo mayor; y llamar a las mismas puertas del cielo asegura que esos santos portales se abrirán y que las bendiciones deseadas serán concedidas. Aquellos que no se esfuerzan más allá de simplemente pedir son privados de la bendición. “Pídala a Dios… pero pida con fe” es el decreto divino. (Santiago 1:5–6; D. y C. 9:7–9.) Nada se niega a quienes buscan al Señor con todo su corazón. Aquellos cuya búsqueda no llega hasta los límites más lejanos a los que debería extenderse, no hallarán el tesoro deseado.

¿Y qué padre de entre vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará en lugar del pez una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le ofrecerá un escorpión?

Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre celestial dará buenas dádivas, por medio del Espíritu Santo, a quienes se las pidan!

Ministra en Judea como en Galilea
(Lucas 11:14–54; JST Lucas 11:15, 18–19, 23, 25–27, 29, 32–33, 37;
Lucas 12:13–21; JST Lucas 12:23)

Jesús continúa ahora haciendo en Judea lo mismo que antes hizo en Galilea, y, como era de esperarse, se enfrenta a las mismas reacciones, a las cuales responde de la misma manera. Expulsa a un demonio de un hombre mudo, quien luego habla, y la vieja acusación vuelve a ser lanzada: “Por Beelzebú, príncipe de los demonios, echa fuera los demonios.” Sus detractores también exigen una señal del cielo, tal como lo habían hecho otros con el mismo espíritu maligno en la región del norte.

Sigue entonces la misma enseñanza acerca de un reino dividido contra sí mismo; de Satanás echando fuera a Satanás; de cómo sus hijos pueden también expulsar demonios; y de una generación perversa que busca señales, pero que no recibirá otra señal sino la del profeta Jonás. Todo esto ya lo hemos analizado en su contexto galileo en el capítulo 48 (Libro 2).

Aquí también, en Judea, Jesús es invitado a comer en casa de un fariseo, quien se maravilla al ver que nuestro Señor se abstiene de las abluciones rituales impuestas con tanto rigor al pueblo. Estas pesadas purificaciones ya las hemos considerado con cierto detalle en su contexto galileo, en el capítulo 59 (Libro 2). Usando las absurdidades de estas tradiciones de los ancianos como punto de partida, Jesús lanza una severa y despiadada reprensión contra los fariseos, escribas y doctores de la ley por su hipocresía y sus malas obras. Repetirá todo esto nuevamente el martes 4 de abril del año 30 d.C., el tercer día de la semana de su sacrificio expiatorio, ocasión en la que lo consideraremos en detalle.

Fue también en este tiempo cuando Jesús expuso los grandes y maravillosos conceptos registrados en Lucas 12. Aquellos que tratan sobre la blasfemia y el pecado imperdonable se analizan en el capítulo 48 (Libro 2); los que se refieren a la predicación del evangelio con valentía y claridad, a la persecución y pruebas de los santos, y a las divisiones entre los hombres provocadas por la difusión del evangelio, se presentan en el capítulo 54 (Libro 2). Más adelante abordaremos la parte de este capítulo que trata sobre la segunda venida del Hijo del Hombre, cuando Jesús pronuncie su gran sermón en el Monte de los Olivos, en el tercer día de la semana del sacrificio expiatorio. Por ahora, sin embargo, consideremos el relato de Lucas sobre la parábola del rico insensato.

Parábola del rico insensato
(Lucas 12:13–21; JST Lucas 12:23)

Jesús está hablando; palabras de sabiduría fluyen del Hijo de Dios; aquel que habla como ninguno antes ni después se dirige a “una multitud innumerable,” como la describe Lucas, revelando las verdades mismas que prepararán al penitente para las riquezas de la eternidad. “He aquí, el que tiene vida eterna es rico.” (D. y C. 6:7.) Está hablando de cosas espirituales y enseñando a los discípulos que el Espíritu Santo los guiará en la misma hora en que deban impartir a cada hombre la medida de verdad del evangelio que le corresponda.

En este punto es interrumpido. Hay entre los presentes uno cuyos pensamientos no están puestos en las riquezas eternas que Jesús desea otorgar a sus discípulos, sino en las cosas de este mundo. Las palabras predicadas no hallan cabida en su alma; está preocupado por alguna insignificante disputa de herencia, por bienes materiales que desaparecerán con el ocaso del sol. ¿Quién sino un necio interrumpe al Hijo de Dios?—y en breve Jesús lo llamará precisamente así. “Maestro,” le dice, “di a mi hermano que parta conmigo la herencia.”

Un rabino de tan excelente sabiduría forzaría a su hermano a darle una parte igual de la herencia familiar. Bajo la ley judía, el hijo mayor siempre heredaba una doble porción. Claramente, este hombre buscaba usar a Jesús para obtener beneficios mundanos, así como algunos en todas las épocas procuran usar la Iglesia y el evangelio para promover sus intereses económicos.

“Hombre, ¿quién me ha puesto sobre vosotros como juez o partidor?”, responde Jesús. Él no intervendrá ni anulará su sistema judicial terrenal. Tampoco lo hizo cuando le presentaron a la mujer sorprendida en adulterio y le exigieron que decidiera si debía morir, ni cuando los recaudadores de impuestos preguntaron a Pedro por qué su Maestro, el Mesías, no había pagado el tributo del templo correspondiente a la casa del Mesías. Pero Jesús sí aprovechará la ocasión para enseñar al pueblo los peligros del egoísmo y de confiar en las riquezas inciertas.

Guardaos y absteneos de toda avaricia, porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee.

“¡Cuántas veces, de una y otra forma dramática, encontramos a Aquel que no tenía dónde recostar la cabeza enseñando que las riquezas mundanas carecen de valor eterno; que los hombres deben acumular tesoros no en la tierra, sino en el cielo; que deben buscar primeramente el reino de Dios y relegar las cosas de este mundo a un segundo plano; que una cosa, por encima de todas las demás, es necesaria: amar y servir a Dios y al Hijo que Él ha enviado!

“En esta conversación con un hombre codicioso y mundano, y en la parábola del rico insensato que de ella surge, nuestro Señor enseña que aquellos cuyos corazones están puestos en las cosas de este mundo perderán sus almas. La parábola misma condena la mentalidad materialista, recuerda a los hombres que la muerte y el juicio son inevitables, y enseña que deben buscar las riquezas eternas en lugar de aquellas que la polilla y el óxido corrompen y que los ladrones minan y roban.” (Comentario 1:474.)

Esta, pues, es la parábola: La heredad de cierto hombre rico había producido con abundancia. Y él pensaba dentro de sí, diciendo: ¿Qué haré, porque no tengo dónde guardar mis frutos?

Aquí no hay indicio alguno de ganancias mal habidas. Un Padre bondadoso le ha dado a este hombre rico los medios para adquirir gran prosperidad, y por su propia industria lo ha logrado. Pero él supone que no tiene dónde guardar los frutos de su trabajo. ¿Cómo? ¿Acaso no hay bocas hambrientas que alimentar, cuerpos desnudos que vestir, almas desamparadas que anhelan un techo sobre sus cabezas? ¿Acaso los pobres no están siempre entre nosotros? ¿No hay quienes, con una simple corteza de pan y un sorbo de vino, podrían hallar la diferencia entre la vida y la muerte? ¿Y con qué propósito concede el Señor las bendiciones de la tierra sino para atender las justas necesidades y deseos de todos sus hijos?

Verdaderamente, la ley de las riquezas se resume en estas palabras proféticas: “Pensad en vuestros hermanos como en vosotros mismos, y sed amables y generosos con vuestros bienes, para que ellos sean ricos como vosotros. Pero antes de buscar riquezas, buscad el reino de Dios. Y después que hayáis obtenido una esperanza en Cristo, obtendréis riquezas, si las buscáis; y las buscaréis con el fin de hacer el bien: para vestir al desnudo, alimentar al hambriento, liberar al cautivo y socorrer al enfermo y afligido.” (Jacob 2:17–19.)

Pero volvamos a la parábola y a los pensamientos del hombre rico: Y dijo: Esto haré: derribaré mis graneros y los edificaré mayores, y allí guardaré todos mis frutos y mis bienes. Y diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; descansa, come, bebe y regocíjate.

“Mis graneros, mis frutos, mis bienes y mi alma—yo, un hombre rico, me deleitaré en los placeres y el poder que mis riquezas me traen. Me regocijaré en la mundanalidad y la comodidad; haré ‘provisión para la carne, para satisfacer sus deseos.’” (Romanos 13:14.)

Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será? Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios.

¡Verdaderamente, la prosperidad de los necios los destruirá! ¡Oh, que todos los hombres pudieran ser ricos para con Dios! “Ricos en la moneda negociable en las cortes celestiales; ricos en las cosas eternas; ricos en el conocimiento de la verdad, en la posesión de la inteligencia, en la obediencia a la ley del evangelio, en las características y atributos de la Deidad, en todas aquellas cosas que continuarán disfrutándose en la eternidad.” (Comentario 1:474.)

“Y entonces nuestro Señor amplió el pensamiento. Les dijo que la vida era más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido. Les recordó nuevamente cómo Dios viste, con más gloria que la de Salomón, a los lirios que no trabajan, y alimenta a los cuervos descuidados que ni siembran ni siegan. El alimento, el vestido y la multitud de posesiones no son la vida: había cosas mejores que debían buscar y esperar; que no fueran arrastrados en ese mar agitado de cuidados incrédulos; que suya fuera la vida de la esperanza sin temor, de la caridad más libre, la vida de los lomos ceñidos y la lámpara encendida, como siervos que velan y esperan el momento desconocido del regreso de su señor.” (Farrar, p. 362.)

Parábola de la higuera estéril
(Lucas 13:1–9; JST Lucas 3:1, 6, 9)

Jesús acababa de hablar de las señales de los tiempos y de las desolaciones y tristezas que estaban por venir. Estos asuntos, como ya se ha mencionado, serán tratados más adelante en relación con otros anuncios paralelos sobre los peligros y destrucciones que sobrevendrán a la nación judía a causa de su rebelión y del rechazo de su Redentor. Se mencionan aquí únicamente para mostrar el contexto en el cual fue dada la parábola de la higuera estéril.

Como para ilustrar los castigos que suponían enviados por Dios sobre los pecadores, algunos de los presentes le contaron a Jesús “acerca de los galileos cuya sangre Pilato había mezclado con sus sacrificios.” Dominando los terrenos del templo se alzaba la fortaleza Antonia, desde la cual los soldados romanos tenían acceso inmediato al área sagrada. Al parecer, habían sido llamados para sofocar alguna revuelta nacionalista u otro disturbio, y dieron muerte a los galileos implicados mientras ofrecían sacrificios sobre el gran altar.

Era una creencia común entre los judíos que los castigos especiales eran aplicados por pecados especiales. Puede ser que, al contarle a Jesús sobre este sangriento suceso ocurrido en el mismo templo, estos judíos estuvieran diciendo: “Sí, señales de los tiempos y de la tormenta venidera. Esos galileos tuyos, tus compatriotas, envueltos en un tipo de movimiento pseudo-mesiánico, una especie de ‘levantamiento de los tiempos’, algo parecido a lo que tú nos exhortas a esperar… ¿no fue su muerte un castigo merecido?” (Edersheim 2:222.)

A tal acusación Jesús no tuvo intención de acceder. “¿Pensáis que estos galileos eran más pecadores que todos los galileos, porque padecieron tales cosas?”, preguntó. “Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente.” Luego el Señor escogió una ilustración semejante de su propia iniciativa: “O aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que habitan en Jerusalén?” Su respuesta: “Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente.”

La ilustración de Jesús fue aún más persuasiva que la referente a los galileos. Pilato había tomado los dineros sagrados del templo —el Qorbán— y los había usado para construir un acueducto hacia Jerusalén. Como resultado, hubo una terrible revuelta, sofocada vengativamente con el acero romano. Seguramente, si una torre en el estanque de Siloé cayó y mató a dieciocho personas que participaban en ese detestado proyecto de construcción gentil, aquello debía considerarse una justa retribución. Pero Jesús dice: “No es así. Sus pecados eran los mismos que los de todo Jerusalén, y todos vosotros pereceréis espiritualmente, así como ellos perecieron temporalmente, a menos que creáis en mí, os arrepintáis de vuestros pecados y obréis las obras de justicia.”

“Cierto es, como principio general, que Dios envía desastres, calamidades, plagas y sufrimientos sobre los rebeldes, y que preserva y protege a quienes le aman y le sirven. Tales fueron, en verdad, las promesas dadas a Israel: la obediencia les traería el cuidado protector y preservador del Señor; la desobediencia, en cambio, les acarrearía muerte, destrucción, desolación, desastre, guerra y una multitud de males.

“Pero afirmar que ciertos individuos muertos en guerra, víctimas de accidentes, afligidos con enfermedades o plagas, o despojados de sus bienes por calamidades naturales, han sido seleccionados entre sus semejantes por ser particularmente merecedores de tal supuesta retribución, carece por completo de fundamento. No es prerrogativa del hombre concluir, en casos individuales de sufrimiento o desgracia, que tales cosas le han ocurrido a alguien como justa retribución por un proceder impío.” (Comentario 1:475.)

Estos principios Jesús los ilustra ahora con la parábola de la higuera estéril. En cuanto a la elección de la higuera como símbolo, conviene tener en cuenta lo siguiente: “Las higueras, al igual que las palmeras y los olivos, eran consideradas tan valiosas que talarlas, aun cuando produjeran una pequeña cantidad de fruto, se estimaba merecedor de la muerte a manos de Dios. … La higuera era considerada el más fructífero de todos los árboles.” Sin embargo, “como se creía que los árboles, por sus raíces, socavaban y deterioraban la tierra, un árbol estéril representaba una triple desventaja: no producía fruto; ocupaba un espacio valioso que podría aprovechar un árbol productivo; y deterioraba innecesariamente el terreno. Por consiguiente, aunque estaba prohibido destruir árboles frutales, por las razones antes mencionadas, era deber talar un árbol ‘estéril’ o ‘vacío’.” (Edersheim 2:246–47.)

Y así llegamos ahora a la parábola misma: Cierto hombre tenía una higuera plantada en su viña, y vino a buscar fruto en ella, y no halló. Entonces dijo al viñador: He aquí, hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no hallo; córtala; ¿para qué inutiliza también la tierra?

Él entonces, respondiendo, le dijo: Señor, déjala aún este año, hasta que cave alrededor de ella y la abone; y si da fruto, bien; y si no, entonces la cortarás. Y muchas otras parábolas habló al pueblo.

“Cierto labrador (Dios) tenía una higuera (el remanente judío de Israel) plantada en su viña (el mundo); y vino (en la plenitud de los tiempos) a buscar fruto en ella (fe, rectitud, buenas obras, dones del Espíritu), y no halló. Entonces dijo al viñador de su viña (el Hijo de Dios): He aquí, hace tres años (el período del ministerio de Jesús) que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no hallo; córtala (destruye la nación judía como reino organizado); ¿para qué inutiliza también la tierra? (¿Por qué ha de impedir la conversión del mundo ocupando el terreno y monopolizando el tiempo de mis siervos?)

Y él (el Hijo de Dios), respondiendo, le dijo (a Dios, el labrador): Señor, déjala aún este año, hasta que cave alrededor de ella y la abone (predique el evangelio, levante la voz de amonestación, muestre señales y prodigios, organice la Iglesia y ofrezca toda oportunidad para la conversión de la nación judía). Y si da fruto, el árbol es salvo (la nación judía será preservada como tal y sus miembros obtendrán salvación); y si no, después de eso la cortarás (destruye a los judíos como nación, hazlos objeto de burla y escarnio, y dispérsalos entre todas las naciones).” (Comentario 1:477.)


Capítulo 75

El hombre que nació ciego

El Señor abre los ojos de los ciegos. (Salmos 146:8.)


El milagro: uno que nació ciego es sanado
(Juan 9:1–12; JST Juan 9:4)

Es el gozoso día de reposo: un día de descanso, un día de paz, un día de adoración.
Es también el gravoso día de reposo: un día en el cual el rabinismo se desboca al imponer pequeñas restricciones inspiradas por Satanás, que desafían todo sentido y razón, restricciones que no sirven para ningún propósito, salvo para dar testimonio de la grave apostasía que entonces prevalecía entre un pueblo que alguna vez fue escogido y que alguna vez estuvo iluminado.

Jesús y sus discípulos pasan junto a una de las puertas del templo, según suponemos. Es un lugar donde los mendigos piden limosna, tal vez el mismo sitio sagrado donde un hombre cojo desde el vientre de su madre pedirá algún día a Pedro y a Juan unas pocas monedas y recibirá en cambio plena fuerza en sus pies y tobillos. Pero en este día otoñal hay allí un mendigo que ha sido ciego desde su nacimiento. No puede pedir limosna, porque es día de reposo, aunque sería legal que personas bondadosas hicieran contribuciones voluntarias para su bienestar. El hombre y su condición son bien conocidos por los discípulos y, como veremos, por grandes multitudes de los habitantes de Jerusalén. Sin duda, se encuentra sentado en el lugar donde comúnmente ejercía su triste oficio.

Maestro, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego? —preguntan los discípulos. Esta pregunta, planteada por discípulos espiritualmente iluminados—hombres que, como Pedro, Jacobo y Juan, habían visto tras el velo y oído la voz de Dios—presupone dos verdades: (1) que los pecados de los padres pueden ser visitados sobre los hijos en forma de impedimentos físicos, y (2) que las almas mortales son capaces de cometer pecado antes de respirar el aliento de vida. Ambos conceptos son verdaderos.

Como hemos visto —con referencia a la matanza de los galileos, cuya sangre Pilato mezcló con sus sacrificios, y con referencia a los dieciocho sobre los cuales cayó la torre de Siloé— los judíos creían que las calamidades y los accidentes venían como castigo por el pecado. Jesús denunció esta herejía; aquellos que fueron muertos, aunque pecadores, no eran diferentes de todos sus semejantes; sus desgracias no fueron el resultado de algún mal en sus vidas mayor que el de sus vecinos.

Por otro lado, Dios envió calamidades y plagas sobre Israel, como pueblo y como nación, porque lo abandonaron y no guardaron sus mandamientos. Y puede haber pecados específicos de los padres que imponen castigos sobre los hijos; los padres inmorales pueden contraer una enfermedad venérea que cause ceguera en los hijos no nacidos. Y los pecados personales pueden traer castigo físico a los individuos, como cuando una enfermedad es causada por la desobediencia a la ley de salud del Señor.

La pregunta planteada no es una que pueda responderse con generalidades superficiales. Las deformidades de nacimiento pueden o no resultar de la desobediencia de los padres, pero no tenemos razón para creer que los niños sean afligidos por actos cometidos en la vida premortal. Todos los niños nacen libres de la mancha del pecado gracias al gran plan de redención ordenado para ellos por un Dios bondadoso. Y sin embargo, por otro lado, aunque los niños comienzan la vida en inocencia, nacen en una u otra raza, en una u otra época, con un talento u otro, todo como resultado directo de la vida vivida antes del nacimiento mortal. La pregunta que hacen los discípulos es, en realidad, una buena pregunta que presupone un conocimiento del plan de salvación. Están preguntando acerca de este caso, para obtener una mejor comprensión de cómo operan las leyes eternas en todos los casos.

Jesús responde: “Ni éste pecó, ni sus padres; sino para que las obras de Dios se manifiesten en él.” ‘Este es un caso especial, apartado de todos los demás. Este hombre nunca ha visto; ningún rayo de luz ha entrado jamás en sus ojos; no ha visto el amanecer ni el ocaso, ni las aves del cielo, ni los lirios del campo. Nació así con un propósito: para que yo lo sane y él sea para siempre un testigo de que soy el Hijo de Dios. Por medio de él las obras de Dios se manifestarán para siempre a todos aquellos a quienes llegue mi evangelio.’

Debo hacer las obras del que me envió, mientras estoy con vosotros; vendrá el tiempo en que habré terminado mi obra, entonces iré al Padre. Mientras esté en el mundo, soy la luz del mundo.

“No debe haber ningún malentendido con respecto a lo que ahora voy a hacer. Mi Padre me envió para realizar esta obra, y la llevaré a cabo mientras esté con vosotros. Cuando haya terminado mi obra —toda mi obra: este acto de sanidad, mi predicación y, finalmente, mi sacrificio expiatorio— entonces volveré al Padre. Y sabed esto: Yo soy la luz del mundo. Cada vez que, de ahora en adelante, recordéis que abrí estos ojos ciegos físicamente, recordad también que vine para traer luz a los ojos espiritualmente.”

Ahora viene el milagro. Jesús mismo ha preparado el escenario; ha dicho al pueblo lo que va a hacer y por qué. Solo queda que ellos vean cómo lo hace, y en este caso el cómo tiene una importancia suprema. El Mesías se inclina; escupe en el suelo, hace barro con la saliva y unge los ojos del ciego con la masa terrosa humedecida. Las personas enfermas son sanadas por la fe mediante la imposición de manos, no por ser frotadas con lodo hecho de saliva. ¿Por qué, entonces, actúa así Jesús? No cabe duda de que está violando deliberadamente la ley del día de reposo en dos aspectos principales: (1) hizo barro, y (2) aplicó un remedio curativo a una persona impedida, lo cual en sí estaba prohibido; además, existía una prohibición específica contra aplicar saliva a los ojos en día de reposo. Esta extraña restricción surgió debido a la creencia común de que la saliva era un remedio para las enfermedades de los ojos.

Así, Jesús coloca al pueblo en la posición de tener que elegir entre Él, como Aquel enviado de Dios para hacer la obra del Padre, como Aquel que puede abrir los ojos ciegos, y las tradiciones de los ancianos acerca de la observancia del día de reposo. Deben hacer su elección, a riesgo de su salvación. Una vez más, será un día en Israel cuando suene la trompeta: “Escogeos hoy a quién serviréis.”

Hasta este punto, obsérvese que Jesús no ha dicho nada al hombre. No ha hecho esfuerzo alguno por plantar siquiera las semillas de la fe en su corazón; el ciego ni siquiera sabe quién es Jesús, ni que algunos creen que Él es el Mesías. Este milagro se está realizando por iniciativa de Jesús, por su propio poder y para sus propios propósitos. Ahora dice: “Ve, lávate en el estanque de Siloé”, solo eso y nada más. Juan inserta aquí el comentario de que Siloé significa enviado, lo cual indica, según suponemos, que así como el Padre envió al Hijo, el Hijo envió al hombre —todo para que lo hecho fuese para la gloria de Dios. En cualquier caso, el hombre fue, se lavó como se le indicó, recobró la vista y regresó viendo. El milagro había sido realizado.

Los ojos ciegos que ahora ven causan sensación por todas partes; la noticia del acontecimiento está en boca de todos; vecinos, amigos, parientes, aquellos que solo lo conocían de vista, todos se maravillan de lo sucedido.
“¿No es éste el que se sentaba y pedía limosna?”, preguntan. Algunos dicen: “Éste es”, otros: “Se parece a él”. Pero él afirma: “Yo soy”.
“¿Cómo, entonces, se te abrieron los ojos?”, le preguntan. Habiendo aprendido ahora el nombre de Jesús, responde: “Un hombre llamado Jesús hizo barro, untó mis ojos y me dijo: “Ve al estanque de Siloé y lávate”; fui, me lavé y recibí la vista”.
¡Qué relato tan hermoso y sencillo, glorioso en su simplicidad!
“¿Dónde está Él?”, le preguntan, y él responde: “No lo sé”.

La prueba del milagro — La contención farisaica
(Juan 9:13–29; JST Juan 9:13, 27)

Es día de reposo. Hay tanto creyentes como escépticos entre los que saben del milagro. Algunos, rígidos formalistas —celosos de la estricta observancia del día— llevan al que había sido ciego ante los fariseos reunidos en consejo y reportan: “Jesús hizo barro y abrió los ojos de este hombre en el día de reposo”.

“Los rabinos habían prohibido a cualquier hombre untar siquiera uno de sus ojos con saliva en día de reposo, excepto en casos de peligro de muerte. ¡Jesús no solo untó ambos ojos del hombre, sino que además mezcló la saliva con barro! Este acto de misericordia estaba en la más profunda y verdadera armonía con las razones mismas por las que el día de reposo había sido instituido, y con las lecciones que debía ser testigo perpetuo. Pero el espíritu del estrecho literalismo, de la minuciosa servidumbre y de la obediencia cuantitativa —el espíritu que esperaba salvarse por la suma algebraica de las buenas y malas acciones— hacía mucho había degradado el día de reposo de la verdadera idea de su institución hasta convertirlo en una superstición perniciosa. El día de reposo del rabinismo, con toda su mezquina servidumbre, no tenía nada que ver con el día de reposo de la amorosa y santa ley de Dios. Había degenerado en aquello que San Pablo llama un “rudimento del mundo”. Y estos judíos estaban tan imbuidos de esta completa pequeñez, que un milagro único de misericordia despertó en ellos menos asombro y gratitud que el horror provocado por la violación de su superstición sabática.” (Farrar, p. 439; Gál. 4:9.)

Los miembros del concilio farisaico preguntaron cómo había recibido la vista aquel hombre. Él volvió a contar su historia: “Puso barro sobre mis ojos, me lavé y ahora veo”. Claramente, este milagro era o de Dios o de Satanás. Algunos de los fariseos dijeron de Jesús: “Este hombre no es de Dios, porque no guarda el día de reposo”. Otros replicaron: “¿Cómo puede un hombre pecador hacer tales milagros?” Ante esta división en sus propias filas, los inquisidores preguntaron nuevamente al hombre sanado: “¿Qué dices tú de aquel que abrió tus ojos?” La respuesta vino con majestuosa sencillez: “Es un profeta”.

Aún quedaba un rayo de esperanza farisaica que pudiera explicar todo aquello. Tal vez el hombre no había sido ciego en absoluto. “¿Cómo podrían abrirse los ojos ciegos?”, argumentaban. Con esto en mente, llamaron a los padres y los interrogaron: “¿Es éste vuestro hijo, de quien decís que nació ciego? ¿Cómo, pues, ve ahora?”

Para nosotros, la respuesta obvia habría sido: “Es nuestro hijo. Nació ciego. El hombre Jesús ungió sus ojos con barro hecho de su propia saliva; nuestro hijo, siguiendo sus instrucciones, se lavó en el estanque de Siloé, y ahora sus ojos están abiertos”. Todo esto los padres lo sabían bien; y, aparte del hombre mismo que había sido sanado, ¿quién debería haberse regocijado más por el milagro que sus propios padres? Pero, dentro del contexto judío, y debido a las presiones sociales y religiosas del rabinismo, su respuesta careció de plena integridad y no mostró el mismo valor moral que se hallaba en las palabras de su hijo. Dijeron: “Sabemos que éste es nuestro hijo, y que nació ciego”, pues eso nadie podía negarlo; “pero cómo ve ahora, no lo sabemos; o quién le haya abierto los ojos, no lo sabemos; edad tiene; preguntadle a él; él hablará por sí mismo”.

Se ha obrado un gran milagro: un hombre que nació ciego ahora ve; debería ser un momento de gozo y de gratitud a Dios por su bondad y su gracia. Pero el asunto no es que un ciego vea; él no es más que un peón, una insignificancia, en la gran contienda que se libra en las almas del Israel rebelde. El verdadero problema es que el milagro fue realizado por Jesús, por un supuesto pecador que quebranta el día de reposo, por uno que expulsa demonios por medio de Beelzebú, por uno que abre ojos ciegos mediante el poder de Satanás; sí, por uno que, según ellos, es Satanás encarnado.

Así, Juan, al explicar la respuesta de los padres, dice: “Esto dijeron sus padres, porque temían a los judíos; porque los judíos ya habían acordado que si alguno confesase que él era el Cristo, fuera expulsado de la sinagoga. Por eso dijeron sus padres: Edad tiene; preguntadle a él”.

Lucifer, nuestro enemigo común, utilizando como sus agentes a aquellos en la tierra que escuchan los susurros de su voz, está aquí ejerciendo sobre estos padres —y sobre todos los que creen o puedan llegar a creer que Jesús es el Cristo— una presión que apenas podemos imaginar. Ellos han de ser “expulsados de la sinagoga”. Si los adoradores judaico-mosaicos, que eligieron rechazar a su Mesías, simplemente hubiesen excomulgado a todos los que creían en Él, poco podríamos reprochar a su decisión. Ciertamente, una sociedad religiosa tiene derecho a apartar de su membresía a quienes se desvían de sus creencias y normas.

Sin embargo, la excomunión entre ellos se daba de manera sucesiva y por grados, hasta que llegaba a un terrible clímax de odio y venganza. Podían imponerse al principio ciertas restricciones temporales; éstas podían luego aumentar en alcance e intensidad; finalmente, las penas incluían maldiciones y anatemas, presiones sociales y económicas insoportables, y todos los miedos y tormentos de un infierno eterno. Una de las excomuniones incompletas, cuando se imponía a una persona prominente, incluía estas restricciones: “Desde entonces debía sentarse en el suelo y comportarse como alguien en profundo luto. Debía dejar crecer su barba y su cabello de manera desaliñada; no debía bañarse ni ungirse; no se le permitía entrar en una asamblea de diez hombres, ni participar en la oración pública, ni asistir a la Academia; aunque podía enseñar o ser enseñado por individuos de manera privada. Y, como si fuera un leproso, la gente debía mantenerse a una distancia de cuatro codos de él. Si moría, se arrojaban piedras sobre su ataúd; no se le concedía el honor de un funeral ordinario, ni se debía guardar luto por él.”

Esto era solo el comienzo de lo que podía llegar a ser. “Aún más terrible era la excomunión final, o Cherem [con la cual se entendía ser expulsado de la sinagoga], cuando se imponía un anatema de duración indefinida sobre un hombre. Desde entonces era como un muerto. No se le permitía estudiar con otros, nadie debía tener contacto con él, ni siquiera mostrarle el camino. Podía, en verdad, comprar lo necesario para vivir, pero estaba prohibido comer o beber con tal persona.”

Había veinticuatro causas para imponer este tipo final de excomunión, entre ellas resistir “la autoridad de los escribas o cualquiera de sus decretos” y guiar a otros “ya sea lejos de los mandamientos o hacia lo que se consideraba una profanación del Nombre Divino.” (Edersheim 2:184.) Aquellos que confesaban que Jesús era el Mesías, por supuesto, serían culpables de tales violaciones.

Ser expulsado de la sinagoga era más que una excomunión; era persecución, lo que llevó a Jesús a decir a sus discípulos: “Os expulsarán de las sinagogas; y aun viene la hora cuando cualquiera que os mate pensará que rinde servicio a Dios”. (Juan 16:2.) El terrible peso de tal castigo era más de lo que estos padres —ya tan pobres que su hijo debía mendigar para vivir— se atrevían a soportar.

Un espíritu maligno de amargura y contención se enciende nuevamente. Habiendo fracasado por completo en su ataque contra los padres; siendo incapaces de negar o explicar el milagro; sintiendo una absoluta perplejidad, el concilio farisaico vuelve a llamar al hombre que antes había sido ciego. Intentarán otro enfoque. “Da gloria a Dios; nosotros sabemos que este hombre es pecador”, dicen. En efecto, están pidiendo al hombre que se retracte. ‘Ahora admitimos que has sido sanado; tus padres lo confirman; pero da el crédito a Dios. Confiesa que Jesús no tuvo nada que ver con ello; él es un pecador —uno que profanó el día de reposo al moldear una bola de barro y al frotar tus ojos con saliva— y, por tanto, no pudo haber hecho un milagro.’ Están pidiéndole al hombre que se ponga completamente de su lado, que niegue a Cristo y que glorifique —incluso deifique— el tradicionalismo. Buscan la condena de Cristo y la apoteosis del rabinismo.

Pero nuestro amigo, que antes fue ciego, no tiene miedo. Puede que no conozca todas las sutilezas e intrincados razonamientos rabínicos; puede que no sepa si es pecado o no frotar un poco de barro con los dedos en día de reposo; pero sí sabe una cosa: que antes era ciego y ahora ve.
Su respuesta es su testimonio: “Si es pecador, no lo sé; una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo”.

Avergonzados y confundidos, los fariseos lanzan un nuevo ataque. Tal vez una repetición detallada de los hechos revele alguna “i” sin punto o alguna “t” sin cruzar que puedan torcer como prueba de que el milagro fue realizado por poder demoníaco. Si cesan sus preguntas ahora, será admitir la derrota ante un mendigo sin instrucción. “¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos?”, insisten.

Su principal testigo está cansado de recorrer una y otra vez el mismo terreno. Ya ha contado su historia; permanece firme; no hay nada más que añadir. “Ya os lo he dicho, y no habéis querido oír”, responde. Entonces, en un golpe maestro lleno de inspirada ironía, el hombre pregunta:
“¿Por qué queréis oírlo otra vez? ¿Queréis también vosotros ser sus discípulos?” ‘¿Por qué me lo preguntan de nuevo? ¿Acaso los he convertido? ¿Ahora creen ustedes? ¿Están dispuestos a ser sus discípulos?’

Reproches y amargura brotan de la respuesta farisaica: “Tú eres su discípulo —dicen—, pero nosotros somos discípulos de Moisés. Sabemos que Dios habló a Moisés; pero en cuanto a éste, no sabemos de dónde ha salido”. Y con esas palabras rechazaron a su Rey, se aliaron con Lucifer y sellaron su propia condenación.

El propósito del milagro: Jesús proclama su divinidad
(Juan 9:30–41; JST Juan 9:32)

El testimonio farisaico ha sido dado: “Este individuo, este nazareno de Galilea, este amigo de publicanos y pecadores, no sabemos si es de Dios o no”.

Ahora viene el verdadero testimonio, contenido en palabras de una lógica irrefutable, pronunciadas —no cabe duda— por el poder del Espíritu. El hombre dice: “Pues esto es lo maravilloso: que vosotros no sepáis de dónde es, y a mí me abrió los ojos. Y sabemos que Dios no oye a los pecadores; pero si alguno es temeroso de Dios y hace su voluntad, a ése oye. Desde el principio del mundo jamás se ha oído decir que alguien abriese los ojos de uno que nació ciego. Si éste no viniera de Dios, nada podría hacer”.

A esto no hay respuesta; no puede refutarse; las palabras llevan en sí mismas la evidencia de su verdad. No queda nada para los fariseos sino injuriar y perseguir. “Tú naciste del todo en pecado —gritan con furia—, ¿y nos enseñas a nosotros?” Como si eso tuviera alguna relevancia respecto al milagro. En verdad, de la boca de los niños y de los humildes brotan las joyas de la verdad eterna; los débiles y sencillos confunden a los sabios y entendidos, y los propósitos del Señor prevalecen.
Él los había enseñado, y ellos lo sabían, y él lo sabía. Como consecuencia, “lo expulsaron”, y fue sometido a las terribles penas de la excomunión y la persecución. Y así sucede siempre con aquellos que abandonan al mundo y se aferran a Cristo. El mundo ama a los suyos y aborrece a los que son de Cristo.

Pero el Señor ama y cuida a los suyos, y cuando Aquel que vino a ministrar a sus semejantes se enteró de la excomunión, buscó al hombre para enseñarle las verdades de su evangelio eterno.
Sin duda le habló de un Padre amoroso, de la caída del hombre y de la expiación que aún debía ser realizada por el propio Hijo de Dios.
Sabemos que le hizo esta pregunta:

—¿Crees tú en el Hijo de Dios?

No hay nada figurado, nada oculto, nada que deje lugar a interpretación en esta pregunta. Es tan clara como el lenguaje puede serlo; penetra, como una flecha, en el corazón mismo de la religión revelada.
“¿Quién es, Señor, para que crea en Él?”, pregunta el hombre. Jesús responde: “Le has visto, y el que habla contigo, ése es.”

Y el hombre dijo: “Señor, creo”. Y adoró a Jesús. Es decir, aquel que había nacido ciego, cuyos ojos Jesús abrió, recibió ahora un don mayor que la vista misma. Su ceguera espiritual de toda la vida también cesó; sus ojos espirituales fueron abiertos; reconoció que Jesús era el Hijo de Dios, por medio de quien viene la salvación, y estuvo dispuesto a seguirle, adorarle y guardar sus mandamientos. Por su fe en el Hijo, estaba preparado para entrar por la puerta del arrepentimiento y del bautismo, y para afirmar sus pies en el sendero que conduce a la vida eterna.

He aquí un hombre que nació ciego para que un día fuese señal y testimonio de Aquel que habría de abrir sus ojos. Y así aconteció, conforme a esa divina providencia que cuida de todas las cosas, de modo que hasta la caída de un gorrión merece la atención de Dios. He aquí también un hombre que estaba espiritualmente ciego, sobre cuya alma nunca habían brillado los rayos de la luz del evangelio, hasta que vino Uno que abrió sus ojos espirituales para que viera en Jesús al Hijo de Dios.

¿Puede haber alguna duda respecto a cuál es el mayor milagro: ver con los ojos mortales las cosas de este mundo oscurecido que han de pasar, o ver con los ojos del espíritu las cosas de un mundo mejor que han de perdurar para siempre? ¿Y no testifica acaso el hecho de que Jesús abrió los ojos que estaban ciegos físicamente que también tiene poder para abrir los ojos espirituales de los hombres, para que vean las cosas del Espíritu y caminen por la senda estrecha y angosta que conduce a la vida eterna?

Y así dijo Jesús: “Para juicio he venido yo a este mundo, para que los que no ven, vean; y los que ven, sean cegados.”

“He venido al mundo para juzgar a todos los hombres, para dividirlos en dos campos según acepten o rechacen mi palabra. Aquellos que están espiritualmente ciegos tendrán sus ojos abiertos por medio de la obediencia a mi evangelio y verán las cosas del Espíritu. Pero los que creen ver en el ámbito espiritual, y no me aceptan a mí ni a mi evangelio, permanecerán en tinieblas y serán cegados a las verdaderas realidades espirituales.” (Comentario 1:482.)

Sabiendo muy bien el significado y la intención de las palabras de Jesús, algunos de los fariseos preguntaron: “¿Acaso nosotros también somos ciegos?” La respuesta fue: “Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; mas ahora decís: “Vemos”; por tanto, vuestro pecado permanece.”

‘Si no tuvierais la ley de Moisés ni las palabras de los profetas; si no profesarais adorar al Dios de Israel en vuestras sinagogas y ofrecer sacrificios en vuestro templo; si no fuerais el pueblo escogido a quien una vez fue dada la palabra de verdad, no seríais condenados con tanta severidad como lo sois ahora. Pero porque poseéis la mayor luz y os rebeláis contra ella, cometéis pecado.’


Capítulo 76

El Buen Pastor

El Señor es mi pastor. (Salmos 23:1.)

El Señor Dios vendrá… Apacentará su rebaño como pastor; reunirá con su brazo los corderos, y en su seno los llevará; pastoreará suavemente a las recién paridas. (Isaías 40:10–11.)


Jesús es el Buen Pastor
(Juan 10:1–15; JST Juan 10:7–8, 12–14)

Ninguna figura retórica, ninguna comparación, ninguna parábola o alegoría trajo mayor gozo al corazón israelita que aquella que conducía a la gloriosa declaración: Jehová es nuestro Pastor.

La vida misma de Israel dependía de la seguridad y de la capacidad de reproducción de sus ovejas. Tanto física como espiritualmente, sus intereses se centraban en sus rebaños y ganados. De ellos provenían el alimento para sus mesas, el abrigo para sus cuerpos y los sacrificios para sus altares.

En los desiertos solitarios, en las laderas de las montañas, en los valles de sombra de muerte, se desarrollaba un fuerte lazo de amor y confianza mutua entre las ovejas y su pastor. Los que cuidaban los rebaños no eran simples pastores asalariados, sino pastores de verdad; las ovejas no eran conducidas a la fuerza, sino guiadas; escuchaban la voz de aquel a quien habían aprendido a conocer.

Por la noche, los rebaños se reunían en un mismo redil seguro, donde un solo pastor velaba contra los lobos y los terrores de la oscuridad. Por la mañana, cada pastor llamaba a sus propias ovejas, y ellas lo seguían hacia los verdes pastos y las aguas tranquilas.

Así, en sus himnos de alabanza, Israel cantaba: “Reconoced que Jehová es Dios; Él nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos; pueblo suyo somos, y ovejas de su prado.” (Salmos 100:3.)
Cuando Jehová reprendió a sus sacerdotes y maestros rebeldes, su clamor fue: “¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No deben los pastores apacentar los rebaños? … Y vosotras, ovejas mías, ovejas de mi pasto, hombres sois, y yo vuestro Dios, dice Jehová el Señor.” (Ezequiel 34:2, 31.)

Y cuando el pueblo fue llamado al arrepentimiento, la amonestación fue: “¡Oh, vosotros, obradores de iniquidad; vosotros que os envanecéis en las cosas vanas del mundo, vosotros que habéis profesado conocer los caminos de la justicia y, sin embargo, os habéis descarriado como ovejas sin pastor, a pesar de que un pastor os ha llamado y aún os está llamando, pero no queréis escuchar su voz! He aquí, os digo que el buen pastor os llama; sí, y en su propio nombre os llama, que es el nombre de Cristo; y si no queréis escuchar la voz del buen pastor, ni al nombre por el cual sois llamados, he aquí, no sois ovejas del buen pastor. Y ahora bien, si no sois ovejas del buen pastor, ¿de qué redil sois? He aquí, os digo que el diablo es vuestro pastor, y sois de su redil; y ahora, ¿quién puede negar esto?” (Alma 5:37–39.)

Y muchas de sus profecías mesiánicas hablaban del Pastor de Israel, y del día en que el Hijo de David, sentado en el trono de David, sería Rey sobre ellos, cuando “todos ellos tendrán un solo pastor”. (Ezequiel 37:24.)

Es, pues, en este contexto —entre un pueblo que entendía las figuras y los símbolos de los días antiguos— que Jesús ahora da testimonio de sí mismo como el Pastor de Israel. En lo que ha llegado hasta nosotros como una alegoría —Juan la llama parábola, y bien pudo haberlo sido en versiones más completas en su tiempo— el Señor Jesús declara: “De cierto, de cierto os digo: El que no entra por la puerta en el redil de las ovejas, sino que sube por otra parte, ése es ladrón y salteador.”

Jesús se dirige a los sacerdotes y escribas, a los fariseos y rabinos en particular —a aquellos que se habían erigido a sí mismos como guías, luces y maestros del pueblo. Estos ministros, estos pastores, estos “guardianes del rebaño”, eran los mismos de quienes Ezequiel había dicho: “Coméis la grosura, y os vestís con la lana; degolláis a las ovejas más gordas, mas no apacentáis el rebaño. No fortalecisteis a las débiles, ni curasteis la enferma; no vendasteis la perniquebrada; no hicisteis volver a la descarriada, ni buscasteis la perdida; sino que con dureza y con violencia las habéis dominado.” (Ezequiel 34:3–4.)

Estos falsos ministros gobernaban sobre lo que entonces se conocía como Israel: sobre congregaciones reunidas en Palestina y en otras tierras, a las cuales —como ladrones y salteadores— imponían las cargas de una ley muerta y les prohibían hallar pasto en Cristo y beber de las aguas de vida que Él traía.

De ellos, el élder James E. Talmage dice que “buscaban evitar la puerta y escalar por encima de la cerca para alcanzar al rebaño guardado; pero estos eran ladrones, que intentaban llegar a las ovejas como presa; su propósito egoísta y maligno era matar y llevárselas. … Jamás se ha escrito ni pronunciado acusación más fuerte contra los falsos pastores, los maestros sin autoridad, los asalariados que buscan lucro y enseñan por dinero, los engañadores que se presentan como pastores pero evitan la puerta y escalan ‘por otra parte’, los profetas al servicio del diablo que, para cumplir los propósitos de su amo, no vacilan en vestirse con ropas de fingida santidad y aparecer con piel de oveja, siendo por dentro lobos rapaces.” (Talmage, pp. 417–418.)

“Mas el que entra por la puerta, el pastor de las ovejas es. A éste abre el portero, y las ovejas oyen su voz; y a sus ovejas llama por nombre, y las saca.”

Jesús mismo —el verdadero Ministro, el Pastor de las ovejas— viene abiertamente, con valentía, visiblemente por la puerta. A Él le abre aquel —su Padre— que ha preservado a Israel en un solo redil hasta este mismo día. El Hijo predica su evangelio; aquellos que son sus ovejas, que vinieron de la preexistencia con el don especial de reconocer la verdad, escuchan su voz, y Él los guía fuera del pasado rabínico hacia la revelación del presente.

“Y cuando ha sacado fuera todas las propias, va delante de ellas; y las ovejas le siguen, porque conocen su voz. Mas al extraño no seguirán, sino huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños.”

Cristo va delante de sus ovejas; Él es el modelo. Ellas lo siguen y procuran hacer lo que Él ha hecho, porque conocen su voz: la voz del testimonio, la voz de la verdadera doctrina, la voz de la rectitud, la voz del Señor.
Los verdaderos discípulos no seguirán a los falsos pastores del mundo. Si lo hicieran, serían devorados por los lobos de la maldad y perderían sus almas.

No es de extrañar que los oídos espiritualmente insensibles de los rabinos no pudieran recibir en sus almas el profundo y sobrecogedor significado de las palabras divinas de Jesús. Por lo tanto, a modo de doctrina y testimonio, Él continúa: “De cierto, de cierto os digo: Yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que vinieron antes de mí y no testificaron de mí son ladrones y salteadores; pero las ovejas no los oyeron.”

‘Yo soy la puerta por la cual los hombres deben entrar para ser salvos. Todos los ministros del pasado, del presente y del futuro que no testifican de mí ni enseñan mi evangelio —incluidos vosotros, sacerdotes, escribas, fariseos y rabinos— son ladrones y salteadores; sois maestros al servicio de Satanás y buscáis robar las almas de los hombres. Pero las verdaderas ovejas no os seguirán.’

“Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo; y entrará y saldrá, y hallará pastos.”

‘La salvación viene por medio de mí; no está en la ley de Moisés, ni en las iglesias muertas de la cristiandad, ni en las religiones que no reconocen a Cristo. Venid a mí; Yo soy el Salvador. Los que estén en mi redil saldrán hacia los pastos de la salvación y beberán de las aguas de la vida eterna.’

“El ladrón no viene sino para hurtar, matar y destruir; yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia.”

Estamos oyendo nuevamente a Ezequiel. Los falsos ministros se alimentan y se visten a sí mismos. Que las ovejas sean degolladas, que pierdan sus almas; no importa lo que suceda con el rebaño mientras se sirvan los propósitos de la sacerdocracia. “¡Ay de los pastores de Israel!” Pero Jesús vino para dar vida. Su sacrificio expiatorio hará que todos vivan de nuevo en la inmortalidad, y aquellos que creen y obedecen tendrán una vida abundante. Serán añadidos sobre añadidos. Todo lo que el Padre tiene será de ellos, porque heredarán la vida eterna, que es el tipo de vida que Dios vive.

“Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas.”

¿Qué más puede decir? ¿Cómo podría expresarse mejor? ‘Yo soy Jehová, vuestro Pastor; por causa mía nada os faltará. Os haré descansar en verdes pastos y os guiaré junto a aguas de reposo. Restauraré vuestras almas y os conduciré por sendas de justicia por amor de mi nombre. Aunque andéis en valle de sombra de muerte, no temeréis mal alguno, porque Yo estaré con vosotros; mi vara y mi cayado os infundirán aliento. Prepararé mesa delante de vosotros en presencia de vuestros enemigos; ungiré vuestra cabeza con aceite; vuestra copa estará rebosando. Ciertamente el bien y la misericordia os seguirán todos los días de vuestra vida, y habitaréis en la casa del Señor por los siglos eternos que están por venir, todo porque Yo soy el Buen Pastor; Yo soy el Señor Jehová, y daré mi vida por las ovejas en la infinita y eterna expiación que está por delante.’

Y el pastor no es como el asalariado, a quien no pertenecen las ovejas, que ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo arrebata las ovejas y las dispersa. Porque yo soy el buen pastor, y conozco mis ovejas, y las mías me conocen. Pero el asalariado huye porque es asalariado y no le importan las ovejas. Así como el Padre me conoce, también yo conozco al Padre.

‘Ahora os diré la diferencia entre mí y los falsos ministros y maestros, entre mí y los escribas y fariseos. Yo soy el Pastor, no un asalariado. Aquellos que practican las artes del sacerdocio falso —que predican por salario y profetizan por dinero, que buscan la alabanza del mundo— a quienes no pertenecen las ovejas, abandonan el rebaño cuando llega el peligro. Pero yo soy el Buen Pastor, el Señor Jehová. Las ovejas son mías; cuidaré de ellas, aun cuando me cueste la vida. Esto está ordenado por mi Padre, que es Dios, y que me conoce, así como yo le conozco a Él.’

El Buen Pastor tiene poder sobre la muerte
(Juan 10:15–21)

Jesús, como el Buen Pastor, vino al mundo para dar su vida por las ovejas.
Salvará a las ovejas, aunque deba ser sacrificado; o mejor dicho, las salvará precisamente porque será sacrificado.

“Y pongo mi vida por las ovejas.”

Luego, antes de ampliar este tema —casi como en una declaración entre paréntesis—, extiende el concepto del Buen Pastor más allá de las fronteras de Palestina, más allá de Egipto, Grecia y Roma, más allá del Viejo Mundo, hasta los límites más distantes de los montes eternos, tal como el padre Jacob describió el lugar de la herencia de la descendencia de su hijo José. Jesús habla así de sus ovejas nefitas: “También tengo otras ovejas que no son de este redil; a ésas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño y un pastor.”

Todo Israel, toda la simiente prometida, toda la raza escogida —todos entrarán en un solo redil. Todo Israel, toda la descendencia de Abraham, todos los hijos de los profetas tendrán un solo Pastor. El rebaño del Señor son los hombres, los hombres de Israel. Ellos oirán su voz y verán su rostro; a ellos les pertenece el privilegio, antes que a todos los demás, de escuchar su voz. El tiempo de los gentiles aún está por venir.

Y así, cuando el Señor Resucitado ministre entre los nefitas de Israel, dirá: “Vosotros sois aquellos de quienes dije: También tengo otras ovejas que no son de este redil; a ésas también debo traer, y oirán mi voz, y habrá un rebaño y un pastor. Y no me entendieron, porque pensaban que había hablado de los gentiles; no comprendieron que los gentiles serían convertidos por su predicación. Y no me entendieron cuando dije que oirían mi voz; ni entendieron que los gentiles nunca oirían mi voz, ni me manifestaría a ellos, sino por el Espíritu Santo. Pero he aquí, vosotros habéis oído mi voz y me habéis visto; y sois mis ovejas, y estáis contados entre aquellos que el Padre me ha dado.” (3 Nefi 15:21–24.)

Entonces el Señor dijo a sus ovejas nefitas que aún tenía “otras ovejas”, las tribus perdidas de Israel, a quienes también visitaría. (3 Nefi 16:1–5.) Y finalmente, todos los que crean en su evangelio —judíos y gentiles por igual— serán reunidos en su redil, “porque hay un solo Dios y un solo Pastor sobre toda la tierra.” (1 Nefi 13:41.) Pero, habiendo hecho una digresión de su tema central —o, por lo menos, habiendo ilustrado la magnitud y el alcance de su redil—, Jesús vuelve ahora al asunto de dar su vida por las ovejas: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre.”

Así Jesús proclama la doctrina de su filiación divina. De Dios, que es su Padre, heredó el poder de la inmortalidad, el poder de vivir para siempre. Un Ser inmortal no puede morir; ningún hombre puede quitarle la vida. De María, que es su madre, heredó el poder de la mortalidad, el poder de separar cuerpo y espíritu, el poder de morir. Todos los seres mortales mueren; todos entregan su vida en la muerte. Jesús, el Hijo del Dios viviente; Jesús, el Hijo de la Virgen mortal, fue el único hombre de entre todos los hombres que tuvo poder para vivir o para morir; y, habiendo elegido morir, tuvo también poder para vivir de nuevo en gloriosa inmortalidad, sin volver jamás a ver la muerte. Todo esto está conforme al mandamiento del Padre.

¿Qué posible respuesta podían dar sus oyentes —entonces o ahora— a esta doctrina divina? La respuesta —entonces como ahora— solo puede ser una de dos: creer o no creer. No hay terreno intermedio, ni zona gris, ni espacio para el compromiso. O Él es el Expiador, o no lo es. Si no lo es, la excusa natural de los judíos para rechazarlo —tal como vino de los presentes en aquel tiempo— es: “Demonio tiene, y está loco; ¿por qué le oís?” Por supuesto que estaría loco, insensato, completamente falto de razón, a menos que sus afirmaciones de divinidad fueran verdaderas. Sin embargo, otros que eligieron creer lo hicieron basándose en sus palabras y sus obras. Sus palabras fluían con tal poder divino y convicción, que ninguna persona iluminada por el Espíritu podía rechazarlas. Sus obras eran tales que nadie, excepto alguien aprobado por Dios, podría haberlas realizado. “Estas palabras no son de un endemoniado. ¿Puede acaso un demonio abrir los ojos de los ciegos?” Y así, si uno aprobado por Dios —como lo testifican sus obras— dice con palabras: “Dios es mi Padre”, ¿cómo podría su testimonio ser otra cosa que verdadero?

Jesús declara: “Yo soy el Hijo de Dios”
(Juan 10:22–42)

“¿Hasta cuándo nos turbarás el alma? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente.” Así dijeron los judíos a Jesús mientras andaba en el templo, en el pórtico de Salomón, durante la Fiesta de la Dedicación. Es diciembre del año 29 d.C.; en poco más de tres meses, será levantado en la cruz precisamente porque es el Cristo. ¿Puede ser que aún no les haya dicho claramente al pueblo que Él es su Mesías?

El hecho es que, durante tres años —de los cuales tenemos conocimiento—, este hombre de Nazaret, en Galilea, ha testificado miles y miles de veces que Él es el Cristo, siempre expresándose de tal modo que evita atribuirse el tipo de mesianismo político con el que tantos judíos soñaban.
Ha dicho: “Yo soy el Cristo; yo soy el Mesías; yo soy Jehová el Señor; yo soy el Buen Pastor; Dios es mi Padre; en mí, y solo en mí, se cumplen las profecías mesiánicas.”

Durante este mismo período ha aceptado, libre y bondadosamente, un testimonio semejante de sus discípulos: “Tú eres aquel de quien hablaron Moisés y los profetas; tú eres el Mesías; tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Te adoramos.” Y, sin embargo, no ha permitido que se le aclamara ni coronara como el Rey Mesías que levantaría un ejército, derribaría el yugo romano y conduciría a un pueblo afligido hacia un triunfo nacional y una gloria terrenal.

Las palabras de interrogación que ahora se le dirigen reflejan, sin duda, algo de ese sentimiento nacionalista que esperaba que Él se proclamara rey terrenal. Su respuesta —la de Aquel cuyo reino no es de este mundo— devuelve el tema del mesianismo al lugar y la perspectiva que Él desea que tenga: “Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, ellas dan testimonio de mí.”

‘Os lo he dicho una y otra vez, y no me habéis creído. He obrado milagros maravillosos en el nombre de mi Padre, los cuales no podría hacer sin su aprobación, una aprobación que incluye las palabras que pronuncio. Mis palabras y mis obras dan testimonio de que soy el Cristo.’

“Pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas, como os he dicho. Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen.”

‘Yo soy el Buen Pastor, el Señor Jehová, el Pastor de los que verdaderamente son de Israel. Vosotros no sois mis ovejas; no sois verdaderamente descendencia de Abraham. Sois de vuestro padre, el diablo, como ya os lo dije. Mis ovejas oyen mi voz; desarrollaron el don de la espiritualidad, el don de reconocer la verdad, aun en la preexistencia. Les es fácil creer en mí; y yo las conozco, y ellas me siguen, creen en mi evangelio, se unen a mi Iglesia y guardan mis mandamientos.’

“Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano.
Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre.” YO Y EL PADRE UNO SOMOS.

Le habían pedido que les dijera claramente si Él era el Cristo. Y Él está respondiendo a su petición una vez más, no con el lenguaje de un Libertador temporal que empuñará una espada terrenal, sino con palabras tomadas de los registros de la eternidad. Él, el Cristo, dará a sus discípulos vida eterna; la salvación está en Él, y nadie puede arrebatarle sus ovejas. Los rebaños de este mundo perecen por hambre, frío y sed; pero las ovejas del Señor nunca perecerán. El Padre, que dio las ovejas al Hijo y Pastor, posee todo poder, y el Hijo actúa con el poder del Padre. Ellos son uno.

Una vez más, hay solo dos alternativas, y solo dos. O lo que Él dice es verdad, o es blasfemia. O Él es el Hijo de Dios, uno con su Padre, o merece morir por el más terrible y reverente de todos los delitos. Estos judíos, que habían sido informados muchas veces de que Jesús era el Cristo —aunque quizás nunca tan claramente ni con tanta fuerza como en esta ocasión—, y que siempre habían rechazado el testimonio divino, ahora toman piedras nuevamente para apedrearlo.

“Muchas buenas obras os he mostrado de mi Padre —dice Jesús—; ¿por cuál de ellas me apedreáis?” ‘¿He de morir a vuestras manos porque abrí los ojos de un hombre que nació ciego, o porque limpié a un leproso, o porque alimenté a miles de almas hambrientas con unos pocos panes de cebada y un guiso de peces, o acaso porque resucité al hijo de una viuda?’ La pregunta no tiene respuesta. Es como si los hombres quisieran matar a Dios por haber creado la tierra, por haberles dado vida y existencia, y por enviarles la siembra y la cosecha.

Su respuesta fue: “No te apedreamos por buena obra, sino por blasfemia; y porque tú, siendo hombre, te haces Dios.” Claramente entendieron el significado de las palabras que Jesús había pronunciado.

Entonces Él dijo: “¿No está escrito en vuestra ley: Yo dije, dioses sois? Si llamó dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios —y la Escritura no puede ser quebrantada—, ¿decís vosotros de aquel a quien el Padre santificó y envió al mundo: “Blasfemas”, porque dije: “Soy el Hijo de Dios”?”

‘¿Acaso no comprendéis el plan de salvación revelado a vuestros padres? ¿No sabéis que todos los hijos del Padre tienen el poder de avanzar, progresar y llegar a ser como Él? ¿Nunca habéis leído que aquellos a quienes se dio la ley en los tiempos antiguos recibieron la promesa de que podrían alcanzar la divinidad y llegar a ser dioses? ¿Por qué me acusáis de blasfemia por testificar que fui santificado y enviado al mundo por el Padre? ¿Os ofende oírme decir que soy el Hijo de Dios? ¿No sabéis que toda persona justa a quien llega la palabra de Dios, y que obedece la plenitud de esa ley, llegará a ser como el Padre y será dios también?’

“Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis. Mas si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí, y yo en Él.”

‘Decís que no creéis en mí; muy bien, entonces creed en las obras que hago, porque no podéis negar que provienen de poder divino. Y si aceptáis las obras, entonces creeréis también en mí, porque no podría hacerlas por mí mismo; ellas vienen por el poder del Padre. Entonces sabréis y creeréis que el Padre está en mí y yo en Él; somos uno; poseemos los mismos poderes, perfecciones y atributos.’

Entonces nuevamente procuraron prenderle, “pero Él se escapó de sus manos.” Suponemos que los sobrecogió con su majestad y presencia divina, y que, mientras ellos tramaban en su corazón la manera de darle muerte, Él pasó en medio de la multitud, salió del templo y partió de Judea hacia Perea, al otro lado del Jordán, “donde Juan había estado bautizando al principio.” Allí permaneció por algún tiempo, y “muchos acudieron a Él” para ser enseñados. Decían: “Juan no hizo ningún milagro; pero todo lo que Juan dijo acerca de este hombre era verdad.”

“Y muchos creyeron en Él allí.”


Sección 9

El ministerio en Perea

Mas como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios. (1 Corintios 2:9–10.)


Jesús habla; sus palabras son maravillosas; la salvación es su tema. Jesús ministra; sus obras son divinas; los ciegos ven y los muertos viven. Jesús viaja; Jerusalén es su destino; una cruz lo espera allí.

“Señor, ¿son pocos los que se salvan?” le preguntan. Oímos su respuesta. Aprendemos que los niños pequeños tienen vida eterna; que los hombres deben estar dispuestos a ponerlo todo en el altar—sus posesiones y familias, incluso sus propias vidas—para obtener la salvación.

Se nos dice claramente: para alcanzar la vida eterna, debemos guardar los mandamientos.

Nos encontramos ante una tumba sellada y presenciamos el mayor milagro de su ministerio mortal: Lázaro, después de cuatro días de muerte en descomposición, sale con vida vibrante.

Y oímos de sus propios labios el testimonio que llena el alma: “YO SOY LA RESURRECCIÓN Y LA VIDA; EL QUE CREE EN MÍ, AUNQUE ESTÉ MUERTO, VIVIRÁ”.

Vemos a diez leprosos sanados; nos regocijamos con el ciego Bartimeo al ver de nuevo; y damos gracias porque el hombre con hidropesía y la mujer con una dolencia de dieciocho años ahora están sanos y completos.

Oímos sermones—su discurso sobre el reino de Dios; su discurso sobre el matrimonio y el divorcio; su declaración de que la ley y los profetas dan testimonio de Él.

¿Qué es esto que oímos? Pedro pregunta cuál será la recompensa que recibirán los Doce. Jesús los coloca sobre doce tronos, juzgando a las doce tribus de Israel. Santiago y Juan buscan un lugar a su derecha y a su izquierda en los mundos eternos, y son reprendidos por su presunción.

Y hay parábolas, no pocas: la del hijo pródigo, esa dulce historia de infinita misericordia y ternura; la de Lázaro y el rico, que muestra las divisiones en el mundo de los espíritus; la de los obreros de la viña, todos los cuales reciben igual paga; la parábola de las minas, la de la oveja perdida, la de la gran cena, y muchas otras.

Al escuchar, ver y sentir el milagro que Él es, también se alza la voz satánica, oída en el Sanedrín, mientras aquel concilio espiritualmente muerto trama su muerte.

Verdaderamente, el único ministerio perfecto del único hombre perfecto sigue su curso preordenado—¡hacia una cruz y hacia una corona!


Capítulo 77

Sacrificio y salvación

¿Y cómo podéis ser salvos, si no heredáis el reino de los cielos? … No podéis ser salvos en vuestros pecados… Aquellos que creen en su nombre… éstos son los que tendrán vida eterna, y la salvación no llega a ninguno más. (Alma 11:37–40.)


Más sanaciones en día de reposo
(Lucas 13:10–17; 14:1–6; JST Lucas 13:11, 14, 17)

A medida que se acerca el día del gran conflicto final que traerá la muerte al Hijo de Dios y la ruina a un pueblo que una vez fue escogido, parece como si Jesús estuviera deliberadamente ampliando el abismo que lo separa de ellos. Su triste perversión del verdadero culto sabático crea un escenario en el cual puede librarse el conflicto. En ese día sagrado, Él elige abiertamente desafiar sus tradiciones y colocarlos en una posición donde deben escoger entre Él —como Sanador Divino enviado de Dios— y las pesadas tradiciones del rabinismo.

Lucas nos habla de dos de esas sanaciones que tuvieron lugar en diferentes sábados y en distintas ciudades de Perea. En una de ellas, mientras Jesús enseñaba en el día de reposo en una sinagoga, sanó a una mujer que había sufrido durante dieciocho largos años de una dolencia seria y debilitante; en la otra, mientras comía en casa de un principal fariseo, decidió sanar a un hombre afligido de hidropesía. Ambas sanaciones consolaron a los afligidos, enfurecieron a los rebeldes y dieron testimonio irrefutable del poder divino de aquel que hizo que sus actos de curación tuvieran más importancia que todo el insensato sabatarianismo que parecía tan valioso para los judíos.

Jesús está enseñando en una sinagoga de Perea en día de reposo. Y diremos una vez más—aunque la repetición parezca monótona—que está enseñando el evangelio. Está enseñando el plan de salvación, las tiernas misericordias de un Padre amoroso, la misión mesiánica del Libertador de Israel, la salvación que el Hijo de Dios ofrece a su pueblo escogido. Tal es su mensaje; no tiene otro.

Está presente una mujer devota y digna—una de las adoradoras habituales de esta sinagoga—que durante dieciocho años ha estado atada por Satanás con una dolencia de profundas raíces espirituales. La suya es una condición tanto melancólica como abatida, en la cual su cuerpo débil y encorvado está oprimido y paralizado. Es incapaz de enderezarse o usar sus músculos. Jesús la ve, la llama hacia Él y le dice: “Mujer, eres libre de tu enfermedad”. Como es su práctica habitual, pone sus manos sobre ella y, como siempre ocurre cuando Él habla, queda sanada. Jesús actúa por iniciativa propia, sin que se le ruegue, porque desea bendecir a la humanidad. Y ella glorifica a Dios. Después de dieciocho años de tristeza y sufrimiento, encorvada por el dolor y lisiada en cuerpo, se levanta sana, limpia, renovada y fortalecida mental y espiritualmente. Jesús habla, y así es.

Ahora Jesús es interrumpido. El principal de la sinagoga—un hombre mezquino y lamentable—se levanta con una ira engendrada por Satanás y derrama su veneno, no directamente sobre Jesús, ni directamente sobre la mujer, sino sobre el pueblo que fue testigo silencioso del poder de Dios.
“Hay seis días en que se debe trabajar”, dice; “en ellos, pues, venid y sed sanados, y no en el día de reposo”.

¡Qué escena acabamos de presenciar! Una hija de Dios ha sido sanada, y uno de los ministros de Satanás se ha levantado lleno de ira para condenar al Sanador y advertir a su congregación contra el pecado de permitir que algo así ocurra en día de reposo. La mujer sanada se desbordó en expresiones de gratitud a Dios. “Pero su himno de acción de gracias fue interrumpido por la estrecha e ignorante indignación del principal de la sinagoga. Allí, ante sus propios ojos, y sin ninguna referencia a la ‘pequeña y breve autoridad’ que le daba un sentido de dignidad cada sábado, una mujer—miembro de su congregación—había tenido en realidad la presunción de ser sanada. Armado con sus ‘textos’ favoritos y con toda la afectada pomposidad de la hipocresía oficial, se levanta y reprende a la multitud perfectamente inocente, diciéndoles que aquello era un grosero caso de profanación del día de reposo, pues habían sido sanados en ese día sagrado, cuando bien podrían haberlo sido en cualquiera de los otros seis días de la semana…

“Ahora bien, como la pobre mujer no parece haber pronunciado ni una palabra de súplica a Jesús, ni siquiera haber llamado su atención sobre su caso, la declaración absolutamente insensata de este hombre solo podría significar una de dos cosas: “Ustedes, los enfermos, no deben venir a la sinagoga en día de reposo bajo las circunstancias actuales, por temor a que sean inducidos a quebrantar el día de reposo si ocurre una curación milagrosa”; o bien, “Si alguien desea sanarlos en un día de reposo, deben negarse”. Y estas observaciones no tiene el valor de dirigirlas a Jesús mismo, ni la franqueza de decirlas a la pobre mujer sanada, sino que las lanza indirectamente al reprender a la multitud, que no tuvo participación alguna en el acto, más allá de haber sido testigos pasivos de él. En toda la extensión de los Evangelios no se encuentra otro ejemplo de una interferencia tan ilógica o de una necedad tan desesperada.” (Farrar, págs. 466–467.)

La respuesta de Jesús contiene una reprensión punzante y un argumento irrefutable. “¡Hipócrita!”, exclama, “¿no desata cada uno de vosotros en el día de reposo su buey o su asno del pesebre y lo lleva a beber?” Tal era su costumbre. No se imponía pena alguna por el trabajo de llevar a un animal, que había estado sin agua por unas horas, hasta el lugar donde pudiera beber. Los animales debían ser cuidados; su bienestar era importante. “¿Y no se debía desatar a esta mujer, siendo hija de Abraham”—ciertamente, siendo tal, era tan valiosa como un buey o un asno—”a quien Satanás había atado, he aquí, por dieciocho años, para que fuera librada de esta ligadura en el día de reposo?”

No es de extrañar que “al decir él estas cosas, todos sus adversarios se avergonzaban; y todo el pueblo se regocijaba por todas las cosas gloriosas que eran hechas por él”. En ese contexto, Jesús continuó enseñando y repitió las parábolas del grano de mostaza y de la levadura.

En otro día de reposo, en otra ciudad de Perea, encontramos a Jesús en la casa de “uno de los principales fariseos”, quizás uno que era miembro del mismo Gran Sanedrín. Hay presente una gran concurrencia, compuesta por muchos que son prominentes e influyentes; es una comida festiva de día de reposo. También hay invitados no invitados, como lo permitía la costumbre; éstos podían entrar y observar, como lo hizo la mujer que lavó los pies de Jesús con sus lágrimas y los ungió con ungüento en casa de otro fariseo, pero no participaban de la mesa. Uno de estos invitados no oficiales padece hidropesía. Él y su condición son visibles para todos; el principal fariseo, con la intención de tentar o poner a prueba a Jesús, quizá incluso haya dispuesto que el hombre enfermo fuera mostrado de manera prominente. En cualquier caso, todos los presentes observan a Jesús para ver qué hará, y Él no duda en aprovechar la ocasión para cumplir sus propios propósitos.

A los escribas y fariseos les pregunta: “¿Es lícito sanar en el día de reposo?” Por respuesta sólo hay silencio, ni una palabra pronunciada. “No se atrevían a decir “sí”; pero, por otro lado, tampoco se atrevían a decir “no”. Si hubiese sido ilícito, era su deber y función declararlo allí mismo, sin evasivas, y así privar al pobre sufriente, en la medida de lo posible, de la misericordia milagrosa que se le tenía preparada. Si no se atrevían a hacerlo—ya fuera por miedo al pueblo, por temor a una refutación inmediata, porque el poder de la majestuosa autoridad de Cristo los dominaba, por mero orgullo irritado o—si queremos suponerles mejores motivos—porque en lo más profundo de sus corazones, si quedaba en ellos algún rincón no endurecido por los prejuicios vanos e irreligiosos, sentían que era lícito, y más que lícito, JUSTO—entonces, según su propio juicio, dejaban a Jesús en libertad de sanar sin posibilidad de censura. Su silencio, por tanto, era, incluso según sus propios principios, la completa justificación de Él. Su sola y sencilla pregunta, y la incapacidad de ellos para responderla, constituían una decisión absoluta de la controversia a Su favor. Así pues, tomó al hombre, lo sanó y lo despidió.” (Farrar, págs. 470–471.)

“¿Quién de vosotros, si su asno o su buey cayere en un hoyo, no lo sacará enseguida en día de reposo?”, pregunta entonces Jesús. Ha citado su propia costumbre y práctica; cuidar de sus animales era lícito y justo en el día de reposo. Establecido esto—y sabiendo ellos mismos que un hombre vale más que una bestia—no queda nada más que decir. Y así, no dijeron nada.

Antes de dejar la arena donde se libra esta “guerra sabática”—una arena en la que vemos a Jesús luchar por el verdadero significado y propósito del santo día del Señor, mientras los fariseos procuran seguir las tradiciones degradadas de sus padres—, debemos notar estas palabras instructivas de Farrar, que explican por qué un pueblo entero se somete a un sistema tan vano, tan escrupulosamente legalista y tan perversamente farisaico:

“Una y otra vez se vio nuestro Señor obligado a redimir esta gran institución primitiva del amor de Dios de las restricciones estrechas, formales y perniciosas de una tradición ociosa e insensata”, dice Farrar. “Pero es evidente que Él daba tanta importancia a la libertad noble y amorosa del día de reposo como ellos a la estupefaciente inacción a la que habían reducido el carácter normal de su observancia. Su apego absorbente a ese sistema, y el frenesí que los dominaba cuando Él invalidaba sus inhumanidades sabatarias, provenían de muchas circunstancias.”

Son estas circunstancias y este clima religioso los que ilustran por qué las personas siguen sistemas falsos y rigurosos de religión hasta su propia perdición. “Estaban ligados al sistema religioso que había prevalecido entre ellos por tanto tiempo”, dice nuestro analista, “porque es fácil ser esclavo de la letra, y difícil entrar en el espíritu; fácil obedecer una serie de reglas externas, difícil entrar con inteligencia y abnegación en la voluntad de Dios; fácil enredar el alma en una red de pequeñas observancias, difícil rendir la obediencia de un corazón iluminado; fácil ser altivamente exclusivo, difícil ser humildemente espiritual; fácil ser un asceta o un formalista, difícil ser puro, amoroso, sabio y libre; fácil ser fariseo, difícil ser discípulo; muy fácil abrazar un sistema autosuficiente y santurrón de observancias rabínicas, muy difícil amar a Dios con todo el corazón, con todo el poder, con toda el alma y con toda la fuerza. Al poner su hacha a la raíz de su orgulloso e ignorante sabatarianismo, Él estaba poniendo su hacha a la raíz de toda esa “miserable micrología” que ellos habían acostumbrado tomar por vida religiosa.” (Farrar, pág. 469.)

Parábola de los invitados a la boda
(Lucas 14:7–11; JST Lucas 14:7, 9–10)

Después de la sanación sabática del hombre con hidropesía, y aún sentado a la mesa festiva del principal fariseo, Jesús dio dos parábolas: la parábola de los invitados a la boda y la parábola de la gran cena. En ese momento estaban presentes muchas personas de gran eminencia—escribas notables, eruditos reconocidos, rabinos respetados, fariseos prominentes, ricos comerciantes. Todos se habían reunido para participar de las ricas delicias servidas en la mesa del banquete. Como contexto de la parábola de los invitados a la boda, debió haber cierta lucha por los lugares de preferencia entre los invitados inflados de ego. Su protocolo colocaba a las personas prominentes en los asientos de honor. Esto suscitó la cuestión de la jerarquía de importancia y de cómo resolver los problemas nacidos de su propia autoestima y autoexaltación. Y así, dice Lucas, Jesús “propuso una parábola a los que habían sido invitados a una boda, porque sabía cómo escogían los primeros asientos y se exaltaban unos a otros”.

Cuando seas convidado por alguien a una boda, no te sientes en el primer lugar; no sea que haya sido convidado por él otro más honorable que tú; y venga el que te convidó, junto con aquel más honorable, y te diga: “Da lugar a este hombre”; y entonces comiences, con vergüenza, a ocupar el último asiento.

Para su vergüenza, muchas de sus principales preocupaciones giraban en torno al rango y la precedencia, lo cual, si no demostraba otra cosa, daba testimonio de la esencial vacuidad de su religión rabínica.

Mas cuando seas convidado, ve y siéntate en el último lugar; para que, cuando venga el que te convidó, te diga: “Amigo, sube más arriba”; entonces tendrás honra delante de Dios en presencia de los que se sientan a la mesa contigo.

Aquellos que refrenan su engreimiento farisaico y dominan su autosatisfacción inflada se preparan para recibir honra de Dios. ¿Qué importan las preferencias mezquinas de esta probación, comparadas con los honores eternos que solo Él puede conferir?

Porque cualquiera que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido.

Parábola de la gran cena
(Lucas 14:12–24; JST Lucas 14:12)

Como contexto de esta parábola tenemos una asamblea de personas renombradas. Son los amigos de “uno de los principales fariseos”. Además, Jesús acaba de relatar la parábola de los invitados a la boda. Ahora, “en cuanto a aquel que convidó a la boda”, y dirigiéndose a un anfitrión cuyos invitados son los nobles y grandes entre los hombres, dice: “Cuando hagas comida o cena, no llames a tus amigos [una expresión oriental que significa no llames solo a tus amigos], ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos; no sea que ellos también te vuelvan a invitar, y se te recompense.
Mas cuando hagas banquete, llama a los pobres, a los mancos, a los cojos y a los ciegos”—bien podría el hombre sanado de hidropesía haber sido invitado a quedarse y participar de los manjares del banquete—”y serás bienaventurado, porque ellos no te pueden recompensar; pero se te recompensará en la resurrección de los justos”.

Claramente, estas palabras fueron una reprensión y un reproche a un anfitrión ensoberbecido, que valoraba altamente a los de su misma clase, pero que miraba con desdén y mala voluntad a los de una casta inferior. Quizás, para romper la tensión que se había creado, uno de los comensales engreídos, autosuficientes y autoexaltados—uno de esos que, en su propio marco de justicia propia, no podía hacer nada malo en lo religioso—dijo: “Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios”.

En esta respuesta había más de lo que parece a simple vista. Teniendo en mente la tradición judía de que la resurrección de los justos y el establecimiento del reino de Dios serían inaugurados por un gran banquete del cual participarían todos los miembros del reino, era como si el orador hubiera declarado: “Sí, Señor, sabemos que los hombres serán recompensados por sus buenas obras en la resurrección de los justos; y puesto que nosotros, como miembros del pueblo escogido, estaremos allí para participar de la fiesta de Dios, ciertamente seremos plenamente recompensados.”

En este contexto, entonces, el Maestro de las Parábolas relató la parábola de la gran cena: “Un hombre hizo una gran cena y convidó a muchos”, dijo. “El Señor de todos preparó para su pueblo un gran banquete de animales cebados, de vino purificado y añejo, de grano, tortas y miel. Les ofreció alimentarse con comida celestial; su privilegio sería comer en su mesa y nunca más tener hambre, beber en su mesa y nunca más tener sed. Preparó un gran banquete del evangelio para que pudieran deleitarse con los ricos manjares de la eternidad.”

Luego “envió a su siervo a la hora de la cena a decir a los convidados: Venid, que ya todo está preparado”. “Envió a su Siervo, al Siervo Doliente de quien habló Isaías; envió a su Hijo, lo envió al pueblo escogido. Venid, diría el Siervo; venid, alimentaos con las palabras de Cristo. La mesa del banquete está dispuesta; aquí hay comida y bebida para el alma. Después de mil quinientos años de preparación mosaica, todo está ahora listo. La plenitud del evangelio eterno está a vuestro alcance.”

“Y todos a una comenzaron a excusarse”. Toda la nación buscó excusarse de asistir. El banquete no era de su agrado; la comida estaba sazonada con una nueva sal: la sal de la humildad y la mansedumbre de corazón. El becerro gordo, ya asado ante ellos, no olía al humo de los fuegos mosaicos, sino que estaba preparado con más delicadeza para aquellos de sensibilidad más refinada. Aquel no era un banquete para ellos; preferían más bien engordarse con las tradiciones de los ancianos y las enseñanzas de los rabinos.

“El primero le dijo: He comprado una hacienda y necesito ir a verla; te ruego que me excuses.”
—“Estoy legítimamente ocupado en cultivar el suelo del pasado. Mi corazón se regocija en las posesiones materiales que he adquirido. ¿Por qué habría de abandonarlo todo y creer en esta nueva religión?”— “Y otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas; te ruego que me excuses.”
—“Estoy comprometido en mis propios negocios. Si dedico el tiempo que esta nueva religión requiere, mi trabajo sufrirá.”—

“Y otro dijo: Me he casado y, por tanto, no puedo ir.” —“Disfruto de los placeres de este mundo; permíteme gozar de mi esposa. ¿Se espera acaso que renuncie a las cosas agradables de esta vida solo porque una nueva religión me promete mayores gozos en la vida venidera?”—

“Y regresó el siervo e informó a su señor estas cosas. Entonces el dueño de la casa, enojado, dijo a su siervo: Ve pronto por las plazas y las calles de la ciudad y trae acá a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos.” —“Apártate de los escribas y fariseos, de los ricos y los nobles de Israel; apártate de los que se autoengrandecen y se autoexaltan. Ve a los publicanos y pecadores de tus calles; ve a los pobres, a aquellos considerados espiritualmente mancos, cojos y ciegos. Ve al pueblo común, al hombre que nació ciego y que, a los ojos de los fariseos, nada sabía.” Y así fue hecho.—

Y luego—porque el evangelio es para todos los hombres, porque todos son iguales ante Dios, ya sean judíos o gentiles, siervos o libres, negros o blancos—”Ve por los caminos y vallados, y fuérzalos a entrar, para que se llene mi casa.” —“Ve fuera de la Ciudad Santa; ve más allá del pueblo escogido; ve por los caminos del mundo; ve a los gentiles y a los paganos. Ellos nunca han oído el evangelio; deben ser enseñados, exhortados y compelidos. Tráelos, para que se llene mi casa.”— “Porque os digo que ninguno de aquellos hombres que fueron convidados gustará mi cena.”

“La aplicación para todos los presentes era evidente. El corazón mundano—ya sea absorbido en la administración de propiedades, en la adquisición de riquezas, o en los simples placeres sensuales del hogar—era incompatible con cualquier deseo del verdadero banquete del reino de los cielos. El gentil y el paria, la ramera y el publicano, el jornalero del camino y el mendigo de las calles, éstos podrían estar allí [más aún, estarían allí] en mayor número que el escriba con su jactada erudición y el fariseo con su amplia filacteria.” (Farrar, pág. 474.) Pero la aplicación a toda la nación, y la manifestación de los eternos propósitos de Aquel que preparó la mesa y envió las invitaciones, son aún más importantes. El banquete del evangelio fue presentado primero a los judíos como nación y como pueblo. Cuando las delicias permanecieron intactas—es más, cuando fueron despreciadas, ignoradas y dejadas como basura para ser llevadas a Gehena—entonces los gentiles y los confines de la tierra fueron invitados a venir, a beber de las aguas de la vida, a comer del maná del cielo, a recibir todas las bendiciones del evangelio.

¿Serán muchos o pocos los salvos?
(Lucas 13:22–33; JST Lucas 13:23–25, 27–34)

Jesús, en algún lugar de Perea, viaja rumbo a Jerusalén. Es un viaje misionero “por ciudades y aldeas”. En todas partes, como es su costumbre, enseña a la gente lo que debe hacer para ser salva; su evangelio, que predica eternamente, es un evangelio de salvación. Se le pregunta:
“Señor, ¿son pocos los que se salvan?”

¿Pocos o muchos en comparación con qué? ¿Pocos en comparación con las grandes masas de hombres mundanos, o muchos cuando los miles de millones de hombres del milenio—casi todos los cuales serán salvos—se incluyan en la balanza? El número total de almas salvas es solo de interés académico; no tiene gran relevancia en el mundo real de la verdad aplicada. Una pregunta mucho mejor sería: ¿Qué debemos hacer para ser salvos? Y así, Jesús no responde la pregunta que se le hizo, sino la que debió haberse hecho.

“Esforzaos a entrar por la puerta angosta; porque os digo que muchos procurarán entrar, y no podrán; porque el Señor no contenderá para siempre con el hombre.”

Los hombres deben buscar la salvación. Deben trabajar, esforzarse y luchar. La puerta es tanto estrecha como recta. Aun entre los que procuran entrar, muchos fracasarán. El Señor desea que todos sean salvos, y contendrá con ellos—personalmente mientras habite entre ellos, y por medio de su Espíritu, la Luz de Cristo, en todo tiempo. Pero su Espíritu no contenderá siempre con los hombres. Cuando endurecen sus corazones y cauterizan sus conciencias, su Espíritu deja de rogar, de iluminar, de guiar. Entonces los hombres quedan entregados a sí mismos, para seguir el curso inevitable e infalible que los conduce a las tinieblas de afuera.

Y ahora escuchamos decir a Jesús: Por tanto, cuando el Señor del reino se haya levantado y haya cerrado la puerta del reino, entonces estaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: “Señor, Señor, ábrenos”. Pero el Señor responderá y os dirá: “No os recibiré, porque no sé de dónde sois”.

Llega un momento en que se establece el juicio, cuando los libros son abiertos, cuando se emiten los decretos eternos. Hay un día en que la puerta del reino se cierra con irrevocable final. A partir de entonces, no se admiten nuevos ciudadanos en la Presencia Celestial.

Entonces comenzaréis a decir: “Hemos comido y bebido en tu presencia, y tú enseñaste en nuestras calles”. Pero Él dirá: “Os digo que no sé de dónde sois; apartaos de mí, todos los obradores de iniquidad”.

El Señor Jesús, que entonces anduvo entre ellos, es el Rey Eterno. Es Él de quien oirán los obradores de iniquidad su terrible condena: “Apartaos de mí”. Invita a los hombres a arrepentirse aquí y ahora; si no lo hacen, suya será una tristeza eterna en el más allá.

Habrá llanto y crujir de dientes entre vosotros, cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros seáis echados fuera.

Esto es literal. Aquellos que rechazan el testimonio de los administradores legales enviados a predicarles; aquellos que no escuchan el testimonio de los élderes de Israel que vienen predicando el evangelio de paz; aquellos que rechazan los oráculos vivientes de Dios en su propio tiempo—ésos verán, por así decirlo, a estos mismos rechazados con coronas sobre sus cabezas, reinando en gloria inmortal, en la presencia del Gran Rey. ¡Y oh, cuántas lágrimas y lamentos habrá entre aquellos por cuyas calles estos mismos testigos una vez caminaron!

Y en verdad os digo: “Vendrán del oriente y del occidente, y del norte y del sur, y se sentarán en el reino de Dios”.

Todos los confines de la tierra oirán el mensaje de salvación—tanto judíos como gentiles—y los justos entre ellos saldrán de Babilonia hacia Sion, para prepararse allí para el reposo celestial.

Y he aquí, hay postreros que serán primeros, y primeros que serán postreros, y serán salvos en ello.

“Hay gentiles en todas las naciones a quienes el evangelio se ofrece de último y que serán salvos antes que vosotros, los judíos, a quienes la palabra de Dios vino primero; y hay entre vosotros quienes tuvieron primero la oportunidad de oír la verdad, pero que serán los últimos en cuanto a honra, preferencia y salvación en la vida venidera.” (1 Nefi 13:42.) (Comentario 1:497.)

Mientras Jesús hablaba así—de los judíos que serían echados fuera por rechazar a Aquel que había enseñado en sus calles, y de los gentiles que vendrían desde los confines de la tierra para sentarse con Abraham, Isaac, Jacob y todos los profetas en el reino de Dios—en ese momento “algunos de los fariseos” se acercaron y le dijeron: “Sal y vete de aquí, porque Herodes te quiere matar”.

Que Jesús creyó este informe farisaico, y también que le era completamente indiferente si Antipas buscaba su vida o no, se hace evidente en su respuesta: “Id y decid a ese zorro: He aquí, echo fuera demonios y hago curaciones hoy y mañana, y al tercer día seré perfeccionado”.

Por ahora y por el futuro inmediato continuaría su ministerio; el día de su muerte, resurrección y perfección eterna aún estaba a unos pocos meses de distancia. Sería muerto, a su tiempo, no en Perea, sino en Jerusalén. “Es necesario que camine hoy, y mañana, y pasado mañana; porque no puede ser que un profeta perezca fuera de Jerusalén”, dijo. Y Lucas añadió: “Esto dijo, significando su muerte”.

El sacrificio prepara a los discípulos para la salvación
(Lucas 14:25–35; JST Lucas 14:25–26, 28–31, 35–38)

Después de relatar la parábola de los invitados a la boda y la parábola de la gran cena—ambas en casa de uno de los principales fariseos—Jesús “salió de allí, y grandes multitudes iban con Él”. A éstas les enseñó la ley del sacrificio que se requiere de todos los discípulos. Mejor sería para estas multitudes retroceder ahora, a menos que estuvieran dispuestas a pagar el precio completo del discipulado. Mejor les sería permanecer con la poca luz que poseían en la ley muerta del pasado muerto, si no estaban preparados para ponerlo todo—incluyendo su propia vida—sobre el altar del sacrificio.

Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, y madre, y esposa, e hijos, y hermanos, y hermanas, o esposo, sí, y aun su propia vida; o, en otras palabras, si tiene miedo de dar su vida por mi causa, no puede ser mi discípulo.

“Un verdadero discípulo, si se le llama a hacerlo, abandona todo—riquezas, hogar, amigos, familia, aun su propia vida—por la causa del Maestro.” (Comentario 1:503.) “Y quien no esté dispuesto a dar su vida por mi causa, no es mi discípulo.” (D. y C. 103:28.)

¿Deben entonces odiar incluso a los miembros de su familia? “No odiar en el sentido de aversión o repugnancia intensa; eso es contrario a todo el espíritu y tono del evangelio. Los hombres deben amar a sus enemigos, por no hablar de su propia carne y sangre. Más bien, el sentido y significado de la instrucción presente de Jesús es que los verdaderos discípulos tienen un deber hacia Dios que tiene prioridad sobre cualquier obligación familiar o personal.” (Comentario 1:503.)

Y cualquiera que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser mi discípulo. Por tanto, resolved esto en vuestros corazones: que haréis las cosas que yo os enseñe y os mande.

Solo aquellos que han decidido hacerlo—pase lo que pase—tienen poder para guardar los mandamientos en tiempos de prueba y tribulación.

Para ilustrar su enseñanza “de que los conversos deben calcular el costo antes de unirse a la Iglesia; que deben entrar al reino solo si están preparados para hacer los sacrificios requeridos; que deben ir hasta el final en la causa del evangelio o no entrar en absoluto; que no deben seguirlo a menos que sean capaces de continuar en su palabra y de hacer las cosas que Él enseña y manda” (Comentario 1:504), Jesús ahora da dos parábolas: la parábola del constructor imprudente y la parábola del rey imprudente.

Porque, ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y calcula el costo, si tiene lo necesario para acabarla? No sea que, después de haber puesto el fundamento y no pudiendo terminarla, todos los que lo vean comiencen a burlarse de él, diciendo: “Este hombre comenzó a edificar y no pudo acabar.”

“Y esto dijo,” nos cuenta Lucas, “significando que nadie debía seguirlo, a menos que fuera capaz de perseverar.”

¿O qué rey, que va a hacer guerra contra otro rey, no se sienta primero y considera si podrá con diez mil hombres salir al encuentro del que viene contra él con veinte mil? Y si no puede, cuando el otro aún está lejos, envía una embajada y pide condiciones de paz.

Entonces, a modo de conclusión de todo el asunto, Jesús dijo: “Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.”

¡A todo lo que posee! Propiedades, familia, la propia vida—todas las cosas—deben ser abandonadas si retenerlas significa perder el evangelio y la vida eterna.

Estas enseñanzas, que requieren que los hombres lo dejen todo y sigan a Cristo, vuelven a plantear la cuestión de Moisés y su ley. En la mente judía, cristalizan la contradicción esencial entre todo su sistema de adoración y la nueva doctrina proclamada por este hombre que no es sacerdote, ni levita, ni escriba, ni fariseo, ni siquiera, según ellos suponen, un seguidor de Moisés, el hombre de Dios. Es hora—razonan sus antagonistas—de plantear nuevamente la pregunta que, según suponen, recordará al pueblo que no hay necesidad de este nazareno, pues ya tienen a Moisés y el plan de salvación expuesto en la ley que él dio.

Por tanto, “ciertos de ellos vinieron a él diciendo: Buen Maestro, tenemos a Moisés y a los profetas, y cualquiera que viva conforme a ellos, ¿no tendrá vida?”

¡La salvación está disponible mediante Moisés y su ley! ¿Qué necesidad hay de ti y de tus enseñanzas? Tenemos los dichos de todos los videntes, las profecías de todos los profetas, las ordenanzas y sacrificios ordenados por Jehová; ¿qué más necesitamos? Nuestros padres fueron salvos gracias a Moisés y a los profetas; seguramente nosotros también alcanzaremos la vida eterna del mismo modo. Tal era su razonamiento. A ello Jesús solo podía dar una respuesta:

“No conocéis a Moisés ni a los profetas; porque si los hubierais conocido, habríais creído en mí; porque para este fin fueron escritos. Porque he sido enviado para que tengáis vida.”

Es la respuesta eterna a la herejía eterna. Los pueblos apóstatas siempre miran hacia atrás a sus padres; siempre suponen que están siguiendo las huellas de los santos; siempre rechazan a los nuevos profetas porque les parece que enseñan una doctrina nueva, diferente de sus tradiciones.
Y la respuesta es siempre la misma: Los antiguos profetas predijeron la venida de los nuevos, y si los hombres creyeran en las Escrituras antiguas, aceptarían las nuevas revelaciones que vienen en su propio tiempo.

Y, en el caso de Jesús, no solo Moisés y todos los profetas predijeron su ministerio y su misión, sino que, además, en su caso Él, y solo Él, había venido para hacer posible la vida eterna para todos los hombres, porque Él era el Hijo de Dios.

“Por tanto, lo compararé con la sal que es buena”, continúa Él; “pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se sazonará? No sirve ni para la tierra ni para el muladar; los hombres la arrojan fuera. El que tiene oídos para oír, que oiga.” Lucas añade: “Estas cosas dijo, significando que lo que estaba escrito, en verdad debía cumplirse todo.”

Así tenemos a Jesús diciendo, en efecto:

  1. “Erráis, porque ni conocéis ni entendéis las enseñanzas de Moisés ni de los profetas. Si comprendierais sus enseñanzas, creeríais en mí, porque todas sus doctrinas fueron dadas para preparar a los hombres para mi venida y para la salvación que yo traería.”
  2. “Además, aun suponiendo que creáis en Moisés y en los profetas, debéis volveros a mí, porque “la salvación no viene por la ley solamente”; pues es solo en y por medio de mi sacrificio expiatorio que vienen la vida y la salvación.”
  3. “Y ahora que he venido, la ley de Moisés ha perdido el poco poder salvador que tenía; se ha vuelto como la sal que ha perdido su sabor y no puede ser sazonada otra vez; sí, la ley está muerta en mí, y de aquí en adelante no sirve para nada, sino para ser echada fuera. El que tiene oídos para oír, que oiga.” (Comentario 1:506.)

Capítulo 78

La oveja, la moneda y el hijo perdidos

No habéis alimentado al rebaño. No habéis fortalecido a las débiles, ni curado a la enferma, ni vendado a la quebrantada, ni hecho volver a la descarriada, ni buscado a la perdida. (Ezequiel 34:3-4.)


Parábola de la oveja perdida
(Mateo 18:11-14; JST Mateo 18:11; Lucas 15:1-7; JST Lucas 15:1, 4)

No cabe duda de que Jesús dio todas sus parábolas muchas veces. Resulta contrario a la razón y al sentido común suponer que cada una de sus sabias enseñanzas fue pronunciada solo una vez. Él vino a predicar el evangelio y a salvar a los pecadores, y el mismo mensaje salva a todos los hombres en todas las circunstancias. Si hubo galileos cerca de Capernaúm que tenían derecho a escuchar el Sermón del Monte, ciertamente también hubo judíos cerca de Jerusalén a quienes se debía dirigir esas mismas palabras. Los autores de los Evangelios mencionan repetidamente que Jesús enseñaba y sanaba, pero solo en ocasiones registran lo que dijo o describen las curaciones que realizó.

En cuanto a la parábola de la oveja perdida, sabemos que la pronunció dos veces: una en Galilea, en respuesta a las pretensiones de preeminencia de quienes deseaban ser los primeros en el reino de Dios, y otra en Perea, en respuesta a las murmuraciones de que comía con publicanos y pecadores. En aquella ocasión en Capernaúm, puso a un niño pequeño en medio de los discípulos y les enseñó que debían hacerse como niños para poder entrar en el reino de los cielos. “Porque el Hijo del Hombre ha venido para salvar lo que se había perdido y para llamar a los pecadores al arrepentimiento; pero estos pequeñitos no tienen necesidad de arrepentirse, y yo los salvaré”, dijo. Luego, refiriéndose a aquellos que son responsables de sus pecados, preguntó: ¿Cómo pensáis? Si un hombre tiene cien ovejas, y una de ellas se ha extraviado, ¿no deja las noventa y nueve y va por los montes a buscar la que se ha extraviado?

Él habla como el Buen Pastor; se presenta a sí mismo como el modelo. Ha venido a salvar a los “pequeñitos” que de otro modo se perderían. “El énfasis está en evitar que las ovejas se pierdan, en mostrar cuán preciosas son las ovejas y cuán reacio es el Pastor a perder siquiera una.” (Comentario 1:508.) Y así como él, el Pastor Principal, lo hace, también debemos hacerlo nosotros, que somos sus siervos-pastores.

Y si acontece que la encuentra, de cierto os digo que se regocija más por aquella oveja que por las noventa y nueve que no se extraviaron. Así también, no es la voluntad de vuestro Padre que está en los cielos que se pierda uno de estos pequeñitos.

En Perea, el contexto y el tono son diferentes. Jesús se relaciona con publicanos y pecadores—come en sus mesas, enseña en sus casas, ofrece a esos despreciados y humildes las mismas verdades que pone a disposición de los nobles y los grandes. Tal conducta es contraria a las normas rabínicas; a esos marginados sociales se les debe evitar, no recibir como iguales. “Y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos.”

A estos que se quejaban y se tenían en alta estima, Jesús les preguntó cuál de ellos no buscaría a su oveja perdida y, al hallarla, no la pondría sobre sus hombros gozoso.

Y cuando llega a casa, reúne a sus amigos y vecinos, diciéndoles: Alegraos conmigo, porque he hallado mi oveja que se había perdido. Os digo que de igual manera habrá gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, más que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento.

“Esta vez, el Maestro de Maestros pone el énfasis en encontrar lo que se ha perdido; muestra hasta qué punto el Pastor está dispuesto a ir para hallar a la oveja y el gozo que se experimenta cuando lo perdido es hallado. En esta ocasión, al aplicar la parábola, los líderes religiosos que se quejaban—quienes se consideraban a sí mismos como hombres justos que no necesitaban arrepentimiento—se convierten en los pastores que deberían haber estado haciendo lo que el Pastor Principal estaba haciendo: buscar y salvar lo que se había perdido.” (Comentario 1:508.)

Jesús está hablando a judíos—en particular a escribas y fariseos—, y ellos, junto con sus amigos y vecinos, se regocijan cuando una oveja perdida es hallada. Tal era la costumbre. Pero ¿qué hay respecto a la salvación de un alma perdida? ¿Existen sentimientos semejantes cuando eso ocurre? No podemos, por supuesto, responder respecto a los sentimientos de gozo que podrían haber sentido ciertos judíos individuales cuando los gentiles se convertían, pero podemos citar la palabra rabínica que ha llegado hasta nosotros: “Hay gozo ante Dios cuando aquellos que lo provocan perecen del mundo.” (Edersheim 2:256.) ¡Qué contraste con la visión del evangelio, donde hay gozo en el cielo cuando un pecador se arrepiente!

No es improbable que Jesús, en la versión pereana de esta parábola, estuviera contrastando el gozo de ellos por sus ovejas con su casi total indiferencia hacia las almas humanas, así como poco antes había contrastado su preocupación por el ganado sediento con el bienestar físico de los enfermos y lisiados.

Parábola de la moneda perdida
(Lucas 15:8-10)

Como segunda ilustración del gozo en el reino celestial que resulta de la recuperación de un miembro perdido del reino terrenal, Jesús dio la parábola de la moneda perdida: ¿Qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una, no enciende una lámpara, barre la casa y busca con diligencia hasta encontrarla? Y cuando la halla, reúne a sus amigas y vecinas, diciendo: Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido.

De igual manera os digo, hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente.

La oveja perdida se extravió del redil por elección propia, buscando verdes pastos y aguas tranquilas en los desiertos del mundo. Pero la moneda perdida, una dracma de plata, se perdió por la falta de atención de los encargados del reino. Los siervos del Señor descuidaron su responsabilidad de atender las necesidades de los santos, y una de las monedas santas cayó al suelo y rodó hasta un rincón oscuro y polvoriento, donde, de no ser por una búsqueda diligente, permanecería perdida hasta ser barrida junto con los desechos.

La mujer que, por falta de cuidado, perdió la preciosa moneda puede tomarse como representación de la teocracia de aquel tiempo, y de la Iglesia como institución en cualquier período dispensacional; entonces, las monedas de plata—cada una una pieza genuina del reino, que lleva la imagen del gran Rey—son las almas confiadas al cuidado de la Iglesia; y la moneda perdida simboliza las almas que son descuidadas y, al menos por un tiempo, olvidadas por los ministros autorizados del evangelio de Cristo.” (Talmage, p. 456.)

¡Los ángeles se regocijan! ¿Y por qué no? ¿Acaso no son nuestros hermanos, hijos del mismo Padre Eterno? ¿Quién podría tener mayor interés en el bienestar espiritual de los mortales que sus parientes inmortales más allá del velo, quienes también buscan aquella vida eterna que consiste en la perfección de la unidad familiar eterna?

Parábola del hijo pródigo
(Lucas 15:11-32)

Como una joya en una corona de oro, así es la parábola del hijo pródigo entre las parábolas. Ni siquiera las palabras de Jesús son todas de igual esplendor, y en esta parábola el Hijo de Dios asciende a la cima del monte. Con asombro y reverencia contemplamos su concisa elocuencia.

Cierto hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde. Y él les repartió su herencia.

Y no muchos días después, el hijo menor, juntándolo todo, se fue a una tierra lejana, y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente.

Cada hijo recibió su parte; cada uno tenía derecho, según la ley judía de herencia, a una porción específica de los bienes de su padre, aunque ninguno podía reclamarla mientras el padre viviera. El hijo mayor recibía una doble porción; el menor obtenía un tercio de los bienes muebles, que al parecer fue todo lo que se le entregó en ese momento. “La exigencia del hijo menor de recibir una parte del patrimonio, aun durante la vida de su padre, es un ejemplo de deserción deliberada y falta de respeto filial; las obligaciones de cooperación familiar le resultaban desagradables, y la saludable disciplina del hogar se le había vuelto fastidiosa. Estaba decidido a romper todos los lazos familiares, olvidando lo que el hogar había hecho por él y la deuda de gratitud y deber a la que estaba moralmente obligado. Se fue a una tierra lejana y, según él pensaba, fuera del alcance de la influencia rectora de su padre. Tuvo su tiempo de vida disoluta, de indulgencia sin restricciones y de placeres perversos, desperdiciando en ello su fuerza física y mental, y malgastando los bienes de su padre; porque lo que había recibido le fue dado como una concesión y no como la satisfacción de una demanda legal o justa.” (Talmage, p. 458.)

Y cuando todo lo hubo malgastado, sobrevino una gran hambre en aquella tierra, y comenzó a pasar necesidad. Entonces fue y se acercó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual lo envió a su campo a apacentar cerdos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba.

La Providencia Divina utiliza las fuerzas de la naturaleza para humillar a los hijos de los hombres y conducirlos al arrepentimiento. La Deidad habla a los habitantes de la tierra con “la voz de truenos, y la voz de relámpagos, y la voz de tempestades, y la voz de las olas del mar que se levantan más allá de sus límites.” (D. y C. 88:90.) Aquí su voz se oye en “una gran hambre,” que obliga al hijo menor, movido por el hambre, a dedicarse al más degradante de todos los oficios: cuidar cerdos. Los judíos que criaban cerdos eran considerados malditos, y las algarrobas que estos animales comían eran totalmente inadecuadas para el consumo humano. “Los judíos detestaban tanto a los cerdos, que solo se referían a ellos eufemísticamente como dabhar acheer, ‘otra cosa.’ Las algarrobas son las vainas largas del algarrobo o higuera egipcia… Son fibrosas, dulzonas, toscas y totalmente inapropiadas para el sustento humano… El árbol fue llamado ‘árbol de langostas’ debido a la equivocada creencia de que sus vainas eran las ‘langostas’ de las que se alimentó San Juan.” (Farrar, p. 328, nota al pie 1.)

Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros.

“¿Dónde, en todo el ámbito de la literatura humana, sea sagrada o profana, puede encontrarse algo tan conciso, tan luminoso, tan lleno de infinita ternura—tan fiel en la pintura que ofrece de las consecuencias del pecado, y a la vez tan misericordioso en la esperanza que brinda al arrepentimiento y la enmienda—como esta pequeña historia? ¡Cómo resume las consolaciones de la religión y los sufrimientos de la vida! Todo el pecado y el castigo, todo el arrepentimiento y el perdón, hallan su mejor representación en estas pocas palabras. Las profundas diferencias de temperamento e impulso que separan a las distintas clases de hombres—la falsa independencia de una voluntad inquieta y libre—la preferencia por los placeres del presente en lugar de las esperanzas del futuro—el alejarse de aquella región pura y pacífica que es verdaderamente nuestro hogar, para dar rienda suelta a las pasiones bajas en la disoluta indulgencia que disipa los dones más preciosos de la vida—la breve duración de esos espasmos ardientes de placer prohibido—el hambre que consume, la sed abrasadora, la esclavitud impotente, la degradación indecible y despiadada que inevitablemente sigue—¿dónde se han pintado estas experiencias, repetidas miles de veces en el pecado y el dolor, con una mano más tierna y más veraz que en el cuadro de aquel joven insensato que reclama prematuramente la parte de los bienes de su padre; que viaja a una tierra lejana, malgastando sus bienes viviendo perdidamente; que sufre necesidad en medio de la gran hambre; que se ve obligado a someterse a la infamia de apacentar cerdos y que ansía llenar su vientre con las algarrobas que nadie le da? Y luego, el volver en sí, el recuerdo de los siervos más humildes de su padre que tenían pan de sobra, el regreso al hogar, la confesión angustiada, la súplica humilde, contrita y quebrantada, y ese clímax inigualable que, como una dulce voz del cielo, ha conmovido a millones de corazones al arrepentimiento y las lágrimas.” (Farrar, pp. 327-28.)

Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a compasión, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo.

El padre, que aún amaba a su hijo descarriado, estaba esperando, con esperanza y oración, su regreso. Tenía preparado un becerro engordado en el establo para una fiesta planeada; ahora ve al extraviado cuando todavía está lejos, corre hacia él y lo recibe con tierna compasión. El hijo confiesa sus pecados—sin lo cual el perdón no puede venir—, y porque ha sido recibido con tanta gracia como hijo, no llega a hacer la oferta que había pensado de servir en una posición humilde como jornalero. Ambos regresan juntos al hogar.

Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido y vestidlo; poned un anillo en su mano y sandalias en sus pies. Traed el becerro engordado, matadlo, y comamos y hagamos fiesta, porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido y es hallado. Y comenzaron a regocijarse.

El pródigo regresó al hogar como miembro de la familia; volvió a ocupar una posición de honor y dignidad, donde sus necesidades serían atendidas por los siervos. Regresó el hijo arrepentido—no para heredar todo lo que su padre poseía, pues eso estaba reservado para el hijo fiel que había servido durante el calor del día—, pero sí volvió del desenfreno con rameras, de comer algarrobas y revolcarse en un chiquero, a su lugar con la familia en el hogar ancestral. De su espalda los siervos quitaron el harapiento, roto y tosco atuendo del porquero, y lo reemplazaron con una stola, la prenda superior de las clases altas. En su dedo colocaron el anillo de un señor, y sus pies desnudos y cubiertos de lodo fueron lavados y calzados con sandalias. Así, coronado con los tres símbolos de riqueza y posición—la túnica, el anillo y las sandalias—participó del banquete del becerro engordado y se regocijó con la familia. Una oveja perdida había regresado al redil.

Ahora bien, su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino y se acercó a la casa, oyó música y danzas. Y llamando a uno de los siervos, le preguntó qué significaban aquellas cosas. Y le dijo: Tu hermano ha regresado, y tu padre ha matado el becerro engordado, porque lo ha recibido sano y salvo.

Entonces se enojó, y no quería entrar; por lo tanto, su padre salió y le rogó que entrara. Pero él, respondiendo, dijo a su padre: He aquí, tantos años te sirvo, sin desobedecer jamás un mandamiento tuyo, y nunca me has dado un cabrito para hacer fiesta con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has matado para él el becerro engordado.

Nunca, ciertamente, en el lenguaje humano se ha comprimido tanto—un mundo entero de amor, sabiduría y ternura—en tan pocas palabras inmortales. Cada línea, cada trazo de la escena está lleno de un hermoso y eterno significado. La pretenciosa exigencia del joven por obtener todo lo que la vida podía darle—el abandono del antiguo hogar—el viaje a una tierra lejana—el breve espasmo de “placer” allí—la gran hambre en aquella tierra—el agotamiento prematuro de todo lo que hacía que la vida fuera noble y soportable—la degradación abismal y la miseria indescriptible que siguieron—el volver en sí y recordar todo lo que había dejado atrás—el regreso con un corazón quebrantado por el arrepentimiento y la profunda humildad—la mirada lejana del Padre que lo ve venir, y la efusión de compasión y ternura hacia este pobre pródigo que vuelve a casa—el resonante gozo de todo el hogar por aquel que había sido amado y perdido, y que ahora había regresado—los celos injustos y la queja mezquina del hermano mayor—y luego el cierre de la parábola en un tono musical:

“Y él le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas. Mas era necesario hacer fiesta y alegrarnos, porque este tu hermano muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado.”

“Todo esto es, en verdad, un resumen divino del extravío del hombre y del amor de Dios, como ninguna otra literatura ha igualado jamás, como ningún oído humano ha escuchado en otro lugar. Pon en una balanza todo lo que Confucio, o Sakya Muni, o Zoroastro, o Sócrates escribieron o dijeron—y ellos escribieron y dijeron muchas cosas bellas y santas—y pon en la otra balanza la parábola del hijo pródigo sola, con todo lo que esta única parábola connota y significa, ¿y puede algún espíritu sincero dudar cuál de las dos balanzas pesará más en valor eterno, en divina adaptación a las necesidades del hombre?” (Farrar, p. 483.)

“¡Todo lo mío es tuyo!” Los hijos mayor y menor ya no están en un plano de igualdad. Aunque ha sido recibido nuevamente con honor y dignidad, el que antes fue descarriado no recibe todo lo que su padre posee; aunque viste la stola, lleva un anillo en su dedo y está calzado con sandalias, no reina en el trono, ni ejerce dominio, autoridad ni gobierno en lugar del padre. Tal herencia está reservada para aquel cuya fidelidad y devoción merecen esa inestimable y grandiosa recompensa.


Capítulo 79

Las dos parábolas peculiares

Escucha, pueblo mío, mi ley; inclina tu oído a las palabras de mi boca. Abriré mi boca en parábolas; proferiré enigmas antiguos. (Salmo 78:1-2.)


Parábola del mayordomo injusto
(Lucas 16:1-13)

Esta parábola, junto con la de Lázaro y el hombre rico, es difícil de entender; siembra confusión e incertidumbre entre los intérpretes sectarios de las Escrituras y, en realidad, solo puede ser comprendida por los santos cuando son iluminados por el poder del Espíritu Santo. En ellas Jesús abre su boca para “proferir enigmas,” en lo que respecta a los exegetas del mundo. Pero ambas, cuando se reciben y se entienden por lo que son, arrojan una luz maravillosa sobre gloriosas verdades del evangelio.

La parábola del mayordomo injusto fue dirigida a los discípulos, a los miembros de la Iglesia—a los publicanos y pecadores que ahora seguían a Jesús, para gran molestia y desagrado de los fariseos—y tenía el propósito no de aprobar sus malas acciones pasadas, sino de mostrarles lo que podían aprender de su vida anterior de pecado.

Había un hombre rico que tenía un mayordomo, y este fue acusado ante él de haber desperdiciado sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: ¿Cómo es esto que oigo de ti? Da cuenta de tu mayordomía, porque ya no podrás ser más mayordomo.

Así como Eliezer de Damasco administraba todo lo que poseía Abraham, de igual manera este mayordomo era el encargado de todos los bienes de su amo. Pero, a diferencia de Eliezer—quien recibió de Abraham la alta responsabilidad de buscar a Rebeca como esposa para Isaac—nuestro mayordomo sin nombre fue infiel a su confianza. Derrochó el dinero de su señor y malgastó sus bienes, quizás en vida disoluta. Llamado a presentarse ante su empleador, no hizo defensa alguna, fue despedido y se le concedió un tiempo para poner en orden sus cuentas antes de que llegara su sucesor.

Entonces el mayordomo dijo dentro de sí: ¿Qué haré? Porque mi señor me quita la mayordomía; cavar no puedo, mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que haré, para que cuando se me quite la mayordomía, me reciban en sus casas.

Y llamando a cada uno de los deudores de su señor, dijo al primero: ¿Cuánto debes a mi señor? Y él dijo: Cien medidas de aceite. Y le dijo: Toma tu cuenta, siéntate pronto y escribe cincuenta. Luego dijo a otro: ¿Y tú cuánto debes? Y él respondió: Cien medidas de trigo. Y le dijo: Toma tu cuenta y escribe ochenta.

Y el señor alabó al mayordomo injusto porque había procedido sagazmente; porque los hijos de este siglo son más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de luz.

Aquí vemos a un siervo injusto, un mayordomo inicuo—un Eliezer perverso—que viola toda norma de honestidad e integridad. Sus actos están dentro de la letra de la ley, pues su poder de representación aún está vigente, y puede comprar, vender y contratar a voluntad. Pero defrauda a su amo y beneficia a los deudores, confiando en que estos se sentirán obligados a favorecerlo en futuras transacciones. Por tal conducta, cabría esperar, como mínimo, una severa reprensión, y más probablemente, un intento de enjuiciamiento. En cambio, oímos elogios por su sagacidad y prudencia, conclusión con la cual Jesús concuerda al declarar: “Porque los hijos de este mundo son más prudentes en su generación que los hijos de luz.”

Con discernimiento espiritual, los discípulos a quienes se dirigía esta enseñanza no pudieron dejar de ver en esta parábola no una aprobación de la deshonestidad y el engaño, sino una lección sobre la sagacidad y prudencia mundana para procurar el propio bienestar. Afirmar, como algunos han hecho, que esta parábola aprueba o justifica el fraude, solo demuestra cuán extraviados pueden llegar a estar los comentaristas carentes de inspiración. Pero ahora escuchamos cómo el propio Jesús interpretó y aplicó este relato.

Y yo os digo: Haceos amigos por medio del mamón de injusticia, para que cuando falten, os reciban en las moradas eternas.

“El propósito de nuestro Señor fue mostrar el contraste entre el cuidado, la previsión y la dedicación de los hombres que se ocupan en los asuntos lucrativos de la tierra, y la tibieza de muchos que profesan esforzarse por obtener riquezas espirituales. Los hombres mundanos no descuidan la preparación para sus años venideros y, con frecuencia, pecan de afán desmedido por acumular abundancia; mientras que los ‘hijos de luz’, o sea, aquellos que creen que la riqueza espiritual está por encima de todas las posesiones terrenales, suelen ser menos diligentes, prudentes o sabios. Por ‘mamón de injusticia’ podemos entender la riqueza material o las cosas del mundo.

“Si el mayordomo inicuo, al ser echado de la casa de su amo por indigno, podía esperar ser recibido en los hogares de aquellos a quienes había favorecido, ¡cuánto más pueden esperar ser recibidos en las moradas eternas de Dios aquellos que genuinamente se dedican a hacer lo correcto!”

El que es fiel en lo muy poco, también en lo mucho es fiel; y el que en lo muy poco es injusto, también en lo mucho es injusto. Pues si en las riquezas injustas no fuisteis fieles, ¿quién os confiará las verdaderas riquezas? Y si en lo ajeno no fuisteis fieles, ¿quién os dará lo que es vuestro? Ningún siervo puede servir a dos señores, porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o se apegará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas.

“Haced uso de vuestras riquezas de modo que os aseguren amigos en la eternidad. Sed diligentes, porque el día en que podáis usar las riquezas terrenales pronto pasará. Aprended incluso de los deshonestos y de los impíos: si ellos son tan prudentes como para proveer para el único futuro en el que piensan, ¡cuánto más deberíais vosotros, que creéis en un futuro eterno, prepararos para él! Si no habéis aprendido sabiduría y prudencia en el uso del ‘mamón de injusticia,’ ¿cómo se os confiarán las riquezas más duraderas? Si no habéis aprendido a administrar correctamente lo ajeno, que se os ha confiado como mayordomos, ¿cómo podréis esperar manejar con éxito la gran riqueza si se os diera como propia? Emulad al mayordomo injusto y a los amantes del dinero, no en su deshonestidad, codicia o avaricia en acumular bienes que, al fin y al cabo, son transitorios, sino en su celo, previsión y preparación para el futuro. Además, no permitáis que las riquezas se conviertan en vuestro amo; mantenedlas en su lugar como siervas.” (Talmage, pp. 463-64.)

La ley y los profetas testifican de Cristo
(Lucas 16:14-18; JST Lucas 16:16-18, 20-23)

Nunca en toda la historia ha existido un pueblo a quien Dios haya enviado su palabra por medio de sus siervos los profetas, que haya quedado tan completamente sin excusa por su incredulidad como los judíos de ese tiempo. Tenían la ley y los profetas; las Escrituras estaban abiertas delante de ellos; la mente y la voluntad del Señor estaban registradas para que todos las leyeran. Y el Hombre de quien hablaban los antiguos escritos estaba entre ellos, hablaba como nunca hombre habló, obraba milagros como nadie jamás lo hizo, y vivía y era tal como solo el Hijo de Dios podía vivir y ser. Y sin embargo, sus pecados los llevaron a rechazarlo.

Acababa de enseñar a sus discípulos—entre los cuales había publicanos arrepentidos y pecadores, grupo detestado por los fariseos—que, para obtener una recompensa celestial, debían usar sus riquezas terrenales conforme a los principios del evangelio. Si los hombres no pueden ser fieles en el manejo del mamón de injusticia—las cosas de este mundo—¿por qué habrían de pensar que su Padre Celestial pondría en sus manos las verdaderas riquezas de la eternidad?

Entre los discípulos que oyeron la parábola del mayordomo injusto había también fariseos piadosos en apariencia, pero amantes del dinero y con el corazón puesto en el mamón de injusticia. Eran codiciosos, ambiciosos y avaros. Engañar en los negocios era para ellos una forma de vida. Y su reacción ante la instrucción de Jesús sobre el uso correcto de las riquezas fue burlarse, mofarse y despreciarlo. En respuesta, Jesús dijo: “Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación.”

Estas palabras, pronunciadas con voz de autoridad, por alguien que tenía autoridad, constituyen un rechazo divino de ellos y de su modo de vivir. O debían refutarlas, o los fariseos quedarían condenados ante su nación; y el único medio de derribar una declaración profética inspirada divinamente es atacar al profeta. Si la palabra proviene de Dios, es verdadera; si el profeta puede ser rechazado, sus palabras caen con él. Y así, “le dijeron: Tenemos la ley y los profetas; pero en cuanto a este hombre, no le recibiremos para que sea nuestro gobernante, porque se hace a sí mismo juez sobre nosotros.”

¡Cuántas veces han adoptado esta actitud!: “¿Qué necesidad tenemos de Jesús y de su nueva doctrina? Su evangelio es un apéndice innecesario para nuestro sistema religioso; ya poseemos el plan de salvación tal como lo dieron Moisés y todos los profetas. En cuanto a este hombre Jesús, él y su doctrina nada significan para nosotros.” A tales sentimientos de rebelión, el único remedio perfecto es el testimonio mezclado con la doctrina. Así, Jesús dice: La ley y los profetas dan testimonio de mí; sí, y todos los profetas que han escrito, hasta Juan, han profetizado acerca de estos días. Desde entonces se predica el reino de Dios, y todo hombre que busca la verdad se esfuerza por entrar en él.

Por definición y en su misma naturaleza, un profeta es alguien a quien el Espíritu Santo revela que Jesucristo es el Hijo de Dios. El testimonio de Jesús es el espíritu de profecía. Todo profeta desde Adán hasta Juan anunció la venida de Aquel que ahora predicaba en sus calles y comía en sus mesas. Si no lo hubiesen hecho, no habrían sido profetas. Pero ahora se proclama el nuevo reino, y todo hombre que busca la verdad, que desea la rectitud, que anhela la salvación—todos ellos vienen y se unen a la Iglesia.

¿Y por qué enseñáis la ley y negáis lo que está escrito, y condenáis a aquel a quien el Padre ha enviado para cumplir la ley, para que todos vosotros seáis redimidos?

¡Oh insensatos! Porque habéis dicho en vuestros corazones: No hay Dios. Y pervertís el camino recto; y el reino de los cielos sufre violencia de parte vuestra; y perseguís a los mansos; y en vuestra violencia procuráis destruir el reino; y tomáis por fuerza a los hijos del reino.
¡Ay de vosotros, adúlteros!

Ante todo esto—su condenación del que vino a cumplir la ley; su anuncio de que había venido a redimirlos; su declaración de que, en su corazón, ni siquiera creían en Dios; las acusaciones de pervertir la verdad, de perseguir a la Iglesia, de usar la violencia contra el reino, de agredir físicamente a sus discípulos—no prestaron ninguna atención. Ignorando por completo su rechazo satánicamente guiado hacia él, sus leyes y su nuevo reino—dejando estas cosas como estaban—se aferraron únicamente a aquello que les causó la más profunda ofensa: él dijo que eran adúlteros. Todo lo demás por lo cual eran acusados era público y no podía negarse. Pero sus actos inmorales se cometían en secreto; y porque Jesús levantó ese velo y los acusó abiertamente de inmoralidad sexual, lo injuriaron. Su respuesta fue señalar ciertos actos de adulterio que eran de conocimiento público, y que consideraremos más adelante en conexión con sus enseñanzas sobre el matrimonio y el divorcio. Él dijo: Cualquiera que repudia a su esposa y se casa con otra, comete adulterio; y cualquiera que se casa con la repudiada de su marido, comete adulterio.

Tales fueron, pues, las palabras y sentimientos que dieron origen a la parábola de Lázaro y el hombre rico.

Parábola de Lázaro y el hombre rico
(Lucas 16:19-31; JST Lucas 16:23-24)

Jesús se halla frente a sus enemigos fariseos. Debido a su amor por el dinero, su obstinada negativa a aceptarlo y su cruel persecución de sus discípulos, les habla con palabras agudas y punzantes. Los llama necios y adúlteros. Luego, para culminar sus severas y mordaces declaraciones contra estos altivos y soberbios adoradores del mamón de injusticia, dice:

De cierto os digo, os compararé con el hombre rico. Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y lino fino, y hacía cada día espléndidos banquetes.

Y había también un mendigo llamado Lázaro, que yacía a su puerta, cubierto de llagas, y ansiaba saciarse con las migajas que caían de la mesa del rico; y aun los perros venían y lamían sus llagas.

Dos extremos más opuestos difícilmente podrían haberse escogido. Un fariseo rico—tan indigno que ni siquiera se menciona su nombre—se deleita en su riqueza y lujo. Su vestidura de lino fino y su manto exterior, teñido de un púrpura real y costoso, son su atuendo constante. Banquetea cada día con todos los manjares que el dinero puede comprar. Es rico, poderoso y egoísta, y utiliza su fortuna para satisfacer su amor por el lujo. En él no hay ningún uso sabio del mamón de injusticia que pueda preparar su alma para una herencia eterna.

Por otro lado, vemos a un pobre y enfermo mendigo—uno llamado Lázaro, nombre que significa “Dios lo ayuda,” y del cual proviene la palabra lazar, que significa leproso. Es depositado a la puerta del opulento fariseo, para mendigar, suplicar, clamar—junto con los perros que gimen—por las migajas que caen de la mesa del banquete. Vestido con harapos, cargado de enfermedad, consumido por el hambre, es visto por el altivo fariseo, que adora ante el gran altar y ensancha sus filacterias, pero que no tiene ni una corteza seca de pan de cebada para su afligido semejante. Está demasiado absorto en los asuntos “importantes” de su riqueza y en las complejidades de los ritos mosaicos como para preocuparse por un hijo enfermo y hambriento de Abraham. Y los perros lamen las llagas de Lázaro, lo cual ni alivia su dolor ni mitiga su sufrimiento; los canes no invitados solo agravan su miseria.

Tal es, entonces, la condición temporal y física de Lázaro, quien, como veremos, era un hombre moralmente recto y justo. Y tal es también el estado terrenal del rico, a quien hemos llegado a llamar Dives, siendo este el término latino que designa su condición de opulencia. Pero el estado terrenal de uno—sea Lázaro o Dives—es pasajero; y así continúa Jesús:

Y aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; también murió el rico, y fue sepultado. Y en el infierno alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno.

Entonces llegó la muerte—como llega a todos—primero a Lázaro, precipitada por el hambre y asegurada por la enfermedad; luego a Dives, quien vivió sus días de riqueza, religiosidad exterior y elevada autoestima. Pero ¡qué diferentes fueron sus muertes! Para Dives hubo pompa y ceremonia terrenal: un cadáver embalsamado, un funeral costoso con plañideros contratados, una tumba tallada en una cueva escogida, adornada con estatuas de mármol. Lázaro, en cambio, cuyo cuerpo no fue cuidado, ni envuelto, ni ungido con perfumes o especias, fue llevado en una carreta de madera a una fosa común en el campo del alfarero.

Tanto por lo que respecta a sus restos mortales. En cuanto a sus espíritus inmortales, las cosas fueron muy distintas. Uno fue al paraíso; el otro, al infierno. Lázaro fue llevado por los ángeles al seno de Abraham, allí para reunirse con profetas y patriarcas; allí para hallar descanso y paz de toda preocupación y tristeza; allí para gozar de la compañía de los justos de todas las épocas pasadas hasta el día de la resurrección. Dives descendió al infierno, al Hades, al Seol, a la prisión de los espíritus, a las tinieblas exteriores, a un lugar de llanto, gemido y crujir de dientes, un lugar donde los pecadores gimen y claman por los tormentos que les han sobrevenido. Y no podemos dejar de citar aquella revelación en la que el Señor dice: “Y si alguno tomare de la abundancia que he hecho, y no impartiere su porción, conforme a la ley de mi evangelio, a los pobres y necesitados, alzará sus ojos en el infierno, estando en tormento, junto con los inicuos.” (D. y C. 104:18.) Entonces Dives habló: Y clamó y dijo: Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama.

Pero Abraham le dijo: Hijo, recuerda que tú recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro asimismo males; pero ahora él es consolado aquí, y tú atormentado. Y además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quisieran pasar de aquí a vosotros no pueden, ni de allá pasar a nosotros.

¡Cómo han cambiado las cosas! El mendigo en la tierra—cuyo cuerpo sufría llagas y cuyo estómago clamaba por alimento—ahora, sano y completo, vestido con ropas de justicia, se alimenta con el pan eterno en palacios paradisíacos. El hombre rico en la tierra—que se regocijaba en la multitud de bienes que poseía—ahora ruega por una gota de agua para refrescar la llama de su conciencia atormentada, que arde sin control en su miserable y diminuta alma. La máscara de dolor y pobreza de Lázaro ha sido quitada, revelando un alma sana, preparada para recibir y administrar las riquezas de la eternidad; mientras que la máscara de Dives, al ser removida, deja ver el alma marchita de un débil moral que, despojado ahora de su riqueza e influencia, sufre dolor eterno en un infierno eterno.

Y así como se conocieron en la mortalidad, también recuerdan su antigua relación. Pero ya no pueden acercarse el uno al otro para ministrarse mutuamente. Cristo aún no ha tendido el puente entre la prisión y el paraíso, y todavía no existe comunión entre los justos en el paraíso y los inicuos en el infierno.

Entonces dijo: Te ruego, pues, padre, que lo envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique, a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento.

Y Abraham le dijo: A Moisés y a los profetas tienen; óiganlos. Y él dijo: No, padre Abraham; pero si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán. Y Abraham le dijo: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de entre los muertos.

Pasar de esta vida a la siguiente—morir, como solemos decir—significa simplemente que el espíritu eterno, en el cual reside la mente del hombre y que constituye la parte creyente, consciente e inteligente de la personalidad humana, sale del cuerpo mortal y continúa viviendo en otra esfera. Las creencias no cambian; los prejuicios permanecen; la fe o su ausencia sigue siendo la norma del día. Los que creen en la verdad en esta vida, la creen también en la siguiente; los que rechazan las leyes eternas de Dios aquí, reflejan esa misma rebelión en el más allá. Puede haber y habrá arrepentimiento y cambio con el paso del tiempo, pero no hay un cambio inmediato.

¿Eran acaso los cinco hermanos de Dives los cinco hijos de Anás, el sumo sacerdote, como algunos han conjeturado? Ellos sabían que Jesús había resucitado a los muertos, y aun así no creyeron en Él. ¿Por qué habrían de convertirse si una aparición fantasmal—que fácilmente podrían racionalizar como una ilusión nebulosa—se les presentara? La fe no se obtiene de esa manera. Solo quienes aceptan a Moisés y a los profetas tendrían la visión espiritual para reconocer lo que está en juego si alguien resucitara de entre los muertos.

Ciertamente hay una especie de finalidad eterna asociada con la muerte. Este es el día de la vida que se da a los hombres para prepararse para la eternidad; y el día de la muerte es un día de gozo para todos los “Lázaros” de la vida, y un día de pesar para todos los “Dives” de la muerte.

Parábola del siervo inútil
(Lucas 17:1-10; JST Lucas 17:5-6, 9-10)

Jesús tiene ahora algo que decir a sus discípulos acerca de aquellos que provocan ofensas, declarando que les sería mejor que se les colgara al cuello una piedra de molino y fueran arrojados al mar, que hacer tropezar a uno de sus pequeñitos. Esta es una repetición de expresiones similares pronunciadas anteriormente en Capernaúm, las cuales hemos considerado en el capítulo 66. También repite algunos consejos sobre reprender y perdonar a nuestros hermanos que yerran: “Y si pecare contra ti siete veces en un día, y siete veces en un día volviere a ti, diciendo: Me arrepiento, le perdonarás”; todo lo cual también examinamos en el contexto de Capernaúm en el capítulo 67. Entonces los apóstoles le dijeron: “Auméntanos la fe.”

Solo una breve frase de lo que debió de haber sido una larga exposición ha sido preservada por Lucas, y luego Jesús presenta la parábola del siervo inútil. En cuanto a la fe, dice: Si tuvierais fe como un grano de mostaza, podríais decir a este sicómoro: Desarráigate y plántate en el mar, y os obedecería.

No podemos dudar de que Jesús, en esta y en muchas otras ocasiones, enseñó a los apóstoles, a todos sus discípulos, y tanto a judíos como a gentiles, que la fe es el primer principio del evangelio y que se obtiene mediante la obediencia a las leyes sobre las cuales se basa su recepción.

La fe: causa motriz de toda acción en los seres inteligentes; la fe: esperanza en lo que no se ve, que es verdadero; la fe: certeza de lo que se espera, convicción de lo que no se ve; la fe: poder inmenso y activo mediante el cual fueron creados los mundos y por el cual todas las cosas se sostienen y conservan en sus esferas ordenadas; la fe: poder por el cual se obran milagros, por el cual la obra de Dios avanza, por el cual se predica el evangelio y las almas son salvadas; la fe: el mismo poder del Señor Todopoderoso—la fe es poder.

La fe nace del conocimiento y madura por medio de la rectitud. Para obtener fe para vida y salvación, los hombres deben primero aceptar el concepto de que Dios realmente existe; deben tener una idea correcta de su carácter, perfecciones y atributos; y deben obtener un conocimiento real de que el curso de vida que siguen está de acuerdo con su voluntad omnipotente. Estas y muchas otras cosas sabemos acerca de la fe; ¡ojalá pudiéramos conocer todo lo que Jesús dijo a los apóstoles en esa ocasión!, porque ¿quién puede saber demasiado acerca de la fe y la rectitud? Pero ahora, veamos la parábola:

¿Quién de vosotros, teniendo un siervo que ara o apacienta el ganado, le dirá cuando haya venido del campo: Pasa, siéntate a la mesa? ¿No le dirá más bien: Prepárame la cena, ciñe tu ropa y sírveme mientras yo como y bebo, y después comerás y beberás tú?

¿Acaso da gracias a aquel siervo porque hizo lo que le fue mandado? Os digo que no. Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido mandado, decid: Siervos inútiles somos, porque lo que debíamos hacer, hicimos.

De este modo, Jesús enseña que sus santos crecen en la fe por medio de la obediencia y el servicio en el reino; también “que la Deidad tiene derecho a los servicios de sus santos, y que, aun cuando le sirvan con todo su corazón, alma, mente y fuerza, siguen siendo siervos inútiles.” (Comentario 1:527.)

En cuanto a cómo la fe crece en los corazones de los hombres: primero, la semilla brota; luego, al ser cuidada, la planta crece y el fruto madura; y finalmente los santos fieles recogen y comen el fruto de la vida eterna. En cuanto al servicio fiel que, aun así, deja al siervo como inútil, ¿cómo podría expresarse mejor que con las palabras del rey Benjamín?:

“Si sirviereis a aquel que os ha creado desde el principio, y que os preserva de día en día, prestándoos aliento para que viváis y os mováis y obréis según vuestra propia voluntad, y aun sosteniéndoos de un momento a otro, os digo que si le sirviereis con toda vuestra alma, sin embargo seríais siervos inútiles. Y he aquí, todo lo que él requiere de vosotros es que guardéis sus mandamientos; y os ha prometido que si guardáis sus mandamientos prosperaréis en la tierra; y nunca se desvía de lo que ha dicho; por tanto, si guardáis sus mandamientos, él os bendice y os hace prosperar. Y ahora, en primer lugar, él os ha creado y os ha concedido vuestras vidas, por lo cual estáis en deuda con él. Y en segundo lugar, requiere que hagáis lo que os ha mandado; y si lo hacéis, inmediatamente os bendice; y por tanto, ya os ha pagado. Y estáis aún endeudados con él, y lo estaréis para siempre jamás; por tanto, ¿de qué tenéis que jactaros?” (Mosíah 2:21-24).


Capítulo 80

La resurrección de Lázaro

Porque he aquí, esta es mi obra y mi gloria: llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre. (Moisés 1:39.)


El mensaje de que Lázaro está enfermo
(Juan 11:1–6; JST Juan 11:1–2, 6, 16)

¿Quién podrá decir cuál fue el milagro más grande realizado por el Hombre de los Milagros durante los años de su ministerio? Claramente, el acontecimiento más maravilloso de las edades fue llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre. Solo Él podía hacerlo porque Dios era su Padre; y Él lo hizo, comenzando en Getsemaní cuando sudó grandes gotas de sangre por cada poro; continuando en la cruz cuando voluntariamente entregó su vida; y culminando en la tumba de Arimatea cuando su espíritu volvió a entrar en aquel cuerpo que jamás vería corrupción.

¿Qué milagro más grande realizó que salir del sepulcro, resucitar en gloriosa inmortalidad, unir su cuerpo y su espíritu inseparablemente en el estado resucitado? ¿Qué milagro se compara con el de transmitir a todos los hombres los efectos de su resurrección, de modo que todos resuciten de la muerte a la vida; que todos dejen atrás la corrupción y se revistan de incorrupción; que todos pasen de la mortalidad a la inmortalidad? ¿Y qué gozo y logro mayores existen —gozo y logro milagrosos— que ser levantados en inmortalidad y hacia la vida eterna en el reino eterno del Padre Eterno?

Pero en cuanto a los milagros que los mortales pueden realizar —y cómo Él trabajó, vivió y amó en la plenitud y belleza de aquella mortalidad que es la feliz suerte de toda la descendencia digna del Padre—, respecto a esos milagros, ¿cuál fue el más grande? ¿Fue abrir los ojos ciegos, expulsar demonios o limpiar leprosos? ¿Fue calmar tormentas, caminar sobre las aguas o alimentar a miles con unos pocos panes de cebada y un poco de pescado? ¿O fue resucitar de entre los muertos a la hija de Jairo en Capernaúm o al hijo de la viuda cerca de Naín, dando así vida a cuerpos fríos y llamando de nuevo a los espíritus desde los reinos de los difuntos?

Quizás el milagro más grande no sea ninguno de estos; quizás sea la sanación de las almas enfermas por el pecado, de modo que aquellos que están espiritualmente ciegos, sordos y enfermos vuelvan a ser puros, limpios y herederos de la salvación. Tal vez el mayor de todos los milagros sea aquel que ocurre en la vida de cada persona que nace de nuevo; que recibe el poder santificador del Espíritu Santo de Dios en su vida; que tiene el pecado y el mal consumidos de su alma como si fuera por fuego; que vuelve a vivir espiritualmente y, quizá, si es necesario, también es sanado físicamente.

Con estas palabras de introducción nos volvemos ahora a la resurrección de Lázaro de entre los muertos. Oiremos, veremos y sentiremos lo que el Señor de la Vida —bendito sea su nombre— eligió hacer cerca de Betania de Judea poco antes de que también decidiera entregar su propia vida y tomarla de nuevo en Jerusalén. Procuraremos sintonizar nuestros espíritus con el suyo mientras realiza lo que se ha llegado a conocer como el milagro de los milagros —esta resurrección de Lázaro—, el milagro que Él destacó como el principal testimonio de que Él es la resurrección y la vida; que por medio de Él vienen la inmortalidad y la vida eterna; y que en el momento señalado efectuaría el infinita y milagrosamente grandioso sacrificio expiatorio. Y mientras lloramos con los que se lamentan, incluido el mismo Jesús, y nos regocijamos con los fieles cuando un cuerpo en descomposición vuelve a ser la morada de un espíritu eterno, quizá logremos vislumbrar por qué este milagro se eleva por encima de todos los demás.

Ahora bien, Lázaro vivía en la aldea de Betania, a unos tres kilómetros al oriente de Jerusalén, aunque oculta de la Ciudad Santa por una estribación del monte de los Olivos. Allí también moraban, en este pueblo judeano de bendita memoria, las amadas hermanas María y Marta, en cuyo hogar el Señor Jesús encontraba con frecuencia alivio del trabajo y reposo de sus fatigas. Ellas y su hermano Lázaro estaban entre los amigos más íntimos que Jesús tuvo en la tierra. De esta intimidad hablaremos con mayor detalle cuando veamos a María, poco antes de la cuarta Pascua, ungir los pies de Jesús con un carísimo ungüento de nardo puro. En este momento, María “vivía con su hermana Marta, en cuya casa su hermano Lázaro estaba enfermo.” Si Lázaro en ese tiempo estaba casado y tenía familia propia, no lo sabemos; solo que, en relación con esta enfermedad, la laboriosa y compasiva Marta lo estaba cuidando en su hogar. Si era de la edad de Jesús, la costumbre de aquellos días habría requerido que hacía mucho tiempo hubiera asumido las responsabilidades familiares habituales.

Jesús se encuentra en Perea, al menos a unas veinte millas de distancia, quizá más, pero su paradero es conocido por las dos hermanas en Betania. No podemos evitar la conclusión de que mantenían contacto entre sí, como suelen hacerlo los amigos y personas íntimas. De las dos hermanas vino este mensaje: “Señor, he aquí, el que amas está enfermo.” Quizás el mensajero también añadió: ‘Es urgente que vengas de inmediato, pues Lázaro yace a las puertas de la muerte. No podrá resistir mucho más; solo tú puedes sanarlo.’ El hecho es que, para ese momento, Lázaro ya había muerto y su cuerpo reposaba en una tumba, cosa que Jesús debió saber por el poder de la inspiración. El mensajero habría tardado un día en viajar de Betania a Perea y encontrar a Jesús. Nuestro Señor permaneció entonces dos días más enseñando y ministrando entre la gente, sin mostrar aparente preocupación por su amado amigo; le tomó otro día llegar al pueblo de Judea, y cuando finalmente llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días en la tumba.

“Esta enfermedad no es para muerte,” dijo Jesús, “sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.” Sin duda el mensajero regresó llevando esta respuesta algo enigmática, que significaba, como los acontecimientos posteriores lo demostrarían: ‘Lázaro morirá —de hecho, ya ha pasado de la vida a la muerte—, pero no permanecerá mucho tiempo en la tumba. Su partida fue para la gloria de Dios. A mi mandato, volverá a la mortalidad para servir de testimonio a todas las generaciones de que Yo soy el Hijo de Dios y tengo poder sobre la vida y la muerte. Vivirá de nuevo como una señal de que él y todos los hombres resucitarán por causa de mí, porque Yo soy la resurrección y la vida.’

¡La enfermedad de Lázaro fue “para la gloria de Dios”! ¿No deberíamos declararlo claramente? Lázaro fue preordenado para morir; era parte del plan eterno. Su espíritu debía separarse de su morada mortal; debía permanecer en el paraíso hasta que el tabernáculo de carne comenzara a corromperse, hasta que la descomposición estuviera bien avanzada. Entonces su destino era volver a vivir; tomar de nuevo un cuerpo mortal físicamente renovado; habitar nuevamente en la mortalidad, de la cual podría escapar solo muriendo otra vez.

Uno se pregunta por qué este amado amigo de Jesús no fue elegido como uno de los Doce. Una posible respuesta es que quizá lo haya sido más tarde, llenando una vacante causada por el martirio de uno de los testigos especiales originales. O tal vez Lázaro fue uno de los Setenta; o quizás le fue asignada una obra especial que habría de conferirle honra y renombre en todas las edades, tal como ocurre hoy con muchos de los siervos valientes del Señor que no sirven ni entre los Doce ni entre los Setenta.

Cuando la obra de Jesús en Perea hubo concluido; cuando el tiempo suficiente hubo transcurrido para que se cumplieran los propósitos del Padre en la muerte de Lázaro; cuando Él “se quedó dos días después de haber oído que Lázaro estaba enfermo”, entonces nuestro Señor dijo: “Volvamos otra vez a Judea.” Tal decisión estaba llena de peligro. Sus discípulos le objetaron: “Maestro, hace poco los judíos procuraban apedrearte; ¿y vas allá otra vez?” Jesús, usando lenguaje figurado, intentó calmar sus temores:

¿No tiene el día doce horas? El que anda de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo. Pero el que anda de noche tropieza, porque no hay luz en él.

“Durante las doce horas de su día de trabajo podía andar con seguridad, porque la luz de su deber, que era la voluntad de su Padre Celestial, lo mantendría libre de peligro.” (Farrar, p. 506.) ‘Aunque sea la undécima hora de mi vida, hay doce horas en el día, y durante ese período designado haré la obra que me ha sido asignada, sin tropezar ni vacilar. Este es el tiempo que se me ha dado para cumplir mi misión. Durante el día señalado caminaré con seguridad; mi Padre me preservará. No puedo esperar la noche, cuando tal vez la oposición se haya apagado. Aquel que rehúye sus responsabilidades y posterga sus labores hasta la noche tropezará en la oscuridad y su obra fracasará.’

Luego, para que comprendieran mejor, dijo: “Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy para despertarlo del sueño.” Aunque entre los judíos —como entre nosotros— era común referirse a los que habían muerto como dormidos; aunque ese era claramente el significado de la declaración de Jesús, de otro modo cualquiera podría haberlo despertado y la presencia del Señor no habría sido necesaria; y aunque ellos sabían que ya había resucitado a los muertos dormidos en al menos dos ocasiones anteriores, los discípulos no captaron su significado. “Señor, si duerme, sanará,” dijeron.

“Entonces Jesús les dijo claramente: Lázaro ha muerto. Y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis; pero vayamos a él.” Lo que Jesús está a punto de hacer será un testimonio de su filiación divina que nadie —ni en aquel tiempo ni en el nuestro— puede rechazar sin perder su alma. Se hará de tal manera que nadie podrá dejar de imaginar el acontecimiento ni evitar discernir su significado. Nadie, sino un Dios, puede hacer lo que Él está a punto de hacer.

Viendo entonces que Él estaba decidido a ir, Tomás —quien estaba dispuesto a dar su vida por la causa del Evangelio, pero que no había comprendido la declaración de Jesús de que sería preservado durante las doce horas señaladas de su ministerio mortal— dijo al grupo: “Vayamos también nosotros, para que muramos con Él.” Sin embargo, pronto quedaría claro que la muerte de Jesús debía esperar el tiempo de la próxima Pascua, y que el martirio de Tomás y de los demás no ocurriría sino hasta después de que el testimonio apostólico de la resurrección hubiera sido llevado a las naciones del mundo.

Y así, el grupo sagrado fue a la ciudad de Betania, en Judea, para convertirse allí en testigos del milagro de los milagros: la resurrección de Lázaro después de cuatro días de muerto.

“¡Lázaro, ven fuera!”
(Juan 11:17–46; JST Juan 11:17, 29)

“Y cuando Jesús llegó a Betania, a la casa de Marta, Lázaro ya llevaba cuatro días en el sepulcro.” Tal era parte del plan divino. Después de cuatro días, según la tradición judía, el espíritu ya no permanecía cerca de su antigua morada, y el cuerpo sin vida se consideraba como polvo de la tierra. La descomposición y la corrupción estaban en pleno proceso; la realidad de la muerte era definitiva; el duelo y el llanto habrían de continuar por treinta días, mientras los vivos se adaptaban a la existencia sin la presencia del ser querido.

Por todo lo que se escribe sobre ellos, es claro que las dos hermanas y su hermano formaban parte de una familia prominente, bien provista de los bienes de este mundo. Lázaro, por tanto —su cuerpo habiendo sido ungido con mirto, áloes y muchas especias—, fue colocado en una cueva o tumba excavada en la roca, probablemente en un jardín, como correspondía a su posición en la vida. Incluso quienes tenían recursos moderados poseían sus propios lugares de sepultura, que pasaban a sus herederos, como ocurría con todas las propiedades familiares.

Muchos amigos de la familia habían venido desde Jerusalén para consolar a las hermanas en duelo. Aunque todos los miembros de la familia eran discípulos y profesaban abiertamente su fe en Cristo, aún no habían sido expulsados de la sinagoga ni sujetos a las penas y persecuciones de la excomunión. Si Lázaro hubiera sido considerado un apóstata del judaísmo, su muerte habría provocado manifestaciones de regocijo, no de duelo, por parte de sus vecinos y conocidos judíos. Pero aquí encontramos multitudes participando en los excesivos lamentos y aullidos que, en aquellos tiempos, sustituían al verdadero dolor. Podemos suponer que, dado que los fuegos purificadores del Evangelio habían ardido por largo tiempo en los corazones de Marta y María, las expresiones pretenciosas y pomposas de lamento, tan comunes entre los judíos, fueron en su caso algo moderadas.

La noticia de la venida de Jesús fue llevada primero a Marta, quien inmediatamente salió a su encuentro, mientras que María, aparentemente sin saber del regreso del Maestro, permanecía en la casa llorando con sus amigos. Y de los labios de Marta, cuando se encontró con Jesús, brotaron algunas de las palabras más dulces jamás pronunciadas, palabras de fe y certeza de calibre petrino: Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero también sé que aun ahora, todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.

Marta, la que servía en el hogar; Marta, la que se preocupaba por muchas cosas; Marta, cuya hermana menor había escogido la mejor parte al sentarse a los pies de Jesús, y que volvería a hacerlo cuando los ungiera con óleo; Marta, de bendita memoria, ese día habló y escuchó de Él palabras divinas como pocas veces han sido oídas por oídos mortales. Sus palabras hasta ese momento solo podían tener un significado: “Sé que lo habrías sanado si hubieses estado aquí. Pero aun ahora —como ocurrió con la hija de Jairo, como ocurrió con el hijo de la viuda— sé que puedes llamarlo del sueño de la tumba a la vida de los mortales. Dios te escuchará.” El pleno significado de estas palabras, pronunciadas bajo el poder del Espíritu Santo, quizá —como pronto veremos— no había amanecido por completo en la mente de esta fiel y dulce hermana; pero estaba en sintonía con el Espíritu, y su fe le permitió expresarlas, y glorioso es su nombre por haberlo hecho.

Jesús le dijo: “Tu hermano resucitará”, queriendo decir: “Lo llamaré de nuevo a la vida mortal.” A esto Marta, confiando en aquella fe y conocimiento que había poseído por largo tiempo, respondió: “Sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero.” Entonces Jesús, con toda la imponente majestad de su divinidad eterna, habló a su amada Marta, en presencia de su Padre, de los santos ángeles y de sus testigos apostólicos mortales; entonces Jesús, hablando como el Gran Jehová, hablando como el Hijo Todopoderoso de Dios, dio este testimonio divino de su propia filiación divina:

Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?

Así dice el Señor. Él ha hablado, y así es. Él es la resurrección; esta viene por medio de Él; sin Él no habría inmortalidad; Él es la personificación de aquel poder que transforma el polvo de la tumba en un hombre inmortal. Él fue quien preguntó: “¿Podrán vivir estos huesos?” Y Él mismo respondió: “Así ha dicho Jehová el Señor a estos huesos: He aquí, yo hago entrar espíritu en vosotros, y viviréis. Y pondré tendones sobre vosotros, y haré subir sobre vosotros carne, y os cubriré de piel, y pondré en vosotros espíritu, y viviréis; y sabréis que yo soy Jehová.” (Ezequiel 37:3, 5–6.)

Él también es la vida; la vida eterna viene por medio de Él. Sin Él no habría salvación en los cielos más altos, ni exaltación, ni continuación de la unidad familiar en la eternidad, ni plenitud de gozo en los mundos venideros. Él es la personificación del poder que concede vida eterna a todos los que nacen de nuevo, a los que viven en Cristo. Aquellos que creen y obedecen, aunque mueran la muerte natural, alcanzarán vida eterna en la resurrección. Sí, los que creen en Cristo jamás morirán espiritualmente; estarán vivos a las cosas del Espíritu en esta vida, y tendrán vida eterna en el mundo venidero. La muerte, vista desde la perspectiva humana, no es motivo de tristeza para los santos fieles; aunque, como todos los hombres, pierdan su vida aquí, alcanzarán la recompensa mucho más gloriosa de la vida eterna en el más allá.

A la pregunta de Jesús: “¿Crees esto?”, Marta —aún guiada por el poder del Espíritu, aún hablando con certeza desde lo profundo de su alma, aún pronunciando palabras de calibre petrino, pero ahora edificando sobre el fundamento que Jesús acaba de establecer, que la inmortalidad y la vida eterna vienen por medio de Él—, la bienaventurada Marta, en esta escena, responde: Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que había de venir al mundo.

En las cosas espirituales no hay diferencia entre hombres y mujeres. Adán y Eva enseñan a sus hijos por el poder del Espíritu. Pedro y Marta testifican ambos que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente. María Magdalena, incluso antes que los apóstoles, se postra ante el Señor resucitado y lo saluda con el afectuoso “Raboni.” Marta ha dado ahora su testimonio, y que lo haya hecho es una de las razones por las cuales todo lo relativo a la muerte y resurrección de Lázaro fue dispuesto como ahora se revela. El testimonio de Marta ha quedado registrado; los ángeles lo han anotado; y, como Jesús dijo antes en referencia a tales casos, sus pecados le son perdonados. Ahora Él debe darle a María la misma oportunidad.

Marta había ido al encuentro de Jesús mientras Él aún estaba fuera del pueblo. Ahora regresó y habló a María en secreto. “El Maestro ha venido y te llama,” le dijo. María se levantó rápidamente y, sin siquiera disculparse ante quienes la consolaban en la casa, se apresuró a ir hacia Jesús, todo lo cual indica que había peligros en la venida del Señor y que sus amigos sintieron la necesidad de actuar con precaución. Los que estaban con María la siguieron, diciendo: “Va al sepulcro a llorar allí.”

Al llegar ante Jesús, María cayó a sus pies y pronunció las mismas palabras que Marta había dicho primero: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto,” lo que indica que probablemente ambas hermanas habían hablado de ello entre sí. Tal vez también añadió el mismo testimonio seguro del poder eterno de Cristo que había salido de los labios de su hermana mayor; y el Señor Jesús pudo haberle dicho a ella lo mismo que ya había dicho a Marta sobre ser la resurrección y la vida, recibiendo de la hermana menor el mismo testimonio inspirado de su divinidad. No hay razón para creer que Jesús haya hecho otra cosa que tratar a sus dos amigas con igual ternura y solicitud, probando la fe de cada una de la misma manera.

Cuando Jesús vio llorar a María, “y también a los judíos que habían venido con ella,” se conmovió profundamente en espíritu y se turbó, y dijo: “¿Dónde le pusisteis?” Ellos le dijeron: “Señor, ven y ve.” Quizás hubo otros acontecimientos, no registrados, que provocaron esta manifestación de emoción divina. Tal vez Juan nos dice que Jesús se turbó en espíritu a causa de los lamentos artificiales de las plañideras contratadas, o por la incredulidad que percibía en los corazones de muchos de los presentes, o tal vez su reacción fue de puro amor y ternura hacia las dos hermanas y su ahora aparentemente perdido Lázaro.

O quizá fue, como especula Farrar en referencia al dolor de María y sus amigos, algo en este sentido: “La visión de todo aquel amor y aquella miseria, el espectáculo conmovedor del duelo humano, la absoluta inutilidad en ese momento del consuelo terrenal, la estridente mezcla de un lamento contratado y fingido con todo aquel dolor genuino, el reproche no expresado: ‘Oh, ¿por qué no viniste enseguida y arrebataste la víctima al enemigo, y libraste a tu amigo de la aguijada de la muerte, y a nosotros del aguijón aún más amargo de esta separación?’—todas estas cosas tocaron la tierna compasión de Jesús con profunda emoción. Se necesitó un fuerte esfuerzo de dominio propio —un esfuerzo que sacudió todo su ser con un poderoso estremecimiento— antes de que pudiera pronunciar palabra, y entonces solo pudo preguntar: ‘¿Dónde le pusisteis?’” (Farrar, pp. 507–508.)

Ahora vemos a Jesús mismo llorando, con los ojos anegados en silenciosas lágrimas. Entre los judíos que observan hay tanto amigos como enemigos. Los de corazón bondadoso dicen: “¡Mirad cómo lo amaba!” Pero otros, endurecidos en su incredulidad y deseosos de menospreciar su poder, dicen: “¿No podía este, que abrió los ojos del ciego, haber hecho también que este hombre no muriera?” Era como si dijeran: “Cierto, este hombre abrió los ojos de un ciego al que ni siquiera conocía, pero no pudo salvar a su propio amigo de la muerte. Tal vez, después de todo, sus poderes son limitados, inciertos y caprichosos.” Y así, una vez más, al enfrentarse con tal maliciosa expresión de incredulidad, Jesús gimió en su interior. O quizás, como dice Farrar, “Jesús conocía y oía sus comentarios, y nuevamente toda la escena —sus dolores genuinos, sus plañideros contratados, sus odios no apaciguados, todo concentrado en torno a la horrible obra de la muerte— cayó con tal fuerza sobre su espíritu, que, aunque sabía que iba a despertar al muerto, una vez más todo su ser fue barrido por una tormenta de emoción.” (Farrar, p. 508.)

Jesús está ahora frente al sepulcro; es una cueva; una piedra colocada sobre ella sella la entrada. “Quitad la piedra,” dice. Aquel que puede resucitar a los muertos ciertamente puede encontrar una tumba, y sin embargo pidió que le mostraran dónde yacía Lázaro. Aquel que puede llamar a un cadáver a la vida ciertamente puede hacer que una piedra se aparte, y aun así pidió manos humanas para mover el obstáculo que cerraba el paso. Cada paso fue tomado con deliberación, para probar y purificar la fe de los creyentes.

Entonces Marta, que antes había hablado del poder de Jesús para levantar a los muertos, ahora, temerosa por el momento, luchando por creer en algo que casi ningún mortal podría creer, dijo: “Señor, ya hiede, porque es de cuatro días.” Y Jesús, fortaleciéndola, animándola, deseando ver su fe aumentar, preguntó: “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?” Entonces Marta, fortalecida y reconfortada, recordando las seguridades que ya había recibido por el poder del Espíritu, asintió con el consentimiento necesario para abrir la tumba, y fuertes brazos empujaron la gran piedra que cubría el lugar donde yacía Lázaro.

Antes del gran milagro, aún quedaba una cosa por hacer. “Y Jesús, alzando los ojos a lo alto, dijo: Padre, te doy gracias por haberme oído. Yo sabía que siempre me oyes; pero lo dije por causa de la multitud que está alrededor, para que crean que tú me has enviado.” Este milagro demostrará que Jesús es el Cristo, el Mesías, el Prometido. Nadie, excepto el Hijo de Dios, podría hacer lo que está a punto de hacer. Había orado, luchado y se había preparado para este momento, y el Padre, cuyo poder Él poseía, había escuchado sus súplicas.

Así, en ese momento —con los corazones de Marta y María perfectamente unidos al de su amado Señor; con el cuerpo de Lázaro tendido en el polvo, consumido por los gusanos, cada órgano vital en proceso de descomposición; con el espíritu de este hombre de destino divino en el paraíso, aguardando la Voz Prometida— en ese momento el Señor de la Vida habló: “¡LÁZARO, VEN FUERA!”

“Esas palabras resonaron una vez más a través de esa región de impenetrable oscuridad que nos separa del mundo venidero; y apenas fueron pronunciadas, cuando, como un espectro, de la tumba de roca salió una figura, envuelta en sus blancos y lúgubres lienzos —con el sudario alrededor de la cabeza que había sostenido la mandíbula que cuatro días antes había caído en la muerte— atado de manos, pies y rostro, pero no lívido, no espantoso: la figura de un joven con la sangre saludable de una vida restaurada fluyendo por sus venas; una vida restaurada —así nos dice la tradición— por treinta largos años más de existencia, de luz y de amor.” (Farrar, p. 510.)

“Desatadle, y dejadle ir,” dijo Jesús. Y allí termina el relato inspirado. Un velo reverente de silencio cae sobre las palabras y los hechos de Lázaro: desde su juventud hasta el día en que se durmió en los brazos de la muerte; durante los cuatro días en que su espíritu conversó con amigos en el paraíso, mientras aguardaba el llamado para regresar a los conflictos de la vida; y desde el momento en que volvió a respirar el aliento de vida hasta que nuevamente depositó su tabernáculo mortal, esta vez para esperar aquel glorioso día de resurrección del que habló Marta. Lázaro vivió, Lázaro murió y Lázaro resucitó, para continuar su probación mortal; para morir otra vez; para ser, en su tiempo y para todos los tiempos, un testigo viviente del poder de Aquel que ministró en Betania como el Hijo de Dios. No podemos dudar que dio muchos testimonios fervientes a muchos de sus hermanos judíos respecto a la vida, la muerte y la vida que había experimentado.

Ahora hemos oído a Jesús proclamar su filiación divina y aceptar el testimonio coincidente de su amada Marta. Luego le vimos probar la verdad de su propio testimonio creando un Lázaro vivo donde solo yacía un muerto. ¿Qué efecto produjo este milagro entre los judíos? Juan dice: “Entonces muchos de los judíos que habían venido a María, y que vieron lo que hacía Jesús, creyeron en él.” Y con razón pudieron creer —¡gloria sea a Dios!—. “Mas algunos fueron a donde estaban los fariseos y les contaron lo que Jesús había hecho”, y como consecuencia ellos tramaron su muerte.

Verdaderamente oímos aquí, en Betania y en Jerusalén, un eco de aquella Voz pereana que proclamaba: “Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco serán persuadidos, aunque alguno resucitase de entre los muertos.” ¿O es un eco? Tal vez lo que oímos son golpes de trueno rodando, bramando y estallando de un extremo del cielo al otro, como parte de la tempestad condenadora que destruirá a todos los que voluntariamente cierran sus ojos y oídos a la verdad eterna.

El Sanedrín trama la muerte de Jesús
(Juan 11:47–54; JST Juan 11:47)

No hay palabras para describir la idiotez religiosa y el fanatismo farisaico que se apoderaron de Jerusalén y Judea porque Jesús resucitó a Lázaro. ¡Lázaro vive y, por tanto, Jesús debe morir; de hecho, sería conveniente que también se silenciaran los propios labios testificantes de Lázaro con la muerte! Matémoslos a ambos y acabemos con esta amenaza que subvierta nuestra religión mosaica y vaya en contra de las tradiciones de los ancianos.

A la hora de que Lázaro salió andando de su tumba en o cerca de Betania, fanáticos judíos ya se hallaban en el templo de Jerusalén informando a los fariseos y gobernantes de todo cuanto habían visto y oído en aquel pueblo judeano. Las oraciones de acción de gracias y los himnos de alabanza que entonces se elevaban en la casa de Marta encontraron su contrapartida en las maldiciones y vituperios que se derramaban en la ahora profanada casa del culto judío. El gran Sanedrín se reunió de inmediato para oír a los testigos.

Tenían aún en la mente su minuciosa investigación sobre la apertura de los ojos del hombre nacido ciego y la completa humillación sufrida ante la presencia de un mendigo iletrado que testificó que Jesús era un profeta poderoso. Y ahora esto —un hombre cuyo cuerpo en descomposición había corroído y despedido hedor durante cuatro días— estaba vivo, sano y vigoroso. ¿Qué clase de hombre era aquel que abría ojos ciegos y reanimaba cadáveres fríos? Esto había de detenerse aun cuando fuera preciso dar muerte a un dios. “Si lo dejamos así,” razonaban, “todos creerán en él” —y qué triste sería eso— “y los romanos vendrán y nos quitarán tanto el lugar como la nación.” Su dilema era a la vez religioso y político. ‘Si el evangelio de este hombre es verdadero, el día de Moisés y la ley ha pasado, y perderemos nuestro prestigio y poder como gobernantes en Israel. El pueblo se congregará en torno a él como su Mesías y Libertador, y Roma entonces nos destruirá con la espada.’

Mientras el odio y la confusión dominaban a los miembros del Sanedrín, el sumo sacerdote, José Caifás —un funcionario civil nombrado por Roma que había obtenido su posición mediante soborno— se levantó para dirigirse a ellos. Aparentemente, su intención era abogar por la muerte de Jesús bajo el argumento de que era mejor que un solo hombre muriera antes que toda la nación pereciera a manos de Roma. Su discurso sería uno de conveniencia política. El problema que enfrentaban no era de justicia o injusticia; debían olvidar si Jesús era o no el Mesías. Fuera como fuese, debía ser destruido, para evitar que su nación fuera llevada a la ruina.

Pero cualesquiera que fueran las intenciones de Caifás, la Deidad dispuso otra cosa. Y aunque era un hombre perverso y malvado, ocupaba el oficio de sumo sacerdote y, como tal, tenía la comisión de hablar a nombre de Dios al pueblo —lo cual, sin saberlo, hizo. Las palabras que salieron de su boca fueron estas: “Vosotros nada sabéis, ni pensáis que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca.” Juan dice: “Esto no lo dijo por sí mismo; sino que, como era el sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús había de morir por la nación; y no solamente por la nación, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos.”

La intención de Caifás había sido malvada, pero sus palabras fueron proféticas; sin embargo, el Sanedrín no estaba más dispuesto a creer palabras proféticas de lo que lo estaba a aceptar la divinidad de aquel que resucitaba a los muertos. Su decisión fue que Jesús debía morir por razones políticas. “Así que, desde aquel día acordaron matarle.”

En consecuencia, Jesús y sus discípulos se retiraron silenciosamente a una pequeña aldea llamada Efraín, cuya ubicación exacta hoy se desconoce, y allí permanecieron varias semanas en reclusión, esperando el tiempo señalado para su regreso a Jerusalén y para los acontecimientos culminantes de la vida del único Ser Divino que ha pisado la tierra. El tiempo en Efraín fue dedicado a preparar a los discípulos para las enseñanzas ministeriales y las pruebas que les aguardaban.


Capítulo 81

Más sanaciones, parábolas y sermones

Si oyereis hoy su voz, No endurezcáis vuestro corazón, como en la provocación, y como en el día de la tentación en el desierto; Donde me tentaron vuestros padres, me probaron, y vieron mi obra. (Salmo 95:7–9.)


Jesús sana a diez leprosos
(Lucas 17:11–19)

Cuando Jesús, después de unas semanas de reclusión en Efraín, inicia su último viaje hacia Jerusalén —sin duda por una ruta pausada y sinuosa—, continúa advirtiendo, enseñando y sanando. Sigue obrando maravillas en Israel, tal como lo hizo entre los padres de ellos en generaciones pasadas, y la descendencia de Jacob, como siempre, procura tentarlo, probarlo y provocarlo. Sus palabras y sus obras son las mismas que siempre han sido; predica el evangelio y toma sobre sí las enfermedades y debilidades de sus afligidos hermanos.

Hace apenas dos años, en Galilea, lo vimos sanar a un leproso; entonces nos maravillamos al verlo liberar a un alma fiel de la lepra —esa plaga terrible y maligna que convierte la vida en una muerte viviente—. (Véase capítulo 36, Libro 2.) Sin duda, desde entonces ha habido decenas o cientos de leprosos limpiados, pues ¿qué aflicción podría despertar en el corazón del Sanador una compasión más profunda que esta enfermedad pestilente que consumía los órganos del cuerpo poco a poco? Sin embargo, como sabemos, nuestros autores inspirados han escogido ejemplos específicos de su poder sanador, para enseñar principios generales y destacar virtudes particulares según las necesidades de sus respectivos relatos.

Ahora, mientras Jesús pasa por en medio de Samaria y Galilea, entra en una aldea sin nombre donde se encuentra, a cierta distancia, con diez hombres que eran leprosos. O bien este es un lugar donde los leprosos estaban segregados para evitar que su putrefacta plaga se propagara, o bien —como parece indicar el espíritu y sentimiento de todo el relato— estos diez, habiendo sido avisados de la llegada del Señor, se habían reunido con la esperanza de que su sombra, por así decirlo, los tocara al pasar. Como es requisito para quienes buscan las bendiciones de sanidad, ellos creyeron en Él y tuvieron fe en su nombre y poder. Su clamor hacia Él, sin duda repetido con insistente urgencia, es una súplica de sanación de su condena semejante a la muerte: “¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros!”

“Había algo en esa muerte viviente que era la lepra —recordando las imágenes más espantosas de sufrimiento y degradación; corrompiendo las mismas fuentes de la sangre vital del hombre; desfigurando su rostro; haciendo repulsivo su contacto; cubriéndolo lentamente con una costra e infectándolo con una mancha de enfermedad mucho más horrible que la muerte misma— que siempre parecía estremecer el corazón del Señor con una compasión profunda e inmediata.” (Farrar, p. 462.) Jesús les gritó: “Id, mostraos a los sacerdotes.” Su significado era claro: debían presentarse ante los sacerdotes y ser declarados limpios, libres de lepra, antes de poder volver a mezclarse con sus semejantes. Ciertamente, era una prueba de fe iniciar el camino antes de ser sanados, pero así debía ser. Él había hablado, y ellos tenían la certeza de recibir aquel bendito alivio físico que solo el leproso puede desear con tanta devoción. No había en ellos el espíritu de Naamán el sirio. Y así, mientras iban de camino, fueron sanados —suponemos— grado a grado, conforme la salud, el vigor y la fuerza volvían a sus cuerpos.

Diez leprosos están ahora limpios y completos; diez hombres cuyo destino era peor que la muerte ahora se regocijan en una nueva vida de salud y fortaleza; diez marginados de la sociedad regresan ahora al flujo normal de la vida. Les ocurre lo que a Lázaro cuando salió de su tumba: donde antes había muerte, ahora hay vida. ¿Y qué hace un leproso cuando vuelve a vivir? Nueve del grupo —aparentemente todos judíos— corrieron a casa para abrazar a sus seres queridos, para llorar de gozo en los cuellos de sus amigos, para mostrarse a los sacerdotes y así cumplir con toda prescripción de la ley. Uno de los diez —y este un samaritano— se apresuró a regresar a Jesús, cayó a sus pies, dio gracias “y a gran voz glorificó a Dios.” Sus seres queridos y los sacerdotes podían esperar; primero, debía alabar a Dios y agradecer a su Hijo Sanador.

“¿No fueron diez los limpiados?” —preguntó Jesús— “¿y dónde están los nueve?” Sin duda había tristeza en su voz al continuar: “¿No hubo quien volviese y diese gloria a Dios sino este extranjero?” Y luego, al samaritano le dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”, lo que solo puede interpretarse en el sentido de que este samaritano, separado del grupo, recibió bendiciones espirituales adicionales que fueron retenidas a los otros nueve.

¡Qué común es el pecado de la ingratitud! Así como Jesús limpió físicamente a diez leprosos, así también limpia espiritualmente a todos sus santos de la lepra del pecado. ¿Somos acaso más agradecidos por nuestras bendiciones que aquellos leprosos sanados que siguieron su camino sin considerar la bondadosa misericordia de Aquel cuyas palabras los habían hecho nuevas criaturas?

Bien haríamos en recordar que Aquel que en su vida sanó físicamente a los hombres, es el mismo que en su muerte hizo posible que todos los hombres fueran sanados espiritualmente. Bien podríamos regocijarnos porque Aquel que limpió a los leprosos mientras moraba en la tierra, es el mismo que, por medio de su sacrificio expiatorio, permite a todos los hombres despojarse de sus cuerpos leprosos de corrupción, cambiándolos por aquellos cuerpos gloriosos que son renovados y vivificados en la inmortalidad. Y bien deberíamos —para que el pecado de la ingratitud no nos alcance— alabar su santo nombre por los siglos de los siglos.

El discurso sobre el reino de Dios
(Lucas 17:20–37; JST Lucas 17:21)

Este es un día de confrontación farisaica, uno en el cual Jesús es repetidamente acosado, hostigado y burlado por estos piadosos guardianes del statu quo mosaico. Después de la sanación de los diez leprosos, y mientras el grupo sagrado aún se encuentra en Galilea viajando con Jerusalén como destino, estos eruditos rabinos deciden poner a prueba las afirmaciones mesiánicas de nuestro Señor. Él ha testificado en todas partes que es el Prometido, el Libertador enviado por Dios a Israel; habla constantemente del evangelio del reino de Dios.

Y sin embargo, rehúsa por completo llevar una corona mesiánica, reunir al pueblo en torno a Él y liderar el ataque contra los opresores romanos-gentiles que libere al pueblo escogido del yugo extranjero. ¿No ha llegado el momento de arrancarle una declaración sobre cuándo será restaurado el reino a Israel? Si sus respuestas resultan insatisfactorias, quizá puedan apartar de Él a sus seguidores. Con altivez e imperio, los fariseos “le preguntaron” —más bien le exigieron— saber “cuándo había de venir el reino de Dios.” ‘Responde de una vez por todas a esta pregunta,’ decían ellos.

Pero ellos no están a la altura de Aquel cuyo reino no es de este mundo, y que no vino a encabezar una rebelión contra Roma ni a poner espadas y escudos en manos de sus seguidores, sino a librar una revolución en los corazones de los hombres. Sus demandas imperiosas son hábilmente desechadas mientras Él reafirma la sencilla verdad del evangelio que equipara su iglesia terrenal con el reino de Dios en la tierra: El reino de Dios no vendrá con advertencia. Ni dirán: ¡Helo aquí!, o, ¡Helo allí! Porque he aquí, el reino de Dios ya ha venido a vosotros.

‘Mi reino ya está aquí; no habrá demostraciones marciales de poder militar; no se escucharán bandas de música, ni marcharán legiones. Mis soldados no capturarán la fortaleza de Antonia ni tomarán Machaerús, donde Juan fue asesinado. No saldrán heraldos proclamando: “Reuníos aquí” o “Id allá”, porque mi reino, que no es de este mundo, ya ha venido. Es la Iglesia que he establecido, la cual administra el evangelio, y ese evangelio es el poder de Dios para salvación. Y estos Doce tienen las llaves; ellos dirigirán el destino de mi reino.’ No se registra nada más acerca de esta confrontación, lo que nos lleva a suponer que los fariseos no tuvieron ya nada que responder sobre el asunto.

Pero como el tema del futuro y glorioso reinado milenario había sido planteado, Jesús se volvió de los fariseos hacia sus discípulos y pronunció un gran discurso sobre ese reino que barrerá los decadentes reinos de los hombres y dominará toda la tierra. En esencia y contenido doctrinal repetirá estas mismas verdades en el discurso del Monte de los Olivos, durante la última semana de su vida mortal, y allí las consideraremos con más detalle.

La parábola del juez injusto
(Lucas 18:1–8; JST Lucas 18:8; DyC 101:81–92)

Habiendo hablado a los fariseos acerca del reino de Dios establecido entonces entre los hombres —es decir, la Iglesia—, y habiendo hablado a los discípulos sobre aquel gran reino milenario que será establecido cuando Él venga otra vez, Jesús enseña ahora, mediante una parábola, cómo las oraciones perseverantes de los santos finalmente prevalecerán en el día de su venida.

No está hablando aquí del principio simplista de que las súplicas fervientes y repetidas serán eventualmente oídas y respondidas, aunque esto pueda ser cierto en algunos casos. No se trata de una viuda insistente que obtiene justicia de un juez injusto por causa de su constante ruego, y que, por tanto, quienes oran a Aquel que es justo recibirán sus peticiones si suplican con fervor e insistencia ante el trono de la gracia. Las oraciones son contestadas cuando hay fe; la fe se funda en la verdad y solo puede ejercerse en armonía con el plan del cielo. Solo aquellas peticiones que son justas y rectas son concedidas.

Más bien, esta parábola —como veremos— enseña que si los santos perseveran en la fe, implorando por lo que es justo, y porque su causa es recta, aunque las respuestas a sus oraciones se demoren mucho tiempo, finalmente, en el día de la venganza, cuando venga Aquel cuyo juicio es justo, cuando regrese para gobernar y reinar, los fieles serán recompensados.

“Es necesario orar siempre, y no desmayar,” dice Lucas al introducir la parábola, lo que significa que los discípulos, los santos de Dios, los hijos de Sion, los miembros de aquel reino que es la Iglesia, deben suplicar sin cesar por el éxito y el triunfo de su causa, porque su causa es justa y recta.

Había en una ciudad un juez que ni temía a Dios ni respetaba a hombre.

Estas palabras introductorias tenían un tono de realidad para sus oyentes, pues con demasiada frecuencia ese era el caso de aquellos jueces no judíos en Palestina. Nombrados por Herodes o por los romanos, muchos de estos magistrados eran susceptibles al soborno; no les importaba la opinión pública; despreciaban abiertamente los principios de equidad y justicia; burlaban la ley divina en sus decisiones, y emitían decretos abiertamente injustos.

Y había también en aquella ciudad una viuda, la cual venía a él diciendo: “Hazme justicia de mi adversario.” Y él no quiso por algún tiempo; pero después dijo dentro de sí: “Aunque ni temo a Dios ni respeto a hombre, sin embargo, porque esta viuda me molesta, le haré justicia, no sea que viniendo de continuo me agote la paciencia.”

La súplica de la viuda es que el magistrado haga una investigación legal; que cite al que la ha agraviado; que enderece las cosas y haga justicia. La única preocupación del juez es la conveniencia: qué es lo más útil políticamente, cómo puede sacar mayor provecho del caso, por qué no conceder la petición y librarse así de la molestia de las insistentes súplicas.

Y dijo el Señor: “Oíd lo que dijo el juez injusto. ¿Y acaso Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche, aunque se tarde en responderles?”

Esta parábola es una de contrastes. Si un magistrado impío, sin interés alguno por una pobre viuda, finalmente accede a juzgar su causa, ¿cuánto más lo hará el Juez de toda la tierra, que ama a sus santos, cuando, en el día de la venganza, venga y haga justicia a sus escogidos contra todos sus enemigos?

Os digo que Él vendrá, y cuando venga, vengará prontamente a sus santos. No obstante, cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?

En sus propios designios, y para el desarrollo espiritual de los suyos —a fin de que sean probados hasta lo sumo—, parecerá a los santos orantes del Señor que el Juez Justo demora su venida, hasta el punto de que apenas hallará fe en la tierra.

No debemos pasar por alto el hecho de que la Iglesia misma, en ausencia de Cristo, es una viuda. Y en la versión de los últimos días de esta parábola, encontramos al Señor dirigiendo a “los hijos de Sion” a que supliquen reparación por sus agravios ante los pies del juez, del gobernador y del presidente, cada uno en su turno; y si ninguno de estos escucha sus súplicas,

Entonces se levantará el Señor y saldrá de su escondite, y en su furor afligirá a la nación; y en su ardiente disgusto, y en su ira feroz, a su tiempo cortará a aquellos siervos malvados, infieles e injustos, y les asignará su parte entre los hipócritas y los incrédulos; aun en las tinieblas de afuera, donde habrá llanto, lamento y crujir de dientes.

Orad, pues, para que se abran sus oídos a vuestras súplicas, para que yo pueda ser misericordioso con ellos y estas cosas no vengan sobre ellos.

La parábola del fariseo y el publicano
(Lucas 18:9–14)

En toda secta, partido o denominación importante hay tanto fariseos como publicanos. Entre los judíos, los fariseos eran los piadosos, orgullosos y pomposos que se apreciaban a sí mismos, que se jactaban de sus obras de caridad y exaltaban sus propios méritos. Se consideraban muy superiores al común de los hombres y se regocijaban en su condición separada y elevada.

Los publicanos, en cambio, eran los recaudadores de impuestos que vivían extorsionando al pueblo, cobrando más de lo que entregaban al tesoro romano. Casi sin excepción eran pecadores de corazón endurecido, capaces de apropiarse —con codicia y avaricia— de la última oveja del pastor y del último óbolo de la viuda. La naturaleza de su empleo, al servicio de un poder extranjero, había embotado su sensibilidad, dejándolos sumidos en pensamientos y planes sobre cómo arrancar por la fuerza el último centavo del pobre.

En esta parábola, Jesús habla del orgullo altivo de todos los fariseos y de la bienvenida humildad de cierto publicano cuya alma estaba atormentada por los remordimientos de su vida avariciosa. Está dirigida “a unos que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los demás.”

Dos hombres subieron al templo a orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano. Ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que poseo.”

Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “Dios, sé propicio a mí, pecador.”

Os digo que este descendió a su casa justificado antes que el otro; porque todo aquel que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.

“Con la parábola del fariseo altivo, respetable, ayunador, dadivoso y satisfecho de sí mismo —quien, al ir al templo para alardear ante Dios, regresó a su casa menos justificado que el pobre publicano, que solo podía repetir una única súplica por la misericordia divina mientras golpeaba su pecho y mantenía los ojos bajos—, Él les enseñó que Dios prefiere una humildad penitente antes que un servicio meramente externo, y que un corazón quebrantado y un espíritu contrito son sacrificios que Él no despreciará.” (Farrar, p. 482.)

Es evidente que la oración del fariseo reflejaba la vida que llevaba: una vida separatista, llena de actitudes santurronas que eran ofensivas tanto para Dios como para los hombres. En cuanto al publicano, había vuelto en sí, como el hijo pródigo, y podemos asumir con seguridad que entonces era o pronto llegaría a ser discípulo de Aquel cuya sangre dispensa misericordia al penitente.

El discurso sobre el matrimonio y el divorcio
(Mateo 19:1–12; JST Mateo 19:2, 11; Marcos 10:1–12; JST Marcos 10:1–2; Lucas 16:18; JST Lucas 16:23)

Aún en camino hacia Jerusalén, viajando desde Galilea hacia Perea, Jesús y el grupo sagrado llegan a aquella región pereana donde, pocas semanas antes, había enfrentado violenta oposición farisaica. En esa ocasión llamó a esos fariseos adúlteros y condenó sus prácticas laxas de matrimonio y divorcio con la audaz afirmación: “Cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y cualquiera que se casa con la repudiada del marido, comete adulterio.” (Lucas 16:18.) Entonces reservamos el análisis de esa declaración hasta el discurso sobre el matrimonio y el divorcio que ahora está por pronunciar.

Grandes multitudes lo siguen; Él enseña el evangelio; muchos creen en Él, y Él los sana. En medio de este ambiente de paz y rectitud, donde la gracia de Dios se derrama abundantemente sobre las almas penitentes, surge ahora una influencia maligna, divisiva y odiosa. Aquellos fariseos a quienes había condenado como adúlteros vienen a mezclarse entre la multitud. Con la ayuda de Satanás, su amo, estos espíritus malignos y perversos, vestidos de forma humana, han preparado una trampa de la que, según suponen, Jesús no podrá escapar.

Tal vez ni siquiera su infernal astucia haya ideado antes una pregunta cargada de tantas dificultades y emociones como la que ahora usan para tentarlo. Sin importar cuál sea su respuesta, razonaban, seguramente alienará a una gran parte del pueblo; y si adopta la misma postura proclamada con fuerza por su precursor, el Bendito Bautista, entonces esperan que Herodes Antipas envíe a sus soldados y se lleve a Jesús —como hizo con Juan— a los calabozos de Maqueronte, donde aguardaría el momento conveniente para que el hacha del verdugo cayese.

Su pregunta, que exige una decisión religiosa en un campo delicado y que podría atraer sobre Él la ira política, se formula así: “¿Es lícito al hombre repudiar a su mujer por cualquier causa?”

El matrimonio y el divorcio: el uno una bendición, el otro una maldición. Cuánto tiempo perdura una unidad familiar, cómo rescatar todo lo que pueda salvarse en caso de divorcio—estos asuntos preocupan a la sociedad humana más que cualquier otro tema. Es el designio divino que los hombres establezcan para sí mismos unidades familiares eternas, modeladas según la familia de Dios, el Padre Eterno. En tal proceso no puede haber divorcio; si todos los hombres y todas las mujeres vivieran en completa armonía con la ley del evangelio, no existirían los divorcios. Es propósito del Todopoderoso crear familias eternas; bajo Su sistema, cuando opera perfectamente, las familias nunca se dividen por el divorcio.

Pero así como Dios exalta y glorifica a la familia, Satanás procura debilitarla y destruirla, siendo esta la más básica de todas las unidades de la sociedad. Si Lucifer pudiera salirse con la suya, ningún hombre se casaría jamás; vivirían como animales y se reproducirían como el ganado; o, estando casados, vivirían sin restricción sexual, como si no existiera ley moral alguna; o los divorcios serían tan fáciles de obtener, y la disolución de la familia tan común, que los hombres intercambiarían esposas libremente; o, por el contrario, los divorcios serían tan difíciles de conseguir que los cónyuges se separarían y vivirían en abierto pecado con otros, porque no habría un sistema realista de divorcio; o se inventarían cualesquiera circunstancias o situaciones que pudieran aumentar la inmoralidad y degradar a la familia como institución divina.

Evidentemente, la disciplina matrimonial y los requisitos de divorcio entre las distintas culturas y pueblos dependen de la porción de la ley del Señor que son capaces de vivir. El Señor puede permitir divorcios en cierta época entre un determinado pueblo, y negarlos en otra época entre una población más iluminada. El matrimonio y el divorcio pueden regularse de una manera entre los paganos, de otra entre las naciones gentiles, y de otra según la disciplina mosaica.

Aun en la Iglesia y el reino de Dios en la tierra, donde los hombres poseen el mismo evangelio, las leyes divinamente aprobadas del matrimonio y del divorcio pueden variar de tiempo en tiempo. El matrimonio plural se practica bajo ciertas circunstancias y en épocas designadas; el divorcio se permite—con el consiguiente nuevo matrimonio de los divorciados—cuando tales leyes son para el mayor beneficio del pueblo; y en la forma más elevada de la ley del evangelio, no hay divorcio y todas las familias llegan a ser eternas.

En la cultura judía de los días de Jesús había muchas voces discordantes y divisivas que clamaban en defensa de diversos estándares de divorcio y promovían distintas normas matrimoniales. El matrimonio plural, transmitido por sus padres, aún se practicaba, aunque no parece haber sido la forma dominante de matrimonio. Sin embargo, sus principales dificultades parecían derivarse del significado de esta declaración mosaica:

“Cuando alguno tomare mujer y se casare con ella, si no le agradare por haber hallado en ella alguna cosa indecente, le escribirá carta de divorcio, y se la entregará en su mano, y la despedirá de su casa. Y salida de su casa, podrá ir y casarse con otro hombre.” (Deuteronomio 24:1–2.)

La pregunta de los fariseos presupone la legitimidad del divorcio; el asunto, tal como ellos lo expresan, es si puede concederse “por cualquier causa”. En teoría, al menos, esto depende del significado de la frase mosaica “alguna cosa indecente”, que también puede traducirse como “alguna cosa impropia”, o “alguna vergüenza”, o literalmente “algún asunto de desnudez.”

Sobre este punto, la Escuela de Shammai interpretaba el precepto mosaico de modo que permitía el divorcio únicamente por causa de infidelidad, mientras que la Escuela de Hillel lo permitía prácticamente por cualquier motivo trivial. Entre estos, la Mishná enumera ejemplos tales como: ver a otra mujer que le agradara más; sentir disgusto hacia su esposa; arruinar la cena de su marido; violar la ley del diezmo u otro requerimiento mosaico; salir en público con la cabeza descubierta; hilar en las calles; ser pendenciera, problemática o de mala reputación; no tener hijos después de diez años, y así sucesivamente. Estas diferencias entre las dos escuelas principales dieron origen, según se dice, al proverbio judío: “Hillel soltó lo que Shammai ató.” En la práctica, se producían muchos divorcios por razones menores.

Pero Jesús, en su respuesta, como era su costumbre, se elevó por encima del campo de batalla rabínico y volvió a los primeros principios.

“¿No habéis leído que el que los hizo al principio, varón y hembra los hizo, y dijo: Por esto dejará el hombre padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne?”

Por tanto, ya no son dos, sino una sola carne; así que lo que Dios juntó, no lo separe el hombre.

Este es el corazón y núcleo de todo el asunto. Dios hizo al hombre, varón y hembra los creó, para que pudieran casarse; para que pudieran proveer cuerpos a sus hijos espirituales; para que pudieran crear para sí mismos familias eternas. Dios trajo a la mujer ante el hombre y se la dio por esposa. Lo hizo en Edén, antes de la caída; todo entonces era inmortal; la muerte aún no había entrado en el mundo. El primer matrimonio, celebrado por el mismo Señor Dios, fue un matrimonio celestial, un matrimonio eterno, una unión entre Adán y Eva destinada a durar para siempre. No existía la muerte; no debía haber divorcio; el hombre y su esposa serían una sola carne para siempre. Tal fue el modelo.

Todos los hombres después de ellos debían ser como sus primeros padres. Los hombres y las mujeres debían casarse como lo hicieron Adán y Eva —en matrimonio celestial— y permanecer unidos conforme al patrón divino. Lo que Dios hace es eterno. Y lo que Él ha unido en una unión eterna, no debe ser separado por el hombre. El divorcio no forma parte del plan eterno.

Que estos fariseos capciosos, quejumbrosos y discutidores comprendieron perfectamente estas palabras y sabían exactamente lo que Jesús estaba diciendo, no hay duda alguna. Cuando consideremos más adelante la conversación con los saduceos acerca del matrimonio en el cielo, veremos que el concepto de matrimonio eterno formaba parte de la teología judía. Por eso los fariseos ahora preguntan: “¿Por qué, pues, mandó Moisés dar carta de divorcio y repudiarla?”

Ni que decir tiene que Moisés nunca dio tal mandamiento. Lo que hizo fue permitir que aquellos rebeldes obstinados y contumaces que llevaban el nombre de Israel, pero que eran incapaces de vivir la ley plena tal como el Señor se la había dado —pues tenían el Sacerdocio de Melquisedec, el poder sellador y el matrimonio celestial—, pudieran divorciarse en los casos apropiados.

De modo que Jesús responde: “Moisés, por la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; mas al principio no fue así.

“Y yo os digo que cualquiera que repudia a su mujer, salvo por causa de fornicación, y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con la repudiada comete adulterio.”

Moisés permitió el divorcio porque Israel no pudo vivir la ley perfecta. Sus enseñanzas fueron un ayo, un maestro preparador, para guiar a los hombres hacia la plenitud del evangelio. Ese evangelio ahora estaba entre ellos y, bajo esta ley perfecta, el matrimonio vuelve a ser eterno. Una vez más es celebrado por el Señor o por su palabra; y una vez más no tiene fin. Tales matrimonios solo pueden disolverse como resultado de la infidelidad conyugal. Si el hombre y su esposa rompen su unión por razones menores y se casan con otros, todos los involucrados cometen adulterio, porque, a los ojos del Señor, su convenio matrimonial eterno nunca ha sido anulado. Todos sus términos y condiciones permanecen vigentes, con plena eficacia y autoridad divina.

Así Jesús recitó la ley completa y perfecta a los fariseos. Sus disposiciones solo eran vinculantes para aquellos que recibían su evangelio, pero Él les había declarado ese mismo evangelio, y ellos debían aceptarlo —incluyendo su ley del matrimonio y del divorcio— bajo pena de perder su salvación. Más tarde, ya en una casa, lejos de las multitudes, los discípulos, turbados por la severidad y el rigor de la doctrina, “le volvieron a preguntar sobre el mismo asunto.” Posteriormente dijeron: “Si así es la condición del hombre con su mujer, no conviene casarse.”

Jesús repitió a los discípulos la ley básica del matrimonio y del divorcio, aplicando sus principios tanto a hombres como a mujeres —pues las mujeres también podían obtener divorcio—, y luego añadió: “No todos pueden recibir esta palabra, sino solo aquellos a quienes les es dado. Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre; y hay eunucos que fueron hechos tales por los hombres; y hay eunucos que a sí mismos se hicieron eunucos por causa del reino de los cielos.
El que pueda recibir esto, que lo reciba.”

De estas palabras se desprende claramente que los altos estándares de matrimonio y divorcio de los que habla Jesús estaban destinados únicamente a aquellos a quienes se les revelaran por revelación divina. Ni que decir tiene que no nos han sido dados en su plenitud eterna en nuestra dispensación, y que los matrimonios con personas divorciadas no constituyen por sí mismos adulterio.

Que este elevado nivel de disciplina matrimonial volverá a prevalecer durante el Milenio tampoco se pone en duda. Sin embargo, nos resulta difícil comprender plenamente la ilustración usada aquí acerca de los eunucos. El registro debe estar incompleto, pues estas palabras no pueden, como a veces se supone, referirse a un ministerio célibe. Quizá simplemente signifiquen que, así como se debe hacer una provisión especial para aquellos que, por razones físicas, no pueden casarse, del mismo modo el Señor establece disposiciones específicas en su ley matrimonial, de modo que todo lo requerido se ajuste a las necesidades y circunstancias de las personas, cualquiera sea la sociedad o cultura en la que vivan.


Capítulo 82

Obteniendo la vida eterna

Si haces lo bueno, sí, y perseveras fiel hasta el fin, serás salvo en el reino de Dios, que es el mayor de todos los dones de Dios; pues no hay don más grande que el don de la salvación. (Doctrina y Convenios 6:13.)

La salvación consiste en la gloria, autoridad, majestad, poder y dominio que posee Jehová y en nada más; y ningún ser puede poseerla excepto Él mismo o uno semejante a Él. (Lectures on Faith, p. 64.)

Y si guardas mis mandamientos y perseveras hasta el fin, tendrás la vida eterna, cuyo don es el mayor de todos los dones de Dios. (Doctrina y Convenios 14:7.)


Los niños pequeños serán salvos
(Mateo 19:13–15; JST Mateo 19:13–14; Marcos 10:13–16; JST Marcos 10:12; Lucas 18:15–17)

Ante nuestros ojos se desarrolla ahora una escena de dulzura incomparable. Niños pequeños, que aún conservan la pureza sin pecado de los sagrados serafines que rodean el trono de Dios, son llevados a Jesús para ser bendecidos. Él los toma en sus brazos, pone sus manos sobre ellos y pronuncia palabras maravillosas acerca de su valor y su inocencia. Luego manda a todos los hombres a ser como ellos.

Todavía estamos con nuestro Amado Señor y su selecto grupo de discípulos en una casa de Perea. Acaba de proclamar la naturaleza sagrada y santa de la unión matrimonial. Esta fue ordenada por Dios para el beneficio del hombre; el Señor Dios hizo al hombre, varón y hembra, para que se casaran y proveyeran cuerpos a sus hijos espirituales.

“Y serán los dos una sola carne; y todo esto para que la tierra respondiera al fin de su creación; y para que fuera llena con la medida del hombre, conforme a su creación antes que el mundo fuese hecho. Y el que prohíbe casarse no es ordenado de Dios.” (D. y C. 49:15–17.)

Como dice Pablo: “Honroso sea en todos el matrimonio, y el lecho sin mancilla.” (Heb. 13:4.) Tal es la doctrina de nuestro Señor.

Y así vemos a Jesús participar en una escena que ha encantado la imaginación de poetas y pintores en todas las épocas. Pues, como para destruir toda noción falsa y antinatural sobre la supuesta gloria excepcional del celibato religioso, Aquel que entre sus primeros actos había bendecido una fiesta de bodas, hace que uno de sus últimos actos sea abrazar a los niños en sus brazos. Vemos a “padres, madres y amigos” traerle “los frutos del santo matrimonio —niños pequeños e incluso bebés— para que Él los tocara y orara por ellos.” (Farrar, pp. 500–501.)

Los discípulos los reprenden, diciendo: “No hay necesidad, porque Jesús ha dicho: tales serán salvos.” Es evidente que los seguidores adultos del Señor sienten que no deben ser interrumpidos en las profundas discusiones doctrinales que en ese momento están teniendo lugar. Para ellos, las mujeres y los niños —conforme a la práctica y tradición judías— deben permanecer en segundo plano.

“Pero cuando Jesús vio y oyó esto, se disgustó mucho”, y reprendió a sus discípulos. Entonces pronunció aquellas palabras de maravilla, belleza y gloria que permanecerán para siempre entre las grandes verdades doctrinales del cristianismo puro: “Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos.”

¡Porque de los tales es el reino de los cielos! Niños pequeños, espíritus benditos, puros y santos hijos del Padre, apenas separados de la Presencia Celestial —tales, en su inocencia y perfección, son herederos de la salvación plena.

“Y también los niños pequeños tienen vida eterna,” dijo Abinadí (Mosíah 15:25); y José Smith, al registrar una visión del reino celestial, declaró: “Y también vi que todos los niños que mueren antes de llegar a los años de responsabilidad son salvos en el reino celestial de Dios.” (D. y C. 137:10.)

Siendo esta la ley que Jesús ya había enseñado a sus discípulos del meridiano de los tiempos, casi podemos anticipar sus siguientes palabras: “De cierto os digo, que cualquiera que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él.”

Las riquezas y la vida eterna
(Mateo 19:16–26; JST Mateo 19:18, 26; Marcos 10:17–27; JST Marcos 10:16, 22, 26; Lucas 18:18–27; JST Lucas 18:27)

En los días de Jesús, los rabinos judíos eran con frecuencia consultados por sus discípulos acerca del camino que debían seguir para obtener una herencia junto con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de Dios. Los rabinistas debatían libre y extensamente sobre lo que el pueblo escogido debía hacer para alcanzar la vida eterna. Este era un tema dominante en todas las escuelas rabínicas. Y siempre el sendero hacia la salvación se delineaba según las diversas interpretaciones que daban a los escritos mosaicos y proféticos. Se dice, por ejemplo, que “cuando el Ángel de la Muerte vino a buscar a Rabí Janina, él dijo: ‘Ve y tráeme el Libro de la Ley, y mira si hay algo en él que yo no haya guardado.’” (Farrar, p. 502, nota 2.)

El propio Jesús, no mucho tiempo antes, se había encontrado con un doctor de la ley que, buscando poner a prueba su conocimiento rabínico —esperando hallar una falla o contradicción—, le preguntó: “Maestro, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” Y de esa conversación surgió la parábola del buen samaritano.

Ahora estamos por presenciar una escena que impresionó tan profundamente a los tres evangelistas sinópticos, que todos conservaron sus detalles esenciales. Con la misma pregunta pesando en su mente, un joven rico, probablemente el principal de la sinagoga local, vino corriendo hacia Jesús. Se arrodilló, en actitud de respeto y reverencia. Evidentemente era sincero, pero sus palabras fueron formuladas de modo que daban a entender que Jesús era solamente un gran y buen Rabino, no el Ser Divino, no el Mesías, no Aquel cuya respuesta sería la verdad definitiva que resolvería el asunto para siempre.

Sus palabras, junto con la respuesta del Señor, han sido siempre un tanto difíciles de interpretar; pero si las colocamos —y especialmente la respuesta de Jesús— dentro del contexto judío de la época, el sentido se vuelve mucho más claro. El joven devoto dijo: “Maestro bueno, ¿qué bien haré para tener la vida eterna?”

Ahora bien, en toda la literatura judía no existe antecedente alguno de que se llame “bueno” a un rabino. Se dice que en todo el Talmud no hay ni un solo ejemplo de semejante título. Simplemente no se hacía en aquel tiempo. Se podía decir Rab, Rabí o Rabboní —como cuando María Magdalena se postró ante el Señor Resucitado en el huerto—, pero nunca Rabí bueno o Maestro bueno.

Hemos visto que sus discípulos y aquellos sanados por su poder se arrodillaban ante Él, adoraban su persona y lo llamaban el Mesías, el Dios de Israel, y el Hijo de Dios. Pero este joven rico no lo hace; conserva ciertas reservas respecto a las afirmaciones de Jesús. Sin embargo, es evidente que reconoce en Él a alguien superior a los demás rabinos. Así, busca un término medio: una forma de honrar a Jesús más allá del título común de Rabí, pero sin atribuirle un estatus divino o mesiánico.

Dice, pues: “Maestro bueno.” Es como si dijera: “Te saludo como un gran Rabino, cuya sabiduría supera la de los demás, pero me abstengo de llamarte el Mesías, como hacen tus discípulos.”

En respuesta, Jesús dijo: “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno sino uno: Dios.”

‘No me llames con el título de bueno a menos que me reconozcas como Dios, porque solo Dios es bueno, solo Él es sin pecado, solo Él es perfecto. Yo soy, en verdad, el Sin Pecado, y por tanto soy bueno. Como he enseñado antes, nadie puede acusarme de pecado; y así, a menos que estés dispuesto a admitir esto, no me llames bueno.’

Con esta respuesta —que lleva un matiz de ironía divina— Jesús afirma indirectamente su divinidad y deja en claro al joven gobernante que su elogio, a medias y sin plena convicción, no basta para honrar a Aquel que no necesita alabanza de los hombres.

“Él no aceptaría el título de ‘Bueno’ más de lo que aceptaría el de ‘Mesías’ cuando se le daba en un sentido equivocado. No quería ser considerado como un simple ‘buen rabino,’ título al que, en estos días más que nunca, los hombres quieren reducirlo. Así, Jesús quiso mostrar al joven que, al venir a Él como a alguien que era más que un hombre, tanto su saludo como su pregunta eran un error. Ningún simple mortal puede poner otro fundamento distinto del que ya está puesto; y si el gobernante cometió el error de admirar a Jesús como a un rabino de santidad eminente, debía saber que ningún rabino, por más santo que fuera, recibía el título de ‘bueno’, ni prescribía amuletos para preservar la virtud.” (Farrar, p. 502.)

En este contexto, Jesús se vuelve al asunto principal y pronuncia una declaración de maravillosa importancia: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos.”

Este es el resumen y la esencia de todo el asunto. La salvación, la vida eterna, las recompensas en todos sus grados y formas —todo viene por medio de la obediencia a las leyes y ordenanzas del evangelio.

La salvación debe ganarse; no es un don gratuito.

“El fin de todo el discurso oído es este: Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre.” (Eclesiastés 12:13.)

¿Y qué hay de la gracia? La gracia es el amor, la misericordia y la condescendencia de Dios al hacer posible la salvación para los hombres.

“Porque por la gracia somos salvos, después de todo lo que podamos hacer.” (2 Nefi 25:23.)

La vida eterna está libremente disponible; la salvación es gratuita en el sentido de que todos pueden beber de las aguas de vida; todos pueden venir y participar; pero ninguno obtiene tan alta recompensa como la vida eterna sino aquel que ha sido probado, ensayado y hallado digno, tal como lo fueron los antiguos.

Esta es la respuesta que el joven rico debería haber esperado oír. Cualquier rabino respetable habría dicho lo mismo. Las diferencias surgían en cuanto a cuáles eran los mandamientos y qué debía hacer uno para cumplirlos. La ley del matrimonio y el divorcio, que Jesús había expuesto recientemente, ilustra bien las divergencias entre las escuelas rabínicas más reconocidas sobre los aspectos más importantes de la conducta humana.

Así, al escuchar la declaración de Jesús que llamaba a los hombres a guardar los mandamientos, el joven gobernante de la sinagoga local pregunta:

“¿Cuáles?”

‘¿Debo seguir la Escuela de Shammai o la de Hillel? ¿He de guardar el día de reposo y ayunar dos veces por semana como hacen los fariseos? ¿Debo comer el cordero pascual con los lomos ceñidos y los pies calzados, como lo hicieron nuestros padres? Todos dicen: Guarda los mandamientos; pero necesito saber los detalles.’

Jesús, como siempre, vuelve a lo fundamental:

“No matarás.
No cometerás adulterio.
No hurtarás.
No darás falso testimonio.
Honra a tu padre y a tu madre.
Y amarás a tu prójimo como a ti mismo.”

A esta recitación, el joven respondió: “Todo esto lo he guardado desde mi juventud; ¿qué más me falta?”

Claramente, nuestro joven amigo era un hombre piadoso, decente e íntegro. Desde su juventud había andado en la luz que tenía disponible, como millones en la cristiandad moderna que viven fielmente según lo que saben, antes de oír hablar de la restauración de la plenitud del evangelio. Sin embargo, como veremos enseguida, conocía poco del verdadero significado de algunos de esos mandamientos, pues no estaba dispuesto a hacer más que prestar un servicio de palabra al mandamiento de amar al prójimo.

Pero en ese momento, “Jesús, mirándolo, lo amó”, y le dijo: “Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, toma tu cruz y sígueme.”

La vida eterna solo puede venir a aquellos que ponen primero en sus vidas las cosas del reino de Dios, que aman las riquezas de la eternidad más que un puñado de posesiones terrenales, que están dispuestos a abandonarlo todo y seguir a Cristo. Porque donde esté el tesoro de un hombre, allí estará también su corazón.

Para este hombre, lo necesario era vencer el amor al dinero y el poder de las riquezas; para otros, la prueba puede requerir renunciar a otro deseo preciado o a una ambición ardiente; cada hombre tiene su propio Getsemaní.

Al oír el consejo de Jesús, el joven se entristeció y se fue con pesar, porque poseía muchas riquezas. Entonces Jesús dijo a sus discípulos: ¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!

Hasta aquí, Jesús había dicho muchas cosas acerca de atesorar tesoros en el cielo. Enseñó que la vida del hombre no consiste en la abundancia de las cosas que posee; habló de aquellos que acumulan riquezas para sí mismos y no son ricos para con Dios; llamó repetidamente a los hombres a dejarlo todo y seguirle, y dijo muchas cosas semejantes. Pero ahora parece decir algo aún más radical: que los hombres ricos no pueden ser salvos. Sus discípulos se asombran. Esta es una puerta más estrecha y un camino más angosto de lo que habían imaginado. Entonces Jesús, con palabras de ternura, aclara su significado: “Hijos, ¡cuán difícil es para los que confían en las riquezas entrar en el reino de Dios!
Más fácil es pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios.”

Su asombro aumenta. Era un proverbio judío común que “ni siquiera en sueños puede un hombre ver a un elefante pasar por el ojo de una aguja.” Es una expresión que indica algo imposible. Lo mismo sucede con el camello: un animal voluminoso y pesado no puede atravesar una abertura hecha solo para el hilo más fino. Como dice Marcos, “ellos se asombraron aún más” y se decían entre sí: “¿Quién, pues, podrá ser salvo?”

Jesús responde: “Para los hombres que confían en las riquezas, es imposible; pero no es imposible para los hombres que confían en Dios y dejan todo por mi causa, porque con tales hombres todas las cosas son posibles.”

¿Podría haberse expresado mejor? Verdaderamente, nunca hombre alguno habló como este hombre.

Y en cuanto al joven rico —cuyas preguntas y conducta dieron origen a estas joyas de verdad eterna—, no se vuelve a mencionar. Nuestra última imagen de él es la de un hombre que prefiere las comodidades y seguridades de la riqueza terrenal a las riquezas de la eternidad; un hombre sincero y devoto, pero engañado por el espejismo de las posesiones; alguien que no se atrevió a entregar su “todo temporal” en causa de la verdad y la rectitud, para adquirir un “todo eterno” en los reinos venideros.

No podemos sino esperar que aquel hombre —a quien Jesús miró con afecto— llegara a recapacitar, regresara y aceptara al Señor como el Mesías, y que finalmente consagrara sus bienes para alimentar al hambriento, vestir al desnudo, dar refugio al desamparado y adelantar la causa eterna del evangelio.

Las riquezas y las recompensas en el día de la regeneración
(Mateo 19:27–30; JST Mateo 19:28; Marcos 10:28–31; JST Marcos 10:30–31; Lucas 18:28–30)

Mientras el joven rico —aferrándose a sus riquezas como el avaro que aprieta sus monedas— se aleja con tristeza, eligiendo disfrutar de la comodidad y el placer en lugar de usar sus posesiones para bendecir a la humanidad; mientras Jesús concluye sus breves y penetrantes palabras sobre abandonarlo todo para obtener la vida eterna; y mientras el pleno significado de sus declaraciones comienza a revelarse a los discípulos —mostrándoles que quienes confían en las riquezas y no están dispuestos a dejarlo todo para seguir a Cristo y avanzar Su causa no pueden ser salvos—, en este contexto, Pedro, con cierto tono de orgullo, reclamando una preferencia y preeminencia apostólica, dice:

“He aquí, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué, pues, tendremos?”

En respuesta, Jesús se dirige primero a los Doce: “De cierto os digo, que vosotros que me habéis seguido, en la resurrección [en la regeneración, como traduce la Versión del Rey Jacobo], cuando el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria, vosotros también os sentaréis sobre doce tronos, juzgando a las doce tribus de Israel.”

No solo tendrán los Doce vida eterna, sino que estos nobles y escogidos siervos continuarán sirviendo en sus altas y sagradas funciones administrativas en los mundos eternos. Ni Pedro ni ninguno de sus compañeros apóstoles habrían podido imaginar jamás una posición tan sublime y exaltada como la que aquí se les promete.

Jacob engendró a Israel y fue el padre de la nación; Moisés condujo al pueblo escogido fuera de la esclavitud de Egipto y les dio la ley; Elías, Isaías y los profetas los guiaron en sus horas de desesperanza; Jesús, el Hijo de Dios, vino a redimirlos; pero ahora se revela que los Doce, por mandato de Cristo, se sentarán en juicio sobre la posteridad de Abraham.

Así dice el Señor: “Ha salido en firme decreto, por la voluntad del Padre, que mis apóstoles, los Doce que estuvieron conmigo en mi ministerio en Jerusalén, estarán a mi diestra en el día de mi venida, en una columna de fuego, vestidos con ropas de justicia, con coronas sobre sus cabezas, en gloria como la mía, para juzgar a toda la casa de Israel, a todos los que me han amado y guardado mis mandamientos, y a nadie más.” (Doctrina y Convenios 29:12.)

Todo esto habría de cumplirse en el día de la regeneración, el día en que la tierra sería renovada, refrescada y recibiría nuevamente su gloria paradisíaca. Este es el día que Pedro, Jacobo y Juan vieron en visión en el monte santo cuando Cristo y ellos fueron transfigurados, y cuando el Padre dio testimonio de que Jesús era su Hijo.

Pero las bendiciones del evangelio no son solo para los Doce. Jesús continúa diciendo: “De cierto os digo, no hay nadie que haya dejado casa, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o esposa, o hijos, o tierras, por causa de mí y del evangelio, que no reciba cien veces más ahora, en este tiempo, casas, y hermanos, y hermanas, y madres, y hijos, y tierras, con persecuciones; y en el mundo venidero, la vida eterna.”

¿En qué consiste el sacrificio? Desde la perspectiva eterna, consiste en renunciar a un puñado de polvo —que poseemos de manera temblorosa y momentánea en esta baja tierra— para recibir un universo en las edades eternas por venir. Y, sin embargo, desde nuestra visión mortal, puede significar renunciar a algo que ahora tiene gran valor para nosotros.

¿Renunciamos a la familia, a los amigos y a las posesiones, y recibimos persecuciones a cambio?
Si es así, la causa del evangelio nos da una familia nueva: hermanos y hermanas espirituales más cercanos que los de sangre; tenemos acceso a las tierras de otros santos; y las posesiones de los hijos de Dios se vuelven nuestras según la necesidad —todo lo cual es apenas el comienzo.
En esta vida hay recompensas, aunque acompañadas de persecuciones; y, finalmente, en la vida venidera, la vida eterna, que es todo lo que el Padre posee.

Después de revelar estas verdades maravillosas, Jesús se volvió hacia Pedro, quien, con cierto aire de autosuficiencia, había hecho la pregunta.

“Muchos primeros serán postreros, y postreros, primeros”, dijo el Señor.

A esto Marcos añade: “Esto dijo, reprendiendo a Pedro.” Y podemos agregar también que estas palabras sirvieron de introducción a la parábola de los obreros en la viña, que Jesús pronunció inmediatamente después.

La parábola de los obreros en la viña
(Mateo 20:1–16)

La declaración de Pedro —“He aquí, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”— pronunciada después de que el joven rico rechazara el llamado de Cristo, fue seguida por su pregunta: “¿Qué, pues, tendremos?” La respuesta de Jesús —gloriosa más allá de toda comprensión— ya la hemos escuchado, junto con su reprensión a Pedro acerca de aquellos que se hacen primeros y que, en realidad, serán los últimos.

En este contexto se presenta la parábola que sigue. Como escribe Farrar: “Para grabar aún más profundamente en ellos que el reino de los cielos no es cuestión de cálculos mercenarios ni de equivalencias exactas —que no puede haber trato alguno con el Amo Celestial—, y que, ante el juicio claro y penetrante de Dios, los gentiles podrían ser admitidos antes que los judíos, los publicanos antes que los fariseos, y los conversos jóvenes antes que los apóstoles de más edad, Él les relató la memorable Parábola de los obreros en la viña.

Esa parábola, entre otras lecciones, enseñaba que, aunque todos los que sirven a Dios recibirán su justa, plena y rica recompensa, en el cielo no habrá murmuraciones, ni envidias, ni comparaciones mezquinas de méritos, ni luchas por precedencias, ni disputas sobre quién ha rendido el máximo servicio o quién ha recibido la mínima gracia.” (Farrar, p. 504.)

“Porque el reino de los cielos es semejante a un hombre, padre de familia, que salió por la mañana a contratar obreros para su viña. Y habiendo convenido con los obreros en un denario al día, los envió a su viña.”

El reino de los cielos en la tierra es la Iglesia de Jesucristo, que prepara a los hombres para recibir una herencia en el reino celestial en la vida venidera. El padre de familia representa a Dios; los obreros contratados, a sus siervos fieles; y la viña, a su reino, que también simboliza la casa de Israel y, en sentido más amplio, todo el mundo, al cual son enviados los siervos del Señor.

Era costumbre en aquel tiempo contratar obreros en la plaza del mercado cada mañana para labores diarias. El pago acordado —un denario— representaba el salario normal de un día de trabajo. La importancia de la obra se demuestra por el hecho de que el mismo padre de familia sale personalmente a buscar a los trabajadores, en lugar de delegar la tarea a un mayordomo.

“Y saliendo cerca de la hora tercera, vio a otros que estaban desocupados en la plaza, y les dijo: Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que sea justo. Y ellos fueron. Salió otra vez cerca de la hora sexta y de la novena, e hizo lo mismo.”

Así se nos muestra al Señor del Reino que, a lo largo del día —a distintas horas y generaciones—, llama obreros para su causa. Algunos son llamados al amanecer, otros al mediodía, otros casi al final de la jornada; sin embargo, todos reciben su oportunidad de servir y, como pronto veremos, la misma recompensa: la vida eterna.

La jornada laboral duraba desde la salida hasta la puesta del sol. Los últimos obreros fueron contratados por un pago justo pero no especificado; así también, los siervos del Señor no siempre saben cuáles serán las recompensas que Él tiene preparadas para ellos, ni podrían realmente concebirlas aunque se les revelaran por completo.

“Y cerca de la hora undécima salió y halló a otros que estaban desocupados, y les dijo: ¿Por qué estáis aquí todo el día ociosos? Le dijeron: Porque nadie nos ha contratado. Él les dijo: Id también vosotros a la viña, y recibiréis lo que sea justo.”

Los obreros llamados durante todo el día se supone que estaban disponibles en cualquier momento, pero fueron llamados solo cuando el Amo lo dispuso. Así también, Dios llama a sus siervos según Su propia voluntad y en Su propio tiempo.

Una visión más amplia y gloriosa de los obreros llamados a la hora undécima se halla en la revelación del 8 de junio de 1978, en la cual el Señor ofreció las bendiciones plenas del evangelio —incluyendo el sacerdocio y las ordenanzas del templo— a hombres y mujeres de toda raza y color. Todos los que son llamados en esta hora tardía tienen las mismas obligaciones de servicio en el sacerdocio que aquellos que fueron llamados antes, y serán recompensados de igual manera.

“Y cuando llegó la tarde, el señor de la viña dijo a su mayordomo: Llama a los obreros y págales su jornal, comenzando desde los postreros hasta los primeros. Y al venir los que habían ido cerca de la hora undécima, recibieron cada uno un denario. Y al venir los primeros, pensaron que habían de recibir más; pero también ellos recibieron cada uno un denario. Y al recibirlo, murmuraron contra el padre de familia, diciendo: Estos postreros han trabajado una sola hora, y los has hecho iguales a nosotros, que hemos soportado la carga y el calor del día.”

Pero el Amo, con paciencia divina, respondió a uno de ellos: “Amigo, no te hago agravio; ¿no conviniste conmigo en un denario? Toma lo que es tuyo y vete; pero quiero dar a este postrero como a ti. ¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío? ¿O tienes envidia porque yo soy bueno?”

Esta respuesta revela la justicia y la misericordia perfectas del Señor. Él no defrauda a ninguno de sus siervos; todos reciben lo prometido. Pero su bondad es más grande que nuestra lógica humana, pues Él recompensa a cada uno según su fidelidad, no según el tiempo aparente de su servicio.
En el Reino de Dios, la gracia nivela toda diferencia, y la envidia no tiene lugar entre los que trabajan en la viña del Señor.

En su aplicación inicial, la parábola se dirigía a Pedro y a los apóstoles: ellos habían soportado las cargas del reino durante el calor del día y habían salido maravillosamente recompensados. Pero habría otros —gentiles, paganos, y aun el linaje de Caín— que, con el tiempo, serían también llamados a trabajar en la viña del mundo.

¿Y qué si algunos de ellos, que trabajasen solo una hora, recibieran recompensas iguales o aún mayores que los primeros obreros? Con esto, Jesús vuelve al principio del discurso dirigido a Pedro, reafirmando la lección esencial con una declaración que resume toda la parábola: “Así los últimos serán primeros, y los primeros, postreros; porque muchos son llamados, pero pocos escogidos.”

Estas palabras finales —“muchos son llamados, pero pocos escogidos”— resuenan como una solemne advertencia, no solo para Pedro y los primeros obreros, sino para todos los que son llamados a servir en la viña del Señor.

Muchos son llamados al reino terrenal, pero pocos alcanzarán la salvación plena en el reino celestial.
Muchos son llamados a servir misiones, pero pocos recibirán la recompensa que pudo haber sido suya. Muchos son llamados al santo sacerdocio, haciendo convenio de amar y servir a Dios y a sus semejantes con todo su corazón, poder, mente y fuerza, pero pocos serán escogidos para la vida eterna en el reino de Aquel a quien pertenecemos.

El mismo Señor que pronunció esta parábola declaró en nuestra dispensación: “Muchos son los que han sido ordenados entre vosotros, a quienes he llamado, pero pocos son escogidos.
Los que no son escogidos han pecado gravemente, porque andan en tinieblas en pleno mediodía. . . .
Si no guardáis mis mandamientos, el amor del Padre no permanecerá con vosotros, y por tanto andaréis en tinieblas.” (D. y C. 95:5–6, 12; 121:34–40.)

Muchos son llamados, pero pocos escogidos. Es una advertencia impresionante y temible, que invita a cada siervo del Señor a examinar su fidelidad, su humildad y su constancia en el servicio divino.


Capítulo 83

Camino hacia la Cruz

“Sufre ahora que sea así; porque conviene que cumplamos toda justicia.” (Mateo 3:15)


El próximo bautismo de sangre
(Mateo 20:17–28; JST Mateo 20:23; Marcos 10:32–45; JST Marcos 10:40, 42; Lucas 18:31–34; JST Lucas 18:34)

Ahora se presentan ante nosotros dos escenas que dramatizan la agonía y la gloria que esperan a Aquel que vino a rescatar al hombre caído del abismo sin fondo. Son: (1) el anuncio renovado de su próxima muerte y resurrección, y (2) los esfuerzos de dos de los Doce por obtener precedencia y dominio en el reino de los cielos.

Viajamos con Jesús, en camino hacia “la gran ciudad que espiritualmente se llama Sodoma y Egipto”, donde también será “crucificado.” (Apoc. 11:8.) Le era necesario ir a Jerusalén; dejó Efraín con ese propósito firme. Ha ministrado y enseñado, con cierta calma a lo largo del camino, pero ahora se acerca el tiempo de la cuarta Pascua. Era necesario que llegara a tiempo, que entrara en la Ciudad Santa entre gritos de ¡Hosanna!, que realizara allí su ministerio final y luego se sometiera al azote romano y a los clavos del crucificador.

Los pies de Jesús han recorrido los polvorientos caminos de Palestina durante unos treinta y tres años; ha entrado y salido de las puertas de Jerusalén cientos de veces; pero nunca hubo un viaje como este. En el pasado, sus pasos lo llevaron a escenas de gozo, de sanidad y de amistosa comunión con sus amados asociados; ahora avanzan en un descenso constante hacia el valle de sombra de muerte. Y hay solemnidad, asombro—sí, reverencia—en el mismo viaje. Marcos nos dice que Jesús iba delante de los Doce, y que ellos estaban maravillados y atemorizados mientras lo seguían.

Al emprender “el viaje que había de terminar en Jerusalén”, Farrar—cuya elocuencia es prodigiosa—nos dice: “Una solemnidad profética y una elevación del alma que luchaban con la angustia natural de la carne, la cual se estremecía ante aquel gran sacrificio, impregnaban todo su ser y daban una nueva y extraña grandeza a cada gesto y a cada mirada. Fue la Transfiguración del Autosacrificio; y, como aquella previa Transfiguración de Gloria, llenó de asombro y de terror a los que la contemplaban, sin poder explicarlo. Pocas imágenes en los evangelios son más patéticas que esta de Jesús avanzando hacia su muerte, caminando solo por el sendero que conducía al profundo valle, mientras detrás de Él, con reverente temor y sentimientos mezclados de espanto y esperanza—con los ojos fijos en Él, mientras con la cabeza inclinada les precedía en toda la majestad del dolor—los discípulos le seguían, sin atreverse a interrumpir sus meditaciones.” (Farrar, págs. 516–517.) Pero mientras viajaban, Jesús dijo: He aquí, subimos a Jerusalén, y se cumplirán todas las cosas que los profetas escribieron acerca del Hijo del Hombre.

Él seguía un curso preordenado; había venido a predicar, a sanar y a morir; su muerte estaba ya cercana. De Él habían testificado todos los profetas, y cada jota y tilde pronunciada por ellos debía cumplirse. He aquí, subimos a Jerusalén; y el Hijo del Hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas, y ellos lo condenarán a muerte, y lo entregarán a los gentiles para burlarse de Él, azotarlo y crucificarlo; y al tercer día resucitará.

Esta es ahora la tercera vez, de la que tenemos conocimiento, que este mismo Jesús ha hablado con claridad acerca de su traición, su juicio, su muerte bajo el azote y su resurrección. Lo dijo justo antes de que Él y los Tres subieran al Monte de la Transfiguración y, posteriormente, cuando el grupo apostólico —incluyendo a las mujeres que estaban con ellos— regresó a Galilea. Pero esta es la primera vez que se registra la palabra crucificar. De lo que ahora ha dicho, Lucas hace este comentario: “Y ellos nada comprendieron de estas cosas; y esta palabra les era encubierta; tampoco se acordaban de las cosas que habían sido dichas.”

Como los apóstoles habrían de ser observadores, testigos y, en cierta medida, partícipes de los acontecimientos expiatorios que se avecinaban, y dado que esos acontecimientos serían pruebas tanto para ellos como para el propio Señor Jesús, su pleno significado les fue ocultado, y no se les permitió recordarlo nuevamente sino hasta que el período de prueba hubiese pasado. Ahora la escena cambia, aunque el santo grupo sigue avanzando en su fatal recorrido hacia Jerusalén. Vivir con Jesús era como pasar por el fuego purificador. Día tras día y conversación tras conversación, sus palabras incisivas quemaban la escoria y las imperfecciones del alma de sus apóstoles y de todos aquellos que podían soportar el calor del horno ardiente.

Entonces Salomé —la esposa de Zebedeo, la hermana de la Santísima Virgen, la madre de Santiago y Juan, la tía del Señor Jesús— con sus dos hijos, los hijos del trueno, quienes en una ocasión quisieron hacer descender fuego del cielo sobre ciertos samaritanos que rechazaron a Jesús, se acercaron en secreto al Maestro. Los tres —una madre y sus dos hijos— cayeron ante Él en reverente adoración; tenían la certeza, nacida del Espíritu, de que el Hombre de Nazaret era el Santo Mesías que habría de reinar para siempre en el trono de David.

Sabiendo que deseaban pedirle algo, Jesús les preguntó: “¿Qué queréis?” Salomé respondió: “Concede que estos mis dos hijos se sienten, el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, en tu reino.” Santiago y Juan repitieron la misma petición. “Maestro, queremos que nos concedas lo que te pidamos,” dijeron. Y cuando Él respondió: “¿Qué queréis que haga por vosotros?”, repitieron la súplica de su madre: “Concédenos que nos sentemos, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, en tu gloria.”

El eco de la voz de Jesús, reprendiendo a Pedro cuando el Apóstol Principal intentó hacerse el primero en el reino de Dios, apenas había dejado de resonar en sus oídos. El mensaje de la parábola de los obreros de la viña —que todos los siervos dignos de exaltación serían recompensados por igual— aún formaba parte de sus meditaciones. Y sin embargo, llenos de santo celo y de una ambición sin límites —como los verdaderos santos deben tener, dentro de los límites apropiados— estos íntimos del Señor pidieron algo que sobrepasaba los márgenes de la rectitud.

“Jesús soportó con mansedumbre su egoísmo y su error. En su ceguera, habían pedido aquel puesto que, pocos días después, habrían de ver ocupado con vergüenza y angustia por los dos ladrones crucificados. Sus imaginaciones estaban pobladas de doce tronos; los pensamientos de Él eran de tres cruces. Soñaban con coronas terrenales; Él les habló de una copa de amargura y de un bautismo de sangre.” (Farrar, págs. 517–518.)

“No sabéis lo que pedís,” les dijo. “¿Podéis beber de la copa que yo he de beber, y ser bautizados con el bautismo con que yo soy bautizado?” A lo que ellos respondieron: “Podemos.” Entonces Jesús dijo: “A la verdad, de mi copa beberéis, y con el bautismo con que yo soy bautizado seréis bautizados; pero el sentaros a mi derecha y a mi izquierda no es mío darlo, sino que será para aquellos para quienes está preparado por mi Padre.”

Así como Jesús fue bautizado por Juan en el Jordán para cumplir toda justicia, de igual modo todos los Doce serían bautizados, por así decirlo, en sangre, cuando la severidad del azote, las crueldades de la cruz y la agudeza de la lanza cayeran sobre ellos. Santiago sería muerto por orden de Herodes y Juan sería desterrado a Patmos. El bautismo de sangre, en verdad, estaba a su puerta.

Cuando los demás de los Doce oyeron lo que la familia de Zebedeo había pedido, se “enojaron contra Santiago y Juan”; y Jesús, llamándolos a todos, aprovechó la ocasión para enseñarles cómo se alcanza la verdadera grandeza en el reino de Dios:

“Sabéis que los que son tenidos por gobernantes de los gentiles se enseñorean de ellos, y que sus grandes ejercen autoridad sobre ellos. Pero no será así entre vosotros; antes bien, el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor; y el que de vosotros quiera ser el primero, será siervo de todos. Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos.”

Si Jesús vino a ser el siervo de todos; si vino a ministrar para el bienestar eterno de todos los hombres; si vino a pagar el rescate, derramando su propia sangre por las almas cautivas de los hombres, ¿cómo deberían entonces sus mayores mayordomos y sus menores siervos trabajar en su viña?

La sanación de Zaqueo y de Bartimeo
(Lucas 18:35–43; 19:1–10; JST Lucas 18:43; 19:7–8; Marcos 10:46–52; Mateo 20:29–34)

En la antigua y célebre Jericó habitaban dos hombres, Zaqueo y Bartimeo, cuyas vidas estaban a punto de cambiar para siempre por el toque de la mano del Maestro.

Zaqueo, el judío, era un publicano odiado y despreciado; más aún, era “el principal de los publicanos,” de los cuales había una gran colonia en esta próspera ciudad. Era un hombre rico y un pecador que vivía una vida de extorsión y fraude. ¡Cuán malvado es para un recaudador de impuestos tomar más de lo que la ley permite y quedarse con ello! Zaqueo tenía un alma enferma por el pecado.

Bartimeo, el judío, era pobre y ciego, y se ganaba la vida mendigando en las calles. Era una nulidad social, a quien nadie cuidaba, y cuya vida era tolerada solo porque, en esta cultura, la ceguera y la mendicidad iban de la mano: una cultura que dejaba a sus inválidos sufrir en soledad y recoger las migajas y costras que por casualidad caían a su paso.

Jericó, una ciudad tropical y verde, llena de flores y palmeras, situada en una llanura regada, es llamada el paraíso de Dios. Es verdaderamente el Edén de Palestina, la región más fértil de toda la tierra, y hacia ella acuden multitudes de personas como los habitantes del desierto a un oasis floreciente. Por sus calles pasan muchos de los peregrinos de Perea y de Galilea que se dirigen a Jerusalén para celebrar la Pascua. Entre ellos, en esta ocasión, se hallan Jesús, los Doce y otros discípulos, incluyendo mujeres, una de las cuales, Salomé, había intercedido recientemente ante Él por sus hijos.

La fama de Jesús es tal que toda la ciudad sale a verlo. Este es aquel que envió a uno que había nacido ciego a lavarse en el estanque de Siloé, y él volvió viendo. Este es aquel que dijo a Lázaro de Betania, cuyo cuerpo en descomposición había yacido en la tumba por cuatro días: “¡Ven fuera!”, y así fue. Este es aquel a quien los escribas odian y el Sanedrín busca para darle muerte. ¿Será Él el Mesías, como hemos oído, o hace todos estos milagros por el poder de Satanás? ¿Realizará alguno de sus prodigios en nuestras calles? ¿Es el Mesías o el anticristo? Tal vez podamos saberlo al ver lo que ocurra con Zaqueo y con Bartimeo.

Jesús, ya en Jericó, está rodeado por multitudes de personas; hay gente por todos lados. Zaqueo, que es de baja estatura, no puede ni siquiera vislumbrar el rostro del Mesías; así que corre hacia adelante y se sube a un árbol sicómoro. Jesús se detiene bajo el árbol, alza la vista y dice: “Zaqueo, date prisa y desciende, porque hoy es necesario que pose yo en tu casa.”

“Y él se apresuró, y descendió, y le recibió con gozo.” Aquel que siempre está a la puerta y llama; aquel que siempre está dispuesto a entrar y cenar con quien le abre; aquel que desea ser un huésped invisible en cada hogar y en cada comida—ese mismo día eligió a un rico y odiado publicano para ser su anfitrión. ¿Por qué? No se dan razones, ni es necesario darlas. No podemos dudar que Zaqueo, mediante el estudio, la oración y la meditación, se había preparado para recibir al Huésped de los huéspedes, y que Jesús vino—como Obrero digno de su salario—para impartir a un publicano arrepentido esa salud espiritual que solo Él puede conceder.

“Y cuando los discípulos lo vieron, todos murmuraban, diciendo que había ido a hospedarse con un hombre pecador.”

En una ocasión no hubo lugar para Él en las posadas; ahora Él elige pasar la noche con un pecador odiado por todos, y no sin razón. A menudo había dormido con sus discípulos bajo las estrellas palestinas para librarse de las intrigas y malas influencias del día; pero ahora decide convivir con un pecador de mala reputación. En esta morada que Él mismo ha escogido hay tiempo para descansar y comer, para reposar y enseñar. Jesús habla extensamente del evangelio, del arrepentimiento, de la salvación y de las glorias del mundo eterno. En un momento culminante, el corazón de Zaqueo se conmueve profundamente. Se pone de pie y dice: “He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado.”

Jesús ha ganado un converso. Este hombre será bautizado y se convertirá en discípulo. Jesús declara: “Hoy ha venido la salvación a esta casa, por cuanto él también es hijo de Abraham.” Y a todo esto se añade el grandioso clímax: “Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido.”

Tal es la historia de Zaqueo, en cuanto ha sido preservada para nosotros. Su alma ha sido sanada y él es un hombre nuevo. Jesús ha obrado uno de sus mayores milagros. En cuanto a Bartimeo, el mendigo, la bendición preparada para él se reserva hasta la mañana siguiente, cuando Jesús y su grupo salen de Jericó, y se convierte, en efecto, en un sello divino sobre la predicación y la sanación espiritual de las que ya hemos hablado.

Lucas nos dice que, cuando Jesús y su grupo se acercaban a Jericó, encontraron a “un cierto hombre ciego” que estaba sentado junto al camino mendigando. Al oír el bullicio de la multitud, preguntó qué sucedía, y le dijeron: “Jesús de Nazaret pasa por aquí.” Inmediatamente el ciego clamó: “Jesús, hijo de David, ten misericordia de mí.” Fue reprendido por los que acompañaban a Jesús y se le mandó callar, pero no lo hizo; continuó clamando con mayor fuerza: “¡Hijo de David, ten misericordia de mí!”

Jesús se detuvo, mandó que trajeran al ciego y le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?” Él respondió: “Señor, que reciba la vista.” Jesús le dijo: “Recibe la vista; tu fe te ha salvado.” Inmediatamente recuperó la vista y siguió a Jesús glorificando a Dios. “Y todos los discípulos, cuando vieron esto, alabaron a Dios.” Entonces, como dice Lucas, “Jesús entró y pasó por Jericó.”

Marcos nos dice que esta sanación tuvo lugar cuando Jesús “salía de Jericó con sus discípulos,” y añade al relato de Lucas que el mendigo se llamaba Bartimeo, hijo de Timeo; que cuando se le llamó para que viniera a Jesús, se le dijo: “Ten confianza, levántate; te llama”; y que el mendigo arrojó su manto al levantarse para ir a Él. Mateo concuerda con Marcos en cuanto al momento en que los ojos ciegos fueron abiertos, pero dice que había dos mendigos, no uno, y que Jesús “tocó sus ojos.”

No hay duda, por supuesto, de que si tuviéramos los relatos completos tal como fueron escritos originalmente, no habría contradicciones. Por lo tanto, se nos deja sacar nuestras propias conclusiones respecto a los detalles aquí implicados. Sabemos que Jesús normalmente enseñaba primero el evangelio y luego extendía sus manos para obrar milagros, de modo que los actos de sanidad sirvieran como sello divino sobre sus enseñanzas. Suponemos que eso mismo hizo también en esta ocasión. En todo caso, respecto a Bartimeo, su repetida designación de Jesús como el Hijo de David, quien tenía poder para abrir los ojos ciegos, muestra que ya poseía fe previa y calificaba como uno digno de recibir la bendición divina que le fue concedida.

Parábola de las minas
(Lucas 19:11–28; JST Lucas 19:11, 14, 17, 23–25)

Jesús ha puesto su rostro como pedernal para ir a Jerusalén, donde la cruel cruz de la crucifixión espera sus brazos extendidos y sus manos clavadas. Aún tiene muchas cosas que decir en los pocos días que le restan en la carne, pero, con todo, Jehová debe morir para que, junto con su cuerpo muerto, muchos que duermen en el polvo resuciten. Él, como un noble enviado de Dios, debe ahora viajar a un país lejano, allí, en presencia de su Padre, para ser coronado con gloria y poder eternos. Antes de partir, dejará sus asuntos terrenales en manos de sus siervos, a quienes, a su debido tiempo, volverá y pedirá cuentas de su mayordomía.

Sin embargo, esto no es lo que todo Israel supone. Aún buscan a un libertador temporal sobre cuya cabeza pueda colocarse una corona real; todavía han de aprender que el camino hacia la corona pasa por la cruz. Incluso algunos de los discípulos —no, suponemos, de los Doce ni de los Setenta—aún sienten que este hombre debería ser coronado, no crucificado, cuando llegue a la Ciudad Santa.

Y así encontramos ahora a Jesús y a su grupo, junto con una gran multitud de peregrinos de la Pascua, avanzando lentamente desde Jericó hacia Jerusalén. Entre ellos se mezclan muchos que podrían ser arrastrados por la corriente de hostilidad y maldad de los escribas, donde los enemigos de Dios levantarán la espada contra su Hijo. Como advertencia para ellos, y para que sus discípulos comprendan con mayor perfección sus propósitos, y porque estaban “cerca de Jerusalén,” “y porque los judíos pensaban que el reino de Dios se manifestaría inmediatamente”—puesto así el escenario—Jesús pronuncia la parábola de las minas.

“Un hombre noble se fue a un país lejano para recibir un reino y volver. Y llamando a diez de sus siervos, les dio diez minas, y les dijo: Negociad entre tanto que vengo. Pero sus ciudadanos le aborrecían, y enviaron tras él una embajada, diciendo: No queremos que este reine sobre nosotros.”

Esta es una historia que tanto amigos como enemigos meditarán en su corazón. Al oírla, recordarán a los numerosos “nobles” que dejaron Palestina y fueron a la lejana Roma para recibir de César la autoridad de gobierno, a fin de regresar y reinar con sangre y terror sobre los ciudadanos de sus reinos asignados. Recordarán, en particular, que unos treinta años antes, Arquelao fue a Roma ante Augusto para obtener la confirmación de las disposiciones del testamento de su padre, Herodes el Grande, a fin de que el hijo del idumeo pudiera reinar en su reino designado. Recordarán cómo los judíos enviaron a Augusto una delegación de cincuenta hombres para relatar las crueldades y oponerse a las pretensiones del hijo de Herodes; cómo Filipo defendió las propiedades de Arquelao durante su ausencia de los ataques del procónsul Sabino; y cómo Arquelao, al regresar, vengó este acto de rebelión judía con la sangre de sus enemigos. (Farrar, pág. 524, nota 1; Edersheim 2:466.)

También comprenderán que Jesús está hablando de sí mismo como el hombre noble que va a un país lejano; que sus siervos tienen un período de trabajo antes de su regreso; y que el reino mesiánico que tanto anhelan no será establecido sino hasta un día futuro.

“Y aconteció que cuando regresó, después de haber recibido el reino, mandó llamar ante él a aquellos siervos a quienes había dado el dinero, para saber cuánto había ganado cada uno negociando.”

Entonces vino el primero diciendo: “Señor, tu mina ha ganado diez minas.” Y él le dijo: “Bien hecho, buen siervo; por cuanto en lo poco has sido fiel, tendrás autoridad sobre diez ciudades.”

Y vino el segundo diciendo: “Señor, tu mina ha producido cinco minas.” Y dijo asimismo a éste: “Tú también sé sobre cinco ciudades.”

Y vino otro diciendo: “Señor, aquí está tu mina, la cual he guardado envuelta en un pañuelo; porque tuve miedo de ti, por cuanto eres un hombre severo: tomas lo que no pusiste y siegas lo que no sembraste.”

Entonces él le dijo: “De tu propia boca te juzgo, siervo malo. Sabías que soy un hombre severo, que tomo lo que no puse y siego lo que no sembré; ¿por qué, pues, no pusiste mi dinero en el banco, para que al venir yo lo hubiera recibido con intereses?”

Y dijo a los que estaban presentes: “Quitadle la mina y dadla al que tiene diez minas.”

Cada siervo tiene un don semejante y una responsabilidad semejante. Así sucede con los élderes y los setentas como con los apóstoles. Cada uno recibe el Santo Sacerdocio; cada uno es llamado a ministrar para la salvación de los hombres; cada uno toma sobre sí el convenio y se regocija en el juramento del sacerdocio; y cada uno tiene el poder de obrar su propia salvación y obtener una recompensa eterna si es fiel y verdadero en todas las cosas.

Resulta que las labores respectivas de cada uno determinan su reino y dominio en el día del regreso de su Señor. El poder de obrar en el reino aquí se convierte en el poder de gobernar en el reino venidero. En cuanto al siervo perezoso, que no trabajó aquí, no gozará de dominio en la vida futura. Su mina es entregada a aquel que puede hacer el mejor uso de ella—irá “al que tiene diez minas.”

Tal fue la sorpresa de los oyentes ante esta decisión, que interrumpieron a Jesús diciendo: “Señor, ¡ya tiene diez minas!” La respuesta de nuestro Señor fue: “Porque os digo que a todo aquel que tiene, le será dado; y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado.”

¡El servicio es esencial para la salvación! Trabaja en la viña o serás condenado. Aquellos que reciben el Santo Sacerdocio deben magnificar sus llamamientos; deben usar el sacerdocio para enseñar el evangelio, realizar ordenanzas y obrar milagros, como lo hizo Jesús; de lo contrario, no tendrán recompensa.

“Pero a aquellos mis enemigos, que no querían que yo reinara sobre ellos, traedlos acá y matadlos delante de mí.”

Los enemigos de Jesús —los mundanos; los que no escuchan la voz de sus siervos; los que lo rechazan a Él y a su evangelio; los que no quieren que Él reine sobre ellos— serán destruidos a su venida. “Y vendrá el día en que los que no oigan la voz del Señor, ni la voz de sus siervos, ni presten atención a las palabras de los profetas y apóstoles, serán desarraigados de entre el pueblo.” (DyC 1:14.) Sucederá “cuando el Señor Jesús sea revelado desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo; los cuales serán castigados con eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder.” (2 Tes. 1:7–9.)

Tal es la intención eterna; tal es el significado a largo plazo de la parábola. Pero para aquella generación de judíos habría una aplicación inmediata de la maldición pronunciada sobre los que no quisieron que Él reinara sobre ellos; los que proclamaron: “No tenemos más rey que César”; los que dijeron: “No escribas: El Rey de los Judíos; sino que él dijo: Soy Rey de los Judíos”; los que, después de que ascendió al cielo, continuaron mostrando una violenta hostilidad contra la Iglesia naciente; sobre aquella generación de judíos caería la maldición con furia no mitigada.

En verdad, “la parábola era de aplicación múltiple; indicaba su próxima partida del mundo; el odio que lo rechazaría; el deber de fidelidad en el uso de todo lo que Él les confiara; la incertidumbre de su regreso; la certeza de que, cuando regresara, habría una rendición solemne de cuentas; la condenación de los perezosos; la magnífica recompensa de todos los que le sirvieran fielmente; y la completa destrucción de aquellos que intentaran rechazar su poder.” (Farrar, pág. 525.)

“Pero en cuanto a sus ‘enemigos,’ que no quisieron que Él reinara sobre ellos —claramente, Jerusalén y el pueblo de Israel— quienes, aun después de que Él fue a recibir el Reino, continuaron la hostilidad personal de su ‘No queremos que este reine sobre nosotros,’ las cenizas del Templo, las ruinas de la Ciudad, la sangre de los padres y las errantes peregrinaciones de sus hijos, con la marca de Caín grabada en su frente y visible a todos los hombres, testifican que el Rey tiene muchos ministros para ejecutar el juicio que la obstinada rebelión inevitablemente atrae, si su autoridad ha de ser vindicada y su dominio debe asegurar sumisión.” (Edersheim 2:467.)

“Y cuando él”—el Hombre Noble que reinará como Rey en un día futuro—“hubo dicho estas cosas,” nos dice Lucas, “fue delante, subiendo a Jerusalén,” dejando que sus oyentes reflexionaran y se maravillaran ante las palabras llenas de gracia que habían escuchado.


Sección 10

Desde la unción hasta el reinado real

ESTE ES JESÚS EL REY DE LOS JUDÍOS. (Mateo 27:37)

Bendito el Rey que viene en el nombre del Señor: paz en el cielo, y gloria en las alturas. (Lucas 19:38)


Así como Samuel derramó aceite sobre la cabeza de Saúl y lo ungió para ser capitán sobre la heredad del Señor, y todo Israel marchó entonces al mandato de su rey; Así como también derramó aceite sobre David y lo ungió en medio de sus hermanos, de modo que el Espíritu del Señor vino sobre él desde aquel día en adelante; Y así como Sadoc tomó un cuerno de aceite y ungió a Salomón, y todo el pueblo dijo: “¡Viva el rey Salomón!” —

Así María de Betania, en casa de Simón el leproso, guiada por el Espíritu, derramó costoso nardo puro de su caja de alabastro sobre la cabeza de Jesús, y también ungió sus pies, para que al día siguiente las decenas de miles de Israel pudieran aclamarlo como Rey y exclamar ¡Hosanna! a su nombre.

Vemos, pues, a Jesús así ungido y aclamado, encabezando una procesión triunfal hacia la Ciudad Santa. Así comienza el primer día de la semana del sacrificio expiatorio.

En el segundo día maldice la higuera estéril y limpia el templo por segunda vez.

En el tercer día diserta sobre la fe; confunde a los judíos en la cuestión de la autoridad y entrega las tres parábolas a los judíos —la parábola de los dos hijos, la parábola de los labradores malvados y la parábola de las bodas del hijo del rey.

Ese mismo día los judíos lo provocan, lo tientan y lo rechazan; intentan enredarlo con la cuestión del tributo y quedan confundidos; él proclama la ley del matrimonio eterno; y luego da su gran declaración sobre el primer y gran mandamiento.

Luego plantea la pregunta: “¿Qué pensáis del Cristo?”

Después de todo esto viene la gran denuncia. Tales ayes —ocho en número— como raras veces salen de labios divinos, son lanzados con fuerza sobre los escribas y fariseos rebeldes.

A continuación, lamenta sobre la condenada Jerusalén, habla de la ofrenda de la viuda, ofrece la salvación a los gentiles y testifica con valentía que él es el Hijo del Hombre. Así concluye su ministerio público.

Durante las horas finales de aquel día, pronuncia el incomparable Discurso del Monte de los Olivos.

En él, su voz se alza primero contra Jerusalén y la Santa Casa, que pronto quedará desolada.

Habla de las persecuciones y del martirio que esperan a sus discípulos.

Relata la apostasía universal que precederá a la Segunda Venida; luego, la gloriosa era de la Restauración; las desolaciones de los últimos días; y la llegada de la plenitud de los gentiles.

Sus discípulos aprenden que la abominación desoladora volverá a barrer Jerusalén; que señales y prodigios llenarán los cielos y la tierra; y que él vendrá como ladrón en la noche.

Se identifican aquellos que permanecerán en el día de su venida, y a todos los hombres se les manda velar, orar, tener cuidado y estar preparados.

Entonces pronuncia la parábola de las diez vírgenes y la parábola de los talentos, y finalmente da el gran decreto de que él y los Doce se sentarán en tronos para juzgar al mundo.

Y en aquel día todos sus santos que hayan servido a sus semejantes aprenderán que sus buenas obras fueron, en verdad, hechas a él, y recibirán la vida eterna.


Capítulo 84

“¡Hosanna al Hijo de David!”

Regocíjate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí, tu Rey viene a ti; justo y salvador es él, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino, hijo de asna. Hablará paz a las naciones, y su dominio será de mar a mar, y desde el río hasta los confines de la tierra. (Zacarías 9:9–10)


María unge a Jesús en la cena de Simón
(Juan 11:55–57; 12:1–11; JST Juan 11:56; 12:7; Mateo 26:6–13; JST Mateo 26:5–10; Marcos 14:3–9; JST Marcos 14:4–8)

A medida que se acerca el tiempo de la cuarta Pascua, oleadas fanáticas de anarquía religiosa recorren Jerusalén —la Ciudad Santa, la Ciudad de David, la capital religiosa del mundo—. Nunca en toda la historia del mundo los sentimientos y el fanatismo religiosos se habían elevado hasta una crisis tan inminente: ni cuando el Señor confundió las lenguas en Babel; ni cuando mató a los primogénitos en cada hogar egipcio; ni cuando un espíritu maligno y militante impulsó las Cruzadas a través de Europa; en ningún otro momento.

Existe un verdadero torbellino de opiniones divergentes acerca de Aquel que, por todas partes, proclama su filiación divina y luego realiza milagros que atestiguan la divinidad de su palabra. Durante tres años y medio Jesús ha enseñado, predicado y obrado milagros en cada ciudad y aldea de la tierra. Apóstoles y setentas, y discípulos sin número, tanto hombres como mujeres, han repetido sus palabras y testificado de su bondad y gracia para con ellos. Su mensaje evangélico ha sido proclamado desde las cimas de los montes; nada se ha hecho en secreto. Así como todo Israel sabía que Moisés los condujo a través del Mar Rojo y que seis días de cada semana Jehová hacía llover maná del cielo sobre ellos, así también todos estos judíos saben que hay uno entre ellos que afirma ser el Hijo de Dios.

Es como si cada día la prensa, la radio y la televisión transmitieran nuevos titulares y difundieran extensos informes sobre sus hechos del día. Hay comunicados que citan sus palabras; relatos de testigos oculares que vieron sus milagros; testimonios de los que fueron sanados; opiniones de sus enemigos, que afirman que obra por el poder de Beelzebú e incluso que es Satanás encarnado; y columnas de análisis que exponen las maravillas de su ministerio o los peligros de abandonar a Moisés para seguirlo, según el punto de vista de cada escritor.

Cada sábado, en las sinagogas, sus hechos y enseñanzas son tema de debate entre amigos y enemigos. Cada mercado arde con chismes y rumores sobre él. En cada esquina los hombres se reúnen para intercambiar opiniones y obtener nuevas perspectivas. La resurrección de Lázaro se comenta en cada hogar; el nombre de Jesús está en cada lengua.

Los peregrinos de la Pascua provenientes de las zonas rurales llegan a Jerusalén antes de la fiesta misma, para poder “purificarse” en el templo. Sus conversaciones giran en torno al único tema que ocupa todos los pensamientos. “¿Qué pensáis de Jesús?”, se preguntan unos a otros. Sus discípulos, cuyas convicciones están firmemente establecidas, se mueven entre ellos y testifican del conocimiento de salvación que ha entrado en sus corazones. Muchos galileos sencillos hablan de Él con tonos de reverencia. “¿Vendrá Él a la fiesta?”, se preguntan, y nadie parece saberlo.

Influenciados por sus rabinos y dominados por sus escribas, la mayoría de los sofisticados judeanos han adquirido un odio eterno hacia este hombre de Galilea —de cuyo país, según pretenden creer, no surge ningún profeta—. Y los principales sacerdotes y fariseos han dado la orden de que, si alguien sabe dónde está Jesús, “lo declare, para que puedan prenderle.”

Antes de colocar su persona en medio de esta guerra de palabras y tumulto de opiniones; antes de mostrarse al pueblo, para que se cumplan todas las cosas que de Él se han hablado en la ley y en los profetas; antes de cargar su cruz en la semana de su pasión, Jesús elige pasar un tranquilo sábado —el último en la tierra— en su amada Betania. Allí, en casa de Simón el leproso, disfrutando de la compañía de María, Marta, Lázaro y otros de su círculo íntimo, recibirá la santa unción preparatoria para su sepultura real; allí respirará las últimas bocanadas de aire tranquilo de Judea antes de las tumultuosas horas y días de su pasión.

Es viernes, 8 de Nisán, A.U.C. 780 —31 de marzo del año 30 d.C., según nuestro calendario—, y Jesús con sus amigos más cercanos acaba de llegar desde Jericó. Como aprendimos en la muerte y resurrección de Lázaro, había comunicación constante entre nuestro Señor y sus amigos en Betania, y no nos sorprendería que las amadas hermanas y otros salieran a recibirlo y saludarlo mientras se acercaba al lugar donde pensaban pasar el inminente sábado.

Pero antes de relatar las circunstancias que rodean la sagrada ordenanza que tendrá lugar en este pueblo judeano de bendita memoria, en el sábado que amanecerá, por así decirlo, con la puesta del sol, debemos destacar las amistades íntimas y afectuosas que existían entre Jesús y las amadas hermanas y su hermano Lázaro. Tenemos razón para creer que esta relación fue diferente a cualquier otra que Él —quien vino a hacer todas las cosas bien y a obtener todas las experiencias de la mortalidad— haya disfrutado. Todos los estudiosos de las Escrituras y los autores de discernimiento y renombre reconocen las escenas familiares únicas y extraordinarias que los autores de los Evangelios describen en relación con los diversos acontecimientos de este apartado y apacible pueblo. Notemos, por ejemplo, cómo habla Farrar de los amigos de Jesús en Betania.

“Parece que podemos rastrear en los Sinópticos una reserva especial acerca de la familia de Betania,” dice Farrar. “La casa en la que ellos ocupan una posición prominente es llamada ‘la casa de Simón el leproso’; María es llamada simplemente ‘una mujer’ por San Mateo y San Marcos; y San Lucas se conforma con llamar a Betania ‘una cierta aldea,’ aunque él sabía perfectamente su nombre. Por lo tanto, hay buenas razones para conjeturar que, cuando apareció la forma más antigua del Evangelio de San Mateo, y cuando se recopilaron los memoriales que fueron utilizados por los otros dos Sinópticos, pudo haber habido razones especiales para no registrar un milagro [la resurrección de Lázaro] que habría puesto en un peligroso relieve a un hombre que aún vivía, pero de quien los judíos habían buscado deshacerse claramente como testigo del poder milagroso de Cristo. Incluso si ese peligro había cesado, habría sido doloroso para la tranquila familia de Betania convertirse en el centro de una intensa e irreverente curiosidad, y ser interrogada sobre aquellas cosas ocultas que nadie jamás ha revelado. Algo, entonces, parece haber ‘sellado los labios’ de aquellos evangelistas—un obstáculo que ya había sido removido cuando el Evangelio de San Juan vio por primera vez la luz.” (Farrar, pág. 511.)

En cuanto al último sábado de nuestro Señor en la tierra, suponemos que predicó en la sinagoga local o aconsejó en tranquila intimidad a los Doce y a otros allegados. Cuando llegó la hora de la comida sabática festiva, la celebraron en su honor. Juan dice que “le hicieron una cena,” como si fuera una expresión comunitaria de buena voluntad hacia su Huésped ilustre. Mateo y Marcos sitúan el banquete “en casa de Simón el leproso.” Marta servía—de hecho, parece haber estado a cargo del servicio y de los preparativos; Lázaro se sentó a la mesa con Jesús; los Doce y otros discípulos participaron del festín; y—como era costumbre—otros estaban presentes como observadores.

Betania, aquella tarde, era el punto focal del interés judío. Muchas personas, al enterarse de que Jesús estaba allí, vinieron desde Jerusalén para verlo y para ver a Lázaro, “a quien él había resucitado de los muertos.” Entre ellos había quienes tenían el alma arrepentida y buscaban la justicia que este galileo traía; y también había entre ellos quienes tenían el corazón endurecido y tramaban la manera de matar tanto a Lázaro como a Jesús. Lázaro vivo era un testimonio viviente del poder de Aquel cuya nueva doctrina significaba la muerte del sistema mosaico y de todas las formalidades religiosas tan queridas por los corazones de quienes vivían de ellas. Y así, “los principales sacerdotes”—los mismos gobernantes de la nación—“consultaron para dar muerte también a Lázaro,” nos dice Juan, “porque muchos de los judíos, por causa de él, se apartaban y creían en Jesús.” Difícilmente pueda hallarse una profundidad más baja a la que puedan descender la malicia, el odio y la depravación.

Las emociones se desbordaron aquella noche memorable en Betania, no solo entre los que habían venido a observar y maravillarse, o a conspirar y tramar según sus deseos, sino también entre aquellos en cuya casa se celebraba la fiesta. Y en el alma de nadie ardieron con mayor intensidad los fuegos del amor, la devoción y la adoración que en el alma de la amada María.

Ella, que amaba sentarse a los pies de Jesús y escuchar sus palabras; ella, cuya alma absorbía la verdad como el desierto sediento absorbe la lluvia enviada del cielo; ella, que había visto a su hermano Lázaro salir del sepulcro después de cuatro días de muerte y descomposición—esta amada discípula ahora buscaba alguna manera de expresar su amor y adoración al Maestro antes de que Él fuera a la muerte.

Sacó de sus tesoros una caja de alabastro que contenía “una libra de perfume de nardo puro, de gran precio,” y lo derramó sobre su cabeza, ungió sus pies y los secó con sus cabellos, “y la casa se llenó del olor del ungüento.” Verdaderamente, el dulce aroma del incienso, símbolo de las oraciones del corazón, ascendió aquella noche hacia lo alto.

“Para comprender esta escena solemne, uno debe conocer y sentir el significado religioso del acto de María. Allí se sentaba el Señor del cielo, en casa de sus amigos, mientras se acercaba la hora de sus mayores pruebas, rodeado de quienes lo amaban y sabían que pronto enfrentaría la traición y la crucifixión. ¿Qué acto de amor, de devoción, de adoración, de reverencia, podría realizar un simple mortal hacia Aquel que es eterno? ¿Podría una persona amada hacer más que lo que dijo David que el mismo Buen Pastor haría al conferir honor y bendición sobre otro, esto es: ‘Unges mi cabeza con aceite’?” (Comentario 1:700.)

“Pero había uno presente para quien, por todos los motivos posibles, el acto resultaba odioso y repulsivo. No hay vicio tan absorbente, tan irracional y tan degradante como el vicio de la avaricia, y la avaricia era el pecado dominante en el alma oscura del traidor Judas.

El no haber luchado contra sus propias tentaciones; la decepción de todas las expectativas que primero lo habían atraído hacia Jesús; la insoportable reprensión que su ser entero recibía en la comunión diaria con una pureza sin mancha; la sombra más densa que no podía dejar de sentir que su culpa proyectaba sobre sus pasos, a causa de la ardiente luz del sol en la cual había caminado durante muchos meses; y también la sensación de que el ojo de su Maestro —y quizá incluso los ojos de algunos de sus compañeros apóstoles— habían leído, o estaban comenzando a leer, los secretos ocultos de su corazón: todas estas cosas habían ido profundizando poco a poco, desde una alienación inicial, hasta una repugnancia y un odio insaciables.

Y la visión del generoso sacrificio de María, la conciencia de que ya era demasiado tarde para salvar aquella gran suma para la bolsa —cuya mera posesión, aparte de las cantidades que podía sustraer de ella, satisfacía su codicia por el oro— lo llenaron de disgusto y de furia. Tenía un demonio. Sintió como si se le hubiera engañado personalmente; como si aquel dinero le perteneciera por derecho, y hubiera sido, de una manera absurda, defraudado de él. “¿Para qué este desperdicio?”, dijo indignado; ¡y, ay!, cuántas veces se han repetido sus palabras, porque dondequiera que hay un acto de espléndido olvido de sí mismo, siempre hay un Judas que lo ridiculiza y murmura contra él. “¡Este ungüento podía haberse vendido por trescientos denarios y haberse dado a los pobres!” Trescientos denarios —¡diez libras o más! Había verdadera locura en la idea de tal pérdida total de dinero; pues por apenas una tercera parte de esa suma, este hijo de perdición estaba dispuesto a vender a su Señor. María pensó que ni siquiera eso era suficiente para ungir los sagrados pies de Cristo; Judas pensó que una tercera parte de esa cantidad era suficiente recompensa por vender su propia vida.” (Farrar, págs. 527–528.)

María amó mucho y fue recompensada infinitamente. Su acto de adoración reverente —nacido, no podemos dudarlo, de los impulsos del Espíritu— le ganó un nombre y una fama que perdurarán eternamente. ¡Cuán dulces son las palabras que ahora oímos pronunciar a Jesús!:

“¿Por qué molestáis a esta mujer? Pues ha hecho conmigo una buena obra. A los pobres siempre los tendréis con vosotros, y cuando queráis podéis hacerles bien; pero a mí no siempre me tendréis. Dejadla; porque ha guardado este ungüento hasta ahora, para ungirme en señal de mi sepultura. Ella ha hecho lo que pudo, y esto que ha hecho conmigo será recordado en las generaciones venideras, dondequiera que se predique mi evangelio; porque en verdad, ha venido anticipadamente a ungir mi cuerpo para la sepultura. Y en esto que ha hecho será bendecida; porque de cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio en todo el mundo, también se contará lo que esta mujer ha hecho, para memoria de ella.”

¡El que tenga oídos para oír, que oiga!

Jesús entra en Jerusalén como el Rey Mesías
(Mateo 21:1–11; JST Mateo 21:2, 4–5, 9; Marcos 11:1–11; JST Marcos 11:10–13; Lucas 19:29–44; Juan 12:12–19; JST Juan 12:14)

“Regocíjate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén”; que todos los que habitan en la Ciudad de David clamen ¡Hosanna! Venid, todos los judeanos, galileos, pereanos y samaritanos; venid, gentiles cuyas vidas han sido tocadas por Israel y su destino divino; venid, vosotros tres millones de almas que celebráis la Pascua en vuestra ciudad capital, porque en este día veréis cumplirse las palabras proféticas de Zacarías.

“He aquí,” oh Jerusalén, Ciudad Santa, porque “tu Rey viene a ti.” Viene desde Betania, al oriente, donde apenas ayer se sentó a la mesa con Lázaro, a quien resucitó de entre los muertos; donde, en casa de Simón el leproso, su amada María ungió su cabeza real y derramó costoso nardo sobre sus pies de rey—todo en señal de su sepultura, que tendrá lugar más adelante en esta semana.

Recíbanlo como su Rey; escuchen sus palabras, porque “Él es justo y trae salvación.” Acéptenlo como el Justo, su Libertador—de la muerte, del infierno, del diablo y del tormento eterno. Sepan que todos los que creen en Él serán salvos; Él es su Salvador; la salvación viene por medio de Él; Él es la resurrección y la vida, tal como lo dijo.

¿Cómo vendrá? Tal como lo anunció la palabra profética, le veréis “humilde y cabalgando sobre un asno,” el símbolo de la realeza judía. Estará “sobre un pollino, hijo de asna.” Clamores mesiánicos llenarán el aire; sus discípulos agitarán ramas de palma en señal de paz; y los soldados romanos en Antonia sonreirán y dirán: “¿Qué clase de rey es este?”, sin saber que su reino no es de este mundo.

Vengan, únanse a la celebración, porque este es Aquel de quien está escrito: “Y hablará paz a las naciones; y su dominio será de mar a mar, y desde el río hasta los confines de la tierra.” Y aquellos que lo acepten ahora reinarán con Él entonces en aquel gran día milenario.

Es domingo, 2 de abril del año 30 d.C., y Jesús, con sus discípulos—para que se cumplan todas las cosas escritas de Él—parte de Betania rumbo a Jerusalén. Multitudes del pueblo de Judea lo siguen. Cuando llega al monte de los Olivos, cerca de Betfagé, un suburbio de Jerusalén, dice, según suponemos, a Pedro y a Juan: “Id a la aldea que está frente a vosotros; y tan pronto como entréis en ella, hallaréis un pollino atado, sobre el cual ningún hombre ha montado; desatadlo y traedlo. Y si alguien os dice: ¿Por qué hacéis esto?, decid que el Señor lo necesita, y enseguida lo enviará.”

Fueron, y todo sucedió tal como la visión profética de Jesús lo había especificado, y ellos “trajeron el pollino, y pusieron sobre él sus mantos; y Jesús montó sobre el pollino, y lo siguieron.” Entonces muchos, “una gran multitud”—los que habían salido de Jerusalén para encontrarse con el grupo mesiánico, y los que venían siguiéndolo desde Betania—tendieron sus mantos y las ramas cortadas de los árboles para alfombrar el camino delante de Él.

Sus discípulos—tanto los judeanos y galileos que salían de la Ciudad del Gran Rey, como aquellos de Betania que estaban con Él “cuando llamó a Lázaro fuera de su sepulcro y lo resucitó de entre los muertos”—todos ellos “tomaron ramas de palmera” y las agitaron mientras daban el Grito de Hosanna. Fue una aclamación espontánea, guiada por el Espíritu, de alabanza sagrada y testimonio divino, modelada según las aclamaciones de adoración y gloria ofrecidas a Jehová en la Fiesta de los Tabernáculos.

Su Rey—manso y humilde de corazón, cabalgando entre ellos en un asno sencillo—escuchó miles de voces que clamaban en perfecta alabanza:

¡Hosanna! Bendito el Rey de Israel que viene en el nombre del Señor.

Bendito el Rey que viene en el nombre del Señor: paz en el cielo, y gloria en las alturas.

¡Hosanna al Hijo de David! Bendito el que viene en el nombre del Señor; ¡Hosanna en las alturas!

¡Hosanna! Bendito el que viene en el nombre del Señor; el que trae el reino de nuestro padre David; bendito el que viene en el nombre del Señor; ¡Hosanna en las alturas!

Tal blasfemia como esta no podía quedar sin respuesta. Esta multitud de seguidores ignorantes de este galileo desprestigiado le atribuía a Él los mismos gritos de alabanza reservados solo para Jehová. Aquí había hombres clamando Hosanna—que significa sálvanos ahora, o te rogamos que nos salves, o sálvanos, te suplicamos—dirigidos a Él, como si fuera Dios y pudiera salvarlos. Aquí las mismas palabras del Hallel—“Oh Jehová, sálvanos ahora, te ruego; oh Jehová, te ruego, envía ahora prosperidad. Bendito el que viene en el nombre de Jehová”—estaban siendo cantadas en alabanza a Aquel cuyas obras, según ellos, provenían de abajo. Para los fariseos que se hallaban entre ellos, esto era como hiel y ajenjo; era blasfemia.

“Maestro, reprende a tus discípulos,” dijeron. Pero Jesús, conociendo plenamente el significado de lo que estaba ocurriendo, respondió: “Os digo que si estos callaran, las piedras clamarían inmediatamente.”

Estos clamores debían cumplirse. Él era el Rey de Israel y debía ser aclamado como tal por un pueblo creyente antes de que Pilato escribiera sobre su cruz: “ESTE ES JESÚS EL REY DE LOS JUDÍOS.”

Al acercarse a Jerusalén y contemplar la ciudad, Jesús lloró. “Había derramado lágrimas silenciosas en la tumba de Lázaro; aquí lloró en voz alta. Toda la vergüenza de su burla, toda la angustia de su tortura, fueron impotentes, cinco días después, para arrancarle un solo gemido o humedecer sus párpados con una sola lágrima; pero aquí, toda la compasión que había en Él dominó su espíritu humano, y no solo lloró, sino que estalló en una pasión de lamento, en la que su voz ahogada parecía luchar por salir. ¡Un extraño triunfo mesiánico! ¡Una extraña interrupción de los gritos festivos! El Libertador llora sobre la ciudad que ya es demasiado tarde para salvar; el Rey profetiza la ruina total de la nación que vino a gobernar.” (Farrar, págs. 534–535.)

Sus palabras de lamento: “¡Si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está encubierto de tus ojos. Oh, si me hubieses conocido y creído en mi evangelio, y alcanzado aquella paz que vine a traer. Oh, si hubieras cambiado tu corazón de piedra por un corazón de carne y escuchado al Hijo del Hombre que ha enseñado en tus calles. Pero ahora todas estas cosas están escondidas de tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, cuando tus enemigos te rodearán con vallado, y te sitiarán, y por todas partes te estrecharán; y te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti; y no dejarán en ti piedra sobre piedra, por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación.”

“Con severidad, con literalidad, con terror, dentro de cincuenta años aquella profecía se cumplió. Cuatro años antes de que comenzara la guerra, mientras la ciudad aún estaba en la mayor paz y prosperidad, un melancólico demente recorrió sus calles con el grito repetido: ‘¡Una voz del oriente, una voz del occidente, una voz de los cuatro vientos, una voz contra Jerusalén y la casa santa, una voz contra los novios y las novias, y una voz contra todo este pueblo!’ Ningún azote ni tortura pudieron arrancarle otras palabras, excepto: ‘¡Ay! ¡Ay de Jerusalén; ay de la ciudad; ay del pueblo; ay de la casa santa!’, hasta que siete años después, durante el asedio, fue muerto por una piedra lanzada desde una catapulta. Su voz no fue sino el eco renovado de la voz de la profecía.”

“Tito no había deseado originalmente sitiar la ciudad, pero fue obligado, por la desesperación y obstinación de los judíos, a rodearla, primero con una empalizada, y luego, cuando este vallado y terraplén fueron destruidos, con un muro de mampostería. No quiso sacrificar el Templo—al contrario, hizo todo esfuerzo posible por salvarlo—pero se vio obligado a dejarlo reducido a cenizas. No pretendía ser cruel con los habitantes, pero el fanatismo mortal de su oposición apagó en él todo deseo de compasión, hasta el punto de emprender la tarea de casi exterminar a la raza—crucificándolos por cientos, arrojándolos en el anfiteatro por miles, vendiéndolos en esclavitud por miríadas.

Josefo nos dice que, incluso inmediatamente después del asedio de Tito, nadie, en el desierto desolado que lo rodeaba, habría reconocido la belleza de Judea; y que si algún judío hubiera llegado de repente a la ciudad, por muy bien que la hubiera conocido antes, habría preguntado ‘¿qué lugar es este?’ Y aquel que, en la Jerusalén moderna, busque reliquias de la ciudad conquistada diez veces en los días de Cristo, deberá buscarlas a unos seis metros bajo tierra, y apenas las hallará. En un solo lugar permanecen algunas estructuras macizas, como para mostrar cuán vasta es la ruina que representan; y allí, cada viernes, se reúnen unos pocos judíos empobrecidos, de pie, cada uno con el sudario en el que será enterrado, para lamentarse sobre las glorias destrozadas de su hogar caído y profanado.” (Farrar, págs. 535–537.)

Entonces Jesús, continuando con la procesión triunfal, entró en Jerusalén, y Mateo nos dice que “toda la ciudad se conmovió, diciendo: ¿Quién es este?” No era la intención que los acontecimientos de este día pasaran inadvertidos; durante casi seiscientos años, todo Israel había esperado el cumplimiento de la profecía de Zacarías, y ahora los divinos ¡Hosannas! llenaban el aire. La respuesta a su pregunta vino de la multitud que lo aclamaba como el Hijo de David: “Este es Jesús de Nazaret, el profeta de Galilea,” dijeron.

Continuando hasta los atrios del templo, donde pueden congregarse doscientas diez mil personas a la vez, Jesús “miró alrededor sobre todas las cosas y bendijo a los discípulos.” ¡Qué toque tan dulce y tierno es este! El Hijo de David, cuyo Padre es Dios, y quien este día ha sido aclamado por almas creyentes como el Bendito que había de venir, tiene en su corazón un sentimiento de gratitud. Aunque sabe cuán merecedor es de toda la gloria, el honor y la adoración que este día se le han tributado, ahora bendice a sus discípulos por el espíritu de adoración que han manifestado. Los bendice por cumplir la palabra mesiánica, por clamar: “Bendito el que viene en el nombre del Señor.”

Mientras tanto, los fariseos—oprimidos, llenos de odio y venganza—incapaces de detener la oleada divina de aclamación que ese día exalta a Jesús como el Rey de Israel, se dicen entre sí: “¿Veis que nada adelantáis? He aquí, el mundo se va tras él.” Y Jesús, cuando “llegó la tarde,” habiendo cumplido la obra de ese día, “salió a Betania con los doce.”


Capítulo 85

Jesús: Uno que tiene autoridad

Y nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón. Así también Cristo no se glorificó a sí mismo para ser hecho sumo sacerdote, sino aquel que le dijo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Como también dice en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec. Llamado por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec… (Hebreos 5:4–6, 10)


Maldice una higuera estéril
(Marcos 11:12–14, 20–26; JST Marcos 11:14–16, 24–26; Mateo 21:18–22; JST Mateo 21:17, 20)

He aquí un hombre que dice ser el Hijo de Dios; que predica un evangelio que él afirma es el plan de salvación; que realiza milagros como testimonio de que sus palabras son verdaderas y de que Dios es su Padre. ¿De dónde proviene su autoridad y con qué poder actúa?

Nuestros autores del Evangelio no preservan para nosotros sus sermones sobre el sacerdocio y los oficios sacerdotales; no hablan de sus ordenaciones, ni siquiera dicen mucho acerca de las comisiones divinas que le fueron conferidas por su Padre. Simplemente se le describe avanzando y haciendo cosas que no podrían hacerse sin autoridad. Nuestros escritores inspirados no nos dicen cómo recibió el mismo sacerdocio y poder que antes poseyó Melquisedec, ni cómo fue llamado por su Padre para regir y reinar en ese poder sacerdotal para siempre.

Y, sin embargo, implícito en cada palabra que habló y en cada obra que realizó está el tema de la autoridad divina. Jamás hombre alguno habló como este hombre; hablaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. Jamás hombre alguno obró como este hombre; sus obras requerían poder—el poder de Dios. Y el sacerdocio es el poder y la autoridad de Dios delegados al hombre en la tierra para actuar en todas las cosas para la salvación de los hombres. Es también el poder y la autoridad por los cuales los mundos ruedan hasta existir, por los cuales se mueven las montañas y se dividen los mares, y por los cuales las higueras son maldecidas.

Y si alguna vez hubo un pueblo que sabía que sus profetas debían tener autoridad de lo alto, era el Israel judío. Estamos a punto de ver a Jesús maldecir una higuera y limpiar de nuevo la casa de su Padre, y luego los principales sacerdotes lo confrontarán precisamente sobre la cuestión de la autoridad misma. Pero primero, el asunto de la higuera.

Betania de bendita memoria —la hermosa y amada aldea— ha sido una vez más el campamento del Esposo y de los doce amigos especiales que siempre le acompañan. Es temprano en la mañana del lunes. No sabemos cómo pasó la noche el grupo sagrado—quizá en comunión unos con otros; quizá en oración sagrada y solitaria; quizá descansando en la casa de Simón el leproso. Ahora van de camino hacia la ciudad y el templo. Jesús tiene hambre. A lo lejos ve una higuera solitaria que tiene hojas. Tales árboles suelen plantarse junto al camino, y su fruto es propiedad común de todos. No es la estación de los higos recién maduros, pero es común encontrar higos del otoño anterior aún adheridos a los árboles; y dado que la nueva cosecha brota antes que las hojas, debió haber una cosecha dulce y comestible, aunque no madura, de higos de primavera.

“Pero cuando se acercó a ella, se sintió decepcionado. La savia circulaba; las hojas ofrecían una buena apariencia; pero no había fruto alguno. Emblema perfecto de un hipócrita, cuya apariencia externa es una ilusión y una falsedad—emblema apropiado de una nación en la cual la ostentosa profesión de religión no produjo ‘fruto de buena vida’—el árbol estaba estéril. Y estaba irremediablemente estéril: porque si hubiera sido fructífero el año anterior, aún habrían quedado algunos kermouses escondidos bajo esas anchas hojas; y si hubiera sido fructífero ese año, los bakkooroth habrían comenzado a brotar en verdor y fragancia deliciosa antes de que aparecieran las hojas; pero en este árbol sin fruto no había promesa alguna para el futuro, ni restos del pasado.

“Y por tanto, puesto que era engañoso e inútil, un estéril ocupador del suelo, Él lo convirtió en la advertencia eterna contra una vida de hipocresía continuada hasta que es demasiado tarde, y, en presencia de Sus discípulos, pronunció sobre él el solemne decreto: ‘¡Nunca más nazca fruto de ti!’ Aun al pronunciar la palabra, la escasa vida infructuosa que poseía fue detenida, y comenzó a secarse.” (Farrar, págs. 546–547.)

Mateo nos dice que Jesús, habiendo hablado así, “al instante la higuera se secó. Y cuando los discípulos lo vieron, se maravillaron, diciendo: ¿Cómo es que tan pronto se secó la higuera?” Marcos dice que a la mañana siguiente, cuando el pequeño grupo pasó por el mismo camino, “vieron la higuera seca desde las raíces.” Que este milagro es único, es evidente para todos; parece, a primera vista, desde el punto de vista de la higuera, ser un milagro que maldice en lugar de bendecir. Pero los milagros son para el beneficio y la bendición de los hombres, no de los árboles y arbustos. Todas las cosas son y fueron creadas para el hombre, a quien se le ha dado dominio sobre ellas. El hombre es el príncipe de la creación. Si las cosas creadas no le sirven ni cumplen sus propósitos, ¿no deberían ser reemplazadas por otras que sí lo hagan? Que este milagro sea también una manifestación del poder de la fe que reside en aquel que crea y destruye según le parece bien, también es evidente. ¿Y quiénes somos nosotros para cuestionar la sabiduría divina cuando sobrevienen destrucciones?

Para los críticos cuyo propósito es hallar faltas, este milagro se convierte en una excusa para reprender y poner en duda la justicia de Aquel que hace todas las cosas bien. Para todos ellos tal vez baste con decir: “Cuando el granizo golpea los sarmientos de la viña—cuando el relámpago hiere al olivo, o ‘parte el roble nudoso e impenetrable’—¿acaso alguien, salvo el completamente ignorante y brutal, empieza de inmediato a blasfemar contra Dios? ¿Es un crimen, bajo cualquier circunstancia, destruir un árbol inútil? Si no lo es, ¿acaso lo es más hacerlo mediante un milagro? ¿Por qué, entonces, ha de ser censurado el Salvador del mundo—a quien el Líbano sería insuficiente para un holocausto—por críticos petulantes, porque apresuró el marchitamiento de un árbol estéril, y sobre la destrucción de su inutilidad fundó tres lecciones eternas: un símbolo de la destrucción de la impenitencia, una advertencia del peligro de la hipocresía, y una ilustración del poder de la fe?” (Farrar, pág. 548.)

¿Perdió Jesús alguna vez la oportunidad de enseñar los principios del evangelio? Casi parece que todo lo que él o sus asociados veían, oían o hacían, se convertía en un texto para predicar una doctrina nueva y eterna. Cuando Pedro le dijo el martes: “Maestro, mira, la higuera que maldijiste se ha secado”, Jesús respondió: Tened fe en Dios. Porque de cierto os digo, que cualquiera que dijere a este monte: Sé quitado, y échate en el mar; y no dudare en su corazón, sino creyere que será hecho lo que dice, lo que diga le será hecho. Por tanto os digo que todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis, y os vendrá.

Esta es doctrina familiar, pero al vincularla ahora con un milagro de una naturaleza tan dramática, ¿quién entre sus oyentes podría olvidarla jamás? Y si los árboles se marchitan, ¿no se moverán también las montañas? Claramente, la fe es un poder sobre las cosas animadas e inanimadas. Y todas son gobernadas para el beneficio y la bendición de la posteridad de Adán. “Pero, dado que en esta única ocasión el poder había sido ejercido para destruir, añadió una advertencia muy importante. No debían suponer que este acto simbólico les daba alguna licencia para usar las fuerzas sagradas que la fe y la oración les conferirían, con propósitos de ira o venganza; no, ningún poder era posible para el corazón que no supiera perdonar, y el corazón que no perdona jamás podría ser perdonado. La espada, el hambre y la pestilencia no debían ser instrumentos que ellos empuñaran, ni siquiera debían soñar con invocar contra sus enemigos el fuego del cielo o el ‘viento helado de la muerte.’ El secreto de la oración eficaz era la fe; el camino hacia la fe en Dios pasaba por el perdón de las transgresiones; el perdón era posible solo para aquellos que estuvieran dispuestos a perdonar a los demás.” (Farrar, pág. 555.)

Y cuando estéis orando, perdonad, si tenéis algo contra alguno; para que vuestro Padre que está en los cielos os perdone también a vosotros vuestras ofensas. Pero si vosotros no perdonáis, tampoco vuestro Padre que está en los cielos os perdonará vuestras ofensas.

Jesús limpia el templo por segunda vez
(Mateo 21:12–17; JST Mateo 21:13–14; Marcos 11:15–19; Lucas 19:45–48; 21:37)

Cuando acompañamos a Jesús al templo hace tres años, en la época de la primera Pascua, y lo vimos expulsar con fuerza y violencia a los cambistas y a los hombres perversos que hacían negocio con la casa de su Padre, aprovechamos la ocasión para describir la suciedad profanadora y la maldad de espíritu que allí prevalecían. (Véase el capítulo 29, Libro 1.) No es necesario volver a describir la suciedad física, ni la degeneración espiritual que entonces cubría esos atrios sagrados. Baste decir que la limpieza anterior duró solo un momento.

Una vez más los cambistas ejercen sus prácticas deshonestas; los vendedores de palomas y los mercaderes de ovejas todavía regatean precios y engañan a los peregrinos de la Pascua; el mugido del ganado y el balido de las ovejas aún aumentan la confusión y revelan el espíritu de anarquía religiosa que domina la ciudad; y los montones de estiércol y el hedor de la orina todavía contaminan el aire. La Casa del Señor, en tiempo de la Pascua, sigue tan sucia como un chiquero, y muchos de los que allí se reúnen para comunicarse entre sí todavía respiran el espíritu del odio, la venganza y el asesinato.

Una vez más, con un espíritu de justa indignación, Jesús los expulsa —suponemos que con un látigo de cuerdas, como en la primera ocasión—; una vez más vuelca las mesas del dinero, libera las palomas y prohíbe la entrada a quienes intentan llevar vasijas a través de los atrios sagrados, como si fueran simples calles de comercio. Pero esta vez no dice: “No hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado”, sino más bien: “Mi casa será llamada casa de oración; mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones.” Han pasado tres años. En todas partes ha testificado que Él y su Padre son uno; que Él habla las palabras de su Padre; que todo lo que es del Padre es también suyo; y ahora, es la casa de Jesús. Que lo acusen de blasfemia, si quieren. Es su casa. Es la casa del Señor Jehová. Él es Jehová. Y debe cumplir con los estándares de pureza que Él imponga para estas horas y días finales de sus enseñanzas en ella.

Cuando la paz y la serenidad descendieron sobre los atrios sagrados, Jesús reanudó sus enseñanzas. La Voz del Evangelio volvió a oírse; los discípulos se agolparon a su alrededor para beber profundamente de la Fuente Eterna; la fe brotó en los corazones de los hombres; “Y los ciegos y los cojos se acercaron a Él en el templo, y los sanó.” El mismo espíritu de adoración y alabanza que había llenado a las multitudes el día anterior, durante la entrada triunfal en la ciudad, volvió a manifestarse. Los gritos de hosanna rasgaron el aire; de los niños del reino surgieron los clamores: “¡Hosanna al Hijo de David!”, y las almas creyentes sabían en su corazón que aquel profeta de Galilea era el Mesías Prometido.

Pero “cuando los principales sacerdotes y los escribas vieron las maravillas que hacía” y oyeron los gritos de hosanna y las súplicas de salvación que provenían de los discípulos, “se indignaron en gran manera.” “¿Oyes lo que éstos dicen?”, le reclamaron. Y Jesús respondió: “Sí; ¿nunca leísteis las Escrituras que dicen: De la boca de los niños y de los que maman perfeccionaste la alabanza, oh Señor?” Entonces buscaron cómo podrían destruirlo, y Él regresó a Betania para pasar la noche.

Jesús confunde a los judíos sobre la cuestión de la autoridad
(Mateo 21:23–27; Marcos 11:27–33; JST Marcos 11:34; Lucas 20:1–8)

El sábado 1 de abril, el santo día de reposo, el Señor Jesús—habiendo concluido recientemente su glorioso ministerio en Perea, con todos sus milagros y maravillas—fue honrado por el pueblo de Betania con un banquete en la casa de Simón el leproso. Allí, mientras Lázaro, a quien Él había resucitado de entre los muertos, observaba, María ungió la cabeza y los pies de Jesús; lo ungió—¿no habremos de decirlo así?—como Rey en Israel; lo ungió para su sepultura, pues su Rey debía morir y resucitar, para que la gloria y el triunfo llegaran a todos ellos, si querían recibirlos. Aunque estos hechos ocurrieron en relativa privacidad, en una aldea oscura y pequeña, fue un día culminante en la vida de Aquel que, primero, sería levantado sobre una cruz terrenal, y luego, recibiría sobre su cabeza una corona eterna.

El domingo 2 de abril, Jesús entró triunfalmente en Jerusalén montado sobre un asno, entre clamores de “¡Hosanna!” y valientes aclamaciones de que Él era el Bendito que venía a establecer el reino de su Padre. Aquella tarde regresó a Betania.

El lunes 3 de abril, volvió; maldijo la higuera estéril en el camino; limpió el templo por segunda vez; y enseñó y sanó con gran poder en los atrios recién purificados. Nuevamente regresó a Betania para pasar la noche.

Aquellos fueron días de gloria, honor y triunfo. Era recibido por almas creyentes que prometían, bajo la influencia del Espíritu, su lealtad a Aquel que venía a cumplir lo antiguo y establecer lo nuevo. Los habitantes de Betania se regocijaban en su presencia; muchos de Jerusalén, y las multitudes de peregrinos pascuales que estaban allí para la fiesta, lo aclamaban como Rey y Señor; y el pueblo común hallaba gozo en la limpieza del templo y en el derrocamiento de los bazares abusivos de los hijos de Anás.

Pero los días de gloria, honor y triunfo también son días de enemistad, oposición y odio. Mezclados entre el pueblo amigable de Betania estaban aquellos—siguiendo las órdenes de los principales sacerdotes—que buscaban la muerte de Lázaro, para que ya no sirviera como testigo del poder de Aquel que es la resurrección y la vida. Infiltradas entre el coro de hosannas se hallaban voces farisaicas que exigían: “Maestro, reprende a tus discípulos”, y que se lamentaban entre sí diciendo: “¿Veis que nada adelantáis? He aquí, el mundo se ha ido tras Él.”

Y así, en la noche del lunes, algunas de esas voces —compuestas por los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos— se consultaron entre sí para determinar cómo podrían detener la marea de aclamación popular que ahora acompañaba al ministerio de este rebelde galileo, de este perturbador del orden mosaico, de este rabino de Nazaret que amenazaba con destruir su influencia. ¿Qué acusación podrían presentar contra él? Hasta ese momento lo habían acusado de echar fuera demonios por el poder de Beelzebú; habían exigido de él señales mesiánicas del cielo; habían planteado cuestiones sobre el matrimonio, el divorcio y doctrinas innumerables; habían procurado de todas las formas posibles, durante más de tres años, silenciar su voz y anular su mensaje—todo en vano. Más aún, todas sus respuestas y cada una de sus réplicas los habían dejado callados, avergonzados y vencidos. ¿Qué asunto podrían ahora levantar? Con la misma astucia que los había guiado en el pasado, idearon una nueva trampa. Quizás podrían demostrar que él no era un rabino autorizado y que no tenía derecho alguno ni siquiera a hablar, mucho menos a obrar milagros. Si tan solo lograban que el pueblo viera que no tenía autoridad rabínica para enseñar doctrina o realizar actos ministeriales, quizá dejarían de darle gloria y honor, y cesarían de clamar: “Señor, sálvanos, te rogamos; oh, concédenos salvación, te suplicamos; porque bendito es el que viene en el nombre del Señor; hosanna al Hijo de David.”

Así, el martes 4 de abril, Jesús vuelve desde Betania; enseña en el camino acerca de la fe, mientras los discípulos contemplan la higuera marchita; entra en el templo, donde—¡como siempre!—“predicaba el evangelio.” La palabra de salvación eterna vuelve a salir de sus labios; deben detenerlo; pronto hará que los ciegos vean y los cojos salten, como ya lo había hecho antes. Ahora es el momento para que los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos realicen su confrontación. Será un desafío formal y premeditado.

Así, mientras Jesús enseñaba el evangelio a una congregación receptiva, sus enemigos lanzaron su ataque. “Se acercó una formidable delegación, imponente tanto por su número como por su solemnidad. Los principales sacerdotes—jefes de los veinticuatro grupos—los escribas eruditos, los rabinos más destacados, representantes de todas las clases que componían el Sanedrín estaban allí, para intimidar a Aquel a quien despreciaban como al pobre y despreciable profeta de Nazaret, con todo lo que era venerable por su edad, eminente en sabiduría o imponente en autoridad dentro del gran Consejo de la nación. El pueblo, al que Él enseñaba, se apartó respetuosamente para no rozar con un toque esos amplios mantos y largos flecos; y cuando se dispusieron alrededor de Jesús, le preguntaron severamente: ‘¿Con qué autoridad haces estas cosas, y quién te dio esta autoridad?’ Le exigieron su credencial para asumir públicamente las funciones de rabino y profeta, para entrar en Jerusalén entre los hosannas de las multitudes, para purificar el templo de los mercaderes cuya presencia ellos mismos habían permitido.” (Farrar, págs. 548–549.)

Para comprender el astuto propósito implícito en estas exigencias de los escribas —“¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Y quién te dio esta autoridad?”— debemos conocer el contexto judío en el cual fueron formuladas. En los días de Jesús, los ministerios rabínicos aprobados debían cumplir con dos requisitos fundamentales:

1. Toda enseñanza formal debía ser tanto autoritativa como autorizada.
“No existía un principio más firmemente establecido por consentimiento universal que el de que toda enseñanza autoritativa requería una autorización previa”, nos dice Edersheim. “De hecho, esto se derivaba lógicamente del principio mismo del rabinismo. Toda enseñanza debía ser autoritativa, puesto que era tradicional—aprobada por una autoridad y transmitida de maestro a discípulo. El mayor honor de un erudito era ser como una cisterna bien sellada, de la cual no se perdía ni una gota de lo que se le había vertido. La apelación final en casos de discusión era siempre a una gran autoridad, ya fuera un maestro individual o un decreto del Sanedrín. De esta manera, el gran Hillel había reivindicado su derecho a ser considerado el maestro de su tiempo y a decidir las disputas entonces pendientes. Y decidir de manera contraria a la autoridad era, o bien una señal de ignorancia presuntuosa, o el resultado de una osada rebelión, en cualquiera de los casos digna de ser castigada con la ‘prohibición’ [excomunión].”

2. La autorización para enseñar como rabino se obtenía mediante la ordenación.
“Nadie habría pensado en interferir con un simple Haggadista—un expositor popular, predicador o narrador de leyendas. Pero enseñar con autoridad requería una investidura legítima. De hecho, existía una ordenación regular (Semikhah) para el oficio de rabino, anciano y juez, ya que las tres funciones estaban combinadas en una sola. […] Aunque no poseemos una descripción detallada del modo más antiguo de ordenación, el mismo nombre—Semikhah—implica la imposición de manos. Además, en los registros más antiguos, que sin duda se remontan a la época de Cristo, se requería la presencia de al menos tres personas ordenadas para realizar la ordenación. […] Con el tiempo se añadieron ciertas formalidades. La persona a ser ordenada debía pronunciar un discurso; se recitaban himnos y poemas; el título de ‘Rabino’ se confería formalmente al candidato, y se le otorgaba autoridad para enseñar y actuar como juez [para atar y desatar, para declarar culpable o libre].”

Así, “en la época de nuestro Señor, nadie se habría atrevido a enseñar con autoridad sin la debida autorización rabínica. Por lo tanto, la pregunta con la que las autoridades judías se enfrentaron a Cristo, mientras enseñaba, era una que tenía un significado muy real, y apelaba a los hábitos y sentimientos del pueblo que escuchaba a Jesús. Además, también estaba astutamente formulada. Pues no solo lo desafiaba por enseñar, sino que también pedía su autoridad en cuanto a lo que hacía; refiriéndose no solo a su obra en general, sino, quizás especialmente, a lo que había ocurrido el día anterior. No estaban allí para oponérsele abiertamente; pero, cuando un hombre hacía lo que Él había hecho en el templo, era su deber verificar sus credenciales. Finalmente, la pregunta alternativa registrada por San Marcos: ‘¿O—si no tienes la debida comisión rabínica—quién te dio esta autoridad para hacer estas cosas?’ parece señalar claramente su argumento de que el poder que Jesús ejercía le había sido delegado por nadie menos que Beelzebú.” (Edersheim 2:381–383.)

Entonces Jesús respondió a su pregunta. No lo hizo, como algunos han supuesto, para evitar la necesidad de dar respuesta formulando otra pregunta propia; más bien, su pregunta fue planteada de manera tal que constituía una respuesta completa, aunque parcialmente tácita. “Yo también os haré una pregunta,” dijo Jesús, “que si me la respondéis, también yo os diré con qué autoridad hago estas cosas.” Esta fue su pregunta: “El bautismo de Juan, ¿de dónde era? ¿Del cielo, o de los hombres?”

“El bautismo de Juan”—es decir, toda su obra y ministerio, las doctrinas que enseñó, los testimonios que dio, las ordenanzas que realizó—¿eran de Dios? En cuanto a Juan—de quien no hubo profeta mayor—recordamos que “todo el pueblo que le oyó, y los publicanos, justificaron a Dios, siendo bautizados con el bautismo de Juan. Pero los fariseos y los doctores de la ley desecharon los designios de Dios respecto de sí mismos, no siendo bautizados por él.” (Lucas 7:29–30.) Su bautismo—la señal de su ministerio; el testimonio de que todo lo que enseñaba era verdadero—si creían en Juan, debían creer también en Cristo, pues todo el ministerio de Juan fue de preparación para Aquel que había de venir después.

He aquí, entonces, su respuesta. Jesús está diciendo: “Juan ya ha respondido a vuestras preguntas. Mi autoridad proviene de fuentes más altas que las rabínicas; proviene de mi Padre, como Juan testificó cuando dijo: ‘¡He aquí el Cordero de Dios!’ Si hubierais creído a Juan, creeríais en mí, porque él dio testimonio de mí.”

Pero ellos no habían creído en Juan. ¿Cómo, entonces, podían responder? “Si decimos: Del cielo,” razonaban entre sí, “nos dirá: ¿Por qué, pues, no le creísteis?” Su rebelión pasada daba testimonio de sus pecados presentes. “Pero si decimos: De los hombres,” continuaron, “todo el pueblo nos apedreará, porque están persuadidos de que Juan era profeta.” ¿Cómo, entonces, podían contestar? “No lo sabemos,” dijeron.

“Hay un admirable proverbio hebreo que dice: ‘Enseña a tu lengua a decir: “No lo sé.”’ Pero decir ‘No lo sabemos,’ en este caso, era algo totalmente ajeno a sus costumbres, vergonzoso para su discernimiento, un golpe mortal para sus pretensiones. Era ignorancia en una esfera donde, para ellos, la ignorancia era imperdonable. Ellos, los intérpretes designados de la Ley; ellos, los maestros aceptados del pueblo; ellos, los reconocidos depositarios del conocimiento escritural y de la tradición oral—y, sin embargo, verse obligados, contra sus propias convicciones, a decir, y eso ante la multitud, que no podían determinar si un hombre de inmensa y sagrada influencia—un hombre que reconocía las Escrituras que ellos explicaban y que practicaba las costumbres que ellos veneraban—era un mensajero divinamente inspirado o un impostor engañoso. ¿Eran, entonces, tan dudosas e indistintas las líneas que separaban al profeta inspirado del seductor inicuo? Fue, en verdad, una humillación terrible, una que nunca olvidaron ni perdonaron. ¡Y cuán justa fue la retribución que ellos mismos atrajeron sobre sus cabezas! Las maldiciones que habían planeado para otro recayeron sobre ellos mismos; la pomposa pregunta que debía servirles de arma para aplastar a otro, se volvió repentinamente contra ellos, para su confusión y vergüenza.” (Farrar, pág. 550.)

“Ni yo os digo con qué autoridad hago estas cosas,” dijo Jesús. ‘¿Por qué intentar arrastrarme a vuestras mezquinas disputas rabínicas? ¿Qué importa esta o aquella escuela rabínica muerta? ¿Qué relevancia tiene si algún guía ciego me ha ordenado para hablar con autoridad o no? Ya tenéis vuestra respuesta; Juan os la dio en Betábara, y mi Padre la confirmó con su propia voz desde los cielos cuando, en mi bautismo, dijo: “Este es mi Hijo Amado, en quien tengo complacencia. A Él oíd.”’


Capítulo 86

Tres parábolas para los judíos

“Cuenta una parábola a la casa rebelde.” (Ezequiel 24:3)


Parábola de los dos hijos
(Mateo 21:23, 25, 28–32; JST Mateo 21:31–34)

Todo Israel, por así decirlo—por medio de sus agentes legalmente designados, los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos, que se habían dispuesto para el combate en los atrios de la Casa de Jehová—todo Israel se enfrentó al Dios Encarnado de Israel con la exigencia formulada en relación con todo lo que Él hacía y decía: “¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Y quién te dio esta autoridad?”

El Encarnado, a modo de respuesta, les preguntó: “El bautismo de Juan, ¿de dónde era? ¿Del cielo, o de los hombres?” A esto, como sabían en su corazón, solo había una respuesta posible: ‘Juan fue enviado por Dios; dio testimonio de que tú eres el Cordero de Dios, el Hijo del Padre Eterno; su bautismo tenía el propósito de preparar a los hombres para recibirte; y, por tanto, tú tienes autoridad divina que proviene de Dios, quien es tu Padre. Oímos a Juan decir de ti: “El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano. El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él.” (Juan 3:35–36.) Hemos respondido a nuestra propia pregunta. Tu autoridad es la autoridad de Dios, y Él te la ha dado.’

Para su vergüenza, no pudieron ni quisieron responder de esa manera, porque estaban entre aquellos que “desecharon los designios de Dios respecto de sí mismos, no siendo bautizados por él.” (Lucas 7:30.)

Su silencio fue, en sí mismo, una respuesta que todos los presentes entendieron; sin embargo, Jesús quiso ahora declararles en voz alta la respuesta a su propia pregunta sobre si el bautismo de Juan era de Dios, y por tanto, también revelarles la fuente de su propia autoridad, y hacerlo por medio de una parábola.

¿Pero qué os parece? Un hombre tenía dos hijos, y acercándose al primero le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar en mi viña. Él respondió y dijo: No quiero; pero después, arrepentido, fue. Y acercándose al segundo, le dijo lo mismo. Y éste respondió y dijo: Voy, señor; pero no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad de su padre?

Es una historia clara y sencilla. Hasta aquí no puede haber malentendido, y solo hay una respuesta posible a su pregunta. Se ven obligados a decir: “El primero.” Entonces Jesús aplica su enseñanza:

De cierto os digo, que los publicanos y las rameras entrarán antes que vosotros en el reino de Dios. Porque Juan vino a vosotros en camino de justicia, y dio testimonio de mí, y no le creísteis; pero los publicanos y las rameras le creyeron; y vosotros, después de haber visto mis obras, no os arrepentisteis para poder creerle.

Porque el que no creyó a Juan en cuanto a mí, no puede creer en mí, a menos que primero se arrepienta. Y si no os arrepentís, la predicación de Juan os condenará en el día del juicio.

El Padre de todos nosotros, el Gran Dios, cuyo brazo no se ha acortado para salvar y que desea salvar a todos sus hijos, llama a ambos de sus hijos a trabajar en su viña. El primer hijo es impío, rebelde, sin temor de Dios, inmundo, sin interés en las cosas espirituales. Rechaza el llamado. La religión no es para él. Simbólicamente, él representa a las rameras y a los publicanos. ¿Y qué puede ser más perverso que la inmoral degeneración de una prostituta o la codicia avarienta de un recaudador de impuestos deshonesto y extorsionador?

El segundo hijo—con una apariencia superficial de espiritualidad; ayunando dos veces por semana; ensanchando sus filacterias y alargando los flecos de sus vestiduras; orando en las esquinas para ser visto por los hombres; observando las tradiciones de los padres con un escrúpulo más allá de toda razón; separándose del resto de los hombres, a quienes considera inferiores—el segundo hijo, simbólicamente, son los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos. Él representa a los fariseos y a los rabinistas, los líderes del judaísmo. Son aquellos que, profesando ocuparse en los negocios de su Padre, han dejado que su viña se convierta en un desierto infructuoso. La cizaña crece donde se sembró trigo; las vides pierden su fruto antes de tiempo; las higueras están estériles; las aceitunas se pudren en el suelo; y los cerdos revuelven los campos en busca de alimento.

Juan viene; da testimonio de Cristo; su mensaje es de rectitud y salvación; los publicanos y las rameras se arrepienten; se unen al pueblo que se prepara para recibir al que ha de venir. Los escribas y los líderes no creen, ni siquiera después de que Cristo mismo ministra entre ellos. Y, habiendo rechazado a Juan, no pueden creer en Cristo a menos que se arrepientan. Jesús y Juan son uno; dan testimonio el uno del otro; creer en Juan es creer en Jesús; cada uno da testimonio de la autoridad del otro, y las palabras de ambos condenarán a los rebeldes e incrédulos en el día del juicio. Tal es el mensaje de la parábola de los dos hijos.

Parábola de los labradores malvados
(Mateo 21:33–46; JST Mateo 21:34–35, 42–43, 48–56; Marcos 12:1–12; JST Marcos 12:12; Lucas 20:9–19; JST Lucas 20:10)

Nos hallamos en medio de una poderosa confrontación. Una guerra religiosa está en curso, recordando—o mejor dicho, continuando—la guerra en los cielos, cuando Miguel dirigió los ejércitos de los justos en su conflicto verbal con Lucifer y sus seguidores malignos. Estamos en el templo, que apenas ayer había sido nuevamente purificado. Jesús está allí para enseñar. Sus discípulos se regocijan en cada palabra pronunciada; frente a ellos se encuentran los principales sacerdotes, los escribas, los fariseos y los ancianos. Es un escenario formal; los doctores de la ley y los líderes del pueblo se han presentado en su capacidad oficial para defender y sostener el orden establecido, y para derrocar y destruir este nuevo orden que está siendo instaurado por este galileo advenedizo que viola las tradiciones de sus padres.

Los antagonistas de nuestro Señor acaban de ser derrotados y humillados en la cuestión de la autoridad, y sus almas han sido heridas hasta lo más profundo por la parábola de los dos hijos. Muchos oyentes se han congregado, algunos amistosos y receptivos, otros vengativos y rebeldes. Jesús dice: “A vosotros que no creéis, os hablo en parábolas; para que vuestra injusticia os sea recompensada.” El espíritu de rebelión que llena sus almas les niega el derecho de oír la palabra de la verdad con claridad; su destino, como casa rebelde, es que se les hable de su rebelión en forma de parábolas. Tanto ahora como en lo porvenir, meditarán en estas parábolas, verán su aplicación a sí mismos y siempre se preguntarán si alguna vez han comprendido todo su significado.

Oíd otra parábola: Había un hombre, padre de familia, que plantó una viña, la cercó con vallado, cavó en ella un lagar, edificó una torre, la arrendó a labradores y se fue lejos.

Y cuando se acercó el tiempo de los frutos, envió sus siervos a los labradores, para recibir los frutos de ella. Pero los labradores tomaron a sus siervos; a uno golpearon, a otro mataron, y a otro apedrearon. De nuevo envió otros siervos, más que los primeros, e hicieron con ellos de la misma manera.

Todo esto era un procedimiento comercial bien conocido. Los propietarios solían arrendar sus tierras o ponerlas bajo la custodia de labradores que tenían pleno control sobre su manejo. Los dueños luego viajaban o atendían otros asuntos, y los frutos, en la temporada debida, se dividían entre ellos y los arrendatarios o labradores.

Aquí, el Eterno Dueño de Casa—uno cuyo nombre es Jehová—había plantado a su pueblo en la tierra, comenzando con Adán, el primer labrador, y luego había regresado a los cielos lejanos, dejando al primer hombre de todos los hombres para labrar y cultivar el huerto. O, más específicamente, el Gran Jehová había plantado a su pueblo Israel en la tierra prometida; había entrado en convenio con ellos en medio del humo, el fuego y el trueno del Sinaí; había dado instrucciones en la ley de Moisés para el cuidado y la custodia de su viña; había vuelto a su morada eterna; y de tiempo en tiempo había enviado a sus siervos los profetas para trabajar en la viña y recibir cuentas de los frutos de ella.

Que los profetas de Israel fueron torturados, burlados, azotados, encarcelados, apedreados, aserrados y muertos era un hecho bien sabido. Todos los que escuchaban a Jesús hablar del maltrato recibido por los siervos del dueño recordarían cómo sus propias Escrituras decían de sus padres: “Todos los jefes de los sacerdotes, y el pueblo, transgredieron enormemente… Y Jehová, el Dios de sus padres, les envió sus mensajeros desde temprano y sin cesar, porque tenía compasión de su pueblo y de su morada; mas ellos hacían escarnio de los mensajeros de Dios, y menospreciaban sus palabras, y se burlaban de sus profetas, hasta que subió la ira de Jehová contra su pueblo, y no hubo ya remedio.” (2 Crónicas 36:14–16.)

Todos los que oyeron las palabras de Jesús sabían que incluso en sus propios días había venido “otro siervo”, como lo llaman tanto Marcos como Lucas—uno llamado Juan—que fue rechazado por los principales sacerdotes, arrestado por Antipas, encarcelado en Maqueronte y ejecutado para complacer a Salomé.

Y además: las palabras de Jesús parecían un eco distante de la expresión parabólica de Isaías: “Ahora cantaré por mi amado el cantar de mi amado a su viña. Mi amado tenía una viña en una ladera fértil. La cercó, quitó de ella las piedras, y la plantó de vides escogidas; edificó una torre en medio de ella, e hizo también en ella un lagar; y esperó que diese uvas, y dio uvas silvestres. Ahora pues, oh moradores de Jerusalén y hombres de Judá, juzgad ahora entre mí y mi viña. ¿Qué más se podía hacer a mi viña, que yo no haya hecho en ella? ¿Por qué, esperando que diese uvas, ha dado uvas silvestres?” (Isaías 5:1–4.) En este contexto, con pleno entendimiento por parte de todos los presentes, Jesús continúa la parábola: Pero finalmente les envió a su hijo, diciendo: Respetarán a mi hijo. Mas cuando los labradores vieron al hijo, dijeron entre sí: Este es el heredero; venid, matémosle y apoderémonos de su herencia. Y tomándole, lo echaron fuera de la viña, y lo mataron.

Cuando, pues, venga el señor de la viña, ¿qué hará a aquellos labradores?

“Enviaré a mi hijo amado”, son las palabras del dueño de casa, como las registra Lucas. “Este es mi Hijo Amado”, es el testimonio eterno del mismo Padre. “Yo soy el Hijo de Dios”, es el testimonio que Jesús ha dado de sí mismo en todas partes. Y ahora debe notarse que, según las palabras de la parábola, los labradores—los principales sacerdotes, escribas, fariseos, ancianos, rabinistas, doctores de la ley y gobernantes del pueblo—los labradores designados en ese tiempo para trabajar en la viña y producir frutos para el Señor, sabían quién era el Heredero y eligieron deliberadamente echarlo fuera y matarlo, no fuera que Él los perturbara en sus mezquinas ocupaciones mosaicas.

Y así ahora, por tercera vez consecutiva—las otras dos fueron en relación con la cuestión de la autoridad y en la parábola de los dos hijos—se ven obligados, por sus propios labios, a pronunciar juicio sobre sí mismos. En respuesta a la pregunta de Jesús, dicen: “A esos miserables y malvados hombres los destruirá, y arrendará su viña a otros labradores, que le entreguen los frutos a su debido tiempo.”

Tal es la parábola propiamente dicha, junto con la autocondenación que impuso sobre los labradores malvados, contra quienes en ese momento estaban alineadas las fuerzas de la rectitud. Y no podemos dudar que quienes respondieron así a Jesús sabían que estaban repitiendo las palabras de Isaías: “Ahora, pues, os mostraré lo que haré yo a mi viña,” dice en relación con el canto del amado y la viña, “le quitaré su vallado, y será consumida; aportillaré su cerca, y será hollada. Haré que quede desierta: no será podada ni cavada, y crecerán el cardo y los espinos; y aun a las nubes mandaré que no derramen lluvia sobre ella. Porque la viña de Jehová de los ejércitos es la casa de Israel, y los hombres de Judá planta deliciosa suya; y esperó juicio, y he aquí vileza; justicia, y he aquí clamor.” (Isaías 5:5–7.)

Pero, para que no quedara duda alguna, Jesús entonces sacó sus propias conclusiones y les dijo: ¿Nunca leísteis en las Escrituras: La piedra que desecharon los edificadores, ha venido a ser cabeza del ángulo; el Señor ha hecho esto, y es cosa maravillosa a nuestros ojos?

Por tanto os digo, que el reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él. Y cualquiera que cayere sobre esta piedra será quebrantado; y sobre quien ella cayere, lo desmenuzará.

Al aplicarse a sí mismo las palabras mesiánicas del salmista (Salmo 118:22–26), Jesús está declarando que Él es aquel a quien los labradores malvados echarán fuera y matarán. Cuando los principales sacerdotes, los escribas, los fariseos y los demás oyeron esta parábola, “entendieron que hablaba de ellos. Y dijeron entre sí: ¿Pensará este hombre que él solo puede arruinar este gran reino? Y se enojaron contra él. Pero cuando procuraron prenderlo, temieron a la multitud, porque supieron que el pueblo lo tenía por profeta.”

Más tarde, suponemos que en respuesta a sus preguntas, Jesús dijo a sus discípulos:

¿Os maravilláis de las palabras de la parábola que les hablé? De cierto os digo, yo soy la piedra, y esos malvados me rechazan. Yo soy la cabeza del ángulo. Estos judíos tropezarán en mí y serán quebrantados. Y el reino de Dios les será quitado y será dado a una nación que produzca sus frutos (refiriéndose a los gentiles). Por tanto, sobre quienquiera que caiga esta piedra, lo desmenuzará. Y cuando venga el Señor de la viña, destruirá a esos hombres malvados y miserables, y volverá a arrendar su viña a otros labradores, aun en los postreros días, quienes le entregarán los frutos a su debido tiempo.

Después de esto, como Mateo concluye tan acertadamente: “Entonces entendieron la parábola que les habló, que los gentiles también serían destruidos cuando el Señor descendiera del cielo para reinar en su viña, que es la tierra y sus habitantes.”

Parábola de las bodas del hijo del rey
(Mateo 22:1–14; JST Mateo 22:3–4, 7, 14)

La teología judía, la tradición judía y la esperanza judía coincidían en fijar en la mente del pueblo una gran expectativa mesiánica: el reino de su Libertador Mesiánico sería inaugurado con un gran banquete, un banquete de bodas, una fiesta para celebrar simbólicamente el matrimonio del Mesías Prometido con su pueblo del convenio. Que esta esperanza mesiánica—aunque malentendida, malinterpretada y mal aplicada por los expositores rabínicos de su ley y tradición—es verdadera, lo veremos en la siguiente parábola, mientras Jesús prosigue y, por el momento, culmina su confrontación con los enemigos de toda rectitud que están ante Él en el atrio del templo.

En verdad, como veremos, habrá una “cena del Señor” para dar inicio a Su reinado milenario, un gran banquete al que “todas las naciones serán invitadas”: una fiesta en honor del Esposo, el Hijo del gran Rey, cuya esposa es la Iglesia. No será un banquete cerrado y exclusivo solo para los judíos, como suponen los rabinistas, y no se llevará a cabo en su plenitud hasta que el Hijo del Rey venga por segunda vez para gobernar y reinar en la tierra por mil años. Todo esto se manifiesta ahora cuando el Maestro de las parábolas pronuncia la parábola de las bodas del hijo del rey:

El reino de los cielos es semejante a un rey que hizo bodas para su hijo; y cuando las bodas estuvieron listas, envió a sus siervos a llamar a los que habían sido invitados a las bodas; pero no quisieron venir.

Otra vez envió otros siervos, diciendo: Decid a los invitados: He aquí, he preparado mi banquete, mis bueyes y animales cebados han sido muertos, y todo está dispuesto; por tanto, venid a las bodas.

La Iglesia de Jesucristo—que es el reino de Dios en la tierra; la organización que administra el evangelio del reino; el evangelio que es el pan de vida del cual los hombres pueden comer y nunca más tener hambre—esta iglesia, con todo su poder salvador, es semejante a un rey que celebra las bodas de su hijo. Así comienza la parábola. La Deidad es el Rey; Jesús (Jehová) es el Hijo; y los primeros invitados a “las bodas del Cordero”—los invitados a venir a Cristo y a banqueteares con la buena palabra de Dios—son las huestes escogidas y favorecidas del antiguo Israel, a quienes se ofrecieron las verdades salvadoras en los días antiguos. Los siervos que colmaron las mesas del banquete con maná celestial fueron Moisés, Isaías y todos los profetas; fueron todos los mensajeros de antaño que testificaron del Hijo de Dios y suplicaron a la descendencia de Abraham que se alimentara con la palabra de Cristo y participara de aquel pan eterno que solo Él puede dar. “Porque tu marido es tu Hacedor,” proclamó Isaías a Israel, “Jehová de los ejércitos es su nombre.” (Isaías 54:5.)

La costumbre oriental requería dos invitaciones para las fiestas de bodas: la primera, una invitación de preparación; la segunda, para anunciar que el período de fiesta—de siete o catorce días, según fuera el caso—había llegado. Con la venida del Hijo, se envió la segunda invitación; las proclamaciones del Antiguo Testamento prepararon el camino para la renovada proclamación del mismo mensaje en tiempos del Nuevo Testamento. Así, “otros siervos” vuelven a invitar al pueblo del convenio a venir y comer. De nuevo, el banquete está preparado. De nuevo, el Esposo será el Marido de todos los que crean. De nuevo, la invitación se dirige a Israel: “Porque te llamó Jehová como a mujer abandonada y triste de espíritu, como a la esposa de la juventud.” (Isaías 54:6.) “Venid a las bodas” es el llamado.

Mas ellos, sin hacer caso, se fueron, uno a su labranza, otro a sus negocios; y los demás, tomando a los siervos, los afrentaron y los mataron.

Pero cuando el rey oyó que sus siervos habían muerto, se enojó; y envió sus ejércitos, destruyó a aquellos homicidas y quemó su ciudad.

El Israel judío está compuesto de rebeldes asesinos. Poseen una forma de piedad que oculta su avaricioso interés por las granjas, los negocios y las cosas de este mundo. Matan a los apóstoles y profetas que los invitan al banquete del evangelio, y desafían y se rebelan contra Aquel que los envió. Él, a su vez, usando el acero romano y la venganza del fuego, en el año 70 d. C. destruye a los asesinos y quema Jerusalén. Las palabras de la parábola son la voz de la profecía.

Entonces dice a sus siervos: Las bodas están preparadas, pero los que fueron invitados no eran dignos. Id, pues, a las encrucijadas de los caminos, y a cuantos halléis, invitadlos a las bodas.

Y saliendo aquellos siervos por los caminos, reunieron a todos los que hallaron, tanto malos como buenos; y las bodas se llenaron de convidados.

Así termina el día de trato preferencial de Israel; habiendo rechazado a su Rey y a su Hijo, ya no son dignos de recibir las bendiciones de Abraham. Ahora el evangelio va a todos los hombres, tanto judíos como gentiles. De Jerusalén a los caminos del mundo; de la simiente de Abraham a toda la simiente de Adán; de los pocos favorecidos a toda la humanidad: así se prefigura en la parábola el nuevo orden.

Y así es hoy, cuando “aquellos siervos” designados en esta dispensación realizan su obra. Sus voces claman: “Preparad el camino del Señor, preparad la cena del Cordero, preparaos para el Esposo.” (Doctrina y Convenios 65:3.) Salen “para que se prepare un banquete de cosas suculentas para los pobres; sí, un banquete de cosas suculentas, de vinos purificados sobre sus heces, para que la tierra sepa que las bocas de los profetas no fallarán; sí, una cena de la casa del Señor, bien preparada, a la cual serán invitadas todas las naciones. Primero, los ricos y los instruidos, los sabios y los nobles; y después vendrá el día de mi poder,” dice el Señor. “Entonces los pobres, los cojos, los ciegos y los sordos entrarán a las bodas del Cordero y participarán de la cena del Señor, preparada para el gran día venidero.” (Doctrina y Convenios 58:8–11.)

Y cuando el rey entró para ver a los convidados, vio allí a un hombre que no estaba vestido con traje de bodas; y le dijo: Amigo, ¿cómo entraste aquí sin tener el traje de bodas? Mas él enmudeció.

Entonces dijo el rey a los siervos: Atadle de pies y manos, y echadle fuera, a las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes.

Porque muchos son llamados, mas pocos son escogidos; por tanto, no todos tienen puesto el traje de bodas.

Los que son reunidos incluyen tanto a malos como a buenos; la red del evangelio atrapa peces de toda clase. Solo los que se hacen dignos son salvos. Todos los que entran en la Iglesia deben abandonar el mundo, arrepentirse de sus pecados y guardar los mandamientos; de lo contrario, serán echados fuera con los impíos y rebeldes y sufrirán las penas de los condenados.

La salvación es un asunto personal; llega a los individuos, no a las congregaciones. La membresía en la Iglesia por sí sola no salva; se requiere obediencia después del bautismo. Cada persona invitada al banquete de bodas será examinada individualmente, y de los muchos llamados a participar de las bendiciones del evangelio, solo unos pocos vestirán las ropas de rectitud que deben cubrir a todo ciudadano del cielo celestial. En verdad, el Señor “ha preparado a sus convidados,” como dijo Sofonías, pero “todos los que se visten con vestiduras extrañas” serán echados fuera. (Sofonías 1:7–8.)

“Gocémonos y alegrémonos, y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado. Y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente; porque el lino fino es las acciones justas de los santos. Y el ángel me dijo: Escribe: Bienaventurados los que son llamados a la cena de las bodas del Cordero.” (Apocalipsis 19:7–9.)


Capítulo 87

Los judíos provocan, tientan y rechazan a Jesús

“Y él será por piedra de tropiezo y por roca de caída para ambas casas de Israel; por lazo y por trampa a los moradores de Jerusalén. Y muchos tropezarán entre ellos, y caerán, y serán quebrantados, y se enredarán, y serán apresados.” (Isaías 8:14–15)

“A aquel a quien el hombre desprecia, a aquel a quien la nación aborrece, al siervo de los tiranos.” (Isaías 49:7)

“Despreciado y desechado entre los hombres.” (Isaías 53:3)

“Porque los habitantes de Jerusalén y sus gobernantes, por cuanto no le conocieron, ni entendieron las palabras de los profetas que se leen todos los días de reposo, las cumplieron al condenarle.” (Hechos 13:27)


Dad a Dios y al César lo que es suyo
(Mateo 22:15–22; Marcos 12:13–17; Lucas 20:20–26; JST Lucas 20:21)

Si alguna vez se concibió un complot en el infierno, nacido del odio y ejecutado con astucia satánica, fue la estratagema urdida en conjunto por los fariseos y los herodianos respecto al pago del tributo al César. Cuando estos dos partidos—los fariseos, cuya devoción extrema e intransigente a Jehová rechazaba aun el pensamiento de la dominación romana, y los herodianos, cuya adulación servil hacia Roma los convertía en enemigos abiertos de los fariseos—cuando estos adversarios políticos se unieron para pedirle a Jesús que se pronunciara a favor de uno u otro (suponiendo que una respuesta pro-farisea provocaría su arresto por las autoridades romanas, y una respuesta pro-herodiana causaría su rechazo por el pueblo); cuando el rigorismo jerárquico de los fariseos y la conveniencia política de los herodianos unieron sus voces, ciertamente sus preguntas debieron haber sido formuladas en las cámaras del consejo de Satanás mismo.

Los fariseos, rabinistas, sacerdotes, ancianos y dirigentes del pueblo, “frustrados en su intento de involucrarlo en un asunto eclesiástico”—es decir, habiendo formulado las preguntas: “¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Y quién te dio esta autoridad?”, con el propósito de demostrar que Él no tenía derecho rabínico alguno para enseñar o hacer milagros; habiendo sido humillados por su respuesta y por su incapacidad de explicar el testimonio de Juan acerca de su filiación divina; y habiendo sido condenados, reprendidos y dejados, por así decirlo, heridos y sangrando por las palabras cortantes de las tres parábolas que Él les había dirigido—entonces, “frustrados en su intento de involucrarlo en lo eclesiástico, intentaron ahora el recurso mucho más peligroso de ponerlo en conflicto con las autoridades civiles”, como lo expresa Edersheim.

“Recordando los celos vigilantes de Roma, la tiranía imprudente de Pilato y las intrigas de Herodes, quien en ese tiempo se hallaba en Jerusalén, sentimos instintivamente cuán absolutamente fatal habría sido aun el más leve compromiso por parte de Jesús respecto a la autoridad del César. Si se hubiera podido probar, con testimonio irrefutable, que Jesús se había declarado a favor del partido llamado ‘nacionalista’ o que lo había alentado, habría perecido rápidamente, como Judas de Galilea. Los líderes judíos habrían logrado así fácilmente su propósito, y la impopularidad del hecho habría recaído únicamente sobre el odiado poder romano. Cuán grande fue el peligro que amenazaba a Jesús puede deducirse del hecho de que, a pesar de su clara respuesta, la acusación de que ‘pervertía a la nación, prohibiendo dar tributo al César’, fue efectivamente una de las que se presentaron contra Él ante Pilato.” (Edersheim 2:383–384; Lucas 23:2.)

Nuestras experiencias con los fariseos, en muchos lugares y en numerosas ocasiones, nos han dejado cautelosos respecto de estos extremistas religiosos—estos fanáticos que ayunan dos veces por semana; que ensanchan sus filacterias y alargan los sagrados flecos de sus vestiduras; que oran en las calles para ser vistos por los hombres; y que convierten la vida sencilla en un infierno morboso mediante sus restricciones sabáticas, lavamientos ceremoniales y tradiciones sin fundamento.

¿Pero quiénes son los herodianos, y cómo encajan en el contexto social del judaísmo? Ellos “aparecen raramente en la narración evangélica. Su misma designación—un adjetivo latinizado aplicado a los cortesanos de lengua griega de un príncipe edomita que, por intervención romana, se había convertido en rey de Judea—revela de inmediato su origen híbrido. Su existencia tenía principalmente un significado político, y se mantenían fuera del cauce de la vida religiosa, salvo en la medida en que sus tendencias helenizantes y sus intereses mundanos los llevaban a mostrar un ostentoso desprecio por la ley mosaica.”

“Eran, en realidad, nada más que cortesanos provincianos: hombres que se regocijaban al amparo de una pequeña tiranía que, por sus propios intereses personales, estaban ansiosos de sostener. Su máxima ambición era fortalecer a la familia de Herodes manteniéndola en buenos términos con el imperialismo romano, y lograr esta buena relación reprimiendo todo anhelo nacional. Y para ello, helenizaron sus nombres semíticos, adoptaron costumbres extranjeras, frecuentaron los anfiteatros, aceptaron familiarmente los símbolos de la supremacía pagana, e incluso llegaron al extremo de borrar, por medios artificiales, el símbolo distintivo y de convenio de la nacionalidad hebrea.

“Que los fariseos toleraran siquiera una asociación temporal con hombres como éstos—cuya sola existencia era una violenta afrenta a sus prejuicios más sagrados—nos permite medir con mayor precisión la intensidad virulenta del odio que Jesús había suscitado en ellos. Y ese odio estaba destinado a volverse aún más mortal. Ya se hallaba al rojo vivo; las palabras y los hechos de aquel día lo elevarían a su punto más blanco de furia.” (Farrar, págs. 555–556.)

Y así encontramos a los fariseos y a los herodianos confabulándose en secreto, sobre “cómo podrían enredarle en sus palabras.” Su plan: ciertos discípulos de los fariseos—algunos de sus jóvenes eruditos que aún no habían confrontado abiertamente a Jesús y que le serían desconocidos—se unirían a los herodianos para pedirle que resolviera la gran cuestión política que los dividía. Estos hombres—Lucas los llama “espías”—“fingirían ser justos.” Plantearían el tema del pago del tributo a Roma. Si Jesús se ponía del lado de los herodianos y aprobaba el poder tributario romano, provocaría la antipatía del pueblo, quizá su rechazo. Pero si, siquiera con una insinuación, cuestionaba el dominio o los impuestos romanos, su intención era “entregarlo al poder y autoridad del gobernador.”

“Si aquel a quien ellos consideran el Mesías llegara a adherirse abiertamente a una tiranía pagana y a sancionar sus más agobiantes cargas, tal decisión disiparía de inmediato cualquier aprecio que el pueblo pudiera tener por Él. Si, por el contrario, como es casi seguro, adoptara las opiniones de su compatriota Judas el Galileo y respondiera: ‘No, no es lícito,’ entonces, en ese caso también nos libraremos de Él; pues estaría en abierta rebelión contra el poder romano, y estos nuevos amigos herodianos nuestros podrían entregarlo de inmediato a la jurisdicción del procurador. Poncio Pilato tratará con dureza sus pretensiones y, si es necesario, sin la menor vacilación mezclará su sangre, como ya lo ha hecho con la de otros galileos, con la sangre de los sacrificios.” (Farrar, pág. 558.)

Su acercamiento fue respetuoso, deferente, cortés. ¿Quién, sino alguien tan sabio como Él, podría guiarlos en este asunto que tanto los dividía? Pero su respeto era fingido, su deferencia una farsa, y su cortesía un delgado barniz que ocultaba un odio implacable. “Maestro, sabemos que eres veraz, y que enseñas el camino de Dios con verdad, y que no te cuidas de nadie,” fue el elogioso halago diseñado para tomarlo desprevenido, “porque no haces acepción de personas.” ‘Tú solo eres veraz; tú solo hablas lo que Dios desea que se diga; solo tú puedes elevarte por encima de la política mezquina de estos días; por fin, tu sabiduría divina marcará nuestro rumbo.’ El problema planteado: “¿Es lícito dar tributo al César, o no? ¿Daremos, o no daremos?”

Mateo dice que Jesús “conoció su malicia”; Lucas comenta que “percibió su astucia”; y Marcos afirma que sabía “su hipocresía.” Hace ya mucho tiempo que incluso estos conspiradores malvados debieron dejar de suponer que podían engañar a aquel que ha declarado repetidamente: “Yo soy el Hijo de Dios; todas las cosas me han sido entregadas por mi Padre.” Su respuesta fue breve y directa: “¿Por qué me tentáis, hipócritas? Mostradme la moneda del tributo.” Ellos le presentaron un denario romano que llevaba la imagen del César Tiberio, emperador de Roma. “¿De quién es esta imagen y esta inscripción?”, preguntó Jesús. Respondieron: “Del César.” Su respuesta—no, su decisión, su decreto—resolvió entonces y ahora la cuestión entre la Iglesia y el Estado: “Dad, pues, al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.”

Para su tiempo y para el nuestro, el reino del Rey-Mesías no es de este mundo; es un reino espiritual, un reino eclesiástico, una Iglesia y congregación en la cual los verdaderos creyentes pueden hallar paz en esta vida y obtener esperanza de vida eterna en el mundo venidero. Para su tiempo y para el nuestro, los hombres deben dar al César lo que es del César, y al hacerlo, se sujetan a las potestades establecidas. Habiendo sido así instruidos, los conspiradores se maravillaron de su doctrina, “y dejándole, se fueron.”

Si hay una lección adicional que aprender de esta confrontación, quizá esté acertadamente resumida en las palabras del élder James E. Talmage: “Cada alma humana está estampada con la imagen y la inscripción de Dios, por más borrosas e indistintas que se hayan vuelto las líneas a causa de la corrosión o el desgaste del pecado; y así como al César deben entregarse las monedas que llevan su efigie, así también deben darse a Dios las almas que llevan Su imagen. Dad al mundo las piezas acuñadas que son de curso legal bajo los emblemas del poder terrenal, y dad a Dios y a Su servicio a vosotros mismos—la acuñación divina de Su reino eterno.” (Talmage, págs. 546–547.)

Jesús enseña la ley del matrimonio eterno
(Mateo 22:23–33; Marcos 12:18–27; JST Marcos 12:23, 28, 32; Lucas 20:27–40; JST Lucas 20:35)

En este mismo día—martes 4 de abril del año 30 d. C., el tercer día de la semana de la expiación—en los atrios del templo, Jesús ha vencido los ataques malignos y triunfado sobre las tramas satánicas de los saduceos, sanedritas, principales sacerdotes, escribas, ancianos, gobernantes y líderes del pueblo, rabinistas y doctores de la ley, fariseos y sus discípulos, así como de los odiados herodianos. Ahora se suman a la contienda los saduceos, quienes forman parte del coro de rebeldes burlones cuyo propósito es provocar, tentar y menospreciar al Hijo de Dios, con la esperanza de que sea rechazado por el pueblo y condenado a muerte por el procurador romano.

Sus maquinaciones diabólicas toman la forma de un ataque burlón y sarcástico contra la doctrina de la resurrección. Su arma es el ridículo. Ya conocen la respuesta a la pregunta que van a formular; es un tema comúnmente debatido en las escuelas rabínicas, en el que los fariseos y el pueblo en general mantienen una opinión aceptada y predominante. Vienen, pues, con “una vieja y gastada artimaña de casuística, concebida en el mismo espíritu de ignorancia autocomplaciente que caracteriza a muchos de los argumentos de los modernos saduceos contra la resurrección del cuerpo, pero aún lo bastante confusa para proporcionarles un pretexto en favor de su incredulidad y una ‘dificultad’ que arrojar al camino de sus oponentes.” (Farrar, pág. 561.)

En este caso, sus oponentes son tanto Jesús—por quien viene la resurrección—como los fariseos, quienes, con todos sus defectos, sí creen que los cuerpos de los muertos resucitarán de sus tumbas para vivir en gloriosa inmortalidad.

Así, desde sus corazones malignos de incredulidad—pues los saduceos dicen que “no hay resurrección”—y desde sus labios llenos de desprecio y burla, estos adoradores agnósticos, si así pueden llamarse, iniciaron su coloquio con Jesús diciendo: “Maestro, Moisés dijo: Si alguno muere sin tener hijos, su hermano se casará con su mujer y levantará descendencia a su hermano.”

Tal afirmación, en lo que respecta a su contenido, era un resumen correcto de la ley del levirato. En efecto, Moisés había dado tal mandamiento a Israel cuando éstos estaban sujetos a todos los términos y condiciones del nuevo y sempiterno convenio del matrimonio—including la pluralidad de esposas. Moisés había incluido ese requisito dentro de la disciplina matrimonial revelada en su época, a fin de que los hombres justos que murieran sin posteridad pudieran tenerla en la eternidad, donde vivirían para siempre en la unidad familiar. Moisés había hecho tal provisión para los fieles poseedores del sacerdocio de Melquisedec, cuyo principal propósito y meta en la vida era crear para sí mismos unidades familiares eternas, modeladas según la familia de Dios, su Padre Celestial. El uso que los saduceos hicieron del principio mosaico como base de su pregunta capciosa indica que algún vestigio del matrimonio levirato—aunque torcido y pervertido—aún prevalecía en el judaísmo.

Habiendo dado una aparente reverencia a la declaración de Moisés sobre el levirato, los saduceos mencionan ahora a cierta mujer que, buscando descendencia, se casó sucesivamente con siete hermanos, cada uno de los cuales murió antes que ella. “En la resurrección, ¿de cuál de los siete será esposa?”, preguntan, “pues todos la tuvieron por mujer.” Es difícil comprender por qué formularían una pregunta tan insensata, aun con intención de burla, pues toda persona instruida ya conocía la respuesta. El asunto había sido analizado y debatido extensamente en las escuelas rabínicas. “Los fariseos,” por ejemplo, como señala Farrar, “ya habían resuelto la cuestión de una manera bastante obvia y satisfactoria para ellos mismos, diciendo que ella sería, en la resurrección, esposa del primer marido.” (Farrar, pág. 561.)

Desde nuestro punto de vista, diríamos que sería la esposa de aquel con quien se casó por el tiempo y por toda la eternidad. Cualquier otro matrimonio, siendo solo hasta que la muerte separara a las partes del convenio, terminaría cuando cesara la vida mortal de uno u otro de ellos.

Pero detrás de esta pregunta aparentemente inocente se oculta una burla implícita a la doctrina de la resurrección. ‘¡Qué necedad creer en una resurrección literal en la cual continúa la unidad familiar—como creen los fariseos y enseñan los rabinos—cuando todos saben que una viuda siete veces casada no puede tener siete maridos al mismo tiempo!’ Tal razonamiento, en su contexto histórico, nos parece un argumento mezquino y débil. Pero suponemos que era el mejor que los saduceos—quienes, fueran lo que fuesen, no eran ni estudiosos de las Escrituras ni teólogos—podían idear en ese momento.

Jesús respondió como lo haría un maestro tolerante, sin el sarcasmo mordaz ni la invectiva punzante que, en esta etapa de su ministerio, con frecuencia acompañaban sus respuestas a los escribas y fariseos. “Erráis,” dijo, “ignorando las Escrituras y el poder de Dios.”

¡Ignorando las Escrituras! Qué poco sabían del propósito y significado de lo que estaba escrito. ¿No habían leído que “el que los hizo al principio”—al principio, nótese bien; antes de que la muerte entrara en el mundo—“varón y hembra los hizo”? ¿No sabían que el Creador Eterno, quien unió a Adán y Eva en un matrimonio eterno, cuando aún no había muerte en el mundo, había dicho: “Por esto”—para que vivieran juntos para siempre—“dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne”? ¿No comprendían que esos cónyuges “ya no son dos, sino una sola carne,” y que “lo que Dios juntó”—obsérvese bien, lo que Dios, no el hombre—“no lo separe el hombre”? (Mateo 19:4–6.) ¿Les era completamente desconocida la escritura que dice: “Yo he entendido que todo lo que Dios hace será perpetuo”? (Eclesiastés 3:14.)

¿Ignoraban las enseñanzas de las Escrituras que declaran que solo aquellos que creen en el evangelio, que poseen el Santo Sacerdocio, que creen en Cristo y guardan sus mandamientos—solo éstos son los que pueden recibir la aplicación de la ley del levirato dada por Moisés? No existe, ni puede existir, continuidad de la unidad familiar en la eternidad para ningún otro grupo. El matrimonio celestial y la consecuente relación eterna como esposo y esposa no tienen aplicación alguna a los impíos que viven según los designios del mundo.

¡Ignorando… el poder de Dios! Como todos los hombres carnales, eran incapaces de comprender cómo Aquel que creó al hombre a partir de los elementos primordiales también podía llamar de nuevo a su cuerpo muerto del polvo a la vida. El poder de Dios: el poder que crea, el poder que apaga el aliento mortal, el poder que devuelve la vida a los elementos muertos de un cuerpo sin esperanza. Si Dios crea, ¿acaso no puede también resucitar? Y si hace que los hombres vivan de nuevo en gloriosa inmortalidad, ¿no podrá resolver un problema tan trivial como el de decidir de cuál de los siete será esposa aquella mujer? ¡Qué limitadas, mezquinas y carentes de gloria son las perspectivas de quienes no conocen ni las Escrituras ni el poder de Dios!

Tres relatos siguen a continuación sobre lo que Jesús dijo después. Mateo presenta su enseñanza así: “Porque en la resurrección ellos ni se casan ni se dan en casamiento, sino que son como los ángeles de Dios en el cielo.”

Marcos ofrece la misma enseñanza en palabras sustancialmente equivalentes: “Porque cuando ellos resuciten de los muertos, ellos ni se casan ni se dan en casamiento, sino que son como los ángeles que están en los cielos.”

A la luz de la común herejía sectaria—basada en una ignorancia sustancialmente igual a la que envolvía a los saduceos—que sostiene que no hay casamiento ni entrega en casamiento en el mundo de gloria resucitada, no podemos dejar de enfatizar la necesidad imperiosa de identificar quiénes son ellos a quienes Jesús se refiere aquí. Por consiguiente, recurrimos a Lucas, quien nos brinda la explicación más completa y esclarecedora de las palabras inspiradas de Aquel que, siendo Jehová—antes de que la muerte entrara en el mundo—selló al primer hombre, Adán, y a la primera mujer, Eva, en una unión matrimonial eterna: “Los hijos de este mundo se casan, y se dan en casamiento; mas los que fueren tenidos por dignos de alcanzar aquel mundo, y la resurrección de entre los muertos, ni se casan, ni se dan en casamiento. Porque ya no pueden morir más, pues son iguales a los ángeles, y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.” (Lucas 20:34–36.)

Ahora bien, estas palabras fueron pronunciadas a los detractores de Jesús, quienes no creían en la resurrección; fueron dichas en respuesta a una pregunta sobre el matrimonio formulada solo como una artimaña, no porque realmente buscaran información acerca de cómo operan el matrimonio y la unidad familiar en los mundos venideros; y fueron dirigidas a personas que sabían perfectamente que los fariseos, los rabinos y el pueblo creían no solo en una resurrección, sino en una resurrección en la que la misma sociabilidad—including el matrimonio y la unidad familiar—que existe entre los mortales continuaría entre los inmortales.

Es cierto que algunos creían, como se dice que repetía con frecuencia cierto Rabí Raf: “En el mundo venidero no comerán, ni beberán, ni engendrarán hijos, ni comerciarán. No habrá envidia ni contienda, sino que los justos se sentarán con coronas en sus cabezas y disfrutarán del esplendor de la Majestad Divina.” Esta, sin embargo, era una opinión minoritaria—¿no podríamos decir, en lo que a ellos respecta, una opinión herética? “La mayoría se inclinaba a una visión materialista de la resurrección. El libro precristiano de Enoc (del cual cita Judas en el Nuevo Testamento) declara que los justos, después de la resurrección, vivirán tanto tiempo que engendrarán miles. La doctrina aceptada fue expuesta por el Rabí Saadia, quien dice: ‘Así como el hijo de la viuda de Sarepta y el hijo de la sunamita comieron y bebieron, y sin duda tomaron esposas, así será en la resurrección’; y por Maimónides, quien enseña: ‘Los hombres, después de la resurrección, usarán carne y bebida, y engendrarán hijos, porque, dado que el Sabio Arquitecto no hace nada en vano, es necesario concluir que los miembros del cuerpo no son inútiles, sino que cumplen su función.’ El punto planteado por los saduceos fue ampliamente debatido por los doctores judíos, quienes determinaron que ‘una mujer que haya tenido dos maridos en este mundo será restaurada al primero en el venidero.’”

¿Quiénes, entonces, son aquellos a los que Jesús se refiere cuando dice que “ni se casan ni se dan en casamiento” en la resurrección? Son los hijos de este mundo; son los mundanos, carnales y rebeldes; son los que viven según las costumbres del mundo. Son los impíos e inicuos que “no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo; los cuales serán castigados con eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder, cuando venga para ser glorificado en sus santos.” (2 Tesalonicenses 1:8–10.)

Son los saduceos y todos los de su clase, que ni siquiera creen en una resurrección, y mucho menos en el gozo eterno de la vida familiar eterna.

De tales personas dice el Señor: “Si un hombre se casa con una mujer en el mundo, y no se casa con ella por mí ni por mi palabra, y hace convenio con ella mientras esté en el mundo y ella con él, su convenio y matrimonio no tienen validez cuando mueren y cuando están fuera del mundo; por tanto, no están sujetos a ninguna ley cuando están fuera del mundo. Por tanto, cuando están fuera del mundo, ni se casan ni se dan en casamiento, sino que son designados ángeles en el cielo; estos ángeles son siervos ministrantes, para ministrar a aquellos que son dignos de una gloria mucho mayor, y más excelente y eterna. Porque estos ángeles no permanecieron en mi ley; por tanto, no pueden ser engrandecidos, sino que permanecen separados y solos, sin exaltación, en su condición de salvación, por toda la eternidad; y desde entonces no son dioses, sino ángeles de Dios para siempre jamás.” (Doctrina y Convenios 132:15–17.)

Y en cuanto a los muertos, que han de resucitar, ¿no habéis leído en el libro de Moisés cómo en la zarza Dios le habló, diciendo: “Yo soy el Dios de Abraham, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob”? No es, pues, Dios de muertos, sino de vivos; porque los levanta de sus sepulcros. Por tanto, “mucho erráis.”

Al dirigirse a los saduceos—que no creían en los profetas, ni en la preexistencia, ni en los ángeles, ni en los espíritus, ni en la vida después de la muerte, ni en la resurrección, ni en reinos de gloria eterna donde se perfecciona la felicidad familiar—al hablarles a estos agnósticos judíos, Jesús no citó las palabras registradas por Isaías que dicen a Israel: “Tus muertos vivirán; sus cadáveres resucitarán. ¡Despertad y cantad, moradores del polvo!… porque la tierra dará a luz a sus muertos.” (Isaías 26:19.)

No se remitió a las palabras de Daniel, que afirman: “Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua.” (Daniel 12:2.)

Ni les recordó la visión de Ezequiel sobre el valle de los huesos secos—los huesos de todo Israel—que se cubrieron de nervios, carne y piel, y volvieron a vivir; ni la promesa del Dios de Israel a su pueblo: “He aquí, yo abro vuestros sepulcros… y os traeré a la tierra de Israel.” (Ezequiel 37:1–14.)

Tampoco los remitió a nada de lo que los profetas antiguos habían dicho sobre la vida y la inmortalidad que se realizan mediante la expiación del Hijo de Dios.

Más bien, nuestro Señor, volviéndose al Pentateuco, presentó una prueba irrefutable de la resurrección—una prueba más noble y grandiosa aún que las palabras proféticas o las visiones de los videntes. Él equiparó la resurrección con la misma existencia de Dios y del hombre. ¡El Eterno no es Dios de muertos, sino de vivos! ¡Cuán indigno, cuán impotente, cuán bajo y vil sería Dios si todas las cosas hubieran sido creadas en vano; si sus hijos mortales desaparecieran y sus cuerpos se convirtieran en “puñados grises de polvo desmenuzado”!

A menos que Abraham, Isaac y Jacob vivan; a menos que sus espíritus moren con los justos mientras esperan su resurrección; a menos que vuelvan a levantarse para llegar a ser semejantes a Aquel cuyo linaje son; a menos que haya victoria sobre la tumba—los propósitos de la creación se desvanecen, Dios queda destronado y sus planes y designios fracasan. Pero Él no es Dios de muertos. De hecho, no hay muertos, porque todos viven para Él.

¿A qué habría llegado la fe de Abraham, Isaac y Jacob, si no hubiera resurrección? “A la muerte, a la nada, y a un silencio eterno, y a ‘una tierra de oscuridad, tan oscura como las tinieblas mismas’, después de una vida tan llena de pruebas que el último de estos patriarcas la describió como una peregrinación de pocos y malos años. Pero Dios quiso algo más que eso. Quiso—y así lo interpretó el Hijo de Dios—que Aquel que ayuda a los que confían en Él aquí, sea su ayuda y su sostén por los siglos de los siglos, y que el mundo venidero no se convierta para ellos en ‘una tierra donde todo es olvidado.’” (Farrar, págs. 562–563.)

No es de extrañar que “cuando la multitud oyó esto [todo lo que había dicho tanto sobre el matrimonio como sobre la resurrección], se maravillaban de su doctrina”, y que “algunos de los escribas, respondiendo, dijeran: Maestro, bien has dicho.”

“El primer y gran mandamiento”
(Mateo 22:34–40; Marcos 12:28–34)

Aquellos que creían en una resurrección literal y en la continuación de la unidad familiar en la eternidad se encontraron con sentimientos ambivalentes cuando Jesús venció a los saduceos. Se regocijaban en su respuesta, pero se sentían repelidos por su persona. Se complacían en ver expuestas las falsas doctrinas saduceas, y sin embargo, este galileo debía ser desacreditado como falso profeta y engañador de alguna otra manera.

Algunos de los escribas tuvieron la cortesía de decir: “Maestro, bien has dicho,” al ver la completa humillación de los altivos saduceos. Pero uno de ellos—identificado también como un abogado, experto en la ley, considerado intérprete de la ley y maestro del pueblo, y muy estimado entre sus pares—acudió a un grupo de fariseos observadores para consultar qué nuevo ataque podría hacerse contra Aquel que siempre salía victorioso de las confrontaciones.

Aunque estos saduceos agnósticos, estos no eruditos, estos no teólogos, que apenas aparentaban conocimiento de las Escrituras, no fueron rivales para el Maestro, los doctos escribas y fariseos—ellos sí—habrían de idear un problema cuya respuesta, cualquiera que fuese, provocaría división y oposición contra Él.

Después de consultar con los fariseos, uno de los escribas presentó esta cuestión: “Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley?” A nosotros esto puede parecernos una pregunta perfectamente normal y razonable; sin embargo, en su contexto judío entendemos pronto por qué Mateo dice que fue formulada con el propósito de “tentarlo”. En efecto, era un asunto en torno al cual giraba una considerable controversia.

“Las escuelas rabínicas, en su espíritu entrometido, carnal y superficial de juegos de palabras y adoración de la letra, habían tejido enormes acumulaciones de sutilezas inútiles sobre el código mosaico. Entre otras cosas, habían malgastado su ocio en intentos fantásticos por contar, clasificar, pesar y medir todos los mandamientos separados de la ley ceremonial y moral. Habían llegado a la sabia conclusión de que existían 248 preceptos afirmativos—tantos como los miembros del cuerpo humano—y 365 preceptos negativos, tantos como las arterias y venas, o como los días del año; el total era 613, que también era el número de letras del Decálogo.

“Llegaban al mismo resultado por el hecho de que se mandaba a los judíos usar flecos (tsitsit) en las esquinas de su manto (tallit), atados con un hilo azul; y como cada fleco tenía ocho hilos y cinco nudos, y las letras de la palabra tsitsit sumaban 600, el número total de mandamientos era, como antes, 613. Ahora bien, entre tantos preceptos y prohibiciones, no todos podían tener el mismo valor; algunos eran ‘ligeros’ (kal) y otros ‘pesados’ (kobhed). Pero ¿cuáles? ¿Y cuál era el mayor mandamiento de todos? Según algunos rabinos, el más importante era el relativo a los tefilín y los tsitsit, los flecos y las filacterias; y ‘el que lo observaba diligentemente era considerado como si hubiera guardado toda la Ley.’

“Algunos pensaban que omitir las abluciones era tan grave como cometer homicidio; otros, que los preceptos de la Mishná eran todos ‘pesados’, mientras que los de la Ley eran unos pesados y otros ligeros. Algunos consideraban el tercer mandamiento como el mayor de todos. Ninguno había comprendido el gran principio de que la violación deliberada de un mandamiento es la transgresión de todos (Santiago 2:10), porque el propósito de toda la Ley es el espíritu de obediencia a Dios.

“Sobre la cuestión propuesta por el intérprete de la ley, los shammaítas y los hillelitas estaban en desacuerdo y, como de costumbre, ambas escuelas erraban: los shammaítas al pensar que las meras observancias externas eran valiosas aparte del espíritu con que se practicaban y del principio que representaban; los hillelitas, al creer que cualquier mandamiento positivo podía ser en sí mismo insignificante y al no ver que los grandes principios son esenciales incluso para cumplir los deberes más pequeños.” (Farrar, págs. 565–566.)

Frente a estas interpretaciones variables, mezquinas y carentes de inspiración—provenientes de guías ciegos cuyas percepciones espirituales eran casi nulas—Jesús siguió su curso habitual. Simplemente barrió con la minucia y las disputas de las escuelas, y dirigió su atención al fundamento sobre el cual se asentaba toda la ley. Es posible incluso que haya señalado los tefilín (filacterias) que llevaba el escriba al responderle, pues en ellas se encontraba el Shema, que todos los fieles recitaban dos veces al día y que, en sí misma, era una proclamación del primer y gran mandamiento.

El primero de todos los mandamientos es: “Oye, Israel: El Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas; éste es el principal mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos.”

Esta respuesta, así dada, no era nueva. No contenía ninguna de las “contiendas y discusiones acerca de la ley” que Pablo calificó como “inútiles y vanas” (Tito 3:9). Entre los rabinos había quienes, con sensatez y discernimiento, ya habían señalado lo mismo.

De hecho, ya habíamos oído antes a un intérprete de la ley tentar a Jesús con la pregunta:

“Maestro, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” Y Jesús, volviéndose a él, le dijo: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?” A lo que aquel judío instruido respondió con las mismas palabras que ahora repite Jesús. Luego, “queriendo justificarse a sí mismo,” preguntó: “¿Y quién es mi prójimo?”, lo cual dio lugar a la maravillosa parábola del Buen Samaritano.

Jesús, sin embargo, al citar los dos mandamientos registrados en la ley, amplió su significado al declarar: “De estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas.”

Para su crédito eterno, el escriba respondió con sinceridad: “Bien, Maestro, verdad has dicho, que uno es Dios, y no hay otro fuera de él; y amarle con todo el corazón, y con todo el entendimiento, y con toda el alma, y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, es más que todos los holocaustos y sacrificios.”

A lo que Jesús, reconociendo la sinceridad de su espíritu, respondió:

“No estás lejos del reino de Dios.”

Solo podemos esperar que la luz de la verdad creciera en el corazón de aquel intérprete de la ley hasta que su resplandor pleno lo guiara hacia el reino terrenal, donde únicamente se halla el camino que conduce a la vida eterna.

Con este diálogo cesó por completo el día de las preguntas rabínicas, farisaicas y escriturales.

“Y ninguno osó preguntarle más.” Jesús había respondido sabiamente a todo, y salvo algunas cosas que aún debía decir y hacer por propia iniciativa, había entregado plenamente el mensaje de su Padre.

“¿Qué pensáis del Cristo?”

(Mateo 22:41–46; Marcos 12:35–37; JST Marcos 12:40, 44; Lucas 20:41–44)

¡La salvación está en Cristo! Él es el Hijo del Dios viviente. Nadie viene al Padre sino por Él. Es el Salvador del mundo y el Redentor de los hombres. Vino al mundo para hacer la voluntad del Padre; su Padre lo envió a rescatar a todos los hombres de la tumba y a levantar a los que creen y obedecen para vida eterna en el reino eterno.

Para obtener la salvación, los hombres deben venir a Él, creer en Su evangelio y vivir conforme a Sus leyes.

Esta ha sido la doctrina que Él ha enseñado y el testimonio que ha dado desde aquel día en el templo, cuando con tan solo doce años preguntó a María: “¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?”, hasta este último día en el templo, cuando ya todo, salvo los eventos culminantes de Su ministerio, se ha cumplido.

Pero, como uno de esos actos supremos, Él debe declarar una vez más, ante todos los que quieran oírlo, que es el Hijo de Dios.

Ha derrotado a sus enemigos —¡los enemigos de Dios!— en todo momento y en todo lugar. Eso es evidente para todos; pero no debe dejarse a nadie suponer, ni debe haber la más mínima insinuación, de que sus triunfos se deben simplemente a que es un gran profeta, o un sabio filósofo, o un rabino erudito. Debe ser identificado por lo que verdaderamente es: el Hijo del Altísimo.

Así, dirigiéndose a los fariseos reunidos allí en gran número y vestidos con majestuoso esplendor, mientras aún se hallaba en el atrio de la casa de su Padre, les dice: “¿Qué pensáis del Cristo? ¿De quién es hijo?”

Su respuesta —no podía esperar otra— cristalizó todo el concepto judío de un Libertador Temporal, alguien que volvería a blandir la espada de David, a llevar la corona de aquel gran rey y a sentarse en un trono desde el cual saldrían leyes hacia los gentiles extranjeros cuyo yugo entonces soportaban. Su respuesta implicaba que los oprimidos de Israel, bajo su Mesías, pondrían el pie sobre el cuello de sus enemigos mientras se regocijaban en su nuevo reino mesiánico. Dijeron: “Del hijo de David.” Dijeron: ‘Un rey poderoso, un gran libertador, un gobernante supremo.’

En respuesta, Jesús dijo: “¿Cómo, pues, David en espíritu le llama Señor, diciendo: El Señor dijo a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies? Pues si David le llama Señor, ¿cómo es su hijo?”

El Salmo 110, dado a David por el poder del Espíritu Santo —ese glorioso salmo mesiánico en el que el Padre Eterno juró con juramento que Su Hijo sería sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec— es la fuente escritural a la que Jesús hace referencia para plantear la cuestión de su propia divinidad.

Según la interpretación del Hijo de Dios —y aquí podemos descartar todas las especulaciones humanas sobre el pasaje, ignorar a los críticos modernos que afirman que David nunca escribió ese salmo y desechar las “supuestas erudiciones” que dicen que alguien distinto de Elohim habló acerca de Su Hijo—, la declaración mesiánica de David habla de un Señor dirigiéndose a otro Señor; de un Dios hablando a otro Dios; de Elohim hablando a Jehová; del Padre Eterno hablando a Su Amado Hijo: “Siéntate a mi diestra.”

He aquí: ese Dios que habló a los hombres por medio de Su Hijo, ese Hijo a quien constituyó heredero de todas las cosas, ese Hijo que es “el resplandor de Su gloria y la imagen misma de Su sustancia”, y que ahora, habiendo ascendido al cielo, está sentado “a la diestra de la Majestad en las alturas” (Hebreos 1:1–3). Este Hijo y este Padre son los Dioses mencionados en la profecía mesiánica. De ellos habla la inspiración divina.

La lógica de Jesús era irrefutable.

“¿Cómo dicen los escribas que el Cristo es hijo de David?” —preguntó. Y continuó: “Porque el mismo David le llama Señor, ¿de dónde, pues, es su hijo?”

¿Cómo podía ser el Mesías el hijo de David —como de hecho lo era según la carne— si David mismo lo llamaba “Señor”?

“¿Cómo entonces podía el Mesías ser hijo de David? ¿Podría Abraham haber llamado ‘señor’ a Isaac, o Jacob, o José, o a alguno de sus propios descendientes, cercanos o lejanos? Si no, ¿por qué lo hizo David? Solo había una respuesta posible: porque ese Hijo sería divino, no meramente humano —hijo de David por nacimiento mortal, pero Señor de David por subsistencia divina. Pero ellos no pudieron hallar esta explicación sencilla, ni en verdad ninguna otra; no pudieron hallarla porque Jesús era su Mesías, y lo habían rechazado. Eligieron ignorar el hecho de que, en la carne, Él era descendiente de David; y cuando, como su Mesías, se había llamado a sí mismo Hijo de Dios, levantaron las manos con fingida piedad y tomaron piedras para apedrearlo.” (Farrar, pág. 567.)

El testimonio de Jesús sobre sí mismo, implícito en la lógica divina que empleó, dejó a los fariseos sin esperanza ni respuesta, pero llenó de gozo a aquellos cuyos corazones no habían sido envenenados por los seminarios teológicos de la época.

Así quedó escrito: “Y ninguno se atrevía ya a preguntarle: ¿Quién eres tú?” “Y el pueblo común le oía con gozo; pero el sumo sacerdote y los ancianos se escandalizaban de él.” Así sea.


Capítulo 88

La Gran Denunciación

Profetiza contra los pastores de Israel, profetiza y diles: Así ha dicho el Señor Dios a los pastores: ¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No deben los pastores apacentar los rebaños? . . . He aquí, yo estoy contra los pastores; y demandaré mi rebaño de sus manos, y haré que cesen de apacentar el rebaño. (Ezequiel 34:2, 10.)

¡Oh los sabios, y los instruidos, y los ricos, que están henchidos del orgullo de sus corazones, y todos los que predican falsas doctrinas, y todos los que cometen fornicaciones, y pervierten el camino recto del Señor, ¡ay, ay, ay de ellos!, dice el Señor Dios Todopoderoso, porque serán arrojados al infierno! (2 Nefi 28:15.)


Jesús Habla con Voz de Venganza
(Mateo 23:1–12; JST Mateo 23:2, 4–7, 9; Lucas 11:43)

“Mía es la venganza; yo pagaré, dice el Señor” (Romanos 12:19), el Señor que es tanto Jehová como Jesús. “¿Es Dios injusto por tomar venganza?”, pregunta Pablo. Y responde: “¡De ninguna manera! Porque entonces [es decir, si fuera de otro modo] ¿cómo juzgaría Dios al mundo?” (Romanos 3:5–6). Y recuérdese que el Padre no juzga a nadie, sino que todo juicio ha sido confiado al Hijo. Así pues, al escuchar ahora al manso y humilde— quien vino para enseñar, bendecir y sanar— alzar su voz en severa invectiva, debemos recordar que Él también es un Dios de venganza, y que el poder para bendecir es también el poder para maldecir. Aquel que vino, conforme a la palabra mesiánica, “a predicar buenas nuevas a los mansos” y “a vendar a los quebrantados de corazón”, vino también “a proclamar el año de la buena voluntad del Señor, y el día de la venganza del Dios nuestro.” (Isaías 61:1–2.) Él es aquel cuyo destino fue “sacar a luz el juicio con verdad.” Es aquel de quien Isaías prometió: “No se cansará ni desmayará, hasta que haya establecido justicia en la tierra; y las islas esperarán su ley.” (Isaías 42:1–7.)

Cuando el Santo Mesías venga otra vez—repentinamente, como está prometido— a su templo, que es la tierra, aquellos a quienes halle en sus atrios caerán en dos categorías. Para algunos, Él lo llama “el día de venganza que estaba en mi corazón”, y dice que los hollará en su furor y los pisará con su ira. Para otros, lo denomina “el año de mis redimidos”, aquellos que “mencionarán las misericordias de su Señor, y todo lo que Él les ha concedido conforme a su bondad, y conforme a sus eternas misericordias, por los siglos de los siglos.” (DyC 133:50–52.)

Así también ahora, aquí, en su templo terrenal, donde decenas de miles de peregrinos de la Pascua se agolpan, rodeado de discípulos fieles que se regocijan en su bondad y misericordia, y en medio de escribas y fariseos, que odian su persona y cuyas facultades enteras están empeñadas en derramar su sangre— aquí, en una escena que prefigura el día de su futura venida, Él se sienta en juicio sobre sus semejantes. Es un día presente en el que revela lo que será en el futuro día de juicio y ardor. Para sus discípulos, es un día de mayor iluminación doctrinal y del valor consecuente para aferrarse a esa barra de hierro que es la palabra de Dios. Para los escribas y fariseos, es un día de venganza en el cual oirán acerca de los fuegos del infierno que los aguardan.

En lo que ya ha ocurrido, los sacerdotes, rabinos, fariseos y líderes del pueblo han sido identificados como ciegos guías de ciegos. “Y ellos”—¡qué triste es decirlo!—“amaron su ceguera”, porque, como bien sabemos, sus obras eran malas. Además: “No quisieron reconocer su ignorancia”, tan plenamente demostrada en todo lo que acaba de suceder. Y “no se arrepintieron de sus faltas; el amargo veneno de su odio hacia Él no fue expulsado por su paciencia; la densa medianoche de su perversidad no fue disipada por su sabiduría. Su propósito de destruirlo era fijo, obstinado, irreversible. Si un complot fracasaba, eran solo impulsados con más testaruda terquedad hacia otro. Y, por tanto, puesto que el Amor había actuado en vano, ‘la venganza subió al escenario’; ya que la Luz del Mundo brilló para ellos sin iluminarles, el relámpago habría de advertirles finalmente de su peligro. Ya no podía haber esperanza de que se reconciliaran con Él; solo se estaban endureciendo en una malicia impenitente contra Él. Volviéndose, pues, hacia sus discípulos, pero en audiencia de todo el pueblo, descargó sobre sus culpables cabezas, con estruendo tras estruendo de indignación moral, el trueno de su absoluta condenación.” (Farrar, p. 569.)

Los escribas y los fariseos se sientan en la cátedra de Moisés; así que, todo lo que os manden observar, os harán observar y hacer, porque son ministros de la ley y se constituyen en vuestros jueces. Pero no hagáis conforme a sus obras, porque dicen y no hacen. Porque atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres; pero ellos mismos no las quieren mover ni con un solo dedo.

¡El asiento de Moisés, el asiento de juicio y de poder! Durante las pocas y breves horas que quedan hasta que, en esta misma Pascua, el Cordero pascual sea inmolado, los escribas y fariseos continúan como administradores legales del orden mosaico. Todavía son los ministros de la ley; ningún otro sobre la tierra puede ofrecer sacrificios en el gran altar para expiar los pecados de las almas arrepentidas. Aún les incumbe la obligación de enseñar, no sus tradiciones, sino los verdaderos principios establecidos por Moisés y los profetas. ¡Pero oh, cuán necesario es advertir a los hombres contra sus falsas enseñanzas, sus malos ejemplos y sus obras de iniquidad!

Ningún hombre, ante el tribunal del juicio, será excusado por haber creído falsas doctrinas o cometido actos perversos con la excusa de haber seguido a un ministro que él suponía enseñaba principios verdaderos y daba buen consejo, pero que en realidad proclamaba falsa doctrina y hacía obras malas. No importa que, con ostentosa piedad, llevemos pesadas cargas en nombre de la religión (como todos los judíos lo hacían), o que ganemos grandes disputas teológicas (como solían hacer los rabinos y escribas), o que exhibamos una superabundancia de supuestas buenas obras (como algunos religiosos modernos suponen que hacen); no importa lo que hagamos con la vana esperanza de obtener salvación— todo lo que importará en el día del juicio será si hemos guardado, verdaderamente y con fidelidad, los mandamientos de Dios. Sean malditos los falsos ministros, si tal es el juicio que merecen; los miembros de sus congregaciones, sin embargo, deben obrar su propia salvación conforme a los verdaderos principios de la religión.

Y todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres. Ensanchan sus filacterias y alargan los bordes de sus vestidos, y aman los primeros asientos en los banquetes, las sillas principales en las sinagogas, los saludos en las plazas, y ser llamados por los hombres: “Rabí, Rabí” (que significa maestro).

Los verdaderos ministros trabajan con un solo propósito: la gloria de Dios. Sus intereses y preocupaciones están en el bienestar del rebaño y en la salvación de las almas de los hombres. Los falsos ministros sustituyen el servicio del sacerdocio por la autoexaltación de la sacerdocracia. Sus intereses y preocupaciones están en su propio engrandecimiento, no en el bienestar de las ovejas. No han fortalecido al débil, ni sanado al enfermo, ni vendado al quebrantado, ni hecho volver al que fue apartado, ni buscado al que se perdió, como deben hacerlo los verdaderos pastores, sino que “con dureza y con crueldad los dominaron.” (Ezequiel 34:4.)

En verdad, “las sacerdocracias son cuando los hombres predican y se levantan a sí mismos para ser una luz al mundo, a fin de obtener ganancia y la alabanza del mundo; pero no buscan el bienestar de Sion.” (2 Nefi 26:29.) Túnicas escarlatas y vestiduras enjoyadas, coronas de oro y cetros costosos, ceñidores de lino fino torcido, oro y plata y sedas, y toda clase de vestiduras preciosas: tales son los deseos de quienes buscan servir a Dios mediante la autoexaltación.

¿Acaso todos los judíos llevaban sus filacterias—esas correas de cuero colocadas en la frente y en el brazo izquierdo, cerca del corazón, que contenían pergaminos con el Shema y otras escrituras—al orar? Las de los escribas y fariseos debían ser más anchas, testimonio de una ostentosa muestra de supuesta piedad. ¿Era costumbre de todos usar vestiduras con borlas sagradas azules en recuerdo de los convenios hechos con Jehová? Aquellos que practicaban el oficio de la sacerdocracia debían poseer adornos llamativos y distintivos, no fuera que alguien dejara de notar la señal de su devoción religiosa. ¿Se sientan las personas por rango y se las saluda en público con títulos honoríficos? ¡Cuánto deben rivalizar los ministros de los hombres por obtener estatus preferente en toda situación!

¡Qué diferencia hay entre la religión verdadera y la falsa, incluso en los símbolos exteriores!
Sin doctrinas verdaderas que meditar y enseñar, los falsos ministros recurren a los ornamentos del formalismo ritualista para satisfacer la inclinación innata del hombre hacia las cosas del ámbito espiritual. De todo esto, los discípulos deben guardarse.

Pero vosotros no seáis llamados Rabí, porque uno es vuestro Maestro, que es Cristo; y todos vosotros sois hermanos.

Y a nadie llaméis vuestro creador sobre la tierra, ni vuestro Padre celestial, porque uno es vuestro Creador y Padre celestial, aquel que está en los cielos.

Ni seáis llamados maestros, porque uno es vuestro Maestro, aquel que vuestro Padre celestial envió, que es Cristo; pues Él lo ha enviado entre vosotros para que tengáis vida.

Pero el que es mayor entre vosotros será vuestro siervo. Y cualquiera que se ensalce será humillado por Él; y el que se humille será ensalzado por Él.

Este consejo a los discípulos nos parece de valor evidente y obvio. Sin embargo, en su contexto judío adquirió un significado aún más profundo, un sentido que surgió del increíble—y a veces incluso blasfemo—honor que los rabinos buscaban y se conferían entre sí. Por ejemplo: se decía que el gobernador pagano de Cesarea había visto a los rabinos en visión con rostros de ángeles. El gobernador de Antioquía, según se suponía, “vio sus rostros y por ellos venció,” lo cual no dista mucho de la leyenda católica sobre Constantino el Grande. Los rabinos eran considerados de rango superior a los reyes; sus maldiciones (aunque no estuviesen justificadas) siempre, según creían, se cumplían; y uno de ellos escogió “ser sepultado con vestiduras blancas, para mostrar que era digno de presentarse ante su Hacedor.” (Edersheim 2:409.)

Pero quizá la mayor ilustración de pretenciosa autoafirmación se halla en este relato talmúdico: “Representan el cielo mismo como una escuela rabínica, de la cual Dios es el Rabino Principal. En una ocasión, Dios difiere de todos los ángeles respecto a la cuestión de si un leproso era limpio o impuro. Remiten la decisión a R. Ben Nachman, quien es muerto por Azrael y llevado a la Academia celestial. Él decide a favor de Dios, quien queda muy complacido.” (Farrar, nota al pie 4, p. 569.)

A la luz de tales absurdos monstruosos y blasfemos, no es de extrañar que Jesús mandara a los discípulos que no designaran a nadie en la tierra como su Padre celestial, pues eso es, en efecto, lo que este relato rabínico hace. Sin duda, existieron muchas otras leyendas locales sobre este y temas afines que no se han conservado hasta nuestros días.

Las Ocho Ayes contra los Escribas y Fariseos
(Mateo 23:13–33; JST Mateo 23:11–13, 17, 21, 28–29;
Marcos 12:38–40; Lucas 11:37–42, 44–48; 20:45–47; JST Lucas 11:42–43)

Jesús irrumpe ahora con ocho denuncias de ay sobre los escribas y fariseos. Los acusa “con un verdadero torrente de justa indignación, a través del cual relampagueaban los destellos de una invectiva abrasadora, acompañada por truenos de anatema divino.” (Talmage, p. 554.) Durante tres años y medio les ha ofrecido bendiciones— el mismo Sermón del Monte contiene ocho bienaventuranzas, ocho bendiciones eternas para todos los que crean y obedezcan— todas las cuales ellos han rechazado repetidamente. El sol se ha puesto ya sobre el día de las bendiciones, y la oscuridad de la noche, con sus lamentables maldiciones, ha caído sobre ellos. Tanto las bendiciones como las maldiciones surgen de un modo de vida: los justos son bendecidos, los inicuos son maldecidos. Sobre ellos viene una profunda e inconsolable aflicción y miseria. Así sucede ahora con los escribas y fariseos: la ira divina, la santa ira, la ira de un Ser Divino se derrama sobre ellos casi sin medida. Consideraremos cada ay por separado.

1. El Ay por Rechazar a Cristo y la Salvación:

Mas ¡ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque cerráis el reino de los cielos delante de los hombres; pues ni vosotros entráis, ni dejáis entrar a los que están entrando.

“¡Ay de ellos, por la ignorante erudición que cerró las puertas del cielo, y por los celos maliciosos que no permitían a otros entrar en él!”

¿Qué falso ministro se contenta jamás con condenarse solo, con perder únicamente su propia alma, con ir sin compañeros en su obstinado camino al infierno? Es propio del papel ministerial procurar que otros crean y vivan conforme a lo que el predicador proclama. Cristo—quien fue rechazado por los escribas y fariseos—es la puerta de la salvación. Al rechazarlo, no solo perdieron sus propias almas, sino que con todo su poder procuraron negar las bendiciones del evangelio a los demás.

2. El Ay contra la Avaricia y la Hipocresía:

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos! porque sois hipócritas. Devoráis las casas de las viudas y, por pretexto, hacéis largas oraciones; por tanto, recibiréis mayor condenación.

“¡Ay de ellos por su hipócrita opresión y su codicia voraz!”

No codiciarás; el amor al dinero es la raíz de todos los males; ¡cuán difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos!; donde esté el tesoro del hombre, allí estará también su corazón. Estas y muchas otras verdades escriturales, enseñadas por Jesús, aceptadas instintivamente por los espiritualmente inclinados y conocidas por los escribas y fariseos, todas ellas daban testimonio contra ellos.

La avaricia, la codicia, el afán de acumular grandes riquezas por medios dudosos— todo ello se había convertido en un modo de vida entre los líderes de Israel. Bajo el disfraz del deber religioso, extorsionaban enormes sumas de las viudas y los huérfanos siempre presentes, tranquilizando sus conciencias con oraciones ostentosas y fingidas.

Para alcanzar la salvación, no solo debían arrepentirse de su rapacidad y egoísmo, sino que debían también poner sus riquezas a disposición de los pobres y necesitados— vender todo lo que tenían e ir en pos de Cristo, como Él mismo dijo al joven rico.

¡Qué veraz y solemnemente está escrito!: “¡Ay de vosotros, hombres ricos, que no dais vuestra sustancia a los pobres, porque vuestras riquezas corroerán vuestras almas; y esta será vuestra lamentación en el día de la visitación, del juicio y de la indignación: ¡Pasó la siega, terminó el verano, y mi alma no fue salva!” (DyC 56:16.)

A esto se suma el vicio deliberado y premeditado de la hipocresía, y tenemos al escriba-fariseo cuya mente y corazón están fijos en las cosas de este mundo, y que heredará conforme a ello en el mundo venidero.

3. El Ay por Convertir Almas a una Iglesia Falsa:

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque recorréis mar y tierra para hacer un prosélito; y cuando llega a serlo, lo hacéis dos veces más hijo del infierno de lo que era antes, semejante a vosotros mismos.

“¡Ay por el fanatismo proselitista que no hacía sino producir una corrupción aún más peligrosa!”

¡Oh, la maldad de convertir un alma, un alma humana, un hijo de Dios, a un sistema falso de religión, sea judaísmo, fariseísmo o alguna de las sectas de la cristiandad! Si un hijo mortal del Dios Eterno está buscando la verdad y dispuesto a abandonar un pasado indeseable, ¡cuán terrible y desastroso es conducirlo a una oscuridad aún mayor!

Puede haber ocasiones en que los que buscan la verdad mejoren su situación al pasar de una secta más abominable a otra menos perversa, pero cuando la Luz Verdadera está presente, solo hay un camino aceptable: volverse a Él. Se decía del proselitismo judío de aquel tiempo: “De un pagano malo hacían un judío peor.” Y como con los otros ayes, este les sobrevino porque rechazaron a Aquel que vino a traerles luz, verdad y salvación.

4. El Ay contra la Ceguera Moral Mostrada en la Violación de los Juramentos:

¡Ay de vosotros, guías ciegos, que decís: Cualquiera que jure por el templo, no es nada; pero el que jure por el oro del templo, peca y es deudor! ¡Necios y ciegos! ¿Cuál es mayor: el oro, o el templo que santifica el oro?

Y cualquiera que jure por el altar, no es nada; pero el que jure por la ofrenda que está sobre él, es culpable. ¡Necios y ciegos! ¿Cuál es mayor: la ofrenda, o el altar que santifica la ofrenda?

De cierto os digo: cualquiera, pues, que jure por el altar, jura por él y por todas las cosas que están sobre él.

“¡Ay por la ciega necedad de dividir cabellos, que confundió tanto la santidad de los juramentos que tentó a sus seguidores a caer en una grosera profanidad!”

En pocas cosas la depravación moral del fariseísmo mostró su fealdad tan abiertamente
como en su profana perversión de la ley divina referente a los juramentos. Desde el principio, a través de las dispensaciones patriarcales y durante toda la era mosaica, Jehová había permitido a su pueblo el privilegio de jurar con juramento— de hacer una afirmación divina, de declarar una verdad segura de manera sagrada— para garantizar la veracidad inmutable de la palabra pronunciada. Un juramento hacía a Dios partícipe del asunto al cual se daba solemne testimonio. Por tanto, no podía fallar; pues Dios no falla, y la Causa de la Rectitud es tan constante y eterna como la Deidad misma.

Pero estos judíos—en su depravada apostasía—habían pervertido tanto el verdadero orden de los votos y juramentos que éstos se habían convertido en espada del mal en vez de escudo del bien.
Reglas técnicas y triviales, mediante las cuales los juramentos podían ser anulados y evitados, emanaban del Gran Sanedrín. Una indulgencia aquí, algún privilegio especial allá, según enseñaban los rabinistas, permitía a los hombres ignorar sus solemnes votos hechos en el nombre de Jehová. La casuística más complicada guiaba a los fariseos en su evasión de sus obligaciones morales y juradas.

Así, “si un hombre juraba por el templo, la Casa de Jehová, podía obtener indulgencia para quebrantar su juramento; pero si juraba por el oro y los tesoros de la Casa Sagrada, quedaba atado por los lazos inquebrantables del dictamen sacerdotal. Aunque uno jurase por el altar de Dios, su juramento podía ser anulado; pero si prometía por el don corbán o por el oro sobre el altar, su obligación era imperativa. ¡A qué profundidades de irracionalidad y depravación habían caído los hombres! ¡Cuán insensatamente pecadores y voluntariamente ciegos eran, al no ver que el templo era mayor que su oro, y el altar más grande que la ofrenda que sobre él reposaba! En el Sermón del Monte el Señor había dicho: ‘No juréis en ninguna manera’; pero sobre aquellos que no quisieran vivir según esa ley superior, sobre los que persistieran en el uso de juramentos y votos, debía imponerse el menor y evidentemente justo requerimiento de estricta fidelidad a los términos de sus propias obligaciones asumidas, sin evasivas injustas ni discriminaciones inicuas.” (Talmage, p. 556.)

5. El Ay por Suplantar los Principios Eternos con Bagatelas Religiosas:

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque pagáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, y habéis dejado lo más importante de la ley: el juicio, la misericordia y la fe. Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello. ¡Guías ciegos, que coláis el mosquito y os tragáis el camello! Os mostráis ante los hombres como si no cometierais el menor pecado, y sin embargo vosotros mismos transgredís toda la ley.

“¡Ay por la mezquina y falsa escrupulosidad que pagaba diezmos de hierbas y no pensaba nada en la justicia, la misericordia y la fe— que colaba los animalículos del cáliz y tragaba camellos en el corazón!”

Una de las señales de la apostasía, ya sea personal o universal, es centrarse en trivialidades religiosas mientras se descuidan los principios eternos. Abstenerse del té, del café y del tabaco, pero entregarse a actos lujuriosos o abandonar los principios de integridad en los negocios; rehuir arrancar una aceituna o desgranar una mazorca en sábado, pero ignorar el mandamiento de adorar al Padre en espíritu y en verdad en su día santo; pagar el diezmo de las hojas y tallos de hierbas cultivadas en macetas del alféizar, pero no prestar atención al juicio, la misericordia y la fe—tales son las marcas del fanatismo apóstata.

Con tal proceder, es fácil tener una forma de piedad y un celo religioso sin hacer las cosas fundamentales que exigen todo el corazón y toda el alma. Quienes así actúan filtran el agua de su bebida a través de una tela de lino para evitar tragarse un insecto impuro, mientras, figuradamente, engullen un camello entero.

6. El Ay por Ocultar la Maldad Bajo un Manto Religioso:

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, pero por dentro están llenos de robo y de exceso. ¡Fariseo ciego! Limpia primero lo de dentro del vaso y del plato, para que también lo de fuera sea limpio.

“¡Ay por la limpieza exterior de la copa y del plato, contrastada con la glotonería y la embriaguez a las que servían!”

Una vez más, el ay pronunciado por Jesús tiene aplicación a los escribas y fariseos apóstatas de todas las épocas y entre todos los pueblos. Bajo un manto religioso, con celo desmedido, realizan ciertas minucias ritualistas, como si con eso resolvieran todos los problemas de la vida y se armonizaran eternamente con el Ser Infinito. Las copas y los platos deben estar pulidos a la perfección; deben ser ceremonialmente limpios; ¿qué importa si el contenido fue adquirido con el oro de la extorsión, o si la carne fomenta la glotonería, o si el vino asegura la embriaguez? Para el rabinismo, es la forma, no la sustancia, lo que importa.

Tiempo atrás, en Perea, mientras cenaba en casa de un fariseo, Jesús se abstuvo de las abluciones rituales que desempeñaban un papel tan vital en sus vidas. En esa ocasión, denunció esa misma hipocresía minuciosa con aún mayor vehemencia: “Ahora bien, vosotros los fariseos limpiáis lo de fuera del vaso y del plato; pero por dentro estáis llenos de rapiña y de maldad. ¡Insensatos! ¿Acaso el que hizo lo de fuera no hizo también lo de dentro? Pero más bien dad limosna de lo que tenéis; y observad hacer todas las cosas que os he mandado, y entonces también lo de dentro de vosotros será limpio.”

7. El Ay por una Falsa Apariencia Exterior de Justicia:

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que a la verdad se muestran hermosos por fuera, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia. Así también vosotros, por fuera, parecéis justos a los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad.

El Señor recurre aquí a una de las metáforas más vívidas y terribles del evangelio: la imagen de los sepulcros encalados. Los fariseos, con su aparente santidad, parecían a los ojos de los hombres como monumentos de pureza; sus túnicas largas, sus oraciones públicas, sus minuciosas observancias eran la cal con que cubrían la corrupción interior. Pero dentro—en el corazón—había muerte, podredumbre espiritual, y la contaminación de toda clase de maldad.

Así como los sepulcros se blanqueaban antes de las fiestas para evitar la impureza ritual de quien los tocara sin saberlo, así también los fariseos intentaban encubrir la corrupción de su alma bajo una fachada de piedad. El pecado del fariseo no era tanto el no ser justo, sino el pretender serlo, el disimular su iniquidad bajo el barniz de la religión. Y contra ese pecado de apariencia, Jesús pronuncia una de sus condenas más severas: que la justicia verdadera nace del corazón limpio, no de los gestos exteriores de santidad.

“¡Ay de los sepulcros que simulaban la santidad de los templos—del reluciente revestimiento exterior de hipocresía, que solo hacía más espantosas, por contraste, las hediondas corrupciones del sepulcro interior!”

“Era una figura terrible, la de compararlos con sepulcros blanqueados, llenos de huesos de muertos y carne en descomposición. Según las doctrinas de los rabinos, incluso el más leve contacto con un cadáver o con sus mortajas, o con el féretro en que era llevado, o con la tumba donde había sido depositado, era causa de impureza personal, que solo podía eliminarse mediante lavamientos ceremoniales y sacrificios. Por ello, se tenía cuidado de hacer los sepulcros visiblemente blancos, para que nadie se contaminara por ignorancia o por acercarse a tales lugares impuros; además, el blanqueamiento periódico de las tumbas se consideraba un acto conmemorativo de honor a los muertos. Pero así como ningún cuidado ni diligencia en mantener brillante el exterior de un sepulcro podía detener la putrefacción que se producía dentro, de igual modo, ninguna apariencia externa de supuesta justicia podía mitigar la corrupción interior de un corazón saturado de iniquidad.” (Talmage, p. 558.)

En aquella ocasión anterior en Perea, mientras comía en casa de un fariseo, Jesús había comparado a los escribas y fariseos con “sepulcros que no se ven, y los hombres que andan encima no lo saben.” Ahora, este ay lo ha perfeccionado y ampliado. Claramente, su don de hablar con claridad y fuerza incisiva no tiene paralelo en toda la historia.

8. El Ay por Rechazar a los Profetas Vivos:

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque edificáis los sepulcros de los profetas y adornáis los monumentos de los justos, y decís: Si hubiésemos vivido en los días de nuestros padres, no habríamos sido partícipes con ellos en la sangre de los profetas.

Por tanto, dais testimonio contra vosotros mismos de vuestra propia maldad, pues sois hijos de los que mataron a los profetas; y colmaréis entonces la medida de vuestros padres, porque vosotros mismos mataréis a los profetas, tal como lo hicieron vuestros padres.

“¡Ay por el falso arrepentimiento que condenaba a sus padres por el asesinato de los profetas,
y sin embargo reflejaba el mismo espíritu homicida de aquellos padres— sí, llenando y sobrepasando la medida de su culpa con un sacrificio aún más mortal y terrible!”

Los escribas y fariseos, fingiendo piedad, honraban las tumbas de los profetas que sus antepasados habían asesinado, como si al hacerlo demostraran un arrepentimiento superior o una rectitud heredada. Pero en sus corazones anidaba la misma rebelión contra la voz viva de Dios.
No solo no habían aprendido de la historia, sino que estaban a punto de repetirla: rechazarían y darían muerte al Profeta de los profetas, al mismo Hijo de Dios, de quien todos los profetas anteriores habían testificado.

Así, al decir “si hubiésemos vivido en los días de nuestros padres, no habríamos participado,” firmaban, sin saberlo, su propia condena, pues en pocas horas llenarían la medida de la sangre derramada desde Abel hasta Zacarías, y sellarían con sus propias manos el crimen más grande de todos los tiempos.

De todos los ayes, este es el principal y culminante. Rechazar a los profetas vivientes bajo el pretexto de honrar a los videntes del pasado es negar a todos los profetas y renunciar a toda esperanza de recompensa eterna. Hace mucho hemos aprendido que creer en Abraham, o en Moisés, o en cualquiera de los profetas, o en Juan el Bautista, significaba creer en Cristo, pues todos ellos testificaron de Él. Todos los profetas de todas las épocas dan el mismo testimonio; todos predican las mismas verdades salvadoras; todos dan testimonio del mismo Ser Expiatorio. La salvación está en Cristo, y los profetas son sus mensajeros, enviados para anunciar sus verdades salvadoras a los mortales de su tiempo.

Y rechazar a los profetas de cualquier época es rechazar a los de todas las épocas, porque todos enseñan las mismas verdades; todos dan el mismo testimonio; todos poseen el mismo espíritu. El espíritu de rebelión asesina que ansía la sangre de Cristo es el mismo que hizo que Jeremías fuese arrojado a un calabozo, que Isaías fuese aserrado, y que incontables profetas sellaran sus testimonios con su propia sangre. La gran prueba para todos los hombres es si creerán y obedecerán a los oráculos vivientes enviados a ellos, no lo que supongan pensar sobre los profetas antiguos.

Si estos escribas y fariseos, estos sacerdotes y rabinos, estos ancianos judíos y guías de Israel— si ellos y todo el pueblo creyeran en Cristo, ningún ay recaería sobre ellos. Cuando un pueblo cree la palabra que la Deidad le envía—ya provenga del Profeta Principal de la tierra o del más humilde de los élderes del Señor—entonces las maldiciones del pasado se desvanecen como un chacal ante el rugido de un león, y son reemplazadas por las bienaventuradas glorias del evangelio.

Pero siempre, el pretexto religioso para rechazar a los profetas vivientes, la excusa que adormece la conciencia para apartarse de los oráculos actuales, es una supuesta creencia en los profetas muertos y una fingida reverencia por los videntes sepultados. Al profesar creer en la palabra profética de antaño—la cual trajo salvación a los de antaño—parece que la puerta de la salvación sigue abierta y que la necesidad de nueva revelación ha sido abolida. Venid, pues—dicen ellos—matemos a los profetas vivientes, no sea que perturben el mensaje profético del pasado.

En aquella ocasión anterior en Perea, una invectiva similar de nuestro Señor, dirigida a otros igualmente perversos, salió en estas palabras:

¡Ay de vosotros también, intérpretes de la ley! porque cargáis a los hombres con pesadas cargas difíciles de llevar, y vosotros mismos ni con un solo dedo tocáis esas cargas.

¡Ay de vosotros! porque edificáis los sepulcros de los profetas, y vuestros padres los mataron. Verdaderamente dais testimonio de que consentís en las obras de vuestros padres; porque a la verdad ellos los mataron, y vosotros edificáis sus sepulcros.

En verdad, el ay por rechazar a los profetas vivientes es el ay de los ayes—el ay que arroja a los hombres a los eternos ayes del infierno eterno, con su condenación perpetua, donde “el gusano de ellos no muere y el fuego no se apaga.”

Llenad, pues, la medida de vuestros padres. ¡Serpientes! ¡Generación de víboras! ¿Cómo escaparéis de la condenación del infierno?

Responsabilidad Judía por los Pecados de sus Antepasados
(Mateo 23:34–36; JST Mateo 23:33–35;
Lucas 11:49–54; JST Lucas 11:53–54)

Qué otros ayes pudo haber tronado Jesús en este día ominoso— “con estruendo tras estruendo de indignación moral”—no lo sabemos. Mateo registra solo los ocho que hemos considerado, y no podemos creer que haya conservado todo lo que se dijo respecto a cada uno de ellos. Los autores inspirados suelen escribir solo en encabezamientos y practican el arte de resumir y condensar gran parte de lo que cae de los labios proféticos.

Sí sabemos que, en aquella ocasión anterior en Perea,cuando Jesús reprendió a otros cuyos corazones eran negros y cuyas obras eran malas, pronunció severas palabras contra quienes no habían cuidado debidamente los registros sagrados que les fueron confiados:

¡Ay de vosotros, intérpretes de la ley! Porque habéis quitado la llave del conocimiento, la plenitud de las Escrituras; vosotros mismos no entráis en el reino, y a los que estaban entrando, se lo impedisteis.

“Las santas Escrituras”—la mente, la voluntad, la palabra y la voz del Señor— ¿cómo puede medirse su valor? ¿Quién puede decir qué maravillas se han obrado porque la palabra pura del Dios Perfecto estuvo abierta ante los hombres? ¿Y quién puede imaginar los males que han sobrevenido a los hijos de los hombres cuando esa palabra pura ha sido corrompida, torcida y forzada a decir lo que no es verdad?

Desde los días antiguos, la historia ha mostrado que cuando las Escrituras se oscurecen por interpretación humana, cuando los líderes religiosos las alteran para sostener tradiciones o poder, la apostasía y la violencia espiritual siguen inevitablemente. Y así fue con los escribas y fariseos de Israel: habían tomado la llave del conocimiento—la palabra revelada de Dios— y la habían reemplazado con sus propias doctrinas, cerrando así la puerta del reino no solo para ellos, sino también para todos los que buscaban entrar.

“Las santas Escrituras,” dijo Pablo a Timoteo, las cuales “desde la niñez has sabido… pueden hacerte sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús.” (2 Timoteo 3:15.)
¿Y no dijo también Jesús: “Ellas son las que dan testimonio de mí”? (Juan 5:39.)

Triste es decirlo, pero son pocos los hombres que oyen la voz audible que truena desde el Sinaí, revelando a oídos proféticos la mente y la voluntad de Jehová; pocos son los que oyen la voz apacible y delicada que susurra en los oídos proféticos los principios y ordenanzas del evangelio; pero millones forman los ejércitos de los habitantes de la tierra que tienen delante de sí las palabras registradas de hombres santos que escribieron inspirados desde lo alto.

Y todos los que leen estas palabras—palabras preservadas en las santas Escrituras—y lo hacen bajo el poder del Espíritu Santo, pueden testificar que han oído la voz del Señor y conocen sus palabras. (DyC 18:33–36.)

Así continúa Pablo: “Toda la Escritura es inspirada por Dios”—o, mejor dicho, cada Escritura inspirada por Dios— “y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia; a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra.” (2 Timoteo 3:16–17.)

Y sin embargo, estos líderes perversos de un pueblo extraviado habían quitado la plenitud de las Escrituras. La palabra ya no estaba abierta ante la simiente escogida. No tenemos razón para creer que poseyeran los escritos de Abraham, el Libro completo de Enoc, las porciones del Génesis reveladas nuevamente por medio de José Smith, ni las palabras de Zenós, Zenoc o Neum, ni quizá las de muchos otros profetas cuyos nombres mismos están sepultados con sus escritos perdidos.

Pero volvamos a los ayes pronunciados aquel día en el templo. A pesar de todas las maldades de los escribas y fariseos, Jesús todavía ofrecía sus verdades salvadoras al pueblo. Aunque estos guías espirituales ciegos componían una generación de serpientes y víboras, cuya segura morada era el infierno, el Bendito dijo: He aquí, yo os envío profetas, y sabios, y escribas; y de ellos, a unos mataréis y crucificaréis, y a otros azotaréis en vuestras sinagogas, y los perseguiréis de ciudad en ciudad; para que venga sobre vosotros toda la sangre justa derramada sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, a quien matasteis entre el templo y el altar. De cierto os digo, que todas estas cosas vendrán sobre esta generación.

Esta es doctrina fuerte. En ella se encierra un gran principio de verdad eterna que solo los verdaderos santos pueden comprender; de ella aprendemos—con una fuerza difícilmente hallada en otro lugar—cómo todas las generaciones de los hombres están unidas entre sí, y cómo todos nosotros somos, en verdad, los guardianes de nuestros hermanos.

Jesús envía apóstoles y profetas entre los judíos de su tiempo. Él es Jehová; Él llama a los profetas y a los sabios; los verdaderos escribas dan testimonio verdadero de Él por el poder de su Espíritu. Incluso Él mismo ministra entre ellos, testificando con palabras como nunca hombre alguno habló y con hechos como nunca hombre alguno hizo, que Él es verdaderamente el Hijo de Dios. Todo esto lo rechazan, y quedan condenados; ningún hombre puede rechazar la luz del cielo y ser salvo—por supuesto que están condenados; son una generación de víboras que no puede escapar de la condenación del infierno. Morirán en sus pecados. Así dice Jesús.

Pero esto no es todo. Ellos son responsables también de los pecados de sus padres, quienes por ignorancia rechazaron el mensaje de salvación. Tal es el peor de los ayes, la maldición suprema: ser responsables, no solo de sus propios pecados, sino también de los pecados de aquellos que podrían haber sido salvos si estos líderes espirituales hubiesen cumplido con su deber.

Desde el día de Abel, hijo de Adán, a quien Caín mató, hasta el día de Zacarías, padre de Juan, quien “fue muerto por orden de Herodes, entre el pórtico y el altar” (Enseñanzas, p. 261)—entre esos dos días, que abarcan toda la historia de la tierra, muchos hombres justos vivieron y murieron sin conocimiento del evangelio. Todos ellos podrían haber sido liberados de su prisión espiritual por los hombres de la época de Jesús, si aquellos a quienes Él predicó hubieran creído en sus palabras.

José Smith, en el curso de un sermón sobre la salvación de los muertos, y después de citar la denuncia de Jesús contra estos escribas y fariseos, dijo: “Por lo tanto, como ellos poseían privilegios mayores que cualquier otra generación, no solo en lo que concernía a ellos mismos, sino también a sus muertos, su pecado fue mayor, pues no solo descuidaron su propia salvación, sino también la de sus progenitores; y, por tanto, su sangre [la de los progenitores] fue demandada de sus manos.” (Enseñanzas, pp. 222–223.)

“¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?”, respondió Caín cuando el Señor le preguntó por Abel (Gén. 4:9), a quien había matado, y quien en verdad fue muerto por el amor de Dios y el testimonio de Jesús, así como también lo fue Zacarías.

“¡Guarda de mi hermano!” Verdaderamente así es. Todos los hombres—incluido Jesús—son hermanos, hijos de un mismo Padre. Y así como Cristo dio su vida para salvar a todos los hombres, sus ministros son llamados a hacer todo lo necesario, aun hasta la muerte, para salvar a cuantos de sus hermanos puedan.


Capítulo 89

La enseñanza final de Jesús en el templo

El que cree en mí, cree… en aquel que me envió. Yo he venido como luz al mundo. He venido… para salvar al mundo. No he hablado por mi propia cuenta.… tal como el Padre me ha dicho, así hablo. (Juan 12:44–50.)


Él lamenta sobre la Jerusalén condenada
(Mateo 23:37–39; JST Mateo 23:36–41; Lucas 13:34–35; JST Lucas 13:34–36)

Al concluir la gran denuncia contra los malvados guías de un pueblo cegado, la ruptura entre Jesús y los judíos fue completa. La virtud y el vicio solo pueden reconciliarse cuando el vicio se convierte en virtud, y aquellos a quienes Jesús acaba de llevar ante el tribunal de Jehová no tienen ni el deseo ni la voluntad de arrepentirse. Sus corazones de piedra conservarán su dureza pedernalina hasta que sean derretidos en los fuegos del Gehena.

Cuando cesaron los ayes, comenzó el lamento de nuestro Señor. Al dejar de resonar los truenos rodantes de su indignación moral dentro de los muros de la Casa de Jehová, Jesús sintió gran pesadumbre en su corazón. Estos guías ciegos, estos escribas y fariseos a quienes acaba de llamar serpientes y víboras y para quienes ha decretado la condenación del infierno, también han conducido a miles de sus compañeros israelitas por caminos de destrucción. El pueblo sigue las falsas enseñanzas y apoya las obras tenebrosas de sus gobernantes, aun cuando la Luz de la Vida, en todo su esplendor, brilla ahora en sus calles, en sus sinagogas y está, en este mismo momento, enseñando en los atrios del templo.

¿Podemos imaginar la tristeza que llenó al Ser Divino cuando “comenzó a llorar sobre Jerusalén”, diciendo: ¡Oh Jerusalén! ¡Jerusalén! Tú que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados; ¡cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas, y no quisiste! ¡He aquí, vuestra casa os es dejada desierta!¹

Ayer mismo, cuando purificó el templo por segunda vez, lo llamó “mi casa”, pues tal era, y tal había sido a través de los siglos. Sus padres la habían edificado por mandato suyo. Sus ordenanzas se realizaban allí. Ahora, sin embargo, está retirando su aprobación divina de aquella estructura espléndida y magnífica, que ya no es necesaria en sus tratos con los hombres en la tierra. La Casa del Señor, construida para satisfacer las necesidades mosaicas, ya no es necesaria en el plan eterno de las cosas. Jesús está estableciendo nuevas ordenanzas: emblemas sacramentales en lugar de ofrendas sacrificatorias, entre otras; y la necesidad del antiguo templo ha terminado. Ahora la devuelve a los hombres; ya no es “mi casa”, sino “vuestra casa”.

Ni habría de ser el templo la única casa desolada. Jesús también está entregando Jerusalén misma nuevamente en manos de los hombres. Desde los días de Melquisedec, quien fue rey en Salem, y, con referencia a Israel, desde los días de David, quien tomó Jerusalén de los jebuseos, había sido la ciudad del Señor, la Sion de Dios, la capital religiosa del mundo. Pronto quedaría en manos de hombres impíos, y la nueva Sion serían las congregaciones de los puros de corazón, que se reunirían para adorar al Padre en el nombre de Jesús en todas las naciones de la tierra. Era como si “mi ciudad” se convirtiera ahora en “vuestra ciudad”.

Y así sucedió, como veremos en nuestra consideración del Discurso del Monte de los Olivos (Capítulo 90). Y todo esto les sobrevino porque rechazaron a aquel de quien era el templo y a aquel de quien era la ciudad. Y así continuó Jesús: Porque os digo que no me veréis de aquí en adelante, ni sabréis que yo soy aquel de quien escribieron los profetas, hasta que digáis: “Bendito el que viene en el nombre del Señor, en las nubes del cielo, y con todos los santos ángeles.”

Mateo dice: “Entonces entendieron sus discípulos que habría de venir otra vez a la tierra, después de haber sido glorificado y coronado a la diestra de Dios.”

Y Lucas, al relatar lo que fue dicho en Perea, cuando nuestro Señor declaró que debía subir a Jerusalén, porque—¡y cuánta ironía hay en esto!— “no puede ser que un profeta perezca fuera de Jerusalén”, nos dice que Jesús entonces dijo: Y en verdad os digo: no me conoceréis hasta que hayáis recibido de la mano del Señor una justa retribución por todos vuestros pecados; hasta que llegue el momento en que digáis: “Bendito el que viene en el nombre del Señor.”

Jesús está apartando su rostro de los judíos hasta que paguen la pena por sus pecados y hasta que reconozcan que Él es su Mesías, aquel de quien todos los profetas han escrito. Y, según los designios del Señor, ese día no está lejano.

La ofrenda de la viuda
(Marcos 12:41–44; JST Marcos 12:50; Lucas 21:1–4)

Pasamos ahora de los truenos de los ayes que condenaron a los escribas y fariseos al infierno, y de las lágrimas de tristeza que humedecieron las mejillas divinas cuando Jesús retiró su aprobación del templo y de la ciudad, para dirigirnos a una escena dulce y sagrada.

Jesús ha dejado los pórticos, las disputas y las turbas contenciosas de hombres que allí discuten sus palabras y difaman su persona. Se sienta “frente al arca del tesoro”, aparentemente en los escalones desde donde puede ver el Atrio de las Mujeres.

Bajo las columnatas que rodean ese atrio hay trece cofres con forma de trompeta, en los cuales pueden depositarse diversas contribuciones religiosas y caritativas. Cada trompeta lleva una inscripción que identifica el propósito de las ofrendas colocadas allí.

El corazón de Jesús está lleno de tristeza al reflexionar sobre los pecados del pueblo y su rechazo hacia Él. Sus lágrimas de momentos antes ya se han secado en sus mejillas. La hora del sacrificio diario ha pasado, y los que ahora están en el atrio se dedican a devociones privadas, sacrificios personales y al pago de sus distintas ofrendas.

Observa cómo los ricos y acaudalados, deseando ser vistos por los hombres y con esa ostentación tan común entre ellos, depositan grandes tesoros de plata y oro en los cofres.

Entre los adoradores hay una viuda pobre, identificada por su vestidura de luto. Ella se acerca en silencio, humildemente, esperando quizás que los demás no noten la pequeñez de su ofrenda deposita dos moneditas —la cantidad legal más pequeña que puede darse— en uno de los cofres.

¡Dos moneditas! Juntas valen menos que un cuadrante. Su contribución total equivale a medio centavo en dinero estadounidense. Pero es todo lo que tiene. Ella ha vivido plenamente la ley del sacrificio. Jesús llama a sus discípulos y dice:

En verdad os digo que esta pobre viuda ha echado más que todos los que han echado en el arca del tesoro; porque todos los ricos echaron de lo que les sobra; pero ella, a pesar de su necesidad, echó todo lo que tenía; sí, todo su sustento.

Ninguna palabra se dirigió a la viuda afligida que, en su pobreza, había sacrificado todo lo que tenía, ni siquiera supo en ese momento que el Juez de todos había pesado su ofrenda en las balanzas eternas y la había hallado de más valor que las riquezas de los reyes. Sin embargo, es agradable suponer que ahora sabe que su acto, hecho en secreto y sin pensamiento de recompensa, no estuvo muy lejos del de María de Betania, quien derramó el ungüento sobre los pies del Maestro. Ambos actos han sido inmortalizados para siempre entre aquellos cuyos corazones están centrados en las cosas sagradas.

Y no debemos pasar por alto el mensaje: que en los registros que llevan los ángeles de Dios en el cielo, las pequeñas ofrendas de los fieles superan en mucho la ostentosa generosidad de los ricos que dan sus bienes para ser vistos por los hombres; y que aquellos que gastan el dinero del Señor para edificar su reino y promover sus intereses deben hacerlo como si todo proviniera de las moneditas de las viudas afligidas.

Jesús ofrece salvación a los gentiles
(Juan 12:20–33)

Nos acercamos ahora al final y al clímax del ministerio público de Jesús. Él aún está en el templo en este, el tercer día de la semana de su pasión. Lo que está a punto de suceder, y que solo el Amado Juan ha preservado para nosotros, es la manifestación culminante de que las verdades salvadoras de Jesús son para todos los hombres, tanto judíos como gentiles. Después de su resurrección, dirá a sus testigos apostólicos que vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio a toda criatura, tanto judía como gentil. Ahora, anticipará ese glorioso cambio de dirección —un cambio respecto a su mandato anterior de ir solo a las ovejas perdidas de la casa de Israel— proclamando él mismo el mensaje de salvación a ciertos griegos. Es cierto que eran prosélitos del judaísmo, pero no eran descendientes de Abraham, y la sangre del antiguo patriarca no corría por sus venas; no eran parte del pueblo escogido en el sentido verdadero y completo de la palabra.

Estos griegos habían subido a Jerusalén para la Pascua “para adorar durante la fiesta”. Eran judíos por adopción y se habían sometido a la circuncisión para poder participar en la adoración regular. Como hombres devotos, estaban sintiendo ahora la exaltación de los primeros tres días de adoración pascual y, más particularmente, el impacto de Jesús en la celebración festiva.

Bien pudieron haberse visto envueltos en la efusión del Espíritu que acompañó la entrada triunfal en Jerusalén, en medio de los gritos de “¡Hosanna al Hijo de David!”, en el primer día; en cualquier caso, sin duda habrían sabido de aquel día proféticamente maravilloso. Debieron haber estado presentes cuando Jesús purificó el templo en el segundo día, y evidentemente en este tercer día habían oído, visto y sentido cosas tan gloriosas como rara vez los hombres en la tierra han tenido el privilegio de experimentar.

No cabe duda de que estuvieron presentes cuando nuestro Señor dejó sin respuesta a los principales sacerdotes y gobernantes en cuanto a la cuestión de la autoridad, y luego escucharon las parábolas de los dos hijos, de los labradores malvados y del hijo del rey. Las conversaciones de Jesús con los fariseos sobre el tributo y sus declaraciones a los saduceos acerca del matrimonio eterno aún resonaban en sus oídos. Habían oído la conversación con el escriba sobre el primer y gran mandamiento; lo habían escuchado preguntar a los fariseos: “¿Qué pensáis del Cristo? ¿De quién es hijo?”; y lo habían oído pronunciar ayes sobre los escribas y fariseos, y lo habían visto llorar sobre la Jerusalén condenada.

Eran hombres devotos en cuyos corazones brotaba ahora un espíritu de fe. A diferencia de aquellos judíos que tenían en sus venas la sangre de Abraham por naturaleza, estos griegos no habían sido desviados por los guías ciegos de su tiempo. Habían venido a la Pascua como “prosélitos de justicia”, como los judíos llamaban a sus conversos, pero después de oír, ver y sentir el mensaje de Jesús, se habían convertido en sus corazones en discípulos de “Jehová, justicia nuestra”, como se le llamaba mesiánicamente a Jesús.

Pero aun así eran tímidos, vacilaban en acercarse directamente a Jesús. Quizás estaban sobrecogidos por su majestad personal; tal vez su trasfondo cultural requería una presentación formal; o quizá sentían que, como judíos no nacidos judíos, no recibirían la bienvenida reservada al Israel legítimo. La separación entre el judío y el gentil estaba firmemente arraigada en la mente de todos en aquel tiempo. Sea como fuere, se acercaron a Felipe y le dijeron: “Señor, quisiéramos ver a Jesús.” Consciente de las razones de su timidez y aceptándolas como válidas, el propio Felipe dudó en acercarse a Jesús con el grupo griego. En cambio, fue a Andrés; y luego estos dos apóstoles, evidentemente después de consultarlo juntos, llevaron el asunto a Jesús.

Es evidente que estos conversos gentiles fueron entonces instruidos por nuestro Señor, aunque solo algunos fragmentos de lo que se dijo han sido preservados para nosotros por Juan. Suponemos que los griegos lo aclamaron como Señor y testificaron de su condición de Mesías, quizás con palabras que daban a entender que pronto gobernaría y reinaría en un trono terrenal, como algunos judíos habían afirmado en el pasado. Las primeras palabras registradas de nuestro Señor hacia ellos fueron:

Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado. De cierto, de cierto os digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto.

“La comparación es apropiada, y a la vez impresionantemente simple y hermosa. Un agricultor que descuida o se niega a echar su trigo en la tierra, porque desea conservarlo, no puede esperar aumento alguno; pero si siembra el trigo en un buen y rico suelo, cada grano vivo puede multiplicarse muchas veces, aunque necesariamente la semilla debe sacrificarse en el proceso.” (Talmage, págs. 518–519.)

A esto Jesús añadió: El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará.

“El significado del Maestro es claro: quien ama tanto su vida que no está dispuesto a arriesgarla o, si es necesario, entregarla al servicio de Dios, perderá la oportunidad de ganar el abundante aumento de la vida eterna; mientras que aquel que considera el llamado de Dios tan superior a la vida que su amor por ella parece odio en comparación, hallará la vida que libremente entrega o está dispuesto a entregar, aunque por un tiempo parezca desaparecer como el grano enterrado en la tierra; y se regocijará en la abundancia del desarrollo eterno. Si esto es cierto en la existencia de todo hombre, ¡cuánto más lo fue en la vida de Aquel que vino a morir para que los hombres pudieran vivir! Por lo tanto, fue necesario que Él muriera, tal como había dicho que estaba a punto de hacerlo; pero su muerte, lejos de ser vida perdida, sería vida glorificada.” (Talmage, pág. 519.)

Suponemos también que dijeron algo acerca de su ascendencia griega y suplicaron las bendiciones del evangelio para aquellos que no eran del pueblo escogido. En cualquier caso, Jesús dijo: Si alguno me sirve, sígame; y donde yo esté, allí también estará mi servidor; si alguno me sirviere, mi Padre le honrará.

La muerte de Jesús habría de ser por todos los hombres, tanto judíos como gentiles. Cualquier hombre —sea de cualquier nación, linaje, lengua o pueblo; negro o blanco; siervo o libre; varón o mujer; judío o gentil— puede venir a Cristo y ser salvo. No hay aristocracia sino la aristocracia de la rectitud personal; no hay nobleza sino la nobleza de la dignidad; no hay salvación sino la salvación que viene por la obediencia a las leyes y ordenanzas del evangelio. Todos han de ser salvos bajo los mismos términos y condiciones, y la salvación que se ofrece es la exaltación: es estar donde Él está; es ser como Él; es sentarse en su trono, así como Él se sienta en el trono de su Padre.

Al venir sobre Jesús los pensamientos de su inminente sufrimiento y muerte; al sentir el peso abrumador y la cercanía de todo ello; al parecer experimentar anticipadamente algunos de los dolores agonizantes de Getsemaní y de la cruz, exclamó: Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? Padre, sálvame de esta hora; mas para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre.

Así habla un Dios a un Dios. Por abrumadora que pudiera ser la agonía venidera, por aplastante que fuera el peso de su carga, este era precisamente el propósito por el cual había venido a la tierra; aun así, glorificaría el nombre del Padre bebiendo hasta las heces la amarga copa. “Entonces vino una voz del cielo”, la voz del Padre, diciendo: Ya lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez.

Dos veces ha venido el mundo gentil, prefigurando lo que ha de ser, al Mesías mortal para testificar y adorarlo: una vez en su nacimiento en Belén, y ahora en su muerte en Jerusalén. Los sabios de oriente se inclinaron ante su cuna, y gentiles de Grecia ahora se arrodillan ante su cruz. Y tres veces ha hablado el Padre desde el cielo para testificar y fortalecer a su Hijo: una vez en Betábara, cuando el Espíritu Santo descendió corporalmente en calma serenidad como una paloma; luego en el monte Hermón, cuando Jesús fue transfigurado ante los Tres; y ahora en el templo, cuando se da el mensaje de que el evangelio es para todos los hombres. Y en ninguna de estas ocasiones fue claro para los impíos e incrédulos cuán maravillosas realidades se estaban manifestando entonces. Esta vez —quizá como en todas las demás— fue una voz audible que todos los presentes oyeron. En esta ocasión, como también en las anteriores, algunos además de Jesús entendieron las palabras pronunciadas; otros dijeron: “Ha sido un trueno”; y aún otros: “Un ángel le ha hablado.” Entonces Jesús dijo:

Esta voz no ha venido por causa mía, sino por causa de vosotros. Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera. Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí.

Hay gloria y triunfo en estas palabras. Jesús es consolado por la voz de su Padre; el pueblo, habiendo oído el sonido proveniente del cielo, tiene un testimonio de lo alto acerca de su filiación divina; y Jesús, hablando de cosas futuras como si ya estuvieran cumplidas, anuncia que Satanás, “el príncipe de este mundo”, está condenado. La rectitud triunfará finalmente. En cuanto a que nuestro Señor sea “levantado”, Juan dice: “Esto decía dando a entender de qué muerte había de morir.” Después de Getsemaní, sufriría la agonía de la cruz.

“¿Quién es este Hijo del Hombre?”
(Juan 12:34–50)

Jesús ha de ser levantado y muerto por todos los hombres, no solo por los judíos. Este mensaje lo ha dado a los griegos gentiles. No cabe duda de que ellos comprendieron sus palabras y se regocijaron en su bondad. Pero los críticos capciosos y discutidores de su propio pueblo eligieron ignorar este concepto de una religión universal, traída por el Salvador de todos los hombres, y en cambio disputaron con Él sobre si realmente podría ser el Salvador de cualquier pueblo, y mucho menos de todos los hombres de todas las razas.

“Hemos oído de la ley que el Cristo permanece para siempre,” dijeron entonces, refiriéndose a sus tradiciones mesiánicas y a las enseñanzas de los rabinos de que el reinado del Mesías sería seguido por la resurrección. ¿Cómo, entonces, podría el Mesías ser levantado y muerto, como Jesús acababa de decir? “¿Cómo dices tú: Es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado? ¿Quién es este Hijo del Hombre?”, preguntaron. ¿Cómo puede el Hijo del Hombre ser el Mesías si ha de perder su vida?

Jesús responderá a su pregunta, con poder y autoridad, en palabras de doctrina y testimonio. Es la misma pregunta que ha estado respondiendo durante casi tres años y medio, de un extremo a otro de Palestina: a los judíos de Judea, a los galileos de Galilea, a los samaritanos de Samaria, a los pereos de Perea, y a los gentiles de Fenicia y las razas mixtas de Decápolis. No ha habido, no hay ahora, ni habrá jamás duda alguna en las mentes de los espiritualmente iluminados acerca de quién es este Hijo del Hombre.

El Padre es un Hombre Santo. “En el idioma de Adán, Hombre de Santidad es su nombre, y el nombre de su Unigénito es el Hijo del Hombre, es decir, Jesucristo, un juez justo.” (Moisés 6:57.) Jesús hará ahora una proclamación de esta verdad. No discutirá sobre la interpretación que ellos hacen de la ley. Lo que Él ya había dicho acerca de sus falsas tradiciones, sus leyendas y fantasías, su malvada tergiversación de las Escrituras sagradas —todo eso les era bien conocido. Más bien, Él pronunciará su último sermón público, y lo convertirá en un testimonio solemne de sí mismo y de su Padre. Comienza con estas palabras:

Aún por un poco está la luz entre vosotros. Andad entre tanto que tenéis luz, para que no os sorprendan las tinieblas; porque el que anda en tinieblas no sabe a dónde va. Entre tanto que tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz.

Aquel que es la Luz del Mundo, cuyo Espíritu ilumina a todo hombre que viene al mundo, que invita a todos los hombres a creer en Él y venir al Padre por medio de Él —el Bendito Cristo nuevamente emite su llamado nuevo y eterno: “Venid, creed en mí. Yo soy la Luz; creed en la Luz. Convertíos en mis hijos e hijas, los hijos de la Luz. Si no hacéis esto, las tinieblas vendrán sobre vosotros, y quienes anden en tinieblas recorrerán un camino invariable hacia la condenación eterna.”

En este punto, antes de que se predique el sermón completo, Juan hace algunos comentarios parentéticos sobre la incredulidad de los judíos e incluye esta declaración: “Estas cosas habló Jesús, y se fue, y se ocultó de ellos.” Esta declaración claramente debió colocarse al final, no en medio del sermón.

Como siempre ocurre cuando se predica el evangelio, algunos creen, muchos no creen, y aun entre los creyentes hay quienes no harán una confesión abierta. De los judíos en general, Juan dice: “A pesar de que había hecho tantas señales delante de ellos, no creían en Él.”

Que no haya malentendidos en este punto: unos pocos aceptaron a Jesús como el Mesías, pero la mayoría del pueblo lo rechazó con furia. Este rechazo no fue un acto aislado de sus líderes o de unos pocos agitadores; contó con el apoyo general del pueblo y fue el resultado natural de todo su sistema religioso. Como evidencia de que así sería, Juan cita las palabras mesiánicas de Isaías: “Señor, ¿quién ha creído a nuestro anuncio? ¿Y a quién se ha revelado el brazo del Señor?” Además, Juan dice que “no podían creer”, porque, como profetizó Isaías: “Cegó los ojos de ellos, y endureció su corazón, para que no vean con los ojos, ni entiendan con el corazón, y se conviertan, y yo los sane.”

Una nota triste más, intercalada en el relato de Juan en este punto, dice: “Con todo eso, aun de los gobernantes, muchos creyeron en Él; pero a causa de los fariseos no lo confesaban, para no ser expulsados de la sinagoga; porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios.”
Ciertamente era una pesada carga —en lo religioso, lo social y lo económico— ser expulsado de la sinagoga por los jueces de los hombres, pero ¡cuánto mayor es ser expulsado eternamente de la sociedad de los salvos por el Juez Eterno!

Ahora regresamos al sermón sobre el Hijo del Hombre. En él, Jesús probablemente dijo muchas cosas que no se han conservado para nosotros. Sin embargo, sí sabemos que el resto de sus palabras registradas fueron proclamadas en voz alta, y no podemos sino creer que fueron el clímax de sus declaraciones en este, su último sermón público.

El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me envió. Y el que me ve, ve al que me envió.

“¿Quién es este Hijo del Hombre?” Es el Hijo del Hombre de Santidad. Hay un Padre y un Hijo. Aquellos que creen en el Hijo deben necesariamente creer en el Padre. No es posible creer que un hombre sea hijo sin creer que tiene un padre, ni creer que un hombre sea padre a menos que tenga descendencia. Dios el Padre Eterno es un padre porque tiene hijos. El Hijo de Dios es Dios porque Dios es su Padre. Y en este caso, ver a uno es como ver al otro, porque son imagen exacta el uno del otro.

Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree en mí no permanezca en tinieblas.

“¿Quién es este Hijo del Hombre?” Es la Luz del Mundo, el modelo perfecto para todos los hombres, el gran Ejemplo, el único que puede decir, sin limitación alguna: “¿Qué clase de hombres habéis de ser? De cierto os digo, así como yo soy.” (3 Nefi 27:27.) Los que creen en Él dejan atrás las tinieblas del mundo y entran en la luz maravillosa de Cristo.

Y si alguno oye mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo; porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo. El que me rechaza y no recibe mis palabras tiene quien le juzgue: la palabra que he hablado, ella le juzgará en el día postrero.

“¿Quién es este Hijo del Hombre?” Es un predicador de justicia cuyas palabras tienen poder para salvar. Él vino para salvar al mundo mediante el evangelio. Si los hombres no creen sus palabras, le rechazan; y si le rechazan, sus mismas palabras los condenarán en el día del juicio, cuando Él se levante para juzgar al mundo.

Porque yo no he hablado por mi propia cuenta; el Padre que me envió, Él me dio mandamiento de lo que he de decir y de lo que he de hablar.

“¿Quién es este Hijo del Hombre?” Es el Hijo de Dios, su siervo, su agente, su embajador, su representante. El Padre lo envió al mundo, y Él habla la palabra del Padre.

Y sé que su mandamiento es vida eterna; así que, lo que yo hablo, lo hablo tal como el Padre me lo ha dicho.

“¿Quién es este Hijo del Hombre?” Es el Hijo de Dios que habla la palabra del Padre, y los mandamientos del Padre conducen a los hombres a la vida eterna, que es el mayor de todos los dones de Dios.

Así terminó Jesús su enseñanza pública: la terminó con un testimonio de su propia filiación divina; la terminó con un llamado a todos los hombres para que creyeran en Él y vivieran sus leyes; la terminó con la promesa de que todos los obedientes tendrán vida eterna en el reino de su Padre.

Con esto, dejó el templo para siempre.


Capítulo 90

El discurso del Monte de los Olivos: Jerusalén y el Templo

El fin ha venido sobre mi pueblo de Israel… Y los cantos del templo serán aullidos en aquel día, dice el Señor Dios; habrá muchos cuerpos muertos en todo lugar; los arrojarán en silencio. (Amós 8:2–3.)

El Mesías será cortado… y el pueblo de un príncipe que ha de venir destruirá la ciudad y el santuario; y hará cesar el sacrificio y la ofrenda, y sobre la expansión de las abominaciones vendrá desolación, hasta que la consumación llegue, y lo determinado sea derramado sobre el desolado. (Daniel 9:26–27.)


“Vuestra casa os es dejada desierta”
(Mateo 24:1–2; JST Mateo 24:1–2; Marcos 13:1–2; JST Marcos 13:1–6; Lucas 21:5–6)

A ojos mortales, parecía como si toda la riqueza, la gloria y la grandeza del mundo estuvieran concentradas en el Templo de Jehová, que coronaba la Ciudad Santa. No conocemos otros edificios, ni antes ni después, que hayan mostrado tal perfección arquitectónica ni una belleza tan sobrecogedora. Y, sin embargo, Aquel que lo había bendecido con su presencia, ahora lo maldecía con sus labios: “Vuestra casa os es dejada desierta,” dijo, mientras lágrimas de tristeza corrían por sus mejillas.

Y ahora Jesús estaba dejando el templo para siempre. De ahí en adelante, la Casa de Dios podría ser una cueva de ladrones; no importaba, ya había cumplido su propósito y había llegado su fin. Era un momento triste; bien podían correr nuevamente lágrimas por cada mejilla. ¿Acaso toda esa gloria y belleza serían como Sodoma y Gomorra? ¿Cómo podía una grandeza tal convertirse en polvo? Lucas nos dice que entonces “algunos hablaban del templo, de que estaba adornado de hermosas piedras y ofrendas”. Pero Jesús dijo: En cuanto a estas cosas que veis, vendrán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea derribada.

Podemos comprender cómo los sentimientos de los discípulos se sumieron en la desesperación al oír el decreto divino. “Los sentimientos de los apóstoles aún se aferraban, con el amoroso orgullo de su nacionalidad, a aquel lugar sagrado y memorable. Se detuvieron para echarle una última mirada, y uno de ellos, con entusiasmo, quiso llamar Su atención hacia sus hermosas piedras y sus ofrendas invaluables —aquellas nueve puertas cubiertas de oro y plata, y la de sólido bronce corintio aún más preciosa; aquellos pórticos gráciles y elevados; aquellos bloques pulidos y biselados de cuarenta codos de largo y diez de alto, testimonio del esfuerzo y la generosidad de tantas generaciones; aquellos claustros dobles y majestuosas columnas; aquella suntuosa ornamentación de esculturas y arabescos; aquellos bloques alternados de mármol rojo y blanco que recordaban las crestas y valles de las olas del mar; aquellos enormes racimos de uvas doradas, cada uno tan grande como un hombre, que se enroscaban espléndidamente sobre las puertas doradas.

“Querían que Él contemplara con ellos las terrazas ascendentes de los atrios —el Atrio de los Gentiles, con sus columnas monolíticas y su rico mosaico; más arriba, la escalinata de catorce peldaños que conducía al Atrio de las Mujeres; luego, la escalinata de quince peldaños que subía al Atrio de los Sacerdotes; y una vez más, los doce peldaños que llevaban a la plataforma final coronada por el Santo y el Lugar Santísimo, que los rabinos comparaban cariñosamente, por su forma, con un león echado, y que, con su blancura de mármol y sus techos dorados, parecía una montaña gloriosa cuyo nevado pico era dorado por el sol.

“Era como si pensaran que la hermosura y magnificencia de esa escena pudieran interceder con Él, tocando Su corazón con un mudo ruego. Pero el corazón de Jesús estaba triste. Para Él, la única belleza de un templo era la sinceridad de sus adoradores, y ningún oro ni mármol, ningún bermellón brillante, ni madera de cedro finamente tallada, ni delicadas esculturas o gemas votivas podían transformar, para Él, una cueva de ladrones en una Casa de Oración. Los constructores seguían trabajando afanosamente, como lo habían hecho durante casi cincuenta años, pero su obra, no bendecida por Dios, estaba destinada —como el foro sacudido por el terremoto en la culpable Pompeya— a ser destruida antes de ser terminada.” (Farrar, págs. 577–578.)

Así encontramos a los discípulos cuando “Jesús salió y se fue del templo”, acercándose a Él y diciendo: “Maestro, muéstranos acerca de los edificios del templo, según has dicho: Serán derribados y dejados desiertos.” Su respuesta fue:

¿Veis estas piedras del templo y toda esta gran obra y los edificios del templo? En verdad os digo, serán derribados y dejados a los judíos desiertos. ¿No veis todas estas cosas y no las entendéis? En verdad os digo: No quedará aquí, sobre este templo, piedra sobre piedra que no sea derribada.

El cumplimiento literal de esta terrible profecía ocurrió en el año 70 d.C., cuando Tito y sus legiones convirtieron Jerusalén en una espantosa ruina y arrancaron cada piedra del templo de su lugar y de su cimiento, mientras las fuerzas paganas buscaban cada quilate de oro y cada gema preciosa; y los tesoros del templo fueron llevados a Roma. Aquello que una vez había adornado la Casa de Dios terminó en la sinagoga de Satanás. Y Jesús, habiendo dicho esto, “los dejó y fue al monte de los Olivos.”

La dispensación de persecución y martirio
(Mateo 24:3–5, 9–13; JST Mateo 24:3–4, 8, 11; Marcos 13:3–6, 9, 11–13; JST Marcos 13:7–13; Lucas 21:7–8, 12–19; JST Lucas 21:7–8, 11–14, 16; D. y C. 45:15–21)

En aquel monte santo, al oriente de Jerusalén —desde el cual el Señor resucitado pronto ascendería a su Padre, y donde, en el día de su glorioso regreso, volverá a posar sus pies— Jesús y los Doce descansaban en calma tras un arduo día en la ciudad inicua que se extendía debajo de ellos. Allí, a solas, apartados de las enloquecidas multitudes de peregrinos de la Pascua y separados de los líderes malditos de un pueblo condenado, Jesús estaba preparado para enseñar, y los Doce para recibir los misterios del reino.

Los pensamientos del templo condenado y del regreso del Señor para recibir la gozosa aclamación —“Bendito el que viene en el nombre del Señor, en las nubes del cielo, y con todos los santos ángeles con Él”— ocupaban la mente de los gigantes espirituales allí reunidos. Entonces plantearon al Señor dos preguntas:

  1. “Dinos, ¿cuándo serán estas cosas de que has hablado concernientes a la destrucción del templo y de los judíos?”
  2. “¿Y cuál será la señal de tu venida y del fin del mundo? (o la destrucción de los inicuos, que es el fin del mundo).”

Fragmentos de la respuesta de nuestro Señor se hallan en Mateo, en Marcos y en Lucas, y un relato revelado de otras partes fue dado al profeta José Smith. Cada uno de estos relatos pone énfasis en un aspecto u otro de su respuesta. Tan fielmente como podemos reconstruir su sermón, la doctrina se presenta tal como la expondremos ahora en este y los tres capítulos siguientes.

Así como me habéis preguntado acerca de las señales de mi venida, en el día en que vendré en mi gloria sobre las nubes del cielo para cumplir las promesas que he hecho a vuestros padres, porque habéis considerado la larga ausencia de vuestros espíritus de vuestros cuerpos como un cautiverio, os mostraré cómo vendrá el día de la redención y también la restauración de Israel, que ha sido esparcido.

Como es su costumbre, responderá a sus preguntas mediante la exposición de principios fundamentales, y además les revelará cosas que ni siquiera ellos habían pensado preguntar.

Y ahora contempláis este templo que está en Jerusalén, al que llamáis la casa de Dios, y vuestros enemigos dicen que esta casa nunca caerá. Pero en verdad os digo, que la desolación vendrá sobre esta generación como ladrón en la noche, y este pueblo será destruido y esparcido entre todas las naciones. Y este templo que ahora veis será derribado, de modo que no quedará piedra sobre piedra.

Y acontecerá que esta generación de judíos no pasará hasta que se cumpla toda desolación de que os he hablado en cuanto a ellos.

Tal es su introducción, dada en términos generales y reafirmando lo que acababa de decir sobre los magníficos edificios que componían el santo templo, del cual los escribas y líderes se jactaban diciendo que jamás caería. Y sin embargo, esta misma generación de orgullosos y altivos verá, sentirá y lamentará cuando las desolaciones caigan sobre ellos como ladrón en la noche. En cuanto a esas desolaciones que estaban a punto de ser derramadas sobre su generación, Jesús dijo:

El tiempo se acerca; por tanto, tened cuidado para que no seáis engañados, porque muchos vendrán en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo; no vayáis, pues, tras ellos.

Siempre surgen falsos profetas para oponerse a aquellos que verdaderamente son enviados de Dios. Siempre se proclamarán falsos Cristos cuando la verdad del cielo sea declarada por verdaderos ministros. Falsas religiones se levantarán una y otra vez para combatir a los santos del Señor. Y como el error no puede resistir por mucho tiempo ante la verdad, los hombres malvados recurrirán a la persecución y comenzarán a usar aquellas fuerzas satánicas de odio y maldad que desde siempre se han lanzado contra los fieles.

Pero mirad por vosotros mismos, porque os entregarán a los concilios; y en las sinagogas seréis azotados; y compareceréis ante gobernantes y reyes por causa de mí, para testimonio a ellos.

“Todo el poder civil y religioso del mundo se unirá contra vosotros. Los concilios (los sanedrines, tanto locales como generales) con su poder civil; las sinagogas, que ejercen la autoridad religiosa; los reyes y gobernantes, que empuñan la espada y comandan ejércitos —todos ellos se unirán para luchar contra Dios.” Y no es diferente hoy. Muchos gobiernos, en muchas tierras, influidos por las religiones de los hombres y de los demonios, prohíben la predicación de la verdadera religión y establecen penas legales contra los que son enviados a dar testimonio de la verdad.

Pero cuando os lleven y os entreguen, no penséis de antemano lo que habéis de decir, ni lo premeditéis; sino lo que os fuere dado en aquella hora, eso hablad, porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu Santo.

Aunque sean perseguidos; aunque las paredes de las prisiones alberguen sus cuerpos; aunque los sacerdotes se burlen y los gobernantes se mofen; aunque todas las fuerzas de la tierra y del infierno se unan para cerrar la boca de los testigos vivientes del Señor Jesucristo, aun así sus voces deben y serán oídas; porque las palabras serán de Él, pues el Espíritu Santo hablará por sus bocas.

Y el hermano entregará a la muerte al hermano, y el padre al hijo; y los hijos se levantarán contra los padres, y los harán morir. Entonces os entregarán para ser afligidos, y os matarán, y seréis aborrecidos de todas las naciones por causa de mi nombre. Y muchos tropezarán entonces, y se entregarán unos a otros, y unos a otros se aborrecerán; Y muchos falsos profetas se levantarán, y engañarán a muchos; Y por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará; mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo.

Dos milenios nos separan de los primeros cristianos, y por ello la agonía de sus sufrimientos, el peso de sus dolores y los horrores de las persecuciones que padecieron parecen desvanecerse con el tiempo. Pero si alguna vez hubo una dispensación de martirio, fue en los días de Jesús, Pedro y Pablo. En aquel tiempo, unirse a la Iglesia era prepararse para morir. Para que no lo olvidemos, repasemos unas líneas de la historia del pasado; contemplemos una pequeña parte de las persecuciones sufridas por los santos en la plenitud de los tiempos.

Roma ardió en llamas, supuestamente por mano de un tirano enloquecido: Nerón. Inmediatamente “se esforzó en atribuir el odioso crimen de haber destruido la capital del mundo a los más inocentes y fieles de sus súbditos —a los únicos súbditos que ofrecían sinceras oraciones en su favor—, los cristianos romanos. Fueron las víctimas indefensas de esta espantosa acusación; porque aunque eran los más inofensivos, también eran los más odiados y calumniados de los hombres vivientes. . . .

“Nerón buscaba popularidad y, en parte, desvió la profunda ira que hervía en muchos corazones contra él, torturando a hombres y mujeres, cuyas agonías pensaba que el populacho contemplaría no sólo con indiferencia impasible, sino incluso con feroz satisfacción. . . .

“Es evidente que el derramamiento de sangre —en realidad, alguna forma de sacrificio humano— era imperiosamente exigido por el sentimiento popular como expiación del crimen ruinoso que había sumido a tantos miles en la miseria más profunda. . . . La sangre clamaba por sangre, antes de que la sombría sospecha contra Nerón pudiera ser desvanecida o la indignación del cielo aplacada. . . .”

“Ningún hombre es más sistemáticamente desalmado que un libertino corrompido. Tal pueblo, tal príncipe. En el estado en que se hallaba Roma entonces, Nerón sabía muy bien que una nación ‘cruel, acostumbrada al derramamiento de sangre por sus espectáculos’, sería la más propensa a olvidar sus miserias y a disipar sus sospechas mezclando juegos y diversiones con espectáculos de crueldad refinada y atroz, cuya sola mención, a lo largo de dieciocho siglos, ha bastado para helar la sangre de los hombres. . . .

“Tácito nos dice que ‘una gran multitud fue condenada, no tanto por el cargo de haber incendiado la ciudad, como por su odio al género humano’. Luego añade: ‘Y se agregaron diversas formas de burla para aumentar la agonía de su muerte. Cubiertos con pieles de fieras, fueron condenados a morir despedazados por perros, o crucificados; o bien fueron encendidos y quemados al caer la noche, a manera de iluminación nocturna. Nerón ofreció sus propios jardines para este espectáculo, y dio una carrera de carros, mezclándose con la multitud vestido como auriga, o incluso conduciendo entre ellos.’

Los jardines de Nerón “se llenaron de multitudes alegres, entre las cuales el Emperador se movía en su frívola degradación —y por todas partes había hombres muriendo lentamente en sus cruces de vergüenza. A lo largo de los senderos de aquellos jardines, en las noches de otoño, se alzaban antorchas horrendas que ennegrecían el suelo con corrientes de brea ardiente, y cada una de esas antorchas vivientes era un mártir en su camisa de fuego. Y en el anfiteatro cercano, ante la vista de veinte mil espectadores, perros hambrientos despedazaban a algunos de los hombres y mujeres más puros y nobles, horriblemente disfrazados con pieles de osos o lobos. ¡Así fue como Nerón bautizó en la sangre de los mártires a la ciudad que habría de ser, por siglos, la capital del mundo!”

Una compasiva providencia nos impulsa a correr el velo sobre una mayor descripción de tales escenas. Nos basta saber que los santos de aquel tiempo —en la dispensación de la muerte, en la era del martirio— se convirtieron en seguidores del humilde Nazareno, solo para que su sangre se mezclara con la de todos los mártires del pasado, a fin de que, juntos, aquel gran río de sangre clamara al Señor de los Ejércitos hasta que Él, en su debido momento, decidiera vengarla.

Jerusalén y la abominación desoladora
(Mateo 24:15–22; JST Mateo 24:12–21; Marcos 13:14–20; JST Marcos 13:14–23; Lucas 17:31–33; 21:20–24; JST Lucas 17:31; 21:20)

Cualquiera que sea lo que se diga acerca de los sufrimientos, pesares y muertes de los santos del Señor en la era del martirio, todo ello no fue sino un tipo y una sombra de la venganza y la matanza destinadas a derramarse sobre los judíos de aquella generación. Las sinagogas en las que los apóstoles fueron azotados pronto quedarían empapadas con la sangre de quienes blandieron el látigo. Las corrientes de odio que arrastraron a muchos de los discípulos de Jesús hacia muertes prematuras pronto se convertirían en una gran ola de ira y animadversión contra el pueblo judío, que destruiría su ciudad, arrasaría su nación y esparciría a su gente. Aquellos que, con manos romanas, crucificaron a su Rey en Jerusalén, pronto estarían ellos mismos colgando por millares en cruces romanas en esa misma tierra entenebrecida.

La sensibilidad de las personas refinadas se desbordará de horror al escuchar ahora las terribles predicciones de Jesús contra su propio pueblo y al ver luego el comienzo de su cumplimiento en los días mismos de quienes entonces vivían.

Cuando, por tanto, veáis la abominación desoladora de que habló el profeta Daniel, concerniente a la destrucción de Jerusalén, entonces estad en el lugar santo.

En este punto del discurso de Jesús, Mateo y Lucas insertan la declaración: “El que lee, entienda.” Sabemos que Daniel había profetizado que una desolación, nacida de la abominación y de la maldad, barrería a Jerusalén como una inundación en el día en que el Mesías sería quitado de entre los vivientes (Daniel 9:27; 11:31; 12:11). Según el relato de Lucas, Jesús dijo: “Y cuando veáis a Jerusalén rodeada de ejércitos, sabed entonces que su desolación está cerca.”

Las penas y males de ese día temible serán relatados en breve. El consejo de que los santos debían entonces “estar en el lugar santo” significa que debían congregarse donde pudieran recibir la guía profética que los preservaría de las desolaciones de aquel tiempo. El lugar de su reunión se hacía santo por la rectitud de los santos que componían la congregación del Señor.

Como registró Mateo: Entonces los que estén en Judea, huyan a los montes. El que esté en la azotea, no descienda para sacar algo de su casa; ni el que esté en el campo vuelva atrás para tomar su ropa.

El relato de Lucas habla de manera similar: “Entonces los que estén en Judea huyan a los montes; y los que estén en medio de ella, váyanse; y los que estén en los campos, no entren en la ciudad.” “Acordaos de la mujer de Lot.”

¡Ay de las que estén encintas y de las que críen en aquellos días! Rogad, pues, al Señor que vuestra huida no sea en invierno ni en día de reposo.

En todo esto se ordena una huida rápida. “Huid a los montes. El que esté en la azotea, tome la escalera exterior o pase sobre los techos de las casas. El que esté en el campo, váyase con su ropa de trabajo. Abandonad vuestras propiedades. Los que estén en las regiones campestres no deben regresar a la ciudad. El tiempo para escapar será breve. No miréis atrás hacia Sodoma ni hacia las riquezas y lujos que dejáis. No os quedéis en la casa que arde esperando salvar vuestros tesoros, no sea que el fuego os destruya. Orad para que vuestra huida no se vea obstaculizada por el frío del invierno o por las puertas cerradas y las restricciones de viaje del día de reposo. ¡Huid, huid a los montes!”
(Y cuando llegó el día, los verdaderos santos, guiados como siempre lo son los verdaderos santos por el espíritu de revelación, huyeron a Pella, en Perea, y fueron librados.)

Porque entonces, en aquellos días, habrá gran tribulación sobre los judíos y sobre los habitantes de Jerusalén; tal como nunca antes fue enviada sobre Israel por parte de Dios, desde el principio de su reino (porque está escrito que sus enemigos los esparcirán), hasta este tiempo; no, ni volverá jamás a ser enviada sobre Israel.

Todas las cosas que les han sobrevenido son solo el comienzo de los dolores que vendrán sobre ellos; y si aquellos días no fueran acortados, ninguna carne de ellos sería salva. Pero por causa de los escogidos, conforme al convenio, aquellos días serán acortados.

He aquí, estas cosas os he hablado concernientes a los judíos.

A esto debemos añadir las palabras de Jesús que Lucas conservó: “Porque estos son días de venganza, para que se cumplan todas las cosas que están escritas. . . . Porque habrá gran angustia en la tierra e ira sobre este pueblo. . . . Y caerán a filo de espada, y serán llevados cautivos a todas las naciones.”

Antes de contemplar la desolación que cayó sobre ellos —para que no pensemos que el relato histórico está exagerado— debemos recordarnos la palabra profética que previó los terribles horrores de aquel día. Jesús acababa de decir: “Porque está escrito: sus enemigos los esparcirán”, y “Estos son días de venganza, para que se cumplan todas las cosas que están escritas.”

Aunque muchos profetas hablaron de esos días, ninguno lo hizo con tanta fuerza y poder como Moisés, el hombre de Dios en quien ellos confiaban. Fue él quien presentó ante sus antepasados las bendiciones de la obediencia y las maldiciones de la desobediencia.

Israel, el pueblo favorecido y escogido de Jehová, en el mismo día de su nacimiento como nación, escuchó de la boca de Moisés una serie de maldiciones como ningún otro pueblo ha enfrentado jamás. En más de cincuenta versículos consecutivos de las Santas Escrituras, Jehová proclamó las calamidades, desolaciones, enfermedades, plagas y males que sobrevendrían a su pueblo si lo abandonaban a Él y a su ley.

Y ahora, catorce siglos después, aquel remanente de la simiente escogida que habitaba en la antigua Canaán había declarado guerra abierta contra Jehová mientras Él caminaba por sus calles, enseñaba en sus sinagogas y obraba maravillas en la casa santa que llevaba su nombre y que ellos consideraban la gloria de toda la tierra. Y así, el hacha fue puesta a la raíz del árbol podrido; Jerusalén estaba a punto de sufrir todo lo que los profetas habían predicho.

La palabra específica y la porción exacta de las antiguas maldiciones que estaban por cumplirse eran estas: Servirás “a tus enemigos que Jehová enviará contra ti, con hambre, con sed, con desnudez y con falta de todas las cosas; y él pondrá yugo de hierro sobre tu cuello, hasta destruirte.

“Jehová traerá contra ti una nación de lejos, desde el extremo de la tierra, veloz como vuela el águila; una nación cuya lengua no entenderás; una nación de rostro fiero, que no tendrá respeto del anciano ni perdonará al niño. . . . “Y te pondrá cerco en todas tus ciudades, hasta que caigan tus muros altos y fortificados, en que tú confiabas, en toda tu tierra. . . . “Y comerás el fruto de tu vientre, la carne de tus hijos y de tus hijas que Jehová tu Dios te dio, en el sitio y en el apuro con que te angustiarán tus enemigos. . . .”

“La tierna y delicada mujer que entre vosotros hubiere, que por su delicadeza y ternura no intentaría poner la planta de su pie sobre la tierra, mirará con malos ojos al marido de su seno, y a su hijo, y a su hija, y al recién nacido que sale de entre sus pies, y a los hijos que dé a luz; pues los comerá por falta de todo, secretamente, en el asedio y en el apuro con que tu enemigo te angustiará en tus puertas. . . .

“Y Jehová te esparcirá por todos los pueblos, desde un extremo de la tierra hasta el otro; . . . Y entre estas naciones no descansarás, ni la planta de tu pie tendrá reposo; y allí te dará Jehová corazón temeroso, desfallecimiento de ojos y tristeza de alma; y tendrás tu vida como algo que pende delante de ti, y estarás temeroso de noche y de día, y no tendrás seguridad de tu vida. Por la mañana dirás: ¡Quién diera que fuese la tarde! y a la tarde dirás: ¡Quién diera que fuese la mañana!”
(Deuteronomio 28:15–68.)

Así ha dicho Jehová; tal es la palabra profética, y su palabra no volverá a Él vacía. Resumiendo los detalles que da Josefo sobre el sitio de Jerusalén, nuestro amigo Farrar, con su habitual maestría literaria, dice: “Nunca hubo un relato más lleno de horrores, de frenesíes, de degradaciones indecibles y de miserias abrumadoras que la historia del sitio de Jerusalén. Nunca hubo profecía más cercana, más terrible, más absolutamente cumplida que esta de Cristo.

“Los hombres que andaban disfrazados de mujeres, con espadas ocultas bajo sus coloridas vestiduras; las rivalidades y atrocidades de Juan y Simón; los sacerdotes alcanzados por dardos desde el atrio superior del templo y cayendo muertos junto a sus propios sacrificios; ‘la sangre de toda clase de cadáveres —sacerdotes, forasteros, profanos— acumulada en lagos dentro de los atrios sagrados’; los cuerpos amontonados sobre las laderas mismas del altar; los fuegos alimentándose con el cedro labrado y recubierto de oro; amigos y enemigos siendo pisoteados hasta la muerte sobre los relucientes mosaicos en una carnicería indiscriminada; sacerdotes, hinchados por el hambre, arrojándose locamente a las llamas devoradoras, hasta que al fin esas llamas cumplieron su obra, y lo que había sido el Templo de Jerusalén —la hermosa y santa Casa de Dios— se convirtió en un montón de espantosa ruina, donde las brasas ardientes se apagaban a medias en charcos de sangre.”

“¿Y no vino sobre aquella generación toda la sangre justa derramada sobre la tierra desde los días de Abel? ¿No sobrevivieron muchos de esa generación para presenciar y sentir los horrores indecibles que relata Josefo? —para ver a sus semejantes crucificados por burla, ‘unos de una manera y otros de otra’, hasta que ‘faltó lugar para las cruces y cruces para los cadáveres’? —para experimentar el ‘profundo silencio’ y aquella especie de noche mortal que se apoderaba de la ciudad en los intervalos de furia? —para ver seiscientos mil cadáveres sacados fuera de las puertas? —para ver a amigos luchando desesperadamente por hierbas, ortigas y los desechos de los desagües? —para contemplar a los sangrientos fanáticos ‘abiertos de hambre, tambaleándose y cayendo como perros rabiosos’? —para oír el horrendo relato de la desdichada madre que, en los tormentos del hambre, devoró a su propio hijo? —para ser vendidos como esclavos en tal cantidad que, finalmente, nadie quiso comprarlos? —para ver las calles correr con sangre y ‘el fuego de las casas incendiadas apagado con la sangre de sus defensores’? —para ver a sus jóvenes hijos vendidos por centenas o expuestos en los anfiteatros al filo del gladiador o a la furia del león, hasta que, finalmente, ‘como el pueblo había sido ya muerto, la Casa Santa quemada y la ciudad en llamas, nada más quedaba por hacer al enemigo’?

“En aquel espantoso sitio se cree que perecieron un millón cien mil hombres, además de los noventa y siete mil que fueron llevados cautivos, la mayoría de los cuales murieron después en la arena o en las minas; y fue algo terrible sentir, como lo sintieron algunos de los sobrevivientes y testigos oculares —y no cristianos— que ‘la ciudad había merecido su destrucción por haber producido una generación de hombres que fueron la causa de sus desgracias’; y que ‘ninguna otra ciudad sufrió jamás tales miserias, ni ninguna época engendró una generación más fecunda en maldad que aquella, desde el principio del mundo.’”
(Farrar, págs. 573–574.)

Así dice el Señor: “Mía es la venganza; yo pagaré.” (Romanos 12:19.)


Capítulo 91

El discurso del Monte de los Olivos: Los últimos días

Él enviará a Jesucristo, que os fue antes anunciado; a quien de cierto es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde el principio del mundo. (Hechos 3:20–21.)


Apostasía universal antes de la Segunda Venida
(Mateo 24:23–27; JST Mateo 24:22–24, 27; Marcos 13:21–23; JST Marcos 13:24–26, 28–29; Lucas 17:22–25; JST Lucas 17:22–24)

¡Cuán triste y terrible es oír el murmullo de voces discordantes que dicen: “¡He aquí el Cristo! ¡He allí el Cristo!”, cada una suponiendo que su filosofía o sistema religioso es el único que podrá salvar a los hombres en los reinos eternos por venir! ¡Cuán lejos de la verdad están los hombres al suponer que lo que enseñó Jesús permanecería en su forma pura y perfecta, con todo su poder salvador, de modo que los hombres de los últimos días pudieran recibir, por medio de ella, las mismas bendiciones que recibieron sus antepasados!

¿Acaso nadie ha leído las promesas hechas desde la antigüedad, que el Señor Jesús no puede volver “sin que antes venga la apostasía” (2 Tesalonicenses 2:1–12); que antes de aquel día “tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad los pueblos” (Isaías 60:2; D. y C. 112:23–24); que toda la tierra “fue contaminada bajo sus moradores, porque traspasaron las leyes, cambiaron la ordenanza, rompieron el pacto eterno”? (Isaías 24:5)

¿Cree alguien realmente que las sectas de la cristiandad moderna —con sus sedas, vestiduras y rituales; con sus ideas de una salvación sin obras y por gracia solamente; sin señales, ni milagros, ni apóstoles, ni profetas, ni revelación— representan el mismo cristianismo que el de Jesús, Pedro y Pablo?

En verdad, antes de que el Señor regrese, el decreto divino es este: Lucifer tendrá su día; Satanás reinará en los corazones de los hombres; el hombre de pecado —que es el maestro del pecado y el padre de la mentira— ejercerá dominio sobre toda la tierra. El Señor, según las promesas, vaciará la tierra; sus verdades salvadoras serán quitadas, y prevalecerá la apostasía universal.

Así, Jesús —habiendo hablado a los discípulos de lo que ocurriría en su generación; habiendo anunciado la destrucción de Jerusalén y la dispersión de los judíos; habiendo advertido a los que entonces vivían acerca de lo que se avecinaba en sus días— ahora eleva su voz de advertencia para nosotros, en cuanto a lo que sucederá en los últimos días.

Y otra vez, después de la tribulación de aquellos días que vendrán sobre Jerusalén, si alguien os dijere: ¡He aquí, el Cristo está aquí!, o: ¡He allí!, no le creáis; porque en aquellos días se levantarán también falsos Cristos y falsos profetas, y harán grandes señales y prodigios; tanto, que si fuere posible, engañarán aun a los escogidos, que son los escogidos según el convenio.

En el día que preceda al regreso de nuestro Señor, las falsas religiones cubrirán la tierra. Cada una será, por así decirlo, un falso Cristo, invitando a los hombres a este o aquel sistema de salvación; cada una tendrá sus propios ministros y evangelistas que, como falsos profetas, propagarán sus doctrinas y ensalzarán sus maravillas. Tan grandes y asombrosos serán estos sistemas falsos, que los hombres pensarán: ¿Cómo podría ser falsa una iglesia que edifica catedrales tan majestuosas? ¿Cómo podría ser falsa una iglesia que corona reyes y emperadores; que envía ejércitos a la guerra; que reclama los servicios de artistas y escultores; que posee, al parecer, todo el oro y el poder de la tierra? Con tales “señales” y “prodigios” como estos, ¿no serán engañados todos, salvo los muy escogidos?

He aquí, os digo estas cosas por causa de los escogidos. He aquí, os lo he dicho antes. Por tanto, si os dijeren: He aquí, está en el desierto, no salgáis; o: He aquí, está en los aposentos secretos, no lo creáis.

Porque así como la luz de la mañana sale del oriente y brilla hasta el occidente, y cubre toda la tierra, así será también la venida del Hijo del Hombre.

Que los escogidos sepan de la gran apostasía de los últimos días; que eviten a los falsos maestros que pretenden revelar a Cristo —según ellos— en una vida de ascetismo en los desiertos, o en el aislamiento de cámaras monásticas secretas; que comprendan que cuando las verdades restauradas de la vida eterna vuelvan otra vez entre los hombres, serán como el sol naciente que poco a poco esparce sus saludables rayos sobre toda la tierra. Que sepan que el Hijo del Hombre no vendrá a reinar personalmente en la tierra hasta que esta luz, con su brillo milenario, haya disipado toda la oscuridad de las largas edades de apostasía.

Una era de restauración antes de la Segunda Venida
(Mateo 24:14, 28; JST Mateo 24:28, 32; Marcos 13:10; JST Marcos 13:30–31, 36)

Como se declara en el texto escritural que encabeza este capítulo, Cristo no puede volver todavía —debe ser retenido en los cielos— hasta la gran era de restauración, “hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas” en que el Señor restaurará todo lo que Él ha hablado “por boca de todos sus santos profetas desde el principio del mundo.”

Jesús menciona ahora dos de esas cosas —dos que deben ser devueltas antes de Su Segunda Venida. Ellas son: la plenitud del evangelio eterno y la reunión del pueblo de Israel.

Y ahora os muestro una parábola. He aquí, dondequiera que esté el cuerpo, allí se juntarán las águilas; así también mis escogidos serán reunidos de los cuatro puntos de la tierra. . . .
Y otra vez, este evangelio del reino será predicado en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin, o la destrucción de los inicuos.

Nada conmovía tanto el corazón de los judíos israelitas como las múltiples promesas proféticas de que los dispersos y esparcidos restos de aquella nación antaño favorecida se reunirían algún día para adorar al Señor su Dios como en los días antiguos. Nada infundía en ellos una esperanza más firme de gloria y triunfo final que la palabra divina de que algún día el reino sería restaurado a Israel y los gentiles se inclinarían bajo su cetro.

Es precisamente esta esperanza, arraigada en el corazón de los Doce, la que los llevará —poco más de cuarenta días después, en este mismo monte— a preguntar al Señor resucitado, antes de que ascienda a su Padre, cuándo ha de tener lugar tal restauración. Entonces se les recordará que será diferida para un día posterior. Pero aquí Jesús les declara que la reunión de Israel comenzará antes de Su regreso. Este es uno de los signos de los tiempos.

Y en relación con esto, el mismo evangelio que Él les ha dado —las mismas verdades salvadoras, el mismo plan de salvación que ellos han recibido—, en aquel día futuro volverá a salir para ser predicado en todo el mundo como testimonio a todas las naciones. Hasta que esto se cumpla, el Señor Jesús no regresará.

¡Cuán apropiadamente preparan estas palabras del Señor Jesús el fundamento para aquellas que aún ha de escribir el Amado Juan, quien relatará acerca del mensajero celestial que volará “en medio del cielo” para restaurar, en un día posterior a los tiempos del Nuevo Testamento, la plenitud del evangelio eterno! (Apocalipsis 14:6–7).

Es triste que haya de existir una apostasía universal por un largo período antes del gran y terrible día del Señor. Pero, ¡alabado sea Él!, también habrá un día de restauración, cuando las antiguas y benditas verdades volverán otra vez, y cuando Israel será reunido bajo el antiguo estandarte, un estandarte que volverá a ser alzado sobre la tierra.

Las desolaciones preceden a la Segunda Venida
(Mateo 24:6–8; JST Mateo 24:25, 29–31; Marcos 13:7–8; JST Marcos 13:27, 32–35; Lucas 21:9–11; JST Lucas 21:9)

En la era de la restauración de los últimos días, cuando una vez más las gloriosas maravillas del evangelio estén disponibles para los hombres, y cuando Israel se reúna nuevamente en torno al antiguo estandarte, los poderes del mal se desatarán como nunca antes en toda la historia. Satanás entonces combatirá la verdad y agitará los corazones de los hombres para hacer el mal y obrar la iniquidad con una intensidad jamás conocida.

Y oiréis de guerras y rumores de guerras; mirad que no os turbéis, porque todo esto debe acontecer, pero aún no es el fin.

Y oirán de guerras y rumores de guerras. He aquí, os hablo por causa de mis escogidos. Porque se levantará nación contra nación, y reino contra reino; y habrá hambres, pestilencias y terremotos en diferentes lugares.

Y otra vez, por haberse multiplicado la maldad, el amor de los hombres se enfriará; pero el que no sea vencido, ése será salvo.

Habrá guerras y rumores de guerras en los días de los Doce a quienes Jesús hablaba entonces, pero ellos no debían turbarse por ello; muchas cosas debían aún acontecer antes del día del regreso de Jesús, y el fin de todas las cosas no era para su tiempo.

Pero cuando nosotros, que vivimos en el día de la restauración, oigamos hablar de guerras; cuando las voces de contención y conspiración entre nosotros amenacen con usar la espada en esta u otra circunstancia; cuando escuchemos informes y rumores sobre el uso de bombas atómicas, gases venenosos y otras armas de increíble poder y crueldad; cuando estas cosas ocurran en nuestros días, se trata de algo muy diferente. Tales cosas son señales de los tiempos, y las guerras y desolaciones de nuestra época harán que las hostilidades del pasado parezcan débiles escaramuzas entre combatientes infantiles.

La nuestra es la dispensación de desolación y guerra que culminará en un Armagedón mundial de matanza y sangre, precisamente en la hora del advenimiento del Hijo del Hombre. Jesús habla así por causa de los escogidos; nadie más puede leer las señales de los tiempos. Los hombres carnales considerarán la guerra como un modo de vida y una norma de la sociedad, no como un azote enviado por Dios para limpiar la tierra en preparación para el regreso de Su Hijo.

Y la guerra no es lo único que enfrentamos; a medida que aumenten las cruzadas de destrucción, también lo harán las plagas y pestilencias. El hambre y la enfermedad recorrerán la tierra. Y por alguna razón que los geólogos modernos aún no comprenden, los terremotos aumentarán en número e intensidad. Estos son los últimos días, y los juicios de Dios están cerca.

Todo esto será porque abunda la iniquidad. El pecado es el padre de todos los males derramados sobre la humanidad.

La plenitud de los gentiles termina antes de la Segunda Venida
(Lucas 21:24–28; JST Lucas 21:23–28; D. y C. 45:22–35)

Como hemos visto, Jerusalén, la Ciudad Santa, habría de convertirse en una espantosa ruina; el agradable hogar de los profetas sería transformado en un campo de sangre; sus fuertes muros y su magnífico templo quedarían reducidos a cenizas y polvo. Y como sabemos, todo lo que fue anunciado se cumplió prontamente.

Luego, en el antiguo emplazamiento, surgió una Jerusalén gentil, que permanece hasta el día de hoy. De ella, Jesús dice ahora:

“Y Jerusalén será hollada por los gentiles, hasta que los tiempos de los gentiles se cumplan.”

Aquí Jesús clasifica a todos los hombres como judíos o gentiles. No hay otros.
Los judíos son los israelitas —sin importar su ascendencia tribal (Pablo, por ejemplo, era de Benjamín)— que en la meridiana dispensación constituían los habitantes israelitas de Palestina, junto con sus parientes que se habían extendido hacia Egipto, Grecia, Roma y otras naciones donde moraban como grupos distintos. Todas las demás personas son gentiles, incluyendo a los israelitas que no eran nacionales judíos según esta definición.

En este sentido, José Smith —un efraimita puro— era un gentil, y el Libro de Mormón salió a la luz, según lo prometido, “por medio de los gentiles.” En este mismo sentido, nosotros, los de Efraín, Manasés y otras tribus que ya estamos reunidos con el Israel de los últimos días, somos gentiles. Los gentiles son, pues, los no judíos según el significado de las palabras aquí empleadas.

Los tiempos de los gentiles son el período durante el cual el evangelio será predicado a los gentiles con preferencia sobre los judíos, y los tiempos de los judíos son el período similar en que los judíos nacionales, por así decirlo, volverán a recibir el mensaje de salvación que se halla en Cristo. Nosotros vivimos actualmente en los tiempos de los gentiles, pero esa era se acerca rápidamente a su fin, y pronto el evangelio irá nuevamente a los judíos.

En la generación en que se cumplan los tiempos de los gentiles, habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra angustia de las naciones, con perplejidad, como el bramido del mar y de las olas. La tierra también será turbada, y las aguas del gran abismo; los corazones de los hombres desfallecerán por el temor y por la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra, porque las potestades de los cielos serán conmovidas.

Aquí vemos, una vez más, las perplejidades y problemas de las naciones y los reinos, mientras las guerras y el mal abundan; vemos a los hombres, abatidos por enfermedades y pestilencias, desfallecer de miedo; y vemos los cambios geológicos de los cuales surgen terremotos, maremotos y alteraciones en los mares. En este sentido, según el relato más amplio de lo que Jesús dijo, aprendemos: “Decís que sabéis que el fin del mundo viene; decís también que sabéis que los cielos y la tierra pasarán; y en esto decís verdad, porque así es; pero estas cosas que os he dicho no pasarán hasta que todo se haya cumplido.”

Aunque habrá un cielo nuevo y una tierra nueva en los cuales morará la justicia, tal condición milenaria no llegará a existir sino hasta que se cumplan todas las cosas de las que Jesús está hablando ahora.

Y esto os he dicho concerniente a Jerusalén; y cuando venga aquel día, un remanente será esparcido entre todas las naciones; pero serán reunidos otra vez; mas permanecerán así hasta que se cumplan los tiempos de los gentiles.

Los remanentes dispersos de los antiguos judíos están, incluso ahora, en todas las naciones, donde, en general, permanecerán hasta que acepten a su Mesías y crean en el verdadero evangelio. Que ciertos movimientos en su interior están preparando el camino para ese día de conversión se evidencia en el movimiento político-religioso que ya ha reunido a algunos de ellos —todavía en su incredulidad— nuevamente en la tierra de sus antepasados. Las características identificadoras del día en que los judíos comenzarán a creer y a volver al verdadero redil se describen con estas palabras: Y en aquel día se oirán de guerras y rumores de guerras, y toda la tierra estará en conmoción, y los corazones de los hombres desfallecerán, y dirán que Cristo demora su venida hasta el fin de la tierra. Y el amor de los hombres se enfriará, y la iniquidad abundará.

Esta es la descripción del mundo en el que ahora vivimos. De esto no puede haber duda. Las señales de los tiempos se están cumpliendo, y los escogidos pueden discernir su verdadero significado por el poder del Espíritu.

Y cuando estas cosas comiencen a suceder, entonces levantad vuestros ojos y alzad vuestras cabezas, porque se acerca el día de vuestra redención.

Tales son las palabras de nuestro Señor, según las conserva Lucas. El relato revelado dado en nuestros días dice: Y cuando lleguen los tiempos de los gentiles, una luz brotará entre los que moran en tinieblas, y será la plenitud de mi evangelio; mas ellos no la recibirán, porque no perciben la luz, y apartan su corazón de mí a causa de los preceptos de los hombres. Y en esa generación se cumplirán los tiempos de los gentiles.

El tiempo está cerca; la luz ya ha resplandecido; es la plenitud del evangelio eterno. Hasta ahora, los judíos no la han recibido —salvo en casos aislados— por causa de los preceptos de los hombres. Pero pronto se cumplirán los tiempos de los gentiles, y comenzará el día de los judíos.

Y habrá hombres que estarán en esa generación que no pasarán sin ver un azote desbordante; porque una enfermedad desoladora cubrirá la tierra.

Pero mis discípulos estarán en lugares santos y no serán movidos; mas entre los inicuos, los hombres alzarán su voz, maldecirán a Dios y morirán.

Y habrá también terremotos en diferentes lugares, y muchas desolaciones; sin embargo, los hombres endurecerán sus corazones contra mí, y empuñarán la espada unos contra otros, y se matarán entre sí.

Que los antiguos discípulos se sintieran profundamente angustiados por estas palabras es casi evidente. Por eso Jesús les dijo: No os turbéis, porque cuando todas estas cosas acontezcan, sabréis que las promesas que se os han hecho serán cumplidas.

Y que nosotros, los discípulos modernos, debamos sentir como el Señor aconsejó a sus antiguos discípulos, también es evidente. Como gloriosa conclusión de todo, Jesús dijo: Y entonces verán al Hijo del Hombre viniendo en una nube, con poder y gran gloria.


Capítulo 92

El discurso del Monte de los Olivos: La Segunda Venida

Preparaos para la venida del Esposo; salid, salid a su encuentro.
(Doctrina y Convenios 133:19–20)

He aquí, el día de Jehová viene… Y se afirmarán sus pies en aquel día sobre el monte de los Olivos, que está enfrente de Jerusalén, al oriente. (Zacarías 14:1, 4)


La abominación desoladora en la Segunda Venida
(Mateo 24:29, 34–35; JST Mateo 24:33–36; Marcos 13:24–25, 30–31; JST Marcos 13:37–40; Lucas 21:32–33; JST Lucas 23:32)

Tito crucificó a Jerusalén en una cruz de acero romano; la desolación y la muerte barrieron las calles donde una vez enseñaron apóstoles y profetas; la capital espiritual del mundo se convirtió en la sinagoga de Satanás; la Ciudad Santa descendió a las profundidades de Sodoma y Egipto; y la Casa de Jehová fue destrozada—para no volver a levantarse. La Jerusalén judía dio paso a una Jerusalén gentil que continuaría hasta el día en que la abominación desoladora derramara nuevamente su furia sobre aquel lugar y su pueblo.

En “la generación cuando se cumplan los tiempos de los gentiles”, esta sobrecogedora escena se representará una vez más. Jerusalén, esta vez sitiada por los ejércitos de la tierra, será terriblemente desolada. Pero esta vez habrá un destino diferente. El Señor mismo vendrá a pelear sus batallas; un remanente del pueblo será salvado; y la Jerusalén gentil volverá a ser una Jerusalén judía. Las influencias sodómicas serán consumidas con fuego devorador, y la Nueva Jerusalén llegará a ser, en toda su gloria y magnificencia, la capital espiritual del mundo. Jehová mismo vendrá al nuevo templo, que será construido conforme al orden de su nuevo reino, y los santos adorarán en esos sagrados salones durante mil años. Y así, mientras Jesús continúa el discurso del Monte de los Olivos, lo escuchamos decir:

Y nuevamente se cumplirá la abominación desoladora, de la que habló Daniel el profeta. E inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, y la luna no dará su luz, y las estrellas caerán del cielo, y las potestades de los cielos serán conmovidas.

De cierto os digo, esta generación, en la cual se manifestarán estas cosas, no pasará hasta que todo lo que os he dicho se cumpla. Aunque llegarán los días en que el cielo y la tierra pasarán, mi palabra no pasará; sino que todo se cumplirá.

“Y reuniré a todas las naciones para combatir contra Jerusalén,” dice el Señor respecto a aquel día venidero, “y la ciudad será tomada, y las casas saqueadas, y las mujeres violadas; y la mitad de la ciudad irá en cautiverio, pero el resto del pueblo no será eliminado de la ciudad.” Este es el temible día de Armagedón, el día en que Satanás se alzará contra la libertad y la luz, el día en que los ejércitos de los hombres contarán doscientos millones de combatientes. “Entonces saldrá Jehová,” dice el registro profético, “y peleará contra aquellas naciones, como peleó en el día de la batalla. Y se afirmarán sus pies en aquel día sobre el monte de los Olivos, que está enfrente de Jerusalén al oriente… Y vendrá Jehová mi Dios, y con él todos los santos… Y Jehová será rey sobre toda la tierra; en aquel día Jehová será uno, y uno será su nombre.” (Zacarías 14:2–5, 9)

Nótese que el Señor—quien es el humilde nazareno, y también un varón de guerra—vendrá en su gloria cuando la guerra y la desolación estén arrasando la tierra; cuando todas las naciones estén envueltas en combate mortal; cuando los poderes de la tierra estén preparados, listos para la ardiente destrucción que él traerá.

Y nótese también que es “inmediatamente después de la tribulación de aquellos días” cuando las manifestaciones celestiales relacionadas con la Segunda Venida desplegarán su espectáculo ante los hombres, y que todo esto ciertamente sucederá en la generación en que se cumplan los tiempos de los gentiles.

Las glorias que acompañarán el regreso de nuestro Señor
(Mateo 24:30–31; JST Mateo 24:37–40; Marcos 13:26–27; JST Marcos 13:41–44; Doctrina y Convenios 45:39–55)

Y como dije antes, después de la tribulación de aquellos días, y cuando las potestades de los cielos sean conmovidas, entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo; y entonces lamentarán todas las tribus de la tierra.

Después de que la abominación desoladora arrase Jerusalén en los últimos días; después de que la ciudad sea tomada, sus casas saqueadas, sus mujeres violadas y la mitad de sus habitantes llevados cautivos; después de que el sol y la luna rehúsen dar su luz y las estrellas caigan del cielo, entonces aparecerá una gran señal del Hijo del Hombre en el cielo. En este momento, el Señor, en su sabiduría, no ha considerado apropiado revelar la naturaleza de esta señal, aunque por lo que sigue es evidente que los escogidos la reconocerán como el presagio celestial destinado a anunciar la venida de su Rey.

Cuando aparezca la señal, habrá tal lamento en toda la tierra como nunca antes se haya conocido. En cuanto al lamento en Israel, la palabra profética declara: “Y mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán por él, como se llora por hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige por su primogénito. En aquel día habrá gran llanto en Jerusalén… Y se lamentará la tierra, cada familia aparte.” (Zacarías 12:10–12)

Y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria; Y quien atesore mi palabra no será engañado. Porque el Hijo del Hombre vendrá; y enviará a sus ángeles delante de él con gran sonido de trompeta, y ellos reunirán al resto de sus escogidos desde los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro.

He aquí, él viene; nadie podrá detener su mano, y todos los que permanezcan sobre la tierra lo verán y sabrán quién es. Antes, como el Siervo Sufriente, se sentó con sus cansados discípulos en el Monte de los Olivos; ahora, como Señor y Maestro, ese mismo monte se partirá bajo su toque, y él será Rey sobre toda la tierra. Y mientras que la recolección de su pueblo había sido dirigida hasta ahora por mortales falibles, ahora los ángeles dirigirán la obra, y ninguno de los que merezcan ser salvos con el Israel escogido será pasado por alto.

En el relato revelado del discurso del Monte de los Olivos, el Señor nos da más de las palabras pronunciadas en aquel lugar sagrado de las que han sido preservadas por los tres sinópticos. De este registro de los últimos días tomamos estas adiciones y ampliaciones de los relatos bíblicos:

1. Señales y prodigios precederán la Segunda Venida.

Y acontecerá que aquel que me teme estará aguardando el gran día de la venida del Señor, aun los signos de la venida del Hijo del Hombre.

Y verán señales y prodigios, porque serán mostrados en los cielos arriba y en la tierra abajo. Y contemplarán sangre, fuego y vapores de humo. Y antes que venga el día del Señor, el sol se oscurecerá, la luna se tornará en sangre, y las estrellas caerán del cielo.

Las señales siguen a los que creen; las señales son para los que tienen fe; las señales revelan las obras del Señor a aquellos que atesoran su palabra. Desde la perspectiva de los discípulos, sentados con Jesús en el Monte de los Olivos, ciertamente los ferrocarriles y los aviones, la radio y la televisión, y los satélites que orbitan la tierra serían señales y prodigios en la tierra y en los cielos. Vapores de humo brotan cuando se detonan bombas atómicas; la sangre y el fuego describen la guerra moderna; y el sol, la luna y las estrellas aún hablarán sus mensajes.

Cuando “la tierra temblará y se mecerá como un ebrio” (Doctrina y Convenios 88:87) y “será removida de su lugar” (Isaías 13:10–13); cuando “las islas llegarán a ser una sola tierra” (Doctrina y Convenios 133:23) y toda la faz de la tierra sea transformada, al nacer un nuevo cielo y una nueva tierra, parecerá como si las mismas estrellas de los cielos siderales se lanzaran fuera de sus lugares. Estas son señales que han sido, señales que son, y señales que aún anunciarán la venida del Prometido.

2. Los judíos se reunirán en Jerusalén antes de la Segunda Venida.

Y el remanente será reunido en este lugar; y entonces me buscarán, y he aquí, vendré; y me verán venir sobre las nubes del cielo, revestido de poder y gran gloria, con todos los santos ángeles; y el que no me vigile será cortado.

Estos judíos, reunidos en Jerusalén —de acuerdo con el mandamiento: “Y los que sean de Judá huyan a Jerusalén, a las montañas de la casa del Señor” (Doctrina y Convenios 133:13)— serán miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Serán cristianos; creerán en Cristo; lo aceptarán como su Mesías; y esperarán con anhelo su regreso. Tal como profetizó Ezequiel, el Señor hará con ellos “pacto de paz”, recibirán su “pacto perpetuo”, y Él pondrá su “santuario en medio de ellos para siempre.” (Ezequiel 37:26–28)

3. Los santos serán resucitados cuando venga el Señor.

Todos los fieles —sus cuerpos en la tumba, sus espíritus en el paraíso— saldrán en gloriosa inmortalidad; se levantarán en esplendor celestial; se encontrarán con su misericordioso Señor y luego regresarán con Él como parte de su triunfante séquito. Y los santos mortales, aunque estén esparcidos por los cuatro extremos de la tierra, serán arrebatados para recibirlo y volverán para vivir y reinar con Él por mil años. (Doctrina y Convenios 88:95–98)

Pero antes de que caiga el brazo del Señor, un ángel tocará su trompeta, y los santos que hayan dormido saldrán para encontrarme en las nubes.

Por tanto, si habéis dormido en paz, benditos sois; porque así como ahora me contempláis y sabéis que Yo soy, así vendréis a mí, y vuestras almas vivirán, y vuestra redención será perfeccionada; y los santos saldrán de los cuatro extremos de la tierra.

4. La calamidad y el llanto acompañarán la Segunda Venida.

Entonces caerá el brazo del Señor sobre las naciones.

Y el Señor pondrá su pie sobre este monte, y se partirá en dos; y la tierra temblará, y se mecerá de un lado a otro, y los cielos también se estremecerán.

Y el Señor alzará su voz, y todos los confines de la tierra la oirán; y las naciones de la tierra se lamentarán, y los que se rieron verán su necedad.

Y la calamidad cubrirá al burlador, y el escarnecedor será consumido; y aquellos que han vigilado para hacer iniquidad serán cortados y arrojados al fuego.

Este es el día de la venganza que estaba en el corazón del Señor. Es el día en que el luto y el dolor serán universales; es el día en que todas las naciones de la tierra llorarán a causa de las calamidades que les han sobrevenido; es el día en que los ríos de sangre derramada en la guerra dejarán a cada familia sumida en profunda angustia.

¿Qué será de aquellos que se rieron de los rectos y piadosos, de los que no se rebajaron a vivir según las costumbres del mundo? Verán su necedad, una necedad que los deja atados con las infernales cadenas del pecado.

¿Qué será de aquellos que se burlaron de los santos y se mofaron de los humildes seguidores de Cristo? Los juicios de Dios reposarán sobre ellos; las calamidades de la naturaleza caerán como granizo y relámpagos del cielo.

¿Qué será de los escarnecedores, sabios en su propia vanidad mundana, que menospreciaron a los verdaderos creyentes por sus credos y doctrinas? Serán consumidos por la gloria de Su presencia.

¿Y qué de aquellos que velaban por la iniquidad? ¡Ojalá hubieran velado y esperado al Señor! Porque serán cortados, arrojados al fuego y condenados a un infierno ardiente y eterno.

5. El remanente judío contemplará las heridas de Jesús cuando Él regrese.

Y entonces los judíos me mirarán y dirán: ¿Qué son estas heridas en tus manos y en tus pies? Entonces sabrán que yo soy el Señor; porque les diré: Estas heridas son las heridas con que fui herido en casa de mis amigos. Yo soy aquel que fue levantado. Yo soy Jesús, el que fue crucificado. Yo soy el Hijo de Dios.

Y entonces llorarán a causa de sus iniquidades; entonces se lamentarán porque persiguieron a su Rey.

Las marcas de los clavos en sus manos y en sus pies, la herida abierta del costado causada por la lanza —éstas son las señales de la cruz; las señales de su crucifixión; las señales de que Él es aquel que fue levantado para atraer a todos los hombres hacia sí bajo las condiciones del arrepentimiento. Él las manifiesta en su carne resucitada cuando y donde sea necesario.

“Y uno le dirá,” profetizó Zacarías, “¿Qué son esas heridas en tus manos? Entonces él responderá: Con ellas fui herido en casa de mis amigos.” (Zacarías 13:6) Al oír la respuesta, los judíos lamentarán y llorarán por sus propias iniquidades—y por las de sus padres—porque persiguieron y dieron muerte a su Rey. Entonces ocurrirá la gran conversión de los judíos; entonces se cumplirá lo que el Señor habló por boca de Zacarías: “Y derramaré sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalén espíritu de gracia y de oración; y mirarán a mí, a quien traspasaron.” (Zacarías 12:10)

6. Los paganos serán redimidos y Satanás será atado en la Segunda Venida.

Y entonces serán redimidas las naciones paganas, y aquellos que no conocieron la ley tendrán parte en la primera resurrección; y les será tolerable. Y Satanás será atado, de modo que no tendrá lugar en los corazones de los hijos de los hombres.

Un Señor misericordioso ofrece a todos los hombres todo lo que sean capaces de recibir. Aun los paganos que no tienen ley saldrán en la tarde de la primera resurrección y serán bendecidos con una herencia terrenal que les será tolerable. Y finalmente, ¡oh gloriosa realidad milenaria!, Satanás será atado por mil años mediante “la rectitud” de los hombres, y no tendrá “poder sobre los corazones del pueblo, porque habitan en justicia, y el Santo de Israel reina.” (1 Nefi 22:26)

¿Cuándo vendrá el Hijo del Hombre?
(Mateo 24:32–33, 36–39; JST Mateo 24:41–45; Marcos 13:28–29, 32; JST Marcos 13:45–49; Lucas 17:26–30; 21:29–31; Doctrina y Convenios 45:34–38)

“¿Cuál es la señal de tu venida y del fin del mundo, o de la destrucción de los inicuos, que es el fin del mundo?” Tal fue la pregunta planteada por los Doce mientras se sentaban con su Señor en las apacibles laderas del Monte de los Olivos. Él ha respondido nombrando las señales que ocurrirán en la “generación” de su regreso. No especificará más allá de esto; en verdad, está a punto de negarse a nombrar el día y la hora. Pero primero dará la parábola de la higuera. Los discípulos están turbados, como bien podrían estarlo, por las desolaciones y los dolores que aún sobrevendrán sobre los hombres; por el derramamiento de sangre y la maldad que reinarán hasta que llegue el fin; y por las muchas almas que se perderán porque los hombres endurecen su corazón contra el Santo. Jesús dice:

No os turbéis, porque cuando todas estas cosas acontezcan, sabréis que las promesas que se os han hecho serán cumplidas.

Y cuando la luz comience a despuntar, será para ellos como una parábola que os mostraré: Mirad y observad las higueras, y las veis con vuestros ojos, y decís, cuando comienzan a brotar y sus hojas aún están tiernas, que el verano está ya cerca. Así será en aquel día cuando vean todas estas cosas; entonces sabrán que la hora está cercana.

Según lo registra Mateo, Jesús dijo: “Mis escogidos, cuando vean todas estas cosas, sabrán que él está cerca, aun a las puertas.”

Así pues: “Jesús tanto revela como oculta el tiempo de su venida. La parábola es perfecta para sus propósitos. Anuncia que él ciertamente regresará en la ‘estación’ cuando se manifiesten las señales prometidas. Pero se abstiene de especificar el día o la hora en que los higos serán cosechados, dejando así a los hombres en un estado de esperanza expectante, siempre preparándose para la venida de la cosecha.

“Esta parábola se refiere a los últimos días. La restauración del evangelio, con la luz que así se difunde en la oscuridad, es el comienzo del brotar de las hojas de la higuera.” (Comentario 1:664)

Pero del día y la hora nadie sabe; no, ni los ángeles de Dios en el cielo, sino sólo mi Padre.

Mas como fue en los días de Noé, así será también en la venida del Hijo del Hombre. Porque será con ellos como en los días antes del diluvio; porque hasta el día en que Noé entró en el arca, estaban comiendo y bebiendo, casándose y dándose en casamiento, y no entendieron hasta que vino el diluvio y los llevó a todos; así será también la venida del Hijo del Hombre.

De la misma manera que fue en los días de Lot: comían, bebían, compraban, vendían, plantaban y edificaban; pero el mismo día en que Lot salió de Sodoma llovió fuego y azufre del cielo, y los destruyó a todos. Así será en el día en que el Hijo del Hombre sea revelado.

El diluvio en los días de Noé y la destrucción de Sodoma y Gomorra son figuras de la Segunda Venida. En los días de Noé, los asuntos comunes de la vida continuaron hasta que vino el diluvio y destruyó el mundo de entonces; en los días de Lot, todo seguía su curso normal entre los hombres hasta que el Señor hizo llover fuego y azufre del cielo sobre aquellas ciudades impías y destruyó su mundo. Así será con la destrucción de los inicuos, que es el fin del mundo. Tal destrucción vendrá sin advertencia, como ladrón en la noche, en lo que respecta a los impíos y malvados. Pero con los escogidos de Dios, la situación será muy diferente. Aunque ni aun ellos sabrán el día ni la hora, la época y la generación serán claramente reveladas. Será la época y la generación en las cuales las señales de los tiempos se manifiesten.

“¿Quién podrá resistir el día de su venida?”
(Mateo 24:40–41; JST Mateo 24:46–48; JST Marcos 13:50–51; Lucas 17:34–37; JST Lucas 17:34–40)

Cuando venga el Señor—
Entonces se cumplirá lo que está escrito: que en los últimos días, dos estarán en el campo, uno será tomado y el otro dejado. Dos estarán moliendo en el molino: uno será tomado y el otro dejado.

No tenemos en la actualidad una fuente específica para la escritura que Jesús cita aquí en relación con los últimos días. Sin embargo, Malaquías, en un pasaje mesiánico de extraordinario poder, dice acerca de la Segunda Venida:

“El Señor, a quien vosotros buscáis, vendrá súbitamente a su templo… ¿Y quién podrá soportar el tiempo de su venida? ¿O quién podrá estar en pie cuando él se manifieste? Porque él es como fuego purificador y como jabón de lavadores… Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno; y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; y aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos, y no les dejará ni raíz ni rama.”

Además de “los soberbios y todos los que hacen maldad,” este pasaje también menciona a los hechiceros, adúlteros, falsos testigos, los que oprimen al jornalero, a la viuda y al huérfano en su salario, los que apartan a los hombres de la verdad, y los miembros de la verdadera Iglesia que no pagan un diezmo honrado; todos estos se cuentan entre aquellos que no podrán resistir aquel día. (Malaquías 3–4)

Pablo habla de “los que no conocen a Dios y no obedecen al evangelio,” como aquellos “que sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor” en su Segunda Venida. (2 Tesalonicenses 1:7–9)

Y nuestra revelación proclama que cuando Él venga, “Toda cosa corruptible, tanto del hombre, como de las bestias del campo, o de las aves del cielo, o de los peces del mar, que moran sobre la faz de toda la tierra, será consumida.” (Doctrina y Convenios 101:24)

Así, cuando el Señor Jesús regrese, destruirá a los impíos con el aliento de sus labios; los inicuos serán quemados como estopa, y la viña será limpiada de toda corrupción. Aunque dos, aparentemente iguales, trabajen, caminen, duerman o vivan juntos, uno será destruido por el resplandor de su venida, y el otro será preservado para disfrutar de los frutos de la tierra milenaria.

En una época anterior, en Galilea, después de proclamar esta misma doctrina, Jesús fue preguntado: “¿Dónde, Señor, serán llevados?” Su respuesta fue: Dondequiera que se reúna el cuerpo; o, en otras palabras, dondequiera que los santos se congreguen, allí se reunirán también las águilas.

Lucas, nuestro relator de esta enseñanza anterior, escribiendo por vía de profecía y revelación, añadió: “Esto lo dijo, significando la reunión de sus santos; y de los ángeles que descienden y reúnen a los demás con ellos: uno desde el lecho, otro desde el molino, y otro desde el campo, adondequiera que Él desee. Porque en verdad habrá nuevos cielos y nueva tierra, en los cuales morará la justicia.” Verdaderamente, los ángeles completarán la recolección de los escogidos. Y en cuanto a aquellos que sean consumidos y no puedan resistir el día, Lucas continúa: “Y no habrá cosa inmunda; porque la tierra, envejeciendo como un vestido, y habiendo crecido en corrupción, desaparecerá, y el escabel quedará santificado, limpio de todo pecado.” Tal será el nuevo cielo y la nueva tierra que surgirán al fin del mundo, lo cual es la destrucción de los inicuos.

¡Velad, orad, estad atentos, estad preparados!
(Mateo 24:42–51; JST Mateo 24:49–50, 56; Marcos 13:33–37; JST Marcos 13:52–61; Lucas 12:35–48; 21:34–36; JST Lucas 12:38–57; 21:34, 36)

Las predicaciones proféticas tienen un propósito; las doctrinas no se enseñan simplemente para entretener, ni siquiera solo para edificar sin más. Jesús ha enseñado ahora la doctrina de la Segunda Venida del Hijo del Hombre para que sus discípulos —y todos los futuros seguidores en cuyas manos lleguen estas enseñanzas— puedan utilizarlas para preparar sus propias almas para la salvación.

Si ha de haber una apostasía universal antes de que el Señor regrese, los escogidos deben saberlo, no sea que abracen religiones falsas y pierdan sus almas. Si el evangelio ha de ser restaurado y Israel reunido, que la simiente escogida encuentre el nuevo evangelio y aprenda dónde debe congregarse, no sea que deje de recibir las bendiciones prometidas. Si la plenitud de los gentiles está próxima y el Israel judío pronto será nuevamente favorecido, que esto sea dado a conocer a los judíos, no sea que permanezcan en tinieblas y sean rechazados junto con sus padres. Si ha de haber guerras y calamidades, desolaciones y señales, que los escogidos vean estas cosas en su perspectiva eterna, no sea que permanezcan como los demás hombres y cosechen las maldiciones que serán derramadas sin medida. Si, en el regreso de nuestro Señor, los inicuos serán como estopa y toda cosa corruptible será consumida por el resplandor de su venida, ¡cuán importante es saber cómo escapar de las llamas!

Así, Jesús llama a sus discípulos y a todos los hombres a velar, orar, estar atentos y preparados.

Y lo que digo a uno, a todos los hombres lo digo: Velad, pues no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor. Pero sabed esto: si el padre de familia supiera en qué vela habría de venir el ladrón, velaría y no dejaría que su casa fuese forzada, sino que estaría preparado.

Por tanto, estad también vosotros preparados, porque a la hora que no pensáis, vendrá el Hijo del Hombre.

La ilustración es perfecta; su aplicación nunca podrá olvidarse. Él vendrá como ladrón en la noche, inesperadamente y sin advertencia, en lo que respecta a los impíos y malvados. Y aun en cuanto a sus santos, vendrá en una hora—¡aunque la generación sea conocida!—en la que ellos no piensen.

¿Quién, pues, es el siervo fiel y prudente, al cual su Señor ha puesto sobre su casa, para que les dé el alimento a su tiempo? Bienaventurado aquel siervo, al cual, cuando su Señor venga, le halle haciendo así. De cierto os digo, que sobre todos sus bienes le pondrá.

Pero si aquel siervo malo dijere en su corazón: Mi Señor tarda en venir,
y comenzare a golpear a sus consiervos, y a comer y beber con los borrachos, vendrá el Señor de aquel siervo en el día que éste no espera, y a la hora que no sabe, y lo cortará en dos, y le asignará su parte con los hipócritas; allí será el llanto y el crujir de dientes.

Así dispone el Señor con respecto a los suyos. Sus santos apóstoles, todos sus discípulos, el ejército de siervos que poseen su santo sacerdocio—que cuiden de su Iglesia terrenal. ¿Su recompensa? El señorío sobre toda su casa por la eternidad. Pero aquellos siervos que sean vencidos por el mundo, aunque conserven su título y autoridad en la Iglesia, serán como la estopa del mundo. La hora bendita de su regreso los sorprenderá desprevenidos, y serán echados fuera para ser condenados con los de su misma clase.

Tanto Marcos como Lucas, al registrar el discurso del Monte de los Olivos, conservan para nosotros algunas verdades expresivas que no se hallan en la versión de Mateo ni se revelan nuevamente en Doctrina y Convenios, sección 45. Marcos nos dice que Jesús dijo: Velad, orad y estad atentos; porque no sabéis cuándo será el tiempo. Porque el Hijo del Hombre es como un hombre que, al irse lejos, dejó su casa, dio autoridad a sus siervos, y a cada uno su obra, y mandó al portero que velara.

Velad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el Señor de la casa: si al anochecer, o a la medianoche, o al canto del gallo, o por la mañana; no sea que, viniendo de repente, os halle durmiendo. Y lo que a vosotros digo, a todos lo digo: ¡Velad!

Es decir: Jesús deja su Iglesia y va a su Padre; da a sus discípulos autoridad para gobernar su reino terrenal durante su ausencia. Ellos no saben el momento de su regreso, si será en la oscuridad de la noche o en el amanecer del día. Ellos, y todos los hombres, deben velar y estar preparados, no sea que, cuando Él venga, los halle indiferentes a los asuntos de su Señor.

Un consejo similar, expresado con diferentes palabras, ha sido preservado para nosotros por Lucas: Por tanto, miren por sí mismos mis discípulos, no sea que en algún momento sus corazones se carguen de glotonería, embriaguez y de los afanes de esta vida, y aquel día venga sobre ellos de repente. Porque como un lazo vendrá sobre todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra.

Y lo que digo a uno, a todos lo digo: Velad, pues, y orad siempre, y guardad mis mandamientos, para que seáis tenidos por dignos de escapar de todas estas cosas que han de acontecer, y de estar en pie delante del Hijo del Hombre cuando venga revestido de la gloria de su Padre.

Tres pecados, comunes en todas partes y entre todos los pueblos; tres pecados que apenas son considerados por los hombres como transgresiones de la voluntad divina; tres pecados que forman parte del andar cotidiano de casi toda la humanidad—tales son los que Jesús menciona aquí, y los discípulos son aconsejados a evitarlos. Estos son:

  1. El pecado de la glotonería —la indulgencia intemperante en la comida y la bebida, símbolo de poner el corazón e intereses en las cosas carnales en lugar de las espirituales.
  2. El pecado de la embriaguez —literalmente, el entorpecimiento de las facultades mentales y espirituales por medio del alcohol; figurativamente, el embotamiento de los sentidos espirituales al absorber las falsas doctrinas y opiniones del mundo.
  3. El pecado de ser dominado por los afanes de esta vida —las ocupaciones temporales, los negocios, los cargos cívicos y políticos, los logros académicos; todo aquello que distrae y aparta al hombre de poner en primer lugar las cosas del reino de Dios.

Estos pecados son un lazo que atrapa a toda la tierra. Solo aquellos que los eviten y guarden los mandamientos estarán preparados para presentarse ante el Hijo del Hombre cuando venga nuevamente en gloria.

Entre cuatro y seis meses antes, en un lugar no identificado de Judea, quizás en Jerusalén, Jesús enseñó cosas semejantes que es oportuno considerar aquí: Tened ceñidos vuestros lomos y vuestras lámparas encendidas, para que vosotros mismos seáis semejantes a hombres que esperan a su Señor, cuando haya de volver de las bodas, a fin de que, cuando venga y llame, le abran inmediatamente.

De cierto os digo: bienaventurados aquellos siervos a quienes su Señor, cuando venga, halle velando; porque se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, acercándose, los servirá.

Esta es una ilustración dulce y hermosa, una que advierte a los Doce (y a todos los discípulos) que estén preparados para la Segunda Venida, la cual vendrá repentinamente. El Señor deja a sus siervos a cargo de su Iglesia mientras asciende al cielo. Sus lomos están ceñidos para el trabajo, porque hay labor que realizar; hay almas que salvar. Sus lámparas están encendidas, porque deben iluminar un mundo oscuro y pecaminoso; sus palabras deben brillar con esplendor celestial, y sus obras deben ser faros de luz que todos los hombres puedan ver.

El regreso del Señor de las bodas simboliza tanto su Segunda Venida como, según veremos, el juicio individual de cada alma al morir.

¡Qué gozo bendito llenará los corazones de aquellos que esperen su regreso! Estarán en su presencia y comerán a su mesa, donde Él mismo los servirá. Después de enseñar esto, Jesús muestra cómo las bendiciones de la Segunda Venida alcanzarán a todos los que fielmente velen, aun cuando no vivan en el día ni la hora de su glorioso regreso.

Porque he aquí, Él viene en la primera vigilia de la noche, y también vendrá en la segunda vigilia, y otra vez vendrá en la tercera vigilia.

Y en verdad os digo: ya vino, como está escrito de Él; y nuevamente, cuando venga en la segunda vigilia o en la tercera vigilia, bienaventurados aquellos siervos que, cuando Él venga, sean hallados haciendo así.

Porque el Señor de aquellos siervos se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, acercándose, los servirá.

Y ahora, en verdad os digo estas cosas para que sepáis esto: que la venida del Señor es como ladrón en la noche. Y es semejante a un hombre, dueño de casa, que si no vela por sus bienes, el ladrón vendrá en una hora que él no conoce, y tomará sus bienes y los repartirá entre sus compañeros.

No todos los hombres estarán vivos en el día de Su venida, pero, sea cuando sea que vivan, será como si el grande y terrible día del Señor hubiera llegado en su época. Si Sus siervos han servido fielmente en Su casa terrenal —la Iglesia y el reino de Dios sobre la tierra—, Su venida (para ellos) será el año de los redimidos. Pero si han comido y bebido con los impíos; si sus vidas han estado cargadas de glotonería y de los afanes de esta vida; si han sido soberbios, malvados e inclinados a la iniquidad, Su venida (para ellos) será el día de venganza que estaba en Su corazón.

Y no solo eso —¡ya ha venido! Para aquellos que entonces vivían, la Segunda Venida, por así decirlo, ya había pasado. El Señor estaba allí —al menos su día de juicio había llegado—, y aquellos que velaban por la rectitud fueron salvados, mientras que los que velaban por la iniquidad estaban preparados para el fuego. Estaba a punto de ceñirse, lavar los pies de los Doce y servirles mientras participaban de la cena de la Pascua. Para ellos, ya había venido como ladrón en la noche. Si hubieran velado, sus bienes no estarían ahora listos para las llamas, porque “la obra de cada uno se hará manifiesta; pues el día la declarará, porque por el fuego será revelada.” (1 Corintios 3:12–15)

Al oír y comprender todas estas cosas, los discípulos “dijeron entre sí: Si el padre de familia supiera a qué hora había de venir el ladrón, velaría y no permitiría que su casa fuese forzada, ni sufriría la pérdida de sus bienes.” A esto Jesús respondió: De cierto os digo: Estad también vosotros preparados, porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no pensáis.

Pedro, actuando ya como portavoz del grupo, preguntó: “Señor, ¿dices esta parábola a nosotros, o también a todos?” A esto Jesús respondió: “Hablo a aquellos a quienes el Señor hará administradores sobre su casa, para dar a sus hijos su porción de alimento a su debido tiempo.” La palabra va dirigida a los siervos del Señor. Ellos son responsables del bienestar de sus hermanos.

Ansiosos por conocer su propio estado en este respecto, preguntaron: “¿Quién, pues, es el siervo fiel y prudente?” Jesús respondió: Es aquel siervo que vela, para dar a su tiempo el alimento debido. Bienaventurado el siervo a quien, cuando su Señor venga, le halle haciendo así. De cierto os digo, que le pondrá sobre todo lo que posee.

Pero el siervo malo es aquel que no se halla velando. Y si ese siervo no es hallado velando, dirá en su corazón: Mi Señor tarda en venir; y comenzará a golpear a los siervos y a las siervas, y a comer, y a beber, y a embriagarse.

El Señor de aquel siervo vendrá en el día que no espera, y a la hora que no sabe; lo cortará, y le asignará su parte con los incrédulos.

Y aquel siervo que conoció la voluntad de su Señor, y no se preparó para la venida de su Señor, ni hizo conforme a su voluntad, será azotado con muchos azotes.

Pero el que no conoció la voluntad de su Señor, y cometió cosas dignas de azotes, será azotado con pocos. Porque a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará; y al que el Señor haya confiado mucho, más se le pedirá.


Capítulo 93

El discurso del Monte de los Olivos: Parábolas y el Juicio 

En la prisión lo vi después, condenado
a encontrar la muerte de un traidor al amanecer;
contuve la marea de lenguas mentirosas
y lo honré en medio de la vergüenza y el desprecio.
Para probar al máximo mi amistad,
me preguntó si por él moriría;
la carne era débil; mi sangre se enfrió;
pero el espíritu libre clamó: “¡Lo haré!”
Entonces, en un instante, ante mis ojos
el extraño se levantó de su disfraz;
las señales en sus manos reconocí;
el Salvador se erguía ante mi vista.
Habló, y mi pobre nombre pronunció:
“De mí no te has avergonzado;
estas obras serán tu memorial;
no temas, a mí me las hiciste.”

(Himnos, N.º 153)


Parábola de las diez vírgenes
(Mateo 25:1–13; JST Mateo 15:1, 8, 11)

Si los discípulos de antaño, sentados con Jesús en las apacibles laderas del Monte de los Olivos, deseaban saber cuándo regresaría en toda la gloria del reino de su Padre, ¡cuánto más deberíamos nosotros, que vivimos en la generación en que las señales prometidas van apareciendo una por una, desear saber cuándo llegará ese día glorioso!

Si aquellos que, en aquella época, estaban destinados a morir por el nombre de Jesús y por el testimonio que poseían, buscaron discernir las señales de los tiempos, ¡cuánto más deberíamos nosotros, en esta época, quienes tenemos el privilegio de vivir para honrar su nombre y testificar de su bondad, procurar ver y comprender las señales que anuncian su venida!

Si los santos de los días antiguos, que sabían que su venida no ocurriría en su generación, fueron sin embargo aconsejados a velar, orar, estar atentos y preparados, ¡cuánto más deberían hacerlo los santos de los últimos días, que saben que su venida será en su generación (pues las señales ya han sido dadas)! ¡Cuánto más deberían ellos prepararse!

“Para grabar aún más profundamente en sus mentes las lecciones de vigilancia y fidelidad, y para advertirles con mayor énfasis sobre el peligro de los lomos no ceñidos y la lámpara apagada, les relató las exquisitas Parábolas —tan bellas, tan simples, pero tan ricas en instrucción— de las Diez Vírgenes y de los Talentos; y trazó para ellos una imagen de aquel Gran Día del Juicio en el que el Rey separará a todas las naciones unas de otras, como el pastor separa las ovejas de los cabritos.” (Farrar, p. 584)

Todas estas cosas hallarán cumplimiento en esta, la dispensación de la plenitud de los tiempos, pues las demás señales ya se han dado y el tiempo está cercano. ¡Él está a la puerta! En este contexto, pues, consideremos cada uno de estos acontecimientos. Primero debemos contemplar esta preciosa parábola acerca del Esposo, la fiesta de bodas, las vírgenes que asistieron a la novia y las lámparas que iluminaban su camino y daban un espíritu festivo a la celebración matrimonial.

Y entonces, en aquel día, antes de que venga el Hijo del Hombre, el reino de los cielos será semejante a diez vírgenes, que tomaron sus lámparas y salieron a recibir al esposo.

El Esposo, como él mismo se ha designado en otras ocasiones, es el Señor Jesús, que regresa de una tierra lejana para asistir a la fiesta de bodas, cuando tomará a la Iglesia como su esposa. Las diez vírgenes son los miembros de la Iglesia; están en la casa del Señor (que es la Iglesia) esperando su regreso y el gran banquete de bendiciones del cual participarán los fieles.

“Las ‘lámparas’ —no ‘antorchas’— que llevaban las Diez Vírgenes eran de una construcción bien conocida. En los escritos talmúdicos se les da comúnmente el nombre de Lappid, pero también aparece la forma aramea del término griego en el Nuevo Testamento como Lampad y Lampadas. Las lámparas consistían en un recipiente redondo para brea o aceite y una mecha. Este recipiente se colocaba dentro de una copa hueca o un plato profundo —el Beth Shiqqua— que se fijaba, por un extremo puntiagudo, a un largo palo de madera, con el cual se llevaba en alto. Según las autoridades judías, era costumbre en Oriente llevar en una procesión nupcial unas diez de tales lámparas. No hay razón para dudar que tal fuera también la práctica en Palestina, ya que, según la rúbrica, diez era el número requerido para estar presentes en cualquier ceremonia u oficio, como las bendiciones que acompañaban los ritos matrimoniales. Y, en las circunstancias particulares que supone la Parábola, se representa a Diez Vírgenes saliendo a recibir al Esposo, cada una portando su lámpara.” (Edersheim 2:455)

Y cinco de ellas eran prudentes, y cinco insensatas. Las insensatas, al tomar sus lámparas, no llevaron consigo aceite; mas las prudentes tomaron aceite en sus vasijas juntamente con sus lámparas.

“Y en aquel día, cuando yo venga en mi gloria,” nos dice el Señor en revelación de los últimos días, “se cumplirá la parábola que hablé acerca de las diez vírgenes. Porque las que son sabias y han recibido la verdad, y han tomado al Espíritu Santo por su guía, y no han sido engañadas—en verdad os digo, no serán cortadas ni echadas en el fuego, sino que permanecerán en aquel día.” En cuanto a su recompensa, el Gran Juez continúa: “Y la tierra les será dada por heredad; y se multiplicarán y crecerán en fortaleza, y sus hijos crecerán sin pecado para salvación. Porque el Señor estará en medio de ellos, y su gloria estará sobre ellos, y Él será su Rey y su Legislador.” (Doctrina y Convenios 45:56–59)

Mientras el esposo tardaba, cabecearon todas y se durmieron. Y a la medianoche se oyó un clamor: He aquí, el esposo viene; salid a recibirle.

El llamado es a la Iglesia, a aquellos que han abandonado el mundo, a los que están bajo convenio de esperar a su Señor y prepararse para su regreso. Y ahora, casi dos mil años después de que dio la parábola, el llamado ha salido. “Oh pueblo mío,” dice el Señor, “santificaos; congregaos, oh pueblo de mi iglesia… Salid de Babilonia. Sed limpios los que lleváis los vasos del Señor. Convocad vuestras asambleas solemnes, y hablad a menudo unos con otros. Y que todo hombre invoque el nombre del Señor.”

Estad listos; preparaos; limpiad vuestras almas; tomad al Espíritu Santo como guía; buscad al Señor; guardad sus mandamientos. “Sí, que el clamor se levante entre todos los pueblos: Despertad y levantaos, y salid a recibir al Esposo; he aquí, el Esposo viene; salid a su encuentro. Preparaos para el gran día del Señor. Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora.” (Doctrina y Convenios 133:4–11)

Estos son los últimos días: los miembros de la Iglesia duermen; no están vigilando en las torres de Sion; ha pasado tanto tiempo desde la ascensión; tantos han esperado en vano su regreso; seguramente no vendrá en nuestros días. Y entonces, a la medianoche, mientras el mundo duerme —la hora más improbable para que un esposo venga a reclamar a su novia—, he aquí que viene, y su recompensa con Él.

Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Y las insensatas dijeron a las prudentes: Dadnos de vuestro aceite, porque nuestras lámparas se apagan. Mas las prudentes respondieron, diciendo: No sea que no haya suficiente para nosotras y para vosotras; id más bien a los que venden, y comprad para vosotras mismas.

Y mientras iban a comprar, vino el esposo; y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas; y se cerró la puerta.

Después vinieron también las otras vírgenes, diciendo: ¡Señor, Señor, ábrenos! Pero él respondió y dijo: De cierto os digo, no os conozco.

Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora en que ha de venir el Hijo del Hombre.

La salvación es un asunto personal. Viene solo a aquellos que guardan los mandamientos y cuyas almas están llenas del Espíritu Santo de Dios. Ningún hombre puede guardar los mandamientos por otro, ni en su nombre; nadie puede obtener el poder santificador del Espíritu Santo en su vida y dar o vender ese santo aceite a otro. Cada hombre debe encender su propia lámpara con el aceite de la rectitud que se compra en el mercado de la obediencia. Pocas doctrinas son más perversas y engañosas que la falsa doctrina de la supererogación, que enseña que los santos, al hacer más de lo necesario para su propia salvación, acumulan un inmenso tesoro de méritos en el cielo que pueden ser distribuidos y asignados a otros para que también sean salvos.

Todo lo que una persona puede hacer por la salvación de otra es predicar, enseñar, explicar y exhortar; todo lo que un hombre puede hacer por sus semejantes es enseñarles la verdad y guiar sus pasos por sendas de virtud y rectitud. Todo lo que las cinco vírgenes prudentes pueden hacer por las insensatas es decirles cómo obtener aceite por sí mismas.

Y las vírgenes insensatas que no lleguen a conocer al Esposo por el poder del Espíritu no serán dignas de sentarse con Él en la cena de bodas ni de participar de las bendiciones reservadas para las prudentes.

Parábola de los talentos
(Mateo 25:14–30; JST Mateo 25:13–14, 24–31)

Existe un principio eterno que declara: El servicio es esencial para la salvación. En la parábola de las diez vírgenes, Jesús dramatizó la verdad de que, para obtener la salvación, los hombres deben guardar los mandamientos y ser guiados por el Espíritu Santo. Así, la obediencia es esencial para la salvación.

Ahora, al dar la parábola de los talentos, el Señor completa el cuadro. No solo deben los mortales guardar los mandamientos para obtener una herencia en el reino del Padre, sino que también deben salir de sí mismos y servir a sus semejantes. Una cosa es ser virtuoso y pagar los diezmos; otra muy distinta es persuadir a otros a andar por sendas de pureza y poner los propios recursos al servicio del engrandecimiento del reino terrenal del Señor. El Señor no se contentará con la salvación de Moisés solamente; espera que ese gran legislador guíe a todo Israel hasta la cumbre del Sinaí. Tanto la obediencia como el servicio son esenciales para la salvación.

Y así dice Jesús: Ahora compararé estas cosas con una parábola. Porque es como un hombre que, al emprender un viaje a una tierra lejana, llamó a sus siervos y les entregó sus bienes.

Y a uno dio cinco talentos, a otro dos, y a otro uno; a cada hombre conforme a su capacidad; y luego se fue lejos.

Jesús está hablando a los Doce, quienes, en esto como en todo, son un modelo y tipo de todos los discípulos. En principio, por tanto, está hablando a todos sus siervos y a todos los miembros de su reino; y, en realidad, este mismo principio puede aplicarse a todos los hombres en sus diversas esferas, pues todos tienen talentos y todos serán responsables ante el tribunal de juicio por el uso que hayan dado a esos talentos.

Pero el propósito específico de la parábola es enseñar cómo los siervos del Señor deben usar sus dones naturales para avanzar la obra de Aquel que ahora parte en un largo viaje a un cielo lejano, allí para estar con su Padre hasta el día en que regrese para vivir y reinar en la tierra por mil años.

Los miembros de la Iglesia en general, y aquellos llamados al servicio ministerial en particular, son dotados con “dones espirituales.” No todos reciben el mismo don, ni todos son bendecidos con los mismos talentos. “Hay diversidad de dones,” dice Pablo, todos los cuales provienen “del mismo Espíritu.” A uno se le da el don de profecía, a otro el poder de obrar milagros, a otro el don de conocimiento, o de sabiduría, o de comprensión de las Escrituras, o cualquiera de los miles de dones que edifican y elevan las almas de los hombres. (1 Corintios 12)

Además, todos los hombres —y en particular los siervos del Señor— adquirieron, en la preexistencia, mediante la obediencia a la ley, los talentos y capacidades específicas con las cuales son dotados en esta vida. Los hombres no nacen iguales; vienen a la mortalidad dotados con las habilidades que ganaron y desarrollaron durante un largo período de aprendizaje premortal. Y un Ser justo y equitativo, que trata con imparcialidad a todos sus hijos, espera que cada uno use los talentos y habilidades con los que ha sido bendecido y los dones que le han sido concedidos por una providencia divina.

Entonces, el que había recibido cinco talentos fue y negoció con ellos, y ganó otros cinco talentos. Y asimismo, el que había recibido dos, ganó también otros dos. Pero el que había recibido uno fue, cavó en la tierra y escondió el dinero de su señor. Aquellos que “se embarcan en el servicio de Dios” son mandados a servirle con todo su “corazón, poder, mente y fuerza.” (Doctrina y Convenios 4:2) Es la voluntad de Aquel que nos creó que “los hombres estén ansiosamente comprometidos en una buena causa, y hagan muchas cosas por su propia voluntad, y procuren mucho rectitud.” (Doctrina y Convenios 58:27)

Todos los que son enviados a predicar el evangelio están sujetos al decreto divino: “No desperdiciarás tu tiempo, ni enterrarás tu talento para que no se dé a conocer.” (Doctrina y Convenios 60:13) Y el consejo es para todos: “No os canséis de hacer el bien,” porque “el Señor requiere el corazón y una mente dispuesta.” (Doctrina y Convenios 64:33–34)

El Señor espera que sus siervos sean diligentes; que se mantengan ocupados hasta su venida; que trabajen en su causa con toda la fuerza y el poder que posean.

Después de mucho tiempo, vino el señor de aquellos siervos y arregló cuentas con ellos. Y llegando el que había recibido cinco talentos, trajo consigo otros cinco talentos, diciendo: Señor, cinco talentos me entregaste; he aquí, he ganado otros cinco talentos además de ellos.

Su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor.

La recompensa por el servicio fiel es doble:

1. Ser hecho gobernante sobre muchas cosas.
Esta vida es el estado de probación en el que los siervos del Señor aprenden a gobernar sus propias casas —“Porque si alguno no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de Dios?” pregunta Pablo (1 Timoteo 3:5)— y también a dirigir alguna pequeña parte del reino terrenal del Señor.
Los hombres son llamados a presidir un quórum de diáconos, una organización auxiliar, una clase de la Escuela Dominical, un barrio o una estaca, o cualquier otra responsabilidad, todo para adquirir experiencia en la administración eterna futura.
Aquellos que operan sobre principios verdaderos y tienen éxito en esta vida, tendrán poder y capacidad para gobernar reinos mayores y más extensos en la eternidad.

2. Entrar en el gozo del Señor.
La vida eterna en sí consiste en morar en la presencia de Dios, en recibir, heredar y poseer como Él lo hace.
La plenitud del gozo del Señor es ser como Él, ser uno con Él, tener gloria y exaltación para siempre, tal como Él la posee.

Llegando también el que había recibido dos talentos, dijo: Señor, dos talentos me entregaste; he aquí, he ganado otros dos talentos además de ellos.

Su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor.

Nuevamente, la recompensa es la misma: ser gobernante sobre muchas cosas y entrar en el gozo del Señor. No importa que un hombre sirva con fervor apostólico en la administración del reino mundial de Aquel cuyo testigo es, mientras otro trabaje en un obispado cuyas fronteras apenas abarcan unas pocas calles —ambos reciben la misma recompensa.

Verdaderamente, de aquellos que reinan en esplendor celestial está escrito: “Y los hace iguales en poder, en fuerza y en dominio.” (Doctrina y Convenios 76:95) Y también: “Y los santos serán llenos de su gloria, y recibirán su herencia, y serán hechos iguales con Él.” (Doctrina y Convenios 88:107)

Entonces vino el que había recibido un talento y dijo: Señor, te conocía, que eres hombre duro, que siegas donde no sembraste, y recoges donde no esparciste. Y tuve miedo, y fui y escondí tu talento en la tierra; y he aquí, aquí tienes lo que es tuyo; tómalo de mí, así como lo has tomado de tus otros siervos, porque tuyo es.

Esto es ociosidad e indiferencia, y aún más. Es también desobediencia y negligencia; incluso es desafío hacia Aquel que es Maestro y Señor. Los siervos del Señor están bajo convenio —hecho en las aguas del bautismo— de amarlo y servirle todos los días de su vida. Han convenido en llorar con los que lloran, consolar a los afligidos y llevar las cargas de sus hermanos. Habiendo puesto la mano en el arado, no deben mirar atrás, no sea que testifiquen con ello que no son aptos para el reino de Dios. Por tanto:

Su señor le respondió y le dijo: Siervo malo y negligente, sabías que siego donde no sembré, y que recojo donde no esparcí. Habiendo sabido esto, debiste haber puesto mi dinero en el banco, y al venir yo habría recibido lo mío con intereses.

Cuando los siervos del Señor descuidan y fallan en hacer la obra de su Maestro, son malos.

Quitaré, por tanto, el talento de ti, y lo daré al que tiene diez talentos. Porque a todo aquel que haya obtenido otros talentos, le será dado, y tendrá en abundancia; pero al que no haya obtenido otros talentos, aun lo que tiene le será quitado.

Y su señor dirá a sus siervos: Echad al siervo inútil en las tinieblas de afuera; allí será el llanto y el crujir de dientes.

Así como los brazos que nunca se usan se atrofian; como las piernas que nunca caminan se debilitan; como los ojos que nunca se abren se vuelven opacos y ciegos— así también los dones de Dios que no se ejercen pronto se desvanecen.

Así como aquellos que nunca caminan pierden el poder de moverse, así los que entierran sus talentos pronto se vuelven como si nunca hubiesen sido dotados de dones ni de gracias divinas. La suerte de los unos es quedar cojos para siempre; la de los otros, morir en cuanto a la bondad y la rectitud.

Cristo se sentará en juicio en su venida

(Mateo 25:31–46; JST Mateo 25:33–34)

Como una corona de oro puro, símbolo de realeza y victoria, así son estas palabras finales del discurso del Monte de los Olivos. Rara vez—más bien, nunca—se ha hecho una presentación tan dulce y tierna respecto a la venida del Hijo del Hombre. Nada muestra con mayor claridad la base sobre la cual serán juzgados los discípulos.

Jesús ha revelado a los Doce las cosas que precederán su venida; ha testificado de las desolaciones y tristezas que acompañarán su regreso; y sus amigos apostólicos saben ahora que los impíos serán como estopa y que la viña será purificada por el resplandor de su Presencia.
Ahora Él les habla acerca de sentarse con ellos en juicio sobre sus santos, santos que, en aquel día, estarán esparcidos—unos pocos aquí y una pequeña congregación allá—por todas las naciones de la tierra.

Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con Él, entonces se sentará en el trono de su gloria; y delante de Él serán reunidas todas las naciones, y apartará a unos de otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos; y pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda.

Y se sentará en su trono, y con Él los doce apóstoles.

Este es el día del juicio para los santos del Altísimo. Para ellos el juicio está establecido y los libros son abiertos. Su destino eterno será determinado sobre la base de sus obras terrenales. Este es el gran día de división en la Iglesia, cuando las ovejas son separadas de los cabritos: el primer grupo va a la diestra de honor, el segundo a la siniestra de vergüenza.

Es la historia de las diez vírgenes repetida: cinco prudentes y cinco insensatas, la mitad de las cuales entró en la casa y se sentó a la cena de bodas, y la otra mitad fue dejada afuera porque nunca conoció al Esposo.

¡Qué sentimientos de asombro y de gozo debieron llenar los corazones de aquellos humildes galileos—sus testigos escogidos—al saber que ellos también se sentarían en tronos con su Señor y participarían en aquel glorioso día de juicio!

Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí.

“Desde la fundación del mundo,” desde el principio, desde toda la eternidad —por tanto tiempo que ningún hombre puede medirlo—, por ese mismo tiempo ha estado “el reino” preparado para los fieles. Y su herencia en él depende de sus obras caritativas en la mortalidad, de cuánto se entreguen a sí mismos para servir a su Señor y Rey.

Entonces los justos le responderán, diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te sustentamos? ¿O sediento, y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos forastero y te acogimos, o desnudo y te vestimos? ¿O cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y vinimos a ti?

Y el Rey responderá y les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis.

Tal es la ley de la vida. No todos los hombres pueden alimentar, vestir o sanar al Hijo de Dios; su vida mortal duró solo un breve momento en un día señalado, y sus contactos personales se limitaron a los miles que habitaban en las tierras donde Él moró. Pero los miles de millones de habitantes de la tierra —de todas partes y de todas las edades— también son hijos del Padre de todos nosotros. Y “cuando os halláis al servicio de vuestros semejantes, solo estáis al servicio de vuestro Dios.” (Mosíah 2:17) O, como se expresa de modo similar: “El que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?” (1 Juan 4:20) O, como Él mismo lo declaró en nuestros días: “El que recibe a mis siervos, a mí me recibe.” (Doctrina y Convenios 84:36)

Entonces dirá también a los que estén a su izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui forastero, y no me recogisteis; estuve desnudo, y no me cubristeis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis.

Entonces ellos también le responderán, diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o forastero, o desnudo, o enfermo, o en la cárcel, y no te servimos?

Entonces Él les responderá, diciendo: De cierto os digo que en cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis.

Y estos irán al castigo eterno, mas los justos a la vida eterna.


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El Mesía Mortal – De Belén al Calvario  Libro 3

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