El Milagro del Perdón

Capítulo 16

Evítense las asechanzas

Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil. —Mateo 26:41


El apóstol Pablo se expresa en estos términos en cuanto a la necesidad de elevar la voz positiva e inequívoca­mente en la causa de la verdad:

“Y si la trompeta diere sonido incierto, ¿quién se preparará para la batalla?

Así también vosotros, si por la lengua no diereis palabra bien com­prensible, ¿cómo se entenderá lo que decís? Porque hablaréis al aire.

“Tantas clases de idiomas hay, seguramente, en el mundo, y ninguno de ellos carece de significado” (1 Corintios 14:8-10).

Se han tocado trompetas, se han hecho amonestaciones, se han registrado voces en los capítulos de este libro. Se ha llamado la atención a las asechanzas con que la juventud y otros tropiezan, los peligros escondidos y los senderos prohibi­dos para todos. Saber dónde yace el peligro y poder reconocer­lo en todas sus manifestaciones constituye una protección. El maligno es astuto; siempre está presto para engañar y contar entre sus víctimas a toda persona incauta, toda persona descuidada, toda persona rebelde. El apóstol Pablo advirtió a los Efesios: “Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gober­nadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12).

 El pecado es insidioso.

Bien sea que uno esté o no esté arrepintiéndose de un grave pecado, el verdadero espíritu de arrepentimiento que todos deben manifestar comprende un deseo de apartarse del pecado. Uno no puede simultáneamente sentirse compungido y mimar a la transgresión.

Igual que un viaje, el pecado empieza con el primer paso; y la prudencia y la experiencia enseñan que es más fácil resis­tir la primera tentación que las posteriores, cuando ya ha empezado a desarrollarse la rutina de la transgresión. Esto queda demostrado en la historia de la alondra. Mientras posaba en las altas ramas de un árbol fuera de daño, vio que pasaba por el bosque un viajero con una pequeña y misteriosa caja negra. La alondra lanzó el vuelo y descendió sobre el hombro del viajero.

—¿Qué lleva en esa cajita negra?—preguntó
—Gusanos—fue la respuesta
— ¿Los vende?
—Sí, y muy baratos. El precio es de sólo una pluma por un gusano.

La alondra pensó por un momento. “Debo tener un millón de plumas. Estoy segura de que una no me va a hacer falta. Aquí tengo la oportunidad de conseguir un buen bocado sin ningún trabajo.” De modo qué, le dijo al hombre que le com­praría uno. Buscó cuidadosamente una pluma pequeña deba­jo del ala. Se estremeció un poco al arrancarla, pero el tamaño y la calidad del gusano pronto le hizo olvidar el dolor. En lo alto del árbol nuevamente empezó a cantar con la belleza de siempre.

Al día siguiente vio al mismo hombre, y una vez más le entregó una pluma por un gusano. ¡Qué manera tan admi­rable y desahogada de obtener su comida!

Cada día subsiguiente la alondra entregaba una de sus plumas, y cada vez parecía dolerle menos. Al principio tenía muchas plumas, pero al pasar los días descubrió que le era más difícil volar. Finalmente, después de la entrega de una de sus plumas principales, ya no pudo llegar a la cima del árbol, y menos aún volar por los aires. Por cierto, no podía hacer más que aletear y elevarse una corta distancia, y se vio obligada a buscar su comida con los contendientes y rencillo­sos gorriones.

El hombre con los gusanos dejó de venir, porque ya no había más plumas con que pagar los gusanos. La alondra cesó de cantar porque se sentía muy avergonzada de su estado caído.

Así es como los hábitos y vicios indignos se apoderan de nosotros. Al principio dolorosamente, después con mayor facilidad, hasta que al fin nos vemos privados de todo lo que nos permite cantar y ascender a lo alto. Así es como se pierde la libertad, así es como quedamos envueltos en el pecado.

El pecado grave entra en nuestras vidas cuando cedemos por primera vez a las tentaciones pequeñas. Raras veces in­curre uno en transgresiones de mayor seriedad sin haber cedi­do primero a las pequeñas, las cuales abren la puerta a las mayores. Al dar un ejemplo de cierta clase de pecado, alguien dijo: “Tan difícil es que un hombre honrado se convierta repentinamente en ímprobo, como que un campo despejado se llene repentinamente de hierba.”

Es extremadamente difícil, cuando no imposible, que el diablo entre por una puerta que esté cerrada. Parece que no tiene llaves para abrir puertas cerradas. Sin embargo, si una puerta se deja entreabierta, por poco que sea, introduce el dedo del pie por la abertura, y en seguida el pie, luego la pierna, el cuerpo y la cabeza, y por último ha entrado por completo.

Esta situación hace evocar la fábula del camello y su dueño que viajaban sobre las arenas del desierto cuando se desató un vendaval. El viajero rápidamente armó su tienda de campaña, y entró y cerró los lados para protegerse de las pi­cantes y cortantes arenas impelidas por la tormenta.. Por su­puesto, el camello tuvo que permanecer afuera, y a medida que la violencia del viento azotaba con la arena su cuerpo, sus ojos y hocico, no pudo soportar más y, por último, suplicó que se le dejara entrar en la tienda.

—Sólo hay lugar para mí—dijo el viajero.

—Pero, ¿no puedo por lo menos meter el hocico para poder respirar aire que no esté lleno de arena?—preguntó el camello.

—Pues no veo por qué no—contestó el viajero, levantando un poco el faldón de la tienda para que el camello pudiera introducir el hocico.

¡Qué cómodo se sentía el camello ahora! Pero no tardó en sentirse molesto con la arena que le hería los ojos y las ore­jas, y no pudo resistir la tentación de preguntar nuevamente:

—La arena impelida por el viento me está rallando la ca­beza como si fuera una lima. ¿Puedo meter sólo la cabeza?

Una vez más el viajero razonó que si consentía no se iba a perjudicar, pues la cabeza del camello podía ocupar el es­pacio de la parte superior de la tienda que él mismo no esta­ba usando. De manera que el camello metió la cabeza y nue­vamente se sintió satisfecho, pero nada más por un corto tiempo.

—Sólo las patas delanteras—suplicó.

Nuevamente el viajero accedió, y en un instante los hombros y patas delanteras del camello se hallaban dentro de la tienda. Finalmente, por medio del mismo procedimiento de rogar y de consentir, el torso del camello y sus piernas traseras se hallaban dentro de la tienda. Sin embargo, no había suficiente lugar para los dos, y el camello, dando una coz, precipitó al viajero afuera al viento tormentoso.

Así como el camello, Lucifer fácilmente se convierte en amo cuando uno cede a sus primeras lisonjas. La conciencia no tarda en verse impotente, el poder maligno tiene todo do­minio y la puerta a la salvación queda cerrada hasta que un arrepentimiento completo la vuelve a abrir.

El ejemplo del salvador.

En el ejemplo del Salvador se recalca la importancia de no dar cabida a la tentación ni en el más mínimo grado. ¿Acaso no reconoció el peligro cuando se hallaba en el monte con su hermano caído, Lucifer, ante la fuerte tentación del consu­mado tentador? Pudo haber abierto la puerta y jugado con el peligro, diciendo: “Muy bien, Satanás, escucharé tu proposición. No es fuerza que yo me someta; no tengo que rendirme; no hay necesidad de que yo acepte; pero escucharé.”

Cristo no transigió de esta manera. Terminante y pronta­mente dio fin a la discusión, y mandó: “Vete, Satanás”, dán­dole a entender probablemente: “No quiero verte más; retírate de mi presencia; no quiero escucharte; no quiero tener nada que ver contigo.” Leemos que tras esto “el diablo en­tonces le dejó”.

Este es nuestro modelo apropiado, si es que queremos evitar el pecado más bien que tener frente a nosotros la tarea mucho más difícil de curarlo. Al leer la historia del Redentor y sus tentaciones, estoy seguro que utilizó sus energías para fortalecerse contra la tentación, más bien que para lidiar con ella a fin de vencerla.

No hay que coquetear con la tentación.

Vertido en términos prácticos modernos, ¿qué significa el principio? Entre otras cosas significa que para ser incues­tionablemente un abstemio, uno no frecuenta cantinas ni tabernas; uno jamás toma la primera copa. Para evitar el vicio del tabaco, uno no lo toca ni se asocia en sus horas desocupa­das con personas que fuman. Uno tal vez podrá trabajar con personas de tendencias sodomíticas sin perjudicarse mucho, pero acompañarlos en sus juegos y diversiones es invitar a la tentación que por último puede resultar dominante.

Quiere decir que el joven que saca a pasear a una amiga de moralidad dudosa, aun cuando sea sólo una vez, está arriesgándose; está enfrentándose a una tentación muy poten­te. La joven que sale, aun cuando sea una sola vez, con un individuo de malos antecedentes se halla en peligro. El joven que acepta un cigarrillo o una copa está “jugando con fuego”. La persona joven que empieza a tolerar intimidades sexuales se halla en una posición peligrosa. Un paso invita a otro paso, y no es fácil retroceder.

Para hacer mayor hincapié, mediante la analogía, en los peligros de coquetear con la tentación, tenemos el caso fre­cuentemente relatado de tres hombres que se presentaron para solicitar empleo como conductores de los autobuses de una compañía de transportes. El solicitante que lograra el empleo tendría que conducir el vehículo por altos, peligrosos y precipitosos caminos entre montañas. Al preguntársele acer­ca de su destreza para manejar vehículos, el primero de ellos contestó:

—Soy un conductor hábil y experto. Puedo acercarme a tal grado al extremo de un precipicio, que hago que la ancha llanta metálica del vehículo corra por la orilla y nunca volcarme.

—Tiene usted mucha destreza—le dijo el jefe.

—Yo le gano—profirió el segundo jactanciosamente—Yo puedo conducir con tanta precisión que el neumático del vehículo sobrepasa el borde, y la mitad del neumático va por la orilla del precipicio y la otra mitad queda en el aire.

El patrón se preguntaba lo que el tercer solicitante iba a ofrecer, y quedó sorprendido y complacido al oírlo decir:

—Pues, señor, yo puedo apartarme del borde del precipicio hasta donde me sea posible.

No hay necesidad de preguntar cuál de los tres logró el empleo.

Estemos pendientes de los sitios vulnerables.

El descuido en cuanto a nuestra proximidad al pecado nos deja indefensos ante las asechanzas de Satanás. Según el mito de Aquiles, su único miembro físicamente vulnerable era el talón del cual su madre lo sostuvo al bañarlo en el río mágico para hacerlo inmune al daño corporal; y una flecha envenenada en dicho talón puso fin a una vida de gran arrojo en el campo de batalla. Tal corno Aquiles, la mayor parte de nosotros tenemos sitios vulnerables a causa de los cuales puede sobrevenirnos el desastre, a menos que nos hallemos debidamente protegidos e inmunizados.

Aun el gigante Goliat tenía un sitio vulnerable. En uno de sus deleitables discursos, el hermano Sterling W. Sill nos habló al respecto. Cito sus palabras:

“En el histórico combate de David y Goliat, el gigante de Gat se había cubierto con una pesada cota de malla, cuyo peso era cinco mil siclos de bronce. Llevaba un casco de bronce sobre su cabeza y grebas de bronce sobre sus piernas. El asta de su lanza era como un rodillo de telar, y el hierro de su lanza pesaba seiscientos siclos de hierro. Goliat debe haberse sentido muy seguro del éxito cuando salió a enfrentarse al hijo de Isaí que ni siquiera llegaba todavía a la edad militar. Sin embargo, Goliat cometió el error de confiar en su fuerza más bien que en proteger su vulnerabilidad. Su cuerpo de gigante y enormes piernas se hallaban envueltos en bronce, pero dejó descubierta su grande y amplia frente. Este fue el sitio hacia el cual David lanzó con éxito la piedra de su honda, y Goliat cayó, así como Aquiles había caído, porque fue acometido por donde no tenía protección.” (Sterling W. Sill, The Way of Success, pág. 278.)

La historia nos proporciona muchos otros ejemplos de fuerza y orgullo, tanto individuales como nacionales, de per­sonas que cayeron como resultado de un ataque sobre el sitio vulnerable. Aun cuando dichos sitios eran a menudo físicos, superficialmente por lo menos, Lucifer y sus secuaces conocen los hábitos, debilidades y puntos vulnerables de cada uno, y los aprovechan para conducirnos a la destrucción espiritual. En esta persona podrá ser su sed de licor; en aquélla podrá ser un apetito insaciable; otra ha permitido que sus impulsos sexuales imperen; otra ama el dinero, y los lujos y comodi­dades que puede comprar; otra ambiciona el poder, y así sucesivamente.

En la Conferencia de la AMM, de junio de 1959, el her­mano Delbert L. Stapley del Consejo de los Doce hizo al­gunos comentarios que se relacionan con este tema. Entre otras cosas, dijo en esa ocasión:

“La luz disipa las tinieblas y las reemplaza. Las tinieblas no pueden reemplazar a la luz. Sólo cuando la luz se apaga es cuando pre­valecen las tinieblas… Reconocer las debilidades inherentes y no hacer cosa alguna para vencerlas… es una evidencia de la inestabilidad del carácter.”

La asechanza de la autojustificación.

En otra parte de esta obra se ha hecho referencia a algu­nos de los asuntos tratados en este capítulo como asechanzas de las cuales hay que cuidarse. Una de ellas es la maldad de la autojustificación. Tal vez Alexander Pope tenía en mente este género de destreza mental cuando escribió perceptiblemente:

“Es el vicio un monstruo de tan feroz semblante, que con tan sólo verlo nos parece repugnante; mas si su aspecto con frecuencia contemplamos, primero toleramos, nos compadecemos y luego lo abrazamos.”

Es fácil dejarse uno llevar por los pretextos hacia costum­bres pecaminosas. Por ejemplo, la persona que se ve libre de las restricciones, quizás por vez primera, piensa en investigar algunas de las cosas acerca de las cuales ha oído, y probarlas para satisfacer su curiosidad. Desde luego, son las cosas prohi­bidas las que parecen ejercer la mayor atracción. Fuma su primer cigarrillo; bebe su primera copa; entra en los diversos campos sexuales prohibidos; intenta su primer robo o hurto pequeño; frecuenta un poco las casas de juego. Tal vez se jus­tificará con el pretexto de que no es malo probarlo nada más una vez, “sólo para conocer esa experiencia”. Ciertamente nunca piensa que se hundirá más en el pecado, ni que se permitirá repetir los hechos. Sin embargo, aun cuando a raíz de estas cosas prohibidas viene la sensación de remordimiento, y aun de vergüenza y pesar, ya para entonces se ha vuelto tan diestro en justificarse, que se convence a sí mismo de que no hay necesidad de arrepentirse.

Cuando uno cae en pecados graves, aparentemente no le quedan sino estas dos alternativas, arrepentirse y hacer cuanto sea necesario para quitar la mancha, o justificar con pretextos las consecuencias y el remordimiento de conciencia. El arre­pentimiento parece ser un procedimiento muy difícil, largo y angustioso, y usualmente vergonzoso. El camino de la auto­justificación es mucho más fácil, por el momento, pues oculta las transgresiones. La conciencia, que al principio se siente angustiada, se va cauterizando con mayor facilidad, hasta que finalmente deja a uno a la merced completa de las fuerzas malignas tentadoras. Desde luego, el primer paso de la autojustificación del pecado es una de las asechanzas que hay que evitar.

Asechanzas para la juventud.

En esta obra intencionalmente me he referido con fre­cuencia a los pecados sexuales, y lo he hecho por motivo de su gravedad y prevalencia. En el capítulo actual uno difícilmente podría dejar de recalcar estos errores, con relación a evitar las asechanzas del pecado, especialmente en lo que afectan a la juventud de la Iglesia en una época de inmoralidad, liberti­naje e incitación comercial cada vez mayores.

Nuestro sabio Creador integró el alma del hombre, el cuerpo y el espíritu, e incorporó el desarrollo y los deseos y estímulos reglamentados, acomodándolos a la edad lograda, a fin de que haya un desenvolvimiento apropiado de la vida en una manera normal. Hay un tiempo para la infancia, con su dependencia total de otros; un tiempo para la niñez, con su existencia libre de preocupaciones; un tiempo para la ado­lescencia con sus intereses y responsabilidades cada vez más amplios. Hay un tiempo para la juventud de mayor edad, con su número creciente de decisiones y responsabilidades. Hay un tiempo para los jóvenes casados, con sus responsabilidades mutuas y más amplios intereses; un tiempo para la edad ma­dura, con su cosecha otoñal de experiencia; un tiempo para la edad avanzada en los inviernos al lado del fogón, con memorias, asociaciones felices y satisfacciones. Todos estos aspectos del desarrollo, cuando se llevan a cabo de conformi­dad con el plan divino, conducen al alma firme e invariable­mente por la vía que lleva a la vida eterna.

Ninguna época de la vida es de mayor trascendencia para el resultado final que los años de la juventud. Las decisiones y actividades de este período dejan sobre lo futuro lo que puede llegar a ser una impresión imborrable, particularmente en los efectos que surte en el matrimonio de uno y en su vida familiar subsiguiente. Las actividades y asociaciones durante esta época a menudo son de influencia vital.

El impulso de tener actividades en conjunto es normal para los de edad menor, cuando no se les estimula prematura y precozmente de otras maneras, y las actividades recreativas y sociales del grupo pueden ser sanas y divertidas. La seguridad física y moral aumenta con la multiplicidad de amigos. Las ac­tividades recreativas de hogar, efectuadas conjuntamente, pue­den ser no sólo muy divertidas, sino benéficas en extremo. Las charlas juveniles pueden formar amistades, además de inspirar el espíritu y adiestrar la mente. Los días de campo en grupo pueden disciplinar a la juventud en cuanto a buenos modales y hermanamiento, y ampliar el círculo de amigos íntimos.

Los deportes pueden desarrollar en el cuerpo fuerza y resistencia. Pueden adiestrar al espíritu para que haga frente a las dificultades, los fracasos y éxitos; pueden enseñar abne­gación y comprensión, y desarrollar la buena deportividad y la tolerancia, tanto en el participante como en el espectador. El teatro puede desarrollar el talento, enseñar la paciencia y fomentar el compañerismo y la amistad. Las actividades musi­cales en grupo surten efectos similares, y pueden ablandar y enternecer el espíritu y satisfacer las necesidades estéticas.

Un baile correctamente conducido puede ser una bendi­ción. Proporciona la oportunidad de pasar una noche agra­dable con muchas personas al acompañamiento de la música. Puede formar y desarrollar amistades que en años posteriores serán muy estimadas. Por otra parte, puede convertirse en una experiencia restrictiva.

Los bailes bien ordenados proporcionan sitios favorables, momentos agradables y circunstancias propicias, en las cuales se conoce a nuevas personas y se aumenta el círculo de ami­gos. Pueden ser una puerta abierta a la felicidad. En una noche agradable de baile y conversación, uno puede llegar a conocer a muchos jóvenes excelentes, cada uno de los cuales tiene rasgos admirables y puede ser superior, en algunas cuali­dades por lo menos, a determinado compañero. Aquí las pa­rejas pueden empezar a estimar y valorar, observando cuali­dades, logros y superioridades por medio de la comparación y el contraste. Estas amistades perceptivas pueden servir de base a paseos prudentes, seleccionados y ocasionales para quienes tengan la edad y madurez suficientes, y a esto puede seguir más adelante, en el momento propicio, el noviazgo apropiado, cuyo punto culminante es un matrimonio feliz e interminable.

Por otra parte, el que una persona joven baile toda la noche con un solo compañero o compañera, forma de bailar que podríamos llamar “monopolista”, además de ser anti­social, limita los gustos y oportunidades legítimas de uno. También puede dar lugar, por motivo de su exclusividad, a intimidades impropias. Al ir a un baile con una compañera, bien sea la que se invita por primera vez, o la que ya se ha decidido cortejar, debe presuponerse que habrá intercambio de compañeros durante la noche, forma de bailar que podríamos llamar “múltiple”.

Los de pensamientos serios reconocerán la prudencia de este derrotero. Los jóvenes que desde temprana edad empie­zan a formar parejas en sus paseos y manera monopolista de bailar están abriendo de par en par la puerta que conduce a cavernas peligrosas, y cerrando numerosas puertas que con­ducen a experiencias interesantes, sanas y progresivas.

Pasar por alto las experiencias propias y naturales de la juventud, o menospreciar las señales precautorias, es dar en­trada a la tergiversación en la vida con sus problemas y tribu­laciones, y limitar y perjudicar, cuando no arruinar, los pe­ríodos posteriores de la vida y desarrollo normales.

Hablando en forma más directa, cuando se ejerce presión indebida e inoportuna en los niños para que asuman su papel de jóvenes; o el que un jovencito en los primeros años de su adolescencia pase por alto los días de esa etapa e irrumpa en las experiencias del adolescente mayor; o el que un joven que aún no llega a los veinte años entre en la vida conyugal antes de contar con la preparación adecuada —estas cosas ocasionan la frustración y la pérdida de una parte importante de la vida de la persona.

Los peligros de un noviazgo prematuro.

Un noviazgo serio por parte de personas demasiado jóve­nes conduce a un matrimonio anticipado, antes que se haya hecho la preparación adecuada para lo futuro, antes que su educación siquiera se aproxime a su fin y antes que esa vida joven haya conocido sus muchas y gloriosas experiencias instructivas.

Alguien escribió un amplio artículo intitulado “El matri­monio no es para los niños”, en el cual se presentaba mucha evidencia de la necesidad de planes y proyectos maduros para la juventud. Declaraba que hasta un noventa por ciento de los matrimonios contraídos durante la etapa de la enseñanza se­cundaria terminan en divorcio. Indicaba que los matrimonios de personas demasiado jóvenes tienden a poner fin a la prepa­ración educativa y vocacional de los participantes, y que el desempleo consiguiente eleva a un nivel peligroso los ya serios problemas del matrimonio de personas muy jóvenes.

En los primeros años de la adolescencia, las citas conducen a un noviazgo prematuro con su multiplicidad de peligros y problemas, y frecuentemente a un matrimonio anticipado y desengañador. No son raros estos noviazgos de personas de­masiado jóvenes, y a menudo se llevan a cabo con la aproba­ción de los padres. Sin embargo, es casi un acto criminal so­meter a un tierno niño a las tentaciones de la madurez. Estos matrimonios anticipados, cuyo fracaso casi se puede asegurar, resultan usualmente de un noviazgo prematuro, mientras que por otra parte, la debida preparación para el matrimonio consiste en un cortejo oportunamente proyectado.

Se me contrista el corazón casi todos los días al ver a los chicos involucrarse en noviazgos cuando son demasiado jóve­nes. Dos padres vinieron a tratar un problema conmigo; no sa­bían qué hacer con su hijita. Sólo contaba con dieciséis años de edad; sin embargo, era una “mujer” que se había visto en­vuelta en un grave pecado, en un matrimonio cuando era de­masiado joven, un alumbramiento humillante y un divorcio abrasador. ¿Qué le quedaba en la vida? Surgieron en mi mente preguntas tales como: “Madre ¿en dónde estabas cuan­do a ella la estaban pretendiendo ya en serio a los catorce años de edad? ¿Estabas fuera de casa trabajando, o simple­mente durmiendo? ¿O estabas procurando conocer otro idilio juvenil por conducto de ella? ¿Dónde estabas cuando tu chi­quilla empezó a aceptar citas?”

El automóvil es una bendición y maldición a la vez.

En ciertas culturas el noviazgo prematuro usualmente exige un automóvil, y parece indicar una posesión exclusiva y mutua en los paseos y en los bailes. ¡Qué concepto tan erró­neo y ridículo! En otras épocas, los jóvenes salían a dar la vuelta a pie; más tarde montaban a caballo o se paseaban en coches o carruajes; pero ahora parece que es preciso tener un automóvil. Algunas jóvenes son como aquella que le pre­guntó al pretendiente que la había invitado a salir: “¿Tienes automóvil?” La respuesta fue negativa. Ella le contestó: “Cuando tengas uno, entonces ven a verme.” No puedo menos que pensar que si las cosas que convierten en deseable y popu­lar a una persona joven consisten en elegantes aretes, dinero para gastar y un auto lujoso, ciertamente un sutil y deleznable enchapado ha substituido las normas de la bondad y el buen carácter básicos.

Ya que la meta final de toda vida joven debería ser el éxito y un matrimonio y vida familiar felices, el período del noviazgo se convierte en esa época importante durante la cual se puede estimar y valorar, y encontrar al compañero o com­pañera que sea compatible, congenial y simpático, y que ten­ga las demás cualidades necesarias. Tal vez son los que tienen dinero, automóviles y una viveza fingida quienes llevan la mayor desventaja en las cosas de valor verdadero relacionadas con el cortejo. ¿No es el joven con el auto más lujoso el que tiene que vencer el mayor obstáculo? ¿Cómo puede deter­minar cuánta de su popularidad se debe al auto, o cuánta de su propia personalidad y carácter? La señorita acaudalada que tiene un auto lujoso y dinero “a manos llenas” difícilmente puede saber cuánta de su popularidad se debe al lujo, y cuánta a su propia atracción y belleza personales.

El automóvil puede ser una bendición o una maldición, como el agua que puede salvar a un hombre moribundo o ahogarlo; como el fuego que puede calentar a un cuerpo en­tumecido de frío o incinerarlo; como la fuerza atómica que puede impulsar naves o destruir ciudades. El auto puede transportar a sus ocupantes a la casa, a la escuela o al templo. También puede llevarlos a lugares remotos, a peligros morales donde se enmudece la conciencia, donde se adormecen las cohibiciones justas y se anestesia a los ángeles custodios. En breves momentos el automóvil puede alejar a una pareja, ya sea de jóvenes o de personas mayores, a grandes distancias de un puerto seguro. Puede proporcionar un aislamiento peligroso y estimular la tentación.

Propiamente, el automóvil es para conductores de criterio maduro. Los legisladores han percibido esto al negarles la licencia para manejar o conducir a los que no han llegado a determinada edad. Los accidentes automovilísticos de los adolescentes exceden por mucho a los de otras edades. Sin embargo, estos peligros físicos son de menor importancia. Los muertos pueden volver a vivir, los incapacitados pueden re­sucitar con cuerpos sanos; pero el alma manchada, la vida ci­catrizada, la juventud violada que ha perdido su castidad, éstas constituyen las verdaderas tragedias.

Donde acaba el camino, el desfiladero aislado, la sole­dad del desierto y las calles de poco movimiento en las altas horas de la noche—éstos son los lugares donde las personas hablan muy poco del arte, la música o las doctrinas del evan­gelio; más bien es allí donde a menudo piensan en cosas más indignas, conversan en términos más bajos. Entonces, cuando se acaba la conversación, hay cosas que hacer, la comisión de las cuales produce polvo y cenizas donde deberían estar floreciendo las rosas. Al entrevistar a jóvenes compungidos, así como a personas de mayor edad, frecuentemente se me informa ‘que la pareja sufrió su derrota en la obscuridad, en las altas horas de la noche, en sitios aislados. Como sucede con las fotografías, los problemas se desarrollan en la obscu­ridad. En la mayor parte de los casos el automóvil fue el sitio designado del tropiezo: se convirtió en su prostíbulo. Al prin­cipio ninguna intención tenían de hacer lo malo, pero el aisla­miento facilitó las intimidades apasionadas que los envol­vieron furtivamente como la culebra que se desliza por entre la hierba.

“¿Dónde has estado?”, preguntó el cariñoso padre. La respuesta fue alarmante. “Fui al autocinema, a la famosa ‘Cueva de la pasión’, ¡y qué película tan ardiente!” Allí en el automóvil, a solas en la obscuridad, con una actuación inci­tadora y voluptuosa en la pantalla, estaba el ambiente casi perfecto de Satanás para cometer pecado. Con apariencias externas de decencia y respetabilidad, con la ausencia de in­fluencias sanas y con legiones de viles tentadores insidiosos, aun los jóvenes buenos caen en el lazo de los actos inmorales, actos que por lo menos habría mucho menor probabilidad de que se cometieran en la sala de la casa o un cine decente en una de las calles principales.

Nadie más que los participantes presencian el pecado que se comete en la obscuridad, es decir, nadie en la tierra. Sin embargo, los profetas han dicho algo respecto del pecado que se comete en la obscuridad. Job, por ejemplo, anotó estas palabras de Elifaz: “¿Y dirás tú: ¿Qué sabe Dios? ¿Cómo juzgará a través de la obscuridad?” (Job 22:13). Isaías amo­nestó: “¡Ay de los que se esconden de Jehová, encubriendo el consejo, y sus obras están en tinieblas, y dicen: ¿Quién nos conoce?!” (Isaías 29:15). También nuestro Señor hizo ver que “los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo, abo­rrece la luz” (Juan 3: 19,20).

La inmodestia.

Hay otras cosas, además de los automóviles y la obscuri­dad, que provocan la incontinencia y la inmoralidad. Una de ellas es la inmodestia. Parece que la juventud de hoy conversa con toda libertad acerca de asuntos sexuales. Escu­chan el tema en las salas de guardarropas en las escuelas, así como en la calle; lo ven y lo oyen en los cines y en la televisión; lo leen en libros pornográficos por todas partes. Aquellos que no resisten esta influencia la absorben y la fomentan. A tal extremo se ha desarrollado el espíritu de la inmodestia, que parece que nada se considera sagrado.

Uno de los factores que contribuyen a la inmodestia y la desintegración de los valores morales es la ropa moderna que usan nuestras jovencitas y sus madres. Veo en las calles a mujeres jóvenes, y algunas ya mayores, con pantaloncitos que sólo llegan a medio muslo. Esto no es propio. El lugar donde las mujeres pueden usar esta ropa corta es en sus cuartos, en sus propias casas o en sus propios jardines. Veo a algunos de nuestros Santos de los Últimos Días, madres, esposas e hijas, que usan vestidos de un estilo extremoso e insinuante. Hasta hay padres que lo aprueban. Me pregunto si nuestras her­manas se dan cuenta de la tentación que están tremulando ante los hombres cuando dejan al descubierto parte de sus cuerpos o visten un suéter ajustado que se ciñe al cuerpo y hace resaltar sus formas.

No hay razón para que una mujer tenga que vestir una prenda inmodesta porque está de moda. Podemos estar de moda, y sin embargo no ser extremosos. Podemos crear nues­tros propios estilos. Una mujer es más bella cuando su cuerpo está vestido apropiadamente, y su dulce cara luce el adorno de su lindo cabello. No necesita más atractivos. Es entonces cuando se ve mejor, y los hombres la amarán a causa de ello. Los hombres no la amarán más porque lleva descubierto el cuello. Señoritas, si el joven es decente y digno de vosotras, os amará más cuando estéis vestidas como es debido. Por supuesto, si es un hombre depravado tendrá otras ideas.

Tal pareciera que algunos aspectos de la inmodestia en ‘el vestir, tanto por parte de los hombres como de las mujeres, llegan al borde del exhibicionismo, ese comportamiento per­verso mediante el cual las personas satisfacen sus deseos lu­juriosos mostrando su cuerpo a otros. Verdaderamente uno ha caído una distancia considerable cuando recurre a esta expresión detestable, aunque afortunadamente puede regene­rarse, transformarse y restaurarse mediante un arrepenti­miento completo, y puede ser perdonado. Mas con todo, sólo una persona depravada podría aprobar tal práctica o darle aceptación.

Sin embargo, ¿es esta indecorosa manifestación del propio cuerpo de uno ante otros, tan diferente de esos casos en que los hombres salen a trabajar en sus jardines vistiendo solamente pantalones y zapatos, y de aquellos otros que salen a pasear en automóvil desnudos hasta la cintura? ¿Es tan diferente y tan apartado este exhibicionismo del de las mujeres jóvenes y de edad mayor, a quienes les da por vestir ropa muy ajustada que hace resaltar el cuerpo humano, y de aquellas que expo­nen a la vista sus espaldas y senos y piernas? Se culpa a la moda de estos excesos, pero nuevamente nos preguntamos si no habrá algunas satisfacciones, sexuales o de otra naturaleza, en lo que parece ser un desprecio voluntario de la modestia. ¿Se usan los trajes de baño sumamente reducidos porque así es la moda, o para llamar la atención, o incitar o tentar? ¿Puede haber una inocencia total y modestia completa en todos estos actos? Hay leyes que prohíben la exposición inde­cente del cuerpo, pero ¿por qué encarcelar al hombre que des­viste una porción adicional bien poca de su cuerpo, más bien que a las mujeres que bien poco es lo que dejan sin desvestir? ¿Será posible que en todas estas inmodestias pueda haber por lo menos algunos de los mismos deseos que impulsan al exhibicionista a descubrir su cuerpo y ostentarlo delante de la gente?

No podemos recalcar demasiado la inmodestia como una de las asechanzas que hay que evitar, si queremos apartarnos de la tentación y conservarnos limpios.

La obscenidad, escrita y hablada.

Con la asechanza de la inmodestia se relaciona estrecha­mente la de la pornografía, y en parte proviene de aquella.

La pornografía se ha convertido en un comercio lucrativo en la reventa de revistas, fotografías y libros sucios, perversos e impúdicos. Es enorme el tráfico en tales cosas, y con mucha frecuencia los jóvenes y señoritas de nuestras escuelas secun­darias, y aun los de edad menor, son víctimas de ese comercio atroz. En años recientes está apareciendo esta misma impu­dicia en las perversas canciones y relatos que se graban en discos pornográficos. Un escritor del Deseret News redactó este editorial:

“Las perniciosas púas de la pornografía que se van enclavando en el negocio de discos pornográficos… presenta un nuevo y repulsivo aspecto de este problema abrumador.

“Los pasos represivos que han dado los alarmados padres y organi­zaciones han disminuido en gran manera la cantidad de literatura obscena en los estantes de revistas que hay por aquí, pero los mercaderes de inmundicia parecen haber encontrado otro campo atractivo y remunerador.

“Hay actualmente en circulación más de una veintena de grabaciones de canciones y recitaciones que contienen el material más vil. Una madre celosa descubrió uno de tales discos en su casa, escondido en la alcoba de su hija de quince años de edad. Se puso en manos de los miembros del Comité de Protección para la Juventud, tomando en cuenta su batalla contra la pornografía. Era una cosa tan obscena, que algunos de los escuchas no pudieron soportar más que una o dos de las diez selecciones sobre ambos lados del disco. Sin embargo, dos jovencitas de quince años hablan comprado esta porquería en un expendio de música de supuesta buena reputación.”

Los padres deben quedar percatados de estas maldades, y hacer cuanto puedan para proteger a sus hijos e hijas de una corrupción que tiene por objeto estimular las pasiones sexuales y abrir la puerta a ofensas más serias. Mediante un esfuerzo cooperativo pueden eliminar estas cosas de los quioscos de periódicos y de los correos, y procesar a aquellos que quieren poner en venta la moralidad de una generación por lucro personal.

Las conversaciones y bromas impúdicas constituyen otro peligro que anda al acecho, buscando como presa a cualquiera que se muestre dispuesto a aceptarlo como el primer paso a la contaminación de la mente, y consiguientemente, del alma.

Apareció en una revista un artículo acerca de un actor en un cabaret de Nueva York, a quien se le anticipó que la po­licía iba a grabar su programa en una cinta magnetofónica. Se había estado preparando “para presentar a los clientes una hora de palabras descaradamente inmundas, además de gro­seros ataques sobre la maternidad, los Testamentos, el Antiguo y el Nuevo, y vivas descripciones de los procedimientos más básicamente físicos y sexuales”. Ahora su patrón le advirtió que “mudara el tono”. Como consecuencia, el programa re­sultó en una hora completa de comedia sin que se usara ni la maldición más leve, y de una pulcritud antiséptica. Al­guien comentó que aquel actor podía entretener sanamente, y la respuesta fue: “Como no. Los programas que presentaba en los cabarets y clubes eran sanos y recibía cien dólares por semana. Sin embargo, ahora que ha dedicado todos sus esfuer­zos a un acto impúdico, recibe cinco mil dólares por semana. De manera que comercia en obscenidades.” Se trata de una diferencia de cuatro mil novecientos dólares por semana.

¿Quién tiene la culpa? El que trafica en impudicias, desde luego; pero más aún que este actor vulgar, el consumidor de esta inmundicia, el público. Mientras los hombres sean per­versos y se deleiten en la inmundicia, los entretenedores les venderán lo que deseen. Se podrán formular leyes, habrá aprehensiones, los licenciados podrán disputar, los tribunales podrán sentenciar y las cárceles podrán encerrar a hombres de mentes corruptas, pero jamás cesarán la pornografía ni otros insultos análogos a la decencia hasta que los hombres hayan depurado sus mentes y dejen de exigir y comprar tan vil mercancía. Cuando el cliente se canse y se fastidie de nau­fragar en la inmundicia de los comediantes, dejará de pagar por esa impudicia y se agotará su fuente.

Por supuesto, son relativamente pocas las personas que frecuentan los clubes nocturnos, pero en el “descanso” durante el trabajo, en el guardarropas, en la mesa durante un banque­te, casi en todas partes, hay personas vulgares que prolongan la vida de lo grosero y lo indecente repitiéndolo y aplaudién­dolo. Sin embargo, cuando no haya risa para alentar, oídos para escuchar, labios para celebrar y repetir la vulgaridad, el cuentista se cansará de su parlería que nadie aprecia.

Programas degradantes.

Otras situaciones peligrosas que probablemente sean las de mayor atracción para la juventud, y de las cuales uno debe apartarse como de una serpiente venenosa, son las produccio­nes cinematográficas indeseables y los programas impropios de televisión. Un editorial que apareció en el Deseret News decía al respecto:

“Aunque ciertamente es alentador notar el volumen cada vez mayor de protestas que están surgiendo por todo el país en contra de las películas y programas de televisión indeseables que se están dispensando al público norteamericano, y particularmente a los jóvenes que constituyen gran parte de los espectadores de ambas, causa re­pugnancia enterarse del número de obras de carácter dudoso que aún se están produciendo en los estudios.

“Los jueces de tribunales para menores, la policía de las patrullas que combaten los vicios, y los obreros sociales unánimemente declaran que un alto porcentaje de los crímenes actuales tienen su. origen en la baja categoría de las funciones a las que concurren tan crecidos números de los de la generación joven.

“Sin embargo, en vista de que la maldad, con todos los “aderezos de Hollywood”, reluce como el oro, y dado que lo sugestivo siempre atrae a muchos, los autores de estas producciones hallan que es lucrativo continuar con este tipo de diversión.”

Después de tratar este asunto en detalle, el editorial con­cluyó, diciendo:

“Probablemente no existe suficiente oposición por parte del público para obligar a los productores de cine y de televisión a que depuren su propio producto, porque el dinero habla con mayor fuerza que el público indignado.

“Sin embargo, la Iglesia y el hogar ciertamente pueden hacer algo en cuanto a la enseñanza de normas a sus hijos. Mediante la persuasión que cualquier buen hogar puede ejercer, seguramente pueden reglamentar lo que la juventud ha de ver.

“Se puede desarrollar el buen gusto, y junto con éste el deseo de eliminar diversiones impúdicas, así como eliminaríamos de la vida de nuestra juventud el licor, los cigarrillos y las caricias impropias.”

La juventud más noble puede caer.

Ahora bien, nuestros jóvenes y señoritas Santos de los Últimos Días son los mejores del mundo. En ninguna parte, de un océano a otro, hay grupo alguno que siquiera pueda compararse con ellos. Yo creo que prácticamente todos nues­tros jóvenes y señoritas se crían con un deseo de ser rectos. Creo que son fundamentalmente buenos; mas con todo, hay demasiadas desgracias entre ellos. Son muchos los que se han perdido.

El diablo sabe cómo destruirlos. Él sabe, jóvenes y señori­tas, que no puede tentaros a cometer adulterio inmediata­mente, pero también sabe que puede predisponeros por medio de asociaciones eróticas, conversaciones vulgares, ropa inmo­desta, películas obscenas, etc. También sabe que si puede con­seguir que empiecen a beber, o si puede hacerlos participar en su programa de “besuqueos y caricias indecentes”, los mejores jóvenes y las mejores señoritas finalmente cederán y caerán.

Es importante entender esta asechanza. No es fácil hablar o escribir acerca de este asunto; mas cuando vienen a mí los obispos con tristes relatos de hogares destrozados, de vidas frustradas, de desilusiones, tristeza y remordimiento; cuando entrevisto a personas que han caído en el lazo, les digo casi desesperado: “¿Qué podemos hacer? ¿Qué puede hacer la Iglesia para ayudar a evitar esto? ¿Qué podemos hacer para proteger a la siguiente generación, a los jóvenes que vienen tras nosotros? Díganme.”

Como respuesta, el joven o la señorita a menudo respon­den: “No se nos instruye con la franqueza suficiente. Recibi­mos mucha educación sexual de varias fuentes, pero esto nos perjudica. Continuamente estamos escuchando lo vulgar. Necesitamos amonestaciones; ser amonestados francamente.” Es mi sincera esperanza que las amonestaciones contenidas en esta obra sean suficientemente francas y claras.

Desde el punto de vista positivo, si nuestros jóvenes quie­ren evitar las asechanzas deberán ser firmes en principio, no tambaleantes como el borracho. Deberán disfrutar de su niñez y de los primeros años de su adolescencia con sus padres en casa; entonces, durante algunos años, tener sus actividades en grupo. En los bailes habrán de intercambiar compañeros por la felicidad y otras ventajas que esto proporciona. No tendrán citas durante los primeros años de su adolescencia, sólo ocasionalmente en los siguientes tres o cuatro años, y no empeza­rán a cortejar en serio sino hasta que estén preparados para buscar un cónyuge eterno mediante el matrimonio apropiado. Las asociaciones deberán conservarse limpias de toda impro­piedad. Los besos habrán de reservarse por lo menos hasta esos últimos y bienaventurados días del noviazgo, cuando podrán hallarse libres de toda lujuria y tener un significado santo. Además, deberán mantener en todo esto una actitud sana y constructiva en cuanto al hogar, la escuela, la Iglesia, así como en lo concerniente a otras personas en general. Así podrían desarrollarse limpios de las contaminaciones del mundo.

 Permanezcamos del lado del señor.

La diferencia entre el hombre bueno y el hombre malo no consiste en que uno pasó por las tentaciones y el otro se vio libre de ellas. Consiste en que uno se conservó fortalecido y resistió la tentación, y el otro se colocó en condiciones y sitios comprometedores, y con pretextos justificó las situaciones. Por consiguiente, es obvio que para permanecer limpio y digno, uno debe conservarse apartado, positiva y conclusivamente, del territorio del diablo, evitando el menor contacto con la maldad. Satanás deja sus huellas digitales; son fáciles de per­cibir para todo aquel que ha sido advertido. De modo que, el indicador de peligro se coloca prominentemente donde siem­pre puede verlo el ojo que está prevenido. Es como el hoyo grande que en un tiempo cavaron en la calle donde vivo. Con­ducir un automóvil por allí habría sido como jugar un albur con el peligro o con un accidente. Noté que los autos de mis vecinos salían de esa calle por el lado que estaba seguro y evi­taban el sitio donde yacía el peligro. Yo hice lo mismo.

En .este respecto no podemos hallar mejor conclusión para este capítulo que la frecuente amonestación del finado presi­dente George Albert Smith, que dijo:

“Mi abuelito solfa decir a su familia: “Hay una línea de demarcación, bien definida, entre el territorio del Señor y el del diablo. Si permanecen ustedes del lado de la línea que es del Señor, se hallarán bajo su influencia y ningún deseo tendrán de hacer lo malo; mas si cruzan la línea al lado que pertenece al diablo, aun cuando no sea más que dos o tres centímetros, están bajo el dominio del tentador, y si éste logra el éxito, no podrán ustedes pensar ni razonar debidamente, porque habrán perdido el Espíritu del Señor.

“Cuando en ocasiones he sentido la tentación de hacer ciertas cosas, me he preguntado: “¿De cuál lado de la línea me encuentro?” Si determinaba permanecer del lado seguro, del lado del Señor, obraba rectamente en cada oportunidad. Así que, cuando venga la tentación, considerad con oración vuestro problema, y la influencia del Espíritu del Señor os permitirá decidir prudentemente. Para nosotros hay seguridad únicamente del lado de la línea que es del Señor.”

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